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Joseph Caldwell se presentó a mediodía. Masticaba una manzana mientras hojeaba despreocupadamente unas facturas. Se oía la radio y en la oficina empezaba a caldearse el ambiente. Entre mordiscos enérgicos, Joe se quejaba de que hacía falta un sistema de aire acondicionado que funcionara como era debido. El que tenían estaba averiado otra vez. No se decidía a arrancar, ni a pararse. «En toda funeraria, la temperatura ha de estar bien regulada», decía. Una cosa era que hiciera un poco de calor en los salones y otra que el cuarto frío se viera afectado; eso no podían permitirlo. Si algo no les hacía falta era que se acelerara la putrefacción. Su clientela no lo consentiría.
– Habrá que arreglarlo -dijo Joe-. Produce mala impresión que haga demasiado calor en los salones. -Dio otro mordisco a su manzana. Al igual que su padre, tenía la costumbre de sorber ruidosamente por la nariz y cerrar los ojos tras hacer una afirmación de la clase que fuera, cosa que a Madden le resultaba muy difícil de aguantar. Acongojado, Madden intentaba distraerse concentrándose en cualquier otro sonido y procuraba que sus miradas no se encontraran cuando no le quedaba más remedio que hablar con Joe.
– La gente va a pensar que se ha estropeado el sistema de refrigeración de la charcutería.
Madden levantó la vista.
– ¿De la charcutería?
– Sí, ya sabes. Fiambres y todo eso. -Joe escupió una semilla de la manzana en la palma de su mano y la tiró a la papelera-. Imagínate, algunos de los salamis que tuvimos la semana pasada estaban bastante pasados. Bien maduritos estaban algunos. Puaj.
Madden no le prestaba atención. Estaba escuchando una noticia en la radio, algo acerca de una pareja joven que se había enrolado en una misión presbiteriana. La iglesia en cuestión los había persuadido para que renunciaran a sus ahorros, abandonaran su hogar y sus trabajos, dejaran a sus padres y amigos y se fueran a vivir a un campamento en plena selva sudamericana. Allí pasaban el día cantando, predicaban el evangelio a los nativos (todos ellos católicos) y se esforzaban por que ni ellos mismos ni sus tres hijos pequeños conocieran una muerte mísera a causa del hambre. La caridad cambió pronto de tornas y los del campamento se vieron obligados a aceptar ayuda y comida de la población indígena, gente que apenas tenía con qué alimentarse, y mucho menos algo que dar a los extranjeros. Los indios nunca se quedaban mucho tiempo en un sitio y dependían en gran medida de la caza para completar su dieta. La joven pareja y todos los del campamento aborrecían verse a merced de la ayuda de aquellos indígenas, cuya mezcla de papismo y paganismo les parecía el colmo. Era, para ellos, la humillación suprema. Pero lo que más les había afectado eran los insectos. El marido describió ciempiés extraordinarios y «de tamaño descomunal», en todos los colores. Persuadidos de que aquellos bichos eran «inofensivos y deliciosos», y en vista de que la comida escaseaba, su esposa y él acabaron dándose por vencidos y probaron un puñado de larvas. No, no, les dijeron los indios. Las larvas eran extremadamente venenosas. Solo podían comerse los gusanos maduros. Y ello únicamente cuando no había ninguna otra cosa. ¿Por qué se comían los extranjeros <emphasis><strong>[1]</strong></emphasis> las larvas estando rodeados por todas partes de alimentos? Las larvas eran un asco. Los indios les dijeron esto cuando regresaron al campamento tras varias semanas de ausencia. Los niños estaban bien, aunque algo flacos. Ninguno había querido acercarse a los gusanos. Pero la joven pareja y casi todos los demás adultos del campamento estaban muy, muy enfermos. Dos o tres murieron, y los que tenían fuerzas para manejar una pala los enterraron deprisa y corriendo. El miedo a la enfermedad era palpable.
– ¿Entiendes lo que te digo? Esto es una funeraria. Tenemos que ser irreprochables.
Madden se esforzó por sobreponerse a la voz de Joe para oír el final de la historia. Tenía entendido, o eso creía, que algunos de aquellos indios podían ser caníbales. Aun así, dudaba de que se comieran a sus muertos. Sobre todo, si el cuerpo estaba envenenado. Quizá, en vez de comérselos, mojaran las flechas en su sangre. A fin de cuentas, tenían que ser muy prácticos para sobrevivir en la jungla.
– Ésos de la selva sí que lo tienen claro -prosiguió Joe-. Los meten bajo tierra en un santiamén. Nada de tenerlos por ahí dando vueltas. Es un riesgo, tanto para los servicios funerarios como para el consumidor.
Madden no sabía muy bien a qué se refería. Su costumbre de desconectar siempre que Joe andaba cerca le hacía perder a veces el hilo de la conversación. Ello carecía de importancia, sin embargo: después de cuarenta años, creía tener cogida la medida a Caldwell. Se sentía capaz de afrontar cualquier crisis que surgiera.
– El aire acondicionado no es cosa mía -dijo-. No se me puede hacer responsable de las deficiencias de una máquina inanimada. Como bien sabes.
Joe Caldwell frunció el ceño.
– Eso no hace falta que me lo digas -respondió-. Lo sé perfectamente. Crecí en este negocio. Y me lo conozco de pe a pa. -Dio otro mordisco a la manzana y masticó con vehemencia, la boca bien cerrada. Al mismo tiempo, se mecía ligeramente adelante y atrás, como un oso polar en una jaula muy estrecha.
– Solo era un decir. No era un reproche -dijo Madden mientras se pasaba un pañuelo por la nuca. El calor empezaba a resultar incómodo. Ni siquiera las ventanas tintadas parecían capaces de retardar el implacable ascenso de la temperatura. Las flores de exposición se veían ya derrotadas en sus jarrones. Unos cuantos pétalos se habían caído y los demás parecían sedientos y abatidos. Madden intentó refrescar las flores rociándolas con agua pulverizada, aunque su falta de lustre era consecuencia de hallarse en aquella oficina en la misma medida que podía serlo de cualquier otra cosa.
– Me alegra saberlo. Los socios no pueden andar haciéndose reproches, ¿no? Es malo para el negocio. -Joe Caldwell calibró a Madden con la mirada. El pelo rubio le caía por delante en un mechón tintinesco. Para Madden, Joseph Caldwell hijo encarnaba cierta clase de puerilidad, una confianza infundada en cierto atractivo escaso y tardío. Era extraño que otros lo encontraran atrayente: no parecían faltarle admiradores. A Madden le irritaba que siempre pareciera ser él quien cogía el teléfono cuando lo llamaban a la funeraria. Había sugerido más de una vez que Joe invirtiera en un teléfono móvil para que, de allí en adelante, pudiera contestar a sus llamadas él mismo y Catherine la Ausente y el propio Madden quedaran libres para sacar adelante el trabajo por el que se les pagaba. Joe reaccionaba como siempre, sacando las cosas de quicio. ¿Acaso insinuaba que sus llamadas no eran importantes? ¡Las llamadas que recibía eran vitales para el negocio! ¿Cómo iba a dirigir la empresa si no podía recibir llamadas imprescindibles? Eso era precisamente lo que él decía, contestaba Madden. Con un teléfono móvil, se le podría localizar en cualquier parte y en todo momento. Así tendría que pasar menos tiempo en la oficina y le sería más fácil hacer las visitas.
Joe se había esforzado por dar con un argumento en contra. Madden sabía, sin embargo, que la idea de pasar menos tiempo en la oficina tenía su atractivo. Entonces Joe había dicho: «¿Qué podría haber peor que estar todo el santo día disponible? Supondría menos tiempo libre, no más». Tenía razón, había respondido Madden. Pero el negocio era lo primero. Joe hijo debía permanecer, como él decía, «disponible». Madden había saboreado su triunfo, por mínimo que fuera. Aun así, las llamadas habían continuado y él seguía contestando al teléfono.
Catherine la Irritante había metido baza con un comentario burlón cuando Joe no la oía y Madden la había ignorado resueltamente. Una vieja, eso lo había llamado. Sí. Había dicho que no era más que una vieja. A Madden le había costado un esfuerzo hercúleo morderse la lengua.
«¿Por qué no se defendía?», había dicho Catherine. Si a ella Joe le hablara así, le diría cuatro cosas. Tenía que espabilar y buscarse la vida, había añadido.
Si tuviera tu vida, sí, había pensado él en su momento. O sea, si tu vida fuera mía.
Roció los pétalos con su botella.
– ¿Cuántos hay abajo ahora mismo? -preguntó Joe-. ¿Los otros han llegado ya?
– No hay ni rastro de ellos. Si no llegan de aquí a media hora, habrá que devolverlos.
Madden estaba bromeando, desde luego, pero Joe no le hizo caso.
– ¡Señor! -dijo-. ¿No puedes arreglártelas con los tres? Ya casi has acabado con el suicida, ¿no?
– ¿Acabado? Solo lleva aquí desde esta mañana. Vamos a tener un buen atasco. Y me gustaría llegar a casa antes de medianoche. Si tuviera algo de ayuda, podría drenarlos e inyectarlos a los tres. Así solo quedaría el maquillaje. Siempre y cuando no estén muy pasados. Uno es una decapitación. Intenta tú que eso quede natural.
Joe suspiró y se frotó la frente con la vista clavada en el tablón de la mesa. Madden esperó, pero sabía que Joe no le ofrecería ayuda a no ser que se la pidiera abiertamente.
– ¿Hay alguna probabilidad de que Catherine haga acto de presencia? -preguntó, aunque sabía que no había ninguna y se había resignado ya a marcharse otra vez a las tantas. Podía llamar a Rose después de comer y arreglarlo con la cuidadora. La señora Spivey podría quedarse una o dos horas más. Sí. Estaba seguro de que podría.
Joe se levantó, muy tieso, y escupió un trozo de manzana hasta el otro lado de la habitación. Sus mejillas gordezuelas temblaban como testículos sueltos. Tiró el corazón de la manzana a la papelera que había detrás del mostrador de recepción.
– Esa chica es un desastre -dijo-. Dudo que venga lo que queda de semana. Y ya van quince días. Será una de sus alergias o algo por el estilo. No he sabido nada de ella. Imagino que será alérgica a algo del depósito. A un producto químico o algo así. Al formol.
Madden asintió con la cabeza.
– Es posible. Ahí abajo hay un montón de cosas que pueden provocar sarpullidos. Y no solo los fármacos de embalsamar.
Joe lo miró extrañado.
– ¿Qué más?
Madden se encogió de hombros.
– Toxinas derivadas de la descomposición. Una salpicadura de algún líquido nocivo. El trabajo en sí mismo.
– Señor -dijo Joe-. Lo que nos hacía falta. ¡Lo que nos hacía falta!
– ¿Qué?
Joe cerró los ojos y sorbió por la nariz.
– Una auxiliar de servicios funerarios alérgica a los muertos.
Madden se pasó una mano por la frente; le picaba y la notaba sudorosa. Se le había pasado por la cabeza que tal vez él también fuera alérgico a los muertos. Era, decididamente, alérgico a Joe como no lo había sido nunca a su padre. Joseph hijo era sin duda alguna un zopenco muy poco atractivo con una opinión de sí mismo tan inflada como un cadáver de tres días, pero al menos poseía cierta vitalidad. En sus últimos días, Joseph Caldwell padre parecía hallarse siempre bajo los efectos de un acceso prematuro de rigor mortis, y Madden tenía la sensación de que a él quizá le estuviera pasando lo mismo. No sabía a ciencia cierta cuándo había empezado a infiltrarse gradualmente aquella rigidez a través de su musculatura. Quizá hubiera sido cuando Rose perdió el bebé. O quizá antes, cuando todavía no estaban casados. Estaba seguro de que tenía que haber sido en un momento concreto, pero le resultaba imposible situarlo en el tiempo. Siempre tenía la impresión de haber imaginado buena parte de su pasado, la sensación de que vivía de un momento al siguiente, sin continuidad más allá de la rutina. Últimamente tenía dificultades para concentrarse en el trabajo, cosa que nunca antes le había pasado. Claro, que tampoco estaba seguro de cuándo había empezado aquello. ¿La víspera? ¿La semana anterior? Quizá hubiera empezado esa mañana, al llegar Kincaid. Quizá siempre había sido así. Estaba seguro de que ese no era el caso, de que aquel miasma acabaría por disiparse. Al mismo tiempo, tenía la sensación de que iba sucederle una desgracia, de que algo espantoso iba a pasarle a Rose. Lo sentía sobre todo en el pecho, como una especie de envaramiento, como si el rigor mortis agarrotara aquella parte de su cuerpo. Se sentía impelido a salir del depósito de cadáveres, atraído a la planta de arriba por el calor del salón, por la luz, por las flores que necesitaban agua. En esas ocasiones, si estaba solo, cerraba con llave la puerta de la calle, descolgaba el teléfono y se paseaba de un lado a otro por delante del mostrador de recepción, abría y cerraba los puños, repetía las mismas palabras una y otra vez en voz baja, en una especie de aturdimiento ritual, convencido de que la rigidez de su pecho era solo un engendro de su imaginación.
Hay tres estadios, le decía una voz en la que no reconocía la suya. Tres. Tienen lugar tras la muerte, no antes. Así que no puedes sufrir de rigor mortis. Es imposible. Lo que sientes no es lo que crees que sientes. Es una ilusión. Esto es absurdo, repetía aquella voz una vez tras otra, completamente absurdo. Seguía paseándose y hablando solo en voz alta para aplacar a la otra voz y apaciguar su pánico. Aunque no era un hombre religioso (en todo caso, diría, más bien lo contrario), con el tiempo la repetición de aquellas palabras se había convertido en una especie de oración, hasta el punto de que parecía poder recobrarse, calmarse hasta cierto punto, cuando la ridiculez de sus cavilaciones se le hacía finalmente obvia. Los tres estadios. Flacidez primaria, rigor mortis, flacidez secundaria. Sin duda no podía haber pasado del primer estadio, se decía, y a continuación recitaba para sus adentros la versión del Padre Nuestro de Gaskell. Él la llamaba la «Oración de la primera flacidez».
Padre nuestro,
inmaterial es la causa
una vez llega la muerte,
párpados y mentón se relajan,
aflójanse los miembros
como si nada ya los trabara,
los músculos andan sueltos,
las junturas destrabadas,
la tibia se une al tarso
y los huesos ya no marchan.
Por los siglos de los siglos,
amén.
Gaskell habría sido, indudablemente, mejor cirujano que poeta, pero aquellos versos parecían aún capaces de liberar a Madden del miedo. Entonces empezaba a relajarse otra vez y la tirantez de su pecho se aflojaba poco a poco. El bueno de Gaskell. Estuviera donde estuviera en ese momento, sabía qué estaba pensando Madden. Que el factor tiempo variaba si su cuerpo pasaba un largo período en una atmósfera fría (entre dos y ocho horas para que se manifestara el rigor mortis), o si permanecía en un ambiente cálido durante un período más corto. El proceso comenzaba en los párpados y descendía luego hacia la mandíbula inferior, el tórax, las extremidades superiores. Y después más abajo: el abdomen, las extremidades inferiores. Músculos voluntarios, músculos involuntarios, la edad del sujeto carecía de importancia. Y, al igual que la dolencia de la que Madden se imaginaba preso, una vez había rezado para sus adentros el proceso se disipaba gradualmente, empezando esta vez por los pies para subir luego por las piernas, ascender por su pecho hasta liberarlo y relajar finalmente ambos párpados, que se hacían flexibles (no, sensibles) una vez más.
– De todas formas, voy a tener que dejarte solo un rato -dijo Joe.
Madden asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Las noticias de la radio lo habían distraído: se había descubierto un cadáver en un pantano de los alrededores o algo por el estilo. Joe pareció molesto por que no le preguntara dónde iba, pero Madden se había acostumbrado hacía tiempo a sus idas y venidas sin explicación. De todos modos, ¿qué podía decir? El negocio era de Joe, aunque no le importara tirarlo por tierra.
– Tengo que ver qué pasa con Catherine, arreglar lo de las flores y esas cosas -dijo-. A ver si puedo convencerla para que venga un rato mañana u otro día de esta semana. O eso o despido a esa mema. -Guiñó un ojo mirando a Madden. Sin duda le agradaba la idea de que fueran conspiradores traviesos.
Al abrir la puerta, se echó hacia atrás un momento para añadir algo.
– Sé que estás ocupado y eso, pero ¿te importaría hablar con la mujer de ese fulano?
– ¿De qué fulano?
– Del suicida. Dijo que se pasaría por aquí hoy o mañana. Que quería hablar con alguien sobre el entierro.
– ¿No puedes encargarte tú? -dijo Madden, inquieto-. Creía que destacabas por tu labia.
Joe meneó la cabeza enfáticamente.
– Las flores, hombre -dijo-. Tengo que ocuparme de las flores y hablar con Catherine. ¡Parto otra vez en uno de mis locos viajes! Seguro que te las arreglas muy bien. -Volvió a guiñar el ojo y desapareció por la puerta, que al cerrarse cortó en seco el paso a una breve estocada de sol. La radio seguía zumbando en medio del silencio.
La esposa de Kincaid no apareció hasta bien entrada la tarde, pero durante el resto del día Madden no pudo trabajar con la rapidez de costumbre. Tenía los nervios de punta y un hormigueo fastidioso le hacía retorcerse las manos constantemente. Después de retorcérselas, volvía a sentir vida en ellas durante cinco o diez minutos, pero el cosquilleo no tardaba mucho en volver. Era el esfuerzo físico que requerían algunas de las tareas más pesadas lo que parecía causar aquel cosquilleo, y Madden nunca había logrado dar con un remedio eficaz. Su ritmo había quedado roto por las interrupciones constantes del teléfono, la necesidad de ocuparse de la llegada de los otros dos cuerpos y el temor que le infundía la perspectiva de tener que hablar con la señora Kincaid cuando decidiera pasarse por allí.
Le preocupaba especialmente el problema de la identificación. Últimamente olvidaba a menudo nombres y caras, y hacía lo menos cuarenta años que no veía a aquella mujer. Sabía que se estaba comportando como un necio, que la señora Kincaid no estaba enfadada con él. Esta vez, no había hecho nada malo: la muerte de su marido no se le había atribuido a él. En ese aspecto, tenía la conciencia limpia. Probablemente, Maisie ni siquiera se acordaba de él. Por el amor de Dios, debía de tener ochenta años como mínimo, y sin duda estaría tan afligida que no repararía mucho en él. Con todo, la idea de que pudiera acordarse de él le irritaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Normalmente apenas se relacionaba con los familiares de los difuntos, convencido de que la práctica del embalsamamiento o cualquier otra manipulación del cadáver se avenía mucho mejor a sus talentos naturales. Nunca había sido, como Rose no se cansaba de recordarle, una persona sociable. De todos modos, aquellas situaciones lo violentaban hasta tal punto que en realidad tampoco servía de gran ayuda. Hablar con el allegado de un cadáver, ya fuera su pareja o un pariente consanguíneo, distorsionaba en exceso su percepción del muerto como simplemente eso: un muerto, un ser inanimado, un trabajo. Nunca había sido muy amigo de efusiones (no lo era, al menos, desde hacía mucho tiempo), ni a solas ni delante de otros. A lo más que llegaba era a atender a Rose dentro de un orden, y hasta eso le resultaba agotador, por cuanto le costaba trabajo compadecerse de ella en lo más mínimo. Era demasiado absorbente, como un parásito que se alimentara de él. Y, por lo general, no era necesario que estuviera presente si algún familiar se interesaba por algún detalle del procedimiento: para eso estaba Catherine, y había desempeñado bastante bien su labor hasta hacía poco, cuando lo insultó por última vez. Era ridículo: solo la había rozado un segundo, había dicho él.
«¡Quítame de encima esos dedos de matarife! Sé lo que pretendes. ¡No creas que no lo sé!»
Hasta Joe era más útil que él si de conversar se trataba. Aunque al principio Madden desconfiaba de él, el padre de Joe había sido un fenómeno: era capaz de tranquilizar a cualquiera (por grande que fuera su dolor) con las palabras y los gestos más sencillos. Era como si todos sus ademanes hablaran de paz, de reposo, de lo natural y lo sobrenatural que, inevitablemente, iban de la mano. Abajo, en cambio, era harina de otro costal. Insultaba a los muertos y los manipulaba con evidente indiferencia por su título o su rango social, ya fueran banqueros o mendigos. Todos recibían el mismo trato. Madden lo había visto escupir a los cadáveres, incluso clavarles a veces el escalpelo en algún lugar recóndito, donde era improbable que alguien lo viera. Pero se lo clavaba muy despacio. Joseph Caldwell lo hacía todo muy despacio y con mucho sigilo. Había sobrellevado su propia agonía tan despaciosa y calladamente que nadie en su familia (y menos aún el joven Joe) había notado que estaba enfermo. Al final, su esposa le había preguntado por qué esa mañana no se levantaba para ir a trabajar y él, con la cara mirando al techo, había respondido: «Porque dentro de diez minutos estaré muerto, por eso». Efectivamente, diez minutos después, era (para usar su propia expresión) pan negro. Más adelante, su mujer le había contado a Madden que su cuerpo se había quedado frío como el hielo literalmente unos segundos después de que dejara de respirar. Era asombroso. A su modo, Madden encontraba muchas cosas que admirar en Joseph Caldwell padre. Ninguna de las cuales iba a ayudarlo a tratar con la señora Kincaid.
Se descubrió de nuevo haciendo un esfuerzo por imaginársela. Recordaba que, cuarenta años antes, era una mujer atractiva, pero no parecía capaz de concretar sus rasgos y hacer que se mantuvieran constantes. Sus facciones flotaban y se fundían con todas las demás caras del pasado en un flujo calidoscópico. Lo único que recordaba claramente era que Gaskell había dicho una vez que era «una pequeña gran bailarina» (la había visto a menudo bailando en las fiestas de la Facultad de Medicina, por cuyo salón arrastraba a Kincaid, maltratado como un fardo), pero Madden no recordaba ahora si era, en efecto, tan «pequeña». Tenía la impresión de que algunas personas le habían dicho que era voluble, o decidida, o testaruda, pero quizá fuera simplemente un truco de su memoria o de su imaginación. La veía dar vueltas al son de la Giga de Cumberland o de la Danza del sargento blanco, pero su cara era una amalgama formada por las de Kincaid y Gaskell, y hasta por la de Carmen Alexander. Incluso se veía a sí mismo observándola desde un lado de la pista de baile en el antiguo club de alumnos, con las manos la mitad de gordas, agobiado por la corbata demasiado apretada y el traje azul marino de su padre, tan desnutrido que daba pena verlo.
Ya entonces bailar era para los otros, algo a lo que nunca le había cogido el tranquillo. Una vez incluso fingió marearse cuando una chica, rellenita y muy azorada, le pidió que bailara con ella una giga cuando les tocaba elegir pareja a las mujeres. Bajó las escaleras a trompicones, se escondió en los lavabos y estuvo allí lamiéndose las heridas hasta que le pareció que la amenaza del sexo opuesto había pasado. Fue al volver cuando se tropezó por vez primera con Gaskell en las puertas que daban a la avenida de la Universidad. Gaskell llevaba un traje verde oliva y el pelo, fino y rubio, le llegaba a las orejas, a pesar de que faltaban aún unos años para la época hippy. El traje verde lo identificaba ya entonces como alguien singular, alguien a quien le gustaba ser el centro de atención. Era un traje de pana. Una década antes, se le habría considerado un beatnik <emphasis><strong>[2]</strong></emphasis> si primero no se hubiera curtido en las calles a fuerza de golpes. Al pasar Madden en pos de los gritos procedentes del salón de baile, Gaskell expelió un anillo de humo de su cigarrillo blanco, que era de una de aquellas marcas extintas: un Woodbine, quizá, o un Capstan Shanty. O un Senior Service. Saltaba a la vista su conciencia de que alguien lo observaba y a Madden le desagradaron momentáneamente sus pómulos angulosos y la blancura nocturna de su piel. El hecho de que expeliera el anillo de humo solo por él le hizo sonrojarse.
– Muy bien, vuelve allá arriba y baila con la chica -dijo, guasón, el muy caradura, con un acento algo gangoso que Madden no pudo identificar. Mientras subía las escaleras, Madden era consciente de que el tipo del traje verde lo seguía, pero, decidido a ignorarlo, empujó con fuerza las puertas del salón de baile, olvidó sujetarlas para que pasara el desconocido que iba tras él y, un instante después, lamentó su rudeza al oír el golpe de la puerta contra algo que no era, obviamente, del mismo material. Se volvió enseguida y vio al hombre doblado al otro lado del cristal, con las manos en la cara. Avergonzado, se acercó a él y se sacó un pañuelo de hilo del bolsillo de la pechera del traje.
– ¿Estás bien? -dijo, y apoyó una mano en la espalda del hombre mientras con la otra situaba el pañuelo en su campo de visión. La sangre formaba círculos sobre el suelo de mármol. El otro cogió el pañuelo y se lo llevó a la cara antes de levantar la cabeza y echarla hacia atrás-. Espera, sujétate el puente de la nariz -dijo Madden, aunque sabía por experiencia propia que aquella técnica (lo mismo que contener la respiración cuando se tenía hipo) a veces funcionaba y a veces no. Al menos, decir aquello le permitió sentir que estaba al mando de la situación en vez de ser su causa. El hombre del traje verde mantuvo la cabeza echada hacia atrás y con las dos manos se sujetó el pañuelo contra la cara. Tenía los ojos cerrados y lagrimosos-. Lo siento muchísimo. No lo he hecho a propósito.
– Pues claro que lo has hecho a propósito, joder.
Madden quedó horrorizado y notó que su cara, ya roja, se volvía cárdena.
– ¿Tienes idea de cuánto me costó este traje? -dijo el otro, y Madden vio de pronto las salpicaduras rojas en las solapas y la pechera de la camisa marrón, que Gaskell llevaba abierta por el cuello y sin corbata. Nunca antes había visto a un hombre adulto con una camisa marrón y un traje verde. Aquello resultaba inconcebible en la calle Shakespeare. Seguramente él podría pasearse descalzo por Maryhill y llamaría menos la atención que si se ponía un traje como aquel.
– Lo siento muchísimo -repitió con voz que empezaba a volverse desesperada-. Estoy seguro de que se quitará al lavarlo. ¿Es muy caro? -Madden le apartó el pañuelo de la cara y comprobó que, de momento, su nariz parecía haber dejado de sangrar. La punta estaba manchada de sangre y un bulto de buen tamaño empezaba a formarse junto al tabique nasal. El otro palpó cuidadosamente la zona con las yemas de los dedos.
– Tenías que rompérmela, ¿eh? Me cago en todo. Seis años intentando que no me la partan en la cancha de rugby y vas tú y ¡zas! A tomar por saco.
La nariz empezaba a sangrarle otra vez.
– Echa la cabeza hacia atrás -dijo Madden-. Es lo mejor.
Por debajo del pañuelo, el otro preguntó que qué era, un puñetero médico o qué.
– Todavía no -dijo Madden-. Estoy en primero de Medicina. Lo segundo mejor del mundo.
Madden recordaba que el tipo del traje verde se echó a reír, una carcajada estruendosa en la que gorgoteó la sangre. Una risa contagiosa.
– Vaya, vaya -dijo-. Lo mismo digo, ya lo creo. Harás una fortuna si sigues comportándote así. Santo Dios.
– Lo siento muchísimo -dijo Madden-, de verdad. Si quieres llevar el traje a la tintorería, puedes mandarme la factura. Me llamo Hugh, por cierto. -Le tendió la mano con angustiosa formalidad. El tipo de la nariz ensangrentada lo miró precavidamente, con la cabeza aún echada hacia atrás.
– Owen -dijo-. Pero todo el mundo me llama Gaskell. -Estrechó flojamente la mano de Madden-. La verdad es que, en este momento, no puedo decir que me alegre de conocerte.
– ¿Tú también estudias aquí? -preguntó Madden mientras hurgaba en el bolsillo interior de su chaqueta en busca de algo con que escribir su dirección.
Gaskell exhaló un largo suspiro y volvió a sorberse la sangre de la nariz.
– Sssssí -borboteó, y escupió en el pañuelo un coágulo de sangre-. Soy estudiante, estudio aquí…
Madden no sabía cómo responder a su tono, así que siguió mostrando una actitud que creía responsable y doctoral, como en aquellos tiempos se imaginaba que sería cuando fuera médico. ¡Ah, la juventud! ¡Ah, los sueños!
– Eso es. Eso es. Sujétatelo sobre la cara.
Gaskell sacudió una mano, irritado.
– Me cago en la hostia -dijo-. La mitad de las veces no funciona, joder. Yo también soy un puto médico, ¿sabes?
Madden creía haberlo visto en alguna parte, pero había dado por sentado que era una de las muchas caras anónimas que no conocía y que, sin embargo, veía todos los días. En las aulas o en el laboratorio, eso debía de ser.
– Vamos a los mismos seminarios, hostias, ¡joder! El grupo de Kincaid, ¿comprendes? ¿En Anatomía? ¡Te veo todas las semanas!
Madden no supo otra vez qué decir.
– Bien -dijo después de que pasara un período de tiempo convenientemente penoso-, es un placer conocerte. -Y le tendió la mano de nuevo.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> En español en el original. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Seguidor de la Beat Generation, subcultura juvenil norteamericana de la década de los cincuenta caracterizada por su rechazo a la moral tradicional y a los convencionalismos sociales. (N. de la T.)