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Los sesenta sucedieron en otra parte. Para Madden, tuvieron lugar en los periódicos y en la radio, en algún punto al sur: Londres, la calle Carnaby, I wanna hold your hand. Sus sesenta fueron distintos, como lo eran ahora sus alopécicos sesenta años. En aquellos días, le bastaba con dar el paseo de por las mañanas (¿para qué desperdiciar el dinero en el billete de autobús?) y cruzar el Kelvin camino de las luces brillantes, tan brillantes como lo permitían los tiempos, del West End. ¿Cómo se habría descrito entonces? ¿Un chaval de dieciocho años cincuentón? Era justo decir que, en parte, había tenido siempre la edad que tenía ahora. ¿Era la parte latente o la parte consciente la que definía su personalidad? Sus recuerdos de aquella época no estaban asociados a una gran sensación de libertad, a la impresión de que hubiera oportunidades decisivas a la vuelta de cada esquina. Durante todo aquel primer semestre, antes de conocer a Gaskell, apenas habló con sus compañeros de clase. Se zambulló en sus estudios con un entusiasmo que más tarde reservaría para la funeraria. Fue Gaskell quien lo describió como un «joven carcamal». Era una de esas personas, decía, que llevaban coderas de piel cosidas al forro de tweed de su alma avejentada.

Sin embargo, al mismo tiempo, Madden era consciente a medias del sesgo de sus afectos, de que debía hacer un esfuerzo por relacionarse con chicos de su edad, como su madre le decía, aunque sin mucha convicción. Su padre rara vez se dignaba darle una opinión: el hecho mismo de que su único hijo hubiera decidido ir a la universidad en vez de a las acererías de Colville a ganarse el pan no era para él fuente de orgullo ni de desilusión. Le había hablado a menudo de las ventajas de una educación que a él le faltaba y, con el mismo aliento, de la necesidad de ganar un salario, de dar un techo a los cabezas de familia, de ser un hombre hecho y derecho en un mundo de hombres. Creía en el poder revolucionario del socialismo, pero despreciaba las huelgas por considerarlas una manipulación de los sindicatos y a los huelguistas por ingratos, indignos del trabajo que habían recibido. «Que echen a la calle a esos cabrones y prueben con otros, a ver si les hace gracia», decía. Si por él fuera, colgaría por el culo a todos aquellos malnacidos. Aún más odiaba a los esquiroles (esos primos a los que los jefes tenían engañados), pero no veía en ello contradicción alguna. Madden no tenía simpatías políticas, pero, en las escasas ocasiones en que alguien le preguntaba por tales cuestiones, adoptaba la tendencia en boga entre sus compañeros de estudios. El tema en sí mismo no importaba, solo importaba cómo respondiera. Ése era el camino para ser aceptado. La forma de quedar absorbido como parte de algo, como seguidor de la causa. Y a Madden le habría gustado tener una causa, un ideal digno que lo agarrara por el pescuezo y le gritara: «¡Lucha! ¡Lucha o muere!».

Alguna forma de compañerismo hubiera sido un primer paso, pero al parecer no tenía don de gentes, carecía de la capacidad de hacer que los demás se sintieran a gusto en su presencia. Algo le faltaba. Algo en él no acababa de encajar. Observaba, no obstante, a sus compañeros de clase con el ojo de un antropólogo consumado. Imaginaba que debía de haber alguna clave en sus gestos y ademanes, en la cadencia de sus voces, en su forma de vestir, y sentía que, en cierto modo, estaba absorbiendo algo que podía cultivar dentro de su ser.

Pasaba días o semanas tan completamente (¿cuál era la palabra?) absorto que apenas era consciente de sí mismo. Su propia existencia se volvía mucho menos real para él que la de los demás: el grupo, el conjunto, el estoy-con-los-integrados. Gente como Dizzy Newlands, Hector Fain, Carmen Alexander: un rectángulo cuyo cuarto lado, invisible, era él. Carmen, rubia de bote y ferviente admiradora de Tommy Steele (que ya por entonces era una antigualla), mantenía a sus pretendientes perpetuamente a la gresca, aunque era obvio que al final preferiría a Dizzy, el cadete de infantería con aire de catálogo de géneros de punto, antes que a Hector, dado que Dizzy al menos tenía el buen sentido de coquetear con ella y reírle las gracias. Entretanto, Hector, el radical, seguía a vueltas con su eterno monólogo: Marx, Hölderlin, la inexistencia del alma, la existencia del alma, la lucha contra la democracia liberal pequeñoburguesa, la eficacia del ju jitsu. Pronto los tiempos cambiarían. Sería hora de defender las barricadas, de racionar el pan, de excavar un búnker antes de que Kennedy y Kruschev hicieran volar todo por los aires.

Dizzy y Carmen caminaban tan pegados que de vez en cuando sus brazos se rozaban, y se reían benévolamente mientras Hector los miraba con los ojos entornados.

– ¿Qué? ¿De qué os reís?

– De ti -decía Dizzy-. El que va a disparar a los perros capitalistas desde el púlpito.

Y Carmen prorrumpía en otra ronda de risas frescas y se tapaba la boca discretamente, porque tenía las encías tan grandes que, si Dizzy llegaba a verlas bien alguna vez, la dejaría caer como una piedra caliente y se buscaría otra Diana Dors [3]. Pobre Hector. Derrotado otra vez, se alejaba humillado, incapaz de reconciliar su Dios y su Causa. Dizzy gritaba:

– ¡Hector! ¡Espera! ¡Que no iba en serio!

Pero sí iba en serio, ¿verdad, Dizzy? Claro que sí. En el amor y en la guerra todo vale, y en la lucha de clases todo sirve y, ya puestos, un hombre es un hombre. «Da antes de que te den a ti», eso decía Marlon Brando. Dizzy, calculador, se hacía el tonto con Fain. Carmen y él se lanzaban miradas cómplices de compasión por su amigo ausente, y sus manos se tocaban un momento. En los labios de Carmen, una sonrisa culpable que no llegaba a ser risa. Reír tontamente no es apropiado y no podía ofrecer al bueno de Diz un atisbo de sus terribles encías. Así nunca se casaría con ella.

Madden prestaba atención, respiraba su mismo aire. Podía haber sido cualquiera de ellos. Podía ser Dizzy, con la cámara de fotos que su padre le compró al cumplir los diecinueve colgada tranquilamente al hombro y un cigarrillo prendido entre los labios bien dibujados. Di patata. O Carmen, preocupada por si se le notaban las raíces del pelo, o por los parciales de diciembre, o por si Dizzy le había dicho a todo el mundo que la llamaba «hueso de jamón» por sus piernas de palillo. Sonreíd todos, por favor, eso es. El mejor era Hector. El Pequeño Eck [4], lo llamaban (él odiaba ese nombre), todo él socialismo y azufre, aficionado al ajedrez pero mal estratega, incapaz de resolver. Snap snap.

Ninguno prestaba atención a Madden, más allá de saludarlo con una inclinación de cabeza cuando pasaban por su lado. No eran esa clase de amigos. No eran amigos en absoluto. Dizzy y Carmen empezaron a salir, y Hector se retiró discretamente para buscarse una chica que no representara tal desafío, aunque Madden sospechaba que tal vez hubiera llegado a atisbar aquellas encías. Se había tropezado con él una vez, literalmente, cuando cruzaba al trote los patios para escapar de la lluvia. Sus brazos de revolucionario sujetaban contra el pecho un montón de libros y su cara tenía aquella misma expresión maltratada. Chocó con Madden y los libros cayeron al suelo. Madden, con la disculpa rauda, como siempre, se agachó a recogerlos. Perdón, perdón. ¿Podía ayudarlo?

No, gilipollas, no podía. ¿Es que estaba ciego o qué?

Madden se sintió dolido. Fuera de sí, bufó:

– Se la está follando, ¿sabes? El bueno de Dizzy. Mientras tú tenías la cabeza en Das Kapital, él se la estaba follando delante de tus narices. Creías que era tu amigo, ¿eh? A lo mejor deberías seguir con la catequesis.

Si alguna vez Hector hubiera tenido que disparar al enemigo desde su púlpito, habría puesto la misma cara de horror que en aquella ocasión. Al incorporarse, cuando Madden ya se alejaba, sus ojos estaban llenos de incomprensión y dolor. Pero, al final, fue él quien dijo la última palabra.

– ¿Y quién coño eres tú? -gritó tras él, para lo cual Madden no tenía respuesta.

Madden observaba también a otros. Durante un tiempo, fueron los extranjeros que estudiaban en la Universidad. Gente como el industrioso Aduman, del que era difícil llegar a saber algo, más allá de cosas superficiales. Era senegalés y tan tímido que no se podía hablar con él. Permanecía replegado sobre sí mismo por completo, incluso cuando estaba en compañía de otros, y se mantenía en la periferia de cualquier grupo de gente al que tuviera la mala fortuna de que lo invitaran a unirse, placer este que rara vez se concedía a Madden. Los bolsillos de su americana, que le quedaba grande, colgaban informes a ambos lados de la prenda, y cuando caminaba llevaba siempre las manos metidas en ellos. La chaqueta no conservaba ni un solo botón. Metía las manos en los bolsillos y juntaba los dos lados cuando hacía frío. Llevaba permanentemente anudada al cuello una bufanda de lana de longitud imposible y color indiscernible. Vivía en una casa dividida en cuartos de alquiler, en la calle Cecil, justo encima de la cresta de la colina, a dos minutos escasos del campus, y Madden lo veía agacharse en la calle a recoger alguna moneda perdida, cigarrillos a medio fumar o alguna bolsa de patatas abandonada: una triste figura a un paso de la miseria, probablemente el único senegalés y, por descontado, el único negro en todo el oeste de Escocia. Madden admiraba su modo de aislarse sin depender de nadie más que de sí mismo. Para Aduman no había aduladores, ni grupos, ni pandillas. Parecía no querer ni necesitar la compañía de nadie. De hecho, había organizado su vida para que así fuera. Aquella era una habilidad admirable, se decía Madden. Aduman estaba completamente solo. Y, sin embargo, a diferencia de él, no parecía anhelar el contacto con otros seres humanos, el mal necesario de la compañía. Madden sabía que su flaqueza era esa ansia de vínculos venenosos y enfermizos, un ansia que despreciaba y de la que, sin embargo, no podía librarse. Esa necesidad de existir en los confines de la vida de otro y hallar consuelo de algún modo en ello, de desangrar al otro sin su conocimiento, como un murciélago chupasangre colgado del cuello de una vaca. Y Gaskell, al parecer, había suplido esa necesidad mejor que nadie.

Aquella noche, Gaskell no quiso irse del baile a pesar de que tenía la camisa manchada de sangre. La noche, gustaba de decir, era joven. Y había que homenajear a la juventud. La juventud y los jóvenes debían apartar a los viejos a codazos para hacerse sitio. ¿No era Madden de la misma opinión?

– Oh, sí -dijo Madden, aunque aquella opinión en concreto le parecía trillada, una de esas cosas que la gente de su generación decía constantemente en aquellos días. Pero, con las solapas salpicadas de sangre y la nariz hinchada, Gaskell ofrecía (no menos a sí mismo que a los demás) una bella impresión de trágica rebeldía. Era la clase de personaje que (suponía Madden) él siempre había querido ser. Un James Dean que esperaba su oportunidad de abrasarse entre las llamas de un naufragio, un Elvis que sacudía los cimientos de la prisión. Un Che Guevara o un Kennedy, iconos que aún no lo eran, pero que lo serían muy pronto. Y, en cierto modo, consiguió más tarde lo que quería; siguió aquellas actitudes, aquellas poses hasta el final y pese a sí mismo. El granizo de las balas lo llamaba. La muerte joven. La buena muerte.

Madden, no obstante, nunca creyó que hubiera algo de verdad en las poses de su nuevo… ¿qué? Se descubrió preguntándose otra vez si habían sido amigos, al menos al principio. La amistad se daba rara vez, muy de tarde en tarde; era esquiva y no siempre de fiar. Si algo le enseñó su inconexa conexión con Gaskell fue eso. El contacto, la simbiosis de un alma con otra, el amor. La marca imborrable, el parásito que te devoraba por dentro. Pero por aquel entonces Madden no se había enamorado aún. Gaskell, creía él, solo era capaz de amarse a sí mismo.

Al volver al baile, Gaskell lo obligó a tomar una copa y hacer un brindis.

– Por los jacobitas -dijo-. Por el bueno del príncipe Charlie -añadió-. Por la minifalda. Por que nunca olvidemos a los viejos amigos. Por esa bronca de patanes que vosotros los escoceses llamáis baile.

La orquesta se apretujaba en un rincón, al fondo del salón, grande como un galeón y cubierto de paneles de roble. Doscientas personas o más enzarzadas en aquel combate cerrado conocido como Desnudar al sauce. Jóvenes de pelo engominado y traje ceñido, con la cara amoratada por el alcohol, lanzaban en fabulosas volteretas a indefensas muchachas de tacones vacilantes. La banda había renunciado hacía rato a cualquier tentativa de marcar el tempo. El acordeonista miraba adustamente a media distancia y el violinista flagelaba su instrumento con un arco tan deshilachado que parecía un látigo de nueve colas. Ambos eran cincuentones como mínimo y, pese al brío que desplegaban, había en su actuación un algo de exhausta desesperación. El acordeonista miraba al vacío de la multitud, indiferente a la masacre que tenía lugar en la pista de baile. Varias chicas se habían estrellado contra las mesas que bordeaban el salón y más de uno, aturdido, se había alejado girando sobre sí mismo y había buscado amparo en la relativa seguridad de la barra. Desde un extremo del salón, Madden distinguió la cara conocida de Kincaid. Sentado a una mesa, el profesor reía de vez en cuando echando la cabeza hacia atrás. Parecía ser el centro de atención de un grupo de profesores acompañados de sus esposas. Madden se preguntaba si la mujer sentada a su izquierda sería su esposa. Ella intercambiaba miradas de burlona indignación con las mujeres o novias de los otros.

Gaskell seguía el ritmo con el pie, señalaba y bufaba de risa mientras contemplaba aquella escena caótica. Apuró su whisky de un trago y pidió otro. Hacía muecas y sacudía la cabeza al beber. La escasa iluminación ocultaba la sangre de su ropa. Además, en aquel lugar podía ser el terrorista que deseaba ser, el anarquista con la bomba en el bolsillo.

– ¡El Bosco no lo habría hecho mejor! -le gritó a Madden sobreponiendo su voz al barullo-. ¡Ahora ya sé dónde aprendéis a pelear los escoceses! -Batía palmas y pidió otro whisky para Madden. Se negaba a tomar en serio su negativa-. Mira -dijo-, no tienes por qué preocuparte. Tengo dinero, así que te invito a una ronda. La generosidad es la mejor parte del valor, o como se diga. La próxima vez, me invitas tú.

Madden se preguntó cuándo sería eso. Él nunca tenía dinero o tenía muy poco. Su padre le había dicho que podía conseguirle trabajo en Colville, pero Madden había dejado morir aquella oferta antes incluso de que naciera. «Para mí que tiene madera de enterrador», había añadido su padre. Palabras sumamente proféticas.

– ¿Por qué me seguiste antes? -le preguntó a Gaskell.

– Vi que estabas solo, ¿no? -dijo Gaskell, y se apartó el pelo de la cara. Sus pómulos angulosos y su palidez le daban un aspecto extrañamente insustancial. El aspecto de alguien que no estaba allí o que había dejado de ser real. Un muerto, un fantasma.

– Aquí hay mucha gente sola. ¿Por qué me seguiste a mí?

– Te vi huir de esa pobre chica. Solo quería bailar y tú saliste corriendo. Me dio rabia. Quería agarrarte del pescuezo y traerte aquí a rastras. Iba a decirte: «Oye, chaval, baila con la chica. Se ha tomado muchas molestias para cruzar la pista y pedirte un baile, y tú la has humillado. La has hecho quedar como una tonta. Y un hombre no puede dejar en ridículo a una dama, sobre todo, en público». Seguramente sus amigas lo habrán visto todo y estarán sentadas con ella.

Gaskell no miraba a Madden; tenía la vista fija en la pista de baile. La orquesta había pasado a una pieza más lenta y las víctimas del último baile regresaban a sus mesas cojeando o a rastras para curar sus heridas. La masa de danzantes disminuyó y la pista quedó poblada por parejas formales que daban vueltas al son del vals que los músicos, ahora sentados, pergeñaban en una bella recreación del compás de dos por cuatro.

– Me enfadé cuando lo vi -dijo Gaskell-. Me pareció que le debías una disculpa a la chica. O, por lo menos, un baile, ¿no crees? -Se volvió para mirar a Madden, que bebía a sorbos cortos su media pinta.

– Sí, tienes razón -dijo-. Seguro que se habrá enfadado. Debería disculparme.

– Al cuerno con tus disculpas, hombre. ¡Ve y baila con ella!

– No sé dónde está -dijo Madden-. Además, me diría que no. Huí de ella, ¿por qué va a querer bailar conmigo ahora?

Gaskell resopló por la nariz evitando hacer ruido, pero un pegote de sangre seca se agitó en el borde de una de sus fosas nasales, salió despedido y quedó adherido a la mejilla de Madden. Éste se limpió con asco, pero no dijo nada. Gaskell parecía tener los nervios de punta. Quizá se pusiera violento.

– ¿Sabes qué, tarado? Tienes toda la razón. Para qué iba a querer bailar contigo. Para qué iba a querer nadie bailar contigo. Es absurdo, ¿no?

Tragó su whisky y dejó el vaso sobre el mostrador.

– Pero fíjate qué maravilla… -dijo, y Madden miró al otro lado del salón, intentando vislumbrar lo que tenía tan absorto a Gaskell. Cómo no. Allí estaba, al otro lado del salón, abandonada momentáneamente por sus admiradores. Parecía no saber qué hacer y con el pie apartó de sí una colilla. Fue una visión prodigiosa: Madden podría haberla atribuido a los poderes de la mente, al vudú o algo por el estilo. Carmen levantó la cabeza como si escudriñara el gentío de la pista de baile y luego su mirada se detuvo como si viera a Gaskell sin verlo. Madden miró a Gaskell y vio que éste sonreía a Carmen sin esfuerzo. Ella apartó la vista, sorprendida, y volvió a mirar. Madden apenas podía creer que las cosas sucedieran así realmente.

Gaskell se limpió la boca con la manga y dijo:

– Bueno, creo que yo voy a intentarlo, aunque tú no lo intentes. Además, no parece que a la banda le quede mucho tiempo en este mundo. Espero verlos a todos de nuevo el lunes por la mañana.

Madden quedó perplejo.

– ¿Dónde esperas verlos? -preguntó. Vio que Dizzy Newlands hacía señas a la chica con la mano, pero ella ya se había encaminado hacia la pista. Notó que Hector miraba a Carmen, luego a Dizzy, y se llevaba la pinta de cerveza a los labios. Su semblante se mostraba opaco y confuso.

Gaskell se tocó el ala de un sombrero inexistente y se internó entre el gentío arrastrando los pies a ritmo de bossa nova.

– ¡En la mesa de disección, tarado! Pronto los abriremos en canal, si no se andan con cuidado… -Pasó bajo los brazos unidos de una pareja borracha que, ajena a la etiqueta del vals, intentaba bailar el twist con un entusiasmo poco acorde con su ejecución. Aquello era más un intento de asesinato que un concurso de baile por eliminación. Madden se puso de puntillas para intentar ver a Gaskell, pero éste ya se había buscado una pareja y brincaba por la pista con ahínco al ritmo de Step we gaily on we go. Aquella chica alta y esbelta, con el pelo rubio y un vestido blanco y plisado, extrañamente recatado. Una gran extensión de encías. Madden quedó inmóvil un momento, con la mirada fija en el brazo que Gaskell apoyaba sobre la espalda de Carmen. Sus manos estaban unidas. Notó que congeniaban, vio cómo se sostenían la mirada. Tuvo que apartar la vista. Supo que Carmen quedaría prendada de Gaskell, que hacían una pareja perfecta. Supo que se embarcarían en una relación larga que oscilaría precariamente entre la euforia de él y el abatimiento de ella, entre mutuas súplicas desesperadas, entre anuencias llenas de remordimientos y crueles rechazos. Sabía todo esto porque imaginaba qué clase de chica debía de ser Carmen y, ahora, también, porque conocía a Gaskell. Eran perfectos el uno para el otro. Incluso ensangrentado y medio borracho, Gaskell era perfecto para ella. Lo mismo que Carmen lo era para él: su entusiasmo dulce, la franqueza algo patosa de su energía, esas cosas serían irresistibles para alguien como Gaskell. Madden era capaz, al menos, de ver todo aquello.

Se volvió y estuvo un rato más junto a la barra, que era, en realidad, un tablón de formica atendido por una de las señoras que organizaban la cena del club, una mujer madura, no muy mayor, que trataba a la clientela con una hostilidad convincente y muy escocesa. Dejó su vaso e intentó atraer la mirada de la camarera con un gesto de la cabeza, pero ella miró tercamente más allá de él y preguntó: «¿Qué le pongo?» a una persona que se hallaba a su espalda. Madden se volvió y miró con enfado al ofensor, un hombre. Casi se sentía capaz de golpearlo por su grosería. Pero no: el tipo era por lo menos un palmo más alto que él, aunque Madden se consideraba de estatura superior a la media de los varones de Glasgow de su época. Bajó los ojos rápidamente y volteó en el vaso los posos de su bebida.

– Lo conozco, ¿verdad? -dijo el hombre.

Madden levantó la vista para mirar a los ojos al más alto de los dos, pero descubrió que no podía.

– Sí. Es usted Gaskell, ¿no? ¿De Anatomía?

Madden logró por fin alzar la cabeza. El peso de su cráneo parecía haberse aliado con la fuerza de la gravedad en su deseo de mantenerlo con la vista fija en el suelo. El doctor Kincaid miraba más allá de él, hacia la señora del club, con la mano levantada para darle el dinero. Hablaba con la pipa encajada en la mandíbula y de vez en cuando echaba un vistazo a Madden.

– No, soy Madden -dijo él, y en parte se arrepintió de no haber contestado que sí. Habría sido agradable ser otra persona, tener la vida de otro, aunque fuera solo un momento. Un segundo.

– Claro, claro -dijo Kincaid-. Pero lo conozco de Anatomía, ¿verdad? -Dio las gracias a la camarera con una inclinación de cabeza y sonrió. A Madden no le sorprendió ver que ella le devolvía la sonrisa, jugueteaba un instante con su cofia de camarera y daba luego dos vasos al doctor, que apuró uno inmediatamente y volvió a alzar el vaso hacia la mujer para que se lo llenara de nuevo con una botella de Laphroaig.

Madden dijo que sí, que lo conocía de Anatomía. Estaba en el Seminario de Anatomía del doctor. Las palabras caían de su boca y un mareo beodo las trababa, de modo que le sonaban como leídas en una página, en lugar de pronunciadas por una persona viva.

– Sí, ya me acuerdo -dijo el doctor mientras paladeaba su whisky-. Podría usted esforzarse más, señor Madden -añadió-. Un poquitín más de empeño, sí. Dígame, ¿por qué decidió estudiar Medicina? -Kincaid ladeó la cabeza hacia él y lo miró por el rabillo del ojo, como si no fuera digno de toda su atención.

Madden se sintió de pronto completamente borracho.

– Yo… quiero ser doctor -dijo.

Kincaid acercó su cara a él. En su aliento se mezclaban el olor acre del yodo y el tabaco, el vago aroma del formol, la fragancia de los pasillos universitarios. Madden retrocedió ligeramente, pero no tanto como para que Kincaid se ofendiera.

– ¡Ah! Doctor, dice. Un médico. Un curandero. Un sanador. Un chamán. Un farsante, quizá. -Kincaid guiñó un ojo-. Y bien, ¿cuál de esas cosas, muchacho? ¡Dígalo de una vez!

El doctor se tambaleaba levemente. Su cara se acercó a la de Madden y una mano se posó sobre su hombro. Madden sentía su propia cara, la pesada flacidez que el alcohol le había prestado, y la mano de Kincaid agarrándolo por la clavícula.

– Un médico -logró decir-. Quiero ser un… un buen médico.

Kincaid le sonrió con los labios ensalivados, deslizó la mano hasta su nuca y lo atrajo hacia sí de modo que sus frentes se tocaron.

– Un buen médico. Un propósito muy noble por su parte, señor Gaskell, una hermosa aspiración. Muy hermosa. Muy noble -dijo. Su actitud había cambiado visiblemente. Esta vez, Madden no lo sacó de su error. Estaba demasiado borracho-. Y sería usted un buen matasanos. Un buen chamán. Pero para eso hace falta esfuerzo, señor Gaskell. Hace falta trabajar muy duro y quedarse hasta muy tarde. Exige muchos sacrificios. Sangre, señor, requiere sangre. ¡Sudor rojo! Y hay que asumir el susodicho esfuerzo y los sacrificios mencionados por las razones correctas. Por las razones correctas, señor Gaskell. Si no…

Madden aguardó a que el resto de la frase hiciera acto de aparición. Entretanto, se llevó el vaso vacío a la boca y lo dejó caer de nuevo junto a su costado.

Kincaid palmeó otra vez su mejilla y se irguió. Se sonrió como si le hiciera gracia una broma privada y se tocó la nariz con un dedo.

– ¿Las razones correctas? -dijo Madden.

– Discúlpeme -dijo Kincaid-. Me estoy poniendo grosero. No hablemos de trabajo. ¡Una copa! Ésta es una noche para celebrar esa cosa tan breve.

Madden vio que el doctor se volvía de nuevo hacia la barra y que, aprovechándose de su estatura, hacía señas a la camarera con un billete de una libra. Se le ocurrió que quizá eso tan breve a lo que se había referido Kincaid fueran las horas durante las que estaba permitido servir alcohol. Echó una ojeada a su reloj: eran las nueve pasadas. Las tabernas de Byres Road estarían ya cerradas y su padre habría emprendido el camino a casa trabajosamente.

Kincaid sostenía aún en la mano la otra copa, de la que no había probado ni una gota. Cogió dos whiskys con la otra mano y desdeñó las vueltas con un gesto. La camarera parecía encantada, aunque intentaba ponerle el cambio en la mano. Madden se tambaleaba, clavado en el sitio. Sus nervios vibraban con un tintineo agradable. Era como si pudiera observarse desapasionadamente desde detrás de una ventana opaca, inmune a todo y despreocupado. Porque, de momento, era Gaskell, no Hugh Madden. Y eso era un respiro. Era un alivio.

– Tenga -dijo Kincaid, dándole el vaso-. Por nosotros.

El doctor bebió un sorbito del suyo y Madden hizo lo mismo y paladeó el rico whisky de malta. Estaba acostumbrado al de garrafón.

– Eso es tener arrestos -dijo el doctor. Madden se dio cuenta de que la pipa del doctor, que sobresalía de sus patillas canosas como el colmillo de un narval, no había abandonado su boca ni una sola vez durante el tiempo que llevaban hablando. Kincaid iba vestido con falda verde y medias de lana hasta la rodilla, por cuyo dobladillo asomaba una daga escocesa (o quizá un escalpelo). Un aspecto muy viril. Al menos, para un varón que no llegara a la cuarentena. Pero Kincaid lucía bien el traje. Madden se preguntó si la falda estaba hecha con el tartán de su linaje y, luego, si él también tendría un tartán. Seguramente los Madden eran subsidiarios de algún clan más poderoso. Aunque lo más probable era que fueran irlandeses-. Dígame, muchacho, ¿por qué no está pasándoselo en grande con los demás y no aquí solo? ¿Eh? -Kincaid se mecía de puntillas al son de la música y con el puño marcaba el retumbo imaginario de una banda de gaitas, en vez del estertoroso braceo del músico que, sentado al fondo del salón, tocaba Speed bonny boat aporreando un acordeón desportillado.

– No, doctor, yo…

– Así me gusta -dijo Kincaid, enfrascado en la música-. Debería estar en la pista de baile y unirse al enemigo. Hablando de lo cual…

– ¿Sí, doctor?

Kincaid frunció el ceño mientras miraba algo que Madden, debido a su altura, no podía ver.

– Ya basta de «doctores» -masculló-. Esta noche me encuentro aquí en misión oficiosa. Es mi noche libre, por decirlo así. Llámeme señor Kincaid.

A Madden le costaba menos respirar. Cierta rigidez exterior, una collera de deferencia que lo constreñía, impedía que se disolviera en los tics que, por lo general, le causaba un malestar que en vano había tratado de convencerse de que, en compañía de otros, pasaría por afabilidad. Aquella collera era lo único que evitaba que se lanzara de cabeza bajo el seto más cercano cuando se veía obligado a «departir» con alguien como Kincaid. Miraba como un pez drogado los gemelos de la camisa del doctor, su pajarita negra desatada alrededor del cuello. El sudor moteaba su frente.

Se limpió las sienes, consciente de que el sudor de Kincaid se mezclaría con el suyo: sus pieles respectivas transpiraban, sus pulmones inhalaban y exhalaban, producían invisibles nubecillas de residuos. Compuestos químicos, monóxidos, microorganismos. Desechos de la vida. Todo asquerosamente íntimo. Se invadían mutuamente los cuerpos sin consentimiento, se sometían inconscientemente el uno al otro a una suerte de violación química y bacteriana. Así era, de hecho, en todo el salón. En todo el edificio. Todo el puñetero mundo, si quería verse así, era una masa inmensa y rebosante de sodomía microscópica. Madden se sintió algo mareado al pensarlo y bebió un sorbo de whisky. El alcohol indujo de inmediato el nivel necesario de estupefacción. Madden se calmó un poco y, al levantar la mirada, vio que una mujer elegante, de unos treinta y cinco años (más joven que Kincaid, en cualquier caso), se acercaba al doctor. La mujer puso una mano sobre la espalda de Kincaid con aire protector, como si, mediante una ligera presión, pudiera conducirlo en la dirección adecuada sin que el buen doctor se diera cuenta de que otra persona guiaba sus pasos.

Kincaid sonrió con indulgencia y la besó en la mejilla, que ella le ofrecía con fingida afectación.

– ¡Mua! -dijo, redoblando la afectación de la mujer con la suya propia-. Aquí estás, faro de mi vida, escollo contra el que se estrella el velero de mi corazón… Estaba a punto de ir a buscarte.

– Por supuesto -dijo la mujer, y agarró con sus uñas finas, angulosas y bien cuidadas el vaso que Kincaid aún sujetaba-. Cómo no. Pero te has distraído, ¿verdad? Esto es para mí, ¿no? -Era muy guapa, de piel clara y cabello oscuro, con un rubor en las mejillas que podía deberse al calor o a la bebida. Fuera cual fuese su causa, aquel rubor le favorecía, le daba un fulgor juvenil, una apariencia de vitalidad. Madden pensó que tenía un físico muy escocés. Pero en el buen sentido.

– Claro que sí, claro que sí -contestó Kincaid al tiempo que le ofrecía el vaso como si le rindiera una espada, con el brazo extendido y la cabeza gacha.

Ella cogió el vaso y bebió; luego arrugó el ceño.

– Te dije un gin tonic. Esto es ginebra con limonada.

El doctor levantó las manos.

– No había tónica, amada mía. Esto es un club de estudiantes y en los clubes de estudiantes solo se bebe limonada y zumo de naranja. ¿No es así, señor Gaskell?

Madden bufó una respuesta dentro de su vaso y notó que se le enrojecían las orejas.

– Lo siento muchísimo, pero en realidad es Madden -dijo tras una pausa-. Me llamo Hugh Madden.

– Por mí no te disculpes, Hugh -dijo la mujer-. Ya te darás cuenta de que mi marido es malísimo con los nombres. Dudo que cuando acabe esta noche se acuerde del suyo. Rara vez se acuerda del mío. -Sonrió parcamente a Kincaid y él le devolvió el cumplido.

– Señor Madden, permítame presentarle a mi esposa, Maisie -dijo el doctor-. Maisie, éste es el señor Madden. -Sonrió de nuevo a su mujer con suficiencia.

– Rosemary -le dijo ella a Madden, tendiéndole la mano-. No le haga caso. Se cree que tiene gracia. Me parece que ya tuve el placer de conocer a nuestro amigo Owen.

Madden tardó un momento en darse cuenta de que se refería a Gaskell, pero de todos modos asintió rápidamente con la cabeza. Kincaid miraba a su mujer con el ceño fruncido e intentaba encender la pipa con una cerilla, pero no lograba prenderla con el vaso en la mano. Madden y Rosemary Kincaid esperaban. El doctor fue frunciendo cada vez más la frente hasta que por fin se dio por vencido y dio el vaso a Madden, que lo aceptó sin rechistar. Su esposa siguió mirándolo con un semblante en el que había algo parecido a la lástima.

– Un chico brillante, aquí, el señor Madden -dijo Kincaid entre nubecillas azules de humo-. Pero tiene que esforzarse más, ¿eh? Poner un poco más de empeño en lo que hace.

Rosemary Kincaid suspiró.

– ¿Podemos dejar eso ahora, por favor? -dijo, y cogió a su marido del brazo-. En la mesa no hacen más que chismorrear como verduleras sobre los alumnos y los profesores y sabe Dios qué más. Juro que ésta es la última vez que me traes a uno de estos… actos. -Sonrió a Madden, que no sabía qué hacer. Se le ocurrió que tal vez debía devolverle la sonrisa, pero la mujer de Kincaid ya no lo miraba-. Vamos, ven a rescatarme -le decía a Kincaid-. Estoy segura de que Hugh querrá hablar con otras personas. -Volvió a sonreír a Madden y, esta vez, él le devolvió la sonrisa puntualmente, consciente de que estaba enseñando demasiado los dientes.

– ¿Qué otras personas? -preguntó Kincaid-. ¡Otras personas! Es inaudito. No puedo permitirlo. ¡No lo permitiré! ¡Llama a la policía! -Sacudió la cabeza y Madden y Rosemary Kincaid se rieron benévolamente.

– Ya sabes, esas otras personas de las que siempre estás hablando. Esa cosa tan breve…

– ¿Qué es eso? Usted lo mencionó antes, doctor Kincaid -se descubrió diciendo Madden, quizá con voz en exceso chillona y repentina. Kincaid y su mujer lo miraban como si acabara de bajarse la cremallera para enseñarles el pene. Sintió que sus orejas se amorataban y bajó la voz-. Dijo que esta noche era para celebrar eso. Me preguntaba qué era. Qué era esa cosa tan breve que estábamos celebrando, quiero decir.

Fue Rosemary Kincaid quien se inclinó y le susurró la respuesta al oído, rozándole la mejilla.

– La juventud, Hugh -dijo-. Esta noche es una celebración de la juventud. Y te aconsejo que vayas a buscar una persona joven con la que bailar. A ser posible, del género femenino. -Se volvió hacia Kincaid-. Nosotros, los carrozas, haremos lo mismo. Vamos, Lawrence. Vas a bailar conmigo.

Kincaid meneó la cabeza, pero su mujer lo llevaba ya hacia la pista de baile, cuyas vibraciones Madden sentía en el esternón.

– Por el amor de Dios, Maisie, eso es una guerra de trincheras… ¿No puedes esperar a que toquen un vals?

– Entonces prepara tu bayoneta, muñeco, y al ataque…

Se abrieron paso entre el gentío, pero no sin que antes Kincaid volviera la cabeza y guiñara un ojo a Madden. Luego, Madden los perdió de vista.

– Menuda pareja hacen, ¿eh, tarado?

Gaskell estaba a su lado. Se secaba el sudor de los ojos con la manga.

– ¿Ya los conocías?

– Sí, de por ahí -dijo, y se tocó teatralmente la nariz con un dedo, como había hecho Kincaid-. De aquí y de allá -añadió-. No me apetecía mucho hablar… con el viejo, por lo menos. Me crispa los nervios. -Madden asintió con la cabeza y vio a Gaskell remeterse la camisa marrón, cuya parte de arriba oscurecía el sudor-. ¿Una copa? -preguntó, pero le hizo una seña a la mujer de la barra sin esperar respuesta. Madden se sentía impotente allí, entre aquella gente: daría lo mismo que dijera: «No, la verdad es que no quiero nada ahora mismo». De todos modos, no le harían caso. Había dejado de existir. Se estaba evaporando en el éter. No era Hugh Madden, hijo de Hugh Madden y Patricia Madden, de soltera… de soltera, ¿qué? No se acordaba. Ran… Randall… ¿Ramsay? Empezaba por «R», en todo caso. Su madre, naturalmente, tampoco había existido antes de su matrimonio y él, como su único hijo, solo recibía la chispa de la vida cuando quedaba absorbido por algún otro proceso, por otra cópula u otro apareamiento. El uno alimentaba y nutría al otro, y el otro sustentaba al uno y se sacrificaba por él. Tal vez semejante unión diera su fruto, un vástago natural: un nuevo Hugh. Se estremeció. Todo su cuerpo debía supurar y rezumar miasmas. Era repulsivo, daba tanto asco que apenas podía mirar a la gente por miedo a que sus ojos le devolvieran aquel mismo asco como un reflejo. Y había allí mucha gente. Muchas personas a las que evitar. Eran como una plaga, una pestilencia, todos ellos provistos de ojos que veían y de caras que miraban. Madden cerró los ojos y aspiró, intentando embotar su cerebro y despejar aquellos pensamientos sofocantes. Solo podía hacerse una cosa…

– Salud, tarado -dijo Gaskell, que lo miraba con curiosidad repentina. Le pasó un vaso lleno de whisky-. ¿Estás bien?

Madden cogió la bebida y se la tomó de un trago. Su cara se descompuso en una mueca. El bálsamo reconfortante bajó a su estómago y ascendió a su cabeza, y allí ocupó el lugar de sus pensamientos y los cauterizó. El hermoso dios del sueño y los sueños: Morfeo.

Gaskell puso una mano sobre su hombro y Madden se sobresaltó.

– No me toques -dijo, apartándose.

Gaskell levantó las manos.

– Vale, vale.

Madden se inclinó hacia la barra e hizo una seña a la mujer, pero ella estaba sirviendo a otro. Agitó la mano de nuevo y le dijo que le diera un whisky, pero ella contestó que ya había bebido bastante, «vete la cama, hijito». Gaskell le tiraba de la manga, le decía: «Cálmate, cálmate». Él le pediría una copa, no pasaba nada. Madden se lo sacudió de encima y empezó a gritar a la mujer mientras se abría paso a codazos y se hacía un sitito en la barra del que pudiera apropiarse y desde el que hacerse valer. «Esto», diría, «es propiedad de Hugh Madden. Descanse en paz». Gaskell le tiró de la chaqueta y Madden se sintió de pronto volteado y cogido por las solapas.

– ¿Se puede saber qué te pasa?

– Tienes que sajarme -dijo Madden.

– ¿Qué?

– Tienes que sajarme -repitió.

– ¿Por qué tengo que sajarte? -preguntó Gaskell, riendo.

Madden soltó una risita.

– Porque soy un forúnculo -dijo-. Soy un forúnculo y necesito que me sajen bien sajado.

– Conque un forúnculo, ¿eh? -dijo Gaskell-. Bueno, en ese caso habrá que buscar un bisturí. -Se rió de nuevo con un soplido y empezó a salirle sangre por la nariz-. Mierda -dijo. Llevó a Madden a rastras hasta un rincón del salón y se limpió la nariz con el pañuelo manchado de sangre que llevaba usando toda la noche.

– Enseguida te consigo un bisturí -dijo-. Yo sé la clase de bisturí que te hace falta. Ahora siéntate aquí tranquilo, pórtate bien y deja que te sajen, que yo voy a traerte un poco de alcohol para limpiarte. Y no te muevas.

Gaskell lo sentó en un banco de madera muy largo, de los que se usaban en los gimnasios de los colegios, y Madden se quedó allí largo rato, mirándose los pies como si así pudiera conseguir que los dos pares de zapatos que llevaba en el pie izquierdo se dividieran en cuatro. Alguien se acercó y le tocó el hombro. Madden levantó la mirada. Delante de él había una chica bicéfala que le pedía fuego. No tenía fuego, le dijo, no fumaba. La chica bajó rápidamente la mano y pareció hallarse al borde de las lágrimas. Él confió en que no rompiera a llorar con sus ocho ojos al mismo tiempo, o todos se ahogarían.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó ella. Madden señaló el banco con la mano y ella se alisó la falda de lana roja bajo las piernas y se sentó. Madden se volvió a medias y la miró, de modo que la chica empezó poco a poco a removerse, incómoda, sin saber dónde poner las manos mientras cruzaba y descruzaba las piernas.

– ¿Te conozco? -preguntó él levantando demasiado la voz.

Ella le lanzó una mirada nerviosa, meneó la cabeza vigorosamente y se quedó mirando los cuatro pares de manos que jugueteaban sobre su regazo. Madden, obviamente, se estaba portando como un bestia (aquella era exactamente la clase de comportamiento que por lo general despreciaba) y eso bastó para infundirle cierta conciencia de sí mismo.

– Lo siento muchísimo -dijo-. Estaba seguro que nos habíamos visto en alguna parte, eso es todo.

Ella levantó la vista. A Madden le costaba distinguir su expresión.

– Ejem, sí. Nos vimos antes. Te dije que si querías bailar conmigo. Me dijiste que te disculpara y luego no volviste.

– Ah -dijo-. Me… me… me esperaban en otro sitio.

– Ah -dijo ella, y luego se quedó callada.

– Creo que puedo conseguirte fuego, si quieres… -Estaba ansioso por salir de aquel atolladero, pero ella tenía una expresión tan afilada como frío acero.

– Vete, si quieres -contestó-. Supongo que es lo que haces siempre.

– No -dijo-, no. Quiero decir que no me voy. -Algo en su apariencia había revelado sus intenciones-. Lo siento -repitió. Hizo una pausa y después, con gran esfuerzo de voluntad, añadió-: ¿Quieres bailar ahora?

Ella asintió, con una especie de torva resignación, y ambos se levantaron. Gaskell apareció con las bebidas. Madden distinguió la figura de Dizzy, que tiraba de Carmen Alexander agarrándola de la muñeca y se acercaba a Gaskell con paso decidido.

– ¡Gracias, tarado! -dijo Gaskell mientras Madden avanzaba por la pista de baile-. Al fin. ¡Chin, chin! -Madden alargó el brazo, cogió la bebida y la apuró de un trago. La chica lo lanzó hacia delante y él chocó con la espalda de otra pareja. Luchaba con ella por controlar los movimientos (sus maestros del colegio le habían dado la tabarra con los bailes populares durante años y años, como a todos los presentes en el salón), pero ella se empeñaba en llevar la voz cantante. La dama escogía.

El alcohol confundía los pasos de Madden y la chica se reía tontamente de sus esfuerzos por mantenerse a la altura de quienes lo rodeaban. Las parejas chocaban con él y, con cada vuelta sucesiva, Madden sentía alzarse una náusea. Divisó a Gaskell y a Dizzy, los perdió de vista un momento y volvió a verlos, esta vez junto a Hector. Carmen se interponía entre ellos; Dizzy tenía una actitud agresiva y Hector sin duda intentaba hacerle entrar en razón. Carmen disfrutaba secretamente con todo aquello. Solo Gaskell parecía mantenerse insondable, imposible de interpretar. Luego Dizzy se vio apartado: Hector, que quizá fuera más fuerte de lo que sugería su físico, lo cogió por los brazos. Dizzy gritaba y Gaskell asentía con la cabeza y sonreía. Carmen tenía una expresión agria, asqueada, y miraba a Gaskell. Dizzy se abalanzó hacia él, pero Hector lo detuvo otra vez y, levantándolo por la cintura, le hizo darse la vuelta. Decididamente, era más fuerte de lo que parecía.

La orquesta hacía una pausa entre pieza y pieza, y Madden pudo recobrar el aliento. La chica le estaba dando las gracias. Él se disculpó por ser tan patoso. Ella asintió con la cabeza, pero no le soltó la mano, y él se dio cuenta de que tenía encima del ojo izquierdo un lunar de buen tamaño, de color marrón oscuro. Se concentró en aquel defecto y dejó que el latido constante del lunar enmudeciera su mareo. No sirvió de nada. Estaba a punto de excusarse cuando la música empezó otra vez y se vio arrastrado y volteado por la chica, irremediablemente desacompasado, sin hacer intento de oponerse a que fuera ella quien marcara el paso. Las parejas se apartaban, molestas, y a él no le importaba. No había modo de luchar contra ella. La música cesó por fin y él comenzó a aplaudir, como los demás. Algunos levantaban las manos por encima de la cabeza.

La chica le dio las gracias y esta vez le tocó inclinar la cabeza a él, cosa que hizo entre jadeos.

– ¿Nos sentamos? -preguntó, sin importarle que ella lo acompañara o no. Ella, sin embargo, lo siguió hasta los bancos, dócil ahora que la música había acabado-. Es una lástima que no podamos intentarlo otra vez -dijo Madden con la voz más sobria de que fue capaz-. Parece que lo han dejado por hoy.

– No, qué va -dijo ella, y sacudía la cabeza alegremente-. Solo han hecho un descanso. Volverán dentro de media hora. Podemos bailar luego.

Madden sintió que la sonrisa bobalicona, forzada, redundante, caía de su cara.

– Ya -dijo-. Qué bien. Lo estoy deseando.

Una expresión de dolor cruzó como un destello los ojos de la chica. Su lunar parecía latir para Madden.

– No tienes que bailar si no quieres. Si prefieres que te deje en paz, no tienes más que decirlo.

– No, no es eso, de verdad -dijo él. Pero era eso. Quería que se fuera y que lo dejara volver a su asiento, del que a ser posible no se movería en lo que quedaba de noche. En su cabeza se agolpaban feos pensamientos; el único modo de encararlos era ingerir más alcohol.

– ¿Cómo te llamas, por cierto? -le preguntó, pero no oyó su nombre porque entonces apareció Gaskell del brazo de su (¿qué era, pensándolo bien?) chica.

– ¿Lo estáis pasando bien? -le preguntó a la pareja de Madden. La riña con Dizzy había quedado convenientemente olvidada-. Eso me parecía. Esta -dijo, apartándola de Madden- es Carmen. Os vais a llevar de maravilla.

Carmen saludó con una inclinación de cabeza y, al sonreír, levantó la mano automáticamente para taparse las encías. Madden no pudo oír de nuevo el nombre de la chica. ¿Carol, Caroline? Algo así.

– Acabo de rescatar a la pobre Carmen de una relación desgraciada, ¿verdad, cariño? Carmen sonrió otra vez, pensativa, y miró un momento a Madden como si lo reconociera vagamente.

– ¿Quieres que te haga a ti también ese favor? -añadió Gaskell, que se mantenía premeditadamente de espaldas a él-. Claro que sí. No podemos permitir que cargues con el tarado, ¿no es cierto? -Se volvió y sonrió a Madden como si él tuviera que estar de acuerdo en que sí, en que la pobrecilla necesitaba que la salvaran de él, no cabía duda.

– Eso no es justo -comenzó a protestar Madden, pero Gaskell chasqueó la lengua, agarró de la cintura a Carmen y a Carol o Caroline o como se llamara y se las llevó a un corrillo de gente. Madden se fue detrás, avergonzado y compungido. Se quedó dando vueltas como un tonto alrededor del grupito como si esperara que Gaskell le arrojara una migaja de conversación, pero Gaskell susurraba cosas al oído de las chicas, primero al de Carmen y luego al de su pareja de baile. Mientras hablaba, fijó la mirada en Madden, como diciendo: «Esto es lo que pasa. Ve haciéndote a la idea».

– Ven aquí, Hugh, ¡únete a nosotros! -dijo alzando la voz, y Madden se acercó y se despreció a sí mismo por ello-. Bueno, chicas, ¿qué opináis de este pobre diablo? No es gran cosa, ¿eh, Carmen? No es muy atractivo, ¿verdad?

Madden decidió marcharse y se volvió hacia la puerta.

– ¡No, espera! -dijo alguien-. ¡Espera un momento!

Sintió que lo agarraban de la manga de la chaqueta y tiraban de él hacia atrás. Se negó a volverse y permaneció con los ojos cerrados, tambaleándose un poco.

– No le hagas caso -le decía Carmen. Su voz tenía un ligero tinte del condado de Ayr: arenilla en el helado de un dulce por lo demás delicioso. Lo mismo que sus encías-. No lo decía en serio. Solo intentaba provocarte. -Le hizo darse la vuelta, lo cogió por la mandíbula y le obligó a mirarla a los ojos-. A veces debería tener cuidado con quien se mete, ¿verdad? Un día se equivocará de persona. Puede que ya lo haya hecho.

Madden masculló algo para darle la razón, pero notó que ella no lo oía, que su mirada se había perdido en algún punto más allá de su hombro, fija en Gaskell, supuso. Aprovechó la ocasión para limpiarse los ojos con la manga de la chaqueta y se ajustó las gafas, azorado, cuando ella volvió a mirarlo. Sabía que debía encontrarla guapa, que sus facciones ligeramente asimétricas debían, en conjunto, trascenderse a sí mismas y deseó que así fuera, que, con un esfuerzo de voluntad, pudiera obligarlas a elevarse, a convertirse en algo más, distinto de simples rasgos y miembros del cuerpo. Pero no podía.

– ¿Estás bien? -preguntó ella-. ¿Vienes a hablar con nosotros? No hagas caso a Owen. Solo quiere ser el centro de atención, nada más. Ven.

Le dio la mano; la tenía fría. La de Madden estaba sudada y pegajosa por el alcohol que había vertido, y se avergonzó de ello. Le habría resultado insoportable que Carmen la tocara si no se hubiera convencido a sí mismo de que aquella mano no le pertenecía a él, sino a otra persona. Ella lo llevó con los otros dos. Gaskell estaba entreteniendo a la chica con la que él había bailado… si a eso podía llamárselo bailar. Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió, y Madden sintió que Carmen le apretaba un momento la mano con fuerza.

– Pero quizá no deberíamos provocarle. Puede que seamos nosotros los que tengamos que tener cuidado -dijo, y miró a Madden con los labios tensos. Volvió a apretarle la mano-. A algunas personas es mejor no acercarse demasiado -añadió-. Es como mirar el sol: te puedes quedar ciego.

Sí, se dijo Madden. Entendía cómo podía pasar aquello. Algún día, alguien se quemaría.

Gaskell los miraba acercarse, escuchaba y se reía de lo que decía la chica. Pero no estaba allí en realidad. No estaba allí en absoluto.

– Perdona, Hugh, no lo decía en serio. Palabra de honor. Solo te estaba tomando el pelo. ¿Necesitas que te saje otra vez? Es que estaba un poco cabreado, ¿sabes? He tenido un problemilla con el ex novio mientras tú bailabas. No debería haberla pagado contigo. Ha sido cruel.

– Sí -dijo Carmen en tono cortante-. Es cierto.

La otra chica miraba inexpresivamente a Madden y a Carmen, y Madden recordó que él tampoco había sido muy amable. Le sonrió dócilmente y ella pareció aceptar su disculpa y respondió a su sonrisa con otra.

– ¿Todos amigos otra vez? Bien -dijo Gaskell, y atrajo a Carmen hacia sí. Ella dejó que le pasara un brazo alrededor de la cintura, y él se inclinó y le susurró algo al oído que hizo que ella se sonrojara. Carmen le dio en broma un manotazo en el pecho. Pero luego su expresión cambió, se puso muy tiesa y se apartó de Gaskell. Él siguió su mirada y luego agachó la cabeza, la sacudió y masculló algo para sí mismo.

Dizzy Newlands se encaró con él y con Carmen. Tenía la cara crispada. Hector revoloteaba tras él, incapaz de hacer nada.

– Solo quería desearte lo mejor -dijo Dizzy-. Solo quería desearte suerte con todo.

Parecía haberse armado de valor para aquel momento, pero mientras hablaba su voz comenzó a quebrarse. Levantó el vaso hacia ellos y lo apuró de un trago. Hector se tapó los ojos con la mano y miró al suelo.

– Dizzy, por favor -dijo Carmen. Gaskell lo miraba con recelo.

– No, si no pasa nada -contestó él-. En serio. Te deseo lo mejor, Carm. En todo lo que hagas. Siento haberte dado un susto.

Ella desdeñó aquella idea con un encogimiento de hombros. -No hay nada que perdonar -dijo. Gaskell se irguió.

– ¡Claro, no hay nada que perdonar! -exclamó con una sonrisa.

– Contigo no estaba hablando -le espetó Dizzy-. Y, si sabes lo que te conviene, cállate la puta boca.

Gaskell retrocedió hacia la pared.

– Ya basta, Dizzy -dijo Carmen-. Por favor, vete. Ya has dicho lo que tenías que decir.

Siguió un momento espantoso, una especie de vacilante quietud que descendió sobre ellos durante una fracción de segundo. Para Madden, fue el momento en el que todo, cualquier cataclismo, parecía posible. Desde entonces, había vivido unos cuantos como aquel.

– Dizzy… -dijo Hector, apelando a su amigo-. ¿Diz?

Apoyó suavemente la mano sobre la chaqueta del otro. Dizzy comenzó a alejarse; luego se volvió y dijo:

– Lo siento, Carm. De veras, lo siento. Déjame que os invite a una copa.

Carmen negó con la cabeza.

– Por favor -dijo él-. Me gustaría ser amigo tuyo. Quiero ser tu amigo. Déjame que os invite a una copa. Por favor.

– Está bien -respondió Carmen, más tranquila-. De acuerdo. Una copa.

Dizzy suspiró.

– Estupendo -dijo-. Voy a por una ronda para todos.

Madden exhaló en silencio, aliviado, y se ofreció a ayudar a Dizzy con las bebidas. Dizzy asintió distraídamente y, al alejarse, Madden notó con cierto placer que Gaskell los miraba fijamente.

Se había gastado todo el dinero. Todo. Había luces bailoteando por los bordes de sus globos oculares. Luciérnagas. ¿Había hablado con Dizzy? Sí, Dizzy. El bueno de Dizzy, el bueno de Diz. Habían pegado bien la hebra mientras sonaba el saxofón. ¿O era la trompeta? Una buena charla sobre no sé qué cosa. Sí. Sobre trabajos que había que entregar, o un intercambio de apuntes. ¿Eran apuntes? Eso creía, sí. Trabajos de clase. Podían ayudarse mutuamente, decía Dizzy.

– Tú me rascas la espalda a mí y yo te la rasco a ti.

– Qué risa -dijo Madden. Ayudarse mutuamente. Era ridículo. Pagándole una copa, lo ayudaría, dijo. Estaba sin blanca. Borracho como una cuba y sin blanca. «Whisky», dijo. Dizzy frunció el ceño. Quizá no debería, le dijo. Tenía pinta de estar hecho polvo. No, dijo Madden. Una copa. Un whisky. Entonces haría lo que quisiera. Cualquier cosa que le pidiera. Le besaría el culo desnudo por una copa. No sería necesario, dijo Dizzy. «Claro que sí», contestó Madden. Completa y absolutamente. Absoluta y completamente necesario.

Estaban en un montón en el suelo del salón de baile. Desde las paredes, los miraban con condescendencia unas caras, unas caras y las orlas. Los primeros de promoción. Lumbreras expuestas en marcos sobredorados. Figuras culpables, estudiantes culpables. Se reía, se arrastraba sobre rodillas y manos hasta el borde de la pista. Intentaba levantarse, había manos que lo ayudaban. Sonaba la música. Veía a Carmen Alexander.

¿Qué pasaba con sus dientes? ¿Qué hacían sus encías? Alguien lo sentó en una silla, pero ya estaba ocupada. Lo empujaron y cayó otra vez al suelo. Se reía. Las luces eran brillantes y él se apoyaba en un codo. Intentaba levantarse del suelo. Vio a Gaskell subir un brazo. Luego hubo gritos. Una pelea, alguien que lanzaba un puñetazo, gente que pataleaba. Gaskell. Gaskell, por supuesto. Siempre Gaskell. Se oyeron voces y alguien lo pisoteó. Los primeros de promoción, las lumbreras. Todos lo pisoteaban. Se hizo un ovillo.

Estaba bebiendo agua, mucha agua. Mogollón de agua, le decía a la chica que había a su lado. ¿Qué?, decía ella. ¿Qué había dicho? ¿Había leído ella el Beano?, preguntó él. ¿Y el Dandy <emphasis><strong>[5]</strong></emphasis>? Él era Dan el Desesperado, decía, podía comerse una fuente de pastel de vaca. Podía comerle a ella su pastel de vaca, dijo. En un cenicero. Luego ella se levantó y se alejó y él se quedó solo. Las luces del borde de sus globos oculares iban apagándose y Gaskell lo había cogido del brazo. Le sangraba otra vez la nariz.

– Te sangra otra vez la nariz -le dijo.

¿Se había peleado con los chicos de la calle Bash? Sí, le dijo Gaskell, con los chicos de la calle Bash… Con Dizzy, Tímido y Dormilón, por culpa de Blancanieves, dijo. Carmen, dijo Gaskell. Sacudía un dedo delante de él. Por culpa de Carmen, le estaba diciendo. ¿La había despertado con un beso mágico?, preguntó Madden, riendo. Exacto, contestó Gaskell. Primero le había dado un beso mágico y luego le había hecho morder su manzana envenenada. Había estado a punto de matarlo, dijo. Así es ¡a vida, dijo. Así es la vida. Se limpiaba la nariz con un trozo de papel del váter. Una chica sujetaba a Madden del otro brazo. La había visto en alguna parte. Ella le sonreía. Era toda sonrisa, dijo él. Toda dientes. Ella toda sonrisas y toda dientes y Gaskell todo nariz y sangre. Iban andando. ¿Adónde iban?, preguntó. Luego se rió tontamente. Donde los llevara su ánimo, le dijo Gaskell. Donde los condujera el viento… Qué bonito, dijo Madden. Sí, realmente muy bonito.

Eran cuatro, no tres. ¿Cómo había ocurrido? ¿De dónde había salido la otra? Madden no se acordaba. Gaskell estaba con ella, fumaban los dos cigarrillos blancos, sus dientes castañeteaban. Él mismo notaba el frío, sentado en los escalones de la casa. Le dolía la cabeza. ¿Cómo se llamaba?, le preguntó a la chica que había a su lado. A la bajita. ¿Tenía nombre? Ya se lo había dicho, contestó ella. Tres veces, se lo había dicho. Minnie la Pícara, dijo él. Ahora se acordaba. Beryl la Peligro, dijo ella, y se echaron a reír. Seguía haciendo frío, dijo, y ella lo rodeó con el brazo. No hagas eso, dijo. Por favor. Se sentía mareado.

– ¡Me siento mareado! <emphasis><strong>[6]</strong></emphasis> -gritó Gaskell, pero Carmen no se reía. «Me siento mareado», decía Gaskell, y luego la besaba en la boca.

Madden gruñó y se frotó las orejas. Tenía una sed espantosa y su dolor de cabeza no remitía. La chica y él (le daba vergüenza preguntarle otra vez cómo se llamaba, así que había optado sencillamente por no decir nada) habían ido caminando hasta la casa de ella, al final de Alexandria Parade. Llevaban ya dos horas andando. La culpa era suya, por haberse ofrecido. Un caballero de la cabeza a los pies, no había duda. Estaban los dos sin blanca, pero aun así se habían cogido de la mano y caminaban en silencio, Madden concentrado en el ruido que hacían sus zapatos de suela fina al rozar el pavimento. La chica ya se había disculpado por la caminata, pero Madden se había mordido el labio, porque él aún no había recorrido ni la mitad del camino: aún tendría que regresar a pie a la parte oeste de la ciudad. Y, además, no encontraba nada atractivo en ella: parecía prácticamente muda. Un par de veces le dieron ganas de partirle la cabeza, a ver si tenía algo dentro. Lo único que recordaba de lo que le había dicho era que vivía en el hospital, en la residencia de enfermeras, en una habitación que compartía con otra chica. De ello había deducido que era enfermera. Parecía la explicación más probable. Mientras tanto, había formulado diversas hipótesis sobre cómo podía conseguir que le dijera su nombre otra vez sin tener que preguntárselo directamente. Pero, de momento, no había dado con ninguna idea prometedora. Tendría que confiar en el azar.

La noche de los jóvenes, aquello tenía gracia. Por la presión que notaba detrás de los ojos, parecía más bien la noche de los muertos vivientes. Y el cementerio no estaba muy lejos de allí, justo detrás del hospital. Quizá pudieran echarse a pasar la noche en una parcelita o acurrucarse en alguna cripta vacante con los demás zombis del baile, las piltrafas abigarradas de los danzantes. Pero seguramente Gaskell ya habría cogido el mejor sitio y estaría acostado con Carmen bajo suelo consagrado.

No podía subir a su habitación, le dijo la chica cuando llegaron al hospital, mientras mordisqueaba un mechón de su pelo lacio. Tenía la cara hinchada y enrojecida, y su maquillaje cubría una retahíla de granos subterráneos. Él le dijo que no pasaba nada, que no le importaba, y se estuvieron allí de pie un rato, con las manos cogidas torpemente, y ella le dijo que bueno, que no pasaba nada, que podían subir si no le importaba agacharse al pasar por delante de la oficina del portero de noche para que no lo viera por la ventanilla. No podían llevar chicos a las habitaciones. Él preguntó por su compañera de cuarto y ella se encogió de hombros, pero no dijo nada, así que entraron por la puerta principal y él se agachó al pasar por delante del portero, que no puso pegas. Avanzaban en silencio, atravesando los pasillos con paso lo más sigiloso posible, y él le apretaba la mano mientras torcían a la izquierda y luego otra vez a la izquierda, y subían por lúgubres escaleras de asfixiante olor a enfermedad y fenol. Había tantas escaleras, tantos pasillos, que Madden estaba convencido de que jamás lograría encontrar el camino de vuelta, y se permitió confiar en el sentido de la orientación de la chica.

– Aquí es -dijo ella, y se detuvo en un oscuro túnel a cuyos lados se abrían salas de hospital-. Quítate los zapatos. Están todas durmiendo.

Al final del pasillo se detuvo otra vez y abrió la puerta de su habitación sin encender la luz.

– No veo nada -dijo él, y ella le dio un manotazo en el hombro; luego empezó a desabrocharle los pantalones y a sacarle la camisa. Madden se sentía avasallado, pero no opuso resistencia. Se dejó empujar a una cama, a oscuras.

– Métete dentro -susurró ella, y eso hizo él. Ella se metió en la cama, a su lado, y empezaron a forcejear, y él notaba la boca de ella sobre la suya y el olor a alcohol rancio de su aliento. Sus pechos parecían al tacto helados y flácidos, no como Madden se los había imaginado. Ella hizo ruidos con la glotis al respirar cuando él metió la mano bajo su falda y tiró de sus medias de nailon mientras el vago recuerdo de las raciones de carne de su infancia desbarataba su concentración. Esperaba que lo invadiera el miedo, pero estaba tranquilo y sosegado cuando las medias salieron de debajo de la chica y palpó su bajo vientre y su pubis mientras ella acariciaba su bragueta y tiraba de ella como animando a levantarse a su pene, del que al fin (para moderado alivio de Madden) se apoderó la rigidez. Un momento triunfal, literalmente. La chica retorcía la lengua dentro de su boca y lo colocó suavemente sobre ella.

Después, Madden recordaría que había intentado metérsela, pero no encontraba el punto de entrada exacto, y al final, tras varios intentos fallidos, había tenido que guiarlo ella. Cuando por fin la penetró, la chica dejó escapar un gemido sofocado, cortado de nuevo por una oclusión glotal, y solo las dos manos que había posado sobre sus caderas recordaron a Madden que la faena no había acabado aún. Esperaba a medias (suponía) quedarse allí penando hasta que ella diera a luz, pero sin duda eso habría sido más rápido.

– Raciones de carne -dijo sin pensar.

– ¿Qué?

– Nada. Shh.

– Has dicho «raciones de carne» -dijo ella.

– No, qué va. No he dicho nada. -La penetró hasta el fondo, confiando en que ella se distrajera, presa de una excitación irrefrenable. O presa del dolor, al menos.

– Ay. Ten cuidado.

– Perdona.

– ¿Qué has dicho?

– Ya te lo he dicho. Nada. Cállate.

– Has dicho raciones de carne. ¡Crees que soy solo un trozo de carne!

– He dicho «dulce Kathleen». ¡Estaba pensando en la canción!

Ella pareció contentarse con eso y Madden volvió a acometerla con renovado entusiasmo. Era el modo más rápido de salir de aquel atolladero, el camino de la mínima resistencia, por así decirlo.

– No te corras dentro -dijo ella-, por favor.

Pero él acometía con fuerza y aquellos segundos ocupaban un espacio que era el mismo espacio en el que estaba sucediendo principalmente una sensación de euforia en el así llamado bloqueo de rama la palidez variaba a menudo hasta un grado nunca visto básicamente una enfermedad una situación estresante un punto de coagulación un magnetismo sanguíneo que colmaba una palidez por lo demás flácida en el órgano una irradiación sobre el brazo izquierdo semejante sobre todo a la angina de pecho pero nunca podía descartarse por completo una cosa dado que a) lleva a b) no necesariamente demuestra que b) se siga de a) la exclusión mutua es enteramente posible incluso probable y al final la inflamación gérmenes creciendo en el corazón, ¿en qué ventrículo?, ¿en alguno?, y se decía que podían usarse corazones de cerdo medio-hombre puerco entero oing oing eso no podía tratarse con antibióticos, no, no era probable con el corazón de panceta posiblemente incluso un aumento de la tensión nerviosa los «y si» se agolpaban ahora bien los «y si» a) conduce a b) debe inevitablemente dar como resultado c) aunque el paciente pueda estar incapacitado desde luego lo estaría con el corazón de cerdo y el rabo caracoleando al final como un sacacorchos la pica del cerdo necesitaría sin duda cirugía el miedo a, no, el pavor a defectos en el septo el crecimiento de las manitas de cerdo una anormalidad inexistente una aurícula lleva a otra, pero desde una aurícula no necesariamente se llega a otros mecanismos congénitos del corazón la pica del cerdo mecánico simplemente una bomba y después la asfixia creciente sencillamente la hinchazón jadeante de los tobillos los dedos de los pies rajados las pezuñas hendidas insuficiencias de oxigenación que conducían a, que conducían a, que llevaban a la tetralogía de Fallot luego una cría azul no una cría rosa y ahí estaba oxigenación insuficiente un estado grave una operación, sí, una operación o la azulada cianosis y en el otro extremo ese rabo rizado oing oing esas pezuñas este cerdito fue al mercado este cerdito se quedó en casa este cerdito comió asado comerían cualquier cosa, ¿no?, comerían cualquier cosa nada de prestar atención al colesterol aunque prefirieran con mucho las bellotas desde luego ejemplos nulos de canibalismo o incluso nefritis apoplejía fibrosis de los tejidos uremia hipertensión mayormente un desorden psicosomático, sí, excepto en cerdos asociado a la supresión de emociones al control excesivo de las emociones al miedo automático a las emociones al oeste de Escocia una dolencia escocesa miedo a que todo salga a la luz a que todo aflore burbujeando a la superficie dicen excepto a los picha-cerdo bestias extremadamente expresivos es poco probable ser riguroso en extremo el hombre con la válvula de puerco que bombea la pica del cerdo por supuesto esto es solo una especulación puesto que a) las emociones desbordadas conducen a b) un descenso en la presión sanguínea y sin embargo b) un descenso en la presión sanguínea no necesariamente se sigue de a) unas emociones desbordadas a menos que se trate de un cerdo muy sensible…

… difícil entender por qué tanto alboroto con los cerdos porque si eran animales decentes por qué no dejarlos hibernar dentro del tórax los órganos podían revertirse fibras nerviosas simpáticas podían aliviar la presión el espasmo así como las drogas, había muchas drogas el alcohol la principal entre ellas aunque había también pongamos por caso compuestos de Rauwolfia y Veratrum compuestos iónicos de metano para clarificar la pica del cerdo y otros sinsentidos transvacilcodex narcicalcina eritrometalermia por nombrar solo tres aunque cabe la posibilidad de que el órgano los rechace posiblemente y en tal caso la dosis recomendada habría de ser alterada reducida incrementada 1) dependiendo del cerdo y ulteriormente 2) si se estaba usando alguna alternativa no en el sentido de la llamada nueva era, sino alternativa en el sentido de problemas emocionales, emocionales en el sentido de tratamientos irritantes tomados por cortesía por contingencia así como parte de una dieta de control calórico no una sustancia controlada como en una sustancia controlada per se sino para tener la sustancia bajo control es decir para no afectar o efectuar cambios o estímulos antinaturales con las bellotas debería bastar por el amor de Dios para no devorar o de lo contrario inducir impulsos contradictorios o en el peor de los casos una subida de inestabilidades desconocidas el corazón que actúa ¿con un aire desinhibido y minucioso?, ¿desempeñando una función?, acorde en armonía con los demás órganos proteínas mitocondrias cada una operando conforme a su propensión natural sin anestesia de ninguna extremidad ninguna parte inhibida nada peor, lejos de ello, ciertamente no en el caso de los cerdos no hay ejemplos documentados de magnetismo animal con éxito Mesmer lo denominó fuerza odílica o estado inducido en cerdos en absoluto sospechosos si es que respondían a menos que se desarrollara algún tipo de vínculo emocional surgieron en efecto algunos animales propensos no cerdos aunque sí a) un hombre con cerebro humano y corazón de cerdo y b) un cerdo con cerebro humano o c) cualquier otra variación de tiempo para otra pequeña libación el alcohol siempre ha sido la droga predilecta excepto para cerdos animales tan dulces inteligentes afectuosos deliciosos aficionados además a las manzanas otra cosa en común no solo los órganos sino también los gustos, los apetitos, apetitos prohibidos, ¿era posible que un cerdo paladeara con una lengua humana injertada?, un irritante podría actuar como órgano independiente eran de color rosa, pero ¿de cerdo?, la vida entera de parloteo, venga hablar, sin dar nunca al huésped un momento de paz la pobre criatura trotando por ahí, ¿esa de ahí es mi manzana?, entre meneo y meneo la pica del cerdo por supuesto había otro órgano que podía intercambiarse la redundante pica que nunca había usado con nadie salvo esta vez, ¿cómo se llama la chica?, Kathleen, por supuesto, era Kathleen, se estaba ahogando, se estaba asfixiando, la rigidez que palpitaba y ah ah yo te llevaré a casa Kathleen…

Pasaron tal vez diez minutos antes de que eyaculara dentro de la chica y se retirara, le estallaba la cabeza, la futilidad de todo aquello era tan humillante que no había palabras para describirla. Por un momento no supo dónde estaba.

– ¿Yo te llevaré a casa, Kathleen? ¿Estabas pensando en esa canción? -preguntaba ella. Él dijo que sí y solo entonces, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo distinguir el borde de la cama. Pero no había ninguna canción. Se lo había inventado.

Para su espanto, ella comenzó a cantar en voz baja.

– Yo te llevaré a casa, Kathleen… Qué bonito. ¿Lo decías en serio?

Madden estaba atónito. ¿Decir en serio qué?

– Que me llevarías a casa… que cuidarías de mí. Si… ya sabes.

– ¿El qué?

– Me lo has hecho dentro. Te has corrido. Te dije que no y lo has hecho de todos modos. No pasa nada, ya no me importa. Puede que ahora esté enamorada de ti.

– Lo siento -dijo Madden.

– No te preocupes -contestó ella-. No importa.

– Cállate -dijo él.

La luz se encendió y Madden guiñó los ojos. Otra chica los miraba desde la cama de enfrente. La compañera de cuarto.

– Dios Todopoderoso, Kathleen, ¡os queréis callar! ¡Mañana tengo turno a las siete! -Apoyó otra vez la cabeza en la almohada y se la tapó con las mantas. La lámpara de la mesilla de noche reveló una celda gris de decoración espartana: dos camas con bastidores de hierro, dos mesillas de noche, dos lámparas. Una cómoda, un ropero. Ningún adorno, a excepción de una fotografía en blanco y negro, recortada de una revista, que colgaba de la pared, encima de la cama de la otra chica. Era una instantánea de la torre Eiffel. Y un crucifijo de madera.

Madden estaba contento, sin embargo. Se había acordado del nombre de la chica y, de paso, ya no era virgen. Y, además, fue así como conoció a Rose.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Actriz cinematográfica británica (1931-1984) que alcanzó sus mayores éxitos durante los años cincuenta. (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Johann Eck (1486-1543), teólogo católico alemán, adversario de Lutero en tiempos de la Reforma. (N. de la T.)

  3. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> The Beano y The Dandy, tebeos británicos, publicados ambos en Escocia. Entre los personajes de sus tiras cómicas se cuentan Dan el Desesperado, los chicos de la calle Bash, Minnie la Pícara y Beryl la Peligro. (N. de la T.)

  4. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> En el original, «I feel Dizzy!». «Dizzy», además de ser un apelativo cariñoso, significa «mareado», «aturdido». (N. de la T.)