173933.fb2 La buena muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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4

No volvió a ver a Kathleen y pasó algún tiempo antes de que Rose se le declarara. Lo de Gaskell fue otro cantar. Tres días después del baile de la facultad, su madre llamó a la puerta de su cuarto y él se apresuró a guardar su diario bajo la almohada. Cuando le dijo que podía pasar, ella lo encontró sentado, hojeando casos clínicos en el Medical Jurisprudence and Toxicology de Glaister. Su madre tenía la cara rubicunda y demacrada, las manos y los brazos ennegrecidos por haber subido el carbón por los tres tramos de escaleras y el mandil manchado de carbonilla. Se retorcía las manos y con ella entró en el cuarto la atmósfera de finales de otoño. Por un momento pareció no tener palabras para lo que quería decir. Después de unos segundos que se hicieron muy largos, Madden dijo:

– ¿Qué pasa, mamá? -Ella se miró los pies y luego le miró la cara y volvió a mirarse los pies.

– Tienes visita, hijo -dijo.

Él la miró con pasmo.

– ¿Quién? -preguntó por fin.

Su madre se apartó y sostuvo la puerta abierta para que entrara la visita. Era Gaskell, con su traje verde. Se quedó en la puerta y sonrió; luego dio las gracias a la señora Madden por llevarlo hasta allí. La madre de Madden permitió que una sonrisa escueta, más bien una mueca de dolor, cruzara su cara como una centella. Luego se escabulló y cerró la puerta tras ella para que Gaskell y Madden se quedaran solos.

– No, no te molestes en levantarte ni nada -le dijo Gaskell, estaba por allí y se había acordado de que Madden le dio sus señas. Madden había dicho que le pagaría si había que mandar el traje al tinte, ¿no? Madden asintió con la cabeza y echó mano del tarro de la mesita de noche donde guardaba el poco dinero que tenía.

– No, no -dijo Gaskell, y le hacía señas de que dejara el tarro en su sitio. No hacía falta, ya estaba arreglado. ¿Podía sentarse? Madden asintió con la cabeza y quitó los libros de la única silla que había en el cuarto, pero, en vez de sentarse, Gaskell se acercó a la ventana y miró fuera. El sol empezaba a desangrarse en el horizonte y se oía jugar a los críos en la calle. «Bonita vista», dijo Gaskell. Hasta se podría ver el río, si no estuvieran en medio aquellas casas. Madden se encogió de hombros. Para él no era más que una vista, dijo. Estaba acostumbrado a ella, así que le hacía tan poco caso como un granjero a una oveja. Gaskell se echó a reír. Qué cosas decía. ¡Una panorámica de una oveja! Menuda ocurrencia. ¿Qué era lo que decían? ¿Noche bermeja, pastor sin queja?

– Sí, contestó Madden-, madrugada bermeja… no sé qué del pastor. -No lo sabía, en realidad. Gaskell se volvió hacia él. ¿Estaba haciendo algo en particular?, preguntó mientras paseaba la mirada por las paredes de la habitación y se fijaba en los dibujos de aficionado que colgaban de ellas, en los bocetos anatómicos de Leonardo da Vinci que Madden había copiado meticulosamente de ilustraciones encontradas en la biblioteca de la universidad, en el amarillento mapamundi desde la perspectiva de Siam.

– Qué interesante -dijo Gaskell, y Madden estuvo a punto de decir algo al respecto (que sí, que era interesante ver el mundo desde el otro lado, que los siameses pensaban que su país era el más grande, el más importante, el más rico de todos, sí), pero al final se quedó callado como si esperara su aprobación y temiera tanto su juicio que no se atrevía a aventurar una explicación.

Gaskell se fijó en la caja de cristal que había en el suelo, detrás de la puerta, colocada sobre un montón de hojas de periódico abiertas. ¿Qué tenía ahí?, preguntó. Madden sintió que se sonrojaba. Ratas, dijo. Rattus norvegicus, para ser preciso. Ratas comunes. Las criaba. ¿Como mascotas?, preguntó Gaskell, y se arrodilló y dio unos golpecitos en la jaula. Sí, como mascotas, dijo Madden. Eran muy fáciles de mantener, lo malo era que, en cuestión de comida, tenían gustos caros. Gaskell se echó a reír otra vez. Reía con facilidad, como si no sintiera el malestar de Gaskell. Aquella era su habitación y no estaba acostumbrado a que nadie la escudriñara, y menos aún un desconocido con traje de pana verde. Notó que Gaskell llevaba también una corbata con estampado de cachemira grana y oro y que tenía todavía la nariz un poco hinchada y los ojos algo morados. Llevaba en la mano unos guantes grandes, de piel, estilo guantelete de armadura, y unas gafas de motorista.

– No parece muy divertido -dijo.

– ¿El qué? -preguntó Madden.

– Ser una rata. No salen mucho, ¿no?

Madden se encogió de hombros. Luego Gaskell dijo que si le apetecía ir a dar una vuelta, si no estaba haciendo nada. Madden lo miró, perplejo. ¿Una vuelta? ¿Adónde? ¿Y en qué? Gaskell se rió otra vez.

– Adonde sea -dijo-, a cualquier parte. Tengo la moto fuera. ¡Vamos! -Cogió a Madden del brazo y lo llevó a rastras hacia la puerta-. Venga -dijo-, ponte esto. -Le dio las gafas-. El viento pega fuerte, ¿sabes?

Madden estaba sin habla. Se sintió llevado a rastras por el pasillo, pasaron junto a la hosca figura de su madre, salieron al descansillo y bajaron las escaleras del edificio. Abajo se encontraron con su padre, que volvía del trabajo. Al pasar a su lado, se pegó a la pared de azulejos para dejarlos salir.

– ¿Dónde vais? -preguntó.

– Fuera -dijo Madden.

– ¿Fuera dónde? -preguntó él mientras los seguía al portal.

– ¡Solo fuera! -gritó Gaskell, y pasó la pierna por encima de la motocicleta Norton de color negro que había aparcada en la calle. El sidecar relucía como si fuera nuevo-. Monta -le dijo a Madden, señalando el sidecar. Así que Madden montó-. Bueno -dijo Gaskell-. ¡Vámonos!

Más adelante, Madden no supo nunca si llegaron a ser íntimos o no. ¿Eran amigos? Él había tenido pocos amigos antes, así que le resultaba difícil comparar. Recordaba una vez, siendo muy pequeño, en que su padre le dio un diccionario con el único propósito de que buscara en él la palabra «solitario» y no entendió por qué. Era muy pequeño para usar un diccionario, todo aquello era ridículo.

– Significa estar solo -le dijo su padre-. Así es como estás en este mundo.

Tenía que entender que no podía contar con nadie. Que tendría que salir adelante por sus propios medios. Luego le dijo que pensara en aquella palabra, que comprendiera su significado. Madden se quedó mirando las letras, las palabras, e intentó comprender. Solitario. Solo. Cada vez que intentaba volver la página, su padre lo cogía por el cogote y lo obligaba a pegar la cara a la página, como si fuera un perro que hubiera defecado en la alfombra. Solitario. Solo. Recordaba haberse resistido a llorar, aunque estaba al borde del llanto. Se preguntaba dónde estaba su madre, por qué no iba a rescatarlo. Sentado en el sillón grande, donde solo él podía sentarse, su padre lo miraba mientras encadenaba un cigarrillo tras otro. Madden ignoraba cuánto tiempo tuvo que pasar allí sentado con el diccionario, solo sabía que fue una inmensa extensión de tiempo.

Cuando estaba con Gaskell, a veces tenía la sensación de que el tiempo se ralentizaba de aquel modo, y temía hablar por miedo a cometer alguna falta cuyo castigo fuera, de nuevo, el exilio. De hecho, no descubrió que su estado tenía un nombre hasta que conoció a Gaskell. Y después no podría habérsele hecho más obvio, como si le hubieran deletreado las palabras una a una sobre papel. Era un apátrida, un refugiado. Estaba en el exilio.

Aquella primera vez, salieron de la ciudad montados en la moto, llegaron hasta la depuradora y Madden sintió ganas de no volver nunca, de seguir adelante un poco más y luego otro poco. Casi fue un alivio detenerse, sin embargo: aquella exaltación nunca duraba mucho tiempo. El mundo imponía sus exigencias y había que seguirlas. Pasearon y Gaskell habló y él escuchaba.

– Bueno, ¿qué quieres ser cuando seas mayor? -dijo Gaskell.

– Médico, ¿qué va a ser?

– Médico. Eso no es una aspiración, es lo que les decías a tus padres cuando tenías diez años. ¿Qué quieres ser de verdad?

– Médico. Cirujano.

– «Médico, cirujano». Me parece a mí que llevas mucho tiempo diciéndote eso, sí, señor.

– Bueno, es la verdad. He querido ser cirujano desde que tuve edad suficiente para entender lo que era.

Gaskell soltó un bufido.

– ¡Qué me dices! Hostia puta. ¿Qué niño de diez años quiere ser cirujano? No me lo creo. Ni un poquito.

Madden estaba irritado. ¿Quién era aquel beatnik, de todos modos, para llamarlo mentiroso?

– Bueno, ¿y qué quieres ser tú, si no quieres ser doctor?

– ¡Doctor! Lo llevas crudo, Madden. De verdad. No solo quieres ser médico, sino que además quieres ser doctor. Pues yo no.

– ¿Y por qué estudias Medicina si no quieres ser médico?

– Muy sencillo. Porque para eso me paga mi querido papaíto. Si no estudio Medicina, no hay paga. Mi familia tiene demasiada pasta, según vuestros parámetros, como para que me den un préstamo de estudios. Así que, si quiero estudiar, puedo elegir: Medicina, Derecho, Ingeniería, Física. El mundo a mis pies.

– ¿Qué quieres hacer, entonces?

– Buena pregunta. -Gaskell guiñó los ojos para mirar al sol, que, rojo y anaranjado, se filtraba en un banco de nubes bajas y horizontales. Estaba oscureciendo.

– Deberíamos irnos -dijo-. Las luces de la moto no son muy de fiar. Es mejor que volvamos pronto.

Por lo poco que Madden sabía de aquel extraño, resultaba raro que dijera algo tan prudente. Hasta mucho tiempo después no se dio cuenta de que aquel comentario estaba mucho más cerca del verdadero carácter de Gaskell de lo que él creía. Gaskell, naturalmente, estaba siempre adoptando poses. Incluso durante sus accesos de depresión, que duraban días enteros, daba la impresión de percibirse a sí mismo como un actor al que, sin Madden como público, aterrorizara la idea de dejar sencillamente de existir. «Sin ti, Hugh, no hay nada que revelar».

– ¿Y qué quieres hacer?

– ¿Qué? Perdona, viejo, estaba muy lejos. Qué hacer, qué hacer, qué hacer. Buena pregunta, muy buena pregunta. Primero, creo que deberíamos volver a tu bella ciudad natal (porque tú naciste allí, ¿no?) pasar de los presbiterianos y retirarnos a una agradable posada a pasar la tarde ¿Qué me dices?

– No tengo mucho dinero.

– Ah, el dinero. No te preocupes por nada. La Providencia… en fin, proveerá, supongo. -Gaskell metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de pana y sacó un billete de cinco libras-. ¿Ves? ¡No tengo más que abrir la boca, y listo!

Madden no supo qué decir. Nunca había visto tanto dinero en manos de un estudiante, ni de un adulto.

– ¡Una buena cena, mujeres de mala reputación y licor para acompañar! ¿Qué me dices, tarado?

– No me llames así, por favor.

– Perdona, viejo. Solo era una broma.

El Raskolnikov [7] de Hillhead, apodó Gaskell a Aduman cuando Madden le habló de cómo deambulaba por las calles con la esperanza de eludir a la casera, de cómo intentaba pedir prestado, mendigar o robar dinero suficiente para el contador de la luz.

– Ya ha empeñado los botones de su chaqueta -dijo Gaskell. Tendrían que hacer algo por él, enviarle anónimamente un paquete a su habitación. Pan y salchichas, todo bien envuelto en una bufanda nueva.

– Y no olvides unos botones sueltos -añadió Madden, y Gaskell se echó a reír.

– ¿Quién más? -preguntó.

– ¿Quién más qué?

– Ya sabes… ¿a quién más espías?

– No los espío.

– ¿Qué haces, entonces?

– No es nada sucio, ni sórdido. Eso lo tienes tú en la cabeza.

– ¿A quién más?

– A Beth Tripp, a Port George, a Saudi Mehmet, y a unos cuantos más. Beth Tripp era la mejor. Tenía una voz como una bocina de barco, la típica yanqui. Mascaba chicle sin parar.

¿De veras mascaba chicle? Ya no estaba seguro. Pero eran los años sesenta. Tenía que mascar chicle, si era americana. Quizá aquello se lo hubiera inventado, pero se veía diciéndoselo a Gaskell. Sabía ya entonces que lo que más le gustaba eran aquellos aderezos. Gaskell lo interrumpía constantemente, encendía un cigarrillo tras otro, le echaba el humo en aquella lúgubre habitación suya con novelas de bolsillo tiradas por el suelo y montones de apuntes por todas partes. Una guitarra desvencijada y sin cuerdas en un rincón, y un tocadiscos Dansette sobre el aparador mohoso. Los mismos discos siempre puestos. Tenía solo tres, ninguno de ellos un éxito del momento: Ella Fitzgerald, Billie Holiday y alguien llamado Varese. Aquellos discos formaban parte de su actitud, de su desprecio por todo lo que consideraba meramente una moda.

Ropa amontonada en la cama y en el suelo de tarima para ahuyentar a los ratones y conservar el calor, todo en vano. Gaskell siempre recostado, nunca sentado, como si se complaciera en hacer que Madden se sintiera físicamente incómodo.

No había dónde sentarse, salvo la cama, y Gaskell le lanzaba soflamas por ser tan cuadriculado y querer sentarse en una silla, y ahí tenías a los chinos y a los japos, que ni se molestaban con ellas y eran muy capaces de pasarse las horas muertas sentados en el suelo, y hasta los días enteros, Madden bien podía aprender de ellos, ya lo creo que sí. Luego rompía a reír y calificaba a Madden de intelectual y burgués y le decía que llamara a la puerta de al lado y pidiera prestada una silla al tipo de la habitación contigua, que no le importaría: de todas formas se había largado sin pagar el alquiler, ese sí que era un tío sensato. Madden fruncía el ceño y se sentía aún más incómodo hasta que Gaskell se calmaba y suspiraba, y se iba él mismo a la habitación de al lado a por la silla. Solo cuando estaba sentado era capaz de relajarse, por poco que fuera, y su temperamento mejoraba tras un par de tragos de Grouse.

– Bueno, entonces, ¿quién más? -Gaskell se regodeaba, nunca se contentaba con dejar correr un asunto. Madden se arrepentía ya de lo poco que le había contado.

– Nadie, solo esos.

– Eres un tipo muy raro, tarado, ¿lo sabías? -dijo Gaskell, y vació en una papelera el platillo de hojalata que le servía de cenicero.

Madden dejó pasar aquel comentario, pero la idea lo turbó.

– ¿Qué haces? -preguntó mientras cambiaba de postura, sentado en la silla del vecino, embutido en un rincón junto al techo inclinado del cuarto, más parecido a un armario, que Gaskell habitaba en la calle Wilton.

Gaskell rebuscaba entre la ceniza y las colillas.

– Me he quedado sin tabaco -dijo.

– ¿No tienes dinero? -preguntó Madden.

Gaskell resopló.

– En este momento estoy como Billy Bunter [8].

– ¿Cómo?

– Esperando un giro postal. El que nunca llega.

– La semana pasada tenías dinero. Yo lo vi. ¿Qué has hecho con él?

Gaskell levantó la mirada. Tenía las uñas negras de estrujar las colillas que había sacado de la papelera para extraer las hebras de tabaco que aún quedaban intactas.

– Lo di -dijo, y guiñó un ojo.

– ¿Que lo diste? ¿A quién?

Gaskell movió la cabeza de un lado a otro.

– La propiedad es un robo, Hugh.

– El dinero no es ninguna propiedad. ¿Cómo vas a comprar comida? ¿Y a pagar la calefacción?

– Ya te lo he dicho, estoy esperando un giro postal.

– ¿De quién?

– De mi benefactor misterioso, ¿de quién va a ser? -Echó un poco de tabaco en una tira de papel arrancada de una esquina del periódico, lo enrolló y se lo llevó a los labios. Al hacerlo, ignoraba que el tabaco se salía por el otro lado y caía al suelo. Encendió en pitillo liado, inhaló y aquella cosa se quemó entera, hasta las puntas de sus dedos, y tuvo que tirarla a la moqueta.

– Mierda -dijo.

Levantó la vista hacia Madden y se pasó los dedos sucios por el pelo crecido. Madden sintió que un turbador impulso paternal lo embargaba y procuró quitárselo de la cabeza.

Gaskell se ponía el mismo traje hasta que estaba mugriento, ahorraba algunos peniques con los cascos de cerveza de jengibre que devolvía y comía solo esporádicamente. Era penosamente pálido y delgado y se quedaba sentado, semivestido con unos vaqueros muy viejos, una camiseta y una chaqueta de lana basta, mientras el traje daba vueltas y más vueltas en la lavandería. Habría sido insoportable para Madden vivir como vivía su amigo, pero, inexplicablemente, Gaskell parecía ajeno a las miradas que recibía cuando Madden lo obligaba a llevar su único traje a lavar. Madden se quedaba sentado y deseaba que los demás clientes que esperaban mantuvieran fija la mirada en sus lavadoras, por miedo a que lo asociaran con el mendigo de la chaqueta de lana. Con frecuencia, era él quien le daba el dinero y Gaskell se quedaba sentado, taciturno y resentido, mientras sus ropas se lavaban. Madden no lo entendía en absoluto. Los giros de dinero parecían ir y venir, y Gaskell había disuadido a Madden de preguntarle por su familia. Solo decía que formaban parte del «sistema» y que no quería tratos con ellos. Madden solo pudo sonsacarle que había crecido en el sur, cerca de Gales, y que se había ido al norte para fastidiarlos.

– Entonces, no hubo otros, después de ese tal Aduman -dijo-. ¿Estás seguro? ¿Seguro que no me estabas siguiendo antes del baile?

– Por el amor de Dios, fuiste tú quien me siguió.

– Es cierto. -Gaskell asintió con la cabeza y echó mano de la botella de Grouse. Se sirvió un par de dedos y pasó la botella a Madden-. Debiste echarme mal de ojo. Y a la encantadora Kathleen también. ¿Qué pasó con ella?

– Nada. No pasó nada con ninguno de ellos. -Se abstuvo de mencionar a Rose-. ¿Qué pasó con tus padres? ¿Qué está pasando con Carmen Alexander?

Aquello lo haría callar. Pero quizá eso fuera ser demasiado optimista. Últimamente, desde luego, eso parecía.

Un encuentro casual tras un acto constituyente fortuito, ¿podría haberse descrito así? Hola, sí, es un placer conocerte, oinc oinc. Ah, ¿Rose, dices? Vaya, encantado, claro. Sencillamente encantado. Igualmente.

Kathleen había salido de la habitación para ir al baño a ocuparse de «cosas íntimas de mujeres». Madden supuso que se refería a un lavado vaginal. Entretanto, su compañera de cuarto echó la llave. No soportaba sus lloriqueos, le dijo a Madden. Los dos oían a Kathleen arañar la puerta, pidiendo entrar, hacía frío allí fuera y las formas del pasillo la asustaban. La chica de la otra cama había vuelto a encender la lámpara de la mesita de noche y Madden y ella mantenían la mirada estudiadamente apartada el uno del otro y fija en las protuberancias y bultos, misteriosos y atractivos, del papel de la pared.

Al cabo de un rato, Kathleen dejó de suplicar y Madden se preguntó vagamente si seguiría viva allí fuera y por qué a la chica de la otra cama de hierro le caía tan mal.

Rose. Ya entonces le gustó el nombre. Pero no estaba tan seguro de que le gustara la curiosa personalidad a la que pertenecía. Había algo, sin embargo.

Bueno, ¿iba a cuidar de Kathleen?, preguntó ella, y se incorporó sobre un codo para mirarlo. ¿Iba a ocuparse de ella?

Él, naturalmente, se sentía penosamente avergonzado. Nunca había imaginado que fuera a tener público en su primera actuación profesional. Hasta esa noche, se había especializado en solos, y ello raramente. Había sido una experiencia extraña, los últimos momentos no tan dulces como lo habían inducido a creer y los penúltimos nada sabrosos. Ignoraba qué habría obtenido Kathleen de él. Una salpicadura de fluidos, una cucharadita, poco más o menos, de su tinta infecciosa. Un millón de espermatozoos contaminantes. Estaba contento, a pesar de la crueldad del hecho en sí, de que Rose le hubiera cerrado la puerta. Era desagradable tener que oír los gruñidos de acoplamientos ajenos. Desagradable y envilecedor.

No podía soportarla, dijo ella. Y Madden debería tener cuidado con ella; ese año ya se había convencido tres veces de que estaba embarazada.

Madden. Se llamaba así, ¿no? Curioso nombre, Madden. Pero tendría un nombre de pila, ¿no?

– Hugh -dijo él-. Pero todo el mundo me llama Madden.

No estuvieron toda la noche hablando. Las horas no pasaron volando mientras se contaban la historia de sus vidas. Nada de eso. Rose parecía menos aún una amante en potencia que Kathleen. No era, desde luego, su alma gemela. Aun así, se sintieron atraídos: quizá por complicidad, quizá por un mutuo sentimiento de seguridad en su exclusión paralela. Eso era, en realidad. Eran compañeros de exilio.

Madden, aunque tratara de negarlo, había visto en Gaskell algo semejante a una puerta abierta, un camino de retorno, pero su atracción por Rose era de índole completamente distinta. Un modo de mirar a través de la ventana a la gente que se calentaba junto al hogar, sin sentir, al mismo tiempo, el frío de fuera. Ella se sentía cómoda en su exclusión: se había exiliado, pero podía volver en cualquier momento. Hasta su forma de cerrar la puerta a su compañera de cuarto parecía proclamar su independencia. Madden lamentaba no poder ser tan original como ella, no poder ver más allá de los Dizzy y las Carmen y todos los demás que poblaban el mundo. Deseaba para sí mismo el desapego de Rose. Era siempre más fácil estar solo, siempre más fácil confiar en el comportamiento aprendido, sobre todo si ese comportamiento no había sido nunca una elección.

Solitario. Su padre le había enseñado el significado de aquella palabra mientras Madden yacía despierto bajo las mantas y escuchaba los ruidos animales procedentes de la habitación de al lado (en la mano, un trozo de carne fría en conserva robado del plato). Se comía lentamente la carne y una sensación sumamente extraña iba formándose dentro de él. Los ruidos eran infrecuentes y guturales. Oorj. Arrj. Oing…

Mascaba la carne despacio, saboreaba cada pedacito, lo aplastaba hasta formar una pasta con su incesante masticar. Cuando se le acababa, se limpiaba la mano en el colchón y escuchaba los ruidos, y se preguntaba por su significado. Su padre parecía estar sufriendo. Si su madre también sufría, callada, transmutada en el ruido de los muelles que se mecían.

Cric, cric, cric.

– ¡Maldita sea! -gritaba su padre en el cuarto de al lado-. ¡Los putos ratones!

A aquella exclamación seguía inevitablemente el estruendo de sus pesadas botas de puntera de acero, lanzadas contra el roedor indiscreto desde el otro lado de la habitación.

Por la mañana, posiblemente una hora después, como mucho, y mientras todavía estaba oscuro, una chica de generosas proporciones, que debía de tener más o menos su edad, despertó a Madden. Le clavó un dedo que luego se apretó contra los labios, le dijo que se echara a un lado y se deslizó bajo las mantas, a su lado.

– Así está mejor -dijo-. Más a gusto y calentito.

»Tengo que levantarme para mi turno dentro de un minuto o dos -añadió, con la cara tan pegada a la suya que su cercanía resultaba inquietante-. ¿Quieres probar otra vez conmigo?

– ¿Probar qué?

– Ya sabes, lo que hacías antes. Con Kathleen.

– No, la verdad -dijo él-. Lo siento.

– ¿Tengo algo de malo? -preguntó ella, y lo pinchó de nuevo con el dedo-. Tengo las piernas más bonitas que ella. Nadie lo dice, pero yo lo sé.

Madden se rió y ella se incorporó sobre el codo y le sonrió.

– ¿Quieres saber cómo lo sé? -preguntó.

Madden observó con desinterés los bultos del techo.

– No especialmente -dijo, y se preguntó dónde habrían ido a parar sus gafas.

– ¿Eres marica?

Él se olvidó de las gafas.

– No -contestó-. Soy médico.

Rose soltó un gruñido y se recostó en la almohada.

– Kathleen se ha buscado un doctor. Qué maravilla. Trabaja en un hospital y va y se busca un estudiante de Medicina flacucho y tonto. La vida está llena de sorpresas. Bueno, doctor Madden, encantada de conocerte. ¿No quieres saber por qué sé que mis piernas son bonitas?

Sacó una pierna desnuda de debajo de la manta, la levantó y puso en punta los dedos de un pie que tiraba a delicado. Madden fingió desinterés y buscó bajo la manta sus gafas perdidas.

– Tengo las pierrrnas muy bonitas, Hugh. ¿Porr qué no las mirras?

Imitaba el acento de la Dietrich o la Garbo, movía la pierna en el aire y le hacía mohines.

– Sí -dijo él-, tienes las piernas bonitas. Lo he pillado. Supongo que es así como sabes que las tienes bonitas.

Rose le lanzó una mirada repentinamente violenta y de pronto hizo rodar la mole de su isla y se echó sobre él. Madden sintió que el aire abandonaba sus pulmones aplastados. Ella lo miraba con rabia.

– ¿Estás diciendo que soy una chica barata o algo así? ¿Intentas decirme que soy una especie de fulana?

Madden balbució una negativa. El aire escapaba de él en coágulos, con un gorgoteo.

Rose se apartó. En sus ojos apareció una mirada que era como cuando volvía a encenderse una luz. Se rió.

Madden contuvo otra vez la respiración y se sentó derecho para que el aire entrara un poco mejor.

– Bueno -dijo Rose mientras una sonrisa bailoteaba en sus labios-, ¿quieres saber cómo sé que mis piernas son bonitas? -Se acarició la pierna en cuestión con la palma de la mano ahuecada, hasta la pantorrilla.

Madden asintió.

– Dímelo, por favor -dijo.

– Porque me lo dijo el Señor. -Madden la miró y ella sonrió como si le estuviera contando que el maestro de la escuela le había hecho un cumplido-. El Buen Dios se me apareció una noche y me dijo: «Rose, tienes unas piernas de infarto, ¡no hay duda!».

Madden no supo qué responder.

– ¿Quieres saber qué más me dijo? -preguntó ella.

Él asintió lentamente con la cabeza.

– Me dijo que las usara bien.

– ¿Que las usaras bien?

– Ajá. Que las usara bien. Aunque no dijo para qué.

Echó la cabeza hacia atrás y rió a carcajadas.

– Vamos, venga -dijo-. Arriba. Tengo que irme y no puedo quedarte aquí todo el día. Vístete. Te enseñaré por dónde se sale.

Así que él se vistió y recorrieron juntos los largos pasillos más allá de las salas del hospital, donde las luces vacilaban erráticamente y figuras amorfas comenzaban a reunirse con un arrastrar de pies. Algunas zonas estaban iluminadas; otras, a oscuras. Madden seguía a Rose por escaleras interminables, procuraba parecer tranquilo cuando pasaban junto a camilleros y enfermeras en aparente estado de trance, marchitadas prematuramente por el sueño, con las caras aún no del todo elásticas para el día que las aguardaba. Fue una suerte que Rose le enseñara el camino. No le cabía duda de que, de no ser por ella, aún estaría deambulando por aquellos pasillos. Confiaba en que no se encontraran con Kathleen por el camino, pero a Rose aquello parecía traerla sin cuidado. Naturalmente, su despreocupación, al igual que la de la Gaskell, formaba parte de la actitud que adoptaba ante el mundo. Desdeñaba las dificultades. Si se hubieran encontrado a Kathleen, se hubiera zafado de la vergüenza y hubiera seguido comportándose igual que antes (su Buen Dios al lado para protegerla). Madden no supo entonces si hablaba del todo en serio sobre su fe o si aquello formaba parte de una broma que ponía en práctica a expensas del mundo, incluido él. Y, en caso de que fuera eso, con el tiempo se había vuelto bastante real.

– Tengo que volver ya -dijo ella cuando estuvieron en la entrada principal. Madden se quedó tontamente al borde de la calle por la que estaba a punto de echar a andar otra vez; luego se volvió hacia ella.

– ¿Podrías prestarme un poco de dinero? -preguntó-. Lo justo para el billete de autobús -añadió al ver que su mirada refulgía-. Te lo devolveré, te lo prometo.

Ella cruzó los brazos y después asintió con la cabeza.

– Claro, doctor -dijo-. ¿Cuánto necesitas?

Madden se encogió de hombros ambiguamente.

– No sé. Lo que puedas darme está bien.

Rose dio unos golpecitos con el pie en el suelo y rebuscó en el bolsillo de su falda. Madden recordó más adelante que, con su uniforme de enfermera, tenía un aspecto, en fin, muy de matrona. Suponía que le había parecido atractiva, de un modo un tanto perverso.

Ella le dio un puñado de monedas.

– Tendrás que apañarte con esto, Madden -dijo-. Si no es suficiente, puedes ir andando.

Él le dio las gracias con su voz más educada y se volvió hacia la calle.

– ¡Espera un momento!

Madden miró hacia atrás.

– ¿Qué?

– Si quieres devolverme el dinero, puedes invitarme a salir. A ir al cine. O al zoo. Sí, al zoo. Me gustan los animales en el zoo.

– Está bien -dijo él. Un modo extraño de hablar, aquel. «Me gustan los animales en el zoo»-. ¿Qué animales te gustan más?

Rose volvió a dar unos golpecitos con el pie mientras pensaba.

– Me gustan las jirafas. Para mí son los mejores animales. Sí.

– ¿Por qué las jirafas? -preguntó él, porque parecía lo correcto.

– ¡Porque son los que tienen las piernas más bonitas, Madden! -Le sonrió. Él, el ñu; ella, la leona. Siempre era así, se dijo Madden.

Gaskell siempre estaba hecho un amasijo de bultos y moratones. Madden no entendía cómo se las arreglaba para hacerse aquellas heridas con tanta frecuencia. Era una obra de arte en construcción, un lienzo que se transmutaba de día en día y de semana en semana, y sin embargo Madden nunca se sentía cómodo al preguntarle cómo se había hecho aquellas heridas, porque ello suponía enfrentarse a su mala conciencia. Gaskell nunca mencionaba el incidente de la puerta, pero Madden se sentía profundamente culpable por aquel descuido. De tarde en tarde, cuando Gaskell le abría la puerta de su cuarto, tenía que sofocar un gemido de sorpresa al ver el estado de su cara, que era siempre irresistiblemente flaca y que, pese a todo, tenía «pegada». ¿O debería decir más bien que era una cara golpeada?

Gaskell se limitaba a refunfuñar algo, aseguraba que siempre había sido de una torpeza espectacular y zanjaba el asunto con una carcajada. A Madden le dio por pensar que no era un accidente que su torpeza se hubiera agravado dramáticamente desde su lío con Carmen.

– Menuda chavala, ¿eh, tarado? Un buen partido, podría decirse.

– Ojalá no me llamaras eso -dijo Madden. La lluvia les había dado un breve respiro y Gaskell se había empeñado en llevarlo a rastras por las riberas del Kelvin. Mientras tanto, inventaba rimas infantiles que probaba con él. A Madden le costaba decidir qué le irritaba más, si el paseo o el regodeo premeditado de Madden. Nunca le habían gustado mucho ni el aire fresco ni las rimas.

– Es muy simpática -dijo sin convicción.

– ¿No te parece atractiva? Pero, hombre, ¿tú de qué estás hecho? -Gaskell arrojó su cigarrillo al río, cuyas aguas, de un color marrón cieno, estaban mucho más crecidas que un par de semanas antes.

Madden se encogió de hombros.

– No me fijo mucho en el físico -dijo.

– Estoy de acuerdo. El físico no lo es todo, ¿verdad? Solo la parte que se muestra. Pero de todas formas está muy buena. Eso tendrás que admitirlo.

– Es muy guapa, sí. -Madden llevaba el cuello subido: hacía mucho frío. El cielo estaba nublado y parecía empezar medio metro por encima de sus cabezas. Quizá se estuviera hundiendo.

Gaskell le dio un puñetazo juguetón en el brazo.

– ¿Y qué hay de tu chica, eh? La verdad es que no me pareció que fueras su tipo.

– No sé a qué te refieres -dijo Madden, azorado.

Kathleen. Te fuiste a casa con ella, ¿no? Os vi… Maldita sea, ¿cómo decís aquí? ¡Daros el lote! Eso es. Te vi darte el lote con ella. Qué expresión tan estupenda, ¿eh, Hugh? Madden se sentía desdichado.

– Una expresión maravillosa. Deberías quedártela.

– ¡Sí, sí, me la quedo! Escribiré, un poema con «darse el lote». -Gaskell le sonreía con un labio agrietado. Los grandes nudillos de los dedos índice y corazón de su mano derecha estaban desollados. Madden no se molestó en preguntar por qué.

– De todas formas -dijo-, no es mi chica. No tengo intención de volver a verla.

Gaskell se quedó callado un momento.

– Me parece muy raro que digas eso, tarado. Una chica tan simpática y no vas a volver a verla. No sabía que te dieras tantos aires con las damas. -Se recostó en la barandilla y comenzó a liar otro cigarrillo. Mientras, miraba a Madden como si intentara formarse una opinión sobre algo.

– No es que me dé aires -contestó Madden, exasperado-. Es que estoy saliendo con otra, para que lo sepas.

Gaskell se animó enseguida y se puso el cigarrillo entre los labios.

– Vaya, vaya -dijo-. Otra chica… Eres una caja de sorpresas, Hugh. ¿Y quién es esa chica misteriosa? Porque supongo que te refieres a una chica.

– ¿A qué me voy a referir, si no? -preguntó Madden con aspereza.

Apretó el paso otra vez y Gaskell se quedó atrás mientras encendía su pitillo.

– Qué sé yo. A un científico cristiano. A un cocinero turco. ¿Cómo voy a saber qué cosas te ponen cuando no estoy contigo haciéndote de carabina? -dijo Gaskell cuando lo alcanzó. Pasó un brazo por sus hombros y lo apretó. Olía a tabaco y a alcohol rancio. Ese día no llevaba el traje: se había puesto otra vez los vaqueros y la chaqueta de lana. Madden dedujo de su indumentaria que ese día no pensaba ver a Carmen Alexander: los vaqueros parecía reservarlos para él. En cambio, llevaba a limpiar el traje para ocasiones más importantes.

– A mí no me pone nada -contestó Madden, más o menos sinceramente.

– Bueno, ¿quién es? ¡Venga, suéltalo ya!

Madden suspiró.

– Otra chica que conocí, nada más. En el hospital. Se supone que este fin de semana tengo que llevarla a alguna parte. Llevo una semana o así dándole largas. Estoy sin blanca, como siempre. No soy muy romántico, como probablemente habrás notado.

Gaskell dio unas palmadas y se echó a reír, y su afectación hizo que Madden sintiera vergüenza ajena. Gaskell le dio el brazo y suspiró.

– ¡Ah, el amor! -dijo-. Primero, la encantadora Kathleen (que a mí me gustaba, aunque tú prefieras ir de flor en flor) y, ahora, esta chica infinitamente superior. La vida está llena de sorpresas. ¿Cómo se llama? Porque tendrá nombre, ¿no? -Dio una calada al cigarrillo y, antes de que pudiera inhalarlo, la brisa sacó de un lametazo el humo de su boca.

– Claro que tiene nombre.

– ¿Y cómo se llama? ¿O es un secreto?

– No es un secreto.

– ¡Pues dímelo!

Madden apartó el brazo y se subió las gafas por el puente de la nariz.

– A ti no te gustaría -dijo.

Gaskell tiró el cigarrillo y lo aplastó con el pie.

– ¿Y por qué no iba a gustarme? -preguntó con una mano abierta sobre el pecho, fingiéndose dolido.

– Porque no está buena. No es como Carmen.

Gaskell soltó un bufido.

– Así que Carmen está buena, ¿eh? -dijo, como si las palabras de Madden confirmaran lo que hasta entonces solo había sido para él una sospecha. A Madden le pareció extraño que su amigo (y no estaba del todo seguro de que lo fuera) necesitara su refrendo para convencerse a sí mismo. Una pequeña oleada de euforia lo embargó y se disipó instantáneamente.

– Sí -dijo Gaskell, pensativo-, está buena, ¿no?

Caminaron en silencio un rato. Luego Gaskell se detuvo.

– Entonces, ¿cuándo voy a conocer a tu chica? -preguntó como si sus cavilaciones se hubieran esfumado de repente.

– Se llama Rose -dijo Madden-. Y no creo que sea posible.

– ¿El qué?

– Que la conozcas -dijo.

– Rose. Un buen nombre. Me gusta. Una rosa con otro nombre…

– No, con otro nombre, no, Rose a secas.

– Y no quieres que la conozca. Eres muy amable, tengo que decírtelo. Después de todo lo que he hecho por ti. -Gaskell se rió otra vez-. ¡Soy tu confidente, Hugh! ¡Soy tu conciencia! Todo el mundo necesita una conciencia. Y a mí me gusta hacer favores. -Hizo una reverencia estrafalaria.

Madden apartó la mirada.

– Estoy seguro de que me caerá muy bien -añadió Gaskell-. Y yo a ella. Seremos amigos del alma.

– Lo dudo. Por eso no sé si quiero que la conozcas.

– ¿Qué pasa? Te da miedo que te la robe, ¿eh? Pues descuida. Yo tengo bastante con la encantadora Carmen. Y con Newlands. No doy para más.

Madden notó que hablaba en serio.

Gaskell se pasó una mano por el pelo grasiento.

– ¿Y dónde la vas a llevar cuando salgáis? -Había una nota de curiosidad sincera en su voz.

– Puede que al zoo. Le gustan los animales. Al cine, no -dijo Madden-. No entiendo cómo puede llegar a conocerse la gente si se pasan el rato mirando una pantalla y a oscuras.

– Bueno, creo que descubrirás que hay ciertos modos de conocerse, tarado. Los cines pueden ser lugares muy íntimos, si te decides a comprobarlo. -Le guiñó un ojo con desenfado y miró el agua parda del río, que giraba en remolinos no muy lejos de donde estaban. Un árbol arrancado de cuajo pasó flotando junto a ellos.

– Ahora voy a tener que amarte y abandonarte -dijo Gaskell.

– ¿Por qué? -preguntó Madden, claramente desilusionado-. ¿No puedo ir contigo?

Gaskell movió la cabeza de un lado a otro y chasqueó la lengua.

– Me temo que no, viejo. Donde voy, no puedes seguirme. Un asunto privado y todo eso. No te importa, ¿no?

Madden se encogió de hombros.

– Supongo que no -dijo.

– Bien, bien -dijo Gaskell, y se frotó las manos y se las sopló-. Pero nos vemos pronto, ¿eh? Así podrás contarme a quién has estado espiando esta semana.

– Yo no espío a nadie -replicó Madden, molesto-. Solamente… observo.

– Claro, claro. Investigación conductista. Antropología. Ciencia. Ya te entiendo. -Gaskell le sonrió ampliamente.

– Bueno, puede que sí. ¿Y qué?

– Nada, nada. Todo el mundo debería tener sus distracciones.

– ¿Y cuál es la tuya? -preguntó Madden-. La poesía y la puerilidad, que yo sepa.

Gaskell se lanzó de pronto hacia él (la sonrisa borrada) y pegó a la suya su cara.

– Lo que yo haga a ti no te importa una puta mierda, ¿vale?

Madden se acobardó de inmediato. Sus párpados temblaron como si temiera un golpe. ¿Sería Gaskell capaz de pegarle? No podía creerlo.

Gaskell hizo como que le sacudía el polvo de las solapas y lo enderezó. Había dejado clara su postura y, nada más hacerlo, su humor se había alterado de nuevo.

– Ahora bien -dijo-, en cuanto a las primeras citas, yo, personalmente, te recomiendo que vayáis a algún bar. Si lo que buscas es intimidad, el alcohol allanará el camino. Y, si no, os emborracharéis, que también está muy bien.

Sonrió y se fue por el camino por el que habían llegado hasta allí. Madden estaba un poco tembloroso. Aún tenía el pulso disparado.

– Hasta la vista, entonces -dijo, intentando ponerse sarcástico. Pero no le salió bien, y el tono de su voz sonó frágil y patético. Vio alejarse a Gaskell, dio media vuelta y se puso a mirar el agua turbia.

Más abajo, contra las rocas, vio las ramas negras del árbol que había pasado a su lado un rato antes. Sus brazos sin hojas clamaban, desolados, contra el agua revuelta.

Una primera cita en el zoo. La lluvia le goteaba por el flequillo que intentaba no cortarse y se le metía en los ojos. Rose, a su lado, masticaba una manzana caramelizada como una niña de seis años. El sol brillaba intermitentemente entre nubes de un negro pasmoso y luego volvía a desaparecer. Sin duda debería haber seguido el consejo de Gaskell: alcohol, refugio y buena conversación. Pero Rose parecía disfrutar de aquello y miraba con placer bobalicón a los reptiles en sus tanques oscurecidos por las algas, con la única compañía de otros reptiles y de bombillas demasiado brillantes. ¿De veras se comió una manzana caramelizada? Tal vez no. Probablemente era solo un truco de su memoria. Era mucho más plausible que se comiera un plátano. Seguro que en los zoológicos tenían plátanos. Aquel sitio lo deprimía. Parecía ir disolviéndose lentamente en la ciénaga sobre la que había sido construido el zoológico. Pasaron junto a los elefantes, que los miraban con aparente desdén, sus flancos oscurecidos por la lluvia y el barro. No había jirafas. Ni orangutanes. Ni leones. Había un oso que se negaba a salir de su cueva prefabricada: veían su costado marrón junto a la entrada. No podía ser muy peligroso: había un guardia que se paseaba por allí, limpiando con una manguera los excrementos del oso. Rose hizo muecas al guardia, como si el que estuviera en exhibición fuera él. Ahora era un mono, con la boca redonda como una «O», y luego un gran gato con las garras extendidas. Era todo hilarante. Madden caminaba con aire abatido, la cabeza gacha contra el suelo, y sentía con lucidez insoportable el agujero de su zapato derecho, que dejaba entrar el agua a pesar de que había metido dentro una plantilla fabricada con un trozo de hule.

Y así -reflexionó con el paso de los años- continuó su relación, sin que él supiera nunca muy bien por qué. El zoo, el circo, el cine. El carnaval, Río de Janeiro. La luna, las estrellas. Las preguntas incesantes de Rose, las respuestas infinitas de Madden. Él nunca aprovechaba su turno, decía ella, nunca le preguntaba nada. ¿Tan poco le interesaba?

– No -decía él. Pero ella solo se reía. El primer beso se lo dieron en la parada del autobús, como muchas otras parejas en aquella época. Madden no sabía por qué seguía adelante con aquel asunto, y a Rose no parecía importarle. Era inmune a él. Pasaba largas horas en su cuarto, examinando su cuerpo: sus piernas y tobillos. Se miraba la lengua en el espejo y decía «ah». Él debería haberse dado cuenta ya entonces de que estaba trastornada. ¿Qué andaba buscando?, quería preguntarle, pero nunca lo hacía. No le habría sorprendido encontrársela revolviendo entre sus propios excrementos.

Gaskell comenzó a evitarla después de dos o tres encuentros pomposos y envarados, en los que él sacó a relucir su encanto y ella permaneció inmune, distante, visiblemente indiferente. Ella tenía la lengua demasiado afilada. Eso le dijo Madden a Rose. «Tienes la lengua demasiado afilada». Pero ella se quedó mirando algo más allá del horizonte y dijo que la lengua se la había dado Dios. Y sin duda, de paso, Él también le había dicho que la usara bien.

– Ella -le dijo Rose-. El Todopoderoso es una mujer.

Madden guardó silencio.

Una vez quiso meterse a monja, le dijo Rose mientras estaban sentados en el club de alumnos, esperando a que ocurriera algo, cualquier cosa. Había querido unirse a alguna orden, donde fuera, le dijo, y consagrar su vida entera al Señor. Sí, ella tenía fe. ¿Qué había de raro en eso?

Él se encogió de hombros. Nada, suponía, y dejó que siguiera hablando mientras él observaba a Gaskell y a Carmen Alexander, enzarzados en una de tantas discusiones. Por lo visto, ella se había tomado unos días de descanso en sus estudios para ir a visitar a un pariente en Inglaterra. A la vuelta parecía cambiada, como si hubiera llegado a alguna conclusión dolorosa. Tal vez que cualquier vínculo con Gaskell la hacía vulnerable, débil. Carne de cañón.

¿La estaba escuchando?, preguntó Rose. ¿Estaba prestando atención a lo que decía?

Madden asintió con la cabeza, como siempre, y bebió su té. El bar del club estaba medio vacío. Le molestaba que Gaskell siempre se sentara a solas con Carmen, que nunca le dejara unirse a ellos. Se daba por sobreentendido que estaban separados en sus respectivas unidades románticas, pero Madden tenía la impresión de que nunca prestaba del todo atención a nadie, fuera de Carmen y Gaskell. Un Gaskell ausente era para él un acertijo más interesante que una Rose presente. Con Gaskell había misterios, incógnitas. La atención de Gaskell, cuando se centraba en uno, era, como decía Carmen, demasiado cegadora, pero Madden todavía la necesitaba, a pesar de que desde hacía algún tiempo su intensidad se hubiera reducido a la mitad y estuviera apagándose. Era vagamente consciente de que su amigo (¿eso eran?) estaba perdiendo interés en él, y ello parecía acercarlo a Rose, entre cuyos pliegues maternales buscaba un bálsamo. Rose no era bonita ni echándole mucha imaginación, pero tampoco era fea, y su relación había florecido poco a poco, desde un afecto desganado a arrebatos ocasionales de besos con lengua que asqueaban a Madden. Ella parecía aficionada a explorar el interior de su boca como si su lengua fuera un alfiler con el que sacar el último caracol de su concha. Madden temía que le pelara la cara y el cráneo como si fuera la piel de un plátano carnoso y sorbiera luego su pulpa desnuda, tan excesivos se volvían a veces sus arrebatos caníbales. Aquellos ataques duraban diez, veinte minutos seguidos y se daban en los sitios más públicos. En la parada del autobús de Rose, frente al piso de los padres de Madden; en la puerta de la universidad o en la entrada del hospital; en la cola del puesto de pescado y patatas fritas o incluso allí, sentados en la cafetería del club de alumnos. Todo lo cual era un horror que Madden tenía que soportar y que soportaba por razones que nunca se había explicado a sí mismo a entera satisfacción. Al final, Rose estaba simplemente allí. Y en aquellos días lo estaba en exceso: una vez instalada, no había quien la moviera.

Y hablaba mucho. Madden no era muy hablador y le alegraba dejarse bañar por las palabras de Rose. No era estrictamente necesario escuchar todo lo que decía. Estaba tan poco acostumbrado a hablar. Era doloroso meditar acerca de los silencios interminables que soportaba en casa. La quietud forzosa de su infancia, los períodos inacabables de absoluta concentración que comportaba. Solo a su padre se le permitía hacer ruido. Su madre estaba allí para asentir, para avenirse y doblegarse. Su cara era una máscara que no dejaba traslucir nada, excepto sumisión y, de vez en cuando, miedo. Madden no recordaba un solo incidente que hubiera hecho aflorar algo a sus labios, salvo las inflexiones más fugaces, y aun estas, nunca supo qué significaban. ¿Ira? ¿Alegría? ¿Irritación? Y, al mismo tiempo, se oía a gritar a su padre:

– ¿Qué, mujer? Escúpelo de una puñetera vez, ¿por qué no lo dices, a ver? ¿O es que quieres que esa nenaza de tu hijo crezca pensando que su madre es muda?

– Tonto -dijo ella una vez.

– ¿Qué has dicho? -preguntó su padre.

Pero la máscara había vuelto a caer y ella sacudió la cabeza y se fue al fregadero y se puso a lavar y a secar platos con el fanatismo de un converso. Madden se quedó sentado, con un trozo de salchicha estofada en el tenedor, esperando el inevitable cataclismo. Pero éste no se produjo. La cara de su padre iba enrojeciendo mientras miraba la espalda de su madre. No dijo nada, sin embargo. Dobló el periódico delante de él, sobre la mesa, con mucha calma, se levantó, salió y cerró la puerta tras de sí con un chasquido apenas audible. Regresó después de la hora de cierre de los bares, cogió todos los platos del fregadero y los arrojó por la ventana mientras Madden y su madre miraban estúpidamente al suelo, en silencio. Cuando acabó, se quedó muy erguido, se estiró la camisa y la chaqueta y se sentó en su butaca.

– Ahora ya no soy tan tonto, ¿eh? -dijo-. No, no soy tan tonto, ¿eh? -Y le guiñó un ojo a Madden.

En aquella casa, el hablar era un ruido estridente. Un aluvión de platos rotos o un vaso dejado de golpe sobre la mesa. Pero con Rose era distinto. La violencia de su conversación no iba dirigida contra Madden, sino que buscaba su complicidad. Era una voz que lo trataba como a una «persona especial» y no estaba acostumbrado a eso. Para Gaskell hacía de público y de comparsa, pero solo cuando no había a mano otro mejor. Madden estaba excluido de sus otras amistades, sus caminos se cruzaban solo accidentalmente. Gaskell los mantenía separados y, aun así, hasta cierto punto en competencia. Al menos, así lo veía Madden.

Al otro lado del club de alumnos, Gaskell (traje verde en honor de Carmen) jugueteaba con el pelo de ella, y ella se apartaba con violencia y él insistía. Madden no dudaba de que Carmen se rendiría muy pronto otra vez, como parecía suceder siempre. Gaskell era una de esas personas con demasiado encanto y muy poca vergüenza: ello le permitía tomarse libertades vedadas a los simples mortales, como a Madden o incluso a Carmen. A Rose aquello le desagradaba, seguramente más por celos que por motivos de orden más noble. En las pocas ocasiones en las que se dignaron hablarse, las palabras de Rose fueron breves y cortantes, como si temiera que permitirse ser más expansiva equivaliera a dejarse embaucar por él, del mismo modo que parecían dejarse embaucar todos los demás. Madden no dudaba de que así era, pero no sabía si alegrarse de que Gaskell no mostrara interés alguno por ella. Había deseado vagamente que estuviera celoso, pero ello no parecía dar resultado. Así que allí estaban, sentados en la cafetería casi vacía del club, durante las vacaciones de Navidad, esperando a que escampara. Hacía tan mal día que, antes de sentir la necesidad imperiosa de apartarla, Madden dejó que Rose le cogiera la mano durante cinco minutos.

Gaskell le guiñó un ojo para invitarlo a acercarse. Rose, que lo vio, volvió a cogerle la mano.

– Quédate aquí, Madden -dijo-. Conmigo.

Madden se sorprendió de que imaginara siquiera que podía quedarse allí. Sabía que iba a ir. No estaba en su naturaleza ser grosero, aunque quizá sí lo estuviera en la de Gaskell. A veces le parecía que aquello era una falla de su carácter, una aberración que lo tenía a su merced. Muy arraigada, sin embargo.

– Tengo que ir -dijo, y se levantó y bordeó la mesa. Rose se encogió de hombros y luego abrió su bolso y empezó a retocarse el carmín mirándose en el espejo de un estuchito.

– Muy bien -le dijo-. Haz lo que quieras. Pero no esperes que esté aquí sentada toda la noche, solo te digo eso. Madden gruñó.

– Solo va a ser un minuto o dos -dijo.

– Tú verás.

Mientras se dirigía a la barra de la cafetería, notó por su postura que Carmen había bebido demasiado. Gaskell le hablaba al oído y señalaba a Madden con el dedo. De pronto, Carmen se rió a carcajadas y Gaskell se encogió de hombros.

– ¿A qué debemos el honor? -preguntó Carmen cuando Madden llegó hasta ellos. Su voz era pastosa y sus ojos opacos-. Creíamos que no te agradaba nuestra compañía.

Madden estaba perplejo y tartamudeó una respuesta.

– Aquí el tarado es un observador de hombres -dijo Gaskell con frialdad-. Y de mujeres también. ¿Verdad, Hugh?

Carmen soltó una risa nasal y se llevó el vaso a los labios. Madden nunca la había visto borracha. En realidad, rara vez la había visto probar el alcohol. No le pareció que le sentara bien.

– Sí -dijo ella-. Tengo entendido que te gusta espiar a la gente. Que te gusta inventar historias sobre los demás.

Madden negó con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras precisas. Estaba mortalmente avergonzado.

– Eso es, cariño. Se inventa historias, se inventa a la gente. No es muy agradable, ¿eh?

Ella sacudió la cabeza mientras miraba con ojos vidriosos al camarero que sacaba brillo a los vasos detrás de la barra.

– No -dijo-, no lo es.

– Puede que haya inventando alguna historia bonita sobre nosotros -dijo Gaskell, que seguía mirando a Madden fijamente.

– Si me has dicho que venga para humillarme, entonces… será mejor que me vaya -dijo Madden.

Gaskell no le hizo caso.

– Puede, Carmen querida, que hasta haya inventado una historia sobre ti.

Esta vez, ella fijó su atención en Gaskell, abrió la boca ligeramente y algo pasó entre ellos.

– Puede -continuó Gaskell- que el señor Madden te haya observado y conozca tus secretos. Puede que sepa todo sobre nosotros. Es posible ¿verdad, cariño? Puede que haya inventado un cuento acerca de tu viaje. Pero, ¿qué podría saber él sobre lo que has hecho allí? Nada, ¿eh, amor mío? Porque tendría que haberse enterado por alguien… Cotilleos, habladurías. Pero nadie cuenta nunca chismes sobre ti, ¿verdad, Carmen? No, claro que no. Y quiera Dios que nadie cuente nunca chismes sobre mí. Eso no estaría nada bien. Nada bien.

Carmen no dijo nada. Se levantó, cogió su vaso y vertió el contenido sobre el regazo del traje verde de Gaskell.

– Diré lo que me dé la gana a quien me dé la gana -dijo entre dientes-. Y eso te incluye a ti. ¿Por qué no iba a hacerlo? Como si a ti te importara…

Él hizo una mueca de desagrado mientras el hielo del vaso goteaba sobre él.

– Gracias, cariño, muchísimas gracias -dijo mientras se despegaba de la piel la tela mojada.

– Eres un mierda, ¿verdad? En realidad eres un mierda.

– Por supuesto, querida. Lo que tú digas, querida. Soy un mierda, ¿a que sí, Madden? Soy un mierda de grado superior. ¡Una cagada, incluso! -Se echó a reír.

Carmen se volvió hacia Madden. El retrocedió ligeramente.

– Mejor será que te vayas, Hugh. Creo que no quiero tener que mirarte.

Madden no necesitó que se lo dijera dos veces.

– ¿De qué iba todo eso? -le preguntó Rose cuando volvió a su mesa.

– Ni idea -dijo él-. Ni la menor idea. Rose se encogió de hombros y siguió retocándose el rímel. -Creo que deberíamos irnos a otra parte -dijo Madden.

– ¿Adónde?

– No sé -dijo él a la vez que se abotonaba la chaqueta-. A otra… parte.

Al salir del edificio se encontraron con Dizzy y Hector, que entraban. Hector saludó a Madden inclinando la cabeza con evidente desagrado, pero Dizzy le hizo pararse.

– Os vais donde haya un poco más de marcha, ¿eh? No me extraña. La muerte ronda hoy por aquí como un pájaro bobo. Y esta jodida lluvia que no para tampoco ayuda.

Su apariencia de modelo de catálogo se había desinflado un tanto. Parecía haber estado bebiendo. Sus ojos eran como los de Carmen, vidriosos y opacos. Tenía también en el lado derecho de la barbilla un moratón purpúreo y una hinchazón leve. Madden se encogió de hombros sin saber qué decir. Nunca (le parecía) tendría facilidad para charlar de cosas sin importancia.

– Oye -dijo Dizzy-, ¿qué te parece si intercambiamos esos apuntes, como quedamos? He perdido un montón de clases de Anatomía. Tengo que ponerme al día. Y ésa es tu especialidad, ¿no?

Rose contuvo la risa con un bufido, pero no dijo nada. Hector se paseaba por allí arrastrando los pies, visiblemente ansioso por entrar.

– Supongo que sí -dijo Madden, avergonzado por el cumplido-. A mí a lo mejor también me vendrían bien tus apuntes. Parece que nunca cojo todo lo que dicen. Mi boli no está muy por la labor. Es muy lento.

Rose volvió a resoplar y esta vez Hector también sonrió. Madden no hizo caso.

– Bueno, entonces quedamos en eso. Toma… -Dizzy comenzó a revolver entre los papeles que llevaba en un maletín de piel agrietada, hasta que encontró los que buscaba y se los dio a Madden.

– Yo no llevo los míos encima ahora mismo -dijo Madden-. ¿Te los puedo dar en otro momento?

Dizzy no parecía oírlo: de abajo, de la cafetería, llegaba el sonido de una risa conocida. Gaskell.

– De acuerdo -dijo tras una pausa-. Por mí bien. Cuando puedas me los traes.

Miró a Hector y éste sacudió la cabeza.

– ¿No deberíamos ir a otra parte? -preguntó a Dizzy. Pero era demasiado tarde. Dizzy estaba bajando ya los escalones de piedra que llevaban al club.

– Eh, adiós, entonces -dijo Madden cuando Hector pasó a su lado.

– Sí, adiós -respondió el otro, y se apresuró tras su amigo-. Perdonad…

Madden sintió que Rose lo cogía de la mano.

– Bueno -dijo ella-, ¿adónde vas a llevarme ahora? Todavía es temprano.

A Madden le apetecía otra copa y la llevó fuera sin pararse a contestar a su pregunta. Rose se desasió de su abrazo contra la pared en la que estaban apoyados. Por fin habían decidido ir a un bar (pagaba ella, como de costumbre). Al salir del Doublet, Rose lo había abrazado lujuriosamente, clavándolo contra la pared con la fuerza superior de su tronco. Luego lo atacó con la lengua y él, que no tenía fuerzas para escapar, aguantó.

Madden no sabía qué hacer respecto al sexo con Rose. Sabía que era inevitable que tuvieran que practicarlo, pero no deseaba una repetición de su encuentro con Kathleen. Hasta el momento se había ahorrado la molestia, de manera muy conveniente para él, gracias a que no tenían ningún sitio íntimo adonde ir. Rose había intentado arrastrarlo al parque tras salir del club, pero él se había resistido.

– Ahí dentro hace frío y está todo húmedo, sería horrible -había dicho. Aquella perspectiva le daba escalofríos.

– Pero esto está caliente y húmedo -había contestado Rose mientras metía la mano desganada de Madden entre sus piernas-. ¿No te gustaría?

– Me dijiste que eras católica -dijo él con su voz más jocosa.

– Síiii. Lo soooy. Pero quiero hacerlo. Todavía no lo hemos hecho y no quiero casarme con alguien con quien no lo haya hecho.

– ¿Crees que vamos a casarnos?

– No sé. Solo sé que no quiero descartar nada. Si fuéramos a casarnos, tendría que hacerlo contigo para asegurarme de que está bien.

– No sé qué quieres decir con eso. Si no crees que estoy bien, ¿por qué sigues saliendo conmigo?

– ¡Solo quiero que ocurra algo!

Madden se irguió y se ajustó las gafas. Estaba oscureciendo.

– ¿Como… hacerlo… encima de la hierba mojada?

– No -contestó ella-. ¡Podemos sentarnos en un banco, joder, o algo así!

Él se encorvó, las manos en los bolsillos.

– También estaría mojado. Estarán todos los bancos mojados.

– Bueno, si prefieres hacerlo con Owen…

Madden se sintió dolido, como si lo hubiera abofeteado.

– Apuesto a que lo preferirías, ¿eh? Tú y tu inglesito al lado. -Había en su voz un desdén burlón que Madden encontraba hiriente y que estaba acostumbrado a oír dirigido a otros, no a sí mismo.

– Te gustan los chicos, ¿verdad, Madden? -dijo ella-. Y Owen es tu favorito, tu favodito favodito.

Su imitación del habla de un bebé resultaba horrible.

– Cállate -dijo él-. No me gusta que hagas eso.

– Pues vamos a hacer algo… lo que sea. No hace falta que lo hagamos. Pero vamos a hacer algo. ¡Ni siquiera me has presentado a tus padres todavía!

Rose se tambaleaba un poco mientras hablaba, tenías las mejillas enrojecidas y su pelo se balanceaba, oscuro y mojado por la llovizna.

Madden movió la cabeza de un lado a otro.

– No te gustaría conocerlos, créeme.

– ¿Por qué no? ¿Son caníbales? -Ella se apartó el pelo de la frente y, por un instante, en la penumbra, estuvo muy guapa. Los padres de Madden eran sin duda muchas cosas, ninguna de ellas agradable, pero no eran caníbales. No comparados con Rose, en cualquier caso-. ¿Van a comerme viva? -prosiguió ella, y le clavó uno de sus deditos de niña.

– No, no van a comerte -dijo él.

– ¿Por qué no? ¿Por qué no iban a engullirme? ¡Ñam, ñam, ñam!

– Vale ya, por favor -dijo él, apartando su dedo punzante.

– ¿Por qué no se me zampan entera, como a Licken el pollito [9], Hugh?

Pinchaba y pinchaba.

– Te he dicho que pares. Para ya.

– Licken el pollito, la gallinita Penny y el pavo Lurkey. ¿Por qué no se me comen todos?

Pinchaba y pinchaba y pinchaba.

– ¡Porque eres demasiado gorda! -le espetó él.

Rose le dio un guantazo tan fuerte que le saltó las gafas.

Cuando la disculpa de Madden hubo sido aceptada y aún le escocía la cara, fueron a ver una película, o un flick, como se empeñaba en decir Rose. Aquel americanismo irritaba profundamente a Madden, pero, dadas las circunstancias, decidió que guardar ambos silencio en un cine a oscuras sería un modo ideal de poner fin a su tarde juntos. Rose seguía enfadada, pero Madden se negó en redondo a llevarla a casa de sus padres, cosa que a ella no le hizo mucha gracia: estaba convencida de que se avergonzaba de ella, de que no quería que sus padres la conocieran. ¿Por qué? ¿Por su peso? ¿Porque era enfermera? ¿Porque no era lo bastante buena para el niño de sus ojos? Madden negaba cada acusación, pero no explicaba sus motivos. Su peso no tenía nada de malo. Se lo había dicho ya, ¿por qué no lo creía?

Rose se puso taciturna.

– Es verdad -dijo-. Estoy muy gorda.

«Tonterías», contestó él. Nada de eso. A él le gustaba su cuerpo.

– Pero mis piernas son bonitas, ¿verdad, Madden?

– Tus piernas están bien -dijo él-. No son ni gordas, ni delgadas. Están bien.

Ella pareció animarse al oír aquello y luego se quejó de un dolor en el pecho.

– ¿Qué podrá ser? -preguntó.

– Nada. No será nada. Es solamente un dolor. La gente tiene dolores todo el tiempo. No significan nada. Solo son dolores.

Arrastraba los pies por la calle. Tenía tan pocas ganas de ir al cine como ella. Pero, naturalmente, no diría nada. Si lo hacía, aumentarían las posibilidades de que ella le diera la lata para que practicaran algún repugnante acto carnal. O, peor aún, quizá insistiera en que la llevara a su casa. Su padre se pondría insoportable, si iban. Y su madre no sería de ninguna ayuda.

– No puede haber dolores así porque sí -dijo ella. El pelo que le colgaba por la cara le daba un aire desolado. Debía de estar desplomándose el cielo.

– Claro que sí. ¿Qué quieres ir a ver?

– ¿Cómo va a doler algo porque sí? Tiene que haber alguna razón. Eso es lo que significan estas cosas.

– ¿Cómo que es lo que significan?

– Las cosas duelen porque algo va mal por dentro. Duelen por un motivo. Si me duele el estómago, podría ser porque tengo una úlcera. O el intestino torcido. O porque me he dado un golpe o estoy esperando un niño.

– O porque has comido demasiado -dijo él, y añadió rápidamente-: Ponen una de vaqueros. ¡Bang, bang! ¡A por esas alimañas de los pieles rojas! ¿Te apetece?

Rose frunció el ceño.

– Me da igual. Mientras no dure mucho. Tengo hambre.

Madden suspiró y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta empapada. Algún día, decidió, tendría un paraguas. Ningún caballero que se respetara a sí mismo podía vivir en una ciudad como aquella sin poseer un utensilio tan necesario.

– Toma -dijo-, cómete un caramelo. -Le dio uno y la vio metérselo cuidadosamente en la boca. Ella empezó a chuparlo muy despacio, como si esperara que durara muchos días, pero enseguida se dio por vencida y se puso a masticarlo. Madden se sonrió.

No había cola para ver la película; salía un hombre del cine, aunque el pase anterior no había terminado aún: desde el vestíbulo sucio se oían los gritos y los disparos. Un antro infecto, el Río Locarno, pero era el único cine de por allí donde ponían algo medianamente decente. El local tenía un olor sofocante, una mezcla de humo rancio de pipa y cigarrillos, avivada por un tufo a sábanas sucias. Entraron y el tipo de la taquilla los detuvo.

– La película está al terminar -dijo-. ¿No queréis esperar al próximo pase? -Tenía la nariz hinchada y muy roja. Casi púrpura.

– Vamos a entrar a esperar -dijo Madden, apartándose el pelo de la cara-. Si no le importa. Estamos empapados. -Levantó los brazos para que le echara un vistazo, pero el hombre no le hacía caso, así que Madden le dio un par de monedas y esperó a que la máquina escupiera sus entradas.

– ¿Qué película es? -preguntó Rose. Fuera había un cartel, pero ninguno de los dos le había prestado atención, solo querían entrar al calor. Ella se retorció los puños de la blusa y estornudó-. ¿Lo ves? Seguro que eso significa un resfriado.

Madden se sopló las manos.

– Una de vaqueros -dijo el hombre de la taquilla-. Sale ese tío. Ya sabéis, ese.

– ¿Cuál? -preguntó Madden.

– Ése de la cara. Ya sabéis cuál.

– Ah, sí -dijo Rose-. ¿El de la cara? Lleva sombrero, ¿a que sí? Ya sé quién es.

El hombre le guiñó un ojo.

– Ése -dijo-. El que lleva sombrero. El de la cara. Es el de ahí dentro, el que sale en la película. Tres pistolas o qué sé yo. Cuatro pistolas. Un pestiño, la verdad. ¿Seguro que no queréis esperar a la sesión siguiente?

– Gracias, cerraremos los ojos hasta que acabe -dijo Madden.

– Él muere al final. El del sombrero. Eso es lo mejor, me parece a mí. Menudo idiota. Le cortan la cabellera.

– ¿Al de la cara? -dijo Madden, irritado-. Seguro que no. Bueno, mejor entramos. No queremos perdernos el principio. Ahora que sabemos el final.

Rose lo cogió de la mano y él no protestó. Luego enfilaron el pasillo rojo, mil quemaduras de cigarrillos en la moqueta. Parecía un mapa de la Vía Láctea. Pasaron por la cortina roja que daba a la sala de proyección. Una acomodadora con la cara chupada y demacrada rasgó sus entradas y les dio los resguardos, y fueron a sentarse en la parte de atrás, junto al pasillo, para que Madden pudiera estirar una pierna.

Delante de ellos, las butacas estaban jalonadas por espectadores solitarios. Aquí y allá, cuando se iluminaba la pantalla, se veía al trasluz la silueta de alguna pareja y, de cuando en cuando, alguien se levantaba para cambiarse de asiento o dejar pasar a otro. El de la cara y el sombrero disparaba sin parar a unos indios que no parecían indios y que caían de los tejados y morían o se hincaban de rodillas con las hachas en alto. El de la cara estaba herido de muerte, por lo visto, pero seguía luchando. Madden sintió curiosidad. Era extraño que un hombre con una cara como un huevo duro tuviera una muerte tan penosa. Parecía cada vez más que el principio valía la pena.


  1. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Rodion Romanovich Raskolnikov, protagonista de la novela Crimen y castigo, de F. Dostoievski. (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Personaje literario creado por Frank Richards (seudónimo de Charles Hamilton) Para el semanario infantil The Magnet, publicado entre 1908 y 1940. (N. de la T.)

  3. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Personaje de una fábula popular que cuenta la historia de un pollito que cree que el cielo se está desplomando. Otros personajes del cuento son la gallinita Penny y el pavo Lurkey. (N. de la T.)