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Madden se irguió sobre el cadáver decapitado de un tal Eugenio Bustamante, el último diseño de la Fastgo, allá en el East End. Una casa que comercializaba láminas de vidrio. Cortadas, laminadas, biseladas y también (que Madden supiera) a prueba de balas. Se retorcía las manos y se frotaba la parte de abajo de las palmas. Poco a poco la vida iba volviendo a ellas, si bien temporalmente. Suerte que tenía al señor Bustamante.
A Eugenio.
Un nombre español, ¿no? ¿O portugués? Él no lo parecía. Era tan blanco como cualquier escocés que Madden hubiera visto. Y con pecas, para colmo. Por lo que podía ver por entre la boca parcialmente abierta del tipo, también tenía los dientes verdes. Eso zanjaba la cuestión. Su madre (o quizá su padre) era española o portuguesa, se había casado con un escocés (o escocesa), había buscado con él (o ella) una vida mejor, se había establecido allí y recibido la bendición de un hijo (quizá fuera hijo único, como él mismo): el desventurado Eugenio. Nacido allí, en la amada tierra de los dientes verdes. Madden sintió pena por él, tristeza por su pasado fabulado.
El pobre Eugenio se había ido a pique, había puesto sus cartas sobre la mesa y abandonado la partida. Y era muy joven, solo treinta y seis años. Con todo, no podía decirse que estuviera exactamente decapitado: la mitad de la cabeza colgaba de un trozo nervudo de carne y ternilla, aunque la columna vertebral propiamente dicha hubiera sido seccionada limpiamente. La mitad inferior de su cara reposaba sobre una bandeja de acero inoxidable, junto a la tetera eléctrica y las tazas de té. En Caldwell & Caldwell, la cafetera exprés estaba en la planta de arriba, en la sala de recepción, para que los visitantes pudieran echarle un vistazo, aunque Joe hijo insistía en que el personal usara la más barata, que había colocada sobre una placa caliente, y el café bueno quedara reservado a los clientes. Madden no recordaba ya si el padre de Joe era tan tacaño, pero creía que no. No. El viejo Joe no era así. Había un dicho que siempre sacaba a relucir, algo sobre los globos oculares. ¿Cómo era?
– Supongo que a usted no le sonará, ¿verdad? -se dirigió a la mitad de la cabeza de Eugenio Bustamante. Su pelo era muy fino y castaño rojizo, como (pensó sin venir a cuento) una peluca rusa-. Eso me parecía.
Madden entrelazó los dedos y con una torsión de virtuoso estiró los brazos por delante, las palmas hacia fuera, e hizo crujir los nudillos. Repiquetearía una fuga o un rápido preludio sobre aquel tal Bustamante en cuanto volviera a sentir las manos. Se preguntaba si quizá esos guantes sin dedos que llevaban los ciclistas le servirían. Era la presión en el nervio cubital lo que le causaba todos aquellos dolores. Necesitaba un café, uno decente, no el aguachirle de allá abajo. Ese día desafinaba de lo lindo, por culpa de ese cerdo egoísta de Kincaid. Sin olvidar la llegada inminente de la señora Kincaid, aunque, naturalmente, era Madden quien la esperaba a ella, porque de ella no podía decirse que estuviera en estado de buena esperanza. Hacer de comadrona a una octogenaria era lo que le faltaba.
– Ah, pero no tenéis que preocuparos, mis bellos durmientes -dijo, y se apartó del cuerpo para observar los otros dos cadáveres, ya amortajados, que había a los lados: Kincaid y una mujer de aspecto sereno, a la que se había llevado inesperadamente la diabetes en plena noche. Aunque «durmientes» era la palabra menos indicada: implicaba que un despertar (ya que no inevitable, sí probable) tendría lugar en un punto indeterminado del porvenir. Ni en broma. Aquellos pobres diablos estaban muertos. El tal Eugenio Bustamante no volvería a levantarse, de eso no había duda. Nunca jamás. Ni aunque uno arañara con las uñas una pizarra, ni aunque vertiera agua hirviendo dentro de su oído. Sin embargo, tenía pinta de haber sido un tipo de cuidado. Impredecible, quizá. Un vividor. Miraba a Madden con ojos separados al menos por metro y medio de distancia. Madden reparó en que tenía las cejas muy negras. Podría haber sido lo que Madden había oído llamar a Joe hijo un «unicejo», si no fuera porque entre sus ojos mediaba una tetera azul clara: la mitad de su cabeza estaba en una bandeja Tupperware, junto a la tetera, y el resto en una repisa, al otro lado de la máquina.
La tetera resultaba muy útil desde hacía cosa de tres años. En efecto, la vida allá en las entrañas de la funeraria habría sido el doble (no, el triple) de triste de no ser por sus modestos servicios. Aunque solo tuvieran café soluble, con algo había que prepararlo. Pequeños favores como aquel eran los que hacían el día más llevadero.
Globos oculares.
Eso era: «Hay gente en el mundo capaz de sacarte los ojos y volver luego a por las cuencas». Una de las opiniones más meditadas de Joe Caldwell padre, recordaba Madden. Una visión cínica de la naturaleza humana que, sin embargo, no implicaba un desdén incontrolado. Había toda clase de gente en el mundo. Algunos sacaban ojos y otro volvían también a por las cuencas. No menos que el propio Joe, que no hacía ascos a algún acto ocasional de sadismo cuando trabajaba con un cadáver. Como si la muerte no fuera ya suficiente ultraje. Era un embalsamador competente; ni ostentoso, ni de talento exagerado, pero sí capaz, probablemente en virtud del ritmo mortecino con que sacaba adelante su trabajo. Madden había tardado largo tiempo en comprender que no debía subestimar a aquel viejo puñetero y que el simple hecho de que se moviera con la prisa de un pollo descongelado no era razón para pensar que fuera tardo. No era estúpido ni fatuo, que era más de lo que podía decirse de su hijo.
Madden desenrolló sus guantes de goma y los echó al fregadero. En teoría debían tener guantes desechables (Madden los había pedido expresamente en más de una ocasión; hasta Catherine la Ayudante Fantasma los había pedido), pero Joe hijo había decretado desde las alturas que podían hervir los que tenían y volver a usarlos. Aquello fue el golpe de gracia. Hasta Catherine se quedó de una pieza.
«¿Hervir los guantes de goma? ¿Estás de broma?», dijo con su gañido nasal. Madden apretó los dientes y, como no quería darle la excusa que sin duda buscaba para descargar su bilis, se calló. «¿Quién coño hierve guantes de goma? ¿Eh? Díselo, Madden. Dile a ese maricón que ni de coña. ¡Ni de coña!»
Él rehusó y salió de la habitación. Catherine corría el riesgo de que le atravesara la oreja con una pinza hemostática, posibilidad peligrosa que rondaba cerca de la superficie de sus pensamientos.
De todas formas, él ya estaba curado de espanto. El negocio sufría hemorragia de clientes y había poco que él pudiera hacer al respecto, como no fuera seguir adelante y confiar en morirse en cualquier parte menos en el trabajo. Ya estaba bastante harto antes de que Catherine la Inútil se dignara machacarlo. Decidió tomarse un descanso y subió a sentarse a la luz de la sala de recepción.
Antes de subir, sacó la petaca de su maletín negro de médico y echó un chorrito en la taza recuerdo de Glasgow 800 [10], removió su contenido y aspiró el vapor antes de tomar un trago. Luego echó una sábana sobre el cuerpo de Eugenio, cogió la bandeja con la otra mitad de su cara y la puso en un recipiente Tupperware. Ya llevaba puesta la etiqueta con su nombre. No era muy probable que llegara a confundirse con la cabeza de otro, pero de todas formas la cambió de sitio porque tenía en un recipiente idéntico a aquel un trozo de pastel de Madeira del que pensaba comerse una porción con el café. Satisfecho, subió las escaleras hasta la planta baja en lugar de coger el ascensor. Cuando se llegaba a su edad, convenía mantenerse lo más activo posible.
Joe hijo volvió, el ardor de su flequillo tintinesco apagado ligeramente a aquella hora de la tarde, con la temperatura de la sala de recepción por las nubes. Madden estaba sentado en unos de los sillones de cuero, con las manos juntas sobre el pecho y un paño húmedo sobre los ojos. La radio estaba puesta con el volumen muy alto para que pudiera oírla desde la entrada, pero aun así debía de haberse dormido. Se removió, se sentó derecho, miró a su alrededor de un modo vagamente alucinado. Había vuelto a soñar con cupones de racionamiento, con una repentina abundancia de carne enlatada, con latas de cerdo Spam y cecina de ternera. La voz de la radio parloteaba extáticamente acerca del cuerpo descubierto en el lago Ardinning.
Escuchó los pormenores con vago interés, pero descubrió que no podía concentrarse por completo en la noticia. Puso Radio 2. Había descubierto que las cualidades sedantes de las voces de los locutores de Radio 2 eran incomparables, sobre todo la de aquel irlandés. ¿Cómo se llamaba? Al final daría con su nombre. Cuando se hubiera despertado.
– ¿Echando una siestecita durante las horas de trabajo? -dijo Joe hijo, inclinando la cabeza con evidente desprecio. Madden no le hizo caso-. Hace calor, ¿eh? -prosiguió Joe-. Ahí fuera es como para morirse. Compré las flores, pero ya están un poco pochas. Quizá deberíamos comprarlas falsas. El plástico es el futuro. ¡Nunca se marchita!
Se metió una mano bajo la camisa y se rascó el sobaco. El fresco del cuarto frío y la subida por las escaleras habían hecho romper a sudar a Madden hasta tal punto que había sentido cierta desazón. Se preguntaba si aquello significaba que todavía tenía sangre caliente en las venas: seguramente los que estaban a un paso de convertirse en viejos notaban más el frío. Siempre veía en la calle a viejecitas de pelo canoso con abrigos y rebecas, hiciera el tiempo que hiciera. Apartó rápidamente la vista mientras Joe se olisqueaba los dedos y se rascaba un picor fingido en la punta de la nariz. Aquel hombre era un olisqueadedos impenitente. Madden sufría por tener que convivir con aquel ejemplar de catástrofe sanitaria, así que, cuando estaba en compañía de Joe, mantenía permanentemente la cabeza de perfil, ladeada a las dos en punto. De ese modo no tenía que ver los horrores de la higiene de rasca y huele de Joe. Por desgracia, cuando el tiempo estaba como ese día, aquella postura lo dejaba en el ángulo perfecto para paladear el truculento pestazo de su sudor.
Madden salió a la entrada con Joe hijo pisándole los talones. Se puso a toquetear la antena de la radio. Seguía los chasquidos y saltos eléctricos de la geografía y la longitud de onda y ajustaba el volumen cuando encontraba algún locutor cuya voz no lo molestaba en exceso. Por fin se decidió por una emisora local con la vaga esperanza de que dijeran algo sobre Kincaid. Sabía que era improbable: tendría que mirar las esquelas del Herald. Allí podría haber algo. A Joe no le haría ninguna gracia, claro. En otro tiempo, a Madden le causaba un placer que apenas podía refrenar el sintonizar a los muecines que llamaban a los fieles a la oración durante el Ramadán, y ello no porque se hubiera convertido de repente, sino porque Joe hijo lo odiaba. Una mañana, al abrirle la puerta, Joe hijo se puso rojo como un tomate de rabia y fue incapaz de articular palabra, simplemente porque Madden lo saludó con un «salam aleikum».
Joe hijo le dijo que se metiera por el culo aquella cháchara de paquistaníes.
Aun así, no había nada que pudiera inducir a Madden a decir una mala palabra de su jefe. A él no lo pillarían chismorreando, ni siquiera con Catherine la Invisible, y eso que ella se pasaba todo el turno parloteando sin ton ni son.
«Yo soy así», andaba diciendo siempre. «Yo soy así. Le digo: "No voy a venir aquí todas las mañanas a meterles tubos por el culo a unos muertos si tú vas a hablarnos así", conque a mí que no me»…
Madden siempre se sorprendía defendiendo ante ella lo que hacía Joe hijo. Solo por callarle la boca, «loe hijo es un hombre razonable», decía. Sí, era un pelín tacaño, no era un lince para los negocios, no, pero tres de cada siete días era (casi siempre) bienintencionado y de fiar, gracias fueran dadas al Profeta, la paz sea con él. No como la pobre Catherine, que era ya por lo visto una ausente perpetua, Dios destruya su hogar. Durante un tiempo, a Madden se le había metido en la cabeza estudiar árabe en sus ratos libres, solo por tener una idea de lo que decían los muecines, pero al final no lo hizo. O estaba demasiado liado en el trabajo, o estaba atendiendo a Rose.
Ala akbar.
Madden miró con los ojos entornados por la ventana que daba a la calle, ansioso por ver a Maisie Kincaid (aunque dudaba que la reconociera) antes de que pusiera un pie en la funeraria. Sería menos perturbador verla primero: podía prepararse mentalmente, aunque tuviera solo unos segundos de margen; respirar hondo varias veces y demás. Pero allí fuera no había nadie, solo unos cuantos obreros junto a una hormigonera, al otro lado de la calle. Quizá hubieran conocido a aquel tal Eugenio Bustamante.
– No he podido dar con Catherine -dijo Joe mientras se mordía las uñas.
– No coge el teléfono, ¿verdad? -dijo Madden, familiarizado ya con aquella rutina.
Joe suspiró con fuerza.
– Solo salta el contestador. Creo que tendré que probar con su madre. No has tenido mucho lío por aquí, ¿no? Esto es un lujo, ya lo que creo que sí. ¿Tú has sabido algo de ella?
Era inútil discutir. Su incurable dinámica (empresario/ empleado contra jefe arribista/idiota) llevaba mucho tiempo criogenizada y estática. Madden conocía el papel de tonto que tenía asignado, su estatus de novato a pesar de sus muchos años en el negocio y Joe abordaba todas las cosas con la actitud indignada de un adolescente al que hubieran pillado sisando dinero de la cartera de su padre. Parecía creer necesario fintar a sus empleados siempre que era posible y reprocharles cosas que ni eran culpa suya ni podían remediarse. A veces, sencillamente, las cosas no salían bien. Su padre lo sabía. El comportamiento de Joe le habría hecho revolverse en la tumba, si no fuera porque había sido incinerado. Revolverse en su urna, entonces. De no ser porque sus cenizas habían sido esparcidas.
– No, no he hablado con ella.
– Ya. Bueno, entonces, supongo que tendré que hacerlo yo, ¿no? -Joe se llegó al mostrador de recepción y levantó el teléfono.
Madden roció las plantas con flor y quitó el polvo de las hojas de las demás, a pesar de que ya lo había hecho antes. Cuando levantó la vista, entraba una joven oriental y se apresuró a sujetarle la puerta. No era una mujer alta, llevaba grandes gafas de sol con los cristales tintados de rosa y tenía una expresión acongojada y artificial, aunque eso podía deberse a la aplicación excesiva y poco favorecedora de maquillaje occidental. Llevaba los labios muy pintados (Madden se estremeció al pensar en las manchas que dejaría en vasos y tazas) y sus pómulos estrechos parecían demasiado rosas para su piel oscura. Lanzó una mirada a Joe, pero él ya se había puesto a hablar por teléfono, presumiblemente con la madre de Catherine, y movía las manos con energía.
– ¿Puedo ayudarla? -preguntó Madden a la recién llegada. Hablar con la gente nunca había sido su fuerte. Se notaba demasiado que miraba por encima del hombro de la mujer, hacia la ventana. Ella empezó a hablar y luego miró hacia atrás para ver qué era lo que había llamado su atención. Madden se recompuso-. Disculpe -dijo-. Yo… Estábamos esperando a alguien. No quería ser grosero. -Ya nunca se sobrepondría a aquella costumbre: a esas alturas de su vida, no merecía la pena intentarlo siquiera. Se había pasado años luchando en vano por mantenerla a raya. Siempre miraba por encima del hombro de los demás o se le iba el santo al cielo cuando le hablaban. Su vida era una serie de encuentros en los que siempre asentía con la cabeza en el momento equivocado mientras miraba expectante por las ventanas.
La mujer se echó el pelo largo y negro por encima del hombro y se llevó una mano al pecho.
– Vengo a ver a una persona -dijo con fuerte acento-. Tengo que hacer unos arreglos.
Madden recuperó su compostura profesional.
– Entiendo -dijo-. ¿Puedo preguntarle qué clase de arreglos?
Ella lo miró como si fuera un cretino.
– ¿Cuáles cree usted? El arreglo final.
Madden se preguntó si le estaría proponiendo quizá que matara a alguien.
– ¿El último arreglo? Ah, sí. Claro. -Esperó a que ella se explicara, pero, obviamente, era la táctica equivocada. La mujer permanecía inexpresiva detrás de sus gafas. Inescrutable, incluso.
– ¿Qué clase de… arreglo… tenía pensado? -preguntó Madden con hartazgo apenas diluido. Empezaba a tener la sensación de que se habían embarcado ambos en una suerte de guerra fría librada en lenguaje cifrado.
Ella empezaba a enfadarse.
– Quiero hacer el arreglo final -contestó-. Para mi marido. Ha muerto. La familia dice que está aquí. Yo he tenido que enterarme por el que lo ejecutó.
– Ah -dijo Madden, más animado-. ¿El ejecutor testamentario de su marido? Entiendo. Claro, claro. -Le desilusionaba que tampoco fuera española. Por la razón que fuera, se había figurado que Eugenio tenía en casa una pequeña señorita <emphasis><strong>[11]</strong></emphasis> que hacía tortillas, una mujer de complexión esbelta apuntalada por unas posaderas de generosas proporciones. Aquella mujer parecía filipina o quizá tailandesa.
– A la familia de mi marido no le gusta -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. No quieren que venga al… cuando lo ponen bajo tierra…
– Al entierro -dijo él-. ¿No quieren que venga al entierro? Lamento mucho oírlo, pero no creo que, siendo usted su esposa, tengan derecho legal a impedirle que asista… -Intentó callarse. Podía meterse en un lío si Joe lo oía. Pero Joe seguía hablando por teléfono, sus ademanes más esperpénticos que nunca-. Disculpe, pero, si hace el favor de pasar a nuestra sala de recepción, podemos hablar más tranquilamente: aquí hay un poco de ruido. -Sonrió con el esfuerzo de siempre, extendió la mano en dirección a la sala y la condujo al sillón de cuero que había abandonado hacía un momento. Su indumentaria le pareció ligeramente inadecuada para el tiempo que hacía; sobre todo, la estola de visón. Supuso que era visón, aunque en realidad no tenía ni idea. Posiblemente no. Fuera cual fuese el desventurado animalillo que llevaba encima, tenía que dar un calor de muerte. Ella cruzó sus piernas enfundadas en una falda de satén rosa con estampado de leopardo y exhibió sus pies largos y finos. Eran sorprendentemente grandes, casi impúdicos en sus altos tacones de PVC. Llevaba sendos anillos de oro en dos de los dedos del pie derecho, el índice y el corazón. Se inclinó hacia delante en el sillón, sacó un cigarrillo largo y blanco de un paquete que llevaba en el bolso (un bolso pequeño de piel marrón parcheada) y lo encendió sin pedir permiso.
– Sí -dijo-, no quieren que vaya. Pero yo quiero ir. Era mi marido. Así que le pregunto al abogado qué hago y me dice venga y lo vea antes de los arreglos finales. -Dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló. Madden se sorprendió al ver que formaba un anillo de humo-. Quiero verlo -dijo-. Era mi marido. Su hija no me quiere. Ninguna de sus hijas me quiere.
Madden confiaba en que no se echara a llorar. Si lloraba, él… él… él…
Él nada. Se quedaría allí sentado y haría su trabajo. Extendió la mano ahuecada para que echara en ella la ceniza. Ella le sonrió con encanto.
– Gracias. Me llamo Tess -añadió-. Quiero verlo otra vez, ¿sabe? Darle un beso antes de que sus hijas me lo impidan. Habrá taaanta gente en el…
– ¿Entierro?
– Sí. Taanta gente. Mi marido tenía muchos amigos. Cuando vaya, no podré estar a solas con él. Así que quiero verlo ahora. ¿Puede ayudarme, señor…?
Él carraspeó.
– Señor Madden.
– Señor Madman [12], ¿puede ayudarme…?
– Madden -dijo él, irritado-. Señor Madden.
– Quiero ver a mi marido, señor Madden. ¿Puede ayudarme a verlo? Su hija me odia. Pero yo también odio a esa vieja zorra. -Dio otra larga calada mientras su pie derecho oscilaba arriba y abajo sobre el otro.
– Podemos ayudarla, sí. Desde luego. Pero su marido, Tess, no está en buen estado.
– Está muerto.
Madden asintió con la cabeza.
– Sí, bastante. Lo que quiero decir es que puede que verlo le cause una fuerte impresión. Mucha gente quiere ver a sus seres queridos después de su fallecimiento, sea cual sea su estado, y a menudo la experiencia les resulta perturbadora. Y su marido, en particular, no es muy agradable de ver.
– Noooo -dijo Tess-. Era muuuy guapo. Era muuuy bueno.
– Correcto, Tess. Era muy guapo, antes. Pero ahora no.
Madden vio que una lágrima empezaba a brotar por debajo de una de sus lentillas tintadas y aspiró silenciosamente por la nariz. Ella dio otra calada al cigarrillo.
– Sus hijas no me dejarán… -Empezó a sollozar.
– Muy bien, Tess -dijo Madden-. Si desea verlo, debe verlo. -Ella volvió a sonreírle. Una sonrisa preciosa. Tan llena de dientes.
Ella sacudió la ceniza en el hueco de su mano.
– Gracias -dijo-. Usted también es muy bueno.
– Nada de eso -dijo él mientras abría la cortina para ver qué hacía Joe. Seguía al teléfono y había adoptado un tono suplicante tan horrendo que a Madden se le pusieron de punta los pelos de la nuca. Se volvió hacia Tess. Se le pasó por la cabeza que tenía una tez más bien peninsular, con la oscuridad del subcontinente indio al alcance de la mano, una forma de cara más bien tailandesa. Pero no era un experto. Podía haber sido coreana, por lo que él sabía. Estaba seguro, no obstante, de que tenía un nombre que no se deslizaba por la lengua de un occidental con tanta facilidad como «Tess». Pero eso daba igual. No era asunto suyo cómo quisiera llamarse-. Si me acompaña, bajaremos al cuarto frío. Pero… -se volvió y la miró con el ceño fruncido- la advierto de nuevo que puede que esto la impresione.
Tess asintió con la cabeza, pero no dio muestras de desaliento. Él la condujo abajo por las escaleras. Los peldaños estaban adecuadamente enmoquetados y el papel pintado tenía un motivo abstracto y tranquilizador, pensado para aquellas raras ocasiones. El ascensor era un poco (¿cómo decirlo? ¿Industrial? ¿Mecánico?) inhumano para los clientes. Bajaron por las escaleras. Madden la hizo pasar al depósito antes que él. Ella miró a su alrededor y asintió con la cabeza, como si aprobara el modo en que estaba dispuesta la sala.
– Si viene por aquí… -dijo Madden, adelantándose. Se acercó a los cuerpos del rincón. Tess respiró hondo audiblemente y esperó. Madden retiró la sábana. Tess contrajo la cara, asqueada.
– Ya le he dicho que su marido no era muy agradable de ver -dijo Madden-. Se lo advertí.
La esposa de Kincaid asintió con la cabeza, perpleja y pálida a pesar del colorete.
– ¿Qué es esto? Sé que no está tan guapo como antes -dijo-. Pero éste no es mi marido.
– Ah -dijo Madden, atónito. Le había enseñado el cadáver de Eugenio Bustamante.
Había dado por supuesto que estaba casada con el más joven. Qué idiota.
Tess estaba visiblemente impresionada, tenía las manos cruzadas sobre el pecho y la boca abierta.
– ¿Es que quiere que yo también me muera? -gritó, apartando la vista del cadáver-. ¿Quiere que me caiga redonda al suelo? ¡Voy a decírselo a su jefe! ¡Voy a hablar con la ley!
– Le pido disculpas -dijo Madden, y se apresuró a tapar el cuerpo con la sábana de hilo-. Ha sido un malentendido, eso es todo. -Le temblaban las manos: las flexionó varias veces. ¿Había muerto Maisie, entonces? ¿Se había divorciado de Kincaid? ¿Se había cansado de convivir con los sucios secretillos de su marido? Madden tenía la boca seca: necesitaba una copa.
– Por favor, cálmese, señora Kincaid -dijo, sin muchas esperanzas.
– ¡Me calmaré cuando me enseñe a mi marido! ¡No esta… esta cosa!
Madden se rehízo, se acercó a la camilla contigua y puso la mano sobre la sábana que la cubría. Notaba que a ella también le temblaban las manos. Tomó aire.
– Como le decía, le pido disculpas. Por favor, no se altere. Su marido es éste de aquí, señora Kincaid.
Apartó la sábana del rostro de Kincaid y dejó que ella mirara. Parecía sinceramente afectada. Qué extraño. Quizá lo hubiera querido de verdad.
– Parece tan en paz… -dijo-, como si solo estuviera durmiendo.
– En efecto, señora Kincaid. Ahora duerme eternamente. Su marido se ha ganado merecidamente el eterno descanso que nos aguarda a todos.
– ¿Vuelvo a verlo cuando lo maquillen? Esa zorra de su hija no me deja venir al arreglo final.
– Al entierro -puntualizó él.
Ella asintió con la cabeza, irritada, y dijo:
– Sí, ya lo sé. El entierro. Esa zorra de su hija no me deja venir.
Madden aceptó que volviera.
– Bien -dijo ella-. Entonces, vuelvo pronto. Dos días o hablo con la ley. -Madden estuvo a punto de protestar, pero ella iba ya camino de la planta de arriba. Cuando estaba en medio de la escalera, se volvió y dijo-: Que quede bien, señor Madman. Póngalo guapo. No para esa zorra de su hija. Para mí.
Luego se marchó.
– Madden -dijo él sin dirigirse a nadie en particular-. Me llamo Madden.
Fijó su atención en la cabeza de Eugenio Bustamante, que había quedado parcialmente destapada. Un muerto. La cabeza cortada en dos. Una mitad dentro de un recipiente Tupperware. Todo como de costumbre. Seguir adelante.
Un simple malentendido, solo eso. Supuso que Maisie habría dejado a Kincaid hacía mucho tiempo, o tal vez hubiera muerto, claro. En todo caso, Madden no lograba imaginar que Kincaid se hubiera sentido solo alguna vez. No lo bastante como para volver a casarse, a su edad. Dedujo, por la juventud de su nueva esposa, que su boda había sido un acontecimiento reciente. ¿Por qué se había casado, pues? Tenía a sus hijas, a sus muchos amigos y colegas. Tenía la Logia. Y además estaba en situación desahogada. Aquella casona en… ¿dónde era? ¿En Bearsden o en Milngavie? Debía de valer una fortuna. Madden supuso que la heredarían las hijas, junto con todo lo demás. O quizá Tess (cuyo nombre real no era ese, sin duda) hubiera puesto allí sus zarpas. Sí. Sería por eso por lo que la despreciaban las hijas. Pues que le fuera bien. Las hijas de Kincaid también debían de ser ya mayores. ¿Qué era lo que acostumbraba a decir él? Algo sobre la juventud, la belleza de la juventud. ¿O ése era Gaskell?
Apartó la sábana de la cara de Kincaid y la miró. Esperaba algo, no sabía qué exactamente, quizá aquella vieja mirada de desdén, la frente fruncida con aire de censura. Notó humedad alrededor de los ojos. ¿El cuerpo estaba llorando? No. Se sorprendió al descubrir que aquel líquido había caído desde sus ojos sobre la cara del buen doctor. Se lo secó bajo las gafas y le extrañó que las yemas de sus dedos estuvieran tan mojadas. Respiró hondo y se rió de sí mismo.
– Dígame -dijo-, ¿qué tal se está ahí?
¿Dónde?, decía Kincaid. Sus labios se movían, pero sus ojos permanecían firmemente cerrados.
– Ya sabe, al otro lado. En la muerte.
No hay ningún otro lado, muchacho. Ya lo sabe.
– Tiene que haberlo. -Madden rió-. Me está usted hablando desde allí.
Se equivoca, señor Madden. Nadie le está hablando desde ninguna parte. Está usted hablando consigo mismo. Mala señal, esa.
– Entonces, ¿qué me aconseja, doctor? No sé a qué enfermedad atribuir estos síntomas en concreto. -Madden se reía para sus adentros con los brazos cruzados sobre el pecho. Aquello era muy gracioso.
Le aconsejo que se sirva un trago y se dé el día libre. Y deje de hablar con los muertos. Son unos conversadores pésimos.
Madden suspiró y volvió a enjugarse los ojos.
– ¿Peores que los testigos de Jehová? -dijo, casi retorciéndose de risa. Los labios del doctor volvieron a moverse.
Mucho peores. Verá, no tienen sentido del humor. Y eso es fatal para la conversación.
Madden soltó un bufido.
– Fatal -repitió-. Qué risa -dijo-. Qué risa, de verdad.
– ¿Qué es lo que te da risa? -preguntó Joe hijo, que miraba a Madden con preocupación-. ¿Con quién estás hablando?
Maisie Kincaid había muerto de peritonitis, le dijo Joe, ceñudo y malhumorado, mientras hojeaba un folleto sobre plantas artificiales. Hacía tres años, dijo. Tres años. Madden no tenía derecho a enseñar un cadáver a nadie. Excepto cuando hubiera circunstancias atenuantes, puntualizó Madden. No, le dijo Joe, ni bajo circunstancias atenuantes, en ninguna circunstancia… a no ser que él diera su permiso. ¿No era aquella una de esas ocasiones?, preguntó Madden. La mujer era la esposa, a fin de cuentas. Aunque no fuera la que él esperaba. En eso llevaba razón, dijo Joe. No solo no era la mujer correcta, sino que el cuerpo tampoco era el correcto.
– Felicidades -le dijo Joe-. Bien hecho. Ahí has estado sembrado, Hugh. No, en serio, dos a cero a tu favor. -Se quedó meneando la cabeza mientras miraba las flores. Madden removía su café. Estaban los dos tomando café del bueno, para variar. Madden supuso que se trataba de una ocasión especial o algo parecido. Miraba por la ventana y asentía con la cabeza. La radio interfería en su concentración. Maisie Kincaid había muerto de peritonitis, dijo en voz baja.
– ¿Qué? -preguntó Joe. ¿Qué había dicho?
– Nada -dijo Madden. «No», dijo Joe hijo. «Nada, no.» Había dicho algo. ¿El qué? Que Maisie Kincaid había muerto de peritonitis, repitió Madden, y cerró los ojos y se frotó los lagrimales con el pulgar y el índice de la mano izquierda, por debajo de las gafas. Los hombres del otro lado de la calle estaban acabando la jornada; en la boca de la hormigonera, el cemento se había quedado seco y duro. No había muchos días como aquel en la vida. No. Había carestía de días como aquel. ¿Le estaba escuchando?, preguntaba Joe hijo. ¿Estaba prestando atención? Madden sopesó la pregunta durante segundos interminables y luego bebió un sorbo de café. Se había puesto un chorro de whisky en él a la vista de todo el mundo, sin importarle si Joe lo notaba o no.
– Media hora me ha tenido al teléfono la madre de Catherine -decía Joe-. Media hora de reloj y, en cuanto me descuido, le enseñas a una desconocida las delicias de la charcutería. Hay que joderse.
Madden hizo una mueca al oírlo, pero no dijo nada.
– Sí, más te vale disfrutar de esa copa. A ver, ¿dónde está la botella? A mí tampoco me vendría mal una.
Madden metió la mano en el bolsillo de la bata blanca y le dio la petaca de peltre. Joe desenroscó el tapón y bebió un trago.
– Habrá sido muy doloroso -dijo Madden melancólicamente-. Y feo. ¿Sabes lo que pasa cuando uno se muere de peritonitis?
Seguía mirando por la ventana, contemplaba las nubes que empezaban a formarse en la tarde todavía reciente. Quizá lloviera al día siguiente y la tierra se rindiera al cielo y se acercara a él, estirando sus largos brazos verdes hacia lo alto, y el mundo fuera otra vez joven. Notaba vagamente que Joe hijo lo miraba, pero le traía sin cuidado.
– No, quizá convenga que no me lo cuentes, ¿eh? Ya te digo, me estás provocando una úlcera perforada…
Madden le sonrió.
– Joe -dijo-, si te estoy provocando algo, será una úlcera. De la perforación tendrás que ocuparte tú solito.
Joe hijo sacudió la cabeza.
– Sí, ya, lo que tú digas -dijo-. Peritonitis, úlcera péptica. ¡El lote completo me estás dando!
Madden se levantó y fue a llenarse la taza a la cafetera exprés. El burbujeo de la máquina era un bálsamo para él. La radio parloteaba con indiferencia, las noticias otra vez.
– Sírvete tú mismo -dijo Joe. Removía su café con una cucharilla-. Tendremos suerte si no nos denuncia por causarle un trastorno mental o algo así -dijo tras beber.
– ¿Quién? -preguntó Madden, y entonces se acordó-. No nos va a denunciar -dijo-. Quiere verlo. ¿Por qué iba a denunciarnos si quiere verlo?
– ¿Y yo qué sé? -dijo Joe-. ¿Para sacar una buena indemnización en el juicio? ¿Para hacernos la puñeta? Ésta es la cultura de la culpa, hombre.
El café estaba delicioso: tan amargo como el chocolate más negro. Tendría, naturalmente, propiedades carcinogénicas y sería muy malo para las vísceras. Posiblemente un factor coadyuvante en úlceras pépticas. Se imaginaba un agujero abriéndose en el estómago de Joe con cada sorbo y una infección que progresaba. Un absceso, un quiste que se hinchaba como un pequeño diafragma anticonceptivo puesto del revés.
Joe se frotó la tripa y puso su taza sobre la mesa de cristal, y a su lado el folleto sobre flores artificiales.
¿Qué le pasaba ahora? ¿Cierto malestar de estómago, sensación de acidez?
– No hará eso -repitió Madden-. Ya tiene a las hijas de Kincaid en contra. Fue a ver a su albacea porque no tenía ni idea de si podía venir aquí legalmente o no. Y, ahora que lo pienso, puede que no tenga los papeles en regla.
– Sí, bueno… -dijo Joe mientras se frotaba la tripa con movimientos semicirculares. Después sufriría dolor generalizado, signos de flatulencia y movimiento de líquidos. El globo a punto de estallar. ¿Tendría el buen gusto de morirse en el acto, se preguntaba Madden, o se eternizaría y lo pondría todo perdido de sangre y vómitos? Esto último, decidió, era lo más probable.
Pulso acelerado, temperatura alta, estado de shock. Distensión, diarrea, estreñimiento… Haría falta un escalpelo afilado para extraer los fluidos. Madden podía hacérselo. Si se lo pidiera. Sería un detalle por su parte. Si se lo suplicaba.
Se preguntaba qué aspecto tendría Joe sobre la mesa de mármol. Bien. Era joven, y los jóvenes eran siempre los mejores cadáveres. Había en todos ellos una vitalidad tan espontánea. Parecían refulgir. Sus cuerpos iluminaban el depósito. Hasta Eugenio Bustamante, con su cabeza sin lengua. Media granada con las pepitas esparcidas. Y seguramente estaría ya en el otro mundo. Duerme y sueña, Eugenio. Duerme y sueña. Que la paz sea contigo. Salam.
– Sabes lo que tienes que hacer, ¿no? -decía Joe hijo. Madden lo miró, el mechón de Tintín tristemente alicaído, una sombra mustia de su antigua gloria.
Madden se tensó ligeramente, armándose de valor.
– Sí -dijo-. ¿Puedo quedarme por lo menos hasta fin de mes? Preferiría encargarme yo mismo de despedir al señor Kincaid en buen estado…
Joe contrajo la cara con asco, o como si un puño invisible le estuviera estrujando las entrañas.
– ¿De qué estás hablando? ¡No te voy a despedir!
Madden estaba perplejo.
– Entonces, ¿qué?
– Por el amor de Dios, Hugh… ¿por qué iba a ponerte en la calle? ¡No tengo a nadie más! La madre de Catherine dice que la chica no va a volver. Que se va a poner a estudiar otra vez, dice. Le mandó a su madre una nota desde no sé qué sitio de la costa. Dice que se ha tomado unos diítas de vacaciones. ¡Así como así! Su madre dice que nunca había hecho nada parecido. Que la nota decía que estaba pensando en volver a estudiar y acabar el curso.
– ¿Qué curso? -preguntó Madden, fingiendo curiosidad. Naturalmente, ya sabía todo aquello.
– El de auxiliar de odontología. Solía decir que es más sano rodearse de dientes que de muertos.
– Bueno, ¿y qué quieres que haga?
– Que prepares a Kincaid. Pero bien, tiene que ser. No de cualquier manera. Necesito ese cuerpo vivito y coleando para pasado mañana, como muy tarde. Si lo dejas bien preparado, podemos ofrecer a la señora Kincaid un pase previo antes del funeral. Puede que así las cosas se calmen un poco…
– Desde luego -dijo Madden-. Me pondré enseguida con ello.
– Hugh, quiero que te dediques exclusivamente a él hasta entonces, ¿vale? Olvídate de los otros dos. La diabética no necesita casi nada y, en fin, estoy seguro de que al de la decapitación lo meterán en un ataúd cerrado.
– ¿Te refieres a Eugenio?
– Conque ahora los llamas por su nombre, ¿eh? Llevas aquí demasiado tiempo, amigo. Quizá deberías haberte largado antes, como Catherine. La muy zorra.
Madden asintió otra vez con la cabeza y acabó su café. Era muy bueno. Colombiano, o eso decía en el sobrecito vacío. Estaba de rechupete, en su opinión.
– Y, Hugh…
Madden miró a Joe.
– ¿Sí?
– Intenta no meterte en largas discusiones ahí abajo. Te pago para que trabajes, no para que charles. -Sonrió y levantó la taza hacia él.
Madden se sonrojó profundamente y, al cruzar con paso vivo la sala de recepción, camino de las escaleras que llevaban abajo, oyó de pasada una noticia acerca del cadáver del lago. Era preocupante. Claro que siempre estaba apareciendo por ahí gente muerta. Por todas partes.
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Festival celebrado en 1975 para conmemorar los ocho siglos de la fundación de Glasgow. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Las palabras en cursiva aparecen en español en el original. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Madman, «loco» en inglés. (N. de la T.)