173933.fb2 La buena muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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6

Esa noche, al llegar a casa, ya tarde, encontró la puerta de la calle abierta, a su mujer, Rose, derrengada en el sofá del cuarto de estar y un fuerte olor a quemado en el pasillo. Tenía pensado decir a Rose: «¿A que no sabes quién se presentó en el trabajo esta mañana?», y aquella perspectiva le hacía sentirse extrañamente animado. Pero todo eso quedó olvidado cuando se hizo cargo de la nueva situación, por la que se desenvolvió como dirigido por algún poder superior. Ésas fueron las palabras que usaría más adelante: como si lo guiara una fuerza invisible, una voz que le decía exactamente qué hacer y dónde ir. Apenas podía expresarlo con palabras: sencillamente, había reaccionado a las circunstancias, se había hecho cargo inmediatamente de lo que importaba y había dejado de lado lo que podía dejarse de lado. ¿No tenía gracia?, le había dicho Rose cuando, ya bastante recuperada, Madden le contó la historia de cómo había acudido en su rescate. ¿No era raro que se hubiera ido derecho a la cocina?

Madden se había encogido de hombros. Solo había querido ver cuál era la causa de aquel olor. Podía haber sido una sartén de patatas al fuego, o la plancha olvidada sobre un montón de camisas. ¿Qué tenía de gracioso?

– Nada -dijo Rose-, solo cómo lo cuentas, nada más.

– ¿El qué?

– Que dejaste de lado lo que podía dejarse de lado.

– No te sigo.

– Te fuiste derecho a la cocina. A ver dónde estaba el fuego. Yo podía estar muerta, pero tú fuiste primero a la cocina.

– No seas tonta, querida -dijo él, y le cogió la mano-. Si hubieras estado muerta, no habría beneficiado a nadie el que encima se quemara la casa.

Rose le había reído la broma con una sonrisa forzada, y él había acariciado el dorso de su mano y le había dado la vuelta para examinar las líneas blanquecinas de la palma. Todavía le sorprendía que tuviera las palmas de las manos tan blancas, siendo de tez tan oscura.

– Supongo que con «nadie» te refieres a ti mismo -dijo, asintiendo para sí misma con la cabeza-. Ni siquiera había fuego, ¿verdad?

Madden emitió un chasquido con la lengua. Había vuelto y la puerta estaba abierta, dijo. De la señora Spivey no había ni rastro. Entró y notó aquel olor. ¿Qué iba a pensar? Se dio cuenta de que ella estaba inconsciente en el sofá. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Y si se había intoxicado por inhalación de humo? Si hubiera acudido en su auxilio, quizá él también hubiera sucumbido. ¿Y dónde estarían entonces? En ninguna parte, ahí estarían.

– Has dicho que no había humo -dijo Rose-. Que solo había un olor. Un olor como si se estuviera quemando una almohada, has dicho.

Pero, al entrar en la cocina, no había visto ninguna almohada ardiendo, ni plancha alguna encendida. Había encontrado dos rebanadas de pan renegrido humeando en el tostador, carbonizadas, como le gustaban a Rose; como él le hubiera prohibido comerlas, de haber estado allí para detenerla. Sabía, no obstante, que la señora Spivey cedía, incapaz de resistirse a las lamentaciones de Rose. Ay, ya nunca le dejaban comer lo que quería, ay, Hugh no le permitía disfrutar de la comida como en los viejos tiempos, decía que lo quemado era cancerígeno, que la mantequilla producía enfermedades coronarias y que en las carnicerías ya no había manitas de cerdo, con lo que a ella le habían gustado siempre unas buenas manitas de cerdo.

– No estaba inconsciente, estaba dormida -dijo Rose. Madden asintió con la cabeza. No había pensado que estuviera inconsciente, pero se abstuvo de mencionárselo a ella. Rose solo pensaría mal de él-. Estaba viendo la tele y me quedé traspuesta -añadió ella.

– He despedido a la señora Spivey -dijo Madden de repente. Rose se acobardó al saberlo, su mirada una mezcla de miedo y zozobra, como si de algún modo fuera culpa cuya lo que estaba ocurriendo. Alegó que la culpa no era de la señora Spivey, sino de ella por haberse quedado dormida; que no volvería a ocurrir, que tendría más cuidado. Pero Madden se limitó a levantar la mano para hacerla callar y ella se calmó de nuevo obedientemente.

– Esa mujer era una incompetente -dijo-. Era negligente y perezosa… -Dejó que las palabras se apagaran y limitó sus acusaciones a aquellas que sabía podían refutarse razonablemente. Rose lo miró.

– Ellen es mi amiga -dijo con sencillez, y bajó los ojos para mirarse las manos unidas sobre el regazo.

A Madden le resultaba muy difícil enfrentarse a aquella actitud. Si a Rose le daba una rabieta, podía hacerla callar levantando una mano o sofocar su alboroto con el silencio. Rose le había dicho una vez que era el hombre más paciente que había conocido nunca, que a veces aquello le daba ganas de arrancarse el pelo, pero que al final se había dado cuenta de que era una virtud, un regalo de Dios. Ése era su mayor talento, decía, su tolerancia ilimitada, su disposición a esperar un poquito más que cualquier persona. Pero Rose se equivocaba: aquello no era paciencia. Él no era más tolerante que ella, simplemente no soportaba delatarse hasta ese punto. Perder los estribos habría sido como verse sorprendido mientras espiaba a un vecino a través de una cortina de rejilla. Casi le resultaba insoportable pensar en semejante apuro.

– Te encontraremos nuevas amigas -dijo, y se levantó del brazo del sofá para acercarse a la ventana. Contempló los tejados. Por encima de los edificios de enfrente se veían las grúas del astillero. Había nacido no lejos de allí; de hecho, había pasado toda su vida en un recinto que seguramente no sobrepasaba los ocho kilómetros cuadrados. Rose también, aunque ella había vivido una temporada en Inglaterra antes de que se conocieran. Hasta esa noche, nunca se le había ocurrido pensar que, con toda probabilidad, moriría también en aquella zona tan estrecha. Más adelante le pareció que la voz que lo había guiado, la fuerza invisible que lo había llevado a la cocina no había sido únicamente el miedo al fuego, a la destrucción de sus propiedades o al repentino fallecimiento de su esposa. Había sido algo más. Era la certeza primigenia de que algún día moriría. El instinto de sobrevivir a toda costa se había apoderado de él. Aquella sobrecogedora certidumbre de la importancia y el orden que se otorgaban instintivamente a las cosas le había causado un leve tambaleo. La vida, la propiedad, la esposa: se sentía como si hubiera vuelto una especie de esquina, como si una corriente escondida que había discurrido siempre justo por debajo de la superficie de su existencia estuviera a punto de arrastrarlo a algún lugar del que ya no podría volver. El que dos rebanadas de pan quemado fueran la causa de semejante agitación le hacía sentirse completamente ridículo.

Se esforzaba por ocultar a Rose aquella falta de templanza. Había sacado el pan del tostador, lo había tirado a la basura y había abierto la ventana, y allí se había detenido a tomar aire a bocanadas como si aquello fuera a salvarle la vida. Varias ideas luchaban por conseguir oxígeno y había tenido que inundarlas con él y dejar que se lo tragaran. Cuando se sintió capaz de apartarse de la ventana, se había derrumbado sobre el linóleo.

– No quiero amigas nuevas, quiero a Ellen -dijo Rose. Madden asintió con la cabeza y dejó caer otra vez la cortina-. Seguramente solo salió a por una barra de pan o algo así. Solía hacerlo. -Rose seguía teniendo en el semblante la misma expresión de servilismo apocado, y Madden experimentó una sensación momentánea de extrañeza, como si su verdadera esposa hubiera sido sustituida por aquel facsímil monstruoso, idéntico a su mujer punto por punto y, no obstante, inefablemente distinto. Tenía ganas de agarrarla por los hombros y zarandearla, de gritar: ¿Dónde está mi mujer? ¿Qué has hecho con ella? ¿Dónde está la verdadera Rose?

– ¿Salía a menudo? Se suponía que tenía que cuidarte. ¿Cómo iba a hacerlo si no estaba aquí?

Rose movió la cabeza de un lado a otro y dio vueltas en el dedo a su anillo de casada. Madden le había dicho ya a la señora Spivey que no necesitaban más sus servicios. Había sido una conversación cargada de tensión: ella lo había cubierto de insultos y había exigido su paga hasta fin de mes. En cuanto había levantado la voz, Madden había sentido el impulso de romperle el cráneo con algún objeto contundente: un cenicero de cristal, una sartén, la plancha dejada fría sobre su estante, junto a la tabla de planchar.

En la versión que le había dado a Rose, la señora Spivey era la mala y había abandonado a su suerte a la mujer indefensa cuyo cuidado se le había encomendado. La señora Spivey, que subía demasiado tarde las escaleras para impedir que su querida Rose sucumbiera al humo. La señora Spivey, que dejaba la puerta abierta para que los vándalos y los ladrones saquearan su hogar. La señora Spivey, que prácticamente le arrancaba el dinero de las manos cuando por fin se lo daba, y lo llamaba «matón» y «pusilánime» y «ladrón de cuerpos» y «mameluco».

– Les diremos a los de la agencia que nos manden a alguien mañana -dijo Madden.

Rose asintió con la cabeza.

– ¿Hugh? -dijo ella-. ¿De verdad te llamó «mameluco»?

Madden chasqueó la lengua. Quizá no mameluco, exactamente. Quizá tampoco matón. Había empleado palabras más gruesas. Para cuando la señora Spivey volvió de la tienda o de donde hubiera estado, Madden se había repuesto lo suficiente como para levantarse y servirse un poco de agua fría del grifo. Solamente entonces, mientras bebía de su desportillada taza marrón de Glasgow 800, se acordó de Rose y fue a ver cómo estaba. Era difícil explicar lo que había sucedido después. Él estaba de pie ante ella y estaba mirando su cara, su mandíbula floja y apoyada sobre el pecho, cuando la señora Spivey llegó de comprar. Ella lo miró pasmada, como si fuera un ladrón. Parecía a punto de ponerse a chillar y él levantó una mano con la esperanza de detener sus acusaciones antes de que salieran de su boca. Pero la señora Spivey no era un sujeto tan dócil como Rose. Había tirado al suelo la bolsa de la compra y se había ido derecha al teléfono de la mesita, junto al sofá, y él se había descubierto retrocediendo hacia la ventana. Tartamudeaba y mantenía la mano levantada entre los dos, pero la señora Spivey no se dejaba persuadir.

– Quiero que se vaya, señora Spivey -le dijo-. Quiero que recoja sus cosas y se vaya ahora mismo, señora Spivey. Yo no estaba haciendo tal cosa, señora Spivey -añadió-. Se está poniendo usted en ridículo -le dijo-. Por favor, deje el teléfono. No, insisto, por favor, deje el teléfono. Hay una explicación bastante obvia, si me permite que…

Era cierto que tenía la mano alrededor del cuello de Rose, pero no era lo que la señora Spivey estaba pensando. Más bien todo lo contrario. Rose, la cabeza tambaleante, el pelo negro y permanentado tan abundante como siempre. ¿A qué coño creía que estaba jugando?, dijo la señora Spivey, y su acento de Portadown se hacía más fuerte. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, era una mujer formidable, la cara y las manos rojas y el cabello hacia atrás, recogido en un moño muy prieto. Parecía capaz de hostiarlo sin ningún esfuerzo, si es que se decía así. Sí, la señora Spivey era de esas mujeres que hostiaban a los hombres. Madden se preguntaba si la policía lo encontraría muerto en el suelo de su cuarto de estar, con una sartén junto a la cabeza. Liquidado por la cuidadora de su mujer por tomarle a esta el pulso. Al mismo tiempo, una melodía le rondaba por la cabeza. Oh, yo te llevaré a casa, Kathleen…

– ¿Y por qué le había echado la mano al cuello?

– Estaba comprobando la ausencia de pulso en las arterias principales. Estaba comprobando el cese de la circulación sanguínea. Pero no había tal.

– ¿Tal qué? -La señora Spivey parecía aún dispuesta a hostiarlo. O, peor aún, a hacerlo papilla.

– Cese de la circulación sanguínea.

Ella lo miró fijamente con los ojos entornados.

– ¿Quiere decir…? ¿Qué es lo que quiere decir?

– Que Rose todavía está viva. Tiene pulso. Respira.

– Pues claro que está viva. ¿Por qué no iba a estar viva? Solo he salido un momento a por un litro de leche.

Madden no había comprendido de inmediato la relación entre la leche y el cese de actividad de los sistemas respiratorio y circulatorio, pero más tarde llegó a la conclusión de que la señora Spivey poseía una comprensión de la muerte somática mucho más amplia de lo que él suponía. Lógicamente, si ella solo se había ausentado un minuto, era improbable que Rose pudiera ser dada por muerta dentro de una escala temporal razonable siendo la causa principal de la muerte la asfixia, en este caso causada por la probable inhalación de humo. Era del todo posible (probable incluso) que el corazón siguiera latiendo durante varios minutos después de que se hubiera detenido la respiración. Más tarde, después de pagarle lo que le debía y despacharla, Madden había llegado a la conclusión de que la señora Spivey había razonado (aunque no lo hubiera expresado con tantas palabras) que debía esperarse un lapso de tiempo de más o menos veinte minutos para declarar muerta a Rose.

Ninguno de los dos tuvo que esperar tanto tiempo, sin embargo, ya que unos quince minutos después Rose se despertó amodorrada por la medicación y quiso saber dónde estaba la señora Spivey.

– He tenido un sueño precioso -dijo. Madden todavía estaba algo tembloroso.

– ¿Qué has soñado? -preguntó, sin que le importara en realidad.

– Soñaba que estaba en el teatro y que salvaba a Abraham Lincoln de que le dispararan. Yo era la heroína.

– Mmm -murmuró Madden, y se acordó de que tenía noticias que contarle-. ¿A que no sabes quién se ha dejado caer hoy por el trabajo?

Rose seguía amodorrada. Pronto empezaría a gimotear pidiendo chocolate.

– ¿Quién? -dijo mientras se frotaba la cara.

– Lawrence Kincaid, el buen doctor en persona. -No mencionó nada más. Ni a Tess, ni la muerte de Maisie, ni siquiera la noticia del hallazgo del cadáver de una mujer allí cerca. Tan cerca que se podía pasar uno por allí una tarde, o ir a merendar los domingos. Había perdido la cuenta de las veces que había llevado a Rose a las orillas del lago y le había dejado echar a rodar los huevos [13] que podían haber sido de su bebé, si hubiera vivido tiempo suficiente.

Rose pasó otra vez mala noche. Madden la había atendido, se había ocupado de que estuviera suficientemente cómoda, y estaba tomándose lo que su padre solía llamar (en los raros momentos de euforia que le permitía su humor, aquel frente de guerra de baja intensidad) «una pequeña libación». A Madden lo molestaba haber heredado aquel hábito, pero parecía incapaz de cortar de raíz aquella expresión, o su inercia. Arrellanado en el sillón de orejas junto a Rose, con un whisky en la mano, observaba los miembros flojos y descabalados de su mujer, dormida de nuevo en la cama. Ella respiraba con soplidos someros que levantaban un rizo a un lado de su cara y lo hacían ondear unos segundos, antes de que bajara. Como cada noche, Madden se bebía su copa en silencio hasta que estaba seguro de que Rose dormía tan profundamente que no se despertaría si él se movía o hacía algún ruido inoportuno. A Rose le costaba dormir. Después de casi media hora era cuando Madden se sentía lo bastante tranquilo como para dejarla sola. A veces no hacía más que estirar las piernas en el sillón y ella se despertaba gimiendo y empezaba a suplicarle que no la dejara allí sola, con la luz de la mesilla de noche encendida. Otras veces se despertaba y tardaba unos segundos en reconocerlo, hasta que él levantaba la mano para hacerla callar y ella se calmaba de nuevo.

A menudo, estaba tan mal que le resultaba imposible conciliar el sueño y, en esas ocasiones, no soportaba que Madden se le acercara. Para él también era preferible no andar cerca de ella: pasaba mucho más tiempo en el trabajo que Joe hijo o que Catherine, a pesar de que el sueldo era insignificante y con frecuencia había muy poco que hacer. Aun así, quedarse en el trabajo significaba que podía relajarse un poco, leer un poco, beber un poco de la botella del maletín negro, vivir un poco en compañía de los ex vivos, sus pupilos durmientes. Podía ponerse al día de los últimos adelantos tecnológicos o trabajar un poco más con quien hubiera llegado ese día. A veces se emborrachaba un poco y se ponía también un poco llorón. Sentía, no sin algo de mala conciencia, que la funeraria era su verdadero hogar, y que su hogar era una funeraria. Desde hacía algún tiempo, ambos conceptos se confundían fácilmente en su cabeza.

Rose estaba tan quieta como cualquier cadáver en la mesa de embalsamar, una buena mujer provista de un corazón de oro que, sin embargo, rara vez, en su calidad de órgano, estaba a la altura de las funciones que demandaba su cuerpo. Solo de manera intermitente era consciente de la gravedad de su estado, tan ávida estaba de apoderarse de otras muchas dolencias, ninguna de las cuales soportaba dejar escapar. A lo largo de los años, Madden había intentado en incontables ocasiones convencerla de que aquellos trastornos formaban parte de uno mucho más amplio e importante, cuya nebulosidad escapaba continuamente a la comprensión de Rose y era, no obstante, la materia oscura que mantenía su sufrimiento intacto.

Lo cierto era que la enfermedad crónica se había convertido para ella en un modo de vida: era el foco, reconcentrado y esclarecedor, de su existencia. En cierto sentido, la definía. Aseguraba que nadie que no hubiera sufrido como sufría ella podía comprender lo que suponía vivir la vida como una guerra de desgaste perpetua y adversa contra la enfermedad y la invalidez. Poco a poco, Madden había ido dándose cuenta de que la enfermedad que afligía a Rose era el miedo morboso a la enfermedad misma. Nada, sin embargo, podría haberla convencido de que así era. Cualquier síntoma real, cualquier enfermedad auténtica, servía para apuntalar su causa y demostrar que tenía razón desde el principio. «Ahí está. ¿Lo ves? ¿No te dije que me pasaba algo?». La ironía de la situación estribaba en que, cuando por fin le diagnosticaron una dolencia cardíaca, sintió que todos sus años de obsesión quedaban redimidos, que sus innumerables consultas con médicos y especialistas de todos los estratos del espectro médico estaban justificadas.

Y era una ironía literalmente dolorosa, pues la angina de pecho le ocasionaba una incapacidad severa y molestias casi constantes.

Todos esos años (pensaba Madden sin poder remediarlo), todos esos años de búsqueda de una prueba que confirmara las sospechas de Rose le habían pasado factura también a él.

Y la enfermedad persistía, subsistía como una entidad en sí misma. Para Rose, su dolencia cardíaca no había sido nunca el quid de la cuestión. Los síntomas que buscaba de manera tan obsesiva eran fantasmales: incluso ahora, Madden no podía convencerse de lo contrario. Los terrores nocturnos de Rose no se justificaban por el miedo a la arritmia, a la embolia pulmonar, al fallo cardíaco o al colapso respiratorio. Nadie podía convencerla de que aquellas dolencias fueran otra cosa que efectos secundarios de una enfermedad aún por diagnosticar y a la que su existencia parasitaria se aferraba, pero que nunca se manifestaba.

Madden la veía dormir mientras bebía tranquilamente su copa. La observaba premeditadamente, con la atención fija en las menudencias de sus rasgos faciales, en el movimiento, semejante a un tic, de su rizo, que flotaba espontáneamente en el aire sobre su cara; en la posición de sus manos, una metida bajo la almohada y bajo la cabeza, la otra hacia abajo, cerrada junto a su costado en un puño de aspecto afectadamente infantil. Madden esperaba a que gradualmente, con el paso de muchos minutos, aquella mano se fuera abriendo despacio, dejara que los dedos se estiraran y aflojara la garra con que sujetaba el pescuezo fantasmal, fuera cual fuese, que el sueño ponía junto a su cama noche tras noche. Tal vez fuera el miedo a la enfermedad, tal vez fuera ese espectro que velaba por su ser durmiente. Solo cuando aquel puño se aflojaba sabía Madden que Rose estaba ya a salvo hasta la mañana, que podía quedarse sola, sin nadie que la atendiera. Mientras tanto, él observaba y esperaba y bebía de su copa. Entonces sonó el timbre.

La señora Spivey regresó arrastrando tras ella al bruto de su hijo: un intento de extorsión que, según pensó Madden más tarde, superó con creces sus ambiciones. Era ya pasada la medianoche y la señora Spivey se negó a dejar de pulsar del timbre del portal hasta que le abrió. Cuando Madden llegó a la puerta y miró por la mirilla, ella ya estaba allí, grotesca en gran angular, con los brazos cruzados y aquellas facciones enjutas, como cortadas a hachazos, que le recordaban a las de su madre. Madden abrió la puerta y se halló inmediatamente empujado hacia el interior de la habitación por el hijo, que debía de haber permanecido junto a la puerta, fuera de su vista. La señora Spivey entró y, al ver cómo cruzaba los brazos sobre el pecho y metía las manos bajo las axilas, Madden tomó la resolución de no volver a comprar nunca más pollo en el supermercado. Se disponía a hablar cuando el hijo le puso una gran zarpa simiesca sobre el hombro y le apretó la clavícula. Dio un respingo y ladeó el cuello. La cabeza y el hombro le dolían.

– Está bien, señor Madden, ¿qué es lo que pasa? -dijo el hijo. Tenía acento de Glasgow, pero ello servía de escaso consuelo. Había en él un algo de orangista [14], el pelo rojo cortado al ras y la cazadora de aviador. Madden no se acordaba de su nombre y ello no parecía apremiante de momento.

– Es hora de aflojar la mosca -dijo el hijo-. Mi madre dice que anda un poco corta de cambio para el parquímetro.

– Ya le he pagado adecuadamente -contestó Madden, dirigiéndose a la señora Spivey-. Dígale a este gorila que me suelte. -Sintió que el hijo daba otro meneo a su clavícula.

– No me ha dado suficiente. Joder, la puta agencia me va a despedir porque tú me has despedido, así que, por lo que a mí respecta, me debes una puta compensación, cabronazo. Me he pasado seis putos meses cuidando de esa imbécil de tu mujer, dándole de comer, poniéndole sus putas inyecciones, escuchando sus putos gemidos y limpiándole el puto culo. ¿Es que te crees que aguantaría esa puta mierda día tras día por lo que me pagas si no necesitara el jodido dinero? Podría volver a limpiar aseos para ganarme la vida, pero me parece que tú me debes un poquito más que eso, ¿no crees?

– ¡Chist! Rose está dormida, no quiero que se despierte.

La señora Spivey descruzó los brazos y volvió a cruzarlos. Levantando la voz, dijo:

– ¿Es que no me has oído, joder? ¡He dicho que me debes dinero, hostias!

– Le he pagado hasta final de mes, ¿qué más quiere? No puedo permitirme darle más de lo que ya le he dado. -Madden se retorcía alrededor del foco del dolor, casi de puntillas. Se fijó en que las botas sucias del hijo habían dejado huellas en la moqueta.

– Joder, podría denunciarte a magistratura laboral por despido improcedente.

Madden seguía retorciéndose de puntillas: intentaba descubrir un modo de permanecer de pie y aflojar la garra del chico lo suficiente como para volver a apoyarse sobre las plantas de los pies.

– Le aconsejo encarecidamente que no lo haga. No está usted en situación de amenazarme con acciones legales. Faltó usted de su puesto de trabajo. -Notó que en su voz se insinuaba un dejo de desesperación mientras decía aquello. Ignoraba si lo que decía era cierto o no. ¿Tenían los cuidadores por horas los mismos derechos que los cuidadores internos? ¿Cuáles eran los derechos de los cuidadores internos? Nunca antes se había planteado aquella cuestión.

– Brido, rompe el brazo a este imbécil -dijo ella.

– ¡Está bien! -exclamó Madden-. ¿Cuánto quiere?

– La paga de otro mes. Luego, ya veremos.

– ¿Qué? No puede hacer eso, iré a la policía.

Brido le apretó otra vez la clavícula y Madden hizo una mueca de dolor. Estaba seguro de que aquello le estaba pasando a otro. ¡Él era un hombre de mediana edad, casi una persona mayor! Justo en ese momento Rose salió de su dormitorio frotándose los ojos. Llevaba la bata echada sobre los hombros y avanzaba cojeando con las dos muletas. Se le veía el camisón grisáceo. Madden, que apenas podía concebir una estampa más vergonzante que aquella, se sonrojó profundamente.

– ¿Hugh? ¿Ellen? ¿Qué está pasando?

La señora Spivey inclinó la cabeza para mirar a Brido y éste aflojó su garra y dejó caer el brazo. Rose se frotó los ojos, distraída.

– Lo que pasa es que me deben dinero -dijo la señora Spivey-. Y no pienso irme hasta que me lo den, joder. O se lo saca él.

Rose parecía atónita y se tambaleaba un poco sobre las muletas.

– No te preocupes, querida -dijo Madden-. Solo hemos tenido una pequeña disputa sobre lo que le debemos a Ellen. Vuelve a tu cuarto y échate. Todo va bien.

Rose miró a Madden, a Brido y a la señora Spivey.

– Pensaba que éramos amigas -dijo a su ex cuidadora-. Las amigas no se hacen estas cosas.

– No, joder, en eso tienes toda la razón -contestó la señora Spivey-. Así que, si queremos seguir siendo todos amigos, habrá que llegar a algún acuerdo, ¿no? -Hizo una seña con la cabeza a Brido, y el chico puso otra vez la mano sobre el hombro de Madden, pero no le apretó como antes: le dio unas palmadas como si fueran viejos amigos que recordaran los buenos tiempos.

Rose miró a la señora Spivey vagamente dolida y después volvió a mirar a Madden.

– Por favor, aclara las cosas, Hugh. Si le debemos algo a la señora Spivey, págale lo que pida. Es muy tarde, ¿sabes?

– Bri, aclara esto con el señor Madden, que yo voy a llevar a Rose a la cama.

Su hijo asintió con la cabeza y la señora Spivey se acercó a Rose y la ayudó a volver hacia el dormitorio. Luego se dio la vuelta, miró hacia atrás y guiñó un ojo a Madden.

– Seguro que todo sale bien, ¿eh, Hugh? -dijo con voz tan desagradable que hizo estremecerse a Madden.

– Voy a buscar mi cartera -dijo él, y al instante la mano desapareció de su hombro. Brido se volvió y le sonrió, le alisó el cuello y puso los brazos en jarras.

– Otro follón del que se libra, ¿eh, señor Madden? -dijo con una sonrisa afable mientras emitía una especie de silbido susurrante. Madden se frotó el hombro. Exageraba adrede su malestar con la esperanza de inducir a la contención a aquel adolescente desmesurado, cuyas manos eran como cepos de acero. Notaba que Brido se alegraba de no tener que seguir adelante, pero también que haría lo que fuera preciso si su madre se lo exigía. No era una idea reconfortante.

El hijo de la señora Spivey paseó la mirada por la habitación, se acercó a la repisa de la chimenea, sopesó algunas figurillas, miró detrás de las cortinas, asintió con la cabeza y cloqueó para sí con la estridencia de una gallina clueca: Madden casi esperaba que pasara un dedo por el rodapié para ver si había polvo. De espaldas parecía demasiado grande para hallarse en un piso de aquellas dimensiones. Su cabeza en forma de bollo quedaba solo a unos centímetros del techo. Se interesó especialmente por una fotografía de Madden y Rose frente al Nardini, en Largs. El pelo de Madden, que el viento había arrojado insulsamente sobre su cara, dejaba al descubierto una calva del tamaño de una moneda de dos peniques que, con el tiempo, acabaría apoderándose de todo su cráneo. En la fotografía, Rose se sujetaba la falda contra las piernas para que el aire no se la levantara y sostenía en la mano un helado de cucurucho, grande y caracoleado, cuya salsa de arándanos le chorreaba por los dedos. Parecía histérica, bien por la actitud del fotógrafo, bien por la de alguna otra persona que hubiera tras la cámara. Madden odiaba aquella fotografía: Rose la conservaba únicamente para fastidiarlo, y los años de fingida indiferencia hacia ella habían rendido por fin su fruto: ya podía mirarla con lo que estaba seguro debía de ser una suerte de impunidad pasivo-agresiva. No en ese momento, sin embargo. Justamente ahora, aquella instantánea era para él fuente de humillación extrema.

– Bonita foto -dijo Brido. Madden, completamente quieto, lo miraba con odio apenas disimulado-. Y bonito sitio. Les va bien, ¿eh? Tienen una casa muy bonita.

– Gracias -dijo Madden, refrenándose-. La decora, la decoró Rose. Yo tengo poca mano para esas cosas.

Brido se sentó en su sillón. Le indicó con una seña que él también se sentara.

– Mi madre es buena mujer, señor Madden -dijo-. Trabaja mucho, ha trabajado toda su vida para que mis hermanos y yo tuviéramos todo lo que queríamos, ¿sabe lo que le digo?

Madden no habló ni se movió.

– Siéntate, Hugh. ¿Te importa que te llame así? Llámame Brido, por cierto. Así me llama todo quisque, con perdón.

– Mira, Brido, yo…

– No, a tomar por culo, no lo soporto, joder. Llámame Brian. Así es como me llamo. Hay que ver, el bandolero, que ni sabe cómo se llama.

Madden estaba seguro de que había querido decir «majadero». Aunque, bien mirado, quizá «bandolero» fuera más apropiado para el caso.

Inclinado en el sillón de una manera que resultaba alarmante en extremo, Brido (Brian) se sobaba la palma de una mano con el puño de la otra. Madden resolvió sentarse.

– La gente se cree que eres un pringao si te llamas Brido, tío. Yo me llamo Brian, joder, llámame Brian. ¿Sabes que mi madre siempre me llama así? Es una cosa que me saca de quicio, tío, te lo juro. No me llama otra cosa. Como si no supiera que me revienta. Siempre le estoy diciendo «no me llames así, mami, llámame por mi nombre», pero ni caso. Joder, tío, es muy lista y todo eso. Que yo no digo ni pío, porque la quiero, ¿sabes?, que s'a portao de puta madre conmigo y con mis hermanos, s'a matao a trabajar por nosotros y tal, nos cuidó cuando el viejo la diñó, pero, tío, ¿es que no puede llamarme por mi nombre, cojones? Joder, me vendría de puta madre una copa. ¿Tienes algo de beber? Sé que le has dao dinero a mi madre, pero ella no sabe que necesito pasta. Es para mis cosas. Y punto. El caso es que voy a volver.

Brido se había recostado en el sillón y miraba a Madden con una pierna cruzada sobre la rodilla.

Madden no sabía qué decir. ¿Le estaban chantajeando? ¿Otra vez? ¿Dos en una noche? La vida se le estaba escapando de las manos. Los días anteriores habían sido un espejismo. Había creído que su vida se arrastraba lentamente, que las cosas seguirían del mismo modo un día tras otro, que habría trabajo y descanso y comer y beber, que no molestaría a nadie ni nadie lo molestaría a él, que Rose se estabilizaría o se pondría mejor, o peor, y que Joe Caldwell entraría por fin en razón y le cedería las riendas del negocio, y que él usaría el dinero que había ahorrado para comprarle la empresa, que Kincaid ocuparía su lugar en la tierra y lo dejaría por fin en paz, y que las tostadas ya no se quemarían y encontrarían otra cuidadora para Rose, y ahora esto. Estaba siendo amenazado y extorsionado y chantajeado y llamado viejo imbécil y quizá incluso maldito mameluco y cabrón y el cielo se desplomaba. Tenía la boca seca, se sacudió el cuello de la camisa para airearse el pescuezo. ¿Qué le estaría haciendo la señora Spivey a Rose en el dormitorio? ¿Qué hacían aquellas huellas en su moqueta? Todo aquello era absurdo. Obligó a su voz a adoptar una apariencia de normalidad y se esforzó mentalmente por aquietar sus temblores. Vamos, se decía, tranquilo, hombre, tranquilo.

– ¿Qué es lo que quieres, Brian? No dispongo de mucho dinero. Tengo algunos ahorros, pero no somos ricos. Ya lo ves, ¿no? Que no somos ricos. -Sin duda era un error intentar apelar a los buenos sentimientos del chico. Brian carecía de ellos. Tener un hijo así acababa matándolo a uno. Tener un hijo así era como convivir con una enfermedad contagiosa. Un error de diagnóstico: pensaba uno que el chaval podía entenderle, y no podía. Ni a él, ni a su madre, ni a nadie. Madden estaba convencido de que hablaba con un monstruo, de que estaba a merced de un monstruo que había salido a la luz y lo miraba con envidia a través de la ventana. Le temblaban un poco las manos.

– Mira, Hugh, voy a volver mañana, así que mejor será que tengas algo preparado para mí. Necesito dinero. He visto a tu mujer. Sé dónde vives. Este sitio está bien, es bonito. Una casa bonita. Sois buena gente. A mi madre de esto ni una palabra, ¿eh? Que si Brido esto y Brido aquello, joder. Tú no me llamarás así, ¿eh, Hugh? No. Me llamo Brian. Lo prefiero.

Madden sabía que debía resistirse. Si de algo estaba seguro, era de que debía decir algo para impedir que aquello llegara más lejos.

– Brian, escúchame. Esto ha ido demasiado lejos. Os he dado dinero, todo el que puedo permitirme. Hoy ya os habré dado dinero dos veces. Rose y yo también necesitamos dinero. Ya ves cómo está. Hay que cuidar de ella. -Hizo una pausa y esperó a que sus palabras surtieran efecto, pero Brido seguía callado-. Hay que asegurarse de que está bien. Mi esposa, en fin, es una inválida, ¿no lo ves? Tiene unos cuantos problemas y no podemos permitir que sufra sola. No puede valerse. Si te digo la verdad, Brian, a mí a veces me cuesta. Entiendo que tus hermanos y tú hayáis tenido una infancia difícil. Entiendo que tu madre haya hecho todo lo que estaba en su mano por vosotros. Entiendo lo mucho que ha trabajado, todo lo que ha tenido que pasar. Pero lo importante es que os teníais el uno al otro. Teníais una familia alrededor. Había gente que podía ayudaros. Eso es lo único que se puede pedir, ¿no crees? -Hizo otra pausa. Brian asentía lentamente con la cabeza-. Solo nos tenemos los unos a los otros -prosiguió-. Solo nos tenemos a nosotros mismos. Si no nos cuidáramos entre nosotros, ¿adónde iríamos a parar? Rose y yo no tenemos hijos. Estamos solos. No nos tocó en suerte, si te digo la verdad. ¿A quién se lo vas a reprochar? No es culpa de nadie. Fue voluntad de Dios. Y nadie puede llevar la contraria a Dios. Tu madre y tú, lo vuestro es distinto. Tenéis suerte. Se nota lo mucho que quieres a tu madre y cuánto significas para ella. Eso tienes que valorarlo. Puede que creas que no le importas, pero no es cierto. Te tiene en un altar, se lo noto. Solo que ella lo demuestra a su manera. No te desanimes, tu madre es una mujer orgullosa. Le cuesta expresar lo que siente. Pero estoy seguro de que está orgullosa de ti. Haría cualquier cosa por ti, Brian, tú lo sabes. En el fondo, sabes que tengo razón.

La habitación estaba iluminada únicamente por la poca luz que arrojaba la lámpara de una mesita, y resultaba difícil distinguir la expresión de Brido, aunque su cabeza seguía bamboleándose lentamente. Madden aguardó alguna reacción, fuera de la clase que fuera. Quizá se le hubiera ido la mano. Brian seguía asintiendo con la cabeza. Madden tenía la impresión de que debía añadir algo cosa más, de que el silencio empezaba a hacerse opresivo. Conservaba aquella misma impresión de las clases con Kincaid. Cómo se maravillaba de la capacidad natural del doctor para suavizar los silencios entre las respuestas, formuladas con lentitud, de los estudiantes. Allí, en la atmósfera embrutecedora de las clases y en la funeraria, era donde Madden había aprendido esas mismas habilidades. «Hablar en voz baja y con compasión, es lo único que tienes que hacer», le había enseñado Joe Caldwell padre. «Terapia para superar el duelo», lo llamarían seguramente ahora, aunque Madden no estaba al tanto de la jerga vigente. Hasta aquello de «jerga» lo había pillado a contrapié durante un tiempo. Lo asociaba a esnifar pegamento.

– Bah, a la mierda con eso -dijo Brian, y, al levantarse de pronto, se oyeron crujir sus rodillas-. Mañana vuelvo.

Madden se agarró a los brazos de su sillón y temió que fuera a golpearlo. Sin duda, Brido podía partirle el cráneo de un solo golpe. La solución obvia al problema más acuciante era apaciguarlo.

– Brian, ya te he dicho que no tenemos dinero. ¿Puedo ayudarte con alguna otra cosa? -Sentía que se tensaba, que la adrenalina empezaba a sobreponerse a la lucidez. Pero el chico no iba a pegarle: su expresión distraída parecía indicar que en su cabeza se había puesto en marcha algún proceso cognitivo elemental. Seguía de pie, frotándose los nudillos de una mano con la palma de la otra, pero aquel gesto era en él, por lo visto, señal de reflexión más que de inminente violencia-. Si puedo ayudarte con cualquier cosa, dentro de los límites de lo razonable, Brian, lo haré -añadió Madden, poco convencido de que Brido (Brian) estuviera familiarizado con el concepto de razón.

La señora Spivey volvió. Madden notó enseguida que empezaban a sudarle la frente, la espalda y los hombros, y se alegró de no tener que escoger entre luchar o huir. Hasta Rose, cuando estaba sana, había sido infinitamente más apta para lo primero que él. En sus tiempos podía aplastar a un gañán de buen tamaño sirviéndose únicamente del peso de su cuerpo como arma. Ahora ya no. En absoluto, desgraciadamente.

– Bueno -dijo la señora Spivey mientras sus brazos asumían su posición de costumbre bajo los sobacos-, ¿por dónde íbamos?

Madden suspiró.

– Estaba a punto de aceptar pagarle otro mes de sueldo, Ellen. ¿Le parece bien un cheque? No tengo dinero en efectivo en casa.

La señora Spivey miró a Brido y él la miró a ella con los labios fruncidos en una mueca de tipo duro. Pasaron tres o cuatro segundos interminables antes de que contestara a su madre asintiendo con la cabeza.

– Aceptamos un cheque, sí, gracias -dijo ella, y su tono condescendiente fue otra ofensa que Madden tuvo que soportar.

– Entonces, si me disculpan un minuto, voy a buscar mi chequera para que zanjemos este asunto.

La señora Spivey parecía recelosa.

– Está en la otra habitación -dijo Madden, que ya respiraba mejor-. Donde Rose.

Después de que extendiera el cheque y la señora Spivey insistiera en que lo firmara por el reverso, Madden los acompañó a la puerta tan apresuradamente como pudo sin parecer un mal anfitrión. Al abrirla para que saliera la señora Spivey, ella le clavó una mirada y salió luego al rellano. Brido la siguió, metió el pie en la rendija de la puerta y se volvió hacia Madden.

– Sé lo tuyo, Hugh -dijo-. Sé lo que hiciste. Sería una pena que se corriera la voz, ¿no crees?

Madden casi podía oír el sonido de la sangre en sus venas. Pasaron unos segundos y luego dijo:

– ¿Qué quieres decir?

El hijo chasqueó la lengua.

– Me parece que ya lo sabes -dijo.

– ¿Saber qué? -preguntó Madden. No serviría de nada dejarse dominar por el pánico. Al menos de momento.

– El motivo, Hugh. Sabes el motivo. -Brido le guiñó un ojo. Madden vio que, de cerca, tenía toda la cara salpicada de motitas rojas, como si hubiera pasado mucho tiempo en una cama solar-. Piénsatelo y mañana hablamos.

Guiñó otra vez el ojo y cerró la puerta tras él.

Madden se puso a pasear por la habitación. Tenía la boca y la garganta secas. Era imposible. Imposible, naturalmente. Nadie podía saberlo. Brido se refería a otra cosa, desde luego. Sí. Desde luego. Fuera lo que fuese lo que se hubiera descubierto y donde se hubiera descubierto, Brido no podía saber nada de su relación con ese asunto. No había vínculo alguno. Hablaba de otra cosa. Pero ¿de qué? ¿De qué? No había nada más. Ahora ya no había nada más en su vida, nada más que pudiera establecer un vínculo. No había tal vínculo. Por tanto, no había nada.

Obviamente, nada.


  1. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Referencia al juego infantil, tradicional en los países anglosajones, de las carreras con huevos duros o huevos de Pascua, llevados o no con una cuchara. (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Partidario de la Orden de Orange, organización político-religiosa de Irlanda del Norte que defiende la pertenencia del Ulster a la Corona británica. (N. de la T.)