173933.fb2 La buena muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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7

Fue una época extraña, recordaba Madden. Podrían haber sido los años treinta o los veinte, a juzgar por el impacto que tuvieron sobre él. Sencillamente, no se había sentido partícipe de aquella época, no pertenecía a ninguna generación. Sabía que la noche que vieron Todas las pistolas no tuvo que esperar a que pasaran los créditos del final para leer los nombres de todos los extras porque, por entonces, las películas llevaban los créditos al principio, antes de empezar. Una vez acabadas, solo aparecía en pantalla un letrero en el que ponía «The end», y se bajaba el telón. En todo caso, en aquella época no había desarrollado aún su obsesión por examinar el nombre de cada actor que aparecía en la pantalla, para estudiar detenidamente la nómina de nombres en busca de alguno que luego se hubiera convertido en una estrella, en un protagonista, en un secundario de prestigio. Hasta en un típico pestiño del estilo de Todas las pistolas podía haber una o dos caras que hubieran hecho de «indio con cicatriz número tres» y más tarde hubieran disfrutado de una larga carrera en las películas de serie B, en papeles más variados y exigentes.

Matón con puño americano número diecisiete.

Cadáver de aspecto lúgubre, número veintiuno.

Su memoria no siempre era exacta. ¿De verdad se llamaba Todas las pistolas aquella película? No estaba del todo convencido. Podía muy bien llamarse Seis pistolas. Aunque posiblemente no. Seis pistolas no parecían un contingente como para enfrentarse a la marea cruel del imperialismo apache. Hasta los Siete Magníficos tenían un hombre de refuerzo: Steve McQueen, que se apoderaba del espectáculo y más tarde se convertiría en una gran estrella por derecho propio.

Últimamente le daba que pensar el significado de esas vidas de la nómina de reparto, los don nadies que quizá se convirtieran en alguien, los alguien que volvían a ser don nadies. Los que triunfaban a lo grande; los que se quedaban al pie de la escalera y nunca se movían de allí. Los que vivían y morían en pantalla, y luego volvían a vivir y a morir en pantalla una y otra vez, hasta que simplemente morían. ¿Dónde estaba la cámara? Mirando a otro. Solamente otros don nadies recordaban su paso por allí, otros don nadies que olvidaban muy pronto, del mismo modo que eran olvidados. Eran lápidas funerarias, en realidad, aquellos créditos de reparto. Listas de difuntos. Madden se sentía en cierto modo emparentado con ellos: él también había sido un don nadie, y seguiría siéndolo pasara lo que pasase. Su potencial había permanecido siempre incumplido; había sido cercenado en agraz y desde entonces yacía insepulto. Sonrió al pensarlo.

En aquel momento no prestó mucha atención a Todas las pistolas, a los vericuetos de la trama y los personajes. Ocurrieron en el cine demasiadas cosas que ejercían sobre él una fascinación difusa, muchas de ellas en el reducto de su butaca de tapicería gruesa y, más tarde, sobre su propio cuerpo. Al principio, solo lo molestó la incomodidad de sentarse desmañadamente en la estrecha butaca. Los ángulos y los muelles se le clavaban, las nalgas se le hundían en el asiento. Los clavos pinchaban. Encontró en los brazos de la butaca trozos de tela que pellizcar, retazos de cenefas ajadas cuyo contorno seguía con el dedo, prendas raídas de alguna muchacha que había rondado por allí más de una vez. La pantalla que miraba se abombaba y se vencía con el peso de la película que proyectaba; en la imagen parecían chisporrotear un millón de pelos sueltos, fragmentos de pelusa y trozos de carne muerta. Por momentos los actores aparecían desfigurados por aquel sinfín de interferencias polvorientas y los acontecimientos de la trama pasaban a ocupar un segundo plano ante la interacción de aquellas minucias, el sedimento dejado por las muchas manos que habrían manipulado el rollo previamente, que lo habrían insertado en el proyector y lo habrían enrollado en el carrete en un centenar de sesiones o más.

Todas las pistolas. No era una película nueva. No tenía, desde luego, menos años que él. Madden se preguntaba por qué iba la gente a ver filmes (flicks) como aquel, un pestiño, para empezar, y encima protagonizado por un actor que debía su fama principalmente a su parecido con un huevo duro.

Miraba ociosamente la película, sin meterse en ella, consciente de que Rose masticaba los cacahuetes salados que él había comprado a la acomodadora. En aquel cine todavía había foso para la orquesta. No había, en cambio, orquesta que lo ocupara, y un altavoz de desagradable sonido metálico colocado en alguna parte vomitaba los diálogos, ahogados con frecuencia por el estallido repentino de una música que acentuaba con dramatismo pasado de rosca cada línea del insulso guión. Hasta el color era chillón a más no poder, pero apropiado para una película tan vieja y desaborida.

El olor del cine lo molestaba: habría fregado el local entero con desinfectante. Era completamente apestoso. Sentía que aquel olor se le metía en los poros, dejándolo manchado y sucio. De cuando en cuando cambiaba de asiento, Rose cogida de su mano con la boca llena de panchitos. El sentido común le aconsejaba que no se moviera. Ese día ya había recibido una buena tunda. Seguramente no se le tolerarían nuevas faltas de etiqueta. Suponía que Rose era capaz de arrancarle la cabellera, de levantarle la tapa del cráneo y dejar al descubierto su dúctil contenido. La yema del huevo.

«Baja ese tomahawk.»

«Tomahawk debe probar sangre de hombre blanco cuando se levanta.»

«¡Bájalo, te digo!».

«¡Pum, pum!»

Ya era inútil intentar salvarlo. Estaba en las últimas.

Madden notaba picazón en la piel; no sabía si eran imaginaciones suyas o si las butacas estaban infestadas de bichos. Miró a Rose y volvió a mirar la pantalla mientras se preguntaba si no sería ella la que estaba infestada. Pero no, no era probable. Rose era enfermera y él no había notado que fuera amiga de piojos, a pesar del gran número de extremidades, perfectamente adecuadas para su función, que presentaban aquellos bichos. Tenía que ser el cine mismo, la tapicería vieja de terciopelo rojo, terreno abonado para todo tipo de fauna mordedora. Debería haber llevado a Rose al Río Locarno el primer día, en vez de ir al zoológico.

Hombres a caballo cruzaban una y otra vez el mismo breñal. Unas veces eran vaqueros, otras indios. De niño prefería a los vaqueros, pero en aquella tragedia los indios resultaban más atractivos. Parecían un hatajo de barrigones con papada, no muy dados a abandonar precipitadamente sus tiendas, suponía Madden. Con el rostro algo pálido también. Tenían el aspecto desconcertante de hombres blancos de mediana edad pintarrajeados. ¿Acaso no quedaban indios de verdad?

Rose le puso una mano en la pierna y apoyó la cabeza sobre su hombro. Su pelo húmedo le rozaba la mejilla. Olía a polvos de talco y a cacahuetes.

– ¿Te gusta? -preguntó él en voz baja, aunque no parecía que hiciera falta susurrar. Unas filas más allá se oían murmullos y réplicas cortantes. Eran voces conocidas, pero Madden no lograba situarlas. Seguramente algún otro estudiante al que conocía y que intentaba ampliar sus horizontes culturales, o bien resguardarse de la lluvia.

Rose asintió con la cabeza sobre su hombro y siguió masticando.

– Dentro de un momento voy a tener que ir a hacer pis -dijo-. ¿Sabes dónde está el aseo de señoras?

Él masculló que claro que no y le dijo que se callara. Estaba viendo la película, añadió, y lo bueno estaba a punto de empezar. Pero se la imaginaba ya agachada con las medias de nailon alrededor de las rodillas. Se movió para que no le arrimara tanto las piernas.

En el foso de la orquesta había cierto trasiego: formas humanas bajaban hacia allí cada cierto tiempo y volvían luego, regresaban a sus asientos o se marchaban definitivamente. Estaba demasiado oscuro para ver en qué consistía la atracción. Madden solo distinguía un movimiento de vez en cuando, la silueta reconocible de una cabeza o un tronco. Paseó la mirada por las otras filas de butacas, en ninguna de las cuales había más de dos o tres personas. Será por la época del año, pensó. Un hombre solitario, sentado en la fila de delante, unos cuantos asientos a mano izquierda, se volvió y clavó la mirada en él; luego miró a Rose y rápidamente volvió a fijar la vista en la película. La luz vacilante de la pantalla se reflejó fugazmente en su rostro. A Madden le sonaba su cara, pero tampoco pudo identificarlo. Estaba demasiado oscuro.

Un piel roja se arrojaba del caballo con un alarido y agitaba el tomahawk para cortar la cabellera a una mujer que chillaba y protegía a un bebé acurrucado. Bang. El gran jefe Cara de Huevo lo mata de un tiro, se vuelve y acribilla a otro, los flecos de la chaqueta de ante agitados por el viento. Bang. Pum. Bang, bang, bang.

Camina a zancadas hacia otro indio. Las balas pasan rozándolo. Un grito espantoso. Un alarido indio. Muertos por el suelo. Ni gota de sangre. Era cosa verdaderamente notable, teniendo en cuenta la masacre que estaba en marcha, que no hubiera sangre por todas partes. Una imprecisión, en lo tocante a los datos. Dispara a un hombre en el corazón a bocajarro: sangrará. Indudable y vigorosamente. Sangrará hasta que las ranas críen pelo. Y aquello en una cinta en color, encima. Lo lógico hubiera sido que la sangre saltara por todo el cine. Los indios iban ganando, a pesar de eran los que se llevaban la peor parte y de los montones de cadáveres de rostro pálido que había aquí y allá. Y usaban arcos y flechas y tomahawks y vete tú a saber qué más. Menudo engorro tenía que ser eso. Madden se preguntaba de qué tribu serían. ¿Pies negros? ¿Pawnees? ¿Apaches?

Rose le tiró de la manga.

– Tengo que ir al servicio, de verdad -dijo Rose-. ¿Dónde está?

Él apartó el brazo.

– No tengo ni idea -contestó.

Alguien detrás de ellos les mandó callar. Madden se concentró en la película, se rascó el brazo y procuró no pensar en las pulgas.

– Si ves a la acomodadora, pregúntaselo -añadió, intentando no alzar la voz.

– ¿Dónde está?

– Puede que ahí abajo, en el foso de la orquesta. Pero me parece que hay cola.

Rose soltó inexplicablemente un bufido.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó él.

– Por nada. Solo porque sí.

– ¿Porque sí qué?

Rose se había sentado muy tiesa y miraba fijamente la pantalla. Había dejado de mascar y Madden la miró achicando los ojos en la oscuridad.

– Tú sabrás, doctor -respondió ella sin mirarlo.

Madden se resignó a no obtener una respuesta satisfactoria.

– ¿Quién va ganando? -preguntó Rose mientras se removía en su asiento-. ¿Los buenos o los malos?

Madden no estaba seguro. Un vaquero vestido de ante y un indio de aspecto atlético (uno de los pocos que había así) se observaban a la vez que describían un círculo con los machetes desenfundados, aunque Madden ignoraba si eran eso, machetes. El indio estaba desnudo de cintura para arriba y una marca roja de un cuchillo le cruzaba el pecho en diagonal. Con los músculos tensos, se parecía mucho a Burt Lancaster, y se pasaba con agilidad el cuchillo de una mano a la otra. Aquellos movimientos no engañaban al vaquero, que empuñaba su cuchillo con una mano y no cambiaba de postura, y cuyas patillas rojizas se prolongaban hasta bien adentro de la mandíbula, grande como un bloque.

El indio empezó a cantar mientras seguía trazando un círculo para acercarse al otro y tallaba en el aire, delante de él, esquemáticos arabescos; después se lanzó de cabeza hacia el vaquero de pelo rubio, pero éste se apartó con destreza y le asestó una cuchillada que dibujó un corte sobre su hombro.

– ¡Uuuy! -exclamó Rose.

Se abalanzaron el uno hacia el otro, cada uno de ellos sujetó con su mano libre la mano con que el otro sostenía el cuchillo, cayeron al suelo, el indio encima, pero el vaquero lo apartó, se levantó de un salto y de un puntapié le arrojó arena a la cara. Otro forcejeo, una finta. El vaquero, marcado en la mejilla, se detuvo a probar el sabor de su propia sangre. El indio sonreía torvamente. Un último alarido espeluznante y se arrojó con el cuchillo extendido hacia el bueno, el héroe, que en ese preciso momento se marchitaba, se rizaba sobre sí mismo como humo negro, con un sonido como de agua arrojada sobre grasa caliente…

Las luces se encendieron despacio, la gente del foso de la orquesta se dispersó. Debieron pensar que había fuego en el edificio.

– ¿Qué ha pasado? -dijo Rose.

Madden movió la cabeza de un lado a otro.

– Que la puñetera bobina se ha quemado, eso pasa. Han dejado que el proyector se recalentara.

Levantó la vista. Las luces emitían un resplandor mortecino y la mustia cornisa del techo le recordó el pastel de bodas de la señorita Havisham [15]. Cuando volvió a fijar la vista en la platea, vio que un roedor de buen tamaño se escabullía a toda prisa a lo largo de la pared y buscaba cobijo en la oscuridad, llevado por sus patas demasiado cortas para ser bonitas.

– ¡Poned la película de una puta vez! -gritó alguien, sin duda un aficionado al género-. ¡Iba a arrancarle la cabellera!

– ¡Ya mojar pan en la yema! -dijo otro, pero era imposible saber quién era quién. Madden pensó que el público estaba compuesto en su mayor parte por hombres, aunque en varios rincones había una o dos parejas que se reían por lo bajo.

El proyeccionista vociferó:

– ¡Haya paz! Pondré el otro rollo en cuanto se enfríe la máquina. Pasaremos unos dibujos animados de propina cuando se acabe la película.

Las luces empezaron a apagarse otra vez, devolviendo la sala a su acostumbrado nivel de penumbra. Madden notaba más que nunca el olor del local, que la peste del celuloide quemado hacía aún más desagradable. En el foso de la orquesta no quedaba nadie, y no había ni rastro de la acomodadora, con su cara de colilla consumida.

– Si quieres ir al servicio -dijo Madden-, ahora podría ser el momento ideal.

Rose, que había recuperado su humor de siempre, resopló. Madden se sintió casi aliviado. La autocompasión era una cosa aborrecible. Solo a sí mismo se toleraba el regodeo en ella.

– Ideal -añadió como si dictara sentencia, y se sintió como un idiota.

– Lo que tú digas, doctor -repuso ella, y se levantó del asiento. Madden puso las piernas a un lado para dejarla pasar, pero se dio cuenta de que no bastaría con eso y acabó poniéndose de pie en el pasillo. Rose pasó rozándolo, miró pasillo adelante, se volvió, levantó la vista hacia el fondo de la sala, miró a Madden y arrugó el ceño.

– Abajo, creo -dijo él-. Los servicios suelen estar abajo. ¿No?

Rose resopló.

– No sé si hay algún reglamento al respecto.

Madden se metió las manos en los bolsillos, pero los tenía todavía húmedos y volvió a sacarlas. Se imaginaba a Kincaid diciendo algo así como: «Al cuerno con los reglamentos», pero se contentó con guardar silencio.

– La limpieza y la santidad van de la mano -dijo Rose-. ¿No significa eso que los aseos deberían estar arriba?

– Merece la pena probar -respondió él.

– Bien -dijo Rose-, pórtate bien. Y no te vayas a ningún sitio sin mí.

– Ni soñarlo.

Volvió a sentarse y dejó que la oscuridad se lo tragara. Solo llevaba allí un momento cuando notó una presencia a su lado, un algo incorpóreo que se acercaba, y se le crisparon los hombros al darse cuenta de que una mano tocaba su pierna. Sería Rose, que quería gastarle una broma. Debía de haber vuelto por la otra puerta y se había deslizado a hurtadillas por la fila de butacas. El caso era que había algo raro en aquella mano, algo que no encajaba. No era la mano de Rose. La mano apretó su pierna, él se retiró bruscamente y la mano quedó colgando.

– Tranquilo, cariño -dijo un hombre cuya cara no podía distinguir-. No hace falta acalorarse. A no ser que quieras, claro.

Madden se levantó.

– Lo denunciaré a la policía -dijo con repentina serenidad-. Haré que lo detengan. -El hombre se levantó inmediatamente y se alejó un par de butacas, arrastrando los pies. Era de mediana edad, posiblemente. Había algo en su forma de andar encorvado que lo delataba. Una respiración trabajosa. Una irregularidad.

– ¿A qué has venido aquí, entonces? -iba mascullando mientras se retiraba hacia el fondo. Madden no sabía si era el susto o la iluminación de la sala lo que daba a la palidez de aquel hombre su intensidad breve y fantasmagórica-. Trabajas para la policía, ¿eh? ¡Pues que te den por saco! -El hombre le imprecaba con el puño levantado, pero su persona parecía menos real que cualquier amenaza de violencia física que pudiera proferir-. ¡Vete por donde has venido! ¡Chivato!

Hasta a oscuras notaba el ardor de sus mejillas y se sentó en la fila anterior a la que había ocupado previamente con Rose. Las pesadas cortinas que cubrían parcialmente la pantalla absorbieron su atención, le ofrecieron una superficie hacia la que desplazar su conciencia en lugar de estar sobre sí mismo. Se sentía degradado, pero no estaba seguro del motivo, de qué era lo que acababa de ocurrir. Tal vez aquel hombre lo había confundido con otra persona y su acercamiento tenía a otro por destinatario: un amigo, un conocido. La luz escasa favorecía esta hipótesis. Dos amigos que quedan en encontrarse en un cine al final de una sesión; el siguiente pase empezaría enseguida y fuera diluviaba, los dos habrían querido resguardarse de la lluvia. Como teoría, naturalmente, no tenía nada que objetar. Pero había en ella lagunas, agujeros que llenar.

Madden había oído hablar de lugares donde se celebraban encuentros clandestinos, aquelarres de invertidos y afeminados. Su padre le había advertido de su existencia. Deseó que Rose se diera prisa: quería marcharse enseguida. Algún otro podía verlo y acercarse a él furtivamente con sus «cariño» y sus «si estás sentado cómodamente, empiezo». El olor a sábanas sucias era mareante, como el de carne que llevara tres días en el gancho. De modo que era así como se hacía. Tres filas por delante, distinguió la espalda de una entidad plural que se movía con un ritmo casi imperceptible, que se separaba y volvía a fundirse (las dos cabezas juntas) y emitía un sonido bajo, semejante a un gemido. Observaba fascinado mientras la adrenalina circulaba a golpes por su cuerpo. Era como si pudiera de pronto dejar escapar un grito sofocado a la par que ellos, correrse con un quejido leve al mismo tiempo que se corrían ellos. Cuando aquel ser se dividió por fin en dos mitades nítidas, Madden exhaló un suspiro largo y profundo y se recostó en la silla como si formara parte de ella. Necesitaba un lugar al aire. Ansiaba el aire fresco y limpio, una llovizna con que limpiarse la cara sucia. Pero no podía irse sin Rose. Una de las dos mitades de la pareja se levantó y se palpó la chaqueta o los pantalones; luego retrocedió a trompicones por la fila de butacas y se sentó a cierta distancia. El ojo rojo de un cigarrillo brilló, se abrió parpadeando y se cerró con la inhalación. A los pocos minutos, aquella figura se levantó y se fue. La otra silueta continuó sentada donde estaba, esperando quizá la llegada de otro amigo. O quizá esperara a la acomodadora con un helado de chocolate. Madden estaba sediento. Sí, estaba decididamente seco.

Rose regresó y se sentó de nuevo. Lo buscó un momento antes de que él le clavara un dedo para advertirle que se había sentado en la fila de atrás.

– Te has cambiado de sitio -dijo ella-. ¿Van a volver a poner la película?

– Puede que dentro de un momento -contestó Madden-. En cuanto hayan puesto el otro rollo.

Rose se había pintado y perfumado en el aseo: Madden lo notó por lo penetrante de su olor desagradable, que le hizo sentirse extrañamente avergonzado y un poco mareado.

– Vámonos -dijo-. No tengo ganas de esperar más.

– Yo quería ver el final -refunfuñó Rose-. Quería saber a quién cortaban la cabellera.

– Ya hemos visto el final, ¿te acuerdas? Cuando entramos.

– Ya lo sé, no soy tonta. Me refería a cómo empieza.

Madden empezó a levantarse, pero Rose le tiró de la manga de la chaqueta para que volviera a ocupar su sitio en la butaca, y, al sentarse con un ruido sordo, algo en punta se le clavó en la nalga. Cambió de postura, se recostó otra vez y miró con fastidio cómo se abría el telón mientras se alzaban dos o tres vítores desvaídos. La acción comenzó bruscamente, en una coyuntura nueva e inexplicable, y la música bramó con súbito estruendo.

«Gu-juu», cantaban los indios. «Hey-ya, hey-ya, hey-ya, hey-ya…».

Los pocos vaqueros supervivientes (condenados a cabalgar a pelo en mustangs robados a los indios por el mismo descampado hollywoodiense lleno de cicatrices) iban y venían una y otra vez. Poco después yacían todos muertos en el suelo, cosidos a flechazos.

Salieron furtivamente al vestíbulo, los primeros en irse. Madden había saltado de su butaca nada más acabar la película y se había dirigido a la puerta sin molestarse siquiera en ver si Rose lo seguía. La acomodadora estaba allí, fumando un cigarrillo liado. Su cara casi parecía formar un todo con la colilla. Saludó con un gesto a Madden y él respondió con un seco movimiento de la cabeza y salió dejando que la puerta oscilara a su espalda. Se oyó un golpe y Madden se paró en seco, asaltado por la súbita sensación de haber vivido ya aquel instante.

Y allí estaba él otra vez, empujaba la puerta con una mano mientras con la otra se tocaba la boca. Unas cuantas personas pasaron en fila por su lado, todas ellas hombres. Nadie le preguntó cómo se encontraba, aunque se veía claramente que estaba no poco dolorido.

No había visto a Madden, a quien un pánico inerte mantenía clavado en el sitio a pesar de que deseaba más que nada en el mundo salir corriendo por la puerta. No podía hacerlo, sin embargo. El traje verde empezaba a mancharse de gotas de sangre fresca. Gaskell levantó los ojos llorosos y pareció menguar y encogerse ante Madden.

– Tú -dijo, y escupió sangre en babas caballunas-. Debí imaginarlo.

Madden no sabía qué decir. La humillación que había sufrido a manos de Gaskell en el club de alumnos era aún tan reciente que no le permitía articular su ira. Sin duda, más adelante se le ocurriría algún dardo hiriente, cuando fuera ya demasiado tarde para darle un uso práctico.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Gaskell. Echó mano de su pañuelo y se disponía a taparse con él el labio roto cuando, por alguna razón en la que Madden no quiso pararse a pensar, volvió a guardárselo en el bolsillo del pantalón.

– Estaba con Rose -dijo-. Ella quería ver la película. Lo siento muchísimo. ¿Quieres que te preste el mío? -Buscó su pañuelo y lo sacó, pero Gaskell negó con la cabeza.

– Tiene cojones la cosa -dijo-. Ojalá dejaras de tirarme muebles encima. Ahora ya tengo el morro a juego con la nariz.

Su nariz tenía un bulto de buen tamaño desde su primer encuentro con Madden: ya siempre tendría aquel aspecto. Aquel bulto le confería un porte más romano, cierto aire de nobleza latina. No carente de atractivo, desde luego.

– Esto se está convirtiendo en una costumbre, ¿no, tarado? -Gaskell se recostó contra una parte grasienta de la pared cuyo papel se había levantado-. Empiezo a pensar que tienes algo contra mí. ¿Te hice algo en una vida anterior? Debe de ser eso. Sí, definitivamente tuve que hacerte algo.

– Lo siento -dijo Madden-. De veras. Es que tenía un poco de prisa por salir.

Gaskell levantó la vista.

– ¿Un poco de prisa? Creía que hablabas en plural.

– ¿Cómo dices? -preguntó Madden.

– Has dicho que estabas con Rose -contestó Gaskell, que se había erguido y se tocaba el labio con cuidado-. No la veo. ¿Seguro que no estabas con otra… eh, compañía? -Metió la mano en el bolsillo, sacó una lata de tabaco y comenzó a liar un cigarrillo. Lo encendió, tiró la cerilla sin apagarla y ésta se quemó en la moqueta, formando a su alrededor una pequeña marca negra. Madden chasqueó la lengua y apagó la cerilla con el pie, pero se acordó de usar el zapato que no tenía agujero.

– Ahora me toca a mí decir que lo siento. Por eso y por lo que te dije en el club. Así que ahí va. Lo siento -dijo Gaskell sin convicción aparente-. Mira, me da igual si estás con Rose o no. No me importa por qué estás aquí ni con quién. La verdad es que yo también tengo un poco de prisa. -Dio una calada al pitillo. Madden asintió con la cabeza: no parecía ser necesario que dijeran nada más, pero aun así sentía que debía hablar, que tenía que disipar cualquier idea equivocada que su amigo (¿eso eran?) hubiera empezado a formularse.

– Estaba con Rose -dijo, todavía con el pañuelo en la mano-. Ella estaba aquí hace un momento. No sé dónde se ha metido. Ha ido… No recuerdo dónde ha ido. -Miró a través de la tronera redonda de la puerta, hacia la sala a oscuras. Dentro había todavía algunas personas que se dirigían hacia la salida.

Gaskell asintió con la cabeza, agarró a Madden del brazo y tiró de él.

– Sí, yo también estaba con Carmen, pero se fue. Nos hemos peleado. Ya lo viste, claro. En fin, ahora quiero irme a casa.

Madden recordó el desprecio gangoso que Carmen se había gastado con él, y también con Gaskell. Tenía los labios tan tensos que no se le veía la fealdad de las encías.

– Entonces, ¿estabas ahí dentro solo?

Gaskell miró en torno a él. A la entrada del cine había algunos hombres y una o dos mujeres que esperaban a que la lluvia aflojara un poco para salir corriendo. Gaskell y él se mezclaron con ellos. Madden se sorprendió de que fueran tantos. En la sala, viendo la película, no le había parecido que hubiera tanta gente. Claro que posiblemente eran transeúntes que se habían resguardado allí de la lluvia.

– Sí, exacto. He entrado y he salido solo. Como tú, tarado -contestó Gaskell mientras echaba el humo y le sonreía sin alegría.

– Yo no estaba solo -repuso Madden, y volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo del pantalón.

– Da igual, tengo que irme -dijo Gaskell-. Tengo que ir a cambiar el agua al canario, como si dijéramos. Nos vemos pronto, ¿vale? No parecía tanto una pregunta como una afirmación, una especie de orden velada. Una amenaza, quizá. Con Gaskell, Madden nunca estaba del todo seguro.

Gaskell se apartó mientras el pequeño gentío se removía para hacer hueco. Volvió a encender el pitillo y de nuevo arrojó la cerilla sin apagarla al suelo, donde se extinguió sobre la moqueta mojada.

– Mira, me voy -dijo, y luego añadió-: Mierda. -Agachó la cabeza y miró al suelo con expresión irreconocible. Madden miró a su alrededor para ver qué había causado en él aquel extraño nerviosismo.

Una figura alta se abría paso a empujones hacia ellos. Sus ojos escudriñaban la silueta encorvada del traje de pana verde. Evidentemente, no había reconocido a Madden.

– Ah, estás aquí. Con que has huido, ¿eh?

El aliento del buen doctor olía fuertemente a whisky. Si la presencia de Madden lo incomodaba, no daba muestras de ello. Kincaid se abrió paso para colocarse a su lado.

Gaskell levantó la mirada bruscamente.

– ¿Por qué no te vas a tomar por culo, Hugh? -dijo.

– Sí, muchacho -dijo Kincaid-, piérdete. Nosotros tenemos que hablar de unos asuntos privados, ¿eh? Unos asuntos privados y personales.

El doctor parecía acalorado. Tenía los ojos húmedos, como si estuviera a punto de llorar. Miraba a Gaskell con expresión implorante y sus maneras jactanciosas parecían vacuas.

– Tú también puedes irte a tomar por culo -le dijo Gaskell. Tenía una mirada de desprecio indisimulado bajo la cual el doctor parecía marchitarse.

– Owen… -comenzó a decir, y se llevó una mano al bigote con nerviosismo.

– Ya te lo he dicho -replicó Gaskell-, no me interesa. ¿Por qué no te lo metes en esa cabeza fea y vieja?

La lluvia había amainado y los que se habían refugiado de ella empezaban a dispersarse en la oscuridad, en grupos de dos y de tres. El buen doctor se volvió hacia Madden, pero sus ojos seguían fijos en Gaskell.

– ¿Qué? No has conseguido más que esto, ¿eh?

Madden se encogió por dentro al sentir el escozor de las palabras del mayor de ellos tres. Procuró imaginarse fuera de aquella situación, pero no pudo. No podría hasta que Rose diera con él y la odió por obligarlo a soportar aquello.

– Lo siento mucho -dijo-. Creo que alguien me está buscando…

– Me parece a mí que ya te han encontrado -contestó Kincaid mientras Gaskell y él se miraban fijamente. Gaskell tiró su cigarrillo a la calle.

– Estoy harto de esto -dijo-. Me voy. Que os den por culo a los dos. -Echó a andar por la calle. Solo se detuvo para dar una patada a la portezuela de un coche aparcado junto a un Morris Minor abrillantado a conciencia.

Kincaid también se bajó del escalón del cine: la chaqueta de tweed abierta y la camisa desaliñada, los brazos pegados a los costados y las palmas hacia fuera con ademán suplicante. Vio alejarse a Gaskell, al que dos hombres parados junto a un portal, al otro lado de la calle, dedicaron un silbido penetrante y lobuno.

– ¡Owen! -gritó Kincaid-. ¡Gaskell!

Pero Gaskell siguió su camino.

Kincaid se volvió y miró a Madden con hastío; luego se le acercó, puso suavemente una mano sobre la solapa de su chaqueta y se la alisó como si acariciara a un perro muy querido. Sus ojos, cargados y tristes, parecían no haberlo reconocido aún. Se tambaleaba visiblemente y metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar su pipa. Suspiró mientras llenaba de tabaco la cazoleta.

– ¿Tienes fuego, chico? -preguntó a Madden, que negó con la cabeza-. No te lo reprocho. Es un hábito desagradable. Muy malo para la salud, según dicen. Como muchas otras cosas. -Miró a su alrededor, pero no quedaba nadie más a quien preguntar, así que tiró el contenido de la pipa al badén de la calle y contempló cómo el arroyo que corría por él se llevaba el tabaco-. Algunas cosas… -dijo-. Algunas cosas pueden ser muy malas para uno. Debilidades, predisposiciones. -Volvió la cabeza y miró a Madden; después volvió a mirar el agua que corría por el badén-. Predilecciones. Toda clase de cosas. Malas, todas ellas malas. Fatales, algunas. Y aquí acaba la lección.

Se volvió otra vez para mirarlo y sonrió con algo de su aplomo de siempre. Madden se alegró por él.

Kincaid se acercó y le puso de nuevo la mano en el hombro.

– ¿Listo para volver a casa? -dijo alguien. Madden vio a Maisie Kincaid asomada a la ventanilla del Morris Minor-. ¿Te has divertido bastante por esta noche?

Tenía el pelo distinto, se había hecho algo en él, y su cara parecía muy rosa y acalorada.

– Supongo que te habrá gustado la película, ¿no? -Dirigió su pregunta a Kincaid, que parecía haberse acobardado al verla-. Indios y vaqueros -añadió-. ¿Cuál de los dos querías ser cuando eras pequeño, Lawrence?

– Maisie… -acertó a decir él.

– No -dijo ella-, por favor, no.

– Maisie, no quería…

– ¡He dicho que no! -gritó ella, y se irguió en el asiento del conductor-. ¡No quiero oír ni una palabra! ¡Sube al coche!

Kincaid se quedó donde estaba, tambaleándose. Miró a Madden y después a su esposa, pero siguió sin moverse.

– No, tu amiguito nuevo se queda donde está. Hugh, ¿no? Sí, me acuerdo de su cara. Sí, desde luego, me acuerdo muy bien. -Inclinó la cabeza, pero Madden no le devolvió el saludo.

– Maisie, yo…

Ella dejó caer la mano con fuerza sobre el claxon del coche y la mantuvo allí. El súbito estrépito pareció devolver a Kincaid a la vida con un chispazo, como si alguien hubiera pulsado un interruptor eléctrico. Se acercó al coche tambaleándose como un borracho, entró por la portezuela del copiloto, ya abierta, la cerró de golpe, se pilló la chaqueta, volvió a abrir la portezuela, tiró de la prenda y cerró otra vez.

Maisie apartó la mano del claxon y encendió el motor. Después lanzó a Madden una mirada penetrante.

– Me gustaría sinceramente que esto fuera un adiós, Hugh -dijo-, pero algo me dice que solo es un hasta la vista.

Dio marcha atrás, revolucionó el motor y salió a la calzada describiendo una curva. Madden se quedó mirando el coche. Las huellas de los neumáticos hacían ondular los reflejos anaranjados de las farolas sobre la superficie negra y oleosa del pavimento.

Rose estaba a su lado.

– ¿Dónde coño te has metido? -dijo. Le tiró de la manga y él se desasió bruscamente. Estaba harto de que la gente lo zarandeara de acá para allá, de que le preguntaran una u otra cosa y contestaran luego a sus propias preguntas en un sentido o en otro. Estaba cansado de todo aquello.

– Estaba aquí -dijo-. Aquí mismo, en este escalón. ¿Dónde te has metido tú?

Rose resopló.

– Te perdí en la oscuridad. Estaba esperándote al lado de la taquilla. ¿Es que no me veías?

– No, no te veía.

– Pues mucho no me habrás buscado, ¿no? -dijo ella-. Todos esos pervertidos me miraban como si quisieran violarme.

Ahora fue Madden quien resopló. Vio que tenía los zapatos manchados con la sangre de Gaskell.

– ¿Qué? -preguntó Rose.

– Dame un respiro, ¿quieres? -contestó él-. Vámonos de aquí antes de que se ponga otra vez a llover.

Rose se animó.

– Madden, ¿tú crees que habrá algún sitio abierto a estas horas?

– No, ¿por qué?

– Tengo hambre. Quiero que me compres una bolsa de patatas fritas.

Y Madden levantó por primera vez la mano para hacerla callar: la primera de muchas. Estaba demasiado cansado para hablar. Demasiado cansado para servirse de palabras.


  1. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> Personaje de Grandes esperanzas, de Charles Dickens. La señorita Havisham es una solterona entrada en años a la que su prometido dejó plantada ante el altar y que guarda en su cuarto los restos marchitos de su frustrada celebración de boda, entre ellos el pastel mohoso. (N. de la T.)