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De niña soñaba con ser princesa de cuento árabe, o mejor odalisca, llamarse Aziza, Latifa, Najwa, Sulaima, Yasmina, adornarse de argollas, cinturones, brazaletes y ajorcas con incrustaciones de zafiros, turmalinas, granates, heliotropos orbiculares, ágatas crisoprasas, envolverse en siete velos perfumados con incienso de los árboles de Omán y, al ritmo insidioso de las flautas, contonearse con gestos sutiles, arcaicos, los hombros creando olas, las manos pájaros, la pelvis una serpiente…
Pero nada de eso era serio. De modo que cuando se hizo mayor (doce años) quiso ser monja. Había oído la llamada. No podía desoírla.
– ¿Existe «desoír», sor?
– Míralo en el diccionario, Nieves.
Se lo dijo a su padre, que no la desoyó. Era un hombre extraordinario, a él podía contarle cualquier cosa. Otros padres gritaban o denegaban sin más, pero el suyo siempre le sonreía y hablaba con cariño. «¿Te parece bien, papá?», preguntó al ver que él, lejos de recriminarla o enfadarse, se lo tomaba con buen humor. Por supuesto que le parecía bien: todo lo que implicara su felicidad le parecería bien siempre. Sin embargo, antes de dar un paso tan definitivo, debía asegurarse de que eso era lo que realmente deseaba. Porque el Señor llama a todas las puertas, pero cada cual debe servirle a su manera. No hacía falta ser monja, o cura, para agradarle. Por ejemplo, su padre tenía la joyería, el negocio familiar, repleta de zafiros, turmalinas, granates, heliotropos orbiculares, ágatas crisoprasas. La joyería Aguilar también era una manera de servir a Dios. Piénsalo, Nieves, se trata de tu felicidad. No te apresures a tomar la decisión, que te conozco.
Claro que la conocía. Meses antes la televisión la había hecho temblar con las imágenes de un seísmo en Yemen del Norte, los muertos se contaban por millares, las organizaciones humanitarias reclutaban la compasión ajena. «¿Por qué no ayudamos?» Lanzó aquella pregunta sobre la mesa mientras almorzaban frente al televisor. «Ya hemos enviado un donativo, repuso su madre.» Pero ella no se refería a eso. «¿Por qué no damos más? Eres joyero, papá. Puedes vender parte del negocio y enviar ayuda. Al fin y al cabo, son joyas. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué nadie hace nada? ¿Por qué ningún cristiano hace nada?» «Las joyas no son de papá», comenzó a decir su madre, pero su padre la interrumpió y sonrió. «Por mí, de acuerdo, Nieves. Vamos a dar. Yo daré las joyas y mamá sus vestidos, y tú darás los tuyos, y tus libros de cuentos, incluyendo tu preferido, Las mil y una noches, y tus salidas al cine, tus vacaciones…»
Porque se trataba, en efecto, de darlo todo. Despojarse. Un velo tras otro… Pero también collares, brazaletes, ajorcas… Quedar íntegramente despojada mientras los hombros creaban olas, las manos pájaros, la pelvis una serpiente…
Pero eso no era serio. De modo que, cuando se hizo aún mayor (diecisiete años), tuvo novio. Había conocido a Pablo en el curso de ingreso a la universidad. A ambos les atraía el mundo de las letras: ella quería escribir cuentos; él, novelas; ella terminó estudiando magisterio y él periodismo, pero siguieron juntos. Un chico con ambiciones, le dijo su padre la noche en que Pablo pidió oficialmente su mano (con una joya que la joyería Aguilar había aprobado), y muy inteligente, Nieves. Tiene futuro en la prensa, ya verás. ¿Y yo?, le interrogaba ella con los ojos. Tú no vas a quedarte atrás, contestaba la mirada brillante de su padre. Y brilló de igual forma cuando ella le anunció que había conseguido la codiciada plaza de Valdelosa. Sonsoles, la directora, la había felicitado. Sor Natividad, la asesora de formación espiritual, había puntualizado que, aunque Valdelosa no era un colegio religioso, aplicaban cierto método. No se obligaba a nadie a responder a la llamada de Dios, pero se procuraba que ninguna muchacha dejara de oírla… Desoír, le ayudó ella con una sonrisa. Sor Natividad frunció el ceño.
– ¿Puede decirse «desoír»?
– Sí, sor.
Seguía soñando con velos, pero ya no con bailar bajo ellos. Solo con los velos. Mejor dicho: un único, blanco, luminoso velo. Lo veía crear olas sobre fondo negro, flotar límpido y ligero en un espacio sin objetos. Nunca podía atraparlo aunque lo intentaba una y otra vez. Atribuyó aquellos sueños a la cercanía de su boda. Su boda de traje blanco, con velos y joyas. Guardaba retratos de la magna unión: su madre iba de lamé y su suegra de lentejuelas. Luna de miel en Fez, luego en El Cairo. Olió el incienso de los viejos árboles de Omán. No hubo danzarinas, sin embargo. Descubrió que era muy celosa.
Más tarde, bastante más tarde, su madre le preguntó algo que su padre también quería saber. Todos querían saberlo en realidad, a todos les preocupaba. Habían elegido a su madre como portavoz, pero en aquellos labios convergía una llamada unánime que ella no podía desoír. Recordaba bien la conversación: hablaban en la cocina, junto al frigorífico abierto, durante la fiesta del sexagésimo cumpleaños de papá. Estaban tan nerviosas, tan pendientes de que nadie las oyera, que ninguna de las dos recordó cerrar el frigorífico, y pronto se vieron envueltas por un vaho que las atería. No es lo que piensas, mamá, le dijo. Pablo y ella no estaban tomando precauciones contra la vida. Jamás harían eso. Habían ido al médico, aguardaban la oportunidad de explicarlo. El problema estaba en ella. Sus células no engendraban. No podía. Nunca podrían. El frío la hacía temblar. Su madre la abrazó. Cálmate, Nieves, cálmate, pequeña, hoy hay soluciones para todo… Hasta podéis adoptarlos. Pablo no quiere, dijo ella.
Humilla la cabeza, ordenaba la vida. Arrodíllate y humilla la cabeza. Pero eso no la haría ceder, entregarse, renunciar a sus metas. Aún podía elevar los ojos. Los voluntariados de acción social de Valdelosa, por ejemplo, formados por profesores, padres y alumnas para luchar contra la droga o ayudar a ancianos y niños con problemas. Aquel trabajo consumía gran parte de su tiempo libre, pero no le importaba. El tiempo le sobraba: Pablo siempre tenía muchas cosas que hacer desde que había sido contratado por ese periódico tan importante. A veces regresaba a casa de madrugada; otras, se ausentaba todo el fin de semana. Ella también podía invertir en algo útil su propia soledad.
Fue entonces cuando conoció la luz de la noche y llovieron gatos sobre el tejado.
Lo primero que había hecho tras leer aquel cuento había sido hablar con el profesor Cevallos, el guía de la muchacha. En Valdelosa los profesores más veteranos se repartían la tarea de ser guías. Cada alumna tenía uno particular, aunque cada guía podía tener varias alumnas a su cargo. Ellos se ocupaban de supervisarlas durante los sucesivos cursos, observaban el crecimiento de la rama y corregían las torceduras.
Cevallos, que era de matemáticas, estaba muy preocupado, incluso aturdido, incluso conmocionado. Se trataba de una alumna excepcional, le explicó, la primera de la clase y quizá de todo el colegio, un caso único. Muy callada, quizá demasiado, pero eso no era tan malo. Lo malo era su fantasía, su obsesión por los cuentos. Cevallos había leído uno y se había impresionado. Eran rarísimos. Había intentado persuadirla, primero en las reuniones de Directrices, luego en las de Conducta, por fin en las de Comprensión, de que abandonase aquel pasatiempo. La muchacha nunca le decía que no, pero él tenía la sospecha de que no le hacía caso. Cevallos era afable, calvo y trémulo. Buena persona, pero dado a exagerar. Quizá ese problema, justo ese problema que creía haber advertido en su discípula no era sino la expresión de un asombroso talento oculto. Quiso conocerla a fondo.
Un día, al finalizar la clase, la llamó. La muchacha se acercó con el semblante fruncido por la duda. Era delgada y oscura, de una tez casi aceitunada, con el largo cabello trigueño dividido por una raya exacta en medio de la cabeza. En su rostro ovalado asomaban los ojos verdes, como de gato, y ese rictus perenne de su labio inferior, como si pensara que sonreír no merecía la pena. Se estaba convirtiendo, incluso escondida tras el uniforme impecable, en una chica muy atractiva. Recordaba bien los libros que llevaba bajo el brazo: La bella y la bestia, de madame Leprince de Beaumont y una edición juvenil de Nuestra Señora de Paris. La felicitó por el cuento, le dijo que tenía dotes.
– ¿Están al tanto tus padres de lo bien que escribes? -preguntó. Cuando la muchacha replicó que su madre había fallecido, se apresuró a agregar-: Lo siento, no sabía… -Claro que lo sabía. Sabía mucho sobre ella. Pero también sabía (cuánta astucia la suya, aunque es verdad que lo había leído en los libros de psicología) que, para iniciar una buena relación entre desconocidos, nada mejor que una metedura de pata al principio. Y se había propuesto iniciar una buena relación.
A partir de entonces la vio con más frecuencia. Siempre entre sombras, sin embargo. En clase se sentaba al final del todo, en el último pupitre, donde la luz de las ventanas llegaba agotada, y en los rincones de la cafetería a la que solían ir después, cercana al colegio, había oscuridad. Además, la muchacha acostumbraba llevar el pelo de manera que ocultaba parcialmente su rostro. De modo que así la recordaba: la cara fragmentada de negrura, tras las puertas del cabello, iluminada como un cuarto lunar, como si portara un candelabro en una mano.
«¿Tienes más cuentos?», le preguntó. Claro que tenía. Cada viernes, Soledad Olmos le entregaba una historia distinta, pulcramente escrita con ordenador. Ella la leía el fin de semana y el lunes se la devolvía y la comentaban. Así se ganó su confianza. Leyó todas sus historias. O casi todas. Algunas, confesaba la muchacha en aquellas tardes oscuras, las había quemado en la chimenea de su casa y había esperado arrodillada a que se consumieran mientras las llamas, era de suponer, le abofeteaban las mejillas. ¿Por qué lo había hecho? ¿No le gustaban? No era eso: a veces las destruía porque le gustaban demasiado. ¿Qué quería decir con aquel enigma? No lo explicaba. Había cosas de la muchacha que no era capaz de entender. Suponía que el cofre de su secreto, con el tiempo, terminaría abriéndose.
Y a esas horas nostálgicas en que el rebaño se recoge, las ánimas cantan Te lucis ante y los ángeles bajan a proteger a las criaturas de Dios, Nieves Aguilar se sentaba en la cafetería y compartía con la muchacha un refresco sin burbujas (invitaba doña Nieves) mientras hablaban de cuentos, autores, literatura, y en ocasiones, muy pocas, de la vida.
Toda amistad reciente es una flor, le había dicho su padre cierta vez, y cierra sus pétalos ante cualquier roce. Ella procuraba tener cuidado. No le importaba ser superficial; se sentía, incluso, más tranquila así. Le hubiese inquietado hablar de cosas más íntimas que los cuentos. No obstante, había roces. Recordaba un lunes en que, tras haber leído una de sus historias, le dijo:
– Sigo creyendo que escribes muy bien, pero… -Había un «pero». Era debido a que sus cuentos, que consideraba extraordinarios, le parecían a veces excesivos. ¿O quizá procaces? ¿Anárquicos? ¿Bizarros? ¿Qué palabra podría definirlos mejor? Pensaba que, en cierto modo, Cevallos no se equivocaba: era preciso controlar aquel terremoto cuyo epicentro yacía en las profundidades del cerebro de la muchacha. De otra forma, la genialidad podía convertirse en catástrofe-. No creas que no me ha gustado este último… «El decorador» es excelente, como todos los anteriores…
– «La decoración» -corrigió la muchacha.
– Perdona, soy malísima para los títulos… Esa fiesta a la que acude la protagonista es muy divertida y está muy bien narrada… Pero, al mismo tiempo, es… -Intentó en vano que la muchacha compartiera su sonrisa-. Bueno, muy rara, ¿no? ¿Cómo se te ocurren esas cosas? Lo veo todo tan extraño… Creo que necesitas poner un poco los pies en la tierra.
– ¿A qué te refieres?
– Verás… -En realidad, aquellas indecisiones no eran del todo sinceras. Tenía bien preparado lo que iba a decirle, pero quería dotarlo de aires de improvisación-. Dios no nos otorga el talento para despilfarrarlo en cosas sin sentido, Soledad, sino para ayudar a otros a ser más felices. Con la literatura pasa eso. Cuando leo un buen libro tengo la sensación de que me ha ayudado a ser feliz, a encontrar un camino. Lo que escribes es muy bueno, pero no va más allá. No concluye en nada, no me muestra un camino, no me ayuda a ser mejor persona. Y si escribir no sirve para que seamos mejores, ¿para qué sirve entonces? Más nos valdría dedicarnos a cosas útiles, humanas, como hacer muebles o cultivar plantas. Creo que necesitas una directriz, un… sendero. -De repente, al mirar a la muchacha, casi pudo advertir cómo se cerraban, uno a uno, todos los pétalos-. No me entiendas mal: el cuento me gustó… Pero más allá del placer que me proporcionaba no vi otra cosa. Y no es que el placer sea malo, pero… en tus cuentos debería haber algo más… -¿Como qué?, imaginó que la muchacha le preguntaba fríamente. Decidió contestar la pregunta no formulada con otra-: ¿Sabes qué creo que tendríamos que hacer? Reunirnos con tu guía y hablar al respecto.
– Mi guía es un gilipollas.
– No digas eso -le reprochó ella-. En primer lugar, es una grosería. Y en segundo lugar, el profesor Cevallos no merece tus insultos. Es un hombre honrado que se preocupa por ti…
– Quiere que deje de escribir.
– Porque no te ha entendido. Deberíamos reunirnos con él, y con tu padre. También tu padre debe conocer lo que escribes, lo que tienes dentro…
– A mi padre no le importo una mierda.
– Soledad -cortó ella-. Dejarás de importarme a mí si continúas usando ese lenguaje.
La frente de la muchacha se inclinó, las sombras la clausuraron. Brilló algo, cayó sobre la mesa, se deshizo.
– No quiero que me dejes, Nieves…
– No te dejaré. Solo he dicho…
– El verano pasado me escapé de casa. Nadie lo sabe, solo mi padre. No se lo digas a nadie, por favor. -Las lágrimas siguieron derramándose.
Así fue como conoció su tragedia, o creyó conocerla. La única amiga de verdad que tenía la muchacha era ella. Había perdido a su madre cuando contaba cinco años de edad, no había establecido muchos lazos con sus compañeras de colegio, su guía quería arrebatarle la mitad de su vida, y en cuanto a su padre, que era la otra mitad, solo le importaban los negocios y conservar la buena imagen ante la familia. A don Julián Olmos Catón de Utica le horrorizaban los escándalos, por pequeños que fuesen. Por ejemplo, la enfermedad que contrajo y que atribuyó a la proximidad de los gatos, a los que ordenó matar para que la familia no pensara que vivía rodeado de animales sucios. Y todo había empeorado desde que sus hermanos se habían marchado a trabajar o estudiar al extranjero. La vida junto a su padre le resultaba cada vez más asfixiante. Así pues, ¿qué tenía de extraño que deseara huir?
Solo la frenaba haber constatado un hecho. Se lo dijo en otra de aquellas conversaciones «secretas»:
– Quiero marcharme, pero siempre regreso. Es como el sueño de la estrella. ¿Te lo he contado alguna vez?
– No sé. Cuéntamelo.
– Sueño que persigo una estrella. Es pequeña, muy blanca, con un aro alrededor. Se aleja, aunque sé que puedo alcanzarla. Corro y la alcanzo, pero al ir a tocarla me despierto. Y me da miedo.
– ¿Por qué te da miedo? -le preguntó ella recordando su sueño del velo blanco, que nunca le atemorizaba-. Es un sueño bonito.
La muchacha pareció buscar una respuesta, pero solo repitió: «Me da miedo». Ella, que temía que los pétalos se cerraran, no quiso indagar. Pero recordó esas palabras más tarde, y, durante lo que luego comprendió que había sido el último encuentro, a finales de curso, el día del cumpleaños de la muchacha, le hizo entrega de un pequeño paquete envuelto en papel de regalo.
– No la había de color blanco -le dijo-. Espero que no te importe el verde.
– Es preciosa. -Soledad alzó el colgante con la estrella verde zafiro de fantasía (una bagatela para la joyería Aguilar). Sin embargo, al pronto, ella no estuvo segura de si aquel regalo le gustaba o no-. ¿Por qué lo has hecho?
– No debe darte miedo soñar cosas bonitas. -Depositó una mano sobre la fría mano de la muchacha-: A mí me tienes siempre, recuérdalo. Te ayudaré.
La ayudaré. Voy a ayudarla.
Salió de la bañera y se envolvió en la toalla mientras veía nacer su cuerpo en el vaho del espejo. Luego se dirigió al dormitorio y buscó entre su equipaje el único pijama limpio que le quedaba. Si seguía en aquel pueblo, tendría que pedir que le lavaran la ropa. Deslizó el secador portátil por su breve cabello rubio. Guardó todo lo sucio en una bolsa, frotó sus blancos dientes con un cepillo blanco, arregló el cuarto de baño. Su habitación se hallaba pulcra, como ella misma. No era vanidad lo que le hacía estar orgullosa de su carácter ordenado; tenía una capacidad perfecta para justipreciarse y sabía reconocer sus virtudes y defectos.
Pulsó otra vez el botón del móvil. Esperó. Colgó.
Esa noche caería redonda en la cama. Estaba muy cansada. Pero también satisfecha: había aprovechado bien el tiempo, dado algunos pasos en la dirección correcta. Por ejemplo, aquel nombre que la muchacha había subrayado, Manuel Guerín. Se había propuesto buscar referencias sobre él. Pese a la opinión del señor Quirós, ella… Estaba sentada en la cama, mirando hacia la noche. Era una noche encalada, amarillenta de farolas. Recordó que de niña su madre le decía que todas las noches bajaban dos ángeles con espadas en la mano, uno se posaba a los pies y otro en la cabecera.
Llamó otra vez. Colgó.
La puerta se abrió. Entró un ángel de mirada implacable que la obligó a permanecer quieta y sumisa, la desnudó, le colocó un collar muy fino y un cinturón y le ordenó ser bondadosa, lavarse, perfumarse y prepararse para lo que iba a venir. ¿Y qué iba a venir? Ah, eso ni el ángel lo sabía.
Cualquier cosa podía suceder. Quizá no esa en concreto, pero sí cualquier otra. Todas las noches son temibles.
Mientras llamaba pensó en el señor Quirós. Le intrigaba tanto el señor Quirós. Nunca había conocido un detective privado así. Bueno, nunca había conocido a ningún detective privado, seamos sinceros. Y ya iba siendo hora de conocer a algunos.
Colgó. Miró su pequeño despertador digital y pensó que todavía era temprano. Probaría después.
– Lo que ocurre, señora -le había dicho Quirós aquella noche, durante la cena-, es que usted es optimista.
Habían estado discutiendo sobre los jóvenes, como siempre. Quirós opinaba que no había que concederle demasiado crédito a lo dicho por Tina sobre el aparente miedo de Soledad. O mejor expresado: según el señor Quirós, no había que concederle crédito a nadie que fuera como Tina, Igg o Soledad. Ella le había acusado, con toda razón, de anticuado, y él había contraatacado con el optimismo. ¡El optimismo! ¿Qué quería decir? Aún se reía al recordarlo.
– No lo digo como crítica, que conste… Yo… Son las circunstancias. Usted es profesora en un colegio de pago, vive en una época estupenda…
– Esta época no tiene nada de estupenda.
– Pues tendría que haber visto la mía… Aquello eran los tiempos de la fresquera, como decía mi padre. A la edad a la que yo empecé a trabajar, un chaval de hoy no sabe hacerse ni la cama…
– ¿Y qué sabía hacer usted cuando empezó a trabajar?
– Era ayudante de fontanero.
– Oh.
– Sí, puede parecer… vulgar…
– No he dicho eso.
– Le echaba una mano a mi padre, que era fontanero. -Quirós intentaba capturar un espárrago blanco. El tenedor lo atravesaba sin resultado y a ella le entraban ganas de reír viéndole dar aquellos golpes sobre el plato-. Hombre, al principio… lo único que hacía era estropear las cañerías. Pero al menos lo intentaba. Metía las manos, vamos… -El espárrago, al fin, se sometió bajo sus dedos. Metía las manos, no me extraña, pensaba ella-. Hoy los chavales solo quieren ayudarse a sí mismos…
– Una pregunta, por curiosidad, señor Quirós. ¿Tiene usted hijos?
– No, señora. Pero… no me hace falta tenerlos para saber esto… Yo… he vivido lo suficiente. Lo que pasa es que usted…
– Soy optimista, ya.
– Y joven. No me mire así -añadió Quirós con la boca deformada por el espárrago, errando al juzgar la expresión que ella puso-. Solo le he dicho que es joven.
– Viniendo de usted, suena ofensivo -bromeó ella, pero la brusca seriedad de Quirós le hizo comprender que las ironías no se detenían lo suficiente en su cabeza. Se apresuró a sonreír para que él supiera que no hablaba en serio-. No tendrá usted hijos, pero habla como cualquier padre.
A partir de ahí, un hueco de silencio.
Ya era tarde. Dormiría. Deseaba conciliar un sueño rápido, seguro, circunscrito como un pulgar metido en la boca. Apartó la colcha y la sábana. Hacía calor, pero prefería mantener la ventana cerrada y cobijarse bajo la colcha. Siempre dormía así, era muy friolera. Leería un poco, apagaría la luz, rezaría, se dormiría.
El teléfono móvil dio un brinco.
– Hola -le dijo.
– Tengo por lo menos cuatro llamadas tuyas perdidas.
– Sí, he intentado llamarte varias veces, a casa y al móvil.
– Lo siento, estaba sobando. -Escuchó su risa, nítida como un disparo-. Tuve un día agotador, y al llegar a casa desconecté todos los circuitos que me unen al mundo. Los robots también descansamos de vez en cuando. ¿Cómo va todo?
Ella le contó que su alumna seguía sin dar señales de vida. Pero (atención: redoble de tambores) ya había llegado el detective de Madrid que Olmos le había prometido, un profesional con amplia experiencia. A la mañana siguiente explorarían la carretera por la que se suponía que la muchacha se había marchado. Tras decir todo aquello cerró los labios y abrió los ojos, recogió las piernas sobre la cama, se apartó el cabello.
– Me alegraría que todo terminara felizmente -dijo Pablo-, aunque, por otra parte, tengo ganas de que se enreden un poco las cosas… -Una risita-. Ya sabes, en verano este país se queda como muerto: no hay noticias de política, apenas hay deportes… Y ella es la hija de Olmos, caramba. Pero no me tomes en serio, doña Nieves. Estoy estresado.
– No te tomo en serio -le dijo. Cambió de postura. Flexionó una rodilla, puso el pie bajo la otra pierna.
Siguieron charlando por turno: un eslabón, otro, una cadena lineal, simple, un cinturón de argollas, ni siquiera brillante. En un momento dado ella añadió, sin especial énfasis:
– ¿Sabes? Te llamé esta tarde al periódico y me dijeron que te habías ido ya. Y desde entonces tienes el móvil desconectado.
– Sí, estaba en casa de Joaquín. Y acabo de recordar que al maldito móvil le fallan las pilas, como a mí.
– ¿Estuviste en casa de Joaquín Hinojosa hasta ahora? -Corrió por la habitación, descalza, y regresó a la cama con papel y bolígrafo. -Sí, también él se ha quedado de rodríguez. Me tomé dos… no, tres cervezas… ¿Ya me estás fiscalizando?
– No. Me fío de ti. -Intentó que su sonrisa tuviera sonido. Apoyó el papel sobre la mesilla y escribió: «Preguntar a Joaquín Hinojosa». Anotó la fecha, subrayó el nombre-. Vaya par de gansos que estáis hechos, celebrando que vuestras chicas se van…
– Es el derecho al pataleo que nos queda a los maridos abandonados. ¿Me echas de menos?
– No.
– Yo a ti sí. Qué mala eres. Encima te burlas. Pues tape el auricular, doña Nieves, porque le voy a contar uno de los chistes más bestias que haya oído nunca. Es de Joaquín. -Vale, aceptó ella. Últimamente, a él le gustaba arrojarle obscenidades y ver cómo las atrapaba con la boca abierta, mostrando dientes, rubor y risa al mismo tiempo-. Una chica entra en una tienda de animales y dice que quiere comprar un perro que se llame Fucky. El vendedor le dice que no tienen ningún perro así. Entonces la chica señala un macho grande, moreno, de rabo corto…
Subrayaba el nombre una y otra vez. Le fabricó un pedestal de líneas azules. El chiste no le hizo gracia, pero rió de igual forma. Cuando comenzaban a despedirse se le ocurrió otra cosa.
– Pablo, ¿me harías un favor?
– Los que usted mande.
– Ese detective que ha contratado Olmos… No es que no me fíe de él, ya te he dicho que parece muy experto…
No necesitaba poner excusas y lo sabía. A Pablo Barrera le encantaba averiguar cosas sobre otros, aunque fuesen cosas sin importancia y otros sin importancia. Escuchó de nuevo el estampido de su risa.
– Averiguaré todo lo que pueda sobre ese sujeto -le dijo él-. Te quiero.
– Yo también te quiero.
Cuando colgó, se preguntó por qué lo había hecho. Obrar de aquella forma a espaldas de Quirós le parecía poco menos que traicionarle. ¿Y por qué había involucrado a Pablo? Luego razonó que no estaba haciendo nada malo. Solo quería saber qué terreno pisaba con el detective.
Y, mientras doblaba y guardaba en lugar seguro el papel, su culpa se le antojó ínfima en comparación con las posibles culpas de otros.
Puso el despertador temprano, apagó la luz, rezó para que la iluminaran las estrellas de la fe, la esperanza y la caridad, se metió en la cama, se veló con la sábana y la colcha, decidió no abrir los ojos, ni pensar en la habitación extraña donde yacía, ni en la oscuridad que la rodeaba como si flotara en medio del mar.
Que día tan bonito -dijo Nieves Aguilar. Salieron a la hora de las miradas. Fueron mirados por viejos sentados junto a puertas, camareros soñolientos, mujeres con bolsos erizados de pan, hombres con cestas de mimbre. A Quirós, los niños en pantalones cortos y las ancianas le recordaban los pueblos de su infancia; las tiendas, carteles y bombillas de fiesta hacían pensar a Nieves Aguilar en una capital moderna.
– Un día precioso -insistió ella. Se había detenido a untarse crema protectora en brazos y piernas, haciéndolos refulgir-. El aire huele a flores.
Quirós no olía a nada en concreto. Caminaba despacio pero incesante, mirando hacia abajo. Veía sus zapatos hollar las baldosas, varios excrementos secos (advirtió a la mujer), su propia sombra de costado y la de la mujer, casi diminuta, como algo adherido a él. El sol, irguiéndose sobre los tejados, veía a Quirós.
Al principio decidieron atravesar el pueblo por el centro. Sin embargo, las calles se hicieron confusas. La señal de «Casco Histórico» se alzaba en las cuestas apuntando hacia una esquina, pero, cuando la doblaban, una señal idéntica los dirigía a otra esquina esperanzadora. Quirós optó por dar un rodeo bordeando las afueras. Llegaron al taller de reparaciones, atravesaron la calzada y continuaron por el arcén izquierdo. Las casas dejaron paso a las paredes sueltas, y estas al campo, pero el pueblo, semejante a un cuerpo acostado con los miembros extendidos, no desapareció del todo: atrás quedaban torso y piernas; persistían brazos de labrantíos, dedos de pequeñas granjas. De vez en cuando el sol encendía el parabrisas de los coches con un destello cegador. Quirós sacó las pequeñas gafas de su estuche y se las puso. Nieves Aguilar le seguía como su reflejo o su sombra. De repente dijo:
– Debería ir a la policía.
– Vamos, no exagere. -El bigotito de Quirós se alzó por las puntas-. Solo son una panda de gilipollas… Además, no van en serio.
– ¿No van en serio? Le han enviado un anónimo amenazándole. ¿A qué llama usted ir en serio?
Quirós pensó, no por primera vez, que no tenía que habérselo contado. Según el chico del acné, el papel había aparecido sobre el mostrador de recepción aquella mañana. Por fuera tenía escrito el nombre de Quirós. Al desdoblarlo, saltaba a los ojos una amenaza burda, explosiva, rodeada de esvásticas negras. No le sorprendió, incluso lo había estado esperando. El asunto no le preocupaba lo más mínimo, hasta se le antojaba una especie de broma. Pero no debí decírselo, pensaba.
– Insisto en que debería denunciarlos.
– Ayer opinaba que hay que hablar con los jóvenes, hoy quiere denunciarlos…
– No es lo mismo -repuso ella-. Las amenazas no deben aceptarse por las buenas. Es preciso enseñarles…
Patatín, patatán. Psicología, pensó Quirós. Sin embargo, le gustaba oírla. Hablaba muy bien la mujer. Quirós no la miraba, pero podía imaginar su aspecto como si su forma de hablar fuera un espejo y él la espiara a través de eso. También le agradaba su preocupación, aunque le irritara haberla causado. La mujer (debía recordarlo para otra vez) procedía de un mundo frágil, actual, donde las amenazas resultaban inconcebibles y los insultos eran como golpes que podían quebrar algo.
– De acuerdo, señora… Al volver pasaré por el puesto de la Guardia Civil. Ahora déjeme pensar…
No quería pensar, en realidad. Tampoco tenía intención alguna de denunciar nada, pero menos aún de enzarzarse en discusiones. Lo que quería era caminar. Le agradaba caminar por el borde de aquel asfalto no recalentado todavía por el sol del cenit.
Pequeñas veredas cortaban tierras arrugadas y oscuras, como calcinadas. La carretera ascendía en sucesivos cambios de rasante hacia la sombra grande de la sierra. Había un punto en el pavimento; un objeto; un cuerpo tendido sobre los ladrillos blancos y planos de la línea de cruce. Era un gato, parecía holgazanear, pero Quirós fue el primero en advertir su cabeza destrozada.
– Pobrecillo -susurró la mujer.
En el arcén del lado opuesto un letrero se empalaba a un poste. Quirós se detuvo.
– Ollero está en la sierra, y hay que tomar aquel desvío. Para Amargo, hay que continuar… Son los pueblos más próximos. Debemos decidir por dónde vamos.
Evaluaron la situación. La mujer alzó la pequeña mano, lubricada de crema protectora, señalando un muro en el costado derecho.
– ¿Y si entramos ahí?
– ¿Para qué?
– No sé. Quizá ella lo hizo.
El muro se encontraba antes de la desviación hacia la sierra y era blanco, como hecho de yeso. Sobre él se alzaban cipreses que semejaban haber caído del cielo para clavarse de pie como puñales.
– Podemos echar un vistazo, si usted quiere. -Quirós se arrastró sumiso por la carretera. La mujer lo siguió mientras hablaba: su voz llegaba a Quirós del mismo lado que el sol.
– Esta noche, es curioso, he soñado que entraba en un cementerio. Había mucha luz, muy intensa. Me cegaba. En el cementerio no había tumbas, solo una explanada vacía, un desierto. Y yo la recorría, pero no caminando: volando…
Quirós, que miraba el borde de la cuneta, le dio una patada a una cajetilla.
– Aquí no hay nada.
Sabía que no era verdad. Había muertos. Estaba acostumbrado a ellos y podía sentir su presencia. Lo que ocurría con los muertos era que no hacían ruido. Y tampoco tenían motivo alguno para quejarse, porque los vivos les habían construido bonitas y sosegadas casas con techo de flores. Quirós pensaba, incluso, que se sentían muy orgullosos de hallarse allí, cada uno con la piedra de su nombre a cuestas, como hormigas afanosas. Envidió sus vidas ocultas y quedas. Así era Quirós.
– Aquí no hay nada -repitió.
Nieves Aguilar no le oía. Se encontraba a cierta distancia, acuclillada frente a una tumba con un ángel de piedra acuclillado frente a ella. El sol otorgaba colores propios a la mitad de su cuerpo, la otra mitad era oscura. Apoyaba una mano en la garganta, como tocando algo, quizá la cadenilla de su cruz plateada. A Quirós no le pareció tan flaca en aquel momento: había engordado rodeada de sepulcros.
– Está muerto -dijo ella y se estremeció como si una pluma cosquilleara sus axilas indefensas-. Mire.
Quirós se acercó. El nombre de Manuel Guerín yacía a sus pies.
– Observe la fecha. Murió hace un año. Soledad no lo conoció, pero lo leyó. Tengo que conseguir sus libros.
Una anciana de pie frente a unos nichos dejó caer algo negro, quizá un misal, e inició el lento proceso de encorvar la espalda.
Mientras la mujer reflexionaba, Quirós se puso a contar los nichos. Al final resultó que había tantos como las personas que había matado en toda su vida. De pronto, un RIP en relieve a los pies de un ángel atrajo su atención. Le hizo pensar en Humberto Aldobrando, que era amigo del barbudo Casella. Se trataba de otra casualidad, pero, a juzgar por las que le habían sucedido desde que se encontraba en aquel pueblo, creía comprender que las casualidades, como cualquier lotería, dependen de la cantidad de números que se compren, y, sin duda, a su edad, él ya había comprado muchos.
Aldobrando era un tipo guapo y rubicundo, divorciado, con una hija pequeña y una amante muy joven llamada Luli que vestía falditas escocesas y blusas tan cortas que por detrás podían verse los hoyuelos del lomo. Se comentaba que Aldobrando la obligaba a ser su puta porque había secuestrado a su madre. Fuera cierto o no, lo que no podía dudarse era que aquella jovencita había intervenido en varias de las películas que constituían el negocio más lucrativo de Aldobrando y Casella. Aldobrando era el «esnupi». A Quirós el término le sonaba a perro de dibujos animados, pero sabía que designaba, en la germanía de ese submundo, a los tipos que realizaban películas snuff, en las que jóvenes de ambos sexos eran torturados para solaz de la cámara. Casella no pasaba de ser un simple negociante. Aldobrando las filmaba, su socio las vendía, Luli hacía un papel secundario y el protagonista, invariablemente, era distinto cada vez.
A Humberto Aldobrando lo había ejecutado Quirós en su casa con un pisapapeles que tenía la exacta forma de un ángel. En la base de la escultura se hallaban grabadas aquellas letras, R, I, P, y Quirós le partió el cráneo con la zona de la P. Fue un solo golpe, macizo, contundente, por encima de la nuca, que le hizo desplomarse sobre el escritorio y estampar con su muerte un poema que escribía. Se hallaba en plena inspiración, por eso no había sentido los pasos de Quirós en su despacho. A Quirós le habían dicho que, en el fondo, Aldobrando deseaba ser poeta y no verdugo de jovencitas. Su verdadera vocación era esa. Afirmaba que quería hacer algo que nadie había hecho nunca: escribir lo que de verdad tuviera por dentro, extraer su inspiración del interior de su ser y volcarla en el papel. Quirós pensó, al ver los restos dispersos de su encéfalo, que le había ayudado a cumplir su deseo. Luego dejó el pisapapeles sobre la mesa y se marchó. Luli, que estaba encerrada en el sótano, ni se enteró de lo sucedido. La hijita, por fortuna, estaba en el parque con la doncella.
Apartó la vista del ángel. Todas las casualidades le traían recuerdos de Marta. Pero en Marta no quería pensar, menos aún en un cementerio.
El guarda, que antes les había abierto la cancela, estaba regando un arriate formado por tres escalones de diferente color, y mientras tanto miraba a la anciana, a Quirós, a la mujer, en ese mismo orden u otro distinto, sin conceder a ninguna flor más agua que a las restantes. Era bizco. A Quirós no le gustaban los bizcos. Pero si ve doble quizá pueda ser un buen testigo, pensó.
Se acercó y le mostró una de las fotos. El guarda no le entendía, o no quería entenderle. Lo único que hizo fue cambiarse la manguera de mano. Luego abrió la boca y emitió una serie de ruidos gangosos. Parecía ahogarse, su aliento despedía un hedor viejo, le faltaban varios dientes. Señalaba un rosal de rosas rojas. Ahora era Quirós quien no entendía. Pero sabía que solo había una cosa que entender.
– Eres sordomudo. -Resopló. Ni los sordomudos ni los bizcos agradaban a Quirós-. Al menos, sabrás leer los labios… -El guarda sonrió y asintió; la manguera solo asintió-. ¿Has visto a esta muchacha?… ¿Aquí?… ¡Pero mira la foto, hombre! -Era difícil saber hacia dónde miraba el sordomudo, porque era bizco. Sin embargo, aunque sonreía y asentía, Quirós estaba casi seguro de que no reconocía a la muchacha.
De pronto, como ocurre con todas las personas que no pueden hablar, al guarda pareció invadirle la perentoria necesidad de expresarse. Cinco minutos después Quirós había logrado percibir toda su vida: trabajaba en el cementerio las mañanas laborables, habitaba una chabola de tejado de zinc en la carretera de Amargo, le llamaban Teo, que no era diminutivo de Teófilo sino de Teologales, lo cual le demostró enseñándole el DNI. Quirós le dio las gracias y se alejó.
– ¿Nos vamos? -oyó.
Por fuera había pintadas obscenas. También lenguas de hollín y un olor a animal muerto, como si, en vez de salir, hubiesen entrado en alguna tumba. Teologales gesticuló un adiós.
– Es sordomudo -dijo Quirós-. De todas formas, creo que no ha visto a Soledad.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó la mujer.
– La desviación. ¿Vamos hacia Ollero o seguimos hacia Amargo?
Un coche blanco bajaba por la carretera de la sierra. De una de las ventanillas Quirós vio emerger una mariposa o un papel: revoloteó, lanzó destellos, desapareció. El coche era viejo pero le habían transformado el motor y rugía como una moto. Al llegar al cruce continuó hacia el pueblo. Cuando pasó frente a ellos Quirós vio un muslo brillar de aceite y escuchó el latigazo de un cambio de marchas ejecutado con torpeza. Al parachoques trasero le habían atado algo con una cuerda, un muñeco de peluche, quizá un perro. Volaba, brincaba, golpeaba el asfalto. La pelirroja más joven volvió la cabeza y miró por el cristal, a lo mejor para saludar, o más probablemente para asegurarse de que el peluche seguía atado por algún extremo de su cuerpo roto y sucio. El barbudo conducía, el vehículo hacía eses. Por un instante Quirós pensó que se detendrían, pero, tras otro latigazo, los vio perderse en una cuesta.
– Gente divertida -comentó Nieves Aguilar.
Quirós se disponía a decir que estaban hospedados en el hostal, pero no lo dijo. Se le ocurrió, en cambio, que el camino ya estaba decidido: tomarían por el desvío de la sierra.
El sol caldeaba el aire como la luz de un estudio cinematográfico. Al fin fue el sol quien le ayudó a encontrar lo que buscaba. Era una cartulina pequeña, una foto polaroid. Había caído bocabajo mostrando el lado negro. Tenía que ser ese el objeto que habían arrojado por la ventanilla, porque aún no estaba sucio de tierra. Quirós le dio la vuelta.
– Bah -dijo.
– ¿Qué esperaba encontrar?
A la pelirroja maquillada, con la boca abierta, pensó de mal humor. O al barbudo travestido. Pero lo único que dijo fue, de nuevo: «Bah». Arrojó la fotografía a los matorrales y siguió caminando en dirección a la sierra. Los grillos, escondidos, protestaban por el calor. Quirós se abanicaba con el sombrero mientras escuchaba a la mujer.
– ¿Sabe? Lo de la foto me ha recordado otra historia de Soledad. Se titula «Jennifer Budoski». Trata de un joven labrador que, al regresar a casa después de trabajar, halla un papel tirado en el camino. Intrigado, le da la vuelta. Es una foto. El padre se extraña de su tardanza, sale a buscarlo y lo encuentra poco después, desmayado. Llaman al médico, que lo examina y cree que ha sido un desmayo por el calor. Pero la hermana pequeña le ha visto mirar a hurtadillas una foto que guarda en el bolsillo. Él se niega a mostrarla, dice tan solo que se trata de una estrella de Hollywood. Le preguntan quién y responde: «Jennifer Budoski». La gente del pueblo cree probable que pueda existir una actriz con ese nombre, aunque nadie ha oído hablar de ella. El joven declara su amor en un párrafo precioso. Me lo aprendí de memoria. «Así se acabe el mundo -dice-, que nunca jamás dejaré de pertenecer a Jennifer Budoski. En cuerpo y alma le pertenezco. Soy de ella por siempre, para siempre. Dejo mi vida, mi familia a la que quiero, mi novia a la que amo, dejo mi libertad, me entrego a ella.» ¿Y cómo es Jennifer Budoski? Pero eso no lo decía y nunca mostraba la foto.
La carretera, sola y luminosa, parecía privada. Atenazaba la sierra como una cuerda que atara un trasero empinado y moreno, más claro en algunas zonas, como la huella que dejaría una prenda íntima. A Quirós le recordaba el cuerpo de un hombre al que había torturado cierta vez. A su pesar, seguía escuchando a la mujer.
– Una noche se oyeron ladridos. El joven dijo que era Jennifer Budoski, que lo llamaba. Y dijo también cosas más extrañas: que Jennifer Budoski vivía en un campo lleno de estatuas iluminado por una luz cegadora, y que sus ojos eran perlitas blancas, como de cuarzo, y que había perros y… Esta parte del cuento no la recuerdo bien. Soledad escribía a veces de forma muy rara. Creo que los perros tenían joyas en el cuello y dentaduras postizas y caminaban sobre dos patas, aunque no sé por qué… No recuerdo esta parte. Al día siguiente la familia descubrió que el joven había desaparecido. Pensaron que se había ido a Hollywood a ver a Jennifer Budoski. Y sin duda se había llevado la foto, porque tampoco la encontraron. Pero les dejó una nota: «Me voy para salvaros». Así termina.
Caminaron un rato bajo el ojo del sol.
– ¿Qué le parece? -preguntó la mujer.
Quirós se disponía a decir algo cuando la mujer dio un grito.
Después, no esa noche sino algunas noches después, Quirós se preguntó si, de alguna forma, aquel grito había marcado un comienzo o un final, un cambio, algún tipo de aviso, porque hasta ese instante las cosas se habían deslizado tan rectas y ociosas como la carretera por la que avanzaba. Se preguntó si el grito había sido una frontera entre lo que había ocurrido hasta entonces y lo que luego ocurriría. Pero todo eso se lo preguntó después, cuando la verdadera historia empezó a convertirse en ella misma.
En aquel momento lo único que hizo fue agitar la mano en el aire.
– ¿Se ha ido? ¿Se ha ido ya? -La mujer levantó la cabeza. Estaba temblando.
– Era solo un abejorro, señora…
– Perdóneme. -Nieves Aguilar sonreía dentro de su pavor-. Toda la vida me han dado miedo, no comprendo por qué… Mi marido se ríe de mí…
– Hace mal -sentenció Quirós-. ¿Se siente mejor?
– Sí, gracias. Se ha ido ya, ¿verdad? ¿Qué ocurre? ¿Qué hay?
Quirós se había agachado junto a los matorrales del arcén. Cuando se incorporó, sostenía un pañuelo abierto.
Sobre el pañuelo, un colgante en forma de estrella color verde zafiro.
Desearía morir, pensó alegremente Tina mientras se dirigía a la Nada. Los chuzos de luz del mediodía cosían sus párpados con alambres de oro y la música le perforaba los tímpanos. Era uno de esos días felices en que nada muy malo había ocurrido. Había despertado con dolor de cabeza tras pasar toda la noche soñando que estaba encerrada en un armario ropero, incluso recordaba haber olido el gore-tex húmedo de un anorak colgado sobre ella. La puerta tenía una rendija blanca por la que podía escapar, pero cuando tendía la mano la rendija desaparecía. Era un sueño sin importancia al que ya estaba habituada. La realidad resultó mejor: aquella mañana le tocaba fregar el primer piso, pero Fernanda, su compañera de cuarto, se ofreció a sustituirla a cambio de que ella lo hiciera a la mañana siguiente, que era el sábado de la fiesta. Trato hecho, dijo. Así aprovecharía para ir a la Nada, donde estarían reunidos los demás.
Dejó atrás el espigón y buscó un camino entre las rocas. Era un día precioso, rutilante. Los días así, Tina quería morirse. Le sucedía desde niña, era un placer tan viejo como morderse los padrastros, comer chocolate o aguantar las ganas de ir al retrete, pero mucho más difícil de explicar. No eran deseos de estar muerta sino de morir: desvanecerse contemplando el cielo o la cabellera nórdica del mar. Quien te entienda…, solía decirle su tía. Pero claro está que sus tíos no la entendían. Ni ella misma se entendía en ocasiones.
Divisó las rocas de la Nada y se abrió de piernas para comenzar la ascensión. Arriba graznaban pájaros que, si no eran gaviotas, Tina no tenía ni puta idea de lo que podían ser. El sol provocaba que su sombra caminara siempre delante de ella. ¿Por qué llamaban la Nada a aquel grupo de peñascos? No lo sabía. Era un nombre al que te acostumbrabas, como decir «mar» o «albergue». Suponía que se debía a que allí no iba a nadie, salvo Borja y el grupo. Ningún bañista, ni huésped, ni autoridad.
Los auriculares enmudecieron al final de una canción y en ese bache de silencio oyó:
– Si te mueves un pelo te capo. ¿Me has oído? Solo con que respires. Con que tiembles… ¡Ah, te has movido! ¡Te estás moviendo, capullo!
Una roca más resbaladiza que las anteriores la obligó a apoyar las manos. Llegó a la cima tras separar las piernas como un compás, todo lo que daban de sí su juventud (mucha) y agilidad (no mucha). Hacía viento y algo de frío. Menos mal que se había puesto la camiseta y los vaqueros encima del traje de baño. Ya podía verles: estaban todos. Paz, la, que más reía, era la única que se encontraba de pie. Al lado se hallaba Chester. Fueron los primeros en percatarse de ella. Se quedó quieta con los ojos muy abiertos, los piercings, collares, anillos y el pelo naranja encendidos de sol, como si fuera ella la sorprendida, como si ellos hubiesen irrumpido sin llamar mientras se enjabonaba los pechos en la ducha.
– Es Tina -dijo Goyo.
Su nombre era la llave para acceder a la Nada. Los demás giraron las cabezas como puertas. Borja no se volvió en ese momento.
Luego sí, pero fugazmente, y ni siquiera la miró a los ojos, pese a que ella sabía que sus ojos sí valían la pena, o al menos eran dignos de que él los mirara. Sin embargo, estaban en paz: él no la miraba y ella no le hablaba. Ella estaba allí por él y él por Paz.
– Hola, Tina -dijo Borja.
– Hola.
Tuvo la impresión de que habría podido responder cualquier otra cosa, algo absurdo, por ejemplo: «Párpados cosidos», sin que nadie, y menos Borja, le preguntara qué había querido decir. Su llegada no les estorbaba pero tampoco les importaba. Un segundo después continuaron enfrascados en sus cosas. Están sorteando, se dijo. Vio a Nuño agitar la pequeña bolsa con las bolas del ábaco e introducir la mano hasta la muñequera de cuero. Tina se quedó mirando aquella muñequera.
– Te has movido, cabrón -siguió diciendo Chester. Estaba un poco apartado del grupo, encorvado por completo, como si se contemplara el ombligo-. Hostia, ¿dónde tiene un cangrejo los cojones?
– Qué soplapollas eres, Chester -dijo Elisa, la Maestra, que llevaba gafas-. Deja en paz al puto cangrejo.
– A mí me mola lo que hace. -Paz alzó una pierna larga, como de flamenco, apoyando el pie en la Maestra. Paz Huertas, la hija del pescadera, pensó Tina, la única oriunda del pueblo. Paz, la Boca Devoradora. Tina no la veía tan divina como el mundo dictaminaba: es verdad que su cuerpo alto y modelado podía resultar magnético incluso para una chica, pero su rostro era demasiado vulgar. ¿Es que nadie se daba cuenta? Solo la divinizaba el hecho de ser de Borja. Los que son casi perfectos se perfeccionan del todo. Tened y se os dará.
Nuño había sacado una bolita roja. Le pasó la bolsa a Borja, que dejó el canuto en la comisura para cogerla Chester lanzó una moneda al aire: grande, plana, roja. Aterrizó en la Maestra, que chilló y se alejó corriendo y azotándose la espalda, como si le hubiesen arrojado un escorpión. Pero era el cangrejo.
Borja había sacado una negra. Tina casi pudo sentir cómo lo envidiaban todos. ¿Qué piensan hacer esta vez?, se preguntaba con cierta ansiedad. Los años anteriores se habían limitado a las pintadas y los regalitos, sabía que nunca llegaban a más. Pero ese verano, sobre todo desde que se habían incorporado los nuevos amigos del Sieg Heil las cosas eran distintas. Habían repartido anónimos por todo el pueblo. Algo se cocía.
– ¿Os acordáis de la sueca calentona del año pasado? -dijo Chester al recibir la bolsa y el porro.
– ¿La que querías follarte, tronco? -Le palmeó Goyo un muslo. Tina sí se acordaba: se llamaba Anja pero la llamaban «Ancha». Estaba buena pero era bajita y algo cuadrada. Iba de atleta y mochilera.
– Decía que podía saber qué bola te iba a tocar con una fórmula de su viejo, que era profesor de matracas.
– Ahora te tocará la roja -afirmó Goyo con los ojos cerrados.
– Por creer capulladas -añadió Paz.
Curiosamente, pensaba Tina, Ancha también se había marchado un día de repente, sin avisar, igual que Soledad.
Nieves Aguilar se sintió mejor nada mas entrar. No es que el edificio le gustara: se trataba de una construcción moderna de paredes sobrias, sin atractivo, pese al nicho color turquesa que cobijaba la figura de la Virgen y la gran cruz de madera del altar. Aun así, el interior se le antojaba protector. Era como penetrar en la misma iglesia de la infancia. Porque las iglesias conservan los recuerdos en cajas cerradas: las mismas velas ardiendo, idénticos colores, estatuas intemporales.
Escogió un banco del fondo y se dibujó la señal de la cruz mientras dejaba caer las rodillas en la madera. Una sombra, en misteriosa simetría, se incorporó dejando un espacio libre en el costado de un confesionario. Nadie lo ocupaba. Lo pensó un instante y se dirigió allí. Antes de entrar en contacto con el oído de la oscuridad estiró las solapas de su camisa y los bordes de sus pantalones color caqui y se subió los calcetines. Luego comprobó que su pelo seguía sujeto con una goma. La caminata le había hecho sudar, necesitaba adecentarse. Se hallaba, además, muy nerviosa. Quirós la había dejado para dirigirse al puesto de la Guardia Civil con el colgante. Incapaz de regresar al hostal, había dado un paseo y encontrado aquella iglesia. Necesitaba desahogar su miedo.
Flexionó las piernas, acercó los labios a la rejilla.
Había aprendido a ordenar sus confesiones, separar la paja del trigo, establecer prioridades. Se obligaba a denunciar aquello que consideraba inconfesable, porque justo lo inconfesable era lo que había que confesar primero. Y tenía que hacerlo sin paliativos, despojándose de todo. No importaba quién estuviera detrás, qué clase de voz la escuchara. Con tal que no la desoyera, cualquiera podría absolverla.
Se removió frente a la oscuridad y abrió los labios.
– Padre…
Se culpó de pensar mal de su marido. Eso fue lo que dijo primero. Pero enseguida le entró la sospecha de que lo estaba haciendo para que, al menos, alguien supiese que su marido la engañaba.
– Creo que también es envidia -declaró-. Lo envidio porque él ha triunfado. Es redactor de un gran periódico. Yo soy maestra. Soy envidiosa, celosa, mediocre. Y ni siquiera soy buena maestra. Este curso pasado una adolescente de mi clase me pidió ayuda. Mis alumnas son todas chicas, y una de ellas creyó encontrar en mí a una amiga… Me invitó a que me reuniera con ella en este pueblo. Yo acepté, pero no quiero vanagloriarme de haber tomado esa decisión…
Tras la rejilla se agitaban sombras. Era como estar encerrada en un armario ropero: pequeños gestos de la ropa colgada, oscurecida.
– En realidad, no vine para ayudarla. Vine para no aburrirme, porque mi marido sigue en Madrid y yo no tenía nada que hacer. Vine por interés egoísta, aunque ella necesitaba mi ayuda. Ahora ha desaparecido. Nadie sabe dónde está, pero hay datos que… Se han hallados cosas que… hacen sospechar que le ha ocurrido algo malo… Y creo que le he fallado. Pido perdón, porque creo que le he fallado…
La rejilla estaba formada por puntos, como un cedazo. No todos eran de igual color: unos eran negros; otros, extrañamente rojizos.
La sacristía era espaciosa. No había muchos muebles y el tamaño resultaba más que suficiente para que alguien se arrodillase, gateara o se tendiese con los brazos en cruz y las piernas muy separadas. Lo más llamativo, aparte del retrato del Papa, el cuadro de la Virgen en un marco de guijas y el crucifijo, era la estantería con libros de botánica. Pertenecían a una misma colección pero cada uno hablaba de un mundo distinto: alsines, claveles, cuclillos, nenúfares, hierbacentella, ranúnculos, amapolas, saxífragas, rosas, velloritas, malvas, prímulas, nomeolvides, milenramas, orquídeas, llantenes, campanillas, dulcamaras, jacintos, geranios, ulmarias… El sol incidía en el cristal de una puerta que daba a un patio. Dentro no hacía mucho calor, pero se agradecía la presencia de un ventilador que repartía aire con un giro obsesivo de cuello de espectador de tenis. Cuando le tocaba al padre Sebastián Toro, se agitaban los pelos de su sien izquierda. Al enfocarla a ella, la brisa le enviaba olor a naftalina.
– Te lo contaré porque no es secreto de confesión y porque creo que así puedo ayudar. -La mano izquierda del padre Sebastián Toro palpaba la curva del brazo de la mecedora. Sus dedos eran cortos, velludos-. Vino un mediodía como este, hace un par de semanas. La recuerdo perfectamente, era una chiquilla muy espabilada. Le pregunté si quería confesarse y me dijo: «No, solo hablar con usted». -Arqueó las cejas como para pedirle que compartiera su asombro, pero también, entendió Nieves Aguilar, como un signo en clave. Ni se te ocurra pensar, le decía, que yo la abordé primero. Con aquel gesto, el padre Sebastián Toro se protegía. De igual forma, minutos antes, en el confesionario, le había dicho: «No me lo tomes a mal, pero creo que he conocido a esa muchacha»-. Quería hacerme algunas preguntas sobre Manuel Guerín. Sus obras le gustaban mucho. Las había conseguido en el albergue del danés. Había leído que yo era uno de sus grandes amigos, y por eso venía a verme. Qué espabilada era, la recuerdo bien. Y qué cara puso cuando le dije: «Hija, te has equivocado, lo siento. No soy el cura que buscas. Ese era don Francisco, que en gloria esté. Falleció hace dos años». A pesar de todo, yo había conocido un poco a Manolo Guerín, así que le permití que me hiciera las preguntas que quisiera.
– ¿Y qué le preguntó ella, padre?
– Nada. Me pidió que le contara cosas sobre Manolo. Fui yo quien le pregunté a ella. Me dijo que era madrileña, que estaba aquí de vacaciones con otras amigas, que lo que más le gustaba era la lectura y que se había puesto muy contenta de descubrir a un autor del que no había oído hablar a nadie en su colegio, ni siquiera a ti. Entonces te mencionó. Por eso, al oírte hace un rato, comprendí que podías ser tú la profesora de la que me había hablado. Dijo que eras su amiga. Tuve que hacerle muchas preguntas para que me dijera todo esto. Parecía bastante tímida. Al mismo tiempo, también muy segura de sí misma. Recuerdo que pensé, no sé por qué, que sus padres debían de ser ricos.
– ¿Y usted le habló sobre Manuel Guerín?
– Sí.
– ¿Podría decirme qué le contó?
El padre Sebastián Toro parecía, de repente, ensimismado, como si hubiese advertido algo en la habitación, un objeto a la vista pero no demasiado agradable, y lo estuviera mirando con fijeza.
– Poca cosa, hija. Le dije que Guerín y yo nos habíamos conocido el último año de su vida. Por entonces ya estaba muy envejecido. Tenía solo sesenta y pico de edad, pero aparentaba más. Nunca fue muy creyente, pero fue amigo de don Francisco y se hizo, también, un poco amigo mío. Le gustaban los curas «como a todos los buenos ateos», me decía. Su pasión por la literatura venía de familia: su tío abuelo Alejandro había sido poeta, y, vamos a decirlo, tan aficionado al alcohol como él… Ni su tío ni él llegaron a ser escritores célebres, pero en Roquedal se les estima mucho. Guerín amaba a su pueblo. ¿Tienes calor? ¿Estás cómoda? ¿Estás bien?
– Sí, padre, gracias.
– Vuelvo a decírtelo: si quieres un café, unas galletas, o…
– De verdad que no, ahora iré a almorzar, padre.
El cura desvió la vista hacia la claridad del cristal de la puerta. Era un hombre grueso, moreno, calvo. Su vientre curvaba la sotana.
– Manolo Guerín era un ermitaño. Vivía en una casa que él mismo había construido aprovechando un viejo almacén de pescadores, más allá de la torre árabe. Ahora quieren echarla abajo. Fue siempre un luchador. Se ganó la vida trabajando en muchas cosas, entre ellas en el hostal de doña Paca, ahora de la señora Ripio. Tuvo una hermana retrasada a la que quiso con locura. Se le conocen muchos romances, pero ninguno como el que mantuvo con Carmela Cruz, la hermana de Paca. Dicen que no podían vivir el uno sin el otro, y Guerín lo demostró, porque cuando Carmela murió de cáncer él empezó a hundirse. Antes ya bebía, pero a partir de aquel momento no paraba hasta caer borracho en la playa cada mañana. Últimamente trabajaba de guía turístico para el ayuntamiento y publicaba libros de cuentos y leyendas sobre el pueblo. Le gustaba lo auténtico. Su obsesión era la verdad de las cosas. Opinaba que su pueblo, que todos los pueblos, están adulterados. «Mire lo que han hecho con Roquedal», decía. Se lamentaba de que las tradiciones más profundas, los ritos más ancestrales, hubiesen derivado en esta hipocresía, este artificio… Sin ir más lejos, mañana se celebra el Día de la Solidaridad… Una fiesta absurda. Una excusa de la alcaldía para que chicos como los del albergue del danés se desfoguen, se emborrachen y se vayan a la playa a vomitar. Hoy todo es igual. Campañas de concienciación, apoyo a los inmigrantes, defensa de… Lo único que todo eso tiene de bueno o de noble es el nombre. No hay mas que ver los municipios de alrededor: los cerdos de la droga vendiendo su veneno en las discotecas, los perros de la especulación queriendo apropiarse de la sierra, los jabalíes de la juventud, unos de un bando y otros de otro, enfrentándose entre sí… Así son nuestros pueblos… -Un ruido brusco de cañerías, grifos o duchas, le hizo interrumpirse-. ¿De qué te hablaba?
– De Manuel Guerín. De lo que usted le contó a Soledad.
– Somos muertos hablando de otros muertos.
Tras aquella frase, el padre Sebastián Toro se sumió en un largo silencio. De repente, con un crujido de exhumación, el armario se abrió solo. No fue nada: a los muebles viejos les da, a veces, por tales sustos. Pero Nieves Aguilar, que tenía los nervios de punta, tuvo que reprimirse para no saltar.
– Hay un mal -dijo armónicamente el padre Toro con voz tan dulce que ella creyó no haberle entendido-. Hay muchos, pero sobre todo uno, y es peor de lo que podríamos imaginar. Está aquí, en este pueblo, escondido dentro de la complejidad de las cosas, aparentemente diminuto, casi invisible…
– ¿Qué es, padre? -preguntó, casi sin aliento, Nieves Aguilar.
– Dios lo sabrá. O el diablo. Yo no lo sé. Solo sé que cada vez que lo noto, cada vez que lo venteo, me pone la carne de gallina como si tuviese fiebre… -Dentro del armario se veían vestiduras sacerdotales. El ventilador las animaba. Se movían colgadas de sus ganchos, ondulaban. De pronto algo perdió fuerzas y finalizó. Nieves Aguilar contempló el ventilador quieto-. La luz -dijo el padre Toro-. Ha vuelto a irse. Es la fiesta de mañana, que se lo come todo. ¿Eres realmente madrileña, hija? Tienes la piel tan blanca… Pareces nórdica. Aquí vienen muchos escandinavos…
– Soy de Madrid. -La ausencia del consuelo monótono del ventilador había situado a Nieves Aguilar, de alguna forma, en un estado próximo a la desesperación-. Padre, ¿le dijo algo más a Soledad que…?
– Le presté libros.
– ¿Qué libros?
– Supongo que los que le faltaban de Manolo. Ella estuvo mirando en la caja de cartón, donde don Francisco guardaba todos los libros que Guerín le había dejado. Me dio pena la chiquilla y le dije que se llevara los que quisiera, pero que tendría que devolverlos… No sé por qué pensé que era una niña muy rica. Por eso quise prestarle algo, porque a mí todos los ricos me parecen pobres.
– ¿Podría ver esa caja, padre?
– Ahora está vacía. Se los llevó casi todos, y los que quedaron los puse en las estanterías. No me gusta la literatura, solo leo cosas sobre la naturaleza: las flores, en particular… A mí la naturaleza me interesa por encima de todo. El hombre es como el plástico, un invento moderno… Pero… -El padre Sebastián Toro se levantó, salió de la habitación, entró con un libro, se lo entregó-. He encontrado uno. Son poemas. Si te lo vas a llevar, déjame apuntarlo. Siempre anoto la fecha de las cosas que presto.
Nieves Aguilar se lo agradeció, y mientras lo guardaba en el bolso se le ocurrió hacer una pregunta que consideraba obvia.
– Por supuesto que la apunté también. -El padre Toro salió de nuevo, regresó hojeando un cuaderno, leyó una fecha en voz alta. Soledad lo visitó cuatro días antes de llamarme, calculó ella.
– Si se acordara usted -murmuró, trémula- del título de los libros que le prestó…
– Eran cuentos, creo… Ediciones del ayuntamiento, o de esas que uno mismo hace imprimir… Guerín no publicó gran cosa. Pero lo miraré más despacio. Si puedo, el lunes hablaré con un concejal para que te consigan ejemplares… ¿Y dices que un detective está investigando su desaparición?
De repente Nieves Aguilar se entregó al llanto.
Le pareció que lloraba mucho tiempo sin que nadie la consolara, la cabeza inclinada hacia delante, las manos aferradas al bolso.
Sueño había aparecido en lo alto de una colina, cimero, luminoso. Quirós trepaba a toda prisa mientras el perro lo contemplaba con ojos conmiserativos y azules. Era una mirada extraña que, a no dudar, quería decir algo: Nunca me atraparás. O más extraño aún: Es mejor para ti que nunca me atrapes. Despertó apretando un burujo de sábanas. Era sábado. Su reloj se había parado pero, a juzgar por la luz, no debían de ser aún las ocho. La ventana seguía trabada. Encajó el picaporte, forcejeó. Luego lo dejó estar. Se sentía deprimido, quizá tenía la tensión baja.
En la terraza, el chico acababa de instalar tres o cuatro mesas entre bostezos. Quirós desayunó a solas, abrevando los pulmones de aire de mar. Luego sacó el teléfono y pulsó un número. Le habían dicho cuándo podía llamar para recibir respuesta.
– Tras la muerte de su madre tuvo una época de pesadillas -dijo don Julián-. Sus gritos me despertaban, y al entrar en la habitación la encontraba de cara a la pared, como si la pared pudiera protegerla mejor que yo. La abrazaba y su corazón me golpeaba el pecho: bum, bum… Me parecía tener dos corazones. Entonces me contaba que todo le daba miedo: la lámpara en forma de cisne, su ropa doblada sobre la silla, su muñeca… Creía que los muebles crujían por una especie de mecanismo de poleas. Yo la abrazaba hasta que volvía a dormirse, pero, sobre todo, a callarse. Ahora me he puesto a recordar esos momentos. Dice mi hijo el físico que la luz de ciertas estrellas nos llega cuando ya han desaparecido. Hazte idea, Quirós: una luz del pasado. A mí ahora me visita esa luz. Y me pregunto si mi luz llegará a ella algún día. Mi hermano, el obispo, afirma que el amor de Dios es un espejo que se refleja en otro. ¿Sigues ahí, Quirós?
– Sí, señor -dijo Quirós.
– Recuerdo hasta el nombre de la doctora que le hizo pruebas psicológicas: la doctora Reuben, de Valdelosa. Me dijo que era inteligentísima pero demasiado imaginativa. Y Cevallos, su guía, lo mismo. También le encontraron una deficiencia de magnesio, como a su madre. Es un problema hereditario: a su madre le daban calambres y se quedaba inmóvil. Nadie lo sabía salvo yo. Con ella no nos pasó, por fortuna. Pero siempre fue una niña difícil. Todo esto te lo cuento porque a alguien tengo que decírselo, y sé que a ti puedo decirte cualquier cosa, Quirós.
– Sí, don Julián.
Las interferencias eran humo: a veces Quirós no veía bien las palabras de don Julián; otras, las perdía por completo.
– Por otra parte… Estoy a la espera de que Correa me llame. Creo que hemos encontrado al hombre ideal para que se encargue de todo. Es inspector de la brigada de desaparecidos, un tipo de fiar. En el ministerio me han dicho que trabaja con discreción, que es lo que importa. Tienes aún el colgante, ¿verdad?
– Sí, señor.
– Pues se lo entregarás a él, y solo a él. Ya te avisaré cuando llegue al pueblo. -Quirós sentía frío en la cabeza. Se puso el sombrero durante la pausa-. Ahora dime, Quirós. No te quedes con nada por dentro. Dime.
Quirós no tenía nada por dentro. Contemplaba el escaparate de una pequeña tienda para turistas enfrente del hostal, en la cuesta que llevaba a la playa La cinta del sujetador de un bikini se había desprendido de la percha y le daban ganas de romper el cristal y colocarla en su sitio.
– Si le soy totalmente honesto, don Julián…
– Ni hablar de cauces oficiales, si eso es lo que me vas a decir -tembló la voz del auricular-. No pienso dejar este asunto en manos de los patanes de la Guardia Civil de un pueblo. No quiero ver el rostro de mi hija colgado por todas partes y a los pueblerinos apuntándose como voluntarios para buscarla. No quiero que los periódicos, revistas y reality shows hagan su agosto con mi hija. Nadie debe enterarse de esto, y menos que nadie la policía. Por eso he hablado con la policía. -A Quirós no le sorprendía la contradicción: era propia del mundo de los ricos-. Conozco, incluso, a un productor que haría una película sobre el tema… -Zumbidos, palabras evaporadas-… ha sido degradada.
– Le oigo mal, don Julián.
– ¿Y ahora?
– Mejor.
– Tengo que hacerte una pregunta, Quirós.
– Y yo otra a usted. Pero pregunte usted primero.
– Quiero saber tu opinión sobre lo sucedido. No me ocultes nada. Eres mi empleado, pero ahora quiero que te sientas como un amigo. Abre tu corazón.
Silencio.
– Pues… Se me ocurren muchos motivos por los que una chica de quince años perdería un colgante, don Julián…
– ¿Pero?
– La cadenilla está rota.
– Ya.
Silencio.
– Yo ya estoy preparado para todo, Quirós, incluso para que el teléfono suene y alguien me pida dinero. Para todo, también para lo peor. «Si me buscas, me hallarás muerta», recuerda su nota… Pero no, me corrijo, no para todo: no estoy preparado para decírselo a nadie. Ahora, tu pregunta. -Quirós solo quería saber si podía dejar aquel trabajo. Estaba deseando regresar a Madrid. Pero escuchó la negativa casi antes que las palabras-. Ni lo sueñes. Eres más imprescindible que nunca. Debes seguir con la profesora. No te contraté solo para que buscaras a mi hija, ¿recuerdas? También para que impidieras que esa mujer le diga a otros lo que no debe. Si te largas, se pondrá nerviosa y hará cosas por su cuenta.
– Es una persona discreta. El que me preocupa es el marido…
– Pues es de quien menos debes preocuparte. Tengo a unos cuantos hombres muy pendientes de él. Si se le ocurre publicar algo, lo eliminaré. Mi padre afirmaba que hasta el ángel de la misericordia es despiadado con los que provocan escándalos. En cuanto a ella… ¿Qué le has dicho?
– Que fui a denunciar la desaparición a la Guardia Civil.
– Pues asegúrale que la policía está trabajando y pídele que sea discreta.
– Es discreta, don Julián. Ella…
– Procura que continúe siéndolo.
Cuando colgó, la terraza seguía vacía. Entró en el hostal. El chaval del acné le entregó un papel. Acababan de dárselo dos chicos, dijo. No hubiese necesitado leerlo: era más de lo mismo. A Quirós las amenazas no le importaban, porque se había ganado la vida a costa de venderla muy barata. Puestos a ser sinceros, lo que de verdad le importaba era que la mujer no se enterase de aquel segundo anónimo. Así era Quirós. Hizo trizas el papel y salió a la calle. Todavía era pronto para llamar a Pilar. Todavía era pronto para que la mujer bajara. Sin embargo, aunque gris y sucio como un viejo pobre, no era pronto para el mar. El mar sí estaba. Decidió caminar un rato a su lado.
El paseo se hallaba vacío. En la playa, hombres en traje de faena escamondaban la arena con aspiradoras. A lo lejos flotaba un barco. Esta vez no era un velero sino un barco, Quirós podía distinguir sus amuras. Había carteles colgados de las farolas que anunciaban que aquel sería el día de la fiesta. Quirós seguía deprimido. La grisura de la mañana le traía recuerdos de su infancia. Y, sin embargo, habían sido tiempos felices, o no demasiado infelices: ayudaba a su padre con las tuberías y cisternas, jugaba a la pelota con los niños de su barrio, fumaba a escondidas en su cuarto; su prima, que era asturiana y mayor que él, le dijo un día que podía tocarla si deseaba. Y vaya si la tocó.
Sobre el muro del paseo, entre palillos planos de helados, vio un cubo de plástico y una pala. Se detuvo a mirar aquellos objetos porque recordó haber visto otros muy similares en la habitación de dos niños a los que había asesinado. Eran los hijos de un juez, un tal Conrado, o Currado. Había absuelto a quien no debía y condenado a quien menos debía aún. A Quirós le dijeron que no podía hacer excepciones con su esposa y sus hijos. Entró una noche en casa del juez y se aseguró de que el matrimonio dormía. Luego echó un vistazo en el cuarto de los niños. Eran pequeños, no más de ocho años el mayor. El mayor dormía abrazado a un oso y su hermano a una pistola. Ambos tenían las piernas muy abiertas, el mayor a lo largo de la cama y su hermano de través. Cerca de la cama del menor había un cubo y una pala. Quirós lo recordaba porque se le antojó curioso descubrir tales objetos en un lugar que no daba a ninguna costa sino a una urbanización del nordeste de Madrid. Los niños dormían profundamente. Quirós cerró la puerta en silencio, cogió la lata de gasolina y terminó de vaciarla en los escalones del portal. Aguardó a dos calles de distancia para asegurarse de que nadie saldría con vida. Salieron llamas, pero los bomberos lograron matarlas cuatro horas después. El humo sobrevivió algo más.
Quirós cogió el cubo y la pala y miró a su alrededor sin ver al posible propietario. Volvió a dejarlos sobre el muro y siguió caminando. El viento le tiraba de la chaqueta como un perro bondadoso. Sus piernas zanqueaban un poco, y, pese a que no hacía calor, empezó a sudar. También sentía cierto ahogo que le obligaba a respirar con la boca abierta, como si tuviera una humareda en el pecho. Coleccionó todas aquellas sensaciones y decidió que eran morirse. Uno no se muere cuando se muere, sino que se va muriendo desde antes. La muerte completa, para Quirós, aguardaba en lo alto y él tenía que hacer pausas durante la subida porque hasta morir le costaba esfuerzo. Le hubiese gustado tener compañía durante la ascensión, pero ¿quién? Por Pilar solo experimentaba un tibio afecto y hacía tiempo que había olvidado a otras mujeres. En cuanto a Marta…
No. En Marta no quería pensar. Menos aún junto al mar.
Dio media vuelta. En el cielo, desangelado, el sol no se decidía a salir.
Al regresar comprobó que la mujer aún no había bajado. La esperó mientras miraba la televisión. Era una telenovela, a Pilar le gustaban. El argumento de esta lo ignoraba. Además, ya había empezado. Aparecía un hombre moreno y todavía joven, en traje de baño, conducido a la fuerza por un chico y una chica hasta una piscina. Allí le enseñaban algo que había en el fondo -un cuerpo de mujer- y se reían del dolor que el hombre mostraba. La música consistía en golpes de tambor.
– Dime, Carlos Escorial -le decía la chica-. Qué te parece tu secretaria…
Luego había una fiesta con invitados en la misma casa: copas de champán, camareros, una muchacha de largo pelo trigueño. En un momento dado Carlos Escorial se acercaba a la cámara. Aparecía empapado, como si lo hubiesen arrojado también a la piscina.
– Quiero decirles -afirmaba temblando-, si están viendo esto, que es real, que está sucediendo ahora… y que yo, Carlos Escorial… soy de carne y hueso y no un personaje, y, aunque ustedes piensen que esto que digo son palabras escritas, la verdad es…
En ese punto la camarera morena cambió de canal. Quirós se lo agradeció. El barbudo, sentado en otra mesa, sin las pelirrojas, empezó a protestar. La camarera se disculpó y volvió a poner la tele novela, pero ya había terminado. En su lugar, había un resumen deportivo.
La mujer no apareció en toda la mañana, tampoco por la tarde. Al fin, cuando bajó a cenar, la descubrió en una mesa de la terraza bebiendo un líquido transparente. Vestía un fino traje chaqueta negro de manga corta y una blusa blanca, estaba elegante y bonita. Cuando inclinaba el vaso el limón le golpeaba los labios. A Quirós le encantó verla, pero no se lo dijo. Tampoco manifestó mayor alegría que otras veces, ni siquiera sonrió al sentarse frente a ella. La mujer, en cambio, parecía feliz, aunque también nerviosa. Jugaba con la alianza haciéndola deslizarse por la carne delgada y blanca; a ratos lanzaba miradas furtivas hacia su teléfono móvil, que había colocado sobre la mesa.
– Cuénteme solo lo bueno -le pidió ella. Su aliento despedía alcohol.
– La Guardia Civil está investigando. Ya sabe, han… Vamos, están en el lugar donde apareció el colgante. Dicen que lo más probable es que se le cayera. Van a venir expertos y técnicos.
– Expertos y técnicos.
– Sí, de Madrid. El asunto está en buenas manos, descuide… Claro, nos piden que seamos… En fin, mucha discreción… Todavía no quieren dar la noticia, porque en este momento lo mismo puede ser una cosa que otra, comprenda usted…
– Lo comprendo.
– ¿Y su marido? ¿Ha hablado con él?
Nieves Aguilar abrió los labios en una sonrisa creciente, amplia, algo exagerada.
– Estoy esperando su llamada.
– Sea prudente, y pídale que también lo sea él.
– No se preocupe. -Bajó la voz-. No se chivará.
Cuatro hombres que jugaban al dominó se carcajearon como en respuesta a aquel comentario, pero en realidad celebraban un chiste sobre una chica sentada en una cama que Quirós no había podido escuchar bien.
– ¿Y usted? No la he visto en todo el día…
– He hecho muchas cosas. -La mujer jugó un instante con el silencio-. Pero se las contaré con una condición: que me acompañe a dar un paseo. Me gustaría ver la fiesta y los fuegos artificiales. Quizá podríamos comer por ahí…
A Quirós no le gustaba la idea pero aceptó. En la calle todo estaba a oscuras, salvo las flores en las macetas. A lo lejos se oían resplandores de sonidos. Los siguió como quien obedece un llamado. Ella se acopló a sus pasos mientras hablaba.
– La noche de ayer fue toledana, pero hoy vi las cosas de otra manera. Me levanté y tuve una… una revelación. No se ría de mí. -No me río, iba a decir Quirós, pero la mujer continuó-. Es una teoría muy razonable. Soledad llega a este pueblo y lee los libros de Guerín que encuentra en el albergue. Le gustan, decide quedárselos. Piensa devolverlos, pero de momento se los queda. No hay más ejemplares: Guerín solo publicó cosas autofinanciadas. Desea saber más sobre este autor. Pero, qué pena, ha fallecido. Se entera de que fue amigo del cura. Pero, qué pena, el cura también ha fallecido. Hay otro cura ahora. Conoció a Guerín un poco, y es un hombre muy amable que accede a prestarle los libros que no ha leído a falta de mejor información. Y entonces, en uno de estos últimos, Soledad encuentra algo y… Digamos que se queda de piedra, no sabe qué hacer. Quizá sea una leyenda, pero le interesa mucho más que ninguna. Hay un sitio al que tiene que ir para enterarse mejor de todo, sin duda el libro se lo dice. Un sitio que no está en el pueblo pero que queda bastante cerca, lo suficiente para ir a pie. Lo planea todo y decide contárselo a alguien. ¿A quién? A su profesora y amiga. A una servidora. «Se lo diré», piensa. «O mejor no, porque no me va a creer. Tiene que venir y verlo.» Me llama y me invita sin decirme nada, quizá porque ella misma no lo tiene claro, pero su tono de voz la delata: está nerviosa… Al día siguiente emprende la excursión. Piensa regresar cuando yo llegue. Se marcha muy temprano. -La mujer se detuvo en mitad de una calle solitaria y se volvió hacia Quirós echando la cabeza hacia atrás, como si respirara hondo. Acentuó cada sílaba con alcohol invisible-. Y… no… re… gre… sa… -Tras decir esto reanudó la marcha-. Pero soy optimista: se habrá retrasado más de lo previsto y le resultará imposible llamarme desde ese lugar. Y habrá extraviado el colgante, pero sigue sana y salva. Es una teoría -agregó en tono cantarín-. Mi teoría.
Quirós dobló una esquina, enfiló una calle empinada, miró de soslayo para ver si la mujer lo seguía. Era como si le dijera: «Por aquí es la subida». A ella se le resbaló el bolso del hombro y volvió a colgárselo con un gesto.
– Estoy segura de que en uno de esos libros hallaré el lugar al que quería… al que fue… al que pensaba ir. Hasta ahora no sé otra cosa. El libro que me prestó el cura es una colección de poemas bonitos, nada más. Mientras los leía se me ocurrió visitar la casa de Guerín. Debió de ser monísima en su época, con las maderas pintadas de blanco y las ventanas de ojo de buey, tan cerca del mar que parece que se irá navegando si la empujas un poquito. Pero está muy deteriorada. Una pena. Y no pude entrar, había un candado. Me quedé mirándola y pensando en la vida de ese hombre, ese pobre poeta borracho… ¿Le dije que era muy amigo de Paca Cruz, la antigua dueña del hostal…? Caramba, menudo ambiente.
De pronto, sin saber bien cómo, se hallaban en un túnel atestado. El techo lo formaban bombillas de colores, el suelo millares de zapatos. Desde lo alto llegaba estruendo de trompetas.
– La fiesta -dijo Quirós.
Todas las familias parecían numerosas: con sus niños, sus abuelos, sus globos. También había turistas de cuerpo blanco, inmigrantes de cuerpo oscuro, gente que pedía u ofrecía algo a cambio de pedir. Atravesaron la calle con cierto esfuerzo, Quirós abriendo paso. Las puertas de los bares eran un incendio de voces. Nieves Aguilar propuso beber algo. Quirós dijo: «De acuerdo». Entraron en un lugar nublado de tabaco y ella pidió un fino. Quirós dio instrucciones sobre la clase, la botella, cómo deseaba que se lo sirvieran, en dónde, su grueso dedo índice señalándolo todo.
– ¿Qué le parece? -preguntó ella.
– ¿Qué?
– Mi teoría.
– Bien.
La mujer se inclinó para apurar la copa.
– ¿Usted no bebe?
– No -dijo Quirós.
– Venga, no se haga el abstemio, que lo que es conocer, conoce un rato.
Fue poco después de encargada la segunda copa cuando Quirós se percató de que la mujer reía por cualquier cosa y ponía una cara grande y boba cuando miraba algo. En un momento dado abrió el bolso, sacó el teléfono, se alejó, regresó casi enseguida.
– Nada, hoy no tengo marido. Llevo llamándole desde media tarde, ¿será posible, el muy pendón…? Claro, siempre con reuniones… Trabajo pendiente, trabajo sorpresa…
La puerta del local se abrió, propinándole una nalgada. Quirós habló con el hombre que había entrado y este se disculpó. A Nieves Aguilar le hizo mucha gracia el incidente. «Qué cara ha puesto el pobre -le decía-. Lo ha asustado usted, hay que ver.» Estalló en carcajadas. Pidió otra copa. De pronto fue como si alguien la llamara: se volvió hacia la barra y apoyó la nariz en los cristales donde se agazapaban las tapas.
– Yo tengo que comer si bebo… Es requisito in-dis-pen-sa-ble…
Se decidió por ensaladilla rusa. Quirós no quiso probar. «Pues toda para mí», dijo ella. Comió deprisa, entre sorbos de vino y pausas de servilleta de papel. Frotaba el pan sobre el plato cuando se oyeron explosiones.
– ¡Los fuegos!
Casi volcó el plato al salir. Quirós pagó la cuenta, la alcanzó en la acera, la adelantó. La calle se agitaba bajo un cielo de anémonas.
– ¡Por aquí! -decía Nieves Aguilar, pero en realidad caminaba dócilmente detrás de Quirós.
Sin embargo, era imposible avanzar. Una muchedumbre atascaba la vía. Quirós vislumbró la señal de «Casco Histórico», y le pareció que esta vez sí, esta vez sería muy capaz de llegar al centro. Tenían que estar muy cerca, porque los cohetes, sin duda, eran lanzados desde la plaza, y el ruido como de rasgar el aire que producían se escuchaba a la vuelta de la esquina. Si no fuera por la gente, pensaba Quirós, en esta ocasión sí llegaría. Pero no estaba enfadado, todo lo contrario: le gustaba ver tanta alegría por todas partes. Así era Quirós. Al fin decidió capitular, sobre todo por la mujer, ya que desde allí no iba a poder ver a gusto el espectáculo. Descubrió un callejón libre y se lo señaló. Llegaron a un descampado. La ausencia de paredes y personas les regalaba la noche.
Nieves Aguilar permaneció quieta, abrazándose a sí misma, la sonrisa levantada, mirando una salamandra disolverse en el cielo. Durante una pausa en los estallidos preguntó:
– ¿Usted no los mira?
– Sí -dijo Quirós. Y siguió mirándola.
Cuando solo quedaron nubes de pólvora obstruyendo el aire Nieves Aguilar echó a caminar. Por algún motivo, Quirós, que se había quitado el sombrero, volvió a ponérselo, y su gesto fue como el de quien saluda al paso de una imagen sagrada.
Bordearon el descampado dejando el pueblo a un lado, fulgurante y alegre. El silencio se asemejaba a un estruendo, la oscuridad deslumbraba. Una valla los detuvo, pero la mujer descubrió una abertura. Más allá, la infinitud. El suelo era de arena. Ella se descalzó y siguió avanzando tambaleante. Quirós dejó de ver su cuerpo enfundado en el traje negro; solo el cabello -una campana de oro trémulo- la separaba de la noche a sus ojos.
– ¿Ha visto qué noche tan bonita? -dijo Nieves Aguilar y alzó los brazos, como si «bonita» fuera algo que volara y ella pretendiera atraparlo.
Sin saber por qué, sin ser apenas consciente de ello, Quirós se sentía muy feliz siguiendo los pasos indecisos de la mujer. En aquel momento recordó su grito del día anterior. Había algo en todo aquello que le gustaba mucho y algo que no le gustaba nada, pero no sabía qué era qué exactamente. Lo único que sabía era que habría podido caminar tras la mujer durante todas las noches de su vida.
La vio pararse frente a las olas. La oyó hablar con voz enredada por el alcohol.
– ¿Ha leído a Mar… Marco Lombardo? No, claro que no lo ha leído, qué tontería. Es un teórico educacional. Dice que la felicidad depende de lo que él llama la «atadura a la silla». Yo estoy atada a una silla. Es decir, yo sola no, usted también. -Lanzó una risita-. Todos, hasta usted… Estamos atados y tenemos que vivir así, es algo inevitable, obligatorio, propio de nuestra condición. Pero lo importante es lo que sucede mientras tanto. Si queremos desatarnos y forcejeamos, seremos aún más infelices. La solución consiste, pues, en… en vivir conforme a nuestras ataduras y a nuestra silla, buscar la mejor postura, la apropiada, y vivir atados para siempre. Eso es lo que no son capaces de comprender chicas como Soledad. Cuando se es tan joven, es fácil creer que podemos romper las cuerdas y escapar… Pero lo único que conseguimos, ¿sabe qué es? Hacernos más daño. Aunque… No, no es esto lo que quiere decir Lombardo… No sé por qué lo estoy diciendo yo, quizá es que he bebido un poco… ¿En qué piensa?
Quirós, que estaba pensando que un día había atado a un hombre a una silla cabeza abajo y le había hundido una escoba en el trasero, titubeó.
– Escuche -dijo Nieves Aguilar, pese a que fue entonces cuando bajó la voz, o precisamente por eso-. Confío en usted.
Quirós la miraba. Los ojos de la mujer brillaban en la noche como gemas cicladas.
– Confío mucho en usted -repitió ella-. Más que en la policía, más que en nadie. Usted infunde… seguridad… tranquilidad. Usted es mi atadura a la silla. -Sonrió-. Quiero decir que es buena persona. Y sé que será capaz de encontrarla. Encontrará a Soledad, la salvará… Tengo esa corazonada. -La voz se le había humedecido como si el rocío del mar la traspasara-. Las corazonadas nunca me engañan…
Durante un instante Quirós continuó mirándola. Luego se dijo que quizá las cosas habrían sido distintas si hubiesen seguido así, los ojos de uno devolviendo el interés a los del otro. O quizá no, por que nadie sabe qué clase de caminos escoge la vida para desplegar los acontecimientos. Lo cierto es que (en mitad de ese paréntesis de la mirada) decidió apartar la vista y oyó que ella le pedía regresar. Pensó entonces que el mundo había girado. Que el mundo giraba y giraba y que nunca, nunca dejaría de hacer igual, en el mismo sentido.
Se introdujeron en el pueblo, caminaron por calles vacías. Señora, pensaba Quirós. Sentía un peso en el pecho, un resfriado del alma. Señora, pensaba. Hubiese querido decírselo, estuvo a punto de hacerlo. Señora, no se confunda. Separó los labios formando las palabras. Señora, le diría, por favor, no se confunda, señora, no…
Pero otra cosa empezó a importarle más. Volvió la cabeza y se cercioró. Se detuvo en una cuesta. La luz de una farola estropeada les guiñaba.
– Tengo que ir a un sitio -dijo atropelladamente-. Usted… siga recto por esa calle… Llegará al hostal, no hay pérdida…
Tomó por un callejón y apretó el paso mientras se quitaba el sombrero y lo arrojaba a la oscuridad. Se desembarazó también de las gafas, cuyo estuche tiró a un contenedor en el que luego le sería fácil recuperarlo. Miró atrás y distinguió la figura de la mujer al fondo, pálida, quieta, sin duda asombrada. Le hizo gestos de despedida, dobló la esquina y en ese momento sucedió todo.
Confió en que solo les interesara él. También confiaba en que la mujer le hubiese obedecido. Decidió no defenderse. Recibió golpes recios, patadas, pero sin mucha pericia, les faltaba experiencia, en el estómago le dolieron más. Uno de ellos no hizo nada, solo hablar. Quirós lo atisbó a través del bosque de puños: era el chico del pelo revuelto, el gran Borja. No gritaba: hablaba. Pero lo que decía, sin duda muy importante para él, no importaba a Quirós.
Al hombre lo que le importa es, entre otras cosas: observar asteroides de mediano tamaño, cometas, cúmulos globulares y nebulosas con un telescopio de montura acimutal; estudiar las más de cien familias de escarabajos de la península, entre las que se incluyen los Silphidae o carroñeros y los Scarabaeoidea o coprófagos o comedores de mierda; la clasificación de las distintas clases de oropéndolas, como castaña, de collar gris, de orejas negras, de garganta oscura; cierta teoría sobre la génesis de las bauxitas, que acepta con discrepancias; un nuevo método para resolver ecuaciones diferenciales de segundo orden; el cultivo hidropónico en armacílago de espuma; la optimización digital de películas con minicámara y lentes intercambiables; la última novela de Carmen del Mar Poveda; El artificio del lenguaje, de César Sauceda; la biografía de Alice Tomlinson. Qué dolor tanta ignorancia, piensa.
A cada uno de los mencionados campos del saber dedica el hombre un tiempo proporcional. No se apresura, todo lo controla, es ordenado, cabal. Dispone del día entero y aun de la noche, no necesita dormir. Puede permanecer una semana en vela, siempre preparado. Esto se ha demostrado científicamente. Existen seres capaces de vivir sin sueño, porque la vigilia está formada como por círculos o cornisas, y es posible descansar sin prescindir de la conciencia, en un estado de perenne purgatorio.
El hombre está leyendo en la madrugada, las piernas tendidas sobre la mesa. Hay un televisor encendido, columnas de libros, un perro a sus pies, un gallo que canta a lo lejos. Por lo demás, silencio. Su albornoz está abierto y su vara yace entre los muslos en estado medio flácido o medio tieso, depende de lo optimistas o pesimistas que seamos. Una lámpara con la pantalla ladeada ilumina el contorno de su rostro.
Ha estado leyendo toda la noche. Las nuevas historias son, incluso, mejores que las anteriores. Se está superando, piensa. Es increíble el piélago de sensaciones y enigmas que le transmiten. Está llegando al final de otra. Increíble.
Hace una pausa. No porque necesite descansar sino para preguntarse cosas. Las horas próximas al alba, con el mundo subsumido en la conciencia, son apropiadas para los enigmas. Y las historias azuzan su entendimiento, desafían su razón con renovadas dudas. El hombre ya alcanzó una conclusión importante días atrás: no es preciso enloquecer para satisfacer el deseo. Saber esto le hizo bajar la guardia y se propuso dejar rastros, revelar al mundo su hallazgo. Pero se arrepiente. Las nuevas lecturas precisan tiempo para ser asimiladas, y no dispondrá de él si revela la verdad demasiado pronto. Debe aguardar.
Surgen otras preguntas. ¿Somos responsables por desear lo bueno o lo malo? ¿O por hacer realidad un deseo bueno o malo?
Para intentar dar respuesta a tan arduas cuestiones, se levanta y pasea con las manos en los bolsillos del albornoz abierto. Veamos, dice. Vamos a emplear la mayéutica socrática. La primera conclusión incuestionable es que todo lo que deseamos está en nuestra fantasía. En segundo lugar, la fantasía existe, igual que el deseo, lo cual es otra conclusión obvia. Pero hagámonos esta pregunta: la fantasía, ¿es consciente o inconsciente? ¿Podemos decidir cómo fantasear, planearlo con antelación, elegir lo que soñaremos? ¿Interviene en ello nuestra voluntad?
Un rotundo no. No sabemos por qué imaginamos todo lo que imaginamos, dónde está el origen, los límites. Se trata de una actividad en gran parte involuntaria, como los sueños.
Otra pregunta: la fantasía, ¿pertenece a la realidad? Intentaremos contestar haciendo uso de las respuestas que ya conocemos. Si no fuera así, no existiría. Pero hemos decidido que existe. Por lo tanto, mediante un razonamiento no excesivamente sencillo, o lo bastante complejo para que solo una mente despierta pueda abarcarlo en su conjunto, concluiremos que la fantasía pertenece a la realidad.
En resumen, fantasías y deseos existen, son inconscientes, reales. De lo que resulta: 1) Tener deseos no es nuestra responsabilidad, porque son involuntarios, y 2) Hacerlos reales es obvio, porque ya lo son. Por tanto, llevar a cabo nuestras fantasías, o hacer realidad nuestros deseos, es una perogrullada. Por el simple hecho de que existen se obtiene la satisfacción. Yo deseo y consigo. Sin culpas. Sin responsabilidades.
El hombre ha llegado a una conclusión de excepcional importancia que anula las leyes vigentes o pasadas, los estatutos, códigos, castigos, religiones, éticas. Y ha sido así, de repente, a las 5.05 de este domingo de agosto.
Ahora sale un momento. Se va al baño a hacer pis. Hasta alguien como él necesita entregarse a tal actividad de vez en cuando. Luego duda sobre si acercarse al cobertizo, solo para comprobar que las cosas marchan bien. Está algo intranquilo. Pero decide que, precisamente por eso, pospondrá la visita: la intranquilidad le agrada. En cierto modo, claro.
Al regresar al salón se asegura de que el ángel sigue en el sofá sosteniendo la caja de marfil.
Hubo un momento en que llegó a creer que se había portado bien, pero era debido a que no recordaba. Es preciso tener recuerdos para tener culpas, se contó a sí misma luego. Los recuerdos adoptaban la forma de imágenes con sonido. Se veía extendiendo las manos como una ciega y gritando con una voz que no parecía pertenecerle: «¡Por Dios, mírese, su chaqueta está manchada de sangre! ¿Es que no piensa hacer nada?». Y él, un animal terco, dándole la espalda y tambaleándose en la calle solitaria (todo el mundo en la maldita fiesta, sin duda) mientras preguntaba: «¿Usted lo vio caer?». «¡Deje su sombrero en paz!», le rogaba ella. Aquella absurda escena se repetía una y otra vez. De repente él había dicho: «Ah, aquí». Y, al erguirse, parecía haber tomado ese trozo de tarta que hace crecer a Alicia.
Entonces -no supo cómo- surgió una pared. Mejor dicho, cuatro. No recordaba haberse introducido entre ellas por su propio pie. Quizá alguien la había llevado en brazos con la misma facilidad con que su madre la transportaba tiempo atrás atada al pezón. Se hallaba sentada sobre una cornisa blanda cubriéndose el pubis con una mano y sonriendo frente al reloj digital. Completamente desnuda, por otra parte. Todo a su alrededor le avergonzaba: su cuerpo sin ropa, la ropa en el suelo. Por fortuna, ya estaba sobria. Decidió levantarse.
En ese instante me encontré cabeza abajo viéndolo todo al revés, flotando sobre un caldero que tenía forma de luna, y en el que empecé a vaciarme, a derramar saliva, a expulsar ácido, sé contó a sí misma luego. Recordó aquel plato de abadejo que comió con Pablo y que le sentó tan mal. Y eso no fue lo peor: porque su vientre hizo restallar el látigo y ella, un animal domado, apenas llegó a tiempo de posarse en el retrete. Luego tuvo frío, se encogió bajo las sábanas con el sudor rodeándola como una crisálida, se murió.
Oyó unos golpecitos. La luz le quemaba los ojos.
– Soy Quirós -dijo la puerta.
– Tengo que levantarme -murmuró ella.
– Soy Quirós -repitió la puerta. Sí, señor, respondió ella en silencio. Sus ojos estaban abiertos pero solo distinguía las vetas de madera de la mesilla de noche. Estaba inmersa en aquellas vetas como un comején hambriento-. ¿Oiga?
– Sí, deme… Grande, muy grande, no importa… Intentaré ganar, de verdad. Intentaré ganar.
– ¿Se siente bien? -
Un poco mal.
Luego comprendió que aquella declaración no significaba nada y que debía agregar algo si deseaba ser entendida. Miserable, por ejemplo. Ella había presenciado las pruebas de casting para el musical de Los Miserables. La había llevado Pablo, que tenía que escribir sobre eso. La puerta respiraba.
– Algo me cayó mal ayer, perdone -dijo, comprendiendo que la realidad no era la butaca negra desde la que asistía a aquellas pruebas.
Cerró los ojos y volvió a ver el velo. Pero esta vez ocultaba algo. No bailaba: se retorcía morosamente sobre la tarima de la clase, un espacio estrecho formado por tablas anaranjadas. Entonces el velo descendió revelando el cuerpo de la muchacha, que se encontraba de espaldas y miraba hacia las tablas. O no: estaba escribiendo. Se acercó para ver lo que escribía, pero la muchacha se levantó inesperadamente, bajó de la tarima y huyó. Espera, le dijo.
Corrió por pasillos atestados de gente que también corría. ¡Rápido, rápido! Salió al exterior, era de noche. La muchacha le llevaba mucha ventaja. Iba desnuda, salvo el colgante de estrella. Pero eso no era obsceno, se dijo, porque se trataba de una niña: los pechos eran simples dibujos; el pubis no tenía pelo; el útero era blanco e incapaz de engendrar. Ella corría tras la niña en medio del bosque. Por suerte, el velo la ayudaba a no perderla de vista. En el bosque había sillas, sofás de piel, divanes y camas, todos quietos e invitadores bajo la noche. También cámaras, la actriz era ella. O las dos: la niña, que era hija de un empresario despiadado y se llamaba Alice, y ella, que se llamaba Hiedra. La niña corría para alcanzar una estrella que iba delante. Nunca había tenido relaciones íntimas con aquella niña, lo juraba sobre la Biblia.
El velo y la estrella se apagaron.
Escuchó unas cuantas palabras; vio una mano enorme colocando una bolsa en su cabeza. No: en la mesilla de noche.
– Le he traído esto de la farmacia. No pude venir antes… Tuve que encontrar una de guardia… Hoy domingo…
Otra cosa era el pudor, que nunca enfermaba. Pensó en las zonas de su carne que podían quedar a la vista y procuró taparlas. Estaba hecha una piltrafa, pero seguía siendo una piltrafa moral.
– Beba solo esto. En la farmacia me han dicho que es lo único… No agua… Y no coma nada.
– Manzanas -murmuró ella-. Arroz.
– Nada. -La voz era inflexible-. Nada durante un día.
Le escocía el… esfínter, así se llamaba. Se puso bocabajo. Descubrió que era una postura muy desagradable. No podía pensar en comida. La simple idea de ensaladilla rusa le repugnaba. ¿Se iba a morir? Tenía la vaga idea de que ciertas intoxicaciones con alimentos eran muy peligrosas. Quiso ir al baño, pero debía esperar a que él se marchara. No, no podía esperar. Abrió los ojos. Estaba sola.
Cuando regresó del baño recordó vagamente que Quirós había muerto.
Durante un rato, ya acostada, se aturdió con esta y otras posibilidades. Por ejemplo, que hubiese sido ella la que había recibido la paliza a través del cuerpo de Quirós. No en lugar de sino a través de, como si Quirós fuese un témpano y la enfriase a ella por simple contacto. O que aquella habitación fuese el purgatorio (ella no se merecía el infierno) y a él lo hubiesen condenado a ayudarla y a ella a soportar sus idas y venidas. O bien que solo fuera él quien estuviera muerto y la visitara como los sueños a las conciencias culpables.
Atardecía. Sentía calor. El azul del sol entraba por la ventana (porque el sol siempre es azul para los enfermos, se decía). Se destapó. Pero oyó la puerta y volvió a taparse. Quirós entró de perfil, con el sombrero ladeado. De sus inmensas manos colgaban varias bolsas.
– La señora Ripio me ha dejado una copia de la llave… Es para que usted no… Espero que no le importe.
– Al contrario -murmuró ella. Su presencia le daba miedo. ¿Por qué estaba allí? ¿Cuáles eran sus intenciones? Se cubrió la cabeza con la sábana.
– ¿Cómo se siente?
– Mejor.
– Encontré una tienda abierta… Le he traído algo de comida, pero para mañana: jamón de York, manzanas, yogures. Le dejaré uno o dos yogures y el resto los guardará la señora Ripio en el frigorífico…
Se asomó tímidamente por el borde de la sábana y vio a Quirós agachado, de espaldas, manipulando algo. Su chaqueta tenía un descosido a la altura del hombro.
– Revistas de cotilleos… No sé si a usted… Bueno, aquí están. Lo de los libros es otro cantar. No hay ni una sola librería en todo el pueblo, y hoy domingo ya comprenderá… La señora Ripio me ha prestado uno. Se titula El… El abad…
– El abad de San Zeno -leyó ella desde la cama.
– En fin, ahí se lo dejo. Usted es la que entiende.
– Gracias, pero no tendría que haberse molestado… -Estaba fascinada con su enorme espalda. Quirós olía a colonia a granel; ella (y sus sábanas) a sudor.
– No es molestia. Luego vendrá la camarera a ver si necesita algo… Y la señora Ripio le hará mañana una sopa de arroz. Yo volveré al mediodía…
– Espere.
Tenía que preguntarlo, aunque no sabía cómo. Estaba inmersa en una sensación de completa irrealidad, como si participara en unas pruebas para interpretar un papel. El guión la obligaba a hacer una pregunta absurda: ¿Está usted muerto? Pero había cosas que recordaba claramente: los puños hundiéndose en el cuerpo de Quirós, y quizá también las navajas. Es cierto que todo había sucedido muy rápido y ella estaba borracha, pero aun así creía haberlo visto. Y ahora se percataba, además, de otro detalle sospechoso: aquella chaqueta no era la que él llevaba siempre, de color crema, sino una de color azul, más vieja.
– Déjeme verle -exigió.
Él se había puesto de pie. En ese momento giró hacia ella.
– Señora…
– Quítese el sombrero y las gafas.
– No me ha pasado nada…
– Quíteselos, por favor.
Pensó algo extraño: Qué avaro, quiere quedarse para él solo con todo el dolor…
– No me han hecho nada -insistía Quirós. Se quitó las gafas, pero no el sombrero-. Un par de cardenales… Eran casi niños… No llore… ¡No llore, caramba! -Hizo un gesto brusco, se marchó.
Regresó al anochecer. Ella estaba más tranquila. Creía haberse acostumbrado ya a las hebras y costras color lirio que puntuaban el rostro de Quirós. Se equivocaba. Volvió a llorar de forma subrepticia. Pensó en un símbolo que las monjas de su infancia le habían mostrado en el colegio: la lujuria, tuerta, tullida, tartamuda, coloreada como una sirena solo a ojos de quienes caen en tentación.
– ¿Ha ido a la policía?
– No he necesitado ni ir a una clínica a que me den puntos -dijo Quirós-. Vamos, por favor…
– Le hirieron con navajas…
– No, qué va.
Está mintiendo, pensó ella. ¡Quítese la chaqueta!, quería ordenarle. ¡Está usted muerto!, le diría. ¡Mire esas heridas abiertas, mire la sangre! Pero lo que dijo fue:
– Debí haberle ayudado.
– Por Dios, ¿qué iba a hacer? Usted no podía…
– Estaba borracha…
– Vamos, no diga eso… Además, me ayudó aunque no lo crea… Al aparecer usted, esos cobardes salieron por pies, ¿no lo recuerda? -Ella sacudió la cabeza. No recordaba nada, salvo los sueños-. No se preocupe más. He venido a darle una buena noticia. Mañana lunes viene un especialista…
– No lo necesito.
– No, no. Me refiero a… Ya sabe, a lo de Soledad. Es inspector de policía, un profesional con experiencia… Él se encargará de buscarla. Seguro que dentro de poco…
Ella se quedó mirándolo sin contestar.
Después escuchó el mar y supo que Quirós se había ido. La sed la abrasaba, pero solo bebió unos cuantos sorbos de suero. Tenía un sabor dulzón y denso de sirope que no dejaba de resultarle agrada ble. Se levantó y fue al baño. En el espejo contempló su rostro perfilado por la delgadez, los ojos como abalorios sueltos, la sobrefaz del sudor. Se vio enferma y solitaria, como arrojada desde kilómetros de altura a aquel cuartucho de hostal. Regresó a la cama y cogió el teléfono. Por favor, nunca te lo he rogado, pensó. Nunca lo he necesitado tanto como ahora. Por lo que más quieras, aunque eso que mas quieras no sea yo.
Dos timbres, tres. Su voz en el contestador automático. Decidió no dejar ningún mensaje. No quería regalarle, para su solaz, unas cuantas palabras quejumbrosas.
La verdad, temible, purificadora.
La desconocida del fular rojo que retiró la mano de su hombro en aquella exposición (¿era sobre Arnold Böcklin?) cuando ella se acercó; el hueco de silencio que obtuvo al contestar al teléfono cierta vez; los viajes imprevistos de fin de semana, las reuniones tardías que se prolongaban hasta la madrugada… Todo eso era la verdad.
Es mejor así, se dijo. Ahora te conozco, por fin te conozco, ya sé cómo eres.
Luego,,se arrepintió de aquellos pensamientos. Quizá le haya pasado algo. Quizá él también esté enfermo…
Se durmió llorando. Soñó con un hombre a quien no conocía.