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El hombre es Dios.
En cierto modo, claro. Igual que Dios es hombre. Es decir, a su imagen y semejanza. No exactitud: semejanza. Porque el hombre conoce sus limitaciones y vive con los pies en la tierra. Quien busque en él alguna de esas pamplinas adjudicadas comúnmente a los lunáticos pierde el tiempo. Sin embargo, por propiedad conmutativa, si el hombre es imagen de Dios, Dios es imagen suya. Diáfano, piensa. Este razonamiento no tiene resquicios. A diferencia de esta carretera, que sí los tiene.
El hombre camina por el arcén derecho. No es un error: es que al otro lado se encuentra el barranco. Y, aunque no le atemoriza, le apetece ser precavido. Cuando pasea por la carretera de la sierra, como en este instante, suele escoger el flanco rocoso, que es el más seguro, por mucho que coincida con el costado prohibido para el peatón. Sin embargo, a esas horas del amanecer no hay coches. Es la ventaja de pasear temprano. La desventaja es la oscuridad, pero al hombre no le importa, incluso trabaja con ella. Se siente a salvo en la oscuridad.
También se siente a salvo porque ha tomado ciertas medidas. Muy necesarias, por otra parte, ya que la semana anterior cometió la grave equivocación de creer que podía revelar lo que había aprendido. Ahora se arrepiente, pero el error ya está reparado. Ha pasado gran parte de la noche yendo y viniendo con el todoterreno por la carretera del norte. Lo más difícil fue encontrar la casucha de tejado de zinc; lo más fácil, allanarla. Ahora está cansado, necesita dormir casi por primera vez en toda su vida, pero su satisfacción es tal que ha tenido que celebrarlo dando un paseo a pie antes del amanecer.
Ha sacado al perro a que menee un poco el rabo. Fuc, fuc, lo azuza. El morro húmedo y feo se arrastra por la hierba. No, aquí no se hace, ya te he enseñado, fuc, fuc. Es lunes último de agosto y el perro ha pasado el fin de semana bastante nervioso. El hombre lo atribuye al cambio de tiempo. Los días se acortan, el aire viene viciado de frío, quizá llueva. Todos los perros perciben eso antes que los meteorólogos. En cambio, ¿cuántos de estos últimos son capaces de roer huesos y mear alzando una pata? Vamos, es solo un chiste, que conste. Una broma tonta, ¿entendido? El hombre no suele gastarlas, pero a ratos le entretienen. Nunca se reiría de nadie sin una buena razón, y cuando lo hace, se ríe con inteligencia. Hay que tomarse la risa en serio.
Esto le hace recordar una de las historias que ha leído. Un cura visita en la prisión a un tipo condenado a muerte por el asesinato de varios niños. Cuando el reo está a punto de confesarse, se produce una especie de milagro: una gran luz le permite escapar. El cura lo sigue. Aparecen en una isla tropical, fastuosa, decorada con un encaje de plantas que bordan, incansables, agujas de libélulas y colibríes. Divisan un lago como un espejo y un palacio de mármol con grandes escalinatas y una antena parabólica «como una hostia consagrada». Todo reluce como si fuera nuevo, observa el cura. Se oye música de salsa y varias chicas en tanga bailan en las escalinatas. El presidiario parece saber dónde se encuentra, pero el cura está desconcertado. En el interior aguarda una muchacha de pelo trigueño, rostro moreno y ojos verdosos, rodeada de gatos, que dice llamarse Susej. Y añade que su principal enemigo se llama igual pero leído al revés. El cura comprende quién es en realidad la muchacha, y piensa: Me lo imaginaba hombre. Aprovechando que se halla frente al origen de todo el Mal, le pregunta por la existencia de este. Pero Susej lo que quiere es bailar. El presidiario está bailando ya, todos bailan. El cura descubre que su primera impresión era errónea: el palacio no es tan nuevo, el mobiliario está muy gastado. Este detalle, justo este detalle, es lo que le horroriza. No obstante, se une al baile. Fin.
¿Qué puede significar esa historia? La mente del hombre rebosa buscando interpretaciones. Antes no cavilaba tanto ni se hacía tantas preguntas. Ahora sí, quizá en exceso. La culpa es de las historias, que han abierto en su interior la puerta de los enigmas. El hombre era combustible; las historias, fuego. Y lo peor es que necesita de ellas como de una droga. Se pregunta si habrá terminado otra, y aprieta el paso. Quiere llegar a casa cuanto antes y comprobarlo.
Está amaneciendo: el monte es azul. La claridad llega desde la derecha y por ello ese lado de la sierra sigue en sombras. En el horizonte, el mar se deja despertar.
El hombre ha empezado a tener recuerdos, y eso es síntoma inequívoco de que las historias le perturban.
Nació en un sitio concreto, luego se trasladó a otro sitio concreto porque su padre se divorció de su madre y a su madre le quedó una ridícula pensión que no bastaba para mantenerlos y seguir viviendo en el primer sitio concreto. Bueno, y también porque decidió ir a vivir con sus propios padres. De manera que el hombre pasó su infancia con su madre y sus abuelos maternos. Su madre lo llamaba Cico, a saber por qué, ese no es su verdadero nombre, ni siquiera un diminutivo cariñoso. Pero debemos hacer constar que así lo llamaba su madre. Era hijo único, y por lo tanto hija única, porque de sobra sabe el hombre que los hijos únicos son andróginas y cada padre usa de ellos aquella parte sexual que le corresponde o apetece, sin perjuicio alguno de la contraria. Cico era Cica, hijo e hija, ayudaba a su madre a calentar el agua para los huevos duros y a su abuelo a matar cucarachas.
Ya se encuentra cerca: la sierra desciende, puede avistarse el camino de tierra… Por un momento había perdido la noción del tiempo y el espacio, tanta era la fuerza de los recuerdos. Abre la valla, alcanza el porche. Un destello en sus manos, un llavero. Le gusta vivir bajo llave. Se lava un poco, le pone el desayuno al perro, revisa minuciosamente cada habitación, se asegura de que todo esté en su sitio (la caja de marfil). Luego prepara una cafetera, coge dos cubos limpios de la cocina, llena uno de agua y vuelve a salir.
– Un chico me violó en primaria, durante el recreo. Era muy rubio, de pelo muy largo. Yo no pude impedirlo, era más pequeña y débil que él. Además, su familia tenía más dinero que la mía. Mis padres lo denunciaron, pero la policía no investigó y el director del colegio no hizo nada…
Tenían que barrer la planta baja pero se habían sentado a ver la telenovela en el saloncito. En el momento cumbre -Floriana haciendo aquella terrible confesión-, oyeron un ruido a su espalda. Los dos guardias estaban allí, con sus camisas verdes y sus gorras. Tenían un cuaderno, mencionaron sus nombres, los señalaron con una equis. «Tranquilas -les dijeron-, solo queremos haceros unas cuantas preguntas» Estaban interrogando a todos los chicos del albergue debido a los sucesos del sábado por la noche. Los interrogatorios se desarrollaban en el ayuntamiento, la casa del pueblo, para hacerlos más cómodos. Habían reclutado ya a Mario, Juanma, Mónica y Esteban; también a Igg y Belén, así como a los integrantes del grupo de Borja, salvo a ella.
Era lunes, día de la Luna, le dijo Fernanda, y eso traía mala suerte. Pero Fernanda creía en horóscopos, fantasmas y telenovelas, y ella no. Para ella, los lunes significaban tan solo actividad frenética, ser la primera en la cola de la ducha, tener unas ganas locas de bajar a la playa.
– No sé qué coño estamos haciendo aquí, tía… -Fernanda envolvía las palabras en chicle y las lanzaba al aire-. ¿Tenemos que pagar el pato por lo que esos cabrones hicieron…? Todavía tú, que te juntas con ellos… No digo que te guste lo que hacen, digo que te juntas…
Tina había apagado su discman para escucharla. También para mirarla, porque a veces necesitaba de los oídos para mirar. Fernanda y sus rizos negros, ahora alquitranados por la ducha reciente. Fernanda y su figura sobrada de grasa como la de ella, pero mejor distribuida.
– Estoy hasta el culo de esos fachas gilipollas… Se creen algo porque sus padres tienen pasta. Dice Chester que el suyo viene de una dinastía de reyes franceses. Sí, pura raza…
El pasillo donde esperaban tenía dos divanes enfrentados. En uno se sentaba Fernanda, en el otro Juanma y ella. Solo quedaban ellos tres, estaban interrogando a Mario. Pronto le tocaría a ella, pero ya no estaba tan nerviosa como al principio. Mónica y Esteban habían salido casi felices. Era como los exámenes, unas cuantas preguntas y a casa. Claro que ni Mónica ni Esteban pertenecían al grupo, y ella sí.
– Lo que no entiendo -dijo Fernanda- es por qué vas con ellos si no estás de acuerdo con lo que hacen. Perdona, pero no lo entiendo…
Se encogió de hombros.
La puerta de los interrogatorios seguía cerrada.
Ella no iba a decir nada, eso por descontado. Aunque la torturaran, aunque la obligaran a regresar a casa y aguantar la murga de su tía y al no menos paliza de su tío el arqueólogo, que se encontraba en algún lugar del Adriático y soñaba con rescatar un barco cargado de oro, o al Craso, un profesor de su instituto apodado así por su costumbre: «Craso error -decía-, muy craso, señorita Serrano».
No iba a delatarlos, antes la muerte. Pese a todo, reconocía que ese año se habían pasado. Chester, Nuño y Bravo estaban arrestados por herir a varios africanos. La Maestra y Goyo habían huido. Se ignoraba el paradero de Borja y Paz, pero el rumor más fidedigno afirmaba que los estaban interrogando en otro lugar. Por muy menores de edad que fuesen, el futuro no pintaba nada bien para ellos.
Tenía que demostrarles que era de fiar. Sobre todo, demostrárselo a él. Era algo que solo se podía hacer, no decir. Todo escolar conoce el ritual de la confianza: consiste en hacer lo correcto cuando debe hacerse. Solo entonces llega el veredicto: Eres de fiar, te dicen. La confianza nunca se demuestra con palabras. Hubiese sido inútil que les dijera un millón de veces que no pensaba hablar: tenía que hacerlo. Tenía que no hablar. Lo contrario sería craso error. Muy craso.
La Puerta del Destino se abrió, temblaron las mazmorras de palacio, salió Mario bizqueando, liberado, con rostro de alma que sube al cielo envuelta en luz.
– Todo bien, tranqui -les dijo aprovechando que el guardia de turno hacía pasar a Juanma-. No te interroga la Guardia Civil, sino un tío de paisano, muy flaco…
– No te enrolles -cortó Fernanda- y dinos qué te han preguntado…
– Es lo curioso, porque…
Pero el carcelero de la gorra verde ya llegaba. Fernanda hizo como que se despedía de Mario hasta nunca más. Tina captó el truco.
– Dice que le han preguntado por una chica que estuvo en el albergue… -le sopló Fernanda al oído cuando Mario se alejó-. Esa que me dijiste que había desaparecido… Yo alucino. ¿Qué tenemos que ver con ella?
Nada en absoluto, admitió Tina. Pero le invadió la calma. Ese tema era aún más fácil de responder. Ya se lo sabía, y no era un asunto comprometido, a diferencia del otro. ¿Qué ha ocurrido con Soledad?, imaginó la inquisición. Y yo qué sé. No nos hicimos amigas. Le molaba más escribir que divertirse. Parecía extraterrestre. No tengo ni idea de dónde puede haber ido, quizá haya regresado a su planeta…
Fernanda había estirado las piernas en el diván, aprovechando que estaban solas. Mascaba el chicle como si se tratara de devorar a alguien a quien odiaba.
El lunes por la mañana Quirós regresó a la tienda. El tendero ya le había preguntado sobradas veces qué le había pasado en la cara y en aquel momento no lo hizo. Quirós compró yogures, una barra de pan, un cuarto de jamón, y una caja de bolsas de té de azahar. También adquirió revistas y fascículos de algo (con tal que fuera lectura, a ella le gustaría). Asintió brevemente a los comentarios del tendero sobre los sucesos de la noche del sábado («Habría que encerrar a todos esos gamberros racistas») y salió cargado con las bolsas. Las dejó en manos de la camarera del hostal y se marchó de nuevo: tenía cita en el ayuntamiento con el experto que Olmos había enviado, debía apresurarse.
Pero no se apresuraba. El jadeo le impedía acelerar en las obligadas cuestas. Y, como no había conseguido pegar ojo en toda la noche debido a un ahogo que había sufrido al tumbarse, se dormía andando. Pensó que quizá era consecuencia de la paliza. Cuando un hombre no sirve ni para soportar una paliza, ya no sirve para nada: eso se lo había oído decir a alguien, no recordaba a quién, pero lo creía a pie juntillas. Así era Quirós.
En sus buenos tiempos, lo del sábado no le hubiera hecho ni pestañear. Podía quedar magullado, pero eso era su exterior; por dentro ni se inmutaba. Bromeaba, incluso: solía presumir de que cosas así le servían para desempolvar el traje; ahora, en cambio, se lo manchaban. Lamentaba más el estropicio de la chaqueta que el de la cara, todo a causa de un brusco sangrado de nariz. Siempre llevaba una de repuesto (chaqueta, no nariz), pero no era lo mismo: esta era vieja, le quedaba pequeña (Pilar la había remendado ya un par de veces) y su color azul desentonaba con su uniforme de trabajo. Al menos, gracias a sus precauciones, el sombrero y las gafas seguían intactos.
Recordó una vez en que también había manchado la chaqueta. En este caso era la sangre de otro: Humberto Aldobrando, el aspirante a poeta. Cuando le aplastó la nuca con el pisapapeles con forma de ángel se ensució la manga derecha.
Aldobrando y Casella, dos buenos perros. Casella tenía mujer y dos hijas, era barbudo y gordo, Quirós lo había matado a orillas de un río. Aldobrando era rubio, guapito, con voz de capado, el típico «esnupi», divorciado, con una hija pequeña. Le gustaba escribir poemas y torturar niñas. Todos los «esnupis» eran iguales: les daba por leer, ser muy cultos, muy artistas. Aldobrando torturaba y filmaba, Casella vendía las películas y su hermano gemelo, que vivía en Alemania, hacía de contacto en Europa. Cuando estafaron a sus socios, estos contrataron a Quirós para que los liquidase. Al gemelo no pudo atraparlo, pero a Casella y Aldobrando sí. Por desgracia para ellos, estafaron a quienes no debían.
Jamás hubiese sospechado que un cerebro como el de Aldobrando pudiese tener materia, menos aún tan abundante, pero lo cierto es que se puso perdido y dejó rastros hasta en el techo, como un bebé abandonado dejaría su propia caca en las paredes. Por fortuna, de la investigación policial se hizo cargo Gaos. Si hubiese venido otro, quizá se habría visto metido en un buen lío. Pero Gaos era uno de esos policías que trabajaban para los mismos grandes señores que Quirós. Quirós hacía saltar la sangre y Gaos venía y la limpiaba. Era una suerte, porque Quirós nunca tomaba precauciones. Matar es como follar, le había dicho un día Hurtado, un ex socio: si no quieres que te caiga una condena de por vida, usa látex. Quirós lo sabía, pero no se le daban bien tales finuras, no solo porque era torpe sino porque, más que matar, apisonaba. Por eso necesitaba de policías como Gaos. Es verdad que Gaos se las daba de sabihondo y se burlaba de él, lo llamaba «pringado» y afirmaba que la diferencia entre ambos era que Quirós era una hormiga y él una serpiente: «Tú caminas y caminas, vas y vas, siempre en línea recta; yo zigzagueo», le decía.
En aquel momento Quirós zigzagueaba. Se había perdido por los empinados vericuetos del pueblo. Interrogó a un viejo, que señaló hacia arriba. «¿El ayuntamiento? Lo tiene usted ahí, mismamente.» Siguió subiendo.
Arrastraba una bola de plomo con los pies. Abría la boca para robar más aire. Sentía un palo encajado en el ano (hemorroides). Sudaba como un caballo. Se detuvo junto a una fuente a refrescarse la cara. La fuente estaba rematada por un manzano frondoso y bastante realista, pero hecho de piedra. Sin embargo, a Quirós le entraron ganas de comerse una de aquellas manzanas. Pensaba que, si lograba arrancarla, masticarla sería lo de menos. Pero ni siquiera lo intentó. Siguió subiendo.
La esposa de Aldobrando era Marta.
Cuando se divorció de Aldobrando, Marta se fue a vivir a una casita frente al mar en lo alto de un acantilado. Allí la visitó Quirós una tarde por orden de Aldobrando, ya que en aquella época, años antes de liquidarlo, trabajaba para él.
Ella misma le abrió la puerta. Era una mujer pequeña pero bien proporcionada, rubia, de ojos azules, vestida con una especie de traje de noche que le desnudaba la espalda. Parecía algo mareada. Quirós se quitó el sombrero. Dijo que venía de parte de su ex marido con un encargo específico: llevarse todo lo que le pertenecía. Separación de bienes, ni más ni menos. Marta ya lo esperaba, lo hizo pasar.
– Adelante -le dijo-. Estaba celebrando que estoy sola, pero no me gustaba celebrarlo a solas.
En el salón se oía una samba. ¿Le apetecía otra? ¿Otra qué? Caipirinha. Bebía caipirinhas. Pero él no podía permitírselo en horario laboral. Traía una lista. Empezó a recorrer la planta baja apartan do los objetos cuando los veía: un cenicero, dos cuadros de chicas con los ojos cerrados, discos, libros. Llévese también esa mierda, señaló Marta un dibujo enmarcado que dividía el cuerpo humano en zonas, como el de una res, y lo numeraba. «Dónde azotar sin peligro», rezaba el titulo; las nalgas recibían el número uno. Como no venía en la lista, Quirós lo dejó de lado. En cambio, se fijó en el pisapapeles con forma de ángel. Años más tarde lo usaría para matar a Aldobrando, pero en aquel momento se limitó a apartarlo. Aldobrando le tenía especial cariño. Todos los «esnupis» eran iguales: se entusiasmaban con objetos ridículos. Entonces, mientras dejaba el ángel junto a los demás objetos, sintió un llanto a su espalda.
No. No debía recordar a Marta.
Marta era una de esas cosas pulcras de la vida que se manchan con la memoria. Tenía que apartarla de su cabeza. Sabía que le resultaría difícil, ya que se había topado, precisamente, con los recuerdos reencarnados. Pero debía intentarlo.
La calle en la que se encontraba era muy ancha. Un perro se escabulló por una esquina. Era blanco como una sábana, pero no era Sueño ni podía serlo. Al fondo, en una pared, una puerta cerrada y un letrero con horarios. Había llegado. Era la entrada trasera del ayuntamiento, donde le habían dicho que acudiera. Le pareció que tardaba una eternidad en alcanzar aquella puerta. La abrió, se introdujo en un pasillo oscuro, desde una habitación le llegó una voz:
– ¡Me cago en la hostia, si es el pringado de Quirós!
Supo quién era antes de volverse.
Nieves Aguilar tenía hambre. Ya había devorado casi todas las lonchas de jamón de York. En ese instante se comió la última, y su estómago se lo agradeció con suaves maullidos. El hambre significaba que estaba bien. La salud consistía en desear. Tenemos salud cuando empezamos a pensar que nos faltan otras cosas, se dijo.
Recordaba una historia de Soledad. Una muchacha asistía a una fiesta en su propia casa: la ofrecía su padre a los altos cargos de la empresa de la que él mismo no era sino otro alto cargo. Resplandores amarillos revelaban escotes, trajes negros, camareros con pajarita, un buffet, una orquesta tocando valses. A primera vista, una fiesta más. Pero había detalles raros. Cierta ordenada agrupación de canapés, por ejemplo. Los círculos de caviar en rojo y negro estaban colocados como fichas de damas, los bocadillos formaban el nombre del presidente de la empresa (señor Astán) y las croquetitas de salmón dibujaban signos incomprensibles. Todas las mujeres eran flacas y los hombres gordos y sudorosos. Su madre iba de un lado a otro espetando órdenes a los camareros, y su figurita escuálida (también ella era delgada) se reflejaba en los amplios ventanales del salón poligonal.
De repente se producía el esperado acontecimiento: aparecía el presidente, un tipo de indudable magnetismo, y pronunciaba un discurso con frases lapidarias: «No hay grandes hombres sin grandes oportunidades. Ya no somos lo opuesto sino lo único». Le aplaudían. Y en ese momento el punto de vista se desplazaba hacia la madre, que estaba recordando otra fiesta distinta, el día de su boda con quien, en aquella época, era solo un abnegado oficinista. Rememoraba detalles sueltos: las palabras del sacerdote, una mancha de tarta, el cordero abierto en canal del que ella no había probado bocado. El cuento acababa con aquel cadáver de cordero. Se titulaba «La boda de la señora Boj».
Había sido el hambre lo que le había hecho recordar el cuento. También recordaba la tarde del lunes en que lo habían comentado en la cafetería. La muchacha estaba resfriada porque no se había pasado el secador por el pelo después de lavárselo, le explicó. Luego añadió:
– No es esto lo que quiero escribir. A veces pienso que no quiero ser escritora.
– Estás deprimida porque te has constipado.
– Te hablo en serio… Lo que yo quiero no lo quiere nadie. Yo quiero escribir lo que tengo dentro.
– Es lo que intentan todos.
Tras una reflexión, la muchacha precisó:
– Es que yo quiero escribir lo que soy por dentro. Y por dentro no soy la que tú piensas. Ni la que yo pienso tampoco. -Tenía hambre: había pedido un par de donuts y ella recordaba el bigote de azúcar que se le estaba formando mientras los devoraba.
No había sentido excesiva sorpresa al oírla: estaba acostumbrada a aquellas declaraciones adultas.
– Te comprendo -le dijo-. Te refieres a tu intimidad.
– ¿Sabes cuántas veces escribí esta historia de la fiesta? -replicó Soledad sin dejar de comer-. Más de quince. No sé por qué lo hice, la primera vez ya me gustó… Pero me parecía que cada vez que la escribía llegaba un poco más adentro… Quiero decir, de mí. Luego lo rompí todo y me quedé con la primera versión.
– Eres una perfeccionista.
– ¡No! -protestó ella-. ¡Las demás ni siquiera se podían leer! Y recuerdo una historia sobre una chica que vivía en su cama, sin comer ni beber, que escribí más de cien veces… También las rompí todas menos la primera…
Nieves Aguilar se detuvo a reflexionar. Era obvio que la muchacha necesitaba buenos consejos.
– No somos tan distintos por dentro como dices, Soledad. Somos seres humanos, no ocultamos tantos secretos. A tu edad puede parecer que sí, pero luego, cuando te haces mayor, descubres que la vida es bastante… Bueno, bastante aburrida. -La muchacha no sonrió. Cuando respiraba, se oían rumores de nariz obstruida-. Por supuesto que ocultamos cosas, decimos mentiras, engañamos… Engañamos a los demás, sí, muchas veces. Pero sabemos que estamos haciéndolo. La conciencia nos remuerde.
– ¡Pero yo no quiero escribir mentiras! ¡Quiero escribir la verdad!
En aquel momento, sumida en sus propias preocupaciones, no le había dado importancia a frases así. Ahora se preguntaba qué había querido decir la muchacha con eso. «Quiero escribir la verdad.» ¿Por qué nunca había indagado más? ¿Por qué, cuando no la comprendía, daba media vuelta y la dejaba avanzar sola?
Unos golpes la interrumpieron. Pensó que era Quirós, pero la puerta se abrió con una voz dulce.
– ¿Se puede? Le traigo el té, señora.
Era la camarera. Ya había hablado con ella, se trataba de una chica muy amable. Vivía en la capital, pero los veranos trabajaba en el hostal de la señora Ripio. Era diligente, y más le valía, porque Jacinto, el único hijo de la señora Ripio, el chaval del rostro con acné que la ayudaba en el comedor, parecía demasiado vago, estúpido o astuto para encargarse de sus propias tareas, y ella tenía que hacerlo todo. Se llamaba Safiya. Sin embargo, no era árabe ni nada parecido, le había explicado, sino roquedeña como su madre, aunque su piel morena, sus andares cadenciosos y la ajorca que llevaba en el tobillo hacían pensar a Nieves Aguilar, cada vez que la veía, en una odalisca.
– El señor Quirós me ha dicho que le suba estas revistillas…
Qué amable el señor Quirós. ¿Dónde estaría? ¿Con los expertos de Madrid? Gracias, ponlas ahí mismo, Safiya. Y tráeme la comida en cuanto puedas. Me muero de hambre. Eso significa que ya está mejor. ¿Le bajo la persiana para que tenga un poquito de oscuridad? Sí, gracias. Bienvenida sea la oscuridad.
– ¡Ja, ja, ja! ¡El pringado de Quirós! Te han dado un buen repaso esos chavales. Hoy los jóvenes son más peligrosos que los adultos. El mundo está cambiando, hay signos extraños: proliferan las sectas, cosas así…Hace poco Centeno y yo pescamos a unos tipos que se drogaban pasando hambre. Tal como te cuento. Anoréxicos Reunidos, S. A. Vivían en una fábrica de chatarra abandonada, parecían cadáveres. Anda, come un poco. -Quirós comió jamón-. Prueba este queso. -Quirós comió queso-. Centeno, trae otra botella. Que sea rioja. ¿Seguro que ya no bebes, Quirós? Si no lo veo no lo creo. Aún me acuerdo de aquella cogorza que cogimos con Hurtado, cuando nos agarrábamos de las farolas y Hurtado dijo: «Quirós me ha dado una hostia, llama a la policía».
– Y tú dijiste: «La policía soy yo…»
Rieron.
– ¿Ya no trabajas con Hurtado?
– No.
– Y tampoco bebes, ni fumas… Quién te ha visto y quién te ve… Gracias, Centeno. Este rioja está superior… No creas, no eres el único que tiene achaques. A mí el vino me pone la cabeza como si me la repasara con secador: siento aire caliente, hasta oigo un zumbido, bruuumm, bruuumm… Ahora mismo lo estoy oyendo… Me ocurre solo con el vino. No sé lo que es, supongo que la edad. En fin. Si te pones a ver cómo éramos antes…
Pues no hemos cambiado tanto, pensó Quirós. Gaos seguía pareciendo un hueso de perro o un tallo de pantano, flaco y verdoso. La piel que le encapuchaba el cráneo seguía tensándosele al sonreír y los tendones del cuello, revelados hasta el esternón por la camisa desabrochada y la corbata floja, le abultaban igual. Acaso estaba más calvo. Pero fumaba como siempre: tenía los dedos amarillos y de su cenicero ascendía, cual truco de faquir, una cuerda de humo.
– ¿Has visto cómo nos trata el alcalde? Ha puesto a nuestra disposición una finca de las afueras para hospedarnos. Hombre, también lo hace para que no incordiemos. Le interesa que no se ensucie el nombre de su querido pueblo, por eso no le ha dado mucho bombo a lo del sábado. «Tenemos neonazis, sí, qué se le va a hacer, pero que no se entere nadie.» El sector turístico, chaval: no quiere perderlo. Se puso pálido cuando le dijimos que veníamos a investigar la desaparición de una muchacha que, según todos los indicios, ha sido secuestrada. «¿Han mirado en la sierra?», me preguntó. Por lo visto, en la sierra se esconden chicas. Me las imagino saltando de un sitio a otro y viviendo en los troncos de los árboles, tan desnudas como sus madres las parieron, ¿eh, Centeno?
Quirós se sentía mal, pero comía. Gaos se sentía bien y comía. La habitación era pequeña y estaba a oscuras, salvo un flexo que apuntaba hacia un mapa desplegado sobre la mesa, con servilletas, vasos de papel y platos enmarcándolo. A Gaos le encantaba comer. Siempre estaba comiendo. Quirós sospechaba que se mantenía tan flaco precisamente porque no paraba de comer, y tanta comida junta le impedía digerirla. «No engordamos cuando comemos -solía decir Gaos-, sino en las pausas.»
– Me cago en el pringado de Quirós. -Gaos le dio una palmada en la rodilla-. Te han repasado de lo lindo… Sabían pegar, ¿eh?
– Ni eso -dijo Quirós.
– Y dejaste que te hicieran una cara nueva sin devolverles el favor… Lo dicho: quién te ha visto…
– Hace tiempo que no me ocupo de nadie. No voy a empezar otra vez a esta edad, y con unos niños… -Quirós se esforzaba en pelar una rodaja de chorizo. Al fin se la comió con piel. Mientras masticaba dijo-: Nunca pensé que te ascendieran a inspector, Gaos. Creía que en la policía quedaba gente decente…
– Fue Nela -dijo Gaos-. Me dio a elegir entre el divorcio y un ascenso. Elegí el ascenso. A mi edad no encontraría ninguna parienta mejor… Tú no te has casado, ¿verdad? -Quirós negó. Durante un rato comieron en silencio. Gaos lo quebró mientras se lamía los dedos-. Por Dios, cómo está todo… Comida de pueblo. Solo nos faltan un par de putas, ¿eh, Centeno…? Hablando de putas, ¿te fijaste en la del pelo negro? La penúltima que interrogamos. ¿Cómo se llamaba…? Fernanda Guzmán…
– Pomar -dijo Centeno.
– Era la hostia. Aunque la que está para mojar pan es la novia del tal Borja, Paz no sé qué… -«Huertas», dijo Centeno-. Esa es increíble. Hoy día, las chicas son anoréxicas o gordas. Qué poquitas quedan como en nuestra época, Quirós, tías buenas, puras y duras. Creo que llamaré a la señorita Paz para interrogarla otra vez…
– ¿Te han dicho algo? -preguntó Quirós.
– No saben, no contestan. Sospecho que tu amiga, la gordita de los piercings, quiere proteger al grupo porque el tal Borja le cae bien, pero estoy seguro de que no le han tocado un pelo a la hija de Olmos. No obstante, vamos a ver lo que nos cuenta Borja… Lo han estado interrogando en el cuartelillo y me lo van a traer rebotado, pero te juro que voy a apretarle las tuercas. Es hijo de militar, y yo odio a esa casta. Un sargento solía hostiarme cuando era recluta. Además, me gusta acojonar al macho alfa: ya sabes, los rapados lo respetan, se tira a la más guapa… Apostaría este plato de queso a que no tiene nada que ver con lo de la hija de Olmos, pero me reiré un rato a su costa…
– ¿Te importaría decirle una cosa cuando lo interrogues? -preguntó Quirós.
La chica tuvo la inmensa cortesía de no encender la luz al entrar. La habitación, con la persiana entornada, estaba en penumbra.
– ¿Se puede? Ay, la he despertado…
– No, no me había dormido. Pasa, Safiya.
– Un chico ha traído esto para usted. Dice que es de parte del cura.
Nieves Aguilar se incorporó en la cama y miró la bolsa. Contenía una caja de cartón. Su peso transformaba la bolsa en una pirámide o una pera que la chica sujetaba por la punta. A ambos lados estaban sus piernas desnudas.
– Gracias -dijo Nieves Aguilar en voz muy baja, casi para sus adentros.
– Se la dejo aquí. Le subo un poco la persiana, ¿verdad? Ya no da el sol.
Cuando la chica se marchó, sacó uno de los libros de la caja, lo abrió al azar y leyó: «Yo soy uno que, cuando Amor me inspira, escribo, y de tal modo…». En otra página: «Creo que todos los escritores mienten».
Aquella última frase la dejó intrigada.
– A propósito, una preguntita. ¿Puede saberse por qué te ha contratado su santidad para buscar a su querida joya? ¿Es que no quiere recuperarla…? Ja, ja, ja. Es una broma, no te enfades.
– Me ha contratado para que calme a la profesora -dijo Quirós.
Gaos volvió a reír. No decía: Ja, ja, ja. Quirós no conocía a nadie que se riera diciendo eso. La risa de Gaos era hacia dentro, como si un viejo con enfisema se pusiera a toser. O como si un perro agonizante ladrara su última voluntad.
– ¡Pero si tú ponías nerviosas a las mujeres…! Menudo pringado estás hecho… ¿Y se calma?
– Sí. Es buena persona.
– Hablando de pringar, ¿sabes que patinaste con el colgante? Le acabamos de echar un polvo, ¿eh, Centeno? A falta de algo mejor, se lo echamos al colgante… ¡Y no hay ni una sola huella, ni siquiera de la chica! ¡Para una vez en tu vida que tenías que dejar huellas, y te dedicas a limpiarlas…!
Centeno, una muralla en traje y corbata tras un ordenador portátil que no sudaba y no hablaba, estrenó, en aquel momento, la risa junto a Gaos.
– Pero… si lo cogí con el pañuelo, con todo cuidado… -se defendió Quirós. Gaos se doblaba sobre sí mismo. Centeno se había puesto rojo-. Coño, Gaos, no limpié nada… Si no hay huellas, pues… es que no hay…
– Bueno, hombre, cómo te pones, era broma. -Gaos se secaba los ojos-. En todo caso, a ver qué dicen en el laboratorio, pero el colgante está tan blanco como tu cerebro.
– Mala cosa -dijo Quirós.
– Muy mala -convino Gaos. Se levantó y se acodó sobre el mapa mientras engullía una aceituna. Escupió el hueso en una mano y se llevó la otra a la sien-. Brum, bruuum, ya está aquí el secador otra vez. ¿No lo oye nadie…? Ya sé que no. Es el vino. -Señaló un punto en el mapa-. Mañana traeremos perros y helicópteros. Solo tenemos que hacer un arresto para que su santidad quede satisfecho, ¿eh, Centeno? La muchacha puede aparecer más tarde. Pis, pas: con un arresto acertarás. Por cierto, desde hace tiempo sospechamos que hay un «esnupi» trabajando en la zona, ¿lo sabías?
Quirós se quedó mirándolo.
– ¿Estás seguro?
– Nos lo han dicho los jefes, ellos sabrán. Pero todo indica que tienen razón. Es bastante bueno, a juzgar por su clientela, y está bastante loco, a juzgar por el material que hemos visto…
Quirós sentía algo parecido al miedo. No pensaba en la muchacha sino en la mujer: se veía a sí mismo diciéndole que la encontrarían, que todo saldría bien. Pero, si lo que Gaos insinuaba era cierto, no existía la menor posibilidad de que las cosas salieran bien.
– ¿Lo sabe don Julián?
– ¿Para qué darle la noticia? -Gaos escupió otro hueso-. ¿Para que mate al mensajero? Y eso no es todo. Tu querida Tina, la gordita de los piercings, nos dijo que el verano pasado se esfumó una mochilera sueca que también se hospedaba en el albergue. Se llamaba Ancha.
– Anja, con jota -dijo Centeno.
– Haremos «prospección inversa», página ciento setenta y seis del manual de inspectores de la brigada. Empezaremos con Ancha y tiraremos hacia atrás, a ver qué encontramos. Pero, en confianza te digo: «esnupi» sumado a adolescentes desaparecidas igual a mierda pura. Es infalible.
A Quirós le costaba tragar el bocado que masticaba.
– Pensé que ya nadie se dedicaba a las películas desde que…
– ¿Desde que te cargaste a Casella y Aldobrando? Menudo pringado eres. Las snuffs son uno de los negocios más florecientes, Quirós, espabila. Están implicados muchos peces gordos: políticos, policías, directores de cine, fotógrafos, agentes de artistas, productores de televisión… O son «esnupis» o las compran, por eso a todos les interesa callar. ¿Sabes cuál es el último sistema que utilizan para comunicarse entre sí? Nada de líneas seguras ni ordenadores finos… Intercalan frases en las telenovelas. Créeme, pueden hacerlo: hay guionistas que trabajan para ellos, y, como son telenovelas, se puede meter cualquier morcilla sin que a nadie le extrañe. Encienden el televisor y la ven. Un protagonista dice algo en clave sobre cualquier cosa: un «esnupi» nuevo que ofrece pelis de gran calidad, o sobre otro al que han arrestado. O bien es el «esnupi» quien recibe información privilegiada sobre si la policía anda cerca… Son frases raras que solo ellos pueden entender…
Carlos Escorial, recordó Quirós de repente.
Cuando se disponía a leer el primer libro, su móvil le arrancó el silencio.
– Hola -canturreó la voz-. Te llamé esta mañana, pero habías desconectado.
Ocurrió algo extraño: durante horas había estado imaginando cómo transcurriría aquella conversación, cada momento, las frases, los monosílabos. Pero la realidad fue muy distinta.
Se oyó a sí misma contestar estúpidamente, con el libro aún abierto en su regazo: «Es que quería dormir». En sus labios, como una burbuja, casi se habían formado palabras de disculpa. ¡De disculpa!
– Mírala -dijo Pablo-. Mientras su marido se asa de calor en Madrid, la señora se permite el lujo de estar en la cama a las doce del mediodía, y en la playa…
– Sí.
– ¿Te pasa algo?
Por fin lo percibía. ¿En qué instante del trayecto?, se preguntó. ¿Al cabo de cuántos latidos? ¿Es posible que tales detalles sirvan como medidas del amor? Lo peor fue comprender que, pese a todo, aquella pregunta hipócrita la complacía.
– No ha sido mi mejor fin de semana, Pablo -dijo al fin.
Se lo contó: la fiebre, la postración, las llamadas. Sabía que al hacerlo le estaba regalando algo muy preciado -su orgullo- pero ya no tenía ganas de castigarlo. Cuando terminó, aguardó su reacción. Le sorprendió advertir que era él quien se enfadaba.
– Así que me llamaste varias veces… ¿Y por qué no dejaste ningún mensaje, vamos a ver? Yo te hubiese llamado enseguida. ¿Es que quieres controlarme a distancia, Nieves? ¿Quieres que obedezca tus deseos sin tener siquiera que decírmelos? ¿Soy adivino para saber si estás enferma, o quieres hablar conmigo? -Ella no decía nada. Solo escuchaba. Él prosiguió en otro tono-. Desconecté el móvil el fin de semana para que no me molestaran del periódico, ya sabes cómo son. El dolce stil nuovo de este verano consiste en llamamos a cualquier hora y encargarnos cosas. En agosto solo nos hemos quedado unos cuantos idiotas y tenemos que suplir el trabajo de todos. Por supuesto, tampoco contesté en casa. En realidad, me fui al campo.
Ella dijo:
– Al campo.
– Sí, quería pensar, relajarme y pensar. Di un paseo el sábado y lo repetí el domingo. No es lo mismo que estar en la playa, ya lo sé, pero ayuda. -Detectó la segunda intención del comentario. Se mordió el labio para no replicar-. Pajaritos, un riachuelo, unos troncos, plantas olorosas… -De repente, el chasquido de su risa-. Pero el domingo tuve que regresar corriendo a casa. ¿Sabes por qué? Me pasó igual que a ti: me cayó mal algo que había comido… Siempre nos pasan cosas parecidas. Los dos hemos estado en la cama este fin de semana, ya ves.
– Sí. -La diferencia, pensó ella, es que en la mía estaba yo sola.
– ¿Doña Nieves? ¿Admites un empate?
La rabia le había quitado la voz.
Comprendió que él tenía razón, desde luego. Su lógica era aplastante: si no hubo comunicación, no hubo culpa. Ella tenía que haberle dejado un mensaje. Pero no estoy pidiéndote tu lógica aplastante, pensaba. No necesito para nada tu… lógica aplastante.
– …de menos, mientras paseaba -le oyó decir-, y casi te vi, te lo juro, casi pude verte. Estabas junto a mí, también en el campo, y me decías… o me ordenabas…
Narra bien, pensaba ella. Me gustan sus narraciones. Él contaba y ella escuchaba sus cuentos. Ya no somos lo opuesto sino lo único. Una sola carne, un solo cordero abierto en canal.
Dejó los libros de Guerín a un lado y se levantó. En el lavabo apagó los últimos rescoldos de las lágrimas.
– … porque lo cierto es que te quiero.
– Y yo a ti -dijo frente al espejo.
Decidió no contarle nada sobre la muchacha cuando él le preguntó. Quirós le había pedido que fuera discreta, y eso haría. No era que desconfiara de Pablo en ese aspecto, pero ocultarle cosas le parecía, ahora, casi una forma de justicia.
Recordó a Quirós. Me gustaría verle, se dijo. Necesitaba su tranquilizadora, rotunda presencia. La lógica de Quirós no era aplastante, no le ofrecía razonamientos, ni siquiera hablaba bien (la verdad sea dicha, apenas hablaba). Pero ella añoraba su circunspección, su sinceridad, hasta su burda cortesía… Necesitaba más que nunca de todo eso.
– Pues yo sí tengo información que darte -dijo Pablo entonces-. La que me pediste sobre ese presunto detective…
Sintió el inexplicable deseo de decirle que se detuviera, pero mientras lo pensaba le oía hablar.
Escúchame, marica! ¿Crees que lo que estás leyendo no es real, que no sucede? Y, por el simple hecho de que así lo creas, ¿así ha de ser? ¿Qué clase de prerrogativas te adjudicas? ¿Por qué has de tener más importancia que yo, imbécil? ¡Contigo hablo! ¿Qué clase de bastardo lector eres? ¿Qué inculta mula de muladar, estúpido, estúpido, más que estúpido?
El hombre deja de gritar ante el espejo, entre otras cosas porque lo ha empañado de saliva. Pero no se detiene ahí: rompe los papeles, mastica los trozos, la emprende a patadas con el perro, vuelca la mesa, está poseído por una furia infernal. ¡Las historias!, exclama. ¡Las malditas historias!
Se calma, se sienta, unta una tostada con margarina. Siempre desayuna tostadas y cereales en un bol de leche: es muy sano. Al perro le deja las sobras. Os diré la verdad, piensa: estamos en la misma historia, tú, yo, vosotros, todos. Es imposible salir de ella, porque esta historia lo abarca todo. Puedo demostrarlo. Hemos llegado a la conclusión de que hacer realidad el deseo es una perogrullada inconsciente. Por lo tanto, la realidad es el deseo y el deseo la realidad. Intercámbiense los términos a placer. Si sigues creyendo que esto es no es la realidad, yo deseo que desaparezcas. Quédense tan solo los que piensen que es real. Punto.
El perro también se queda, añado.
Este mundo es un misterio inefable. Nada sabemos, nada podemos comprender. Tenemos ante los ojos un cristal empañado y no percibimos lo que hay más allá. Ello es debido a que nuestros pensamientos son humanos, y a los humanos no les están reservadas las respuestas. Pero una cosa sí podemos saber: nos engañamos creyendo en la familiaridad de la vida. Somos desconocidos que despertamos entre desconocidos en un lugar desconocido, y tras algún tiempo de confusión e indagaciones reanudamos el sueño interrumpido. Tal es la existencia.
Ahora, un juego de palabras. Quita la ESENCIA a la EXISTENCIA. ¿Qué queda? XIT, que suena a «mierda» en inglés. Pero IT significa «eso» en el mismo idioma, un resto, de modo que también lo eliminamos. ¿Qué queda? X, la incógnita.
¡A veces al hombre le dan ganas de…! Llora desesperadamente, porque quiere hacerte mucho más daño, más aún, del que ya te hace. ¡Quiere despellejarte! Se levanta, patea las sillas, patea al perro, descuelga la Plateada de su gancho, se dirige a por municiones, regresa sin ellas, se abrocha el albornoz, se calma.
Ha escuchado el sonido: un motor rugiendo en el aire. Helicópteros. El perro yergue la cabeza. Ladridos lejanos. Aparta un visillo y mira: nada.
El hombre no es Dios, ni siquiera su semejanza, ahora lo sabe. Más bien fue un niño gordo que vivía con su madre y sus abuelos añorando a un padre que no vendría jamás, por una razón muy sencilla: porque era él. El hombre sabe que cuando nace un varón sin padre él mismo se convierte en padre, la corona pasa a su frente, el cigoñino también es cigüeño, se hereda el pene y la paternidad. Y el hombre, siendo padre y niño a la vez, era marido e hijo de su madre. Pero no era un dios en su hogar, ni en el colegio público al que acudió y en el que todas las chicas lo miraban como solo una chica puede mirar a un niño gordo. Bien es verdad que es difícil ser dios en un colegio público, solo la privatización lo facilita. El universo también es una empresa privada, según los creyentes. El universo es propiedad de una sola criatura, los demás deben pagar para disfrutarlo. Pese a todo, la verdad es: el hombre no era un dios, era un niño gordo.
Es necesario decir la verdad, aunque duela.
Tampoco se comportó como un dios cuando, tras morir los abuelos, su madre empezó a recibir hombres en casa. Eran altos como torres y se inclinaban para mirarle torciendo la cara con gestos aviesos. Aunque eran muchos, venían de uno en uno. Su madre los hacía pasar al dormitorio y él se quedaba fuera. Vete a tu cuarto, Cico. Él obedecía, pero llorando.
Por lo menos ya en aquella época tenía la caja de marfil.
Y el cine. El cine lo conmovía desde muy joven. Adoraba Un perro andaluz, quería ser director, tener una estrella en el Paseo de la Fama, marcar un hito en la historia del celuloide… No consiguió nada de eso.
Deja los platos sucios en la cocina (aún no ha enseñado al perro a fregar), entra en el baño, donde flota la bruma de una ducha reciente, llena un cubo de agua, coge otro limpio. Es necesario que no le falte nada, piensa. Sale por la puerta trasera y se dirige al cobertizo.
La mañana del martes es clara, muy limpia, pero el hombre ya ha oído el pronóstico: dentro de un par de días, centro de bajas presiones, una borrasca de despedida del verano, nubes como monstruos rodeando un ojo enorme, una diana celeste, el tragante del WC de Dios. En otras temporadas ya había terminado su labor para esas fechas. Últimos de agosto: hora de hacer el equipaje, cerrar la tienda y largarse hasta el año próximo, porque lo cierto es que el hombre vive en un piso de la capital, no en esa granja repugnante a la que solo acude los veranos. Pero esta vez se ha retrasado, lo cual achaca a diversas circunstancias: arreglos superficiales del tejado del cobertizo, compras imprevistas, quizá también…
¡Sí, las historias, que han removido capas y capas de fango, de lodo, dejándole un comprensible poso de inquietud!
¿Cómo puede ser que, siendo como somos palabras escritas, nuestra historia sea real?, piensa mientras su imagen, como un tizón en el fuego, se ennegrece, se consume, pierde forma, se vuelve cenizas, oscuridad…
Aquella mañana Quirós salió temprano. En las calles desiertas se agolpaban furiosos ladridos. Los siguió hasta la cima de la cuesta donde se encontraba la furgoneta. Había dos policías de chaleco fosforescente apoyados en la carrocería bebiendo café. Se asomó por la ventanilla trasera y vio a los perros.
– ¿Le gustan? -preguntó uno de los policías, muy joven, casi un niño-. Son los mejores. Pura raza. Adiestrados desde cachorros. Con un olfato capaz de detectar el olor de un calcetín en el espacio y el tiempo. Muy astutos también. Capaces de comunicarse con el ser humano mediante un sencillo lenguaje de símbolos. Dóciles, fieles, incansables… Una raza mejorada de pastor alemán.
Los perros ladraban erguidos sobre las patas traseras, las delanteras apoyadas en el enrejado. La ventana no era grande y Quirós solo podía distinguir a los primeros, los de atrás saltaban mostrando apenas un trozo del morro, y había formas aún más oscuras al fondo. Pero estaba bastante seguro de que ninguno de ellos era blanco.
– En realidad, no soy policía -dijo el joven. Se quitó la gorra y Quirós se dio cuenta de que tampoco era un hombre. Era una chica de pelo corto y castaño y semblante con granitos y huellas de fatiga. Sobre la placa prendida a su chaleco leyó: «M.C. Carnicero»-. Estoy de prácticas. Este es mi primer ejercicio real.
– Muy bien -dijo Quirós por decir algo.
El otro policía entró en un bar. La chica se dirigió a los perros haciendo un ruido como de entrechocar los dientes. Los ladridos se redujeron. Luego M.C. Carnicero dijo:
– Estamos esperando a que regrese de la sierra el primer grupo. Son hembras vírgenes, siempre van delante. Tenemos que esperarlas porque si las juntamos con estos machos pueden saltar chispas.
– Ya -dijo Quirós pensando que, sin embargo, parecían igualmente nerviosos.
– Están nerviosos porque esta mañana encontraron algo. -M.C. Carnicero parecía telépata, como sus perros.
– ¿Qué?
– No tengo ni idea. De hecho, ni siquiera sé qué es lo que buscamos. Yo tan solo me ocupo de cuidarlos, darles alimento y viajar con ellos. Pero tiene que haber sido algo importante. ¿No se ha fijado en los helicópteros y las furgonetas que han llegado al pueblo?
Quirós iba a responder cuando vio al barbudo y las pelirrojas pasar junto a él. Se despidió de M.C. Carnicero, que pareció contrariada de no tener a nadie a quien hablarle de sus perros, y los siguió.
Caminaban deprisa, sabían adónde se dirigían. Quirós tenía que mantener un buen ritmo para no perderlos. De repente echaron a correr, y Quirós también. A punto estuvo de estrellarse contra alguien que corría en dirección contraria, una mujer que se sopló las puntas del cabello, lo miró con odio y siguió corriendo. Decidió proseguir más despacio. Al llegar al paseo vio a las pelirrojas en la arena, camino del espigón. Llevaban el equipo de buceo. El barbudo las seguía con aire satisfecho.
Los helicópteros rasgaban el aire. Al mar, sin embargo, no parecía importarle: estaba sereno, las olas flácidas, la espuma frágil como un vestido de papel.
– Brindo por la libertad. -Marta alzó la copa-. Fui yo quien le pedí la separación, y no me arrepiento.
Apenas tenía apetito, porque no comía cuando trabajaba, pero no quería desairarla y probaba algunos bocados. Había decidido aceptar su invitación, y ahora ya no podía echarse atrás.
Una hora antes, mientras cogía aquel pisapapeles con forma de ángel, la había oído llorar (comprendió que estaba algo borracha -las caipirinhas-). Ella le explicó que, aunque se alegraba de romper con Aldobrando, no podía evitar sentirse sola. ¿Le importaría quedarse a cenar con ella? La vio freír filetes, poner un mantel, encender velas, servir vino. Eran casi las doce de la noche. Tenía que haber terminado su trabajo mucho antes, pero seguía en aquella casa del acantilado, con la mujer, escuchando el mar, escuchándola.
– Me enamoré de Humberto porque me gustaban sus poemas. Era joven y virgen, también algo idiota. Virum non conosco. -Parecía estar hablándole a la copa, y seguro que la copa (pensaba Quirós) la entendía más que él-. Y él era rico, guapo y poeta. Aunque no me creas, fue lo de poeta lo que más me atrajo. Ser poeta lo convertía, a mis ojos, en un príncipe de cuento. Además, se le notaba entusiasmo. Me decía que quería escribir lo que de verdad tenía por dentro. Por dentro era otro, decía. Y tenía razón. No me dejaba ir nunca a aquella casa en el campo. Un día que él no estaba, me entró curiosidad. Hallé un sótano. Encontré las cámaras, los focos, el escenario, el suelo manchado… Luego descubrí las cintas de vídeo. Al salir llamé a mi abogado y pedí el divorcio. -Bebió al mismo tiempo que lloraba, de manera que a Quirós le pareció que las lágrimas caían en la copa y regresaban, sin pausa, hacia sus ojos-. Hijo de puta. No solo había adolescentes: a veces niñas de corta edad… Eso era lo que tenía por dentro. -Miró a Quirós-. ¿Por qué trabaja usted para él? ¿Por qué trabaja para gente así? Parece usted buena persona. Emana de su mirada una autoridad bondadosa. ¿Por qué trabaja para degenerados como Aldobrando?
Quirós, que no esperaba tener que hablar, se trabucó.
– Si le soy totalmente honesto…
– Le pagan, ya lo sé -interrumpió ella-, pero ¿no ha hecho nunca nada gratis, señor Quirós? Perdone mi impertinencia, creo que me ha sentado mal la bebida. ¿Quiere algo de postre? -Quirós no quería. Marta lo miró sonriendo-. ¿Ha terminado ya con la lista de las pertenencias del cabrón de mi ex marido? ¿Falta algo?
– Falta una cosa-dijo Quirós-, pero puede esperar.
Hizo esfuerzos por no recordar, intentó bloquear alguna puerta, pero en la cabeza no tenía puertas. O bien todas se habían abierto de golpe y el pasado, como la brisa, lo traspasaba.
La pelirroja más joven, de pie en un extremo del espigón, se había quitado la ropa; no solo la blusa y los pantalones cortos: estaba desnuda, podía verle la línea de las nalgas. Alzaba los brazos mientras el barbudo la señalaba con un palo, quizá era el snorkel Las otras dos preparaban algo, podía ser el traje de buceo.
Pensó: Habrá que esperar a que se quede solo. Dio media vuelta y se dirigió al hostal. Se oían sirenas, aspas de helicópteros, coches de policía con las luces parpadeantes. Por el camino su teléfono repicó.
La camarera morena estaba en recepción. Quirós aprovechó para darle más dinero. La chica se negaba a aceptarlo. «Te lo debo, por cuidarla como la cuidas», insistió él. Le preguntó cómo estaba.
– Muy bien. Se ha pasado toda la mañana leyendo esos libros nuevos. ¿Va usted a subir? Le dará una alegría.
Tengo la extraña impresión de que escondo algo terrible.
A veces quisiera escribir sobre eso, pero no soy libre para hacerlo. Nadie lo es. Quien escribiese sobre lo que realmente es, sobre lo que oculta, haría una historia que no podría ser publicada. ¿Cómo hundirme en mí mismo, cómo desnudarme el alma para escribir con absoluta sinceridad? No vale la pena ensuciar un papel si no descendemos a esa mina. Creo que todos los escritores mienten. Los hay que narran sus duras experiencias y los que inventan, los que pretenden contar las cosas «como sucedieron» y los que deciden imaginarlas, pero ¿quién escribe lo que tiene en su corazón? Sería horrible hacerlo, es cierto, solo Dios sabe lo que anida en el mío. Pero en ocasiones desearía, aunque me arrepintiera mil veces, hundir la pluma en este pecho, hurgar, mojarla con lo que encuentre…
Las letras goteaban de sus ojos. Dejó de leer. Se quedó pensativa. Desde la borrosa foto de la solapa de La granada de Proserpina, Manuel Guerín parecía leerla a ella. A juzgar por aquella imagen, había sido feo, de ralo pelo canoso, nariz de berenjena y ojos hundidos bajo un tupido techo de cejas. Y no era más atractivo como escritor. Tenía muchas ínfulas, eso sí. Cierta breve estancia en París, cierta ventaja mental sobre sus paisanos y el combustible de su amor por Carmela Cruz (todos los libros estaban dedicados a ella) le habían hecho añorar la inmortalidad literaria, eso se notaba. Pero no lo había logrado. Era mediocre. A la muchacha podían haberle gustado aquellos cuentos mal estructurados y de final absurdo, pero la muchacha era una adolescente. Ella, en cambio, dotada de sabiduría y de mayor edad, los juzgaba como fantasías de un viejo nostálgico y un pasado irrepetible.
Y lo que era peor: ya conocía todos los libros de Guerín que le había enviado el padre Toro (ejemplares pésimos, algunos tenían páginas desprendidas, otros estaban mal impresos) y no había hallado ni un solo indicio del lugar al que, supuestamente, se había marchado la muchacha aquella mañana.
«No sé si están todos los que había en la caja de cartón -le decía el padre Sebastián Toro en una nota adjunta con caligrafía temblorosa-, quizá falte alguno, pero estos son los que he podido conseguir. Dios te bendiga, hija, no te levantes cada mañana sin darle gracias, porque Él es quien hace que el sol salga, las plantas crezcan y la vida continúe.» Falta uno, pensó. El más importante, el que trastornó a Soledad. El que la hizo marcharse de madrugada después de llamarme.
Se rascó la cabeza, tenía que lavársela, no se la lavaba desde la enfermedad y su pelo era poco agradecido y enseguida mostraba indicios de dejadez. Se lo había sujetado en un moño pequeño. El cuarto estaba bien, en cambio: lo había ordenado. Safiya había cambiado las sábanas, olía a limpio y había luz. ¿Qué día era? Quizá martes. En cuanto pudiera se vestiría, se daría un baño, iría de nuevo a ver al padre Toro. Tenía que conseguir el libro que…
Llamaron a la puerta.
– Pasa, Safiya -dijo.
Entró Quirós.
Al pronto se quedó inmóvil, pero enseguida buscó el refugio de las sábanas. Quirós parecía un armario de patas cilíndricas, un sutil autobús parado en medio de su precioso dormitorio.
– He venido a ver cómo estaba hoy.
– Bien -dijo ella con frialdad-. ¿Qué eran esas sirenas?
– Un incendio -dijo Quirós tras una pausa.
– Qué horror. ¿Algún herido?
– No.
– También escuché… Como una jauría… Ladridos, casi aullidos…
– Son perros policía. Los trajeron esta madrugada.
– Me pusieron la carne de gallina. Pensé que alguien los estaba matando. Solo se oían esos ladridos…
– También han traído helicópteros… Están sobre la pista… Trabajan a marchas forzadas porque han anunciado lluvias…
– ¿Han encontrado algo?
– Todavía es pronto, pero seguro que… -Quirós contempló su sombrero, que acababa de quitarse-. Pase lo que pase, señora, usted… Usted ha hecho todo lo que ha podido… Piense eso… Usted la ha ayudado mucho. Seguro que ella se lo agradece…
Nieves Aguilar lo miraba parpadeando, sentada en un respaldo de almohadas cálidas.
– No le entiendo muy bien.
– Da igual -dijo Quirós en voz baja-. Creo que van a subirle una macedonia de frutas… Volveré luego.
– Espere.
De repente le parecía muy importante romper aquel silencio enorme. Lo pensó apenas un segundo y decidió hacer algo inesperado: apartó los libros, luego las sábanas, se sentó con los pies por fuera, las perneras del pantalón del pijama subidas casi hasta las rodillas. «Siéntese, por favor», invitó. Quirós se disponía a coger una silla.
– No. -Señaló un espacio en blanco junto a ella-. Aquí, en la cama.
Él pareció tardar todo el día en moverse. Cuando lo hizo, su peso provocó que el cuerpo de ella se inclinara. Hubo un silencio. De repente él dijo:
– Ya no se me notan casi. -Se quitó las gafitas negras-. ¿Lo ve? Ni siquiera me duelen… Y tampoco es necesario que vaya a denunciarlos… Los arrestaron por atacar a unos inmigrantes…
Ella pensaba hasta qué punto se estaba equivocando con sus intenciones.
– Me alegro -dijo-, pero quería hacerle otra clase de pregunta y me gustaría que la respondiera con absoluta sinceridad. -Quirós sostenía las gafas de tal modo que los pequeños cristales la reflejaban a ella: una figura pálida de pelo recogido, un muchachito rubio sentado en una cama junto a un hombre enorme y jadeante-. Hagamos un trato: yo seré sincera con usted y luego usted lo será conmigo. ¿Me lo promete? -Lo vio inclinar la cabeza. Prosiguió, logrando atenuar su siempre moderado tono de voz-: Quise averiguar cosas sobre usted. Le pedí a mi marido que lo hiciera. He sido una hipócrita, ya lo sé. No tengo disculpa ni pretendo disculparme. Solo decírselo. Quería, simplemente, conocer sus referencias. Porque usted… Bueno, me intrigaba. Digámoslo de una manera más… Me descolocaba.
Helicópteros sobrevolaron el silencio. Nieves Aguilar y Quirós no los oyeron.
– Esta es mi confesión -añadió ella-. Ahora me gustaría oír la suya. -Hizo una pausa-. ¿Quién es usted?
Quirós no dijo nada, pese a que el tiempo que ella tardó en volver hablar parecía indicar que le había cedido el turno para siempre.
– No es detective, no figura en ningún registro oficial, no existen informes sobre su pasado, ningún papel o documento… Pero mi marido encontró a alguien que reconoció haber trabajado con usted. Se apellida Hurtado. Dijo que… -Las palabras se detuvieron en sus labios. Lo intentó de nuevo-. Dijo que usted hacía cosas… «especiales» para la gente que le pagaba. Nada de buscar personas, nada de ayudar a la policía. No quiso hablar más. Exigió dinero, mi marido no se lo dio y ahí terminó todo. -Se detuvo, cerró los ojos, tomó aliento-. Ahora quiero que, por favor, me responda. Es muy importante para mí. He confiado mucho en usted, y quiero seguir haciéndolo… No me importa lo que diga, tan solo dígame la verdad… ¿Quién es usted? -Abrió los ojos, lo miró.
Y de repente le pareció que había sucedido algo espantoso: como si aquel rostro magullado de ojos como ranuras que la miraban sin parpadear, el rostro del buen señor Quirós, se hubiese desprendido sin ruido dejando al descubierto otras facciones muy distintas. Sintió un miedo incontrolable.
– ¿Quién es… usted? -volvió a decir, pero ya sin fuerzas ni deseos de que él le contestara.
Quirós tomó aliento. Lo que dijo fue:
– Han encontrado su mochila.
– ¿Qué?
– Oculta al pie de un árbol, en la carretera de Amargo… No en la sierra… En la carretera… Me han llamado hace un rato… De ahí los ladridos…y los helicópteros.
– ¿Por qué no me lo dijo? -Nieves Aguilar sentía hielo en las entrañas.
– No quería preocuparla… Porque ya es casi seguro que… que alguien la tiene… Alguien la ha secuestrado…
Ella se llevó la mano a la boca. Quirós se levantó, se puso el sombrero, salió sin hacer ruido.
Aquí, bajo el ojo ciclópico del sol, harás el juramento sagrado. El será tu amor y le serás fiel pasa siempre. Lo llamarás así: amor, ¿acaso merece otro nombre? Vivirás para él y por él, harás el bien o quizá el mal, dependiendo de lo que prefiera. Te uncirás a su imagen, a su recuerdo. Tu consuelo será poder verlo el próximo año. Amén.
Su minuto de silencio transcurrió así, admirándolo. Lo veía como a través de una pared de vidrio, de pie sobre la arena destellante, á su izquierda. Podía observar a gusto su espalda desnuda de hombros enrojecidos. Sentía tristeza, porque ya le resultaba imposible amarlo más. Queda escrito, grabado a fuego, en las mismas letras con que lo piensas.
Los dioses existen y son fáciles de encontrar, pensaba Tina. Su tío el arqueólogo los buscaba en forma de estatuas sumergidas, pero los dioses vivían sobre la tierra. Eran cuerpos como el que estaba contemplando y mentes no demasiado inútiles. O cuerpos excelentes y la mente como Dios quiera. Luego podían añadirse nombres: Borja y Paz. No importaba, ellos ya serían adorados.
– Vale -dijo Igg, y el silencio se deshizo. Michigan maulló en brazos de Belén, como para comunicárselo a sus congéneres, lo cual desató algunas risas. Tina no rió, pero contempló al gato desde su pedestal de humanidad y por un momento se preguntó qué estaría pensando. Lo miró con algo más que curiosidad: con cierto exultante odio también.
Los periodistas acercaron sus grabadoras hambrientas. Había una cámara de televisión. Pertenecían a medios informativos locales, le había dicho Mario. Rodearon a Igg con los brazos en alto llenos de zumbidos.
– Con este gesto hemos querido dejar bien clara nuestra postura… -Igg se mesaba la barba, por la que se filtraba su castellano foráneo-. La juventud de Roquedal está contra la violencia, toda clase de violencia… -Alzó la mano-. No solo contra lo ocurrido el sábado en este pueblo sino contra todo lo que ocurre en… otros lugares otros días… Callamos para protestar, porque la mejor forma de protestar es el silencio.
Tina estaba de acuerdo con aquella opinión, pero agradeció que el ritual finalizara. Le habían dicho que Borja se marchaba esa mañana en el autocar de línea y quería despedirse de él. No se habían visto desde los interrogatorios, entre otras cosas porque Borja no había dado señales de vida hasta el inicio de aquel minuto de silencio en la playa que Igg había convocado. Solo entonces lo había visto aparecer y participar, muy digno, junto a Paz. Lo cual no le sorprendió: ella también deseaba manifestarse contra la violencia. Violencia era llevar a alguien a una habitación e interrogarlo. Ella podía protestar contra eso.
Sin embargo, el interrogatorio había ido bien. Es verdad que Mario se había quedado corto describiendo la delgadez de aquel sujeto: era como un cadáver retrepado en un asiento. «Me llamo Gaos -le dijo-, y quiero hacerte unas cuantas preguntas.» Pero ella ya se las esperaba: deseaba saber qué clase de cosas hacía el grupo, y quiénes lo hacían. Conocía muy bien las costumbres y las reglas, incluso lo del sorteo con bolitas de ábaco para saber a quién le tocaría actuar, quién realizaría las pintadas o entregaría los anónimos, quién rompería cosas y golpearía Le interesaba, sobre todo, saber si habían podido hacerle algún daño a Soledad. Aunque era bastante astuto, ella había captado su intención y defendido con vehemencia a Borja. Afirmó que nunca lo había visto junto a los skins y que el sábado había estado toda la noche en La Sirena, con ella. Lo juró cien veces con su mirada terca. El flaco se había dado por satisfecho y ella había salido enaltecida, pensando que lo mejor que sabía hacer, lo mejor que haría nunca, era callar. Por eso estaba de acuerdo con Igg: el silencio era una forma de hacer cosas.
Se disponía a acercarse a Borja cuando oyó:
– Esperad. -Era Belén, aún sosteniendo a Michigan-. Que nadie se vaya. La foto de despedida.
Se trataba de una costumbre del albergue. Luego la enmarcaban y colgaban en la pared del vestíbulo, como si fuera una promoción estudiantil. Volvieron a reunirse de pie sobre la arena, algo más juntos esta vez. De nuevo le tocó al lado de Fernanda y Mónica. (Ah, pero tu amor sigue estando bastante cerca, pasaréis a la posteridad.) «¡Hasta el próximo verano!», gritó alguien. «Vivan los novios», bromeó el barrigudo de las bermudas, el fotógrafo a quien Igg encargaba los trabajos, mientras apuntaba con la lente. «Decid "queso" todos a la vez.»
¿Falta algo más?, pensó casi con rabia cuando incluso las fotos terminaron. ¿Una entrevista para el periódico? ¿Un interrogatorio? ¿Alguien que deba demostrar su inocencia? La playa comenzaba a herir la vista como un trozo de hierba en el ojo. El grupo volvió a dispersarse y ella corrió detrás de Borja.
– Me han dicho que te marchas hoy, quería despedirme…
Años después, cuando se hizo adulta, llegó a recordar aquel momento de hielo como algo definitivo, una llegada o una sentencia. Él no contestó. O lo hizo con los ojos: la miró como si hubiese sorprendido los intentos de un insecto por saltar desde la hierba a su bota. Luego siguió caminando hacia el albergue, un brazo enroscado a la flexible cintura de Paz.
– Borja…
Lo vio desaparecer por las escaleras. ¿Qué le ocurría? Por un instante se quedó quieta. Siempre se quedaba quieta y callada, era su manera de responder a los acontecimientos. Pero entonces decidió hacer algo: entró en el albergue, subió al primer piso, se plantó en su habitación. Entre tú y él está esta puerta, se dijo.
Abrieron al primer golpe. «Quería despedirme de Borja», dijo. Los rasgados ojos de Paz la oteaban desde su perfecta altura; en ellos reinaba algo superior al desprecio: la ira de los dioses. Luego se apartó y terminó de abrocharse los vaqueros. «Te espero abajo, Borja», anunció.
El mundo se derrumbaba a su alrededor.
– Borja…
Él le daba la espalda mientras guardaba ropa en una bolsa. Su indiferencia era lo peor. Al menos ódiame, pensaba.
De repente él se volvió y la complació.
– ¿Cómo te sientes? Después de habernos traicionado, me refiero. -No le dio tiempo a replicar: la cubrió de insultos; a ella, pero también a sus padres, a todos los que habían tomado parte, alguna vez, con la imaginación o el deseo, en su concepción o su existencia-. ¡Has contado que participé en el sorteo! ¡Que me fui con Nuño y los otros esa noche! ¡Se lo contaste a ese policía calvo…! -«No», dijo ella-. ¿Sabes lo que me ha dicho que hará? ¿Lo sabes? -Le espetó. Su odio era feroz-. ¡Va a apuntarme en una lista de violentos y se la enviará a mi padre…! ¡A mi padre…! -Casi lloraba; al menos, respiraba llanto-. ¡Hija de puta, gorda de mierda…!
De repente, tras aquel estallido, pareció calmarse. Ella también estaba bastante tranquila, dadas las circunstancias. Sentía frío, un helor espantoso, pero eso era normal.
– Yo no hablé -dijo-. No conté nada.
– Lárgate. Para siempre. No quiero verte nunca. Ya no eres del grupo.
– Yo no hablé.
– Lárgate.
– Yo no hablé.
Se dio cuenta de que no era ella la que bajaba las escaleras sino sus pies, o sus zapatos de plataforma, que no le pertenecían. En el vestíbulo, Igg y Belén charlaban con el fotógrafo. Belén giró la cabeza y la miró por encima del hombro. Tuvo que apartarse para que Mario y Esteban entraran con la pancarta por la puerta. La pancarta decía: NO A LA VIOLENCIA. Al salir al exterior vio un campo de trigo azul peinado por el viento. Encendió la música en sus oídos mientras se dirigía a aquel trigal por el camino del espigón, deseosa de tenderse sobre las mieses y flotar en ellas.
El miércoles Nieves Aguilar decidió resucitar. Se duchó, se lavó el pelo, se puso una blusa sin mangas y un pantalón fino de color blanco. Al salir de la habitación sintió un mareo, pero no fue duradero. Jacinto, el hijo de la señora Ripio, se encontraba en la recepción, y su expresión embobada manifestó pocos cambios al verla. Ella se alegró mucho más cuando el sol y la brisa la rodearon. Solo hizo una parada para untarse crema protectora y ponerse unas gafas de cristales negros. Desde las alturas le llegaban rumores de ladridos y campanas. Llegó a tiempo a la misa, rezó, pidió por la muchacha, comió sin saborearlo el cuerpo de Cristo y, tras el oficio, aguardó un instante y entró en la sacristía. El padre Sebastián Toro se hallaba en el patio regando macetas en mangas de camisa.
– Tiene que haber otro libro -le dijo-. No pueden ser solo esos, padre. Algo que ella leyera y le impresionara tanto que le hiciera ir a algún sitio. Estaba en la caja de cartón, pero no entre los que usted me envió.
– ¿Y por qué tiene que ser un libro? -preguntó el padre Toro sin interrumpir su actividad.
– Porque ella le hacía más caso a los libros que a las personas. Y ahora es más urgente que nunca encontrar ese libro. Ayer me dijeron… -Se detuvo. Contempló las flores goteantes-. Me dijeron que habían hallado su mochila en la hierba…
– Su mochila -repitió el padre Toro-. En la hierba
– Estaban todas sus pertenencias, pero ni un solo libro, ni un cuaderno… -Le había preguntado aquel detalle a Quirós, y a él le había bastado una llamada para averiguarlo-. Nunca iba a ninguna parte sin sus cuadernos… Ayúdeme, por favor, padre. Me siento perdida… No sé qué hacer… Jamás me había pasado algo así… Pienso en ella, no puedo pensar en otra cosa, recuerdo su voz cuando me llamó… Es como si yo tuviera la culpa de todo… -Los sollozos comenzaron a derrumbarla. No llorarás, se había ordenado a sí misma antes de entrar en la sacristía, pero no podía impedirlo.
Algo la detuvo, sin embargo. En la cúspide de una flor, una cosa se retorcía con vellos erizados. El miedo, como un microscopio, le ofreció detalles terribles de unos ojos aceitosos y equívocos, una trompa hendiendo la suavidad, cartílagos atronadores. Ahogó un gemido. El padre Toro hizo un gesto y el insecto se elevó con un rugido diminuto.
– Mira esto -dijo.
No quería mirar: quería huir. Pero sabía que si abandonaba, si desperdiciaba esa última posibilidad de ayudar a la muchacha y se dejaba llevar por el miedo, nada de cuanto había hecho en aquel pueblo, ni siquiera su decisión de venir, serviría para algo. Perdería a Soledad por completo.
Se acercó, procurando que el padre Toro no percibiera la repugnancia aterradora que la invadía. En el aire flotaban susurros tenues, como aleteos de seda.
– Mira -repitió el cura. Ella se inclinó sobre su hombro. En la tierra de una de las macetas distinguió algo increíble: un cuerpo blanco, del tamaño de la mitad de su meñique, con prolongaciones que parecían mínimas extremidades. Era como una persona diminuta, un soldado de juguete desnudo y abandonado por un niño que, dotado de vida, se retorciera bajo los tallos-. Saxagenia Lia. A veces es una epidemia: va de planta en planta. Existe una larva gemela, la Rachelia, más pasiva. Lia y Rachelia. Los antiguos creían que provocaban sueños proféticos. Las abejas las transportan de un sitio a otro, ellas se introducen en las flores y ahí se quedan, creciendo y multiplicándose. -El padre Toro se incorporó. Hacía tiempo que había vaciado la regadera, pero seguía inclinándola, como si quisiera aprovechar hasta la última gota-. Este mundo es extraño. A mí me gusta la naturaleza, pero reconozco que hasta el paraíso tiene misterios, cosas ocultas. Y ya te lo dije: en este pueblo hay un mal… Aparenta ser pequeño, pero es como una epidemia…
Nieves Aguilar se dio cuenta de que el sacerdote la miraba por encima del hombro, muy quieto, mientras hablaba. De algún modo su quietud se asemejaba a la de una salamanquesa que brillaba como plata en la pared del patio.
– Te contaré algo que me contó Manolo Guerín. Un día lo visité en esa casa que se hizo junto al mar. Ya estaba muy enfermo. Hablamos de todo lo que hablan dos hombres solos, te lo aseguro. Me quité el alzacuellos y le dije: «Hay no soy cura, Manolo. Vamos a hablar». Me quedé hasta muy tarde. Él tenía la muerte en los ojos. Estaba viviendo un infierno con el alcohol: mientras más bebía, peor se sentía, y eso le hacía beber más. Me dijo que recorría un laberinto que él mismo construía al caminar. Si no avanzaba, nunca hallaría la salida, porque no existiría; si retrocedía se toparía con el laberinto que había construido. Pero la salida no existía, porque lo único que hacía al caminar era construir más laberinto. «Vistas así las cosas», le dije yo, «lo mejor que podemos hacer es quedarnos quietos y confiar en Dios, Manolo». Él me respondió: «Eso hacen las plantas que tanto te gustan: no se mueven. Pero las personas buscamos una salida». -Contempló el fondo de la regadera y la volcó como si todavía esperase ver agua. Luego miró a Nieves Aguilar-. Intentaré… -De repente fue como si no recordara qué iba a decir. Murmuró-: Ba, ba, ba, ba… -Quizá tarareaba una canción, pensó Nieves Aguilar-. Intentaré averiguar…
Ella asintió en silencio, pero supo que el padre Sebastián Toro nunca averiguaría nada.
Quirós tenía un método para cumplir sus objetivos: no se los quitaba de la cabeza hasta cumplirlos. Así era Quirós. No planeaba con antelación, no meditaba en las consecuencias. Esperaba una oportunidad, tan solo.
La oportunidad se le presentó aquel miércoles.
Había bajado temprano. Mientras desayunaba en la terraza vio pasar al trío de pelirrojas. Ellas no lo miraron: iban en dirección a la playa cargando con toallas, bolsas y una sombrilla blanca con la punta roja como una nariz de payaso. Esperó. El barbudo no aparecía. ¿Será posible?, se preguntaba.
Dejó el desayuno, entró en el hostal, pidió la llave y subió las escaleras como si se dirigiera a su habitación, pero lo que hizo fue alcanzar el otro piso. Sabía su número, se lo había preguntado a la camarera. Tras la puerta se oían martillazos. Hizo girar el picaporte. Estaba abierta.
Era posible.
– Wer? -preguntó el barbudo. Estaba en traje de baño, de pie ante un escritorio, con un martillo en la mano derecha y una caja de madera en la izquierda.
Quirós pensó que disponía de tiempo, y que el ruido del martillo ayudaría. Cerró la puerta, cogió al barbudo de los mofletes y le estrelló la cabeza contra la pared. El barbudo empezó a proferir un garabato de cosas en un idioma incomprensible.
– Habla como Dios manda, Casella -dijo Quirós.
Solo tras agitarlo un rato el barbudo se avino a replicar:
– ¿Quién eres?
– Quirós -dijo Quirós.
Volvió a estamparlo contra el adobe y esa vez sí, esa vez lo vio poner los ojos en blanco.
Lo sostuvo de las peludas axilas, que le olían a perfume masculino francés con gotas de femenino, y lo arrastró hasta una silla. Buscó algo que tuviera forma de cuerda o ganas de serlo, y encontró la que ceñía su bañador. Tras atarle las muñecas echó un vistazo a la habitación: era más grande que la suya y que la de la mujer, con mucha ropa dispersa, una cama de matrimonio deshecha y toallas extendidas por el suelo. Sobre las toallas, varias correas. ¿Ahí duermen sus mujeres?, se preguntó. ¿En el suelo, como perras? Sintió deseos de matarlo, pero los postergó. Cerró la ventana. Vio una botella de whisky de importación y bebió un trago. El alcohol le ayudaba a pensar con más rapidez y hablar mejor.
El barbudo había despertado.
– No te conocía de vista. -Su acento estaba mezclado con otro, pero delataba un castellano de origen-. Creí que habías muerto. Ya nadie habla de ti.
– Estoy más vivo que tú, Casella -dijo Quirós ajustándose las gafas y el sombrero.
– ¿Cómo… has sabido…?
– El Casella que eliminé tenía un hermano gemelo que vivía en Alemania. Mis clientes nunca pudieron atraparlo. Tú te pareces bastante a tu hermano. No debiste dejarte la misma barba.
– ¡He venido a hacer submarinismo! -protestó el barbudo-. ¡Buscamos moluscos cerca del espigón, mi mujer, mis hijas y yo…! Un coleccionista nos paga por eso…
– Y luego los guardas en estas cajas con doble fondo que estás construyendo. -Quirós volcó una caja. Dos tapas cayeron al suelo-. Vamos, Casella, lo sé todo. El otro día te vi cabrearte porque te quitaron la telenovela… Era información, ¿verdad? Has venido a hacer tratos con un «esnupi». Quiero saber quién es. Y te advierto que no tengo toda la mañana. Qué pensarán tus pelirrojas si te hago lo mismo que a tu hermano…
Casella lo miraba con suma preocupación. Luego bajó la cabeza y pareció llorar.
– ¿Sabes cuál es el problema, Quirós? Que hace treinta años el erotismo era parte de la historia… Estaban directores como Pasolini, Borowczyc, Buñuel, Berlanga… Pero ¿ahora? La sociedad se ha vuelto puritana, aunque solo de nombre, y el sexo ha quedado relegado a productos mediocres, incapaces de levantársela al espectador medio ni siquiera con poleas. Vivimos una época de recesión erótica sin precedentes. De cara a la galería producimos, compramos y vemos películas asexuadas, vacías de todo contenido perturbador, pero por dentro estamos que estallamos…
Quirós no le escuchaba. ¿Dónde habrá metido las películas?, se preguntaba. Abrió los cajones de la cómoda, levantó el colchón, miró bajo la cama.
– Hemos regresado a los años cincuenta -seguía perorando Casella-, con el: «¿Tienes esta? ¡Te la cambio por esta otra!». Hemos perdido la sinceridad, la honestidad, la dignidad… ¡Si vieras lo que ahora se hace, lo que se llega a hacer, sin que la gente lo sepa! -Su ancha, abotargada cara se movía con los pasos de Quirós, como un girasol-. Puedo ofrecerte una en la que la chica rocía de gasolina a un vendedor a domicilio, le prende fuego y luego…
– Casella -dijo Quirós agarrándolo del cuello. Apretó-. Dime quién es el «esnupi». Contaré hasta tres, y si no me lo has dicho… -Se percató entonces de que Casella no podía hablar en ese estado. Le quitó la mano de la garganta y se la introdujo en el bañador. Le aferró los testículos por la base y dio un tirón-. Si no me lo has dicho…
– ¡No sé quién coño es, nunca lo he visto! ¡Él las secuestra y las filma, yo recibo instrucciones por televisión y espero su llamada en mi móvil…! Al contestar, tengo que decir: «La caja de marfil…»
– ¿Qué es eso?
– ¡Yo qué sé! -Casella estaba rojo; la voz le salía aflautada-. ¡Es la contraseña que exige, no sé qué significa…! ¡Si no se la digo, cuelga…!
– ¿Y luego?
– ¡Luego me voy a la sierra y recojo películas y fotos…! Hemos acordado tres lugares distintos: una cueva, un pozo y un pino… El otro día tocó en el pino; cuando vuelva a llamar, será en la cueva. ¡Por favor…!
El día en que los vi bajar de la sierra, pensó Quirós.
– Es un «esnupi» de los grandes -sudaba Casella-. Quizá el mejor. No te va a resultar fácil eliminarlo. Lo protegen muchos, incluyendo la policía… Su material es increíble. Está completamente loco, te lo juro. Sus películas ponen los pelos de punta, incluso a mí…
– ¿Para cuándo esperas su llamada?
– ¡Pronto! ¡Ya debería haber hecho la entrega! ¡Me dijo que tenía material nuevo!
Material nuevo, pensó Quirós. La hija de Olmos.
– ¿Dónde están las películas y fotos que compraste?
– ¡En el armario! -gimió Casella. Quirós le soltó los huevos y se dirigió allí. Al abrir la puerta vio un perro de peluche, sucio y roto, con una cuerda atada al cuello. Oyó un ruido. Casella estaba libre y esgrimía el martillo como un hacha-. iiGilipollas, me he soltado!! ¡¡No sabes ni atar, animal…!!
Quirós lo dejó acercarse, volvió a sujetarlo de la mandíbula, le hizo soltar el martillo y le estrelló la cabeza contra la pared. Casella sonreía en éxtasis, como un fanático en presencia de la verdad o un santo en el paraíso.
– Cabrón -murmuraba.
– ¿Dónde está la cueva? -preguntó Quirós. Casella se lo dijo. Quirós le pidió el móvil. Casella se lo entregó. Luego, Quirós decidió matarlo. Comenzó a estrangularlo, pero, curiosamente, por mucho que apretaba, Casella no lanzaba el último suspiro: seguía retorciéndose, derramando espumarajos, murmurando. Quirós, entonces, lo arrojó al suelo y buscó algún objeto. Vio el martillo. El primer golpe hundió por completo la mitad derecha de la frente de Casella, el segundo hizo astillas la órbita y el ojo. Al tercero se quedó con el mango en la mano. Un pico de metal sobresalía del ceño de Casella. Maldiciendo entre dientes, aferró la cabeza del martillo con dos dedos y tiró. Pero se le escurría debido a la sangre. Por fin logró extraerla manchándose las mangas de la chaqueta azul. Ya no le quedaban más chaquetas.
Y Casella seguía vivo. Con una vida no muy superior a la de las larvas, pero vivo. Abría y cerraba la boca parsimoniosamente, como un bebé pidiendo el pezón. Quirós cogió la botella de whisky y se la partió en la crisma. Le echó cerillas encendidas. Apagó el fuego con las toallas.
La cabeza carbonizada de Casella ya no se movía Pequeños cristales la coronaban, como una mitra a un emperador africano. Quirós hizo una pausa. Sentía un ahogo denso. Qué viejo estoy, pensó. Entró en el baño, se lavó, sacó su móvil de la chaqueta.
– Ven a limpiar -dijo cuando Gaos contestó.
Titilan las estrellas y riela la luna. Las estrellas titilan, la luna rutila. Mi pulso tremola, me tomo una tila. Titilean las lelas y relila la lulla. Oh florecillas del jardín del cielo, oh grillos del paraíso que enajenáis mis sentidos en esta noche de verano…
Al hombre le gustaría saber escribir como la persona que ha creado las historias que han transformado su vida. Pero -admitámoslo-, no sabe. Es de lo poco que no sabe, aunque se trate de una ignorancia decisiva, le dice mientras contempla, tumbado de espaldas en la tierra del huerto, el viñedo de las constelaciones: el Carro, el Grifo, los Siete Candelabros, los Veinticuatro Ancianos, la Ramera de Babilonia. Las estrellas, en la noche quieta, bullen con algo más que luz: también con perfección. No sorprende que en esa bóveda hayan situado los humanos la dicha eterna. Es natural, le dice. Tampoco hubiese sabido -admitámoslo- colocar las estrellas así. Ni, para el caso, crear los planetas o la vida. El hombre no tiene ni idea de astronomía, geología, botánica, zoología, matemáticas, fotografía, electrónica o física. Es torpe para cualquier trabajo doméstico, ignora el más elemental bricolaje. No sabe cocinar, fregar, hacer las camas, mantener una casa limpia, siquiera digna. Apenas sabe lavarse o comer. Es un típico subproducto de su tiempo, le dice: vulgar, mediocre, dependiente, ignorante. Si tan solo supiera masturbarse bien. Pero ni eso, le dice. Eso lo haces tú, le dice.
Acostado en la tierra, el albornoz abierto, deja que el perro le ensalive la vara, fuc, fuc, como te he enseñado. ¿Qué sé hacer yo? Nada. Apenas una cosa. Solo una maldita cosa.
Y ya es hora de hacerla, le dice. Y mira hacia el cobertizo sin ventanas.
Se incorporó, sobresaltada, y gesticuló como para que algo indeseable se alejase. No recordaba lo que había soñado: le parecía que Quirós intervenía, y una mujer gruesa de rostro muy redondo y blanco y labios rojos, como una luna pintada por un niño, y una abeja de aguijón húmedo. Y se oía el viento y ella sentía frío de la cintura para abajo. A partir de ahí todo eran tinieblas. Solo un sueño, se dijo.
El color del cuarto era oscuro con una raya de luz bajo la puerta. Sobre la cama deshecha se proyectaba la sombra en cruz de un ventilador colocado frente a la ventana (Safiya se lo había subido para amortiguar el calor de la tarde). En la pantalla del despertador pudo leer: 3:55. Decidió que se levantaría e iría al baño a por agua. Luego intentaría rescatar un poco de descanso.
En ese instante la rendija de luz se movió.
– ¿Quién es? -preguntó temblando.
La puerta se abrió un poco. Muy poco, lo suficiente para que el miedo de Nieves Aguilar se ensanchara. Repitió la pregunta mientras la oscuridad, rectangular y azul, se filtraba por la abertura (alguien había apagado la luz del pasillo). Se asomaron unos ojos.
– Soy yo, señora. Duermo abajo y la oí quejarse. He subido a ver si estaba bien.
El alivio que sintió le impidió hablar durante un instante.
– Solo ha sido una pesadilla, gracias.
– De nada. -La cabeza de Safiya asomaba con sus cuantiosos rizos carbón. Un trozo de luna se los iluminaba-. ¿Necesita algo más?
De repente Nieves Aguilar se sintió sola.
– Pasa. No te quedes ahí.
Los ojos vacilaron, la puerta se abrió por completo.
Nieves Aguilar comprendió el porqué de sus titubeos y supo que debía haberle dicho que se marchara. Era evidente que Safiya acostumbraba dormir desnuda, o con un mínimo salto de cama tan ligero como un velo. No le pareció bien mirarla directamente, y apartó la cara. Sintió un cálido reptil envolviendo sus hombros y el olor a flores de un perfume que no conocía.
– Gracias -le dijo, aunque el contacto con aquel brazo la había sobresaltado.
– ¿Qué le ocurre, señora? -La chica se había sentado en la cama y la abrazaba como consolándola. Sin duda, se equivocaba al juzgar su reacción, porque cada vez se acercaba más. Nieves Aguilar podía sentir su aliento como una mano de niño en el oído. Con el rabillo del ojo advirtió, bajo el tenue camisón, un destello de joya en el vientre, quizá un cinturón de hebilla (pero qué absurdo), o un brillante en el ombligo, o un reflejo de la luna-. Está temblando. ¿Tiene frío? Por las noches refresca, ya viene el otoño, hay mucho viento… -Safiya hizo una pausa antes de añadir algo que Nieves Aguilar sospechó que decía para distraerla-: Yo, de niña, pensaba que el viento era una mujer… Sobre todo el viento frío… Me lo imaginaba como una señora vestida de blanco que al hablar echaba aire helado por la boca… En la capital vivimos en un piso alto y hay mucho viento, pero a veces me destapo para sentirlo mejor… A usted no le gusta el frío, señora…
– No -reconoció Nieves Aguilar, sintiéndose muy desdichada bajo aquel brazo-. Soy muy friolera.
– Pobrecilla… ¿Quiere que le traiga una mantita?
– Solo ha sido un mal sueño -murmuró. Y pensó: Aún sigo soñando.
Estaba concentrada en el peso del brazo de Safiya sobre su hombro. No quería decirle a la pobre muchacha que se apartara (no lo hubiese dicho jamás), pero se sentía incómoda. Hizo algo: alargó la mano y aferró la barra de la cabecera de la cama, como para compensar un contacto con otro. El metal estaba gélido.
El muslo de Safiya, moreno, juvenil, frotó su pijama al moverse.
– Las pesadillas vienen de las preocupaciones… Yo, a veces, tengo algunas… Sueño con la doña. También aparece Jacinto… -Nieves Aguilar sabía que se refería a la señora Ripio y su hijo. Aquella inesperada confesión le hizo volverse y mirarla. Le pareció que sus ojos (ahora tan cercanos) brillaban como estrellas. La vio esbozar una sonrisa-. Dígame qué le preocupa a usted… Sea lo que sea. Usted me cae bien. Me trata con mucha amabilidad. Yo quiero ayudarla.
Las palabras de la chica estaban tan próximas que casi tenían forma. Es muy joven, pensó Nieves Aguilar, podría ser una de mis alumnas. De algún modo, sin embargo, aquel contacto de sus alientos le difuminaba las diferencias. Le pareció que, simplemente, se encontraba junto a alguien que quería escucharla, alguien que no la desoiría. La mirada de la chica podía ser ingenua, pero ella necesitaba de esa ingenuidad.
El resto fue más fácil: no le costó mucho abrir los labios y, al tiempo que entornaba los ojos, ordenar sus palabras frente a la oscuridad. «Se trata de los libros de Guerín -le dijo-, un escritor del pueblo. Estoy segura de que aún no he leído el más importante de todos, y necesito hacerlo. No es una obsesión, es la única forma que tengo de ayudar a alguien, una chica de tu edad…»
Cuando acabó de hablar levantó la cabeza. El seno de Safiya se apretaba contra el suyo, y casi podía sentir los corazones de ambas latiendo juntos. Se miraron como si esperasen algún acontecimiento. La cruz del ventilador tachaba sus sombras en la pared. Entonces la chica dijo:
– Conozco otro libro de Manuel Guerín. Quizá sea el que usted busca.
Nieves Aguilar permaneció inmóvil mientras la veía levantarse y dirigirse hacia la puerta. La chica le hizo señas de que la acompañase en silencio. ¿Así? ¿Sin vestirme?, pensó. Pero Safiya ya se iba, no le daba tiempo. Además, era Safiya la que no llevaba ropa, ella tenía el pijama.
Salieron de la habitación, Safiya delante, y desfilaron por el pasillo con lentitud procesional. Al llegar a la escalera Safiya se volvió.
– Sobre todo, no despierte a la doña. Está muy nerviosa desde que vino la policía por lo de la muerte del alemán… -Nieves Aguilar asintió. Se había enterado al regresar de la iglesia: un pequeño incendio en un cuarto, alguien había llamado a la policía. Explicaron que el hombre había muerto en la cama, dormido, mientras fumaba. Por fortuna, el fuego no se había propagado.
Bajaron las escaleras. Apenas se oía otra cosa que ronquidos inciertos y el chirriar de muebles o cuerpos en su pugna con el sueño. También el mínimo campanilleo de la ajorca de pequeñas llaves que -Nieves Aguilar se fijaba ahora- la chica seguía llevando en el tobillo izquierdo.
El vestíbulo estaba a oscuras. Safiya abrió la doble puerta del comedor y se deslizó dentro caminando sobre las puntas de los pies, como si danzara. Nieves Aguilar la siguió, pero, cuando la puerta volvió a cerrarse se detuvo. Pensó que lo mismo hubiese podido quedarse ciega. La puerta que daba a la terraza también se hallaba cerrada, y eso contribuía a entenebrecerlo todo. Supuso que la chica no quería encender la luz por temor a que la señora Ripio la descubriera.
– Venga -oyó.
Tendió la mano, pero Safiya ya no estaba. Dio unos cuantos pasos, y al fin distinguió el camisón de la chica como una mancha difusa del aire. Guiada por aquel velo pudo hallar un camino entre mesas y sillas, que se ofrecían quietos e invitadores, pero dotados también de cierta amenaza. Tenía que ayudarse de las manos, que palpaban los bordes y las aristas. El ángulo de una mesa bien podía clavarse en su carne con suma facilidad (le había ocurrido a veces, incluso en su casa, cuando se levantaba de noche). Se sentía indefensa ante aquellos peligros, vestida tan solo con el fino pijama. Imaginó que la camarera estaba acostumbrada a la posición de los muebles, aunque, hallándose desnuda, el riesgo de daño pasa ella quizá era mayor.
El velo se reflejaba en los espejos del salón, pero eso no la ayudaba sino que la confundía más. Por fortuna, no era un lugar grande, y enseguida llegaron a donde la chica se proponía.
– El timón -la oyó susurrar. Supo a lo que se refería: se acercó a la pared recordando el día en que la señora Ripio había mostrado a sus huéspedes aquellos adornos. Ya podía ver a Safiya: deslizaba la mano sobre los objetos al tiempo que los nombraba-. Se lo regalaron a la antigua dueña del hostal… Los remos de una barca… Esta cabeza de toro… Este espejo… Un candelabro, los retratos de San Pablo y Santiago… -Nieves Aguilar percibía que la chica temblaba. Quizá era de frío, porque en el comedor la temperatura era más baja-. A la señora Ripio le gusta conservarlos, aunque no son sus recuerdos… Pero dice que eso no importa, que ya son suyos… Le gusta tener cosas de otros. Y aquí… -Tropezó con Nieves Aguilar mientras dirigía la mano hacia un pequeño armario con vitrina. Ella se apartó. La chica abrió la vitrina, introdujo los brazos, sacó un objeto negro-. Aquí están algunas de las cosas que le regaló a mi abuela el señor Guerín.
– A tu abuela… -dijo Nieves Aguilar.
– A Carmela Cruz.
Como los ojos ya le iban obedeciendo a la oscuridad, pudo ver a Safiya depositar el objeto en una mesa y apartar las sillas para que ambas se acercaran. Era una caja rectangular de color negro.
Los pies le hormigueaban debido al frío del suelo. Movió los dedos.
– Es una historia triste pero bonita -dijo Safiya-. Yo le pido a mi madre que me la cuente de vez en cuando, y sé que a ella le gusta contármela. Guerín y mi abuela se conocieron de chavales y se enamoraron. Pero él se marchó del pueblo, como su tío y su primo César, porque le parecía que tenía que conocer el mundo. Vivió en Francia… Regresó muchos años después, pero… Hay cosas que siempre parece que están ahí, ¿verdad? La venganza y el primer amor: dice mi madre que, a veces, esas dos cosas siguen dentro aunque pase mucho tiempo. Mi abuela se había casado ya, había tenido a mi madre y trabajaba en el hostal de su hermana Paca, que se había quedado viuda. Se habían hecho mayores, también Guerín, claro, pero seguían queriéndose. Guerín empezó a trabajar en el hostal para poder verla. En esa época no era como en esta. Nadie hubiese comprendido que una mujer casada y con hijos abandonara a su marido por otro hombre. Además, aunque mi abuela lo quería, era Guerín el que se sentía más… o sea, peor. Se veían todos los días, querían olvidarse y, a la vez, no olvidarse nunca… Mi madre me hacía llorar contándome esto…
La chica había alzado una pierna y apoyado el pie en la mesa. Nieves Aguilar se dio cuenta de que era el tobillo de la ajorca. Casi vio las llaves diminutas colgando del adorno.
De pronto, sin saber por qué, sintió miedo. Pensó que quizá Safiya le estaba mintiendo, que aquella historia de amores eternos era falsa, y que, en realidad, se la contaba para hacerle daño. No es que hubiese sucedido nada que le probase eso, pero le entró resquemor de hallarse así, en aquella casi absoluta oscuridad, junto a una joven desconocida, escasamente vestidas ambas, en un estado que (no quería pensarlo) podría resultar humillante si, por cualquier motivo, la señora Ripio o su hijo las descubrían.
– Luego vino la enfermedad -dijo Safiya-. Era cáncer. Mi abuela murió tras sufrir mucho. El señor Guerín quedó tan destrozado que ya no paró hasta matarse con la bebida. -Se oyó un chasquido. Nieves Aguilar comprendió que la chica había estado manipulando algo mientras tanto, y atribuyó a esa actividad el cambio de tono que había percibido en ella.
Entonces una luz mágica la cegó. Safiya extrajo la pequeña llave y posó el pie en el suelo. Su cuerpo, iluminado ahora por aquel resplandor, aparecía pleno, exacto, sin secretos. A Nieves Aguilar le hubiese abochornado, pero no la miraba: miraba hacia la luz.
– Sobre todo, que no se entere la doña… -Ahora estaba claro que la chica temblaba-. Tiene el sueño muy ligero, y no le gusta nada que curiosee en sus cosas… Si se enterara… no sé qué me haría. Pero yo tengo que trabajar para ella. Mi familia le debe mucho a la doña. Nos ayudó comprando este local, que estaba casi en ruinas… Y en el fondo me quiere. Confía en mí para que le guarde sus bienes, por eso me hizo este llavero. Le tiene pánico a los ladrones…
– ¿Qué es esto?
– Lo que el señor Guerín legó al hostal. La caja la compró en el extranjero…
Parecía de madera negra, quizá de ébano. La tapa, abierta, quedaba vertical mostrando en el dorso una silueta bordada en tela: un gato negro con incrustaciones de bisutería a modo de ojos. La luz provenía de los costados del interior pero también de los bordes de la tapa, en forma de diminutas filas de fluorescentes cuyo brillo provocaba extraños efectos tornasolados en el bordado. Era el objeto más hermoso que jamás había contemplado Nieves Aguilar. Se preguntó por un instante qué diría su padre si pudiese verlo, cómo lo valoraría su experta opinión de joyero. Albergaba fotografías y papeles. Y otra caja, más plana, también negra. Safiya la cogió.
– La señora Ripio dice que don Francisco, el antiguo cura, que era muy amigo de Guerín, tiene otra copia… Es el libro que Guerín escribió tras la muerte de mi abuela. Nunca quiso publicarlo…
– ¿Por qué?
– No lo sé -dijo Safiya y se lo entregó-. No lo he leído. Pero la señora Ripio sí, y dice que nadie debería leerlo.
El jueves por la mañana las nubes oscuras, casi negras, que parecían haberse levantado de la sierra para avanzar hacia el pueblo, hicieron pensar a Quirós que la tormenta estaba cerca. Pocas veces había visto nubes tan ásperas y arrugadas, y tan negras, en increíble contraste con el cielo de verano que las rodeaba, aún resplandeciente y casi dorado.
Mientras se dirigía al ayuntamiento, sacó el móvil de Casella y buscó posibles mensajes. No había nada. El teléfono no había sonado en todo el día, Quirós lo sabía porque lo mantenía encendido. Tampoco el suyo había dado señales de vida: aquel doble silencio no le gustaba.
Menos aún le gustó ver tantos uniformes rondando cerca. Furgonetas oscuras se apiñaban junto a la puerta trasera, que estaba abierta, y por la que no dejaban de entrar y salir guardias civiles, policía nacional, municipal, incluso algunos militares. Todos parecían nerviosos y al mismo tiempo alegres, pero mudos, como si compartieran algún júbilo secreto, alguna fiesta sorpresa que se proponían dar a alguien y de la que Quirós no podía enterarse. Pero esa inquietud general le sirvió para poder entrar sin que le pidieran explicaciones. Halló a Gaos en la habitación de costumbre abrigado por una servilleta. En la mesa, un pollo extendido sobre una fuente plateada.
– ¿Cómo se dice? -preguntó Gaos retóricamente-. Hemos «incautado», ¿no, Centeno…? Hemos incautado dos docenas de pelis y más de tres centenares de polaroids… ¡Vaya material el del gemelo Casella…! Tienes manchas en la chaqueta…
Quirós observó la manga de su chaqueta azul.
– No tengo otra -dijo-. ¿Y las pelirrojas? -preguntó para cambiar de tema.
– Hummm, nos hubiese gustado incautarlas también, ¿eh, Centeno? Pero hemos tenido que despacharlas a Madrid en una furgoneta, acusadas de algo que en los libros de Derecho se llama de otra manera, pero que yo llamo «la complicidad del imbécil». El sueldo que les pagaba Casella no valía esos sofocos… De todas formas, gracias por avisarnos, Quirós… Moja el muslo en esta salsa y luego dime cómo está…
En otra mesa, el técnico Arcedo, recién llegado de Madrid, clasificaba las cubiertas de los deuvedés y los grupos de fotos manipulándolos con sus manos envueltas en látex. Trataba las fotos como si fuesen naipes triunfadores en una jugada decisiva de póquer cubierto: las miraba y depositaba, una a una, bocabajo, en tres columnas distintas. Arcedo era prognato y de calva aplastada como el cuerpo de un rodaballo. También estaba Centeno, de pie en un rincón, en mangas de camisa, frente a su ordenador portátil.
– ¿Qué habéis encontrado? -preguntó Quirós mientras robaba un muslo de pollo y lo impregnaba de salsa.
– A la nórdica. Ancha. -«Anja con jota», corrigió Centeno-. Y a otra del verano anterior, una ucraniana guapísima. -«Katya Kalasnikov», dijo Centeno-. Ambas viajaban solas, se hospedaron en el albergue y desaparecieron como si se las hubiese tragado la tierra. Pero resulta que la tierra era nuestro «esnupi». Cuéntale, Jaime.
– Tiene imaginación, el chaval -dijo Arcedo. Como tantos individuos feos, Arcedo era proclive a la suspicacia: lanzó una mirada titubeante a Gaos cuando oyó que este se reía-. Probaré el pollo, si me permites.
– Pero ¡cuéntale!
– Que mire las fotos. Hablan por sí mismas.
Quirós no las miró. En cambio, buscó una servilleta, porque la salsa le resbalaba por la barbilla.
– Y no solo eso -dijo Gaos-. Nuestra «prospección inversa» ha dado resultado. Díselo, Centeno.
– Cinco chicas más, de edades comprendidas entre los quince y los veinte, desaparecidas durante los últimos veranos en esta zona.
– ¿Qué te parece? -sonrió Gaos limpiándose los dedos-. Me refiero al pollo.
– Es bueno -dijo Quirós.
Como tantos hombres proclives a la suspicacia, Arcedo era proclive a la ironía. En aquel momento dijo:
– Para pollo, el tipo ese. -Señaló hacia algún lugar. Quirós no comprendió su gesto ni su broma, pero Gaos y Centeno lo celebraron con carcajadas.
De repente Gaos se puso serio.
– Compañeros, condenadme si queréis, pero os puedo jurar que al ver las de la ucraniana, sobre todo las de la ucraniana, atada con cuerdas negras a la cama, abierta de piernas…
Algo lo interrumpió. Se abrió bruscamente la puerta por la que había entrado Quirós y dos policías mantuvieron una apresurada conversación con Gaos que este zanjó con monosílabos. Cuando se marcharon, Quirós preguntó:
– ¿Por qué hay tantos policías? -Al tiempo que preguntaba se dirigía a la habitación de los interrogatorios, pero Centeno le bloqueó el paso.
– ¿Le descubrimos el plato principal, Centeno? -Gaos esbozó una amplia sonrisa-: Lo hemos arrestado esta mañana. Sí, al «esnupi». Debería llamarlo «presunto», pero tú me entiendes. En serio, no pongas esa cara. Cuéntale, Centeno.
– Los perros encontraron su ropa esta madrugada. Hecha una pelota. Estaba dentro de un cubo en el patio de la casa.
– La ropa es la que llevaba puesta la hija de Olmos, lo hemos confirmado -dijo Gaos-. Estaba toda, hasta sus braguitas y un pequeño cinturón, muy fino, que todavía me pregunto para qué le serviría… En casa del señor Teobaldo. -«Teologales», dijo Centeno-. Aún no sabemos dónde ha ocultado el cuerpo. Centeno lleva haciéndole preguntas mucho tiempo, quizá demasiado, incluso para un sordomudo de verdad… Pero terminará cantando saetas en la procesión, te lo juro.
Quirós se asomó por la puerta. El sordomudo del cementerio estaba sentado en una silla, desnudo de cintura para arriba. Aún era bizco. Sangraba. Hacía el mismo ruido al respirar que la punta de un cuchillo sobre un papel de lija. Tenía la boca llena de rosas rojas, frescas. Parecía un búcaro inclinado.
– Las heridas se las ha hecho él mismo -dijo Gaos-. Le gusta automutilarse, como a la novia de Bukowski en esa película vieja que se titula… Bueno, no lo recuerdo… -«¿Bueno, no lo recuerdo? No la he visto», bromeó Arcedo. Gaos pasó por encima de su estúpida burla sin detenerse-. En cuanto a las rosas, los vecinos nos dijeron que le dan ataques de asma cada vez que las huele. Por eso le hemos dado a probar algunas. ¿Para qué mancharnos las manos si podemos aprovechar una tara?
– Es el guarda del cementerio, y es sordomudo de verdad -dijo Quirós-. Si estás esperando a que hable, es que eres más imbécil que yo.
Gaos se rió hacia dentro.
– Pero qué pringado eres… Ya te lo he dicho: encontramos la ropa de la chica en su casa. No solo eso. Cuéntale, Jaime.
– También varias pelis -dijo Arcedo.
– Alguien las dejaría ahí para despistar -dijo Quirós-. Casella me aseguró que al «esnupi» lo protege mucha gente.
– Quirós. -Gaos lo miró con placidez-: Eres una mierda seca. ¿Lo sabías? Seca y vieja.
Quirós empezaba a enfadarse. Siempre le ocurría lo mismo con Gaos. A pesar de que sabía que eso era, precisamente, lo que Gaos pretendía, no podía evitar un punto de irritación. Recordó que, en su departamento, a Gaos lo apodaban «Caos».
– Quizá todavía siga viva… Y tú estás perdiendo el tiempo con un sordomudo.
– ¿Viva? -Gaos miró a su alrededor, como si no conociera el significado de la palabra-. ¡Viva…!
Tras arrojar los restos de pollo a un cubo, Arcedo había desgarrado otra bolsa de guantes de látex. En aquel momento sonrió, y su sonrisa sonó a desgarro.
– Quirós, Quirós… -Se lamentaba Gaos-. Hablamos de un «esnupi…» Secuestró a la hija de Olmos hace más de dos semanas. Hemos encontrado su mochila y sus ropas… ¿Crees que han estado jugando al mus?
– Tendrías que ver las películas -dijo Arcedo-. Casi es mejor que ya esté muerta.
– Tales of ordinary madness -dijo Centeno-. Es la película sobre Bukowski.
– Ah, sí -dijo Gaos mordisqueando una pechuga-. Gracias, Centeno.
– Gaos. -Quirós se plantó ante él-. Has metido la pata hasta la corva. No es él.
– Tenemos pruebas. Somos policías, no lo olvides, y trabajamos con pruebas. Nosotros no ahondamos, Quirós: rascamos en la superficie y, si encontramos algo, lo aceptamos hasta que otro hallazgo nos hace cambiar de opinión. No profundizamos más. Lo que haya debajo, al fondo del todo, si es que hay algo, no nos importa. Somos funcionarios: nos basta con funcionar. Hablando de funcionar, ¿alguien quiere apagar eso?
Sonaba un móvil. No el de Casella, como en un principio pensó Quirós llevándose la mano a la chaqueta. Contestó Centeno, que se lo pasó a Quirós.
– ¿Para mí? -Centeno afirmó con un gesto. Por un instante, sin saber por qué, a Quirós se le ocurrió la absurda idea de que podía tratarse de Pilar.
– ¿Quirós? -Una voz quejumbrosa-. ¿Eres tú, Quirós?
– Sí, don Julián.
En el auricular se desplegó uno de los silencios alfombrados de Olmos. Quirós casi podía verlo sentado en su despacho, el pelo níveo y las cuatro medallitas destellando en la solapa de la chaqueta bajo una luz que solo lo iluminaba a él. El silencio se interrumpió, pero ahora quien hablaba era el secretario Pedro Correa.
– El señor Olmos me pide que sea yo quien le diga esto, ya que, ante la magnitud de lo ocurrido, no dispone de fuerzas suficientes. Procedo a leerle las palabras del señor Olmos. -Correa hizo muchos preámbulos: carraspeos, chasquidos con la lengua, profundas inhalaciones. Pero no dotó a su lectura de ninguna inflexión. Su voz brotó como desde una máquina-: «Si me buscas, me hallarás muerta. ¿Recuerdas, Quirós? Parece que se ha cumplido. Ya han mirado dentro de la caja, han hallado la ropa, han arrestado a un sospechoso. No me creerías, no me creerías si te contara el grado de mi dolor, hasta dónde llega y cuánto abarca. -Al tiempo que escuchaba, Quirós bajó la vista y observó que Gaos se había levantado y vuelto a sentarse con un grupo de polaroids en una mano enguantada. Empezó a barajarlas. Quirós esperaba ver cualquier cosa típica del espectáculo "esnupi", pero le sorprendió encontrar, tan solo, imágenes de una chica rubia sentada en un sofá amarillo chillón junto a una ventana. La chica estaba vestida de negro. Le llamó más la atención el sofá, por su color-. Ya han mirado, Quirós, ya han mirado dentro de la caja y han visto todo cuanto había que ver. Como te dije, estaba preparado. Me queda la tranquilidad de saber que las cosas se han terminado sin más complicaciones. Puedes dejar el trabajo, tal como deseabas. Te haré llegar el cheque. Solo espero que la encuentren pronto. Quiero velarla en la memoria.» Aquí terminan las palabras del señor Olmos.
– Muy bien -dijo Quirós.
– ¿Las ha entendido? ¿Quiere que le repita algún párrafo?
En las polaroids todo había cambiado: de repente, un escenario rojo, cuerpos tumbados, miradas que no veían nada. Gaos las repartía, Arcedo y Centeno las recogían. Parecían jugar a las cartas. Quirós dijo que no y colgó.
– Se acabó. -Exhaló un suspiro. Gaos alzó la vista de las fotos y lo interrogó con la mirada-. El trabajo. Ya puedo dejarlo.
– ¿Te han despedido? Pues dedícate a vivir la jubilación, pringado, y déjanos en paz a los que todavía tenemos que seguir currando.
Se marchó en silencio, sin mirar a los tres hombres, que seguían distribuyendo fotos sobre la mesa. Regresó al hostal descendiendo por las cuestas sin dejar de lanzar suspiros. Le parecía que había recorrido un largo trecho hasta llegar a aquel punto. Luego se detuvo, se quedó parado un instante. Vio un bar y decidió beber algo. Iba a pedir una copa de vino cuando sonó su teléfono, pero no el suyo sino el de Casella. Se le había olvidado entregárselo a Gaos. Tampoco se acordaba de lo que debía decir. Contestó atropelladamente:
– La… laca… La caja… de marfil…
Nadie respondió pero no colgaron. Me cago en la leche, pensó Quirós, no lo he dicho bien, se ha olido algo. Salió del bar con el teléfono en la mano. Escuchó una respiración, luego una voz chirriante:
– ¿Quién eres?
Quirós no contestó. Pasaron dos viejas que lo miraron. La llamada se cortó.
Reemprendió el camino mientras libraba una batalla interior. ¿De qué serviría decírselo a Gaos?, pensaba. Debería ir a esa cueva yo mismo. A fin de cuentas, ahora se cree a salvo porque sus amigos han podido endilgárselo todo a un pobre diablo… Quizá se crea tan a salvo que decida arriesgarse y lleve el material. Al menos, podrías atrapar a ese cabrón. Incluso… ¿quién sabe? No has mirado dentro de la caja. Aún no has mirado dentro de la caja.
Tales cosas pensaba la mitad de Quirós. La otra mitad meneaba la cabeza: Ya has dejado el trabajo, decía. Regresa con Pilar y olvídate del asunto. Decidió obedecer a esta mitad, que le parecía más sensata.
Pidió la llave en recepción al hijo de la señora Ripio y le dijo que le fuera haciendo la cuenta. Se marcharía después de almorzar. El chico lo miró con expresión absorta y alzó el dedo apuntando hacia la terraza. Quirós vio a la mujer sentada a una mesa. Se alegró, pero al acercarse la notó tensa.
– Le estaba esperando -dijo ella-. Quiero que me acompañe esta misma tarde a una cueva de la sierra. Es el lugar donde fue Soledad antes de desaparecer. -Quirós se quedó mirándola-. Si es preciso, le pagaré.
Vio a Marta sentada frente a él, casi en la misma postura que la mujer, con una mesa entre ambos. ¿Nunca hace nada gratis?
Sí. Puedo mirar dentro de la caja.