173941.fb2 La Casa De Hielo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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Capítulo 16

Se notaba una nueva sensación de urgencia en las actividades policiales. Aceleraron sus movimientos con diligencia, demostrando a todos con demasiada claridad que no podían ir más deprisa. Era como si el intento de asesinato de una mujer conocida estuviese en una escala diferente a la del asesinato del fiambre masculino y anónimo del jardín. Anne lo habría encontrado inquietante, pero estaba en coma, ingresada en cuidados intensivos y no sabía nada de ello. Walsh lo habría negado enérgicamente, pero su temperamento irascible despellejó a sus hombres cuando, tras un minucioso registro de la casa y de los jardines, no encontraron nada.

La prensa comparaba a Streech Grange, bastante inoportunamente, con el número 10 de Rillington Place, como escenario de un asesinato en masa y de restos en descomposición. Para las amigas de Anne, la carga que suponía estar asociadas a Grange era pesada. Retrospectivamente, los interrogatorios anteriores tuvieron la atmósfera relajada de una reunión social. Tras la agresión a Anne, los detectives se quitaron los guantes y las sometieron a severos interrogatorios hasta dejarlas secas. Walsh buscaba una pauta. La lógica le decía que había una. Las apuestas contra tres misterios no relacionados en una sola casa eran tan incalculables como para estar fuera de consideración.

Para los jóvenes, fue una experiencia nueva. Aún no les habían interrogado a ninguno de ellos y eso fue como un bautismo de fuego. Jonathan odiaba la sensación de impotencia, de estar involucrado en algo que no controlaba. Era arisco, no colaboraba y trataba a la policía con una especie de desprecio enojoso. Walsh no deseaba otra cosa que darle una patada en el trasero, pero tras dos horas de interrogatorio, se convenció de que no podría sacar nada más de él. Jonathan había demostrado que los tres jóvenes no tenían nada que ver con la agresión de Anne. Según él, se pusieron la ropa de dormir después de la improvisada fiesta en honor de la botella Château Lafite, se envolvieron con los edredones y se acurrucaron en la habitación de Jane para ver la película en la televisión. El cristal roto, seguido de los gritos de McLoughlin pidiendo ayuda, los asustó. No, no oyeron nada antes, pero la televisión estaba bastante alta. Walsh interrogó a Elizabeth. Estaba nerviosa, pero fue amable. Cuando le preguntó cuáles habían sido sus movimientos la noche anterior, su relato concordó punto por punto con el de Jonathan, hasta en el detalle más insignificante. Jane, tras un día de respiro, contó la misma historia. A menos que formaran parte de alguna fantástica y bien organizada conspiración, no habían tenido nada que ver con el atentado contra la vida de Anne.

Para Phoebe fue un caso de déjà vu. La única diferencia esta vez fue que ahora sus interrogadores tenían información que ella les había ocultado diez años atrás. Les contestó con la misma imperturbable paciencia que había demostrado anteriormente, los fastidió con su firme serenidad y se negó a dar rienda suelta a sus sentimientos cuando la pincharon sobre el tema de las perversiones de su marido.

– Dice que se culpa a sí misma por no saber lo que le estaba haciendo a su hija -dijo Walsh en más de una ocasión.

– Sí, así es -contestaba-. Si lo hubiera sabido antes, tal vez habría podido reducir el daño al mínimo.

Walsh adoptó la costumbre de inclinarse hacia delante para hacer la siguiente pregunta, esperando ver en ella el parpadeo revelador de quien pierde su resolución.

– ¿No estaba celosa, señora Maybury? ¿No le enloqueció que su marido prefiriese mantener relaciones sexuales con su hija? ¿No se sintió degradada?

Phoebe siempre hacía una pausa antes de contestar, como si estuviera a punto de darle la razón.

– No, inspector -repuso-. No tuve tales sentimientos.

– Pero ha dicho que podría haberlo matado fácilmente.

– Sí.

– ¿Por qué querría matarlo?

Ella sonrió ligeramente después de aquella pregunta.

– Suponía que era obvio, inspector. Si tuviera que hacerlo, mataría a cualquier animal que encontrase atacando violentamente a mis hijos.

– Sin embargo, dice que no mató a su marido.

– No tuve que hacerlo. Huyó.

– ¿Regresó?

Phoebe se reía.

– No, no regresó.

– ¿Lo mató y lo dejó en la casa del hielo para que se pudriera?

– No.

– Habría sido una especie de justicia, ¿verdad?

– Desde luego que sí.

– Los Phillips, o debería decir los Jefferson, creen en esa clase de justicia, ¿no es así? ¿Lo hicieron ellos por usted, señora Maybury? ¿Son ellos su arma vengativa?

Siempre, al llegar a este punto, la ira de Phoebe amenazaba desbordarse. La primera vez que hizo la pregunta le llegó como un golpe en el plexo solar. Después, estaba mejor preparada, aunque todavía necesitaba una férrea sangre fría para evitar rasgar y arrancar los ojos de su odiosa cara.

– Sugiero que eso se lo pregunte al señor y a la señora Phillips -contestaba siempre-. No soy tan presuntuosa como para contestar en su nombre.

– Le estoy pidiendo su opinión, señora Maybury. ¿Son capaces de exigir venganza por usted y por su hija?

Una sonrisa de lástima se dibujaba en sus labios.

– No, inspector.

– ¿Fue usted quien golpeó a la señorita Cattrell? Dice que estaba en la cama, pero sólo tenemos su palabra. ¿Iba a revelar algo ella que usted no quería que revelase?

– ¿A quién lo revelaría? ¿A la policía?

– Tal vez.

– Es usted tan tonto, inspector… -sonrió sin humor-. Ya le he dicho lo que creo que le pasó a Anne.

– Conjeturas, señora Maybury.

– Tal vez, pero en vista de lo que me pasó a mí hace nueve años, son probables.

– Nunca informó de ello.

– No me habría creído si lo hubiera hecho. Me habría acusado de habérmelo hecho yo misma. De todos modos, nada me habría inducido a tenerlo en casa otra vez, no cuando ya me había librado de usted. En cierto modo, tuve más suerte que Anne. Todas mis cicatrices fueron internas.

– Es demasiado cómodo. Debe creer que soy muy crédulo.

– No -dijo sinceramente-, de miras estrechas y vengativo.

– ¿Porque no comparto su gusto por el melodrama? Su hija es muy imprecisa acerca de qué es lo que la asustó. Incluso el sargento McLoughlin tan sólo cree, sólo lo cree, haber oído a alguien. Soy realista. Prefiero tratar hechos, no neurosis femeninas.

Phoebe lo observaba con una nueva visión de las cosas.

– Nunca me di cuenta de la gran antipatía que tiene a las mujeres. ¿O es sólo a mí, inspector? La idea de que yo esté recibiendo el postre que me merezco le atrae, ¿verdad? ¿Me habría ahorrado todo este misterio si hubiese dicho «sí» hace diez años?

Invariablemente, era Walsh quien se enfadaba. Invariablemente, tras un rato de interrogatorio, Phoebe cogía el coche e iba al hospital para sentarse junto a la cabecera de Anne y hablarle y darle masajes a sus manos, deseando que recuperara el conocimiento.

Los interrogatorios de Diana exploraron y aguijonearon su relación con Daniel Thompson. No podía controlar su cólera contra Walsh tal como lo hacía Phoebe y, con frecuencia, se enfadaba. Aun así, tras dos días de interrogatorio, Walsh todavía no había podido detectar fallos en su historia.

Golpeó ligeramente el montón de correspondencia.

– Deja perfectamente claro en sus cartas que estaba furiosa con él.

– Por supuesto que estaba furiosa -dijo bruscamente-. Había malgastado diez mil libras de mi dinero.

– ¿Malgastado? -repitió-. Pero estaba haciendo lo posible, ¿no?

– No, bajo mi punto de vista.

– ¿No comprobó cómo funcionaría el negocio antes de aceptar invertir en él?

– Ya hemos pasado por todo esto, por Dios. ¿No escucha nada de lo que digo?

– Conteste la pregunta, por favor, señora Goode.

Suspiró.

– No me dieron mucho tiempo. Me pasé un día examinando los libros de la empresa. Parecían estar en orden, así que hice el cheque. ¿Satisfecho?

– ¿Y por qué dice que el señor Thompson malgastó su dinero?

– Porque a medida que fui conociéndolo, me di cuenta de que era sumamente incompetente, y de que incluso debía ser un granuja empedernido. Los números que yo vi habían sido manipulados. Por ejemplo, ahora creo que provocó la inflación del activo de la empresa al supervalorar sus existencias y he descubierto que también utilizaba la contribución a la seguridad social de sus empleados para mantener el negocio a flote. Los libros de pedidos que yo vi estaban llenos; sin embargo, tres meses más tarde, no había vendido casi nada y las pocas existencias de que se disponía en la fábrica, al parecer, no tenían adónde ir. Sus relaciones públicas eran una tomadura de pelo. No paraba de decir que el negocio se extendería verbalmente y que despegaría.

– ¿Y eso hizo que usted se enfadara?

– Dios, dame fuerza -dijo, levantando las manos hacia el cielo-. ¿Necesita que se lo deletree? Me puso furiosa. Me estafó.

– ¿Sabe algo de la desaparición del señor Thompson?

– Por última vez, no. N-O, no.

– Pero sabía que había desaparecido antes de que se lo dijéramos.

– Sí, inspector, lo sabía. Se suponía que tenía que venir aquí para explicarme qué estaba pasando -se inclinó y golpeó las cartas con el puño-. Tiene la fecha y la hora delante de usted. Nunca apareció. Telefoneé a su oficina y me dijeron que no estaba. Llamé a su casa y su mujer me mandó a tomar viento. Volví a llamar a su oficina un par de días más tarde y me dijeron que la señora Thompson había informado de su desaparición. Fui a la oficina al día siguiente para encontrar a algunos empleados muy enojados a quien no se les había pagado durante tres semanas y que acababan de descubrir que sus contribuciones a la seguridad social de casi un año no se habían pagado. Desde entonces, no ha habido señales de Daniel Thompson. El negocio ha quebrado y a mucha gente, no sólo a mí, se le debe una cantidad considerable de dinero.

– Francamente, señora Goode, cualquiera que invierte dinero en radiadores transparentes debería esperar perderlo.

Sus ojos azul hielo, pensó Walsh, tenían una capacidad para el odio asesino de la que carecían los ojos verdes y marrones. Los epítetos que ahora le asignó eran impublicables.

– Es su orgullo lo que está herido, ¿verdad? -dijo mostrando interés-. Su amour propre. Puedo imaginarla fácilmente matando a alguien que la pusiera en ridículo.

– ¿Ah sí? -dijo indignada-. Entonces tiene una imaginación demasiado activa. No es extraño que la policía posea un historial de casos resueltos tan pobre.

– Creo que el señor Thompson vino aquí, señora Goode, y creo que usted se enfadó tanto con él como conmigo y que le asestó un golpe.

Diana se rió.

– ¿Lo ha visto alguna vez? ¿No? Bueno, créame, es tan robusto como un tanque. Pregunte a su estúpida esposa si no me cree. Si le hubiese golpeado, él me habría golpeado a mí y todavía estaría luciendo los morados.

– ¿Se acostaba con él?

– Le haré una confesión -reconoció-. Encontré a Daniel incluso menos atractivo que a usted. Tenía los labios húmedos, muy parecidos a los suyos. No me gustan los labios húmedos. ¿Contesta eso a su pregunta?

– Su esposa negó cualquier relación entre él y Grange.

– Eso no me sorprende. Sólo la ví una vez. Yo no le caía bien.

– ¿Saben algo Fred y Molly de esta inversión suya?

– Nadie de aquí lo sabía.

– ¿Por qué no?

– Lo sabe muy bien, maldita sea.

– ¿No quería parecer ridícula?

Diana no se molestó en responder.

– ¿Acaso Fred y Molly hicieron el trabajo sucio por usted, señora Goode?

Diana se dio masajes en las sienes para mitigar lo que parecía el principio de un dolor de cabeza.

– Qué repugnante manipulador es usted.

– ¿Lo hicieron, señora Goode?

– No -dijo mirándole detenidamente-. Y si alguna vez se atreve a volverme a preguntar eso, le pegaré. Se lo prometo

– ¿Y dejar que la detengamos por agresión?

– Valdría la pena -dijo.

– Es usted una mujer muy agresiva, ¿no le parece? ¿Se desquitó de sus agresiones con la señorita Cattrell?

Diana le dio un puñetazo en la nariz.

Jonathan posó su mano sobre el hombro de su madre, luego se inclinó y miró a Anne.

– ¿Cómo está?

Ya no figuraba en la lista de personas en estado crítico y la habían trasladado de cuidados intensivos a una habitación contigua a un quirófano. Estaba unida por un catéter y un tubo de plástico a un gota a gota intravenoso.

– No lo sé. Está muy intranquila. Ha abierto los ojos una o dos veces, pero no ve nada.

Se puso en cuclillas al lado de ella.

– Tendrás que dejarla un rato, me temo. Diana te necesita.

– Seguro que no.

Phoebe frunció el ceño.

– Me temo que sí. La han detenido.

Estaba visiblemente sorprendida.

– ¿A Diana? ¿Por qué?

– Por agresión a un oficial de policía. Le dio un puñetazo al inspector Walsh e hizo que le sangrara la nariz. La han puesto en chirona.

Phoebe se quedó con la boca abierta.

– Oh, señor, qué divertido -dijo, echándose a reír-. ¿Está bien el inspector?

– Sangrando pero con orgullo.

– Voy ahora mismo. Será mejor que localicemos a Bill otra vez -miró a Anne-. No hay nada que pueda hacer por tí de momento, vieja amiga. Sigue luchando. Todos estamos contigo.

– Traeré a Jane más tarde -dijo Jonathan-. Quiere venir.

Salieron al pasillo.

– ¿Está preparada para ello?

– Yo diría que sí. Se las ha arreglado fantásticamente desde que pasó. Tuvimos una larga charla esta tarde. Fue más objetiva que nunca. Es una ironía, pero todo este asunto puede haberle hecho algún bien, le ha dado perspectivas esperanzadoras y todo eso, quizá le haya hecho ver que es más fuerte de lo que se pensaba. A propósito, le gusta el sargento. Si quieren interrogarla otra vez, deberíamos presionar para que lo hiciera él.

– Sí -dijo Phoebe-. Aparte de todo, salvó la vida de Anne. Eso siempre hará que Jane confíe en él. Adora a su madrina.

Jonathan enlazó su brazo con el de su madre.

– También te adora a tí. Todos lo hacemos.

Phoebe se rió con ganas.

– Sólo porque aún no habéis descubierto que mis pies son de arcilla.

– No -dijo seriamente-. Es porque nunca has fingido que fueran de otra cosa.

Continuaron caminando y desaparecieron por una curva del pasillo. Tras ellos, Andy McLoughlin salió de donde se había estado escondiendo, en el hueco de una puerta, con la vergüenza del fisgón.

«Condenado Walsh y su maldita pauta», pensó. La lógica era falible. Tenía que serlo.

Le enseñó su tarjeta de identificación a la hermana.

– ¿La señorita Cattrell? -preguntó- ¿Algún cambio?

– En realidad no. Está intranquila y abre los ojos, lo cual es buena señal, pero, como ya le dije al inspector, perderá el tiempo si quiere entrevistarla. Podría volver en sí en cualquier momento o podría estar así durante uno o dos días. Le avisaremos en cuanto esté preparada para hablar.

– Me quedaré unos minutos, si es posible. Nunca se sabe.

– Está en la sala dos. Háblele -le animó la hermana-. Así podrá ser útil mientras está aquí.

No la había visto desde que se la habían llevado en la ambulancia y se sorprendió. Era todavía más pequeña de lo que recordaba, una cosita diminuta, encogida, con la cabeza vendada y la piel fea y cetrina. Pero, incluso inconsciente, parecía sonreír por alguna broma de las suyas. No sintió lujuria -¿cómo podría?-, pero su corazón se alegró al reencontrarla, como si la conociera hacía mucho tiempo. Acercó la silla para sentarse cerca de su almohada y empezó a hablar. No vaciló en ningún momento, puesto que sabía, sin tener que pensar, lo que le gustaría oír a ella. Media hora más tarde, se agotó y miró el reloj. Se había movido una o dos veces, como una niña durmiendo, pero sus ojos habían permanecido firmemente cerrados. Apartó la silla.

– Eso es todo, Cattrell. Se acabó el tiempo, me temo. Veré si puedo conseguir estar a solas con usted mañana -le acarició la mejilla con la punta de los dedos.

– Es usted un cabrón tacaño -masculló Anne-. Recíteme el poema de Rabbie Burns Tam o'Shanter-abrió un ojo y parpadeó, confusa-. Me estoy muriendo.

– Ha estado despierta todo el tiempo -la acusó McLoughlin.

– ¿Estuvo Phoebe aquí?

McLoughlin asintió.

– Recuerdo que Phoebe estuvo aquí. ¿Estoy en casa?

– Está en el hospital -le dijo.

– ¡Oh!, ¡mierda! Odio los hospitales. ¿Qué día es?

– Viernes. Dio una cabezadita de dos días.

Eso la preocupó.

– ¿Qué pasó?

– Llamaré a una enfermera -hizo el gesto de levantarse.

– No lo haga, maldita sea -gruñó-. También odio a las enfermeras. ¿Qué pasó?

– Alguien la golpeó. Dígame qué recuerda.

Tejió una arruga profunda con sus cejas.

– El curry -acertó a decir.

McLoughlin le estrechó la mano fuertemente.

– ¿Podemos olvidarnos del curry, Cattrell? -sugirió-. Sería más fácil para todos si nunca me hubiera visto aquella noche.

Anne arrugó la frente.

– Pero ¿qué pasó? ¿Quién me encontró?

Le frotó los dedos.

– Yo la encontré, pero he tenido un trabajo de mil demonios para explicarle a Walsh qué estaba haciendo allí. No puedo reconocer tener intenciones carnales respecto a una sospechosa -indagó en su cara-. ¿Entiende lo que le digo? Quiero seguir en el caso, Anne. Quiero justicia.

– Por supuesto que le entiendo, maldita sea -el humor bailó en sus ojos oscuros y McLoughlin deseó abrazarla-. Puedo masticar chicle y caminar al mismo tiempo, ya sabe -dijo Anne. Se concentró profundamente-. Ahora recuerdo. Me estaba diciendo cómo tenía que vivir mi vida -le lanzó una mirada acusadora-. No tenía ningún derecho, McLoughlin. Mientras pueda vivir conmigo misma, eso es todo lo que importa.

McLoughlin le levantó las puntas de los dedos y se acarició los labios con ellos.

– Estoy aprendiendo. Déme tiempo. Dígame, ¿qué más recuerda?

– Corrí hasta llegar a casa -dijo, esforzándose en concentrarse-. Abrí la ventana, recuerdo eso. Y entonces -frunció el ceño-, oí algo, creo.

– ¿Dónde?

– No me acuerdo.

Parecía preocupada.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Anne.

– Alguien la golpeó en la cabeza.

Parecía aturdida.

– No me acuerdo.

– La encontré en su habitación.

Una mano pesada descendió sobre el hombro de McLoughlin y le hizo saltar.

– No tiene por qué estar haciéndole preguntas, sargento -dijo en tono malhumorado la hermana-. Llame al doctor Renfrew -dijo, dirigiéndose a una enfermera del pasillo-. Fuera -le dijo a McLoughlin.

Anne la miró con puro horror y se agarró a la mano de él.

– No se atreva a irse -susurró-. He visto su foto en World at War y no estaba luchando con los aliados.

McLoughlin se volvió y levantó las manos en señal de desvalida resignación.

– ¿Hay algo que debo recordar? -le preguntó Anne-. No quisiera confundir al inspector.

Los ojos de McLoughlin se ablandaron.

– No, señorita Cattrell. Sólo concéntrese en recuperarse y deje que yo me encargue de los recuerdos.

Anne pestañeó soñolienta.

– Lo haré.

El detective sargento Robinson iba detrás de un ascenso. Había ido diligentemente de puerta en puerta otra vez, buscando pistas para encontrar al agresor de Anne, pero era como hablar a la pared. Nadie había visto u oído nada aquella noche, excepto la ambulancia, y todos habían oído lo mismo. Se había tomado otra cerveza con Paddy Clarke, esta vez bajo los ojos pequeños, redondos y brillantes, como dos abalorios, de la señora Clarke. La había encontrado enormemente amedrentadora, más todavía desde la revelación de Anne de que había sido monja. Paddy le aseguró que habían buscado el mapa de los jardines, pero que no lo habían encontrado, y, con la señora Clarke respirando sobre su hombro, expresó su completa ignorancia acerca de Streech Grange y sus habitantes. En especial, no sabía nada en absoluto sobre Anne Cattrell. Nick Robinson no le presionó. Francamente, no creía que tuviera muchas posibilidades si el señor y la señora Clarke le agarraban entre los dos, y él, sin falsa vergüenza, les tenía mucho cariño a sus huevos.

Nada le impedía ir a casa ahora. En justicia, estaba fuera de servicio. En vez de eso, hizo girar el coche en dirección a la granja Bywater en busca de un tal Eddie Staines. Hasta entonces, la información de la señora Ledbetter había sido fructífera. No había ningún mal en volver a probarlo.

El granjero le señaló los cobertizos de las vacas donde Eddie estaba limpiando después del ordeño de la tarde. Encontró a Eddie apoyándose en un rastrillo y charlando despreocupadamente con una muchacha, cuyas mejillas parecían dos manzanas y que se reía inane y tontamente de todo lo que el joven decía. Se quedaron callados mientras Nick Robinson se acercaba y los miraba con curiosidad.

– ¿Señor Staines? -preguntó, sacando su tarjeta de identificación-. ¿Podríamos hablar de un asunto?

Eddie le guiñó el ojo a la chica.

– Claro -dijo-. ¿Qué tal de los cojones?

La muchacha se rió a carcajadas.

– ¡Oh, Eddie! ¡Eres tan divertido!

– Preferentemente en privado -prosiguió Robinson, tomando nota mentalmente de la respuesta de Eddie para su propio uso futuro.

– Lárgate, Suzie. Te veré más tarde en el pub.

La chica se fue de mala gana, arrastrando las botas por el barro del patio, mirando por encima del hombro con la esperanza de que la invitaran a regresar. Para Eddie, era claramente un caso de ojos que no ven, corazón que no siente.

– ¿Qué quiere? -preguntó, rastrillando paja y estiércol en un montón mientras hablaba. Llevaba una camiseta sin mangas que realzaba los músculos de sus hombros.

– ¿Ha oído hablar del asesinato en Grange?

– ¿Y quién no? -dijo Staines, sin interés.

– Me gustaría hacerle unas preguntas sobre eso.

Staines se apoyó en su rastrillo y miró al detective.

– Escuche, amigo, ya le he dicho a sus compañeros todo lo que sé y no sé nada. Soy un trabajador del campo, un proletario de la sal de la tierra. Las personas como yo no se mezclan con la gente de Grange.

– Nadie dijo que lo hiciera.

– Entonces, ¿qué sentido tiene hacerme preguntas?

– Estamos interesados en cualquiera que haya estado en los jardines de Grange en el último par de meses.

Staines reanudó su labor con el rastrillo.

– No soy culpable.

– Eso no es lo que he oído.

Los ojos del joven se entornaron.

– ¿Ah, sí? ¿Quién ha estado cotilleando?

– Es de conocimiento público que usted lleva a sus amigas allí arriba.

– ¿Está intentando acusarme de algo?

– No, pero hay una posibilidad de que haya visto u oído algo que nos pueda ayudar -le ofreció un cigarrillo al hombre.

Eddie aceptó el encendedor. Se quedó rumiando uno o dos minutos.

– Resulta que sí -dijo de modo sorprendente.

– Adelante.

– Parece ser que le han estado preguntando a mi hermana acerca de una mujer que lloraba una noche. Y que ya han ido un par de veces a preguntar.

– ¿Vive en las granjas de la carretera que conduce a East Deller?

– Así es. Maggie Trewin es mi hermana, vive en el número dos. Su marido trabaja en la granja Grange. Dice que querían saber qué noche esa mujer… -puso un énfasis burlón en la palabra «mujer»- estaba llorando.

Robinson asintió con la cabeza.

– Bueno, ahora -dijo Staines, echando perfectos anillos de humo por encima de su cabeza- puedo decírselo, pero quisiera tener la garantía de que mi cuñado nunca sabrá quién se lo dijo. Nada de comparecencias a juicio, nada de eso. Me despellejaría vivo si supiera que estuve ahí arriba y no desistiría hasta descubrir con quién estaba -negó con la cabeza malhumoradamente-. Eso vale más que mi vida. -La joven hermana de su cuñado era la niña de sus ojos.

– No le puedo garantizar que no haya comparecencias judiciales -dijo Robinson-. Si la acusación le notifica un mandato judicial, deberá asistir. Pero puede que eso no ocurra nunca. Puede ser que la mujer no tenga relación con el caso.

– ¿Usted cree? -dijo Staines con un bufido-. Yo no estoy tan seguro.

– Podría hacer que le interrogaran -dijo suavemente Robinson.

– No les llevaría a ninguna parte. No diré nada hasta que esté seguro de que Bob Trewin no lo descubrirá. Me mataría, sin duda alguna -flexionó sus músculos y continuó rastrillando.

Nick Robinson escribió su nombre y la dirección de la comisaría de policía en una hoja de su bloc de notas. La arrancó y se la dio a Staines.

– Escriba qué pasó y cuándo, y envíemelo sin firmar -sugirió-. Lo trataré como si fuera una información anónima. De esa manera, nadie sabrá de dónde proviene.

– Usted lo sabrá.

– Si no lo hace -le advirtió Robinson-, volveré y la próxima vez traeré al inspector. No se conformará con un no por respuesta.

– Me lo pensaré.

– Hágalo -echó a andar para marcharse-. ¿Supongo que no estaría allí hace tres noches?

Staines levantó un montón de estiércol hasta lo alto de la pila de paja.

– Supone bien.

– Atacaron a una de las mujeres.

– ¿Ah sí?

– ¿No se había enterado?

Staines se encogió de hombros.

– Tal vez -lanzó una mirada de soslayo al detective-. Una de sus amigas, seguro. Las zorras luchan como el demonio cuando se las provoca.

– ¿Así que no oyó ni vio nada esa noche?

Eddie le dio la espalda para atacar la esquina más lejana del cobertizo.

– Como acabo de decir, no estaba allí.

«¿Por qué no le creo?», se preguntó Robinson mientras caminaba con tiento y asco por el estiércol de vaca del patio. La muchacha de las mejillas como manzanas se rió tontamente cuando se cruzó con ella junto a la verja y luego, como una mariposa nocturna a una llama, se precipitó de vuelta a los cobertizos de las vacas y a los brazos de su mariposón.