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La Ciudad se preparaba para las Leneas, las fiestas invernales en honor a Dioniso.
Con el fin de adornar las calles, los servidores de los astínomos arrojaban cientos de flores a la Vía de las Panateneas, pero el violento paso de bestias y hombres terminaba convirtiendo el tornasolado mosaico en una pulpa de pétalos deshechos. Se organizaban concursos de canto y danza al aire libre, previamente anunciados en tablillas de mármol sobre el monumento a los Héroes Epónimos, si bien las voces de los cantantes no eran, generalmente, muy agradables de oír, y los bailarines, en gran medida, ejecutaban saltos torpes y furiosos, y desobedecían la instrucción de los oboes. Como los arcontes no estaban interesados en contrariar al pueblo, las diversiones callejeras, aunque mal vistas, no habían sido prohibidas, y adolescentes de distintos demos competían entre sí con pésimas representaciones teatrales y se formaban corros en cualquier plaza para contemplar violentas pantomimas sobre los antiguos mitos realizadas por aficionados. El teatro Dioniso Eleútero abría sus puertas a autores nuevos y consagrados, en particular de comedias -las grandes tragedias se reservaban para las Fiestas Dionisiacas-, tan repletas de brutales obscenidades que, por regla general, sólo los hombres acudían a verlas. En todas partes, pero sobre todo en el ágora y el Cerámico Interior, y desde la mañana hasta la noche, se aglomeraban los ruidos, los gritos, las carcajadas, los odres de vino y el público.
Como la Ciudad presumía de ser liberal, para distinguirse de los pueblos bárbaros y aun de otras ciudades griegas, los esclavos también tenían sus fiestas, aunque mucho más modestas y solitarias: comían y bebían mejor que el resto del año, organizaban bailes y, en las casas más nobles, a veces se les permitía asistir al teatro, donde podían contemplarse a sí mismos en forma de actores enmascarados que, haciendo de esclavos, se burlaban del pueblo con torpes chanzas.
Pero la actividad preferente de los festejos era la religión, y las procesiones mantenían siempre el doble componente místico y salvaje de Dioniso Baco: las sacerdotisas enarbolaban por las calles brutales falos de madera, las bailarinas ejecutaban danzas desenfrenadas que imitaban el delirio religioso de las ménades o bacantes -las mujeres enloquecidas en las que todos los atenienses creían pero que ninguno, en realidad, había visto- y las máscaras simulaban la triple transformación del dios -en Serpiente, León y Toro-, imitada con gestos a veces muy obscenos por los hombres que las portaban.
Elevada por encima de toda aquella estridente violencia, la Acrópolis, la Ciudad Alta, permanecía silenciosa y virgen. [21]
Aquella mañana -un día soleado y frío-, un grupo de burdos artistas tebanos obtuvo permiso para divertir a la gente frente al edificio de la Stoa Poikile. Uno de ellos, bastante viejo, manejaba varias dagas a la vez, aunque se equivocaba con frecuencia y los cuchillos caían al suelo rebotando entre violentos chasquidos metálicos; otro, enorme y casi desnudo, deglutía el fuego de dos antorchas y lo expulsaba brutalmente por la nariz; los demás hacían música en maltrechos instrumentos beocios. Después de la actuación preliminar, se enmascararon para representar una farsa poética sobre Teseo y el Minotauro: este último, interpretado por el gigantesco tragafuegos, inclinaba la cabeza en ademán de embestir a alguien con sus cuernos, y amenazaba así, en broma, a los espectadores reunidos alrededor de las columnas de la Stoa. De improviso, el legendario monstruo extrajo de una alforja un yelmo roto y lo colocó ostensiblemente sobre su testa. Todos los presentes lo reconocieron: se trataba de un yelmo de hoplita espartano. En ese instante, el viejo de las dagas, que fingía ser Teseo, se abalanzó sobre la fiera y la derribó a golpes: era una simple parodia, pero el público comprendió perfectamente el significado. Alguien gritó: «¡Libertad para Tebas!», y los actores corearon salvajemente el grito mientras el viejo se erguía triunfal sobre la bestia enmascarada. Se desató una breve confusión entre la cada vez más inquieta muchedumbre, y los actores, temerosos de los soldados, interrumpieron la pantomima. Pero los ánimos ya estaban exaltados: se cantaron consignas contra Esparta, alguien presagió la inmediata liberación de la ciudad de Tebas, que sufría bajo el yugo espartano desde hacía años, y otros invocaron el nombre del general Pelópidas -que se suponía exiliado en Atenas tras la caída de Tebas- llamándolo «Liberador». Se formó un violento tumulto en el que imperaban, por igual, el viejo rencor hacia Esparta y la divertida confusión del vino y de las fiestas. Intervinieron algunos soldados, pero, al comprobar que los gritos no iban contra Atenas sino contra Esparta, se mostraron remisos a la hora de imponer el orden.
Durante todo aquel violento barullo, un solo hombre permaneció inmóvil e indiferente, ajeno incluso al vocerío de la muchedumbre: era alto y enjuto y vestía un modesto manto gris sobre la túnica; debido a su tez pálida y a su brillante calvicie, más bien parecía una estatua polícroma que adornara el vestíbulo de la Stoa. Otro hombre, obeso y de baja estatura -de aspecto completamente opuesto al anterior-, de grueso cuello rematado por una cabeza que se afilaba en la coronilla, se acercó con tranquilos pasos al primero. El saludo fue breve, como si ambos esperasen aquel encuentro, y, mientras la muchedumbre se dispersaba y los gritos -insultos soeces ahora- iban amainando, los dos hombres se dirigieron calle abajo por una de las estrechas salidas del ágora.
– La plebe, furiosa, insulta a los espartanos en honor a Dioniso -dijo Diágoras, despectivo, acomodando torpemente su impetuosa forma de andar a los pesados pasos de Heracles-. Confunden la borrachera con la libertad, el festejo con la política. ¿Qué nos importa en realidad el destino de Tebas, o de cualquier otra ciudad, si hemos demostrado que nos trae sin cuidado la propia Atenas?
Heracles Póntor, que, como buen ateniense, solía participar en los violentos debates de la Asamblea y era un modesto amante de la política, dijo:
– Sangramos por la herida, Diágoras. En realidad, nuestro deseo de que Tebas se libere del yugo espartano demuestra que Atenas nos importa mucho. Hemos sido derrotados, sí, pero no perdonamos las afrentas.
– ¿Y a qué se debió la derrota? ¡A nuestro absurdo sistema democrático! Si nos hubiéramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseeríamos un imperio…
– Prefiero una pequeña asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme -dijo Heracles, y de repente lamentó no disponer de ningún escriba a mano, pues le parecía que la frase le había quedado muy bien.
– ¿Y por qué tendrías que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrías hablar, y si no, ¿por qué no dedicarte primero a estar entre los mejores?
– Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar.
– Pero no se trata de lo que tú quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ¿A quién dejarías el gobierno de un barco, por ejemplo? ¿A la mayoría de los marineros o a aquel que más conociera el arte de la navegación?
– A este último, desde luego -dijo Heracles. Y añadió, tras una pausa-: Pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesía.
– ¡Hablar! ¡Hablar! -se exasperó Diágoras-. ¿De qué te sirve a ti el privilegio de hablar, si apenas lo pones en práctica?
– Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y déjame que ponga en práctica este privilegio, Diágoras, y zanje aquí nuestra conversación, pues lo que menos soporto en este mundo es la pérdida de tiempo, y aunque no sé muy bien lo que significa perder el tiempo, discutir de política con un filósofo es lo que más me lo recuerda. ¿Recibiste mi mensaje sin problemas?
– Sí, y debo decirte que esta mañana Antiso y Eunío no tienen clase en la Academia, así que los encontraremos en el gimnasio de Colonos. Pero, por Zeus, pensé que vendrías más temprano. Llevo aguardándote en la Stoa desde que se abrieron los mercados, y ya es casi mediodía.
– En realidad, me levanté con el alba, pero hasta ahora no había dispuesto de tiempo para acudir a la cita: he estado haciendo algunas averiguaciones.
– ¿Para mi trabajo? -se animó Diágoras.
– No, para el mío -Heracles se detuvo ante un puesto ambulante de higos dulces-. Recuerda, Diágoras, que el trabajo es mío aunque el dinero sea tuyo. No estoy investigando el origen del supuesto miedo de tu discípulo sino el enigma que creí advertir en su cadáver. ¿A cuánto están los higos?
El filósofo resopló, impaciente, mientras el Descifrador rellenaba la pequeña alforja que colgaba de su hombro, sobre el manto de lino. Reanudaron el camino por la calle en pendiente.
– ¿Y qué has averiguado? ¿Puedes contármelo?
– La verdad, poca cosa -confesó Heracles-. En una de las tablillas del monumento a los Héroes Epónimos se anuncia que la Asamblea decidió ayer organizar una batida de caza para exterminar a los lobos del Licabeto. ¿Lo sabías?
– No, pero me parece justo. Lo triste es que haya sido necesaria la muerte de Trámaco para llegar a esto.
Heracles asintió.
– También he visto la lista de nuevos soldados. Al parecer, Antiso va a ser reclutado de inmediato…
– Así es -afirmó Diágoras-. Acaba de cumplir la edad de la efebía. Por cierto, si no caminamos más deprisa se marcharán del gimnasio antes de que lleguemos…
Heracles volvió a asentir, pero mantuvo el mismo ritmo parsimonioso y torpe de sus pasos.
– Y nadie vio a Trámaco salir a cazar esa mañana -dijo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me han dejado consultar los registros de las Puertas Acarnea y Filé, las dos salidas que conducen al Licabeto. ¡Rindamos un pequeño homenaje a la democracia, Diágoras! Tal es nuestro afán por recabar datos para poder discutir en la Asamblea, que apuntamos incluso el nombre y la clase de aquellos que entran y salen diariamente de la Ciudad transportando cosas. Son largas listas en las que encuentras algo parecido a: «Menacles, mercader meteco, y cuatro esclavos. Odres de vino». De esta forma creemos controlar mejor nuestro comercio. Y las redes de caza y otros implementos de esta actividad son anotados escrupulosamente. Pero el nombre de Trámaco no venía, y esa mañana nadie salió de la Ciudad llevando redes.
– Puede que no las llevara -sugirió Diágoras-. Quizá sólo pretendía cazar pájaros.
– A su madre le dijo, sin embargo, que iba a tender trampas para las liebres. Al menos, así me lo refirió ella. Y me pregunto: si deseaba cazar liebres, ¿no era más lógico hacerse acompañar por un esclavo que vigilara las trampas o azuzara a las presas? ¿Por qué se marchó solo?
– ¿Qué supones entonces? ¿Que no se marchó a cazar? ¿Que alguien lo acompañaba?
– A estas horas de la mañana no acostumbro a suponer nada.
El gimnasio de Colonos era un edificio de amplio pórtico al sur del ágora. Inscripciones con los nombres de célebres atletas olímpicos, así como pequeñas estatuas de Hermes, adornaban sus dos puertas. En el interior, el sol se despeñaba con fogosa violencia sobre la palestra, un rectángulo de tierra removida con pico, sin techo, dedicado a las luchas pancratistas. Un denso aroma a cuerpos aglomerados y a ungüentos de masaje suplantaba el aire. El lugar, pese a ser amplio, se hallaba atestado: adolescentes mayores, vestidos o desnudos; niños en pleno aprendizaje; paidotribas con el manto púrpura y el bastón de horquilla instruyendo a sus pupilos… Una feroz batahola impedía cualquier conversación. Más allá, tras un porche de piedra, se hallaban las habitaciones interiores, techadas, que incluían los vestuarios, las duchas y las salas de ungüentos y masajes.
Dos luchadores se enfrentaban en aquel momento sobre la palestra: sus cuerpos, desnudos por completo y brillantes de sudor, se apoyaban el uno en el otro como si pretendieran embestirse con las cabezas; los brazos ejecutaban nudos musculares en el cuello del oponente; era posible percibir, pese al estruendo de la multitud, los mugidores bramidos que proferían, debido al prolongado esfuerzo; blancas hilazas de saliva pendían de sus bocas como extraños adornos bárbaros; la lucha era brutal, despiadada, irrevocable.
Nada más entrar en el recinto, Diágoras tiró del manto de Heracles Póntor.
– ¡Allí está! -dijo en voz alta, y señaló un área entre la muchedumbre.
– Oh, por Apolo… -murmuró Heracles.
Diágoras percibió su asombro.
– ¿Exageré al describirte la belleza de Antiso? -dijo.
– No es la belleza de tu discípulo lo que me ha sorprendido, sino el viejo que charla con él. Lo conozco.
Decidieron que la entrevista tendría lugar en los vestuarios. Heracles detuvo a Diágoras, que ya se dirigía impetuosamente al encuentro de Antiso, para entregarle un trozo de papiro.
– Aquí están las preguntas que has de hacerles. Es conveniente que hables tú, pues eso me permitirá estudiar mejor sus respuestas.
Mientras Diágoras leía, un violento estrépito de los espectadores les hizo mirar hacia la palestra: uno de los pancratistas había lanzado un salvaje cabezazo hacia el rostro de su adversario. Hubiera podido afirmarse que el sonido se escuchó en todo el gimnasio: como un haz de juncos quebrados al mismo tiempo por la impetuosa pezuña de un enorme animal. El luchador trastabilló y a punto estuvo de caer, aunque no parecía afectado por el impacto sino, más bien, por la sorpresa: ni siquiera se llevó las manos al deformado semblante -exangüe al principio, roturado por el destrozo después, como un muro deshecho a cornadas por una bestia enloquecida-, sino que retrocedió con los ojos muy abiertos y fijos en su oponente, como si éste le hubiera gastado una broma inesperada, mientras, bajo sus párpados inferiores, la bien apuntalada armazón de sus facciones se desmoronaba sin ruido y una espesa línea de sangre se desprendía de sus labios y sus grandes fosas nasales Aun así, no cayó. El público lo azuzó con insultos para que contraatacara.
Diágoras saludó a su discípulo y le dijo unas palabras al oído. Mientras ambos se dirigían al vestuario, el viejo que había estado hablando con Antiso, de cuerpo renegrido y arrugado como una enorme quemadura, dilató los ónices de sus ojos al advertir la presencia del Descifrador.
– ¡Por Zeus y Apolo Délfico, tú aquí, Heracles Póntor! -chilló con una voz que parecía haber sido arrastrada violentamente por la superficie de un terreno áspero-. ¡Hagamos libaciones en honor a Dioniso Bromion, pues Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, ha decidido visitar un gimnasio!…
– De vez en cuando es útil cultivar el ejercicio -Heracles aceptó de buen grado su violento abrazo: conocía a aquel anciano esclavo tracio desde hacía mucho tiempo, pues lo había visto desempeñar varios oficios en la casa familiar, y lo trataba como a un hombre libre-. Te saludo, oh Eumarco, y me alegra comprobar que tu vejez sigue tan joven como siempre.
– ¡Y dilo otra vez! -no le resultaba difícil al anciano hacerse oír por encima del furioso estrépito del lugar-. Zeus agranda mi edad y achica mi cuerpo. En ti, según veo, ambas cosas van parejas…
– Por lo pronto, mi cabeza no cambia de tamaño -ambos rieron. Heracles se volvió para mirar a su alrededor-. ¿Y el compañero que venía conmigo?
– Allí, junto a mi alumno -Eumarco señaló un espacio entre la multitud con un dedo de larga y retorcida uña semejante a un cuerno.
– ¿Tu alumno? ¿Acaso eres el pedagogo de Antiso?
– ¡Lo fui! ¡Y que las Benefactoras me recojan si vuelvo a serlo! -Eumarco hizo un gesto apotropaico con las manos para alejar la mala suerte que atraía mencionar a las Erinias.
– Pareces enfadado con él.
– ¿No es para estarlo? ¡Acaba de ser reclutado, y el muy testarudo ha decidido de repente que quiere custodiar los templos del Ática, lejos de Atenas! Su padre, el noble Praxínoe, me ha pedido que intente hacerle cambiar de opinión…
– Bueno, Eumarco, un efebo debe servir a la Ciudad donde más falta haga…
– ¡Oh, por la égida de Atenea ojizarca, Heracles, no bromees con mis canas! -chilló Eumarco-. ¡Aún puedo cornear tu barriga de odre con mi callosa cabeza! ¿Donde más falta haga?… ¡Por Zeus Cronida, su padre es prítano de la Asamblea este año! ¡Antiso podría elegir el destino más cómodo de todos!
– ¿Y cuándo ha tomado tu pupilo tal decisión?
– ¡Hace unos días! Estoy aquí, precisamente, para intentar convencerle de que se lo piense mejor.
– Hoy los tiempos dictan otros gustos, Eumarco. ¿Quién querría servir a Atenas dentro de Atenas? La juventud busca nuevas experiencias…
– Si no te conociera como te conozco -apostilló el viejo meneando la cabeza-, pensaría: «Habla en serio».
Se habían abierto paso entre el gentío hasta llegar a la entrada de los vestuarios. Riéndose, Heracles dijo:
– ¡Me has devuelto el buen humor, Eumarco! -depositó un puñado de óbolos en la agrietada mano del esclavo pedagogo-. Aguárdame aquí mismo. No tardaré. Quisiera emplearte en algún pequeño servicio.
– Te aguardaré con la paciencia con que el Barquero del Estigia espera la llegada de una nueva alma -afirmó Eumarco, alegre por el inesperado regalo.
Diágoras y Heracles permanecieron de pie en la reducida habitación del vestuario mientras Antiso se sentaba sobre una mesa de baja altura y cruzaba los tobillos.
Diágoras no habló enseguida: antes se deleitó en silencio con la asombrosa belleza de aquel rostro perfecto, dibujado con economía de trazos y orlado de bucles rubios dispuestos en un gracioso peinado de moda. Antiso vestía tan sólo una clámide negra, señal de su efebía reciente, pero la usaba con cierto descuido o cierta torpeza, como si aún no se hubiera acostumbrado a ella; por entre las aberturas irregulares de la prenda irrumpía con suave violencia la blancura intacta de su piel. Movía los pies descalzos en furioso vaivén, desmintiendo con este gesto infantil su flamante mayoría de edad.
– Mientras aguardamos a que venga Eunío, charlaremos un poco tú y yo -dijo Diágoras, y señaló a Heracles-. Es un amigo. Puedes hablar con toda confianza en su presencia -Heracles y Antiso se saludaron con un breve movimiento de cabeza-. ¿Recuerdas, Antiso, aquellas preguntas que te hice sobre Trámaco, y cómo Lisilo me habló de la bailarina hetaira que se relacionaba con él? Yo desconocía la existencia de esa mujer. He pensado que puede haber otras cosas que desconozca…
– ¿Qué cosas, maestro?
– Todo. Todo lo que sepas sobre Trámaco. Sus aficiones… Qué le agradaba hacer cuando salía de la Academia… La preocupación que advertí en su semblante durante los últimos días me inquieta un poco, y quisiera, por todos los medios, conocer su origen para impedir que se extienda a otros alumnos.
– No se relacionaba mucho con nosotros, maestro -respondió Antiso dulcemente-. Pero, en cuanto a sus costumbres, puedo aseguraros que eran honestas…
– ¿Quién lo duda? -se apresuró a decir Diágoras-. Conozco bien la hermosa nobleza de mis discípulos, hijo. Tanto más me sorprendió, por ello, la información de Lisilo. Sin embargo, todos la confirmasteis. Y como Eunío y tú erais sus mejores amigos, no puedo creer que no sepáis otras cosas que, bien por pudor, bien por bondad de carácter, no os habéis atrevido aún a confesarme…
Un salvaje estrépito, como de objetos rotos, rellenó el silencio: era evidente que la lucha de los pancratistas se recrudecía. Las paredes parecían latir ante el paso de alguna bestia desmesurada. Retornó la calma y, en exacta coincidencia, Eunío penetró en la habitación.
Diágoras los comparó de inmediato. No era la primera vez que lo hacía, pues gozaba estudiando los detalles de las distintas bellezas de sus discípulos. Eunío, de pelo color carbón ensortijado, era más niño que Antiso, y, al mismo tiempo, más varonil. Su rostro parecía una fruta sana y colorada, y su cuerpo, robusto, de piel lechosa, había madurado como el de un hombre. En cuanto a Antiso, con ser mayor, poseía una figura más grácil y ambigua envuelta en una piel tersa y rosácea, sin rastro de vello; pero Diágoras creía que ni siquiera Ganímedes, el copero de los dioses, hubiera podido competir con la belleza de su semblante, a veces un poco malicioso, sobre todo al sonreír, pero hermoso hasta el escalofrío cuando el muchacho adoptaba una expresión de repentina seriedad, lo que tenía por costumbre hacer mientras escuchaba a alguien con respeto. Aquellos contrastes físicos se reflejaban en los temperamentos, aunque de modo opuesto: Eunío era muy tímido e infantil, mientras que Antiso, dotado de un aura de bella jovencita, poseía en cambio el carácter enérgico del auténtico líder.
– ¿Me llamabais, maestro? -susurró Eunío nada más abrir la puerta.
– Pasa, te lo ruego. También deseo hablar contigo.
Eunío comentó, con increíble rubor, que el paidotriba lo había llamado para unos ejercicios, y que tenía que desvestirse y marcharse pronto.
– No tardaremos, hijo, te lo aseguro -dijo Diágoras.
Lo puso rápidamente en antecedentes y repitió su petición. Hubo una pausa. El balanceo de los sonrosados pies de Antiso acreció su ritmo.
– No sabemos mucho más sobre la vida de Trámaco, maestro -dijo este último, siempre dulce, aunque resultaba evidente la antítesis entre su lozana firmeza y el ruboroso apocamiento de Eunío-. Conocíamos los rumores sobre su relación con esa hetaira, pero en el fondo no creíamos que fueran ciertos. Trámaco era noble y virtuoso -«Lo sé», asintió Diágoras, al tiempo que Antiso proseguía-: Casi nunca se reunía con nosotros después de sus lecciones en la Academia, ya que tenía que cumplir deberes religiosos. Su familia es devota de los Sagrados Misterios…
– Comprendo -Diágoras no le dio mayor importancia a aquella información: muchas familias nobles de Atenas profesaban la fe de los Misterios de Eleusis-. Pero yo me refiero a las compañías que frecuentaba… No sé… Quizás otros amigos…
Antiso y Eunío se miraron entre sí. Eunío había comenzado a despojarse de su túnica.
– No sabemos, maestro.
– No sabemos.
De improviso, el gimnasio entero pareció temblar. Las paredes resonaron como si fueran a resquebrajarse. Una multitud enfervorizada aullaba en el exterior, animando a los luchadores, cuyos mugidos, enloquecidos, eran ahora claramente audibles.
– Una cosa más, hijos… Me sorprende que Trámaco, hallándose tan preocupado, decidiera de buenas a primeras salir a cazar en solitario… ¿Era ésa su costumbre?
– Lo ignoro, maestro -dijo Antiso.
– ¿Qué opinas tú, Eunío?
Algunos objetos de la habitación cayeron al suelo debido a la creciente vibración: la ropa colgada de las paredes, una pequeña lámpara de aceite, las fichas de inscripción para los sorteos de competiciones… [22]
– Yo creo que sí -murmuró Eunío. El rubor teñía sus mejillas.
Las fuertes, cuadrúpedas pisadas, se aproximaban cada vez más.
Una estatuilla de Poseidón se tambaleó en la repisa de la pared y cayó al suelo haciéndose añicos.
La puerta del vestuario retumbó con un ruido espantoso. [23]
– Oh, buen Eunío, ¿recuerdas acaso ocasiones parecidas? -inquirió Diágoras con suavidad.
– Sí, maestro. Al menos dos.
– Así pues, ¿Trámaco acostumbraba a cazar en solitario? Quiero decir, hijo, ¿era una decisión normal en él, aunque le preocupara cualquier otro asunto?
– Sí, maestro.
Una terrible embestida combó la puerta. Se escuchaban arpaduras de pezuñas, bufidos, el poderoso eco de una enorme presencia exterior.
Eunío, completamente desnudo -salvo la cinta perfecta que albergaba sus cabellos negros-, extendía con calma sobre sus muslos un ungüento color tierra.
Diágoras, tras una pausa, recordó la última pregunta que debía hacer:
– Fuiste tú, Eunío, quien me dijo aquel día que Trámaco no asistiría a las clases porque había ido a cazar, ¿no es cierto, hijo?
– Creo que sí, maestro.
La puerta soportó un nuevo embate. Saltaron miríadas de astillas sobre el manto de Heracles Póntor. Se oyó un mugido de rabia.
– ¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él mismo? -Eunío asintió-. ¿Y cuándo? Quiero decir: tengo entendido que partió de madrugada, pero la tarde anterior había estado hablando conmigo y nada me reveló sobre su intención de marcharse a cazar. ¿Cuándo te lo dijo?
Eunío no respondió enseguida. El pequeño hueso de su nuez embistió su torneado cuello.
– Esa… misma… noche, creo, maestro…
– ¿Lo viste esa misma noche? -Diágoras enarcó las cejas-. ¿Solías reunirte con él por las noches?
– No… Me parece que… fue antes.
– Comprendo.
Hubo un breve silencio. Eunío, descalzo y desnudo, con la doble piel del ungüento brillando en sus muslos y hombros, colgó cuidadosamente la túnica del gancho que llevaba su nombre. Sobre una repisa instalada encima del gancho se hallaban algunos objetos personales: un par de sandalias, alabastros de ungüentos, un rascador de bronce para cepillarse tras los ejercicios y una pequeña jaula de madera con un diminuto pájaro en su interior; el pájaro agitó las alas con violencia.
– El paidotriba me espera, maestro… -dijo entonces.
– Claro, hijo -sonrió Diágoras-. Nosotros también nos vamos.
Obviamente incómodo, el desnudo adolescente dirigió una mirada de reojo a Heracles y volvió a disculparse. Pasó por entre los dos hombres, abrió la puerta -que, casi destrozada, se desprendió de sus goznes- y salió de la habitación. [24]
Diágoras se volvió hacia Heracles esperando cualquier señal que le indicara que ya podían marcharse, pero el Descifrador observaba a Antiso sonriendo:
– Dime, Antiso, ¿qué es lo que te da tanto miedo?
– ¿Miedo, señor?
Heracles, que parecía muy divertido, extrajo un higo de la alforja.
– ¿Cuál es el motivo, si no, de haber elegido servir en el ejército lejos de Atenas? Desde luego, si yo sintiese el mismo miedo que tú, también intentaría huir. Y lo haría con una excusa tan plausible como la tuya, para que, en lugar de cobarde, me considerasen justo lo opuesto.
– ¿Me llamáis cobarde, señor?
– En modo alguno. No te llamaré ni cobarde ni valiente hasta que no conozca la razón exacta de tu miedo. El valor se diferencia de la cobardía únicamente en el origen de sus temores: quizá la causa del tuyo sea de tan espantosa naturaleza que cualquiera en su sano juicio elegiría huir de la Ciudad lo antes posible.
– Yo no huyo de nada -replicó Antiso acentuando las palabras, aunque siempre en tono suave y respetuoso-. Llevaba largo tiempo deseando custodiar los templos del Ática, señor.
– Mi querido Antiso -dijo Heracles plácidamente-, acepto tu miedo pero no tus mentiras. Ni por un momento se te ocurra ofender mi inteligencia. Has tomado esa decisión hace pocos días, y teniendo en cuenta que tu padre le ha pedido a tu antiguo pedagogo que te haga cambiar de opinión, pudiendo él mismo haberse ocupado de tal menester, ¿no quiere eso decir que tu decisión le ha cogido completamente por sorpresa, que se encuentra abrumado por lo que considera un violento e inexplicable cambio en tu actitud y que, sin saber a qué achacarlo, ha acudido al único que, aparte de tu familia, cree conocerte bien? Me pregunto, por Zeus, a qué se ha debido este cambio tan brutal. ¿Quizá la muerte de tu amigo Trámaco ha influido en algo? -y sin transición, con absoluta indiferencia, mientras se frotaba los dedos con los que había sostenido el higo, añadió-: Oh, disculpa, ¿dónde podría limpiarme?
Ajeno por completo al silencio que lo rodeaba, Heracles escogió un paño cercano a la repisa de Eunío.
– ¿Acaso mi padre ha requerido también de vuestra ayuda para hacerme recapacitar? -en las suaves palabras del adolescente Diágoras advirtió que el respeto (a semejanza de una res acorralada que, por miedo, abandona su eterna obediencia y embiste con violencia a sus amos) comenzaba a transformarse en cólera.
– Oh, buen Antiso, no te enojes… -balbució, fulminando a Heracles con la mirada-. Mi amigo es un poco exagerado… No debes preocuparte, pues has cumplido la mayoría de edad, hijo, y tus decisiones, aun siendo incorrectas, merecen siempre la mejor consideración… -y, acercándose a Heracles, en voz baja-: ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?
Se despidieron de Antiso con rapidez. La discusión se inició antes de salir del edificio.
– ¡Es mi dinero! -exclamó Diágoras, irritado-. ¿Lo has olvidado?
– Pero se trata de mi trabajo, Diágoras. No olvides eso tampoco.
– ¿Qué me importa a mí tu trabajo? ¿Puedes explicarme a qué ha venido esa salida de tono? -Diágoras se enfadaba cada vez más. Su calva cabeza se hallaba enrojecida por completo. Inclinaba mucho la frente, como si estuviera preparándose para embestir a Heracles-. ¡Has ofendido a Antiso!
– He disparado una flecha a ciegas y he dado en la diana -dijo el Descifrador con absoluta calma.
Diágoras lo detuvo, tirando con violencia de su manto.
– Voy a decirte algo. No me importa si consideras a las personas únicamente como papiros escritos donde leer y resolver complicados acertijos. No te pago para que ofendas, en mi nombre, a uno de mis mejores discípulos, un efebo que lleva la palabra «Virtud» escrita en cada uno de sus hermosos rasgos… ¡No apruebo tus métodos, Heracles Póntor!
– Me temo que yo tampoco los tuyos, Diágoras de Medonte. Parecía que, en vez de interrogarlos, estabas componiendo un ditirambo en honor de los dos muchachos, y todo porque te parecen muy bellos. Creo que confundes la Belleza con la Verdad…
– ¡La Belleza es una parte de la Verdad!
– Oh -dijo Heracles, e hizo un gesto con la mano indicando que no quería iniciar en aquel momento una conversación filosófica, pero Diágoras volvió a tirar de su manto.
– ¡Escúchame! Tú eres tan sólo un miserable Descifrador de Enigmas. Te limitas a observar las cosas materiales, juzgarlas y concluir: esto ocurrió de este modo o de este otro, por tal o cual motivo. Pero no llegas, ni llegarás nunca, a la Verdad en sí. No la has contemplado, no te has saciado con su visión absoluta. Tu arte consiste únicamente en descubrir las sombras de esa Verdad. Antiso y Eunío no son criaturas perfectas, como tampoco lo era Trámaco, pero yo conozco el interior de sus almas, y puedo asegurarte que en ellas brilla una porción nada desdeñable de la Idea de Virtud… y ese brillo despunta en sus miradas, en sus hermosos rasgos, en sus armónicos cuerpos. Nada en este mundo, Heracles, puede resplandecer tanto como ellos sin poseer, al menos, un poco de la dorada riqueza que sólo otorga la Virtud en sí -se detuvo, como avergonzado del arrebato de sus propias palabras. Sus ojos pestañearon varias veces en un semblante completamente enrojecido. Entonces, más calmado, agregó-: No ofendas a la Verdad con tu inteligencia, Heracles Póntor.
Alguien carraspeó en algún lugar de la destrozada y vacía palestra, cubierta de escombros: [25] era Eumarco. Diágoras se apartó de Heracles, dirigiéndose impetuosamente a la salida.
– Te espero fuera -dijo.
– Por Zeus Tonante, que jamás había visto discutir así a dos personas, salvo a los maridos con las mujeres -comentó Eumarco cuando el filósofo se marchó. A través de la hoz negra de su sonrisa se observaba la obstinada persistencia de un diente, curvo como un pequeño cuerno.
– Y no te sorprenda, Eumarco, si mi amigo y yo terminamos casándonos -repuso Heracles, divertido-: Somos tan diferentes que me parece que lo único que nos une es el amor -ambos compartieron, de buen grado, una breve carcajada-. Y ahora, Eumarco, si no te molesta, vamos a dar un pequeño paseo mientras te cuento la razón de haberte hecho esperar…
Caminaron por el interior del gimnasio, sembrado de las ruinas de la destrucción reciente: veíanse, aquí y allá, paredes agrietadas por embestidas violentas, muebles arrasados que se mezclaban con jabalinas y discóbolos, arenas holladas por pisadas colosales, baldosas cubiertas por la piel desprendida de los muros en forma de enormes flores de piedra caliza del color de los lirios. Sepultados bajo los escombros yacían los pedazos de una vasija rota: uno de ellos mostraba el dibujo de las manos de una muchacha, los brazos alzados, las palmas hacia arriba, como reclamando ayuda o intentando advertir a alguien de un inminente peligro. Una nube moteada de polvo se retorcía en el aire. [26]
– Ah, Eumarco -dijo Heracles cuando terminaron de hablar-, ¿cómo te pagaría este favor?
– Pagándomelo -replicó el viejo. Volvieron a reír.
– Una cosa más, buen Eumarco. He podido observar que en la repisa de Eunío, el amigo de tu pupilo, hay una pequeña jaula con un pájaro. Se trata de un gorrión, el típico regalo de un amante a su amado. ¿Sabes quién es el amante de Eunío?
– ¡Por Febo Apolo que de Eunío no sé nada, Heracles, pero Antiso posee un regalo idéntico, y puedo decirte quién se lo hizo: Menecmo, el escultor poeta, que anda loco por él! -Eumarco tiró del manto de Heracles y bajó la voz-. Esto me lo contó Antiso hace tiempo, y me hizo jurar por los dioses que no se lo diría a nadie…
Heracles meditó un instante.
– Menecmo… Sí, la última vez que vi a ese estrafalario artista fue en el funeral de Trámaco, y recuerdo que su presencia me sorprendió. Así que Menecmo le regaló a Antiso un pequeño gorrión…
– ¿Y te extraña? -chilló el viejo con su voz rasposa-. ¡Por los ojos zarcos de Atenea, que ese bello Alcibíades de pelo dorado recibiría de mi parte un nido completo, aunque debido a mi condición de esclavo y a mi edad, de nada me sirviera regalárselo!
– Bien, Eumarco -Heracles parecía de repente mucho más feliz-, ahora debo marcharme. Pero haz lo que te he dicho…
– Si sigues pagándome como hasta ahora, Heracles Póntor, tu orden será como decirle al sol: «Sal todos los días».
Dieron un rodeo para no tener que regresar por el ágora, que a esas horas de la tarde estaría abarrotada debido a las fiestas Leneas, pero aun así la aglomeración de los juegos públicos, los obstáculos de las farsas improvisadas, el laberinto de la diversión y la lenta violencia de la multitud que les embestía dificultaron su marcha. No hablaron durante el camino, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Al fin, cuando llegaron al barrio de Escambónidai, donde Heracles vivía, éste dijo:
– Acepta mi hospitalidad por una noche, Diágoras. Mi esclava Pónsica no cocina excesivamente mal, y una cena tranquila al final del día es la mejor manera de recobrar fuerzas para el siguiente.
El filósofo aceptó la invitación. Cuando penetraban en el oscuro jardín de la casa de Heracles, Diágoras dijo:
– Quería pedirte excusas. Creo que pude haber mostrado mi desacuerdo en el gimnasio de manera mucho más discreta. Lamento haberte herido con ofensas innecesarias…
– Eres mi cliente y me pagas, Diágoras -replicó Heracles con la misma calma de siempre-: Todos los problemas que tengo contigo los considero dentro del negocio. En cuanto a tus excusas, las asumo como un rasgo de amistad. Pero también son innecesarias.
Mientras avanzaban por el jardín, Diágoras pensó: «Qué hombre tan frío. Nada parece rozar su alma. ¿Cómo puede llegar a descubrir la Verdad alguien a quien la Belleza no le importa y la Pasión, ni siquiera de vez en cuando, le arrebata?».
Mientras avanzaban por el jardín, Heracles pensó: «Aún no he determinado con exactitud si este hombre es tan sólo un idealista o si además es idiota. En cualquier caso, ¿cómo puede presumir de haber descubierto la Verdad, si todo cuanto sucede a su alrededor se le pasa desapercibido?». [27]
De repente, la puerta de la casa se abrió con violenta embestida y apareció la oscura silueta de Pónsica. Su máscara sin rasgos permanecía inexpresiva, pero sus delgados brazos se movían con ímpetu inusual frente a su amo.
– ¿Qué ocurre?… Un visitante… -descifró Heracles-. Cálmate… ya sabes que no puedo leerte bien cuando estás nerviosa… Comienza de nuevo… -entonces se escuchó un desagradable bufido proveniente de la oscuridad de la casa; enseguida, ladridos agudísimos-. ¿Qué es eso? -Pónsica movía las manos frenéticamente-. ¿El visitante?… ¿Me visita un perro?… Ah, un hombre con un perro… Pero ¿por qué lo has dejado pasar en mi ausencia?
– Tu esclava no ha tenido la culpa -bramó desde la casa una voz potente con extraño acento-. Pero si deseas castigarla, dímelo y me marcharé.
– Esa voz… -murmuró Heracles-. ¡Por Zeus y Atenea Portaégida…!
El hombre, inmenso, surgió con ímpetu del umbral. No podía saberse si sonreía, pues su barba era muy espesa. Un perro pequeño, aunque espantoso y de cabeza deforme, apareció ladrando a sus pies.
– Quizá no reconozcas mi rostro, Heracles -dijo el hombre-, pero supongo que no has olvidado mi mano derecha…
Alzó la mano con la palma abierta: un poco por encima de la muñeca se retorcía la piel, horadada por un violento nudo de cicatrices, como el lomo de un viejo animal.
– Oh, por los dioses… -susurró Heracles.
Los dos hombres se saludaron con efusión. Un instante después, el Descifrador se volvía hacia un boquiabierto Diágoras:
– Es mi amigo Crántor, del demo de Póntor -dijo-. Ya te he hablado de él alguna vez: fue el que colocó la mano derecha sobre las llamas.
El perro se llamaba Cerbero. Al menos, así lo llamaba el hombre. Sobrellevaba una frente inmensa y ondulada de pliegues, como la de un toro viejo, y desnudaba una desagradable colección de dientes dentro de una boca rosácea que contrastaba con la blancura enferma de su rostro. Sus ojillos, astutos y bestiales, parecían de sátrapa persa. El cuerpo era un pequeño esclavo que se arrastraba detrás de su amo cefálico.
El hombre también portaba una ostentosa cabeza, pero su cuerpo, alto y robusto, constituía una columna digna de aquel capitel. Todo en él parecía exagerado: desde sus maneras a sus proporciones. Su rostro era amplio, de frente despejada y grandes fosas nasales, pero el pelo lo cubría casi por completo; las manos, inmensas y bronceadas, se hallaban recorridas por gruesas venas; torso y vientre poseían la misma desmesurada anchura; los pies eran macizos, casi cuadrados, y, en ellos, todos los dedos parecían de idéntica longitud. Vestía un enorme y abigarrado manto gris que, sin duda, había sido fiel compañero de sus aventuras, pues se adaptaba como un molde rígido a la silueta.
El hombre y el perro, en cierto modo, se parecían: en ambos era posible vislumbrar el mismo brillo violento en la mirada; ambos, al moverse, sorprendían, y no era fácil anticipar el propósito de sus gestos pues parecía que aun ellos mismos lo ignoraban; y ambos mostraban un apetito voraz y complementario, pues todo lo que el primero rechazaba era engullido furiosamente por el segundo, pero a veces el hombre recogía del suelo un hueso que el perro no había terminado de mondar, y, con breves mordiscos, remataba lo que éste había empezado.
Y ambos, el hombre y el perro, olían igual.
El hombre, reclinado en uno de los divanes del cenáculo y apresando entre sus inmensas manos oscuras un racimo de uvas negras, hablaba en aquel momento. Su tono de voz era espeso, profundo, y su acento fuertemente extranjero.
– ¿Qué puedo contarte, Heracles? ¿Qué puedo decirte de las maravillas que he conocido, de los prodigios que mi razonamiento ateniense jamás hubiese querido admitir y que mis ojos atenienses han visto? Me haces muchas preguntas, pero no tengo respuestas: no soy un libro, aunque me hallo repleto de extrañas historias. He recorrido la India y Persia, Egipto y los reinos del sur, más allá del Nilo. He visitado las grutas donde moran los hombres-león, y he aprendido el violento lenguaje de las serpientes que piensan. He caminado sobre la arena de océanos que se abren y se cierran a tu paso, como puertas. He observado a los escorpiones negros mientras escriben sus signos secretos en el barro. Y he visto cómo la magia puede provocar la muerte, y cómo los espíritus de los muertos hablan a través de sus familiares, y las infinitas formas en que los démones se manifiestan a los brujos. Te juro, Heracles, que fuera de Atenas hay un mundo. Y es infinito.
El hombre parecía crear el silencio con sus palabras como la araña crea la tela con los hilos del vientre. Cuando dejaba de hablar, nadie intervenía de inmediato. Un instante después, el hipnotismo se quebraba y los labios y los párpados de sus oyentes cobraban vida.
– Me regocija comprobar, Crántor -dijo Heracles entonces-, que lograste cumplir con tu propósito inicial. Cuando te abracé en el Pireo hace años, sin saber cuándo volvería a verte, te pregunté por enésima vez la razón de tu voluntario exilio. Y recuerdo que me respondiste, también por enésima vez: «Quiero sorprenderme todos los días». Y parece que lo has conseguido, desde luego -Crántor soltó un gruñido que, sin duda, equivalía a una sonrisa de asentimiento. Heracles se volvió hacia Diágoras, que permanecía callado y obediente en su diván, bebiendo el último vino de la cena-. Crántor y yo pertenecemos al mismo demo y nos conocimos cuando éramos niños. Nos educamos juntos, y, aunque yo llegué a la efebía antes que él, durante la guerra participamos en misiones idénticas. Después, cuando me casé, Crántor, que era muy celoso, decidió emprender un viaje por el mundo. Nos despedimos y… así hasta hoy. En aquella época sólo nos separaban nuestros deseos… -hizo una pausa y sus ojos chispearon de alegría-. ¿Sabes, Diágoras? En mi juventud, yo quería ser como tú: filósofo.
Diágoras expresó con sinceridad su sorpresa.
– Y yo, poeta -dijo Crántor con su voz poderosa, dirigiéndose también a Diágoras.
– Al final, él terminó siendo filósofo…
– ¡Y él, Descifrador de Enigmas!
Rieron. La de Crántor era una risa sucia, desgarbada; Diágoras pensó que parecía una colección de risas ajenas, adquiridas durante sus viajes. En cuanto a él -Diágoras-, sonreía cortésmente. Envuelta en su propio silencio, Pónsica retiró las fuentes vacías de la mesa y sirvió más vino. La noche en el interior del cenáculo ya era completa, y las lámparas de aceite aislaban los rostros de los tres hombres, provocando la ilusión de que flotaban en la tiniebla de una caverna. Se escuchaba el incesante crepitar de la masticación de Cerbero, pero por los ventanucos penetraban a veces, como relámpagos, los violentos gritos de la muchedumbre que recorría las calles.
Crántor se negó a aceptar la hospitalidad de Heracles: estaba de paso por la Ciudad, explicó, en el perenne viaje de su vida; se dirigía al norte, más allá de Tracia, a los reinos bárbaros, en busca de los Hiperbóreos; no tenía pensado permanecer en Atenas más de unos cuantos días; deseaba divertirse en las Leneas y asistir al teatro -al «único buen teatro ateniense: las comedias»-. Aseguró haber encontrado alojamiento en una casa de huéspedes donde permitían la presencia de Cerbero. El perro ladró feísimamente al escuchar su nombre. Heracles, que sin duda había bebido más de la cuenta, señaló al animal y dijo:
– Al final has terminado casándote, Crántor, tú que siempre me criticabas por haber tomado esposa. ¿Dónde conociste a tu linda parejita?
Diágoras casi se atragantó con el vino. Pero la amable reacción del aludido le demostró lo que ya sospechaba: que entre éste y el Descifrador fluía el cauce íntimo e impetuoso de una fuerte amistad infantil, misteriosa para el ojo ajeno, que ni los años de lejana distancia ni las extrañas experiencias que los separaban habían logrado atajar del todo. Del todo, en efecto, porque Diágoras también intuía -no hubiera sabido decir cómo, pero eso le ocurría muchas veces- que ninguno de los dos se sentía completamente a gusto con el otro, como si necesitaran acudir con apremio a los niños que fueron para poder comprender, y aun soportar, a los adultos que eran.
– Cerbero ha vivido conmigo mucho más tiempo del que piensas -dijo Crántor en otro tono de voz, domeñando su violencia, como si en vez de hablar intentara arrullar a un recién nacido-. Lo encontré en un muelle, tan solitario como yo. Decidimos unir nuestros destinos -miraba hacia el oscuro rincón donde el perro masticaba con violencia. Entonces añadió, haciendo reír a Heracles-: Ha sido una buena esposa, te lo aseguro. Grita mucho, pero sólo a los extraños -y extendió el brazo por encima del diván para golpear cariñosamente a la pequeña mancha blancuzca. El animal soltó un estridente ladrido de protesta.
Tras una pausa, Crántor dijo, dirigiéndose a Heracles:
– En cuanto a Hagesíkora, tu mujer…
– Murió. Las Parcas le decretaron una larga enfermedad.
Hubo un silencio. La conversación languideció. Al fin, Diágoras expresó su deseo de marcharse.
– No lo hagas por mí -Crántor alzó su enorme mano quemada-. Cerbero y yo nos iremos pronto -y, casi sin transición, preguntó-: ¿Eres amigo de Heracles?
– Soy, más bien, un cliente.
– ¡Oh, un enigmático problema a resolver! Estás en buenas manos, Diágoras: Heracles es un extraordinario Descifrador, me consta. Ha engordado un poco desde la última vez que lo vi, pero te aseguro que no ha perdido su penetrante mirada ni su rápida inteligencia. Resolverá tu enigma, sea cual sea, en pocos días…
– Por los dioses de la amistad -se quejó Heracles-, no hablemos de trabajo esta noche.
– ¿Eres, pues, filósofo? -preguntó Diágoras a Crántor.
– ¿Qué ateniense no lo es? -replicó éste, enarcando las negras cejas.
Heracles dijo:
– Pero no te equivoques, buen Diágoras: Crántor actúa con filosofía, no se dedica a pensarla. Lleva sus convicciones hasta el último extremo, pues no le gusta creer en algo que no pueda practicar -Heracles parecía disfrutar mientras hablaba, como si fuera precisamente este rasgo el que más admiraba de su viejo amigo-. Recuerdo… recuerdo una de tus frases, Crántor: «Yo pienso con las manos».
– La recuerdas mal, Heracles. La frase era: «Las manos también piensan». Pero la he hecho extensiva a todo el cuerpo…
– ¿Piensas también con los intestinos? -sonrió Diágoras. El vino, como ocurre con aquellos que pocas veces lo beben, lo había vuelto cínico.
– Y con la vejiga, y con la verga, y con los pulmones, y con las uñas de los pies -enumeró Crántor. Y añadió, tras una pausa-: Según creo, Diágoras, tú también eres filósofo…
– Soy mentor de la Academia. ¿Conoces la Academia?
– Claro que sí. ¡Nuestro buen amigo Aristocles!…
– Nosotros lo llamamos por su apodo, Platón, desde hace mucho tiempo -Diágoras se hallaba agradablemente sorprendido de comprobar que Crántor conocía el verdadero nombre de Platón.
– Ya lo sé. Dile de mi parte que en Sicilia se le recuerda mucho…
– ¿Has estado en Sicilia?
– Casi puede decirse que vengo de allí. Se rumorea que el tirano Dioniso se ha enemistado con su cuñado Dión a causa tan sólo de las enseñanzas de tu compañero…
Diágoras se alegró con la noticia.
– Platón estará encantado de saber que el viaje que hizo a Sicilia empieza a dar frutos. Pero te invito a que se lo digas tú mismo en la Academia, Crántor. Visítanos cuando quieras, por favor. Si deseas, puedes venir a cenar: así participarás en nuestros diálogos filosóficos…
Crántor contemplaba la copa de vino con expresión divertida, como si encontrara en ella algo sumamente gracioso o ridículo.
– Te lo agradezco, Diágoras -replicó-, pero me lo pensaré. Lo cierto es que vuestras teorías no me seducen.
Y, como si hubiera gastado una broma estupenda, se rió por lo bajo.
Diágoras, un poco confuso, preguntó con amabilidad:
– ¿Y qué teorías te seducen?
– Vivir.
– ¿Vivir?
Crántor asintió sin dejar de mirar hacia la copa. Diágoras dijo:
– Vivir no es ninguna teoría. Para vivir, sólo necesitas estar vivo.
– No: hay que aprender a vivir.
Diágoras, que había deseado marcharse un momento antes, se sentía ahora profesionalmente interesado en el diálogo. Adelantó la cabeza y acarició su bien recortada barba ateniense con la punta de sus delgados dedos.
– Es muy curioso eso que dices, Crántor. Explícame, por favor, pues me temo que lo ignoro: ¿cómo se aprende, según tu opinión, a vivir?
– No puedo explicártelo.
– Pero, de hecho, parece que tú lo has aprendido.
Crántor asintió. Diágoras dijo:
– ¿Y de qué forma se puede aprender algo que después no es posible explicar?
De repente, Crántor mostró su inmensa dentadura blanca emboscada en el laberinto del pelo.
– Atenienses… -gruñó en un tono tan bajo que Diágoras, al pronto, no entendió bien lo que decía. Pero conforme hablaba fue elevando poco a poco la voz, como si, hallándose lejos, se aproximara a su interlocutor en violenta embestida-: No importa cuánto tiempo te ausentes, siguen siendo los mismos de siempre… Los atenienses… ¡Oh, vuestra pasión por los juegos de palabras, los sofismas, los textos, los diálogos! ¡Vuestra forma de aprender con el trasero apoyado en el banco, escuchando, leyendo, descifrando palabras, inventando argumentos y contraargumentos en un diálogo infinito! Los atenienses… un pueblo de hombres que piensan y escuchan música… y otro pueblo, mucho más numeroso pero gobernado por el primero, de gentes que gozan y sufren sin saber siquiera leer ni escribir… -se levantó de un salto y se dirigió a uno de los ventanucos de la pared, por donde se filtraba el confuso clamor de las diversiones leneas-. Escúchalo, Diágoras… El verdadero pueblo ateniense. Su historia nunca quedará grabada en las estelas funerarias ni se conservará escrita en los papiros donde vuestros filósofos redactan sus maravillosas obras… Es un pueblo que ni siquiera habla: muge, brama como un toro enloquecido… -se apartó de la ventana. Diágoras advertía en sus movimientos cierta cualidad salvaje, casi feroz-. Un pueblo de hombres que comen, beben, fornican y se divierten, creyéndose poseídos por el éxtasis de los dioses… ¡Escúchalos!… Están ahí fuera.
– Hay diferentes clases de hombres, al igual que hay diferentes clases de vinos, Crántor -observó Diágoras-: Ese pueblo que mencionas no sabe razonar bien. Los hombres que saben razonar pertenecen a una categoría más elevada, y, forzosamente, deben dirigir a…
El grito fue salvaje, inesperado. Cerbero, ladrando con violencia, acentuó las estentóreas exclamaciones de su amo.
– ¡Razonar!… ¿De qué os sirve razonar?… ¿Razonasteis la guerra contra Esparta?… ¿Razonasteis la ambición de vuestro imperio?… ¡Pericles, Alcibíades, Cleón, los hombres que os condujeron a la matanza!… ¿Ellos eran razonables?… Y ahora, en la derrota, ¿qué os queda?… ¡Razonar la gloria del pasado!
– ¡Hablas como si no fueras ateniense! -protestó Diágoras.
– ¡Márchate de Atenas, y tú también dejarás de serlo! ¡Sólo se puede ser ateniense dentro de las murallas de esta absurda ciudad!… Lo primero que descubres cuando sales de aquí es que no hay una sola verdad: todos los hombres poseen la suya propia. Y más allá, abres los ojos… y sólo distingues la negrura del caos.
Hubo una pausa. Incluso los furiosos ladridos de Cerbero cesaron. Diágoras se volvió hacia Heracles como si éste hubiese dado muestras de querer intervenir, pero el Descifrador parecía sumido en sus propios pensamientos, por lo que Diágoras supuso que consideraba la conversación exclusivamente «filosófica» y, por tanto, le cedía todas las réplicas. Entonces se aclaró la garganta y dijo:
– Sé lo que quieres decir, Crántor, pero te equivocas. Esa negrura a la que te refieres, y en la que sólo ves el caos, es únicamente tu ignorancia. Crees que no hay verdades absolutas e inmutables, pero puedo asegurarte que sí las hay, aunque sea difícil percibirlas. Dices que cada hombre posee su propia verdad. Te respondo que cada hombre posee su propia opinión. Tú has conocido a muchos hombres muy diferentes entre sí que se expresan en distintos lenguajes y mantienen su particular opinión sobre las cosas, y has llegado a la errónea conclusión de que no hay nada que pueda tener el mismo valor para todos. Pero sucede, Crántor, que te quedas en las palabras, en las definiciones, en las imágenes de los objetos y de los seres. Sin embargo, hay ideas más allá de las palabras…
– El Traductor -dijo Crántor, interrumpiéndolo.
– ¿Qué?
El enorme rostro de Crántor, iluminado desde abajo por las lámparas, parecía una misteriosa máscara.
– Es una creencia muy extendida en algunos lugares lejos de Grecia -dijo-. Según ella, todo lo que hacemos y decimos son palabras escritas en otro idioma en un inmenso papiro. Y hay Alguien que está leyendo ahora mismo ese papiro y descifra nuestras acciones y pensamientos, descubriendo claves ocultas en el texto de nuestra vida. A ese Alguien lo llaman el Intérprete o el Traductor… Quienes creen en Él piensan que nuestra vida posee un sentido final que nosotros mismos desconocemos, pero que el Traductor puede ir descubriendo conforme nos lee. Al final, el texto terminará y nosotros moriremos sin saber más que antes. Pero el Traductor, que nos ha leído, conocerá por fin el sentido último de nuestra existencia. [28]
Heracles, que había permanecido en silencio hasta entonces, dijo:
– ¿Y de qué les sirve creer en ese estúpido Traductor si al final se van a morir igual de ignorantes?
– Bueno, hay quienes piensan que es posible hablar con el Traductor -Crántor sonrió maliciosamente-. Dicen que podemos dirigirnos a El sabiendo que nos está escuchando, pues lee y traduce todas nuestras palabras.
– Y quienes así opinan, ¿qué le dicen a ese… Traductor? -preguntó Diágoras, a quien aquella creencia le parecía no menos ridícula que a Heracles.
– Depende -dijo Crántor-. Algunos lo alaban o le piden cosas como, por ejemplo, que les diga lo que va a sucederles en capítulos futuros… Otros lo desafían, pues saben, o creen saber, que el Traductor, en realidad, no existe…
– ¿Y cómo lo desafían? -preguntó Diágoras.
– Le gritan -dijo Crántor.
Y de repente levantó la mirada hacia el oscuro techo de la habitación. Parecía buscar algo.
Te buscaba a ti. [29]
– ¡Escucha, Traductor! -gritó con su voz poderosa-. ¡Tú, que tan seguro te sientes de existir! ¡Dime quién soy!… ¡Interpreta mi lenguaje y defíneme!… ¡Te desafío a comprenderme!… ¡Tú, que crees que sólo somos palabras escritas hace mucho tiempo!… ¡Tú, que piensas que nuestra historia oculta una clave final!… ¡Razóname, Traductor!… ¡Dime quién soy… si es que, al leerme, eres capaz también de descifrarme!… -y, recobrando la calma, volvió a mirar a Diágoras y sonrió-. Esto es lo que le gritan al supuesto Traductor. Pero, naturalmente, el Traductor nunca responde, porque no existe. Y si existe, es tan ignorante como nosotros… [30]
Pónsica entró con una crátera repleta y sirvió más vino. Aprovechando la pausa, Crántor dijo:
– Voy a dar un paseo. El aire de la noche me hará bien…
El perro blanco y deforme siguió sus pasos. Un momento después, Heracles comentó:
– No le hagas demasiado caso, buen Diágoras. Siempre fue muy impulsivo y muy extraño, y el tiempo y las experiencias han acentuado esas peculiaridades de su carácter. Nunca tuvo paciencia para sentarse y hablar durante largo rato; le confundían los razonamientos complejos… No parecía ateniense, pero tampoco espartano, pues odiaba la guerra y el ejército. ¿Te conté que se retiró a vivir solo, en una choza que él mismo construyó en la isla de Eubea? Eso ocurrió, poco más o menos, en la época en que se quemó la mano… Pero tampoco se encontraba a gusto como misántropo. No sé qué es lo que le complace y lo que le disgusta, y nunca lo he sabido… Sospecho que no le agrada el papel que Zeus le ha adjudicado en esta gran Obra que es la vida. Te pido disculpas por su comportamiento, Diágoras.
El filósofo le quitó importancia al asunto y se levantó para marcharse.
– ¿Qué haremos mañana? -preguntó.
– Oh, tú nada. Eres mi cliente, y ya has trabajado bastante.
– Quiero seguir colaborando.
– No es necesario. Mañana llevaré a cabo una pequeña investigación solitaria. Si hay novedades, te pondré al tanto.
Diágoras se detuvo en la puerta:
– ¿Has descubierto algo que puedas decirme?
El Descifrador se rascó la cabeza.
– Todo marcha bien -dijo-. Tengo algunas teorías que no me dejarán dormir tranquilo esta noche, pero…
– Sí -lo interrumpió Diágoras-. No hablemos del higo antes de abrirlo.
Se despidieron como amigos. [31]
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> La Acrópolis, donde se encontraban los grandes templos de Atenea, la principal diosa de la ciudad, se reservaba sobre todo para la Fiesta de las Panateneas, aunque sospecho que el paciente lector ya conoce este dato. Resultan llamativas las ideas de «violencia» y «torpeza»: probablemente representan las primeras imágenes eidéticas de este capítulo. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref22">[22]</a> ¿Qué está ocurriendo? ¡Pues que el autor lleva la eidesis hasta su máxima expresión! El absurdo estruendo en que se ha convertido la pelea de pancratistas sugiere el furioso ataque de algún enorme animal (lo que se corresponde con todas las imágenes de embestidas «violentas» o «impetuosas» que han ido apareciendo en el capítulo, así como con las referidas a «cuernos»): en mi opinión, se trata del séptimo Trabajo de Heracles, la captura del salvaje y enloquecido Toro de Creta. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref23">[23]</a> Me apresuro a explicarle al lector lo que está sucediendo: la eidesis ha cobrado vida propia, se ha transformado en la imagen que representa -en este caso, un toro enloquecido- y ahora embiste la puerta del vestuario donde se desarrolla el diálogo. Pero adviértase que la actividad de esta «bestia» es exclusivamente eidética, y, por tanto, los personajes no pueden percibirla, de igual forma que tampoco podrían percibir, por ejemplo, los adjetivos que ha empleado el autor para describir el gimnasio. No se trata de ningún suceso sobrenatural: es, simplemente, un recurso literario utilizado con el único propósito de llamar la atención sobre la imagen oculta en este capítulo -recordemos las «serpientes» del final del capítulo segundo-. Así pues, suplico al lector que no se sorprenda demasiado si el diálogo entre Diágoras y sus discípulos continúa como si tal cosa, indiferente a los poderosos ataques que sufre la habitación. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref24">[24]</a> Como hemos dicho, los acontecimientos eidéticos -la puerta destrozada, las embestidas salvajes- son exclusivamente literarios, y, por ende, sólo los percibe el lector. Montalo, sin embargo, reacciona como los personajes: no se entera de nada. «La sorprendente metáfora de la bestia mugidora», afirma, «que parece destrozar literalmente el realismo de la escena e interrumpe en varias ocasiones el mesurado diálogo entre Diágoras y sus discípulos (…), no parece tener otro objetivo que la sátira: una crítica mordaz, sin duda, de las salvajes luchas que los pancratistas practicaban en aquellos tiempos». ¡Sobran comentarios! (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref25">[25]</a> La intensidad de la eidesis en este capítulo afecta por completo al lugar en que se desarrollan las escenas: la palestra ha quedado destrozada y «cubierta de escombros» por el paso de la «bestia» literaria, y el público que la abarrotaba parece haber desaparecido. Jamás había visto una catástrofe eidética de tal naturaleza en toda mi vida de traductor. Es evidente que al anónimo autor de La caverna de las ideas le interesa que las imágenes ocultas sobrenaden en la conciencia de sus lectores, sin importarle en ningún momento que el realismo de la trama se perjudique. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref26">[26]</a> Le gusta jugar, al autor, con sus lectores. ¡Aquí está, disimulada pero identificable, la prueba de que yo tenía tazón: la «muchacha del lirio» es otra importantísima imagen eidética de la obra! No sé lo que significa, pero aquí está (su presencia es inequívoca: véase la proximidad de la palabra «lirios» junto a la detallada descripción del gesto de esa «muchacha» pintada en un pedazo de vasija enterrado). El hallazgo me ha conmovido hasta las lágrimas, debo reconocerlo. He interrumpido la traducción y me he dirigido a casa de Elio. Le he comentado la posibilidad de acceder al manuscrito original de La caverna. Me ha aconsejado que hable con Héctor, el director de nuestras ediciones. Algo debió de notar en mis ojos, porque me preguntó qué era lo que me ocurría.– Una muchacha pide ayuda en el texto -le dije.– ¿Y tú la vas a salvar? -fue su burlona réplica. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref27">[27]</a> He gozado traduciendo este pasaje, pues creo que tengo algo de ambos protagonistas. Y me pregunto: ¿puede llegar a descubrir la Verdad una persona como yo, a quien la Belleza le importa, y la Pasión, de vez en cuando, le arrebata, y al mismo tiempo procura que nada de cuanto sucede a su alrededor se le pase desapercibido? (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref28">[28]</a> Por más que he buscado en mis libros, no he podido encontrar ningún indicio de esta supuesta religión. Sin duda se trata de una fantasía del autor. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref29">[29]</a> La traducción es literal, pero no comprendo muy bien a quién se refiere el autor con este inesperado salto gramatical a segunda persona. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref30">[30]</a> Realmente, no sé por qué me he puesto tan nervioso. En Homero, por ejemplo, se encuentran abundantes ejemplos de pasos inesperados a segunda persona. Esto debe de ser algo parecido. Pero lo cierto es que mientras traducía las invectivas de Crántor me sentía un poco tenso. He llegado a pensar que el «Traductor» puede ser una nueva palabra eidética. En tal caso, la imagen final de este capítulo sería más compleja de lo que yo había supuesto: las violentas embestidas de una «bestia invisible» -correspondientes al Toro de Creta-, la «muchacha del lirio» y, ahora, el «Traductor». Helena tiene razón: esta obra me tiene obsesionado. Mañana hablaré con Héctor. (N del T.)
<a l:href="#_ftnref31">[31]</a> Cada vez estoy más preocupado. No sé por qué, ya que nunca me he sentido así con mi trabajo. Además, quizá todo sea imaginación mía. Narraré la breve charla que he mantenido esta mañana con Héctor, y el lector juzgará.– La caverna de las ideas -asintió en cuanto mencioné la obra-. Sí, un texto griego clásico de autor anónimo que se remonta a la Atenas posterior a la guerra del Peloponeso. Yo fui quien le dije a Elio que la incluyera en nuestra colección de traducciones…– Ya lo sé. Yo soy quien la traduzco -dije.– ¿Y en qué puedo ayudarte?Se lo dije. Frunció el ceño y me hizo la misma pregunta que Elio: por qué me interesaba revisar el manuscrito original. Le expliqué que la obra era eidética y que Montalo no parecía haberlo percibido. Volvió a fruncir el ceño.– Si Montalo no lo percibió, es que no es eidética -dijo-. Discúlpame, no quiero ser grosero, pero Montalo era un verdadero experto en la materia…Reuní paciencia para decirle:– La eidesis es muy fuerte, Héctor. Modifica el realismo de las escenas, incluso los diálogos y las opiniones de los personajes… Todo eso tiene que significar algo, ¿no? Quiero descubrir la clave que el autor ocultó en su texto, y necesito el original para asegurarme de que mi traducción es correcta… Elio está de acuerdo, y me ha aconsejado que hable contigo.Cedió a mis ruegos por fin (Héctor es muy testarudo), pero me dio pocas esperanzas: el texto estaba en poder de Montalo, y, tras su fallecimiento, todos sus manuscritos habían pasado a pertenecer a otras bibliotecas. No, no tenía amigos íntimos ni familiares. Había vivido como un ermitaño en una solitaria casa en el campo.– Precisamente -agregó- fue su deseo de alejarse de la civilización lo que le causó la muerte… ¿No te parece?– ¿Qué?– Oh, pensé que lo sabías. ¿Elio no te dijo nada?– Tan sólo que había fallecido -recordé entonces las palabras de Elio-: Y también que había sido «noticia en todas partes». Pero no entiendo por qué.– Porque su muerte fue atroz -repuso Héctor.Tragué saliva. Héctor prosiguió:– Su cuerpo fue encontrado en el bosque cercano a la casa donde vivía. Estaba destrozado. Las autoridades dijeron que probablemente lo había atacado una manada de lobos… (N. del T.)