173948.fb2 La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Capítulo VII

Corbett extendió su mano sobre la del mendigo:

– ¿Qué demonios? -preguntó.

– Fuera, en los bosques -replicó Godric-, bailando alrededor de las hogueras de Beltane. [3] Vestían con pieles de cabra, ya lo creo.

– ¿Y visteis sangre? -preguntó Corbett.

– Oh, sí, en sus manos y caras -continuó Godric-. Veréis, señor, cuando joven, fui cazador furtivo. Podía salir y cazar conejos y atrapar un buen faisán en un abrir y cerrar de ojos. Desde principios de esta primavera probé suerte y dos veces vi bailar a los demonios.

– ¿Cuántos había?

– Por lo menos trece. El número maldito -respondió desafiante.

– ¿Y se lo habéis dicho a alguien más? -insistió Corbett.

– Se lo dije al hermano Angelo pero se rió de mí. -Godric reclinó la cabeza sobre el cojín-. Eso es todo lo que sé y ahora el viejo Godric tiene que dormir. -El mendigo giró la cara hacia el otro lado.

Corbett y Ranulfo salieron de la enfermería. Siguieron al hermano Angelo, bajaron las escaleras y salieron al patio, todavía abarrotado de gente.

– ¿Habíais escuchado antes historias como ésas? -interrogó Corbett.

– Sólo he oído ese tipo de chismes a Godric -contestó el fraile-. Pero, sir Hugo -el rostro lúgubre y rechoncho del hermano adoptó un semblante solemne-, Dios sabe si dice todas esas cosas en su sano juicio. -Levantó una de sus manazas en señal de bendición-. Ahora me despido de vos.

Corbett y Maltote salieron del hospital y se adentraron en Broad Street. Ya no había tanto gentío, porque las facultades estaban abiertas y los estudiantes habían volado hacia allí para atender a sus primeras clases de la mañana. Corbett le hizo a Ranulfo atravesar la calle, pisando con cuidado sobre la tabla de madera que habían colocado encima del gran albañal que olía a rayos y que cortaba el paso céntrico de la vía.

Fuera de la taberna de Las Chicas Alegres, un vendedor, que tenía su puesto al lado del de un barbero, arrojaba intestinos y tripas en medio de la calle. Al lado de la parada, un cazador de ratas encapuchado, con sus perros de mirada feroz sentados a su lado, buscaba clientes y chillaba acallando el ruido de la calle:

– ¡Ratas o ratones! ¿Tenéis ratas, ratones, armiños o tejones? ¿Tal vez tenéis algún cochino con flemones? ¡Sin más acabo con ellos y hasta con los moruecos! ¡Elimino a todo bicho que sale y entra de cualquier hueco!

El hombre carraspeó y escupió; estaba a punto de volver a empezar pero se hizo a un lado para dejar pasar a Corbett y Ranulfo, que se abrían camino entre la multitud.

– ¿Tenéis ratas, señor? -preguntó el tipo.

– ¡Oh, sí! -contestó Ranulfo-, pero no sabemos dónde y además tiene dos patas.

Antes de que el hombre, atónito, pudiera responder, Ranulfo siguió a Corbett y entró con él en la taberna. El dueño, moviéndose de un lado para otro con su sucio delantal como una rama meneada por el viento, les enseñó el cuarto que Ranulfo había alquilado: una habitación que olía a rayos con una cama hecha de paja, una mesa, un banco y dos taburetes. Ranulfo se tumbó en la cama pero pegó un brinco de inmediato maldiciendo las pulgas que empezaban a subirle por las piernas. Corbett abrió su zurrón y sacó sus instrumentos para escribir: una pluma, una piedra pómez y un cuerno lleno de tinta.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, amo? -preguntó Ranulfo malhumorado.

Corbett sonrió.

– Estamos en Oxford, Ranulfo, así que sigamos el método socrático. Establezcamos una hipótesis y pensémosla con detenimiento.

Hizo una pausa cuando una tabernera llamó a la puerta y les preguntó si deseaban algo para comer o beber. Corbett dijo que no pero le dio las gracias de todos modos.

– Empecemos -dijo-. Tenemos al Campanero, un traidor que escribe proclamas con motivo de la muerte hace años de De Montfort. Las cuelga en las puertas de las iglesias o de las universidades por toda la ciudad. Según parece, siempre lo hace por la noche.

El Campanero dice que vive en Sparrow Hall. En consecuencia, ¿cuál es la pregunta que cabe plantearse?

– No entiendo -interrumpió Ranulfo-. ¿Por qué no podemos descubrir la identidad del Campanero por la escritura y el estilo de las cartas?

Corbett mojó su pluma en la tinta del cuerno abierto y escribió algo con detenimiento en el pergamino. Se lo pasó a Ranulfo, que hizo un mohín y se lo devolvió.

– El Campanero -declaró-. Es la misma caligrafía; uno podía pensar que se trata de la misma persona.

– Precisamente -concluyó Corbett-, la mano de un escribano, Ranulfo, como sabéis, es anónima. A todos los escribanos de la cancillería o de la tesorería se les enseña qué plumas deben utilizar, qué tipo de tinta escoger y cómo escribir las letras. El Campanero se ha aprovechado de todo eso para esconderse. Incluso aunque encontráramos al autor de estos escritos, no podríamos asegurar que se trata del Campanero.

– Pero ¿por qué dice que vive en Sparrow Hall? -preguntó Ranulfo intrigado.

Corbett se balanceó en su taburete.

– Sí, eso me tiene confundido. ¿Por qué mencionar Sparrow Hall? ¿Por qué no la iglesia de San Miguel o Santa María o incluso la prisión de Bocardo?

– ¿Tal vez por la maldición? -sugirió Ranulfo-. Quizás el Campanero la conoce y no sólo desea reírse del rey, sino de la memoria de sir Henry Braose, que fundó Sparrow Hall.

– Sí, es posible -contestó Corbett-. Hay un tono de mofa detrás de esas proclamas, así como un cerebro muy ingenioso. El Campanero debe de ser de otro lugar, pero desea que de este modo el rey castigue y arrase Sparrow Hall. Sin embargo -se rascó la cabeza-, sospechamos que el Campanero se encuentra en Sparrow Hall, pues Copsale murió misteriosamente en su lecho, Ascham, en la biblioteca, Passerel fue envenenado en la iglesia de San Miguel y Langton murió ayer por la noche.

– Sí -añadió Ranulfo-. El asesinato de Langton parece corroborar que el asesino se encuentra en Sparrow Hall.

– Pero continuemos -animó Corbett-. El Campanero se dedica a ir colgando sus proclamas y parece que lo hace por la noche. Ahora bien, ¿quién podría colarse como un murciélago a través de las calles?

– ¿De Sparrow Hall? -preguntó Ranulfo-. Todos los profesores, incluyendo Norreys, son hombres de constitución fuerte. Lady Mathilda, sin embargo, no tiene ninguna razón para odiar la universidad que fundó su hermano. No me la imagino escondiéndose en las calles de Oxford por la noche cargada con esas proclamas.

– No olvides a Moth -apuntó Corbett.

– No está bien de la cabeza -añadió Ranulfo-. Es un sordomudo que no sabe ni leer ni escribir. Me di cuenta en la biblioteca ayer por la noche. Cogió un libro y lo estaba mirando al revés -sonrió-. ¿Os lo imagináis, amo, por las calles de Oxford en medio de la oscuridad de la noche colgando las proclamas del Campanero al revés?

– Ya -aceptó Corbett-. Luego están los estudiantes liderados por el temible David ap Thomas. ¿Os enfrentasteis a él ayer por la noche?

– No, amo; sólo le asusté. Pero me di cuenta de algo: Ap Thomas calzaba botas, así como el resto de sus compañeros, y todos tenían briznas de hierba húmeda pegada a los zapatos y la ropa. Además, Ap Thomas llevaba colgado una especie de amuleto alrededor del cuello y también algunos de sus compañeros: eran círculos de metal con una cruz en el medio coronada por un trozo de cristal con forma de ojo.

– Una cruz que da vueltas -explicó Corbett-. Las vi en Gales. Las llevan los creyentes de la antigua religión como recuerdo de los gloriosos días de los druidas.

– ¿Quiénes?

– Unos frailes paganos -empezó a decir-. El historiador romano Tácito los menciona cuando habla de Anglesey: adoraban a unos dioses que vivían en los robles y les hacían ofrendas colgando a sus víctimas sacrificadas de las ramas de los árboles.

– ¿Como las cabezas de los mendigos?

– Sí, podría ser -replicó Corbett-. Y a todo eso hay que añadir las elucubraciones de Godric sobre fuegos y gente vestida de forma extraña practicando ritos de magia en los bosques. Pero ¿se tratará del Campanero? -Se encogió de hombros-. Mantengamos nuestra hipótesis. ¿Quién es el Campanero y cómo actúa? -Respiró hondo-. Sabemos que Ascham estaba cerca de la verdad. Estaba buscando algo en la biblioteca pero se delató él mismo al Campanero. Ergo -Corbett se golpeó la mejilla con la pluma-. Ascham era un hombre mayor muy respetado. No estaba acostumbrado a ir a las facultades o a pasearse por Oxford; por lo tanto debió de comunicar sus sospechas a alguien de Sparrow Hall. -Se puso en pie, se paseó por el cuarto y miró a través de la ventana-. Creo que podemos estar bastante seguros -concluyó- de que el Campanero vive en Sparrow Hall o en la residencia al otro lado de la calle.

– ¿Pero qué estaría buscando Ascham? -preguntó Ranulfo.

– Las pruebas que demostraran la conclusión a la que había llegado -replicó Corbett-. Parece ser que Ascham tenía algún libro sobre la mesa, pero alguien lo devolvió luego a las estanterías, algo que cualquiera de Sparrow Hall pudo hacer sin mayor complicación. Ahora bien, continuemos. Ascham fue alcanzado por el cuadrillo de una ballesta que disparó el asesino, que le engañó para que abriera la ventana de la biblioteca. Luego el Campanero lanza dentro su nota llena de desprecio. Ascham, sabiendo que está muriéndose, consigue alcanzarla, y empieza a escribir lo que parece ser el nombre de Passerel con su propia sangre. Pero ¿por qué debió de hacerlo?

– ¡Ya lo sé! -exclamó Ranulfo pegando un bote y dando una palmada entusiasmado-. Amo, ¿cómo sabemos que Ascham escribió esas letras? ¿Cómo sabemos que el asesino no se coló a través de la ventana, cogió el dedo de Ascham, lo untó en su propia sangre y grabó esas letras para incriminar a Passerel?

Corbett se volvió a sentar a la mesa y se quitó de encima las moscas que se habían arremolinado sobre las manchas de la madera.

– No había pensado en eso, Ranulfo -declaró-. Es posible, pero continuemos. Passerel es sospechoso de la muerte de Ascham y él, a su vez, huye del colegio sólo para que el asesino le pueda dar caza más fácilmente en la iglesia de San Miguel. Pero ¿por qué mataron a Passerel? -preguntó-, ¿por qué no le dejaron como sospechoso del asesinato? A menos, claro está -concluyó Corbett-, que Passerel pudiera reflexionar sobre lo que le dijo su buen amigo Ascham. -Hizo una pausa y levantó la cabeza-. ¿Sabes qué, Ranulfo? Cuando regresemos a Sparrow Hall debo hacer dos cosas: la primera, echar una ojeada a las pertenencias de Passerel y Ascham, sobre todo a sus papeles. -Corbett empezó a escribir.

– ¿Y la segunda?

– Preguntarle a nuestro buen médico, el profesor Aylric Churchley, si guarda algún tipo de veneno. Copsale fue probablemente envenenado y ya sabemos que Passerel y Langton también. Los venenos suelen ser bastante caros y, además, no creo que el asesino se arriesgara a comprarlos y que luego algún boticario o médico le pudiera reconocer.

– Pero ¿Churchley tendrá algún veneno? -preguntó Ranulfo.

– Sí, y mucho me temo que los venenos que utilizaron eran suyos. De todos modos, como conclusión -suspiró Corbett-, sabemos que el Campanero se encuentra en Sparrow Hall o en la residencia. No estamos muy seguros de sus motivos, excepto de su odio profundo por el rey y la universidad. Sabemos que el Campanero es un escribano bien formado, capaz de moverse por todo Oxford en la oscuridad de la noche. Un asesino cruel, que ya ha matado a cuatro hombres con el fin de ocultar su identidad…

– Amo.

Corbett miró a Ranulfo.

– Si, como decíais, el Campanero odia al rey y a Sparrow Hall, eso nos coloca, sobre todo a vos, en una situación muy peligrosa. ¿Habéis pensado qué pasaría si sir Hugo Corbett, el principal escribano del rey, su amigo y compañero, fuera hallado envenenado o degollado en alguna callejuela de Oxford, con una proclama del Campanero colgando de su cadáver?

Corbett no se inmutó pero Ranulfo vio cómo su rostro palidecía.

– Lo siento, amo, pero si vamos a hacer hipótesis, entonces voy a estudiar la mía muy de cerca. Si sir Hugo Corbett fuera herido o asesinado, la ira del rey no conocería límites. Ese malhumorado bastardo del castillo pronto se encontraría con el rey agarrándole por el cuello mientras los justicias reales llegan a Sparrow Hall más rápidos que un rayo, expulsan a la comunidad, cierran todos los aposentos y confiscan todas sus posesiones.

Corbett sonrió ligeramente.

– Habéis puesto un precio muy alto a mi cabeza, Ranulfo.

– No, amo. Lo que pasa es que yo también he sido un canalla, un luchador de calles nato y, sea quien sea, el Campanero no es distinto: llegará a las mismas conclusiones que yo, si es que todavía no lo ha hecho.

– Entonces debemos tener cuidado.

– Sí, amo, así es. No comeremos ni beberemos más en Sparrow Hall. Se acabaron los paseos por la ciudad de noche.

– Eso resultará muy difícil.

Corbett volvió a sus escritos, apuntando con rapidez todas las conclusiones a las que había llegado. Su pluma volaba sobre el papel de vitela que había sacado de su bolsa de cancillería. Dejó la pluma sobre la mesa.

– Y ahora centrémonos en nuestro principal problema -declaró-. Cada dos por tres aparece el cadáver decapitado de un mendigo en los campos de las afueras de Oxford, con la cabeza colgada de su cabellera en las ramas de un árbol cercano. Sabemos que eligen a los mendigos como víctimas porque están solos y son vulnerables. En cierto modo, nadie los echará de menos. Sin embargo -Corbett empezó a contar con los dedos-, primero, ¿por qué no se encuentran los cadáveres dentro de las murallas de la ciudad? Segundo, según Bullock casi no hay signos de violencia en los alrededores donde son encontradas las víctimas. Tercero, ¿por qué siempre los encuentran cerca de un camino? Y finalmente, ¿por qué nunca aparecen en el mismo sendero, sino en diferentes sitios de los alrededores de la ciudad?

Corbett bajó la mano.

– Lo que significa, mi querido Ranulfo, que deben de ser asesinados en la misma ciudad de Oxford y luego transportados a diferentes caminos donde finalmente los colocan adecuadamente. Sin embargo, si los asesinatos ocurren en la ciudad, alguien debería de haber visto algo. La única conclusión que podemos sacar es que, quizá, son asesinados fuera de la ciudad en un lugar determinado, pero los restos son transportados deliberadamente a otro sitio. ¿Y qué más?

– Estoy pensando en Maltote. No tendríamos que haberle dejado sólo tanto tiempo.

Corbett sacudió la cabeza.

– No le pasará nada, si tú tienes razón. El Campanero irá detrás del perro o el cuervo del rey. Maltote no corre peligro, a no ser que Ap Thomas y el resto quieran hacerle la puñeta. -Recogió su pluma-. Concentrémonos en el problema. ¿Qué otras preguntas podemos plantearnos sobre los asesinatos de esos pobres mendigos?

– ¿Por qué? -sugirió Ranulfo-, ¿por qué los matan de ese modo tan salvaje?

Corbett contempló una mancha de vino que había al fondo de la pared.

– Godric debe de haber visto algo en los bosques de los alrededores de la ciudad: las prácticas de un aquelarre o un grupo de brujos, y ese grupo debe de tener su base en Oxford. Sabemos que tienen cierto vínculo con Sparrow Hall, por el botón que encontramos en el último cadáver. Ahora bien, no me imagino a ninguno de los profesores encomendados a tan viles acciones. Sin embargo, los estudiantes, bajo el liderazgo de David ap Thomas, podrían tener algo que decir al respecto.

– ¿Pensáis que David ap Thomas podría ser el Campanero? -preguntó Ranulfo-. Después de todo, los estudiantes pueden moverse por todo Oxford por la noche. Ap Thomas es un rebelde por naturaleza: le encantaría enfrentarse al rey. -Hizo una pausa-. ¿Habéis olvidado a Alice-atte-Bowe y a su aquelarre?

Corbett cerró los ojos. «Hace tantos años», pensó. Fue la primera misión que le encargaron. Fue el canciller Burnell, se trataba de exterminar de raíz un aquelarre de brujas y traidores de los alrededores de Santa María Le Bow en Londres. Recordó el hermoso rostro de la oscura Alice. Abrió los ojos.

– Nunca lo olvidaré -contestó-. A veces me parece que lo he logrado, pero luego sólo hace falta un sonido, un olor determinado para que los recuerdos vuelvan a mi cabeza. -Apartó sus utensilios de escribir-. Nos queda la biblioteca -añadió-. Todavía tenemos que buscar lo que estaba estudiando Ascham, aunque eso podría resultar imposible: hay tantos libros y manuscritos… Ni siquiera sabemos si el libro todavía estará allí. Podríamos pasarnos días enteros, incluso semanas, jugando a la gallinita ciega. -Corbett se puso en pie-. Es hora de ir a Sparrow Hall.

Salieron del cuarto y bajaron las escaleras. El propietario los esperaba con un fardo de piel ajada.

– ¿Sir Hugo Corbett? -preguntó.

– Sí.

El propietario depositó la carga en las manos de Corbett.

– Vino un niño -señaló hacia la puerta-, acompañado de un hombre con capucha y cogulla que permaneció detrás de él. El niño me dio esto para vos.

Corbett arrugó la nariz ante el hedor que desprendía el trozo de pergamino grasiento que iba a su nombre, atado con una cuerda alrededor del paquete envuelto en piel. Salió a la calle, se paró en la boca de una callejuela y cortó la cuerda. Se agachó y vació con cautela el contenido sobre el suelo mohoso. Se le hizo un nudo en el estómago y se quedó en silencio al contemplar los restos malolientes y despedazados de un cuervo, con el cuerpo rajado de arriba abajo y todas las tripas fuera. Corbett soltó una maldición, lo apartó de una patada y se adentró de nuevo en la calle.

Ranulfo se quedó detrás. Examinó el cuervo con detenimiento y luego la bolsa de piel hecha jirones.

– Déjalo, Ranulfo -le ordenó Corbett.

– ¿Una amenaza, amo?

– Sí -suspiró-, una amenaza.

Miró al otro lado de Broad Street. La multitud había desaparecido; era bien pasado el mediodía. La campana del ángelus ya había tocado y las tiendas de comida y tabernas estaban a rebosar. Los vendedores disfrutaban de un pequeño respiro después de un día de actividad frenética. Corbett y Ranulfo caminaron de vuelta a Sparrow Hall. De vez en cuando Ranulfo se volvía, escudriñando alguna pequeña callejuela o mirando a las ventanas de ambos lados, pero no pudo ver ningún indicio de que alguien los siguiera. Llegaron a la puerta de Sparrow Hall. Estaba cerrada, por lo que atravesaron la calle y bajaron hacia el patio de la residencia. Norreys, ayudado por algunos porteadores, hacía rodar unos barriles enormes, sacándolos fuera de un carro para meterlos a través de una escotilla que daba a la bodega de abajo.

– ¡Provisiones! -les gritó mientras se acercaban-. No compréis nunca en el mercado de Oxford; es mejor y más fresco lo de fuera.

– ¿Acabáis de volver? -le preguntó Corbett.

– Sí. Salí mucho antes del amanecer -contestó Norreys. Su rostro estaba enrojecido y cubierto por una capa de sudor-. He conseguido sacar algún provecho.

Corbett estuvo a punto de continuar hablando cuando un grupo de estudiantes irrumpió en el patio, liderado por David ap Thomas. El galés, desnudo de cintura para arriba, flexionaba los músculos y blandía una barra ante la admiración de sus seguidores. Tenía una constitución fuerte, el pecho y los brazos eran firmes y musculosos; jugó con la barra como un niño lo haría con un palo, con destreza y haciéndola girar sin esfuerzo entre sus manos.

– Todo un alborotador callejero -murmuró Corbett.

– Yo no les haría caso y entraría dentro -les advirtió Norreys.

Corbett, sin embargo, se limitó a sacudir la cabeza. El galés los miraba ahora desde el otro lado del patio. Corbett pudo entrever el amuleto que llevaba alrededor del cuello.

– Creo que sólo quieren llamar la atención -añadió Ranulfo-, pero también desean advertirnos de algún modo.

De repente la puerta se abrió de par en par y una figura vestida con harapos salió al exterior. Era uno de los secuaces de Ap Thomas, vestido con un traje negro hecho jirones, con un pico amarillo enganchado a la cara, con botas del mismo color y las piernas al descubierto. Él también blandía una barra y, por un momento, dio un salto batiendo las alas, imitando con maestría el graznido de un cuervo.

– ¡Les voy a cortar el cuello a esos bastardos! -exclamó Ranulfo furioso.

– No, no -se adelantó Corbett-. Deja que se diviertan.

El cuervo dejó de hacer el payaso y se cuadró ante Ap Thomas, y ambos estudiantes empezaron a batirse en duelo con sus barras. Corbett decidió pasar por alto el insulto. Se mantuvo de pie, admirando la gran destreza de ambos hombres, especialmente la de Ap Thomas. Las barras eran dos atizadores de considerable peso blandidos con gran fuerza. El mero golpe de cualquiera de ellas en la cabeza de uno de los dos lo habría dejado inconsciente. Sin embargo, ambos eran unos luchadores excelentes. Las barras se encontraron en el aire, mientras los dos hombres esquivaban el golpe y saltaban en dirección contraria. Con frecuencia los palos se encontraban para frenar un golpe dirigido a la cabeza o al estómago, y algún toque iba a parar a las piernas en un intento por hacer caer al adversario azotándole en los tobillos. Ap Thomas luchó con calma, soltando de vez en cuando un gruñido cuando se veía obligado a retroceder. Con el pecho agitado y la cara y los brazos empapados de sudor, esperaba vencer de un momento a otro a su adversario.

La batalla duró por lo menos diez minutos más hasta que Ap Thomas, cambiándose el atizador de una mano a otra, retrocedió y con un sonoro golpe en los hombros de su adversario le hizo caer de rodillas.

Corbett y Ranulfo atravesaron el patio, sin prestar atención a los estridentes graznidos que les dedicaron a su paso. Ranulfo estuvo a punto de volverse, pero Corbett le tiró de la manga.

– Como dice el buen libro, Ranulfo, hay un momento y un lugar bajo el cielo para todo: un tiempo para plantar y un tiempo para recoger, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz. Y ahora nos toca despertar a Maltote; ya ha dormido bastante.

Ranulfo se encogió de hombros y le siguió. También recordó una frase del Viejo Testamento que dice: «Ojo por ojo, diente por diente, vida por vida», pero decidió guardársela para sí mismo.

Encontraron a Maltote que se acababa de despertar. Estaba sentado, rascándose el cabello rubio y enmarañado. Los miró con ojos de búho y luego se estremeció de dolor mientras sacaba fuera una pierna.

– Vine aquí medio dormido -explicó- y me di en toda la espinilla con uno de los barriles que Norreys había sacado fuera después de limpiar la bodega. -Maltote se puso en pie-. Escuché el ruido de abajo -añadió-. ¿Qué pasaba?

– Eran sólo unos necios jugando -replicó Corbett-. Nacieron necios y morirán igual de necios.

– ¿Vamos a comer? -preguntó Maltote.

– No aquí -contestó Corbett-. Ranulfo, coge a Maltote y explícale lo que ha pasado y cuánto cuidado debe tener. Id a Turl Lane, allí hay una taberna, el Ganso Gris. Os encontraré allí más tarde, después de pasarme por la universidad.

Bajaron las escaleras hacia la calle. Una prostituta, con el rostro tan blanco que parecía de yeso, se les acercó, meneando sus faldas sucias y haraposas ante ellos. Sostenía con una mano la peluca roja y en la otra llevaba una comadreja atada con una cuerda. Les sonrió enseñándoles toda su dentadura amarilla y mellada, pero de repente se volvió y empezó a soltar un sinfín de juramentos obscenos, ya que un perro de la calle había olido a su comadreja y empezaba a ladrarle. Mientras Ranulfo y Maltote aprovecharon para marcharse de allí. Corbett cruzó la calle y golpeó la puerta de Sparrow Hall. Un criado le abrió y le invitó a entrar. Corbett le explicó el motivo de su visita y el hombre le condujo hasta la cámara de Churchley. El profesor Aylric estaba sentado en un escritorio bajo una ventana abierta, mirando cómo se consumía la llama de una vela. Se levantó al entrar Corbett en la sala, escondiendo su irritación bajo una falsa sonrisa.

– ¿Cómo deberá arder el fuego? -preguntó estrechando la mano de Corbett-. ¿Por qué la cera arde más rápidamente? ¿Por qué es más maleable que la madera o el hierro?

– Depende de sus propiedades -respondió Corbett citando a Aristóteles.

– Sí, pero ¿por qué? -preguntó Churchley, indicándole que se sentara en un taburete.

– Se trata de propiedades naturales. He venido… -Corbett cambió bruscamente el tema de conversación-. Profesor Aylric -añadió sin más dilación-, vos sois médico, ¿me equivoco?

– No, estáis en lo cierto; pero soy más un estudiante de la naturaleza del mundo -le contestó Churchley en tono provocador; su rostro alargado se llenó de curiosidad.

– Pero ¿practicáis aquí la medicina?

– Oh, sí.

– ¿Y tenéis un dispensario? Me refiero a un almacén para las hierbas o pociones.

– Desde luego -se limitó a responder-. Está abajo en el pasillo, pero está cerrado con llave.

– Iré directo al grano -añadió Corbett sin más demora-. Si desearais envenenar a alguien, profesor Aylric (es una pregunta, no una acusación), no compraríais el veneno en una botica de la ciudad, ¿verdad?

Churchley sacudió la cabeza.

– Eso dejaría pistas -replicó-. Se acordarían de uno. Yo realizo mis compras en una botica de Hog Lane -explicó-, y toman nota detalladamente de todas ellas.

– ¿Nunca recogéis las hierbas vos mismo?

– ¿En Oxford? -Churchley sofocó una risita-. Bueno, podríais encontrar algo de manzanilla en los pantanos de Meadows, pero, sir Hugo, yo soy un hombre muy atareado y no una vieja que se pasa los días recorriendo los bosques como las vacas.

– Exacto -corroboró Corbett-, y lo mismo podría decirse del asesino que mató a Passerel y Langton.

Churchley se sentó en la silla.

– Ya veo lo que queréis decir, sir Hugo. Pensáis que cogieron los venenos de mi dispensario. Pero lo hubiera notado; guardo las sustancias en unos frascos, medidas con gran exactitud. No es que espere que nos envenenen en nuestras propias camas -continuó-, pero una sustancia como el arsénico es muy cara. Venid, os lo enseñaré.

Cogió un manojo de llaves de un gancho que había en la pared y condujo a Corbett hacia una puerta que había en la galería. La abrió y entraron. La habitación estaba oscura. Churchley prendió una yesca y encendió un candelabro de seis brazos que había sobre una mesita. El ambiente estaba cargado de diferentes olores, algunos agradables y otros agrios. Las paredes de la cámara estaban cubiertas de estanterías. Cada una sostenía diferentes botes, frascos y tarros con sus propios contenidos marcados específicamente. A la izquierda había algunas hierbas: violetas, tomillo, hojas de olmo escocés, césped, incluso algo de albahaca, pero a la derecha, Corbett reconoció pociones más peligrosas como el beleño o la belladona. Churchley bajó un tarro de loza con una tapa. La etiqueta pegada en un lado indicaba que era arsénico blanco. Churchley se puso un par de guantes blandos de cabritilla que había sobre la mesa. Levantó la tapa y sostuvo el tarro a la luz de las velas. Corbett vio que el bote estaba medido en medias onzas.

– ¿Veis? -explicó Churchley-. Hay ocho onzas y media. -Abrió un librote de piel de ternero que había sobre la mesa-. A veces lo receto -continuó- en pequeñas dosis para el dolor de estómago y le he dado a veces a Norreys un poco para que lo utilice como un fuerte astringente. Pero, como veis, todavía hay ocho onzas y media.

Corbett cogió el tarro y lo olió.

– Tened cuidado -le advirtió Churchley-. Los expertos en hierbas dicen que debe utilizarse con mucha prudencia.

Corbett escudriñó el interior y notó que el polvo que había encima parecía más fino que el de debajo. Churchley le dio una cuchara de cuerno y Corbett extrajo un poco de la fina sustancia semejante a la creta. Churchley dejó de protestar y le miró en silencio; su rostro se volvió taciturno.

– Estáis pensando lo mismo que yo -musitó Corbett. Cogió un poco del polvo que había en la cuchara-. Profesor Churchley, os aseguro que no soy un experto en medicina -Corbett olió la sustancia-, pero creo que esto es creta molida o harina, pero nada mortal.

Churchley le arrancó la cuchara de las manos y, armándose de valor, se untó la yema de un dedo con aquel polvo y se la llevó a la lengua. A continuación cogió un trapo y se limpió la boca.

– ¡Es harina molida! -exclamó.

– ¿Quién guarda las llaves? -preguntó Corbett.

– Bueno, yo -replicó Churchley airado-. Pero, sir Hugo, ¿no estaréis sospechando de mí? -Se retiró de la luz de las velas, como si quiera esconderse en las sombras-. Podrían haber utilizado otras llaves -explicó-. Y esto es Sparrow Hall; aquí no atrancamos ni cerramos con llave ni nuestros aposentos. Aunque Ascham era en eso una excepción. Cualquiera pudo entrar en mi cámara y coger las llaves. La residencia a menudo se queda desierta. -Las palabras le salieron en tropel.

– Alguien vino aquí -replicó Corbett dejando la cuchara sobre la mesa- y se llevó una cantidad suficiente para matar al pobre Langton. Alguien que conoce vuestro sistema, profesor Churchley.

– Todo el mundo lo conoce -balbuceó el hombre.

– Y luego rellenó el tarro con ese polvo -explicó Corbett.

– ¿Pero quién?

Corbett se limpió los dedos en su abrigo.

– No lo sé, profesor Churchley. -Se paseó por la habitación-. Pero Dios sabe qué más faltará. -Se acercó a Churchley y vio el miedo en sus ojos-. Me pregunto qué más podrían haber cogido, profesor. -Corbett se giró y se encaminó hacia la puerta-. Si fuera profesor de Sparrow Hall -le dijo volviéndose sobre sus hombros- yo tendría mucho cuidado con lo que como y bebo.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a>Beltane: antiguo festival céltico que se celebraba el primer día de mayo en Escocia e Irlanda. (N. de la T.)