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Un Churchley con aire preocupado cerró la puerta del almacén y siguió a Corbett a través de la galería.
– Sir Hugo -gimió-, ¿estáis diciendo que todos corremos peligro?
– Sí, así es. Os recomiendo encarecidamente que reviséis con detalle si faltan algunas otras sustancias.
Corbett se detuvo al final de las escaleras.
– ¿Quién ha ocupado el cargo de administrador después de la muerte de Passerel?
– Yo.
– ¿Es posible echar una ojeada a las pertenencias de Ascham y Passerel?
Churchley hizo un mohín.
– Lo necesito -insistió Corbett-. Dios sabe, profesor, que nuestras vidas están en peligro. Podría encontrar alguna pista.
Churchley, gruñendo por lo bajo y ansioso por volver a sus hierbas, condujo a Corbett al piso de abajo. Atravesaron el pequeño comedor hasta llegar a la parte trasera del edificio. Abrió con llave una puerta y condujo a Corbett a otro almacén, una larga estancia abovedada llena de barriles, con fajos de pergaminos, tinta y vitela dispuestos en unas estanterías. Al fondo de la habitación se acumulaban baldes con carbón y toneles de malmsey, vino y cerveza.
Churchley llevó a Corbett hacia una esquina, donde abrió dos grandes arcas.
– Las pertenencias de Ascham y Passerel están aquí -declaró-. No tenían familia o nadie con el que nos pudiéramos poner en contacto. Una vez sus voluntades sean aprobadas por la cancillería, supongo que todas estas cosas pasarán a manos del colegio.
Corbett sacudió la cabeza y se arrodilló al lado de las arcas. Sonrió al recordar su propia experiencia como escribano de la cancillería de la corte, cuando tenía que viajar hacia algún feudo o abadía para aprobar la voluntad de un fallecido u ordenar la entrega de ciertas cantidades de dinero o de bienes. Empezó a estudiar las pertenencias. Churchley murmuró algo acerca de que tenía otros deberes y dejó a Corbett solo en sus quehaceres. Los pasos de Churchley se perdieron a lo lejos, y Corbett se dio cuenta de lo silenciosa que se había quedado la universidad. Tuvo que hacer un esfuerzo por controlar el miedo y corrió a cerrar y atrancar la puerta antes de regresar a sus tareas. Luego se puso a revisar ambas arcas, rebuscando entre ropa, cinturones, talabartes, un pequeño libro de horas forrado de piel, tazas, copas de madera de arce, platos de peltre y copas con remates dorados que los dos hombres habían coleccionado a lo largo de los años. Corbett tenía suficiente experiencia para darse cuenta de que lo que no aparecía en la lista de Passerel o Ascham ya se lo habrían llevado. También estaba seguro de que el Campanero ya habría rebuscado entre las posesiones de los dos hombres muertos para asegurarse de que no quedaba nada que pudiera resultar sospechoso. Corbett no encontró nada de interés en las pertenencias de Ascham y estaba a punto de abandonar su búsqueda entre las cosas de Passerel cuando encontró una pequeña bolsa con documentos. La abrió y esparció sobre el suelo los fragmentos y trozos de pergamino que contenía. Algunos estaban en blanco y en otros figuraban varias listas de provisiones o artículos objeto de negocios. Había un rollo con los gastos que Passerel había realizado en su viaje a Dover. Otro contenía los salarios de los criados de la universidad y la residencia. Unos cuantos estaban cubiertos por algunos dibujos: uno llamó especialmente la atención de Corbett. Passerel había escrito varias veces la palabra passera.
– ¿Qué es esto? -se preguntó Corbett, recordando el mensaje que Ascham había dejado antes de morir.
¿Estaba Passerel haciendo algún juego de palabras con su nombre? ¿Acaso significaba algo passera? Corbett volvió a meter todos los pergaminos en su sitio, ordenó ambas arcas y echó los cerrojos. Volvió al vestíbulo y cruzó el pasillo hacia la biblioteca. La puerta estaba medio abierta. Corbett la empujó y entró cautelosamente dentro de la estancia. El hombre sentado en la mesa de espaldas a él estaba tan enfrascado en lo que leía que no se dio cuenta de la presencia de Corbett hasta que lo tuvo delante de sus narices; entonces se echó hacia atrás la capucha y movió las manos rápidamente para esconder lo que estaba leyendo.
– Vaya, profesor Appleston -sonrió Corbett a modo de disculpa-. No quería alarmaros.
– Sir Hugo, estaba… bueno… bien… ¿Recordáis lo que dijo Abelardo?
– No, creo que no.
– Dijo que no hay un lugar mejor para perder el alma que un libro.
Corbett levantó la mano.
– En ese caso, profesor Appleston, ¿podría ver lo que estáis leyendo con tanta atención?
Appleston suspiró y le entregó el libro. Corbett lo abrió; las hojas de pergamino tiesas crujían a medida que las iba pasando.
– No hay ninguna necesidad de hacerse el inquisidor -declaró Appleston.
Corbett siguió pasando las hojas.
– Siempre me han interesado las teorías de De Montfort: Quod omnes tanget ab omnibus approbetur.
– «Lo que concierne a todos debe ser aprobado por todos» -tradujo Corbett-. ¿Y a qué se debe el interés?
– Oh, podría mentiros -replicó Appleston- y deciros que estoy interesado en la teoría política, pero estoy seguro de que los espías de la corte o los chismosos de la ciudad ya os habrán dicho la verdad. -Se levantó y echó los hombros hacia atrás-. Me llamo Appleston, que era el apellido de mi madre. Era la hija de un soldado de uno de los feudos de De Montfort. El gran conde, o eso me dijo ella, se enamoró de ella. Yo soy su hijo.
– ¿Y os sentís orgulloso de ello? -preguntó Corbett. Estudió su rostro cuadrado y bronceado, las arrugas alrededor de sus ojos, y se preguntó si aquel hombre, de algún modo, se parecería a su padre-. Os he hecho una pregunta.
– Por supuesto que sí -replicó Appleston, tocándose la herida de la comisura de la boca-. Ni un solo día dejo de rezar por el reposo del alma de mi padre.
– Concedo -replicó Corbett-. Fue un gran hombre, pero también un traidor de la Corona.
– Voluntas principis habet vigorem legis -fue la respuesta de Appleston.
– No, no lo creo -respondió Corbett-. Sólo porque el rey desee algo no significa que lo convierta en ley. No soy un teórico, profesor Appleston, pero conozco los Evangelios: un hombre no puede tener dos señores; un reino no puede tener dos reyes.
– ¿Y si hubiera ganado De Montfort? -preguntó Appleston.
– Si De Montfort hubiera ganado -replicó Corbett- y los comunes, junto con los lores seculares y espirituales, le hubieran ofrecido la corona, entonces yo, como muchos otros, no habríamos tenido otro remedio que arrodillarnos. Lo que me preocupa, profesor Appleston, no es De Montfort, sino el Campanero.
– Yo no soy un traidor -contestó el profesor-. Aunque he estudiado los escritos de mi padre desde que era un niño.
– ¿Y cómo es -preguntó Corbett- que a un miembro de la familia de De Montfort se le concede beneficio en Sparrow Hall, una escuela fundada por el enemigo de De Montfort?
– Porque todos se sienten culpables.
Era la voz del profesor Alfred Tripham, que entró en la biblioteca con un infolio bajo el brazo.
– Acabo de volver de los colegios -explicó-. El profesor Churchley me dijo que quizás os encontraría aquí.
Corbett hizo una reverencia.
– Camináis tan sigilosamente como un gato, profesor Alfred.
Tripham se encogió de hombros.
– La curiosidad, señor Hugo, siempre tiene un paso sigiloso.
– ¿Hablabais de culpabilidad? -preguntó Corbett.
– Ah, sí. -Tripham dejó el infolio sobre la mesa-. Ese pinchazo a la conciencia, ¿eh, sir Hugo? -Miró alrededor de la biblioteca-. En algún sitio, entre esos papeles, hay una copia de la voluntad de Henry Braose, pero estoy demasiado ocupado para buscarla. -Se sentó en un taburete enfrente de Appleston-. En sus últimos años, Braose se volvió melancólico. A menudo soñaba con la última batalla en Evesham y en cómo los caballeros profanaron el cuerpo de De Montfort. Braose creía que debía reparar aquel mal de algún modo. Celebró cientos de misas por el alma del conde. Cuando Leonard solicitó el puesto…
– Lo supo inmediatamente -interrumpió Appleston-. Echó un vistazo a mi cara, se puso pálido y se sentó. Dijo que estaba viendo a un fantasma. Le conté la verdad -continuó Appleston-. ¿Qué ganaría negándolo? Si no se lo hubiera dicho, alguien lo habría hecho por mí.
– ¿Y os ofrecieron el puesto? -preguntó Corbett.
– Sí, sí, con una condición. Debía conservar el nombre de mi madre.
– Todos guardamos algún secreto. -Tripham entrelazó los dedos-. Tengo entendido, sir Hugo, que habéis estado buscando entre las posesiones de Ascham. -Sonrió ligeramente-. No sois ningún necio, Corbett. Estoy seguro de que sabéis que ya se han llevado algunas cosas.
Corbett le devolvió la mirada.
– Debéis de preguntaros -continuó Tripham- por qué Ascham era tan querido entre los estudiantes como Ap Thomas y sus seguidores. ¿Qué podría tener un viejo archivista, un bibliotecario, en común con un grupo de fanáticos rebeldes?
– Nada parece lo que debería ser -replicó Corbett.
– Y lo mismo podría decirse de Ascham -espetó Tripham-. Era un erudito venerable y jovial, pero, como muchos de nosotros -apartó la mirada- sentía debilidad por los jovencitos, por una cintura estrecha y unos muslos firmes más que por los ojos o el pecho generoso de una dama.
– Eso no es extraño -declaró Corbett.
– En Oxford, desde luego que no -Tripham se frotó la mejilla-. Ascham también procedía de una marca galesa, o más bien de Oswestry, en Shropshire. Así que se formó en la tradición pagana y galesa. Utilizó todos sus conocimientos para establecer una buena relación con muchos de nuestros jóvenes.
– Por lo que, evidentemente, su muerte resultó un golpe para muchos de los que se alojan en la residencia.
– Por eso descargaron toda su rabia contra el pobre Passerel -explicó Churchley-; fue una cabeza de turco.
– ¿Cabeza de turco?
Tripham se metió las manos por debajo de las mangas y se reclinó sobre la mesa.
– Sabemos que Passerel era inocente -declaró-. Ascham debió de ser asesinado cuando Passerel se encontraba a millas de distancia de Sparrow Hall. Y bueno -exclamó poniéndose en pie-, por lo que se refiere al pobre Appleston, seguramente no se considera ninguna traición estudiar las teorías de De Montfort. Después de todo -sonrió levemente-, el mismo rey ha tomado algunas como propias. -Hizo una mueca a Appleston-. Venga, vayamos a cenar juntos; estoy seguro de que sir Hugo tiene otros asuntos de que encargarse.
– Ah, una cosa, profesor Tripham.
– ¿Sí, sir Hugo?
– Hablasteis de secretos. ¿Cuál es el vuestro?
– Oh, es muy sencillo, señor escribano. No me gustaba en absoluto sir Henry Braose, ni su arrogancia ni sus dudas escrupulosas justo antes de morir. Tampoco me gusta su irascible hermana, a la que nunca se le debió permitir permanecer en esta universidad.
– ¿Y Barnett?
– Preguntádselo vos mismo -espetó Tripham-. Barnett tiene sus propios demonios.
Tripham abrió la puerta, le indicó a Appleston que saliera y la cerraron tras de sí.
Corbett suspiró y miró alrededor de la biblioteca. Recordó el motivo por el que había venido y recorrió las estanterías en busca de un diccionario de latín. Por fin encontró uno cerca de la mesa del bibliotecario. Lo sacó, se sentó y encontró la entrada que buscaba, pero gruñó decepcionado. Passera era una palabra latina para designar gorrión. ¿Qué habría intentado escribir Ascham? ¿Estaba su muerte relacionada directamente con Sparrow Hall? ¿O quizás el administrador había grabado simplemente un pasaje en alusión a su nombre? Corbett se apoyó la barbilla en las manos. Su vista alcanzó una pequeña caja de utensilios de escritura que el bibliotecario debió de utilizar en su tiempo. La sacó y estudió su contenido de oropel: un paño de cendal, probablemente para borrar, plumas, tinta, piedra pómez y unos pequeños dediles que seguramente Ascham habría utilizado para pasar páginas. En una estantería de piedra cerca del escritorio, Corbett entrevió un libro forrado de piel. Lo cogió y lo abrió: era un registro de las obras que habían sido prestadas de las estanterías. Corbett buscó el nombre de Ascham pero no encontró nada: tal vez el archivista no tenía necesidad de coger prestados los libros de la estancia en la que trabajaba todo el día.
Corbett cerró el libro, lo dejó a un lado y se marchó de la universidad.
La calle se había llenado de universitarios rodeados de parásitos que se dirigían a las últimas clases del día. Corbett entrevió a Barnett: el pomposo maestro estaba al final de una calle hablando animadamente con el mendigo que Corbett se había encontrado anteriormente. El escribano retrocedió y se ocultó en la entrada de una puerta para observar cómo Barnett le entregaba una moneda. El mendigo se puso a dar saltos de alegría. Barnett se inclinó y susurró algo al oído del viejo; el tipo asintió y se marchó empujando su carretilla. Corbett esperó a que el profesor cruzara la calle para aparecer de repente bloqueándole el paso. Barnett pareció no prestarle atención, pero Corbett se mantuvo en sus trece.
– ¿Estáis bien, profesor?
– Perfectamente, escribano.
– Pues no parece que os encontréis muy bien.
– No me gusta que me espíen y me obliguen a hablar.
– Profesor Barnett -Corbett abrió las manos-, yo sólo os he visto realizar vuestras buenas obras, ayudar a los lisiados, dar de comer a los hambrientos…
– ¡Apartaos de mi camino! -exclamó Barnett, y de un empujón abrió la puerta de Sparrow Hall.
Corbett dejó que se marchara y regresó a su cámara de la residencia. Con sólo abrir la puerta supo que alguien más había estado allí, aunque, después de revisarlo todo con detalle, se dio cuenta de que no faltaba nada. Se sentó a la mesa. Tenía hambre pero había decidido esperar hasta la tarde para comer. Sabía que Ranulfo y Maltote no tardarían en regresar. Sacó la pluma y su cuerno de tinta y escribió una carta breve a Maeve. Le contó su llegada a Oxford, lo agradable que era volver al lugar en el que había estudiado de joven, lo mucho que la universidad y la ciudad habían cambiado. La pluma escribía con rapidez sobre la página, contando las mentiras que siempre decía cuando estaba en peligro. Al final escribió un mensaje corto para Eleanor y trazó unas letras más grandes y redondas para que la pequeña las pudiera leer. Dejó la pluma sobre la mesa y cerró los ojos. En Leighton, Maeve estaría en la cocina supervisando a las doncellas para la cena, o tal vez en la oficina de la cancillería, estudiando las cuentas, o quizás hablando con los soldados. ¿Y Eleanor? Seguramente se habría despertado de su siesta. Corbett escuchó un ruido en el pasillo. Abrió los ojos, rápidamente dobló la carta y empezó a sellarla. Llamaron a la puerta: eran Ranulfo y Maltote.
– Pensé que nos encontraríamos allí, amo -se quejó Maltote sentándose en la cama.
– Eso dije, pero todavía no tengo demasiada hambre.
– Entonces debemos cenar antes de marcharnos.
– ¿Marcharnos? -preguntó Corbett.
– Esta noche -replicó Ranulfo-. Maltote y yo pensamos que nuestro buen amigo David ap Thomas y sus secuaces harán una excursión nocturna fuera de la ciudad.
– ¿Cómo lo sabéis?
Ranulfo sonrió.
– Esta residencia es una madriguera. Uno se puede esconder en los rincones y recesos y, una vez dentro, desde las sombras, es increíble las cosas que pueden escucharse.
– ¿Estás seguro?
– Tan seguro como que Maltote monta a caballo.
Corbett le entregó la carta a Maltote.
– Entonces llévasela al baile al castillo y pídele que se la envíe a lady Maeve a Leighton. Dile que necesito su ayuda para un asunto muy urgente.
Maltote se puso las botas, agarró su capa y salió cojeando. Corbett le explicó entonces a Ranulfo lo que había descubierto durante su visita a Sparrow Hall.
– ¿Creéis que Barnett -preguntó Ranulfo- está implicado en las muertes de esos mendigos? Quiero decir que es un profesor universitario rico y bien cebado, no es el tipo de hombre que suele dar limosna a los mendigos.
– Quizá. Pero ¿qué me dices de Appleston y nuestro vicerregente? También podrían ser el Campanero. Y de nuevo tenemos también como sospechoso a nuestro amigo David ap Thomas.
– Lo que me preocupa, amo -dijo Ranulfo-, es la única pregunta que parece no tener respuesta. Oxford está lleno de escribanos -sonrió- como nosotros, profesores y estudiantes. Algunos de ellos vienen del extranjero, donde sus señores y legisladores son enemigos de nuestro rey. Otros vienen de la marca escocesa o Gales y tampoco es que sientan pasión por nuestro soberano. Habría muchos a los que les encantaría ser el Campanero.
– ¿Y?
– Entonces, ¿por qué el Campanero se empeña en afirmar que vive en Sparrow Hall?
Corbett sacudió la cabeza.
– La única respuesta que se me ocurre es que el Campanero odie esta universidad por un motivo especial.
– Y otra cosa -apuntó Ranulfo-; sabemos que el rey se subió por las paredes cuando aparecieron esas proclamas del Campanero, pero… ¿a quién más pueden importarle? -Ranulfo abrió las manos-. De acuerdo que debe de haber gente en Oxford, como en Cambridge o en Shrewsbury, que se uniría a cualquier rebelión descabellada, pero, hoy por hoy, cuarenta años después de la muerte de De Montfort, ¿qué espera conseguir el Campanero?
– ¿Estás diciendo que el rey debería no prestarle tanta atención al tema?
– En cierto modo, sí -replicó Ranulfo.
Corbett se mordió un lado de la boca.
– Entiendo lo que dices, Ranulfo. Podría ser que primero advirtieran al rey de que las bufonadas del Campanero eran simplemente una travesura de estudiantes y que, por eso, tuvieran lugar los asesinatos. No había ningún otro motivo real de todos modos. ¿Cómo sabemos que Ascham o Passerel sospechaban de la identidad del Campanero? Quizá los mató, como si se tratara de un juego de azar, para crear cierto misterio y atraer la atención del rey. Pero de nuevo nos encontramos ante la misma pregunta: ¿por qué?
Ranulfo se puso en pie.
– Me voy a la universidad -afirmó-. Maltote tardará un tiempo en volver del castillo. Y, hablando del azar, apuesto a que se parará en los establos del baile para echar un vistazo a los caballos.
– ¿Qué se te ha perdido en la universidad? -preguntó Corbett.
– Un libro -respondió bruscamente Ranulfo en tono grosero.
– ¿Qué libro, Ranulfo?
– Las…
– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios! -exclamó Corbett.
– Las confesiones de san Agustín -contestó rápidamente Ranulfo.
– ¿Agustín de Hipona? ¿Qué interés tienes en él?
Ranulfo soltó un suspiro de desesperación y se reclinó en la puerta.
– Cuando estuvimos en Leighton, amo, hablé a menudo con el padre Luke. Escuchó mi confesión y me habló de san Agustín. -Ranulfo cerró los ojos-. El padre Luke me comentó una cita de Las confesiones: «Tarde os he amado, Señor». Y otra: «Nuestros corazones nunca están en paz hasta que descansan con el Señor». Son las palabras más bellas que jamás he oído. -Ranulfo abrió los ojos.
Corbett permanecía sentado, con la boca abierta y la mirada puesta en él.
– Supongo que os parece divertido -replicó Ranulfo.
Corbett sacudió la cabeza.
– ¿Puedo preguntarte por qué? -tartamudeó.
– Cuando era joven -respondió Ranulfo-, Agustín era un bribón, un canalla que iba con prostitutas y cortesanos. El padre Luke me dijo que incluso tuvo un hijo bastardo, pero luego se convirtió en cura y en obispo.
Corbett asintió fascinado.
– ¿Y piensas que tú puedes hacer lo mismo?
– No os riáis de mí, amo.
– Ranulfo, te he maldecido, me he quejado de ti, he rezado por ti e incluso he tenido deseos de estrangularte -contestó Corbett-, pero nunca me he reído de ti y nunca lo haré.
Su criado dejó caer los brazos a ambos lados.
– Durante nuestra larga estancia en Leighton -balbuceó, intentando no encontrarse con la mirada de Corbett-, empecé a pensar en mi futuro.
– ¿Y quieres convertirte en cura? -preguntó Corbett.
Ranulfo asintió.
– Si eso es lo que significa…
– ¿Significar el qué?
– No estoy muy seguro, amo.
– ¡Pero tú eres Ranulfo-atte-Newgate! -exclamó Corbett-. ¡El terror de las damas de Dover a Berwick! ¡Un luchador callejero, mi guardaespaldas!
– También lo era san Agustín -replicó Ranulfo acalorado-. También lo fue Tomás Becket. Y el padre Luke me dijo que incluso entre los seguidores de Jesús había un asesino.
Corbett levantó la mano.
– Ranulfo, que Dios me perdone. No dudo de lo que me dices, pero debes reconocer que para mí es una sorpresa.
– Bueno -Ranulfo levantó el picaporte-, el padre Luke dijo que cuando Agustín cambió, sorprendió a todo el mundo. -Abrió la puerta y se marchó.
Corbett se sentó petrificado.
– ¡Ranulfo-atte-Newgate! -susurró-, que ha levantado más enaguas que cenas calientes he tenido yo.
Cerró los ojos e intentó imaginarse a Ranulfo de cura. Al principio lo encontró divertido pero luego, cuanto más lo pensaba, menos extraño le parecía. Corbett se tumbó en la cama y contempló el techo, preguntándose sobre los caminos del corazón humano. Ranulfo ya no era un joven imberbe. Se había convertido en un hombre hecho y derecho y con una fuerte determinación por llevar a cabo su voluntad. Se había aplicado con dedicación a sus estudios y las últimas preguntas que había formulado sobre lo sucedido en Sparrow Hall eran propias de una mente aguda e ingeniosa. De algún modo, Corbett se dio cuenta de que los interrogantes planteados por Ranulfo sobre aquel asunto habían dado en el clavo. ¿Qué querría conseguir el Campanero con todo lo que estaba sucediendo? ¿Y por qué afirmaba ser un profesor o estudiante de Sparrow Hall?
Se quedó adormecido durante un rato. Luego regresó Ranulfo, y abrió la puerta.
– El vicerregente me ha dejado un ejemplar -dijo entrando en la cámara.
– Bien -murmuró Corbett.
Al cabo del rato llegó Maltote.
– El baile dice que puede atenderos ahora -declaró, todavía acariciándose la espinilla-. Ah, por cierto, amo, tienen unos caballos muy buenos en los establos del castillo.
– Oh, sí, sí, estoy completamente seguro -añadió Corbett con las piernas colgando de la cama.
Acto seguido se colocó el cinturón y les dijo a sus dos sirvientes que hicieran lo mismo.
Cogieron las capas y bajaron a la calle. Cruzaron Broad Street en dirección al castillo. En la esquina de New Hall Street y Bocardo Lane tuvieron que detenerse: los mercadillos ambulantes y las tiendas estaban cerrando. Los viandantes empujaban carros y carretillas; los más ricos dirigían sus carretas tiradas por bueyes de camino a las puertas de la ciudad. Todos se detenían ante el espacio abierto frente a las horcas dispuestas en un horrible cadalso de tres brazos en el que se habían colocado unas escaleras. Unos oficiales estaban colocando los lazos prietos alrededor del cuello de tres tipos mientras el pregonero público anunciaba en voz alta «los horribles crímenes, daños y violaciones de los cuales estos tres hombres han sido juzgados culpables». Acabó su discurso y dio tres palmadas. Los verdugos, que cubrían sus rostros con máscaras rojas, bajaron las escaleras con la agilidad de un mono. Cuando las retiraron, los tres tipos se quedaron bailando y colgando de un extremo de las cuerdas. Se escuchó un suspiro colectivo de la multitud, mientras un oficial gritaba que se había hecho justicia real. Corbett apartó la mirada. La multitud se dispersó y les permitió subir por el camino que rodeaba a la antigua muralla de la ciudad y conducía al castillo. El patio estaba desierto. Un mozo les dijo que las tropas se estaban preparando para la cena. Sólo un chico con un pollo bajo el brazo salió al paso, con el ave graznando estridentemente. Los establos y los cobertizos estaban en silencio y el mozo los condujo hasta unas escaleras de piedra exteriores que llevaban a la cámara privada del baile. Era la habitación típica de un soldado: las paredes blanqueadas, las vigas del techo ennegrecidas por anteriores incendios. Había unos cuantos escudos y espadas oxidadas a ambos lados de un crucifijo maltrecho, colgado ligeramente de lado, mientras las esteras del suelo estaban secas y crujientes y desprendían olor a rancio.
Bullock estaba en el alféizar de la ventana con un enorme halcón peregrino de hermoso plumaje sobre su muñeca. El baile lo estaba alimentando con cariño dándole suculentos trocitos de carne. De vez en cuando le decía algo por lo bajo al pájaro, acariciándole el plumaje erizado que tenía debajo de su garganta.
– Un hermoso pájaro, señor baile.
– Me encantan los halcones -contestó Bullock-. Corbett, cuando veo volar a este peregrino creo realmente en Dios y en todas sus obras. Toma, toma, rapaz -le susurró al pájaro-. Quizá lo haga mañana, en los pantanos.
Bullock suspiró, se puso en pie y dejó de nuevo al halcón en su percha. Luego condujo a Corbett y a sus acompañantes a una pequeña cámara adjunta donde les ofreció algunos taburetes mientras él se apoyó en la mesa dirigiéndoles la mirada.
– Vuestro mensajero dijo que necesitáis mi ayuda.
Corbett contó lo que Ranulfo le había dicho. Bullock se frotó la barbilla.
– ¿Qué queréis que haga?
– Creo que lo ideal, sir Walter, sería acordonar toda la zona alrededor de Sparrow Hall y la residencia. Aunque, pensándolo mejor -Corbett hizo una pausa-, quizá sólo con los alrededores de la universidad sea suficiente; al menos mantendrá al Campanero bajo extrema precaución.
– ¿Y la residencia?
– Como os he dicho, Ap Thomas es el líder de un aquelarre. Es posible que tenga relación con los asesinatos de los mendigos. Si sale de Oxford esta noche e intentamos seguirle, nos podría hacer caer en una trampa.
Sir Walter suspiró y se desató el cinturón que apretaba su enorme estómago.
– El rey ha llegado a Woodstock -dijo-; la mitad de mis tropas se han ido hacia allí. Los pocos jinetes que me quedan serán enviados a vigilar las carreteras. No puedo ayudaros con Sparrow Hall. Tiene un jardín, ventanas, puertas con postigos y salidas por la parte de atrás. Necesitaríamos todo un ejército para mirar a través del agujero de cada cerradura. -Se dio cuenta de la rabia de Corbett-. Sin embargo -añadió Bullock a continuación-, por lo que se refiere a David ap Thomas, disponemos de unos guardabosques que suelen colaborar con las tropas del castillo. Son unos matones a los que les encanta el jaleo. Su líder es el hombre adecuado para ayudaros.
Y sin decir nada más, Bullock salió de la cámara. Estuvo fuera durante un rato y volvió con un hombre pequeño de piel morena, vestido con harapos de color verde Lincoln. El tipo entró en la estancia tan silenciosamente que Corbett apenas se dio cuenta de que estaba allí.
– Dejad que os presente a Boletus -dijo sir Walter-; le llaman así porque en latín significa «seta».
Boletus contempló sin pestañear a Corbett, quien se dio cuenta de que en realidad el tipo no tenía pestañas.
– Boletus vigila las cacerías reales en los bosques entre Oxford y Woodstock. Se puede mover entre los árboles, tan sigiloso como un rayo de sol. ¿No es cierto, Boletus?
– Nací en el bosque -explicó el hombre, su voz apenas era algo más que un susurro-. Los árboles son mis amigos. Mejor un claro en el bosque, ¿eh?, que las calles sucias de la ciudad.
– Boletus -explicó Bullock- vigilará el hostal de Sparrow como un halcón. Si David ap Thomas y sus hombres salen, y sospecho que lo harán después de que oscurezca, Boletus los seguirá como el Ángel de la Muerte y luego volverá para informarnos. Mientras -el baile chasqueó los labios-, voy a comer algo. Sir Hugo, estáis invitados a acompañarme.
Corbett se excusó, pero Ranulfo y Maltote siguieron al baile y a su siniestro acompañante fuera de la estancia. Corbett esperó a que todos se hubieran marchado. Le hubiera gustado dormir; pues la noche prometía ser larga, pero no podía quitarse de la cabeza el encuentro de Barnett con aquel mendigo. Salió del castillo y se dirigió por las calles y callejones casi desiertos hacia el hospital de San Osyth. El sol empezaba a ponerse: las casas y las tiendas estaban cerrando, los habitantes empezaban a encender las lámparas y a colgarlas de un gancho en la puerta de la entrada. Los recogedores de basura estaban fuera con sus carros cargados de inmundicias, tratando de llevar a cabo la imposible batalla de limpiar las alcantarillas y recoger las enormes cantidades de desperdicios que se habían echado a lo largo del día. Las tabernas empezaban a llenarse y, debido a que hacía una noche cálida, las ventanas y las puertas estaban abiertas de par en par. Un joven cantaba el Flete viri, que Corbett identificó como el réquiem por la muerte de Guillermo el Conquistador. Un poco más adelante, en las escaleras de una iglesia, un coro entonaba melódicamente las canciones de goliardo y Corbett reconoció su preferida, Iam Dulcís Amica, así que se detuvo para escuchar antes de proseguir su camino.
En la esquina de una calle, justo enfrente del hospital, cuatro estudiantes bailaban como locos al son de un rabel y una gaita. Corbett depositó una moneda en el platillo, cruzó la calle y atravesó la verja de la entrada de San Osyth. El patio estaba lleno de mendigos que iban de un lado para otro en busca de la cena: caldo, pan de centeno y una copa de vino acuoso. El hermano Angelo permanecía en el centro dando órdenes, llamando a muchos de los mendigos por su nombre. Vio a Corbett y su sonrisa se desvaneció.
– Lo siento, hermano -se disculpó Corbett-. Me doy cuenta de que estáis muy ocupado, así que iré directo al grano. ¿Conocéis al profesor Barnett de Sparrow Hall?
– Sí, ¿por qué? -Angelo se volvió para gritar a un mendigo que había cogido dos trozos de pan-. ¡Dejad eso, Ragman! ¡No seáis avaricioso!
Ragman dio un respingo, devolvió el trozo de pan y salió corriendo.
– ¿Queréis algo de comer, Corbett? Estáis pálido.
– No, sólo información sobre Barnett.
– Bueno, es un hombre extraño -contestó el hermano Angelo-. A Barnett le gustan el vino y las mujeres; sin embargo, a veces viene y trae dinero para el hospital. A veces ayuda con la distribución de la comida. Algunos de los mendigos hablan muy bien de él; es un hombre generoso.
– ¿Y no os parece extraño? -preguntó Corbett.
– Si me paro a pensarlo, sí, supongo que sí -contestó el hermano Angelo-. Pero, os lo repito, no ha hecho daño alguno y, además, ¿quién soy yo para rechazar la ayuda de nadie? Bueno, eso es todo lo que sé.
Corbett estaba dispuesto a marcharse.
– ¡Señor escribano!
Corbett regresó. Los ojos de Angelo le miraban con mayor ternura.
– Sir Hugo, quizá pensáis que sólo soy un franciscano receloso. Sin embargo, he escuchado las confesiones de muchos hombres y, a veces, cuando los bendigo, puedo oler el peligro. Eso fue justamente lo que sentí la última vez que vinisteis.
– ¿En nosotros, hermano?
El franciscano sacudió la cabeza.
– No, no hablo del hedor del pecado, sino de algo más peligroso. -Agarró con fuerza el hombro de Corbett-. Tened cuidado. -El hermano Angelo sonrió-. Conservad la fe en alto y guardaos las espaldas.