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Corbett, todavía asustado por la advertencia fatal del fraile, regresó al castillo. Ranulfo y Maltote estaban entretenidos en uno de sus absurdos juegos de dados. Ranulfo le estaba enseñando a Maltote algunos trucos. Corbett se sentó al lado de la ventana. Pensó en Leighton y rezó en silencio para que Maeve se encontrara bien. Se sentía algo nervioso, por lo que se dirigió a la capilla del castillo, una cámara estrecha y austera con un altar de madera al fondo. En un nicho situado a la izquierda había una estatua de la Virgen con el Niño en brazos. La virgen María sonriente mostraba al niño Jesús a un mundo inconsciente. Corbett cogió un cirio y encendió una de las velas. Se arrodilló y rezó un padrenuestro, un ave maría y un gloria. Escuchó cómo Ranulfo le llamaba y corrió a su encuentro. Bullock estaba a su lado, con Boletus dando saltos en el aire como una rana. El baile indicó a Corbett que entrara en su cámara privada.
– ¡Callad! -le ordenó el baile a Boletus-. ¡Callad y estaos quieto de una vez!
Ranulfo y Maltote acudieron también.
– Vuestra información es correcta, sir Hugo -la cara de Bullock esbozó una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Cómo me voy a divertir! David ap Thomas y sus hombres han salido sigilosamente de la ciudad. Han roto el toque de queda, han trepado una parte del muro y se han dirigido al bosque del sudoeste de la ciudad.
– ¡Contadle el resto! ¡Contadle el resto! -le instigó Boletus.
– No iban solos -continuó el baile, mirando al otro hombre-. Iba con ellos un chulo llamado Vardel y una docena de prostitutas de un burdel de la ciudad.
– Y sé dónde están -exclamó Boletus orgulloso.
– Poneos las capas -ordenó Bullock-. Boletus, quiero cuatro de vuestros acompañantes, seis soldados, totalmente armados, y unos diez arqueros. Iremos a pie.
Al cabo de un rato un grupo de hombres armados, con Boletus corriendo al frente como un perro de caza, abandonó el castillo. A medida que se adentraban en las calles estrechas, los mendigos y estafadores se apresuraban a esconderse en las callejuelas al entrever el brillo de las cotas de malla o escuchar el choque de las espadas. Las tabernas cerraron rápidamente sus puertas. Las prostitutas, con sus llamativas pelucas naranjas brillando como un faro en la oscuridad, los vieron acercarse y salieron huyendo. De vez en cuando se abría alguna que otra contraventana y alguien gritaba algún insulto. Bullock, evidentemente divertido, se volvía y les contestaba también a voces.
Salieron de la ciudad por un postigo, siguiendo un camino polvoriento y árido que pasaba por delante de una hilera de casas con sus respectivos huertos. La noche los envolvió con su manto oscuro. Pronto dejaron atrás todos los ruidos y voces de la ciudad. Hacía una noche fría, el cielo estaba estrellado y apenas se oía nada a no ser por el vuelo de una lechuza dando caza a su presa en algún seto o agujero. Algunos soldados empezaron a quejarse, pero Bullock se volvió con el puño en alto y callaron de inmediato. Al final abandonaron la carretera y siguieron un sendero que se adentraba en el bosque. Los árboles los rodeaban por todas partes. La maleza y los animales del bosque empezaron a cobrar vida: el canto de un búho, el chillido de un halcón precipitándose sobre el suelo. Corbett y Ranulfo, con Maltote pisándoles los talones, intentaban seguir el paso apresurado de Bullock. El bosque se hizo más espeso; las ramas se extendían como dedos puntiagudos hacia el cielo intentando alcanzar la luna fantasmal. Boletus se rezagó dando saltos mientras se acercaba moviéndose escandalosamente. Levantó una mano y le susurró a Bullock que ordenara a los soldados que se separaran. La línea de hombres se deshizo lentamente. Corbett olió algo en el aire, madera quemada unida al desagradable hedor de carne ardiendo. Levantó la vista y vislumbró la llama de una hoguera entre los árboles. El aire también trajo consigo el sonido lejano de un tambor. A medida que se iban acercando, los árboles eran cada vez menos espesos y el suelo hacía bajada. Por fin vieron al fondo un claro. Corbett miraba fascinado mientras Bullock susurraba algunas quejas a sus hombres, que empezaron a reírse y hacer gestos obscenos. El claro estaba lleno de figuras bailando desnudas. Se habían encendido cuatro hogueras y alrededor de ellas se movían rítmicamente hombres y mujeres desvestidos. Los músicos no estaban a la vista, aunque Corbett entrevió a un grupo cocinando carne sobre otra hoguera donde terminaba el claro.
– Es como un baile de máscaras -musitó Ranulfo.
– Por el amor de Dios, ¿qué es esto?
Una figura enmascarada y encapuchada se acercó vestida con un traje gris en el que había pintado uno ojo humano enorme.
– Amo -dijo Ranulfo, que tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa-. No creo que esto sea lo que pensamos.
Al lado de Corbett, Bullock se puso en pie y desenvainó su espada.
– ¡Me trae sin cuidado! -añadió-. Tengo hambre: tienen vino ahí abajo y algunas de esas damas parecen muy atractivas.
Bullock empezó a correr hacia aquel lugar con sus hombres a las espaldas. Llegaron al claro antes de que la danza se terminara.
Corbett, que había indicado con señas a Ranulfo y a Maltote que se mantuvieran al margen, se dio cuenta de que Bullock había infravalorado a sus rivales. Los bailarines podrían estar borrachos y ser cogidos por sorpresa, pero iban muy bien armados. Desenvainaron las espadas y las dagas, empezaron los desafíos y el claro se convirtió en un campo de batalla. Incluso las damas participaron: Corbett vio a una mujer corpulenta con una barra en la mano que lanzó al suelo de inmediato a dos hombres de Bullock.
– Supongo que será mejor que ayudemos -musitó Ranulfo.
Corbett asintió de mala gana. Cuando llegaron al claro, la figura enmascarada se había arrodillado en el suelo y se había quitado la máscara de sátiro que llevaba puesta. David ap Thomas levantó la mirada hacia Corbett.
– ¡Vos, maldito cuervo metomentodo! -gritó mientras intentaba quitarse de encima a dos arqueros que le ataban los pulgares detrás de la espalda.
A su alrededor el ruido de las peleas empezó a desvanecerse. Había aproximadamente catorce estudiantes y dos prostitutas; el resto, incluyendo al chulo de Vardel, habían decidido que la discreción era mejor que el valor y huyeron a esconderse en el bosque. Algunos de los hombres de Bullock empezaron a quejarse de los cortes y magulladuras. Sin embargo, eso no les impidió servirse algunos trozos de carne a la brasa y beber con avaricia de las jarras de vino. Una vez terminaron, condujeron a los prisioneros en fila por el camino del bosque.
Bullock era un apresador cruel. A la mayoría se le había permitido ponerse algo de ropa, pero las botas y el resto de calzado lo metieron en una bolsa, con lo que la noche se llenó de maldiciones, juramentos y toda una retahíla de blasfemias por parte de las mujeres de la ciudad. Los soldados les hacían avanzar a empujones y les contestaban también con reproches. Ap Thomas protestaba en voz alta.
– ¡No hay ninguna ley que prohíba esto! -chilló.
– ¿Qué es exactamente lo que estabais haciendo? -preguntó Corbett.
– ¡Besarle el culo al demonio! -se burló Ap Thomas.
Entraron a la ciudad por un postigo y se encaminaron hacia el castillo. Bullock, hinchado de orgullo y deseoso de contar a las autoridades de la universidad lo que había descubierto, declaró que todos eran sus prisioneros y que, de momento, permanecerían en las mazmorras del castillo. Los estudiantes, dirigidos por Ap Thomas, protestaron a voces; las prostitutas, más pragmáticas, empezaron a sonreír y guiñar el ojo a sus guardianes. Bullock se llevó a su séquito de prisioneros.
Corbett y sus acompañantes los vieron alejarse, escuchando cómo los gritos se perdían en el aire de la noche antes de regresar a Sparrow Hall.
El portero les dejó entrar en el hostal, gruñendo en voz alta por llegar a aquellas horas. Corbett no le prestó atención. Sabía que Ap Thomas habría chantajeado a aquel tipo para que dejara entrar a los estudiantes, así que decidió no responsabilizar al hombre de lo que había pasado.
Una vez en la cámara de Corbett, Ranulfo se lavó y se limpió el golpe que tenía en la mano derecha. Maltote se sentó en el suelo, tocándose la espinilla y quejándose de lo que había empeorado su lesión aquella marcha nocturna.
– Ha sido una pérdida de tiempo -declaró Corbett, quitándose la capa y desabrochándose el talabarte-. Nuestro amigo Ap Thomas probablemente sólo es culpable de haber practicado algunos ritos paganos que, supongo, son tan buena excusa como cualquiera para el libertinaje.
– No vi nada que me llamara la atención en el claro -añadió Ranulfo-. Pan, vino, algo de carne, una calavera amarillenta que seguramente pertenecía a alguien que ya estaría en la tumba cuando mi abuela nació… -Sacudió la cabeza-. Y pensé que Ap Thomas sería culpable de otros crímenes más importantes.
– Me pregunto… -Corbett se sentó en la cama-. Me pregunto si el Campanero sabrá lo que ha sucedido esta noche, porque, si lo sabe, creo que atacará. Sabe que estamos cansados y muertos de sueño después de nuestra cacería nocturna. Nuestro buen baile, por otro lado, se pasará toda la noche entretenido interrogando a Ap Thomas y al resto de estudiantes a los que no puede ni ver.
– ¿No deberíamos vigilar Sparrow Hall? -preguntó Ranulfo-. O por lo menos los caminos de la parte de atrás de la casa, ver quién va y quién viene. Podríamos hacer turnos -sugirió.
– Ya iré yo -se ofreció Maltote, con cara larga, cojeando de un pie.
– ¿Y tu pierna? -preguntó Corbett.
– He dormido bastante esta mañana -contestó Maltote-. Y no creo que pueda dormir ahora con este dolor. ¿Qué hora pensáis que es?
– Debe de ser medianoche, quizás un poco más temprano.
– Haré el primer turno.
Maltote salió de la habitación cojeando, con el talabarte colgando de su hombro.
– ¿No debería ir uno de nosotros con él? -preguntó Ranulfo.
– Estará seguro -contestó Corbett-. Ve detrás de él, Ranulfo. Dile que se mantenga en guardia y que vigile ocultándose en las sombras. Cuando se canse, que vuelva. Nuestro portero pensará que es uno de los compañeros de Ap Thomas.
Ranulfo se marchó y Corbett se tumbó en la cama. Quería mantenerse despierto pero los párpados empezaron a pesarle y se quedó profundamente dormido.
Ranulfo regresó luego y le quitó las botas a su amo. Le colocó la capa por encima, sopló la vela y se retiró a su cámara. Prendió una yesca, encendió la lámpara de aceite y abrió Las confesiones de san Agustín. «Nos has hecho, oh Señor, a vuestra semejanza y nuestros corazones no podrán descansar hasta que nos reunamos con Vos.» Ranulfo cerró los ojos. Recordaría aquellas palabras. Las recitaría la próxima vez que su señor Cara Larga se entrevistara con alguno de esos pomposos prelados o algún cura de reconocido prestigio. Sí, todo el mundo asentiría en silencio preguntándose cómo era posible aquel cambio en Ranulfo-atte-Newgate.
En la callejuela de atrás de Sparrow Hall, Maltote haciendo guardia se preguntaba cuánto tiempo los mantendría en Oxford sir Hugo Corbett. Al contrario de Ranulfo, Maltote podría haber vivido y muerto en Leighton. Maltote podía quedarse un día entero en los establos hasta que el cansancio le venciera. Levantó la vista hacia la oscuridad que le rodeaba y entrevió algunos resquicios de luz de velas. El muro que rodeaba el jardín era alto y Maltote no quitaba los ojos de encima de la puerta de postigo. Si alguien salía, seguramente lo haría a través de ella. Un gato salvaje apareció de pronto. Maltote vio cómo trepaba el montón de paja que había al lado del muro: una figura peluda salió a su paso y ambos desaparecieron en la oscuridad.
Maltote miró las estrellas y sonrió. Se había divertido con la cacería nocturna en el bosque. No pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a aquellas mujeres. Maltote se humedeció los labios. No le había dicho a Ranulfo que todavía era virgen. Una vez amó a una muchacha, la hija del molinero que vivía cerca del feudo de Leighton, y le había llevado algunas flores, pero ella se echó a reír cuando Maltote se puso rojo como un tomate y empezó a tartamudear. Quizá, cuando volviera, iría a visitarla de nuevo. Maltote escuchó un ruido y abrió los ojos. La puerta seguía firmemente cerrada. Se puso en pie, escudriñando con la mirada la figura oscura que caminaba en su dirección: echó mano de su daga.
– ¿Quién anda ahí? ¿Quién sois? -preguntó Maltote.
De repente escuchó el tintineo de un plato y se relajó. El mendigo se acercó, saliendo de la oscuridad. Maltote rebuscó en su zurrón; tenía alguna moneda en algún sitio. Quizás aquel hombre le haría un poco de compañía mientras vigilaba. Levantó la vista y el plato le golpeó de lleno en la cara. Maltote retrocedió, golpeándose la cabeza con el muro. Intentó reaccionar pero su asaltante fue más rápido; sacó una daga afilada y cruel y se la clavó en el estómago. Maltote gritó de dolor, se llevó una mano al vientre mientras con la otra intentaba en vano agarrarse al aire. Se derrumbó, la cabeza golpeó contra el suelo de guijarros y el mendigo desapareció en la oscuridad.
A la mañana siguiente un golpe en la puerta despertó a Corbett. Se levantó para abrirla y se encontró de cara con Norreys. Ranulfo también salió de su cámara, poniéndose las botas.
– Sir Hugo -dijo Norreys tragando con dificultad-. Debéis venir a la residencia, es Maltote.
Corbett soltó una maldición.
– No ha vuelto en toda la noche -gruñó Ranulfo-. Se suponía que yo tenía que sustituirle.
– Se está muriendo -declaró Norreys-. Sir Hugo, vuestro sirviente se está muriendo. El profesor Churchley lo tiene en la enfermería, pero no podemos hacer nada.
Corbett balbuceó. Se cruzó de brazos por el frío que le invadió de pronto. Sin embargo, Ranulfo salió corriendo escaleras abajo. Corbett se puso las botas, agarró la capa y se dirigió con Norreys hacia Sparrow Hall.
Churchley los esperaba en el recibidor, rodeado por el resto de profesores. Abrió la boca para hablar, pero luego les hizo una reverencia para dejarles pasar y conducirlos por las escaleras hacia la estancia de paredes blanqueadas. Maltote yacía en una cama cerca de la puerta. Tenía el rostro pálido como la sábana que le cubría hasta la barbilla, los ojos medio cerrados y un hilillo de sangre que le caía por una de las comisuras de la boca. Ranulfo retiró las sábanas y soltó un gruñido ante la vista de aquella confusión de vendajes empapados de sangre que Churchley le había atado alrededor del estómago.
– Hice todo lo que pude -explicó el médico.
Maltote se volvió, sus ojos se entreabrieron. Murmuró algo. Los brazos le caían sin fuerza a ambos lados. Corbett se inclinó para escuchar las palabras que decía.
– Tengo sed. Amo, este dolor…
– ¿Quién fue? -preguntó Corbett.
– El mendigo. No le vi la cara. Fue silencioso como una sombra.
Corbett luchó por controlar las lágrimas de rabia.
– Me estoy muriendo, ¿verdad?
Corbett agarró la mano de Maltote, que estaba fría como el hielo.
– No me mintáis -susurró-. No tengo miedo o, por lo menos, no de momento.
Su rostro se tensó ante el espasmo de dolor que se había apoderado de él.
– Le di un opiáceo -afirmó Churchley. Se inclinó hacia Corbett desde el otro lado de la cama-. Sir Hugo, supongo que habréis visto heridas en el estómago como esta durante la guerra. Los efectos del opiáceo pronto desaparecerán y entonces el dolor será terrible y tendrá una sed insaciable.
– ¿Hay algo que podáis hacer?
Churchley sacudió la cabeza.
– Sir Hugo, soy médico, no un milagrero. Sangrará hasta que se muera en una gran agonía.
Corbett cerró los ojos, respirando despacio. Se acercó a Maltote.
– ¿Queréis ver a un cura? -le preguntó.
Maltote hizo un esfuerzo para responder.
– El padre Luke me dio la bendición antes de salir de Leighton, pero si pudiera recibir el último sacramento…
Tripham entró en la estancia.
– Sir Hugo, siento molestaros en este momento, pero hay un mensajero del rey esperándoos en la residencia con nuevas de Woodstock. Ya he enviado a buscar al padre Vicente -añadió-. Está de camino.
Corbett se acercó de nuevo a la cama. Apretó la mano de Maltote y le besó cariñosamente en la frente. Luego se secó las lágrimas de la cara y se marchó susurrándole a Ranulfo que se quedara allí.
Al momento llegó el padre Vicente; un monaguillo caminaba frente a él llevando una vela encendida y una campana. Sobre los hombros del cura colgaba una capa pluvial plateada con ribetes de oro con un agnusdéi en el centro. Churchley salió de la habitación pero Ranulfo se quedó. El servicio fue breve: el padre Vicente le dio la absolución final a Maltote y administró el agua bendita de una píxide plateada. Luego se sacó un frasco dorado del bolsillo y ungió con los santos óleos los ojos, la boca, las manos, el pecho y los pies de Maltote. El monaguillo permanecía de pie como una estatua de cera. El cura ni siquiera miró a Ranulfo, inmerso en la sombría liturgia de la muerte. Finalmente acabó su tarea. Después se arrodilló ante la cama y recitó el de profundis: «Desde las profundidades, oh Señor, os llamo».
Ranulfo se sorprendió a sí mismo recitando aquellas palabras. Sólo cuando terminó y se volvió, el padre Vicente se dio cuenta de su presencia.
– Lo siento. -Agarró la mano de Ranulfo y volvió los ojos hacia la cama donde Maltote, una vez que los efectos del opiáceo habían empezado a desvanecerse, se retorcía de dolor-. ¿Hay algo más que pueda hacer?
Ranulfo pestañeó para despejar sus ojos de lágrimas. Se quitó la bota y extrajo una moneda de oro que tenía escondida en la planta del pie.
– Celebrad algunas misas en su honor -le susurró Ranulfo-, hasta San Miguel.
El cura le devolvió la moneda, pero Ranulfo insistió en que la cogiera.
El padre Vicente, con el monaguillo haciendo sonar la campanilla, se dispuso a abandonar la sala y se marchó de la universidad. Llegaron Appleston y lady Mathilda, pero Ranulfo los echó a todos y cerró la puerta con pestillo. Se puso de rodillas al lado de la cama y cogió la mano de Maltote. El chico se volvió. El corazón de Ranulfo le dio un vuelco al ver la agonía que se reflejaba en los ojos azules de Maltote.
– ¿Habrá caballos en el cielo? -preguntó.
– ¡No seáis necio! -replicó Ranulfo con voz ronca-. Claro que sí.
Maltote abrió la boca para reír, pero el dolor era demasiado fuerte y su cuerpo se arqueó.
– Tengo miedo, Ranulfo. En Escocia… -balbuceó-. ¿Os acordáis de aquel arquero que tenía una lanza clavada en el estómago? Tardó días en morir.
– Yo estoy aquí -replicó Ranulfo.
Levantó las mantas. El estómago de Maltote se había convertido en un charco rojo enorme; la sangre empapaba las sábanas y el colchón de abajo. Ranulfo cerró los ojos. Recordó una de las máximas de san Agustín en las que el filósofo recitaba el Evangelio: «Juzgad y tratad a los demás como os gustaría que os juzgaran y os trataran a vosotros mismos». Ranulfo se puso en pie, se encaminó hacia la puerta e hizo señas a Churchley para que entrara.
– Vos sois médico, profesor Aylric -susurró Ranulfo-. Iré directamente al grano: he oído que los boticarios pueden destilar un polvo que concede el sueño eterno.
Churchley miró a Maltote, que se retorcía en la cama gruñendo de dolor.
– No puedo hacerlo -afirmó.
– Yo sí -replicó Ranulfo-. No hay dignidad alguna en desangrarse hasta morir -Ranulfo se llevó la mano a la daga.
– No me amenacéis -espetó Churchley.
– Nunca lanzo amenazas, sólo hago promesas -contestó Ranulfo. Se quitó la bota, se sacó otra moneda de oro y la puso en la mano del profesor-. Quiero que lo traigáis de inmediato -ordenó-. Una pequeña copa de vino y el polvo que necesito. Sé que debéis de tenerlo.
Churchley estaba a punto de negarse, pero salió por la puerta. Ranulfo se arrodilló de nuevo al lado de la cama, sosteniendo la mano de Maltote, susurrándole algunas cosas como lo haría a un niño. Por fin volvió Churchley; en una mano llevaba una copa de peltre y en la otra, una bolsita.
– Sólo unas gotitas -susurró Churchley.
Le entregó ambas cosas a Ranulfo y salió de la habitación.
Ranulfo cerró la puerta con pestillo. Abrió la bolsa, derramó la mitad del contenido en el vino y luego mezcló ambas sustancias. Se acercó a la cama y enderezó a Maltote por los hombros.
– No digáis nada -murmuró Ranulfo-, sólo bebed.
Le acercó la copa a los labios. Maltote tomó un sorbo, tosió y lo vomitó en el acto. Ranulfo volvió a acercarle la copa y esta vez su amigo se la bebió entera. Ranulfo lo recostó de nuevo sobre la cama. Maltote esbozó una débil sonrisa.
– Ya sé lo que habéis hecho -le susurró-; yo habría hecho lo mismo. Ranulfo… -hizo una pausa y apretó los labios-. Pasé por delante de un grupo de estudiantes… Estaban discutiendo… Uno de ellos preguntó si existía una inteligencia divina.
– La gente sin inteligencia siempre pregunta lo mismo -replicó Ranulfo afablemente.
Se inclinó y acarició la mejilla de Maltote. Los ojos del joven empezaban a ponerse vidriosos; la piel del rostro, flácida. Maltote cogió la mano de Ranulfo y la sostuvo. Se estremeció y cerró los ojos, ladeó la cabeza y la mandíbula se le desencajó. Ranulfo se inclinó sobre él y le tomó el pulso en el cuello, pero había desaparecido. Volvió la cara de Maltote, le besó en la frente y luego cubrió todo su cuerpo con la manta.
– Que Dios te bendiga, Maltote -rezó-. Que los ángeles te acojan en el paraíso. Espero que exista una inteligencia divina -añadió con amargura-, porque aquí no hay más que bastardos.
Ranulfo permaneció un rato arrodillado al lado de la cama e intentó rezar, pero le fue imposible concentrarse. No dejaba de pensar en Maltote acariciando a sus caballos y en la incapacidad total de su amigo para manejar un arma sin hacerse daño. Lloró durante un rato y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde que los oficiales de la ciudad habían transportado el cuerpo sin vida de su madre hasta el cementerio en Chaterhouse. Ranulfo se secó las lágrimas. Vertió el resto de vino sobre las esteras, se guardó la bolsita con el polvo en el zurrón y salió de la habitación.
Ranulfo le entregó la copa a Churchley.
– Ha muerto. Ahora escuchad -chasqueó los dedos en dirección a Tripham-. Hablo en nombre de sir Hugo Corbett y del rey. No quiero que entierren a Maltote aquí, en este maldito pozo negro. Quiero que embalsamen su cuerpo, lo coloquen en un buen ataúd y lo envíen al feudo de Leighton. Lady Maeve se hará cargo de él.
– Eso costará dinero -replicó Tripham.
– ¡Al diablo con el dinero! -respondió Ranulfo con acritud-. Enviadme la factura; os pagaré lo que sea. Dejad ahora que el cuerpo descanse: sir Hugo querrá rendirle su último homenaje.
Ranulfo salió de la universidad y cruzó la calle. Corbett se encontraba en el patio hablando con un jinete vestido con un traje real. El tipo estaba lleno de barro y polvo de la cabeza a los pies. Corbett echó una ojeada a Ranulfo y se despidió del mensajero, diciéndole que Norreys le daría algo de comer y cuidaría de su caballo.
– Maltote ha muerto, ¿verdad?
Ranulfo asintió. Corbett se secó las lágrimas.
– Que Dios lo acoja en su gloria. -Lanzó las cartas a las manos de Ranulfo-. Te veré en mi cuarto.
Corbett atravesó la universidad. Sospechaba lo que había hecho Ranulfo y en el fondo estaba de acuerdo con él. Durante unos minutos se arrodilló al lado del cadáver y rezó su propio réquiem bajo la mirada de Tripham y Churchley, que esperaban en la puerta. Corbett se santiguó y se levantó. Puso una mano en el crucifijo que había sobre la cama y la otra sobre la frente de Maltote.
– Os juro por Dios -declaró-, aquí, en presencia de Cristo, que quienquiera que haya hecho esto será juzgado y sufrirá el brazo más fuerte de la ley.
– Vuestro criado ya nos ha dado órdenes de lo que debemos hacer con el cadáver -interrumpió Tripham aterrorizado por el rostro pálido y cenizo del mayor escribano del rey.
– Haced lo que os haya pedido -ordenó Corbett.
Se abrió paso y volvió a su cuarto en busca de Ranulfo. No hablaron de lo que había sucedido. En vez de eso, Corbett abrió las cartas que había recibido del rey y de Maeve.
– Y aquí hay una de Simón para ti.
Le entregó a Ranulfo un trozo de pergamino rectangular con un sello de cera roja en el centro.
Corbett abrió sus cartas. El mensaje del rey era previsible. Había llegado a Woodstock con sus tropas y esperaba allí hasta que su «buen escribano» hubiera resuelto satisfactoriamente todo aquel asunto. La otra carta era de Maeve. Corbett se sentó a la mesa y la estudió con cuidado. La mayor parte se centraba en las novedades sobre el feudo, que había buenas previsiones para la próxima cosecha y que unos pescadores furtivos se habían colado en el estanque.
Luego Maeve continuaba diciendo que tanto ella como Eleanor le echaban de menos y refería lo orgulloso que se había quedado el tío Morgan después de la visita del rey.
Espero -decía- que no le dé la murga a Eleanor con sus historias sobre Gales y el modo tan horrible en el que nosotros, los galeses, aterrorizábamos a nuestros enemigos lanzando cabezas decapitadas en el campo de batalla. Aunque creo que Eleanor le tira de la lengua.
Corbett siguió leyendo, luego levantó la vista hacia Ranulfo.
– Lady Maeve me envía recuerdos para ti. ¿Qué nuevas tienes?
– Oh, sólo chismorreos sobre la cancillería.
Ranulfo rehuyó mirarle a los ojos y se guardó la carta en el zurrón.
Corbett releyó el último párrafo de la carta de Maeve:
Te echo mucho de menos -decía- y cada día voy a la capilla y enciendo una vela para que vuelvas sano y salvo a casa. Con todo mi amor y mis mejores deseos para Ranulfo y Maltote. Tu querida esposa,
Maeve
Corbett cogió un trozo de pergamino y empezó a escribir la respuesta. Describió la muerte de Maltote, luego se detuvo al recordar cómo el mozo había sacado a pasear a Eleanor en su poni y cómo ella no hacía más que reír y chillar. Maltote intentaba enseñarle algunas cosas sobre los caballos y aunque Eleanor no podía entender casi nada permanecía sentada en su montura especial y asentía con solemnidad. Corbett pestañeó para quitarse las lágrimas y en unas frases escuetas describió su sentimiento de pérdida. Luego hizo una pausa.
– Ranulfo -le dijo-, el cuerpo de Maltote será enviado de vuelta a Leighton, ¿verdad?
– Desde luego. Le dije a Tripham que pagaría todos los gastos.
– Yo lo haré -replicó Corbett.
– No, amo, dejadme a mí. Tenía dos amigos, ahora sólo tengo uno.
Corbett se volvió para mirar de cerca a Ranulfo.
– ¿Tengo yo la culpa? -le preguntó-. ¿Causé yo la muerte de Maltote?
Ranulfo sacudió la cabeza.
– La danza que estamos bailando es mortal. Podría haberle sucedido a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Somos como cazadores -concluyó-. Cazamos en la oscuridad y es fácil olvidar que también somos las presas de aquellos a los que damos caza: un cuchillo por la espalda, una copa de vino envenenado, un accidente desafortunado…
– ¿Y quién piensas que fue el responsable?
– Bueno, no pudo ser David ap Thomas. Él y sus hombres estaban encerrados en el castillo. Debió de ser el Campanero.
– Lo que significa -replicó Corbett- que debemos entender la muerte de Maltote como una seria advertencia… o que el Campanero estaba planeando su próximo ataque cuando Maltote se interpuso en su camino. Le mataron con el truco más viejo de la Biblia: el del mendigo pidiendo limosna. -Corbett se puso en pie-. Voy a cogerle, Ranulfo. Voy a coger al asesino de Maltote y, que Dios me perdone, voy a ver cómo le cuelgan.
Ranulfo le devolvió la mirada desafiante.
– Quiero decir -insistió- que lo atraparemos y lo llevaremos ante un tribunal. Morirá en la horca.
Ranulfo se puso en pie, su rostro a unos centímetros del de Corbett.
– Eso está muy bien, pero dejadme que os diga que la ley de Ranulfo-atte-Newgate se asegura de que no se pierda la sopa entre la cuchara y la boca; en este caso, entre el prisionero y la horca. ¡Ojo por ojo, diente por diente, vida por vida!