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Corbett estaba a punto de contestar cuando oyó que llamaban a la puerta. Era lady Mathilda, que entró con Moth a su lado como una sombra. La vieja dama se apoyaba en su bastón y respiraba con dificultad.
– He venido para expresaros mis condolencias.
Tendió su mano a Corbett; éste se la cogió y le besó los dedos, pero ella la retiró inmediatamente.
– Lo siento -se disculpó ante la mirada aturdida de Corbett-, pero todo este asunto…
– ¡Corbett!
Se volvió. Se escuchó un crujido en las escaleras y Bullock apareció moviéndose con pesadez; tenía el rostro rojo como un tomate.
– ¡Oh, por todos los santos! -susurró lady Mathilda-. Otra vez ese maldito baile. -Se dio la vuelta, olisqueando el aire-. Huele que apesta.
Tendió la mano a Moth, que se la cogió; sus ojos nunca se apartaban de ella. Salieron al pasillo, apartando a Bullock de su camino y empujándole contra la pared. El baile contempló cómo se marchaban con los ojos entornados y el rostro rubicundo brillante por el sudor.
– He venido tan pronto como he podido -balbuceó. Inclinó la cabeza señalando a lady Mathilda, que ahora bajaba las escaleras-. ¿Qué quería esa vieja arpía?
– Vino a ofrecerme sus condolencias -replicó Corbett-. Apuñalaron a mi amigo Maltote ayer por la noche. Está muerto.
Bullock soltó un gruñido, golpeando la alforja de montar que llevaba apoyada en una pierna.
– ¡Que Dios se apiade de él! -suspiró-. ¡Y que el Señor y la Virgen lo acojan en su gloria! -Entró con Corbett en la habitación-. ¿Y quién fue?
– No lo sabemos. Según parece un mendigo, pero probablemente fue obra del Campanero.
Bullock saludó con la cabeza a Ranulfo, que se levantó para hacer otro tanto.
– Esto es también obra del Campanero.
El baile abrió la alforja y lanzó sobre el suelo el cuerpo descuartizado y corrompido de un cuervo con una cuerda alrededor del cuello. Ranulfo se agachó, cogió el animal y, antes de que nadie pudiera reaccionar, lo arrojó por la ventana.
– ¿Qué más ha hecho ese bastardo? -preguntó.
Bullock le entregó a Corbett un trozo de pergamino.
– Ayer por la noche colgaron dos como éste -contestó-. Uno en la puerta de Oxford Hall, el otro en el Vine. Tenía dos soldados patrullando por la ciudad antes del amanecer. Encontraron esto y el cuervo muerto.
Corbett desenrolló el pergamino y leyó las palabras, que parecían querer salirse del papel:
Así que el cuervo del rey ha llegado a Oxford. ¡Cra, cra, cra!
Así que el cuervo del rey, la Corbiére , se dedica a picotear en el muladar de la ciudad. ¡Cra, cra, cra!
Pues esto es lo que el Campanero dice: maldito sea Corbett en sus sueños.
Maldito sea Corbett cuando se despierta.
Maldito sea Corbett cuando come.
Maldito sea Corbett cuando se sienta.
Maldito sea Corbett cuando caga.
Maldito sea Corbett cuando mea.
Maldito sea Corbett desnudo. Maldito sea Corbett vestido.
Maldito sea Corbett en casa. Maldito sea Corbett en el extranjero.
– Parece que no le caéis muy bien -destacó Ranulfo levantando la vista sobre los hombros de Corbett. Señaló las últimas líneas:
Cuando el cuervo llega hay que ahuyentarlo a pedradas. Que el cuervo se dé por advertido.
Firmado,
El Campanero de Sparrow Hall
Corbett estudió la vitela. La tinta y la caligrafía eran las mismas de la otra vez, con una campana enorme dibujada en la parte superior donde se había colocado el clavo para colgarlo en la puerta.
– Entonces el Campanero salió ayer por la noche -remarcó Corbett lanzando el pergamino sobre la cama-. Por eso murió Maltote. Sir Walter, esta noche, desde el atardecer hasta el alba, necesito a vuestros mejores arqueros para que vigilen todos los movimientos en Sparrow Hall. Os lo ordeno en nombre del rey.
Bullock accedió.
– ¿Tenéis algo de que informarme? -preguntó Corbett.
– Bueno, nuestros prisioneros en el castillo ya no se muestran tan altivos como ayer por la noche -respondió el baile, haciendo un mohín y sentándose en un taburete-. Pero creo que deberíais interrogarlos.
– ¿Y ya habéis comunicado a alguien de Sparrow Hall lo que pasó con Ap Thomas? -preguntó Corbett.
– ¡Oh, sí! Cuando venía de camino. Dejé a Tripham más blanco que un fantasma. -Bullock se dio una palmada en el muslo-. ¡Cómo me estoy divirtiendo! Os llevaré de vuelta al castillo, sir Hugo, y en cuanto acabemos saldré disparado como un galgo para presentar una queja formal ante los Censores de la universidad y luego volveré a Sparrow Hall. Voy a hacer que se les caigan sus arrogantes caras de vergüenza por su querido colegio.
Bullock empezó a contar con los dedos:
– Primero, alojan a un traidor que además es un asesino. Segundo, alguien ha dado muerte a un siervo real. Tercero, un grupo de supuestos estudiantes es culpable de cometer actos lujuriosos y Dios sabe qué otras cosas más. Y, finalmente, de un modo u otro, este maldito lugar está relacionado con las muertes de los mendigos en las carreteras de las afueras de Oxford.
– No les digáis nada del botón -le pidió Corbett-. Aunque he visto tantos botones en las túnicas y ropas de los profesores y estudiantes, que me va a ser imposible seguirle la pista -añadió apenado.
– ¿Qué les pasará a Ap Thomas y a los otros? -preguntó Ranulfo.
– ¡Oh! Comparecerán ante los jueces -respondió Bullock-, serán sancionados y quizá se pasen una temporadita en los calabozos. Luego puede que la universidad les ordene que se larguen durante un año a enfrentarse con la rabia de sus familiares en Gales.
– ¿Estáis seguro de que son inocentes de las actividades del Campanero o de las muertes de esos mendigos? -preguntó Corbett.
– Sí, estoy seguro -replicó Bullock-. Como os he dicho, Ap Thomas está ahora dócil como un corderito. Os responderá a cualquier pregunta. -El baile se puso en pie y dio una palmadita en el pecho de Corbett-. Sir Hugo, sois el escribano del rey. Cuando mis guardias vigilan, ni una rata es capaz de tirarse un pedo en Sparrow Hall sin mi permiso. -Señaló el pergamino que yacía sobre la cama-. Pero el Campanero es un bastardo vicioso. Yo de vos me tomaría en serio su advertencia. Ahora os acompañaré al castillo.
Corbett accedió. Bullock puso la mano en el picaporte y se volvió.
– Siento lo que le pasó al muchacho -dijo con afecto-. Siento que haya muerto. ¿Sabéis lo que haría yo? -El baile se pilló los pulgares en su talabarte, hinchando el pecho como un gallito de corral-. Si yo fuera vos, sir Hugo, me subiría a mi caballo e iría a ver al rey a Woodstock. Cerraría este maldito lugar y haría que interrogaran a todos los profesores.
– No os gusta Sparrow Hall, ¿verdad? -preguntó Corbett.
– No, sir Hugo. Nunca me gustó Braose. No me gusta ver cómo un hombre se aprovecha del dolor y la humillación de los otros. Tampoco me gusta su maldita hermana, siempre pidiéndome que le pregunte al rey si podrían santificar la memoria de su hermano. Braose no era un santo, sino un bastardo que se convirtió y estudió en los últimos años de su vida.
Corbett observó fascinado cómo aquel hombre pequeño y rechoncho sacaba afuera toda su indignación.
– Y tampoco me gustan los profesores -exclamó-. Ya sean los de aquí o los de cualquier otra parte de la ciudad. Detesto a esos supuestos estudiantes que se pasean por ahí, responsables de más crímenes que todo un ejército de villanos.
– Yo también fui estudiante.
Bullock se relajó y sonrió.
– Sir Hugo, son los nervios. Por supuesto que hay muchos profesores y estudiantes que son buenos hombres y dedican su vida a estudiar y rezar.
– Es Braose el que no os gustaba, ¿verdad? -preguntó Corbett.
Bullock levantó la cabeza; las lágrimas caían de sus ojos.
– Cuando era joven -empezó el baile-, sólo un chiquillo, un imberbe, era el escudero de mi padre en el ejército de De Montfort. ¿Conocisteis alguna vez al gran conde?
Corbett sacudió la cabeza.
– Una vez habló conmigo -dijo Bullock-. Se bajó del caballo y me dio una palmadita en el hombro. Me hizo sentir importante. No le gustaban las ceremonias, pero cuando hablaba era como escuchar música: el corazón te daba un vuelco y la sangre empezaba a correr por tus venas.
– Y sin embargo, ahora servís al rey -apuntó Corbett.
– Parte del sueño murió -explicó Bullock-, parte de la visión se perdió, pero el bien de la comunidad del reino todavía es una idea por la que merece la pena luchar. Desde luego, también me importa el rey Eduardo, aunque eso también forma parte de la tragedia, ¿verdad? -continuó Bullock-. En su juventud, el rey era como De Montfort. Pero ya basta, estoy cotilleando como una vieja bruja. Debemos partir.
Corbett y Ranulfo bajaron con Bullock las escaleras y salieron de la residencia. Las calles y los caminos estaban abarrotados, pero el baile caminaba con gran diligencia. La gente se apartaba a su paso como se abren las olas ante la llegada de un gran buque. Él no miraba ni a la izquierda ni a la derecha. Corbett se sorprendió de la rapidez con la que los estudiantes, mendigos, incluso los comerciantes más importantes, procuraban mantenerse bien alejados del camino de aquel baile tan menudo. Se detuvieron en la esquina de Bocardo Lane, donde los soldados estaban arrestando a unas prostitutas. Corbett tiró de la manga de Ranulfo.
– ¿Murió Maltote en paz?
– Hice lo que creí necesario, amo. -Miró a los ojos de Corbett-. Y si lo mismo me ocurre a mí, espero que vos hagáis otro tanto.
Continuaron, siguiendo a Bullock hacia las afueras de la ciudad, a través del puente levadizo que llevaba hasta el castillo. Sir Walter los condujo al salón principal y les dijo que se sentaran detrás de la mesa sobre el estrado. Mientras, él se dirigió a una esquina donde llenó unas copas de vino blanco.
– Siento todo este desorden. -Se disculpó mientras servía las copas y despejaba la mesa de huesos de pollo y pedazos de pan-. ¡Subid a los prisioneros! -ordenó a un soldado que hacía guardia en la puerta-. Y decidles que no quiero ni una sola insolencia. -Se sentó entre Corbett y Ranulfo. Cogió una servilleta y se empezó a limpiar los dedos. Observó cómo Corbett le miraba-. Es grasa -explicó señalando el desorden que había sobre la mesa.
– No, no -rectificó Corbett-. Sir Walter, habéis… -Corbett sacudió la cabeza-. Nada, es sólo algo que he visto.
Levantó la vista en el momento en que las puertas se abrían de par en par y dejaban entrar a los soldados de Bullock y a todo el séquito de estudiantes de mirada arrepentida al salón.
– He soltado a las prostitutas -suspiró Bullock-. Les propiné una buena azotaina en el trasero y las dejé marchar. Estaban causando demasiado alboroto entre mis hombres.
Pusieron en fila a los estudiantes. Sus rostros estaban sucios y algunos tenían moratones y heridas abiertas en las mejillas o alrededor de la boca.
– Bueno, ahora ya estáis sobrio, ¿verdad, David ap Thomas? ¡Dad un paso al frente!
El galés, todavía vestido con su túnica gris hecha jirones y las manos fuertemente atadas al frente, obedeció. Había perdido su arrogancia, tenía un corte en un lado de la boca y su ojo izquierdo, medio cerrado, empezaba a ponerse morado. Sin embargo, no dudó en protestar.
– Soy estudiante de Sparrow Hall -declaró-. También soy escribano. Sé recitar el salmo; exijo ver al clero. No tenéis derecho a juzgarme ante una corte secular.
– ¡Callad! -gruñó Bullock-. Nadie os está juzgando. -Levantó un dedo-. Cuando haya acabado con vos, os enviaré a la corte de los censores. Tendréis que volver a Gales, chico.
Ap Thomas enrojeció de furia. Corbett chasqueó los dedos y le indicó que se acercara.
– Señor Ap Thomas -empezó a decir con calma-, ayer por la noche uno de mis hombres fue asesinado por el Campanero. Eso es traición y ya sabéis cuál es la sentencia para un traidor.
Ap Thomas se humedeció los labios.
– No sé nada acerca del Campanero -añadió-. Ponedme bajo juramento si queréis.
– Después de haberos observado ayer por la noche, ya sé que eso no significaría nada para vos -espetó Bullock.
– Tomadme juramento -repitió-. No sé nada.
– Pero enviasteis al pobre Passerel a la muerte.
– Eso fue porque pensamos que había matado a Ascham.
– ¿Y por qué? ¿Por qué -preguntó Ranulfo con tono de mofa- debería David ap Thomas preocuparse por un viejo bibliotecario?
– Ascham era muy bueno con nosotros -replicó Ap Thomas.
– Sí, ya sé -interrumpió Corbett-. Os habló de las antiguas tradiciones.
– También nos daba dinero -explicó Ap Thomas-. Nos daba algunas monedas de plata para nuestras fiestas.
– ¿Por qué lo hacía? -preguntó Corbett-. Ascham no era un hombre rico.
Ap Thomas se encogió de hombros.
– Tampoco era mucho dinero; aunque después de su muerte recibí una bolsa con monedas de plata y una nota breve que decía que Ascham quería que fueran para mí.
– ¿Dónde está esa nota?
– La rompí. Estaba escrita con unos garabatos.
– Pero ¿quién os la entregó?
– En realidad fue el mismo Passerel.
– Entiendo -contestó Corbett-, y supongo que la carta estaba sellada.
– Sí. Passerel me la dio con la bolsa de monedas; dijo que la había hallado entre las pertenencias de Ascham.
– Os dais cuenta, supongo -prosiguió Corbett-, de que el dinero procedía seguramente del Campanero y de que caísteis directamente en la trampa. Vuestro querido Ascham, la fuente de conocimiento de vuestros ritos paganos, había sido brutalmente asesinado e, incluso después de muerto, demostró su generosidad con esa donación de dinero. El Campanero sabía exactamente cómo reaccionaríais: beberíais, lloraríais su muerte y luego buscaríais un culpable. Passerel no era más culpable de la muerte de Ascham que yo mismo -continuó Corbett implacable.
– ¿Le disteis vos el veneno a Passerel? -preguntó Ranulfo.
– ¡Claro que no! La noche que murió estábamos… -La voz se le quebró.
– ¿En los bosques? -preguntó Ranulfo.
– Lo siento -fue la respuesta de Ap Thomas.
– Más lo sentiréis -interrumpió Bullock con una sonrisa-. ¿Sabéis algo de las muertes de esos pobres mendigos?
Ap Thomas movió sus manos huesudas.
– Nada -protestó-. Brakespeare y Senex se dejaban ver a veces cerca de Sparrow Hall, pero no sé nada de sus muertes.
– ¡Vamos, llevadles de nuevo al calabozo! -gritó Bullock al capitán de su guardia.
– Sir Walter -intervino Corbett-. El señor Ap Thomas ha resultado de gran ayuda. Sus crímenes se deben más a su locura que a una traición o a su maldad. Entregadle a él y a sus compañeros a los censores de la universidad.
Bullock tomó un sorbo de su copa.
– De acuerdo. ¡Llevaos a esos bastardos! -exclamó-. Ya estoy harto de ellos.
Los guardias empujaron a Ap Thomas y a sus seguidores a través de la puerta. El baile se puso en pie y apuró la copa.
– Mantendré a mis guardias por los alrededores de Sparrow Hall esta noche. ¿Sir Hugo?
Corbett levantó la mirada.
– Lo siento, señor baile. Tenía la mente en otro sitio. -Se puso en pie-. Estaba pensando… -Corbett se miró las botas-. Es fácil determinar por su ropa que Ap Thomas y sus compañeros estuvieron en el campo -hizo una pausa-; pero los cadáveres que trajeron, sir Walter, ¿os disteis cuenta de si tenían restos de barro, tierra o hierba?
Bullock sacudió la cabeza.
– Dudo que los mendigos -añadió Corbett-, aunque fuesen viejos, se dejaran matar tan fácilmente. Además, si un hombre es perseguido a través de un bosque, sus piernas, manos y por descontado su rostro estarían llenos de múltiples arañazos de zarzas o de tojos.
– No vi nada de eso -replicó Bullock-. Pero, venid, sir Hugo, Ranulfo. Todavía conservo las ropas y pertenencias de esos mendigos. Están en el almacén, cerca de mi cuarto.
El baile condujo a Corbett fuera del salón y subió por unas escaleras de caracol estrechas construidas de piedra. De vez en cuando Bullock se agarraba a las cuerdas que había a un lado, deteniéndose para recuperar el aliento. Por fin llegaron a un rellano de la escalera y Bullock sacó un manojo de llaves de su cinturón y abrió una habitación que había a la derecha. Corbett tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar su sorpresa al ver la cámara privada del baile, espaciosa y limpia. El suelo estaba fregado y cubierto de alfombras. Encima de una ventana con forma de diamante había un tríptico de la pasión de Cristo, con la virgen María y san Juan a ambos lados. Una cama con dosel dominaba la habitación; debajo de la ventana había un escritorio con una enorme silla cuadrada y unos taburetes al lado de unas arcas cubiertas. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron las estanterías que iban del suelo hasta el techo a ambos lados de la ventana, todas llenas de libros.
– Nunca juzguéis un libro por su cubierta -bromeó Bullock-. Estáis ante mi orgullo y mi entretenimiento, sir Hugo. Algunos de los libros los he comprado yo, pero la mayoría son un legado de mi tío, que era prior de la abadía de Hailes.
Se encaminó hacia una estantería y sacó un tomo, que mostró a Corbett después de quitarle el polvo.
El escribano reconoció el título: Cur Deus Homo, «¿Por qué Dios se hizo hombre?», una obra del gran erudito normando Anselmo.
– Es la joya de mi colección -manifestó con orgullo Bullock, acercándose a su lado. Señaló la caligrafía en cursiva y unos hermosos dibujos que marcaban el inicio de cada párrafo-. Están copiados directamente del original -añadió el baile-. Esos bastardos de Sparrow Hall saben que lo tengo. Tripham me ofreció dinero por él, pero yo me he negado a venderlo.
Puso el libro de nuevo en la estantería, cogió una llave de un gancho de la pared y condujo a Corbett al almacén, que era un lugar alargado y estrecho, lleno de arcas y cajas de madera. Bullock agarró una y la sacó a la escalera.
– Si no os importa -dijo-, preferiría que estuvieran lejos de mi habitación. -Removió su contenido levantando una nube de polvo.
El baile regresó a su cuarto mientras Corbett empezó a sacar algunos harapos.
– Ordené que desnudaran los cuerpos -exclamó Bullock-. Esos pobres bastardos no se habrían podido permitir un ataúd, pero me aseguré de que los enterraran amortajados como Dios manda.
Corbett depositó las diferentes piezas de ropa en el suelo: botas viejas destrozadas, calzas zurcidas y hechas jirones, un junquillo de piel, una chaqueta bastante carcomida por las polillas, pues la piel de los bordes se caía a pedazos, una camisa de lana, llena de agujeros y rota. Corbett intentó no prestar atención al hedor de las prendas mientras examinaba cuidadosamente las botas y las calzas.
– Ni un resquicio de hierba -murmuró mirando a Ranulfo-, ni una hoja. ¡Nada! No creo que mataran a estos hombres donde los encontraron.
Ranulfo recogió unas calzas y examinó las hebras de lana.
– Mirad, amo. -Señaló unos pequeños guijarros que habían quedado atrapados allí.
– Y aquí también. -Corbett señaló otro par de calzas color verde botella desgastado. Luego examinó las botas: tampoco encontró barro ni nada que indicara que los mendigos fueron asesinados en un campo o bosque.
– Ponlo todo en su sitio -ordenó Corbett.
Estaba ayudando a Ranulfo en la tarea cuando Bullock salió a su encuentro.
– ¿Habéis acabado?
– Sí.
El baile metió dentro de nuevo la caja a patadas y cerró la puerta de golpe.
– Bueno, sir Hugo, ¿qué pensáis?
– Sospecho -replicó- que esos hombres no fueron asesinados en ningún ritual satánico. Dudo que se encontraran vagabundeando por un paraje o campo solitario: fueron asesinados aquí en Oxford. Quizás en alguna calle o callejuela.
– Pero ¿por qué? -preguntó Ranulfo.
– Quizá por placer -respondió Corbett-. Alguna alma enferma a la que le gusta ver a un anciano rogar por su vida antes de matarle. Por eso fueron elegidos. ¿Quién echaría de menos a un mendigo?
– ¿Por pura maldad? -exclamó Bullock-. ¿Sólo por el gusto de matar?
– Algo así -concluyó Corbett-. Un alma endiablada. Alguien que se cuela en las calles por la noche, elige a su víctima y le da caza como si fuera un conejo o un faisán.
– Sin embargo, nadie ha oído o ha visto nada -apuntó Bullock.
– Pensad en la cantidad de sitios que hay desiertos en la ciudad -contestó Corbett-. El viejo cementerio judío, por no mencionar los grandes espacios abiertos de territorios públicos.
– Pero ¿qué ocurrió con la sangre? -preguntó Ranulfo.
– Hemos tenido tormentas de verano que podrían haber limpiado toda huella -contestó Corbett.
– Pero, en ese caso -intervino Bullock-, ¿por qué no fueron los cadáveres encontrados donde los mataron? ¿Por qué se arriesga el asesino a sacarlos fuera de la ciudad y a colgar sus cabezas de las ramas de los árboles?
– No lo sé -respondió Corbett-. Pero, sir Walter -extendió la mano-, a partir de ahora, Sparrow Hall deberá ser vigilado cada noche hasta que todo este asunto se aclare.
El baile estuvo de acuerdo y Corbett y Ranulfo se marcharon.
– ¿Le habéis comunicado a lady Maeve la muerte de Maltote? -preguntó Ranulfo mientras se dirigían a la calle que los llevaría a Broad Street.
– Sí -murmuró Corbett. Se detuvo y levantó la vista hacia el cielo azul que entresalía de las casas-. Lo siento, Ranulfo. Siento enormemente que Maltote haya muerto, pero ya tendré tiempo de lamentarme cuando esto se acabe y el asesino sea castigado. -Se frotó un lado de la cara-. Su cadáver será enviado a alguna abadía para que lo embalsamen y luego lo lleven a Leighton. Sólo hay un viejo tejo en el cementerio. Lo podemos enterrar debajo. -Corbett prosiguió su camino-. Lo que ahora me tiene desconcertado -continuó- son las muertes de esos mendigos. Siempre pensé que Ap Thomas era el responsable.
Ranulfo estaba a punto de responder cuando escuchó un ruido a sus espaldas. La calle, una vía estrecha, estaba solitaria, y había escuchado unos pasos de bota. Agarró a Corbett, lo empujó contra la pared y, mientras lo hacía, algo golpeó en la fachada de una casa que sobresalía un poco más adelante. Ranulfo escudriñó en la oscuridad, pero no vio nada a excepción de un gato al que habían perturbado su reposo que cruzaba la calle. Luego percibió una sombra oscura moviéndose en el portal de una casa y un brazo echado hacia atrás. Apartó a Corbett hacia otro lado. Otra vez se escuchó el golpe de una piedra golpeando una pared más abajo de la calle.
Ranulfo desenvainó su daga y avanzó, pero, cuando llegó al lugar en el que había entrevisto aquella sombra, no encontró nada. Sólo oyó el ruido de unos pasos que se perdían a lo lejos del estrecho arroyuelo que llevaba fuera de la calle. Se agachó y recogió unos guijarros pequeños y finos. Corbett se acercó.
– Una honda -dijo Ranulfo poniéndose en pie con un guijarro en la mano. Lanzó el guijarro al aire y lo volvió a coger, permitiendo que se estrellara contra la palma de su mano-. Si uno de esos nos hubiera alcanzado, amo…
– ¿Nos podría haber matado? -preguntó Corbett.
– He visto hacerlo otras veces -explicó Ranulfo-. ¿Habéis olvidado la historia de la Biblia? Así mató David a Goliat.
– No, no lo he olvidado -contestó Corbett cogiendo el guijarro de la mano de Ranulfo-. Yo también he visto hacerlo a los muchachos en la época de siembra, que detrás de sus padres y armados con una honda van espantando a los cuervos merodeadores. -Miró hacia el estrecho y oscuro arroyuelo-. Y así es como me ve el Campanero -continuó-. Como un cuervo molesto que se mete en todo y al que debería exterminar.
Prosiguieron su camino. Corbett se detuvo ante una casa abandonada para examinar la fachada que había detenido el primer guijarro: vio cómo la piedra había penetrado profundamente en el yeso.
– No hay otro remedio -declaró-. A menos que sea necesario, Ranulfo, es mejor que no salgamos.
– Pudo ser Bullock -señaló Ranulfo-. Sabía que habíamos salido del castillo.
– Sí -contestó Corbett-, o el Campanero. O, de nuevo, uno de los amigos de Ap Thomas.
Corbett se alegró de llegar a Carfax; atravesó las calles bulliciosas, se abrió paso entre la multitud, con una mano en el zurrón y la otra en la daga, consciente de la cantidad de ladronzuelos que habría camuflados. Ranulfo le seguía de cerca. De vez en cuando daba media vuelta y se ponía de puntillas para mirar por encima del gentío, pero no creyó ver a nadie que los siguiera. Cuando llegaron a la residencia entraron por la puerta trasera, porque la entrada principal estaba abarrotada de estudiantes y Corbett quiso evitar un nuevo enfrentamiento con Ap Thomas. Norreys estaba en el patio, cerca del pozo, limpiando algunos barriles.
– ¡Ah, sir Hugo! -se acercó a ellos sonriendo, aunque su mirada parecía nerviosa y tenía el rostro pálido y unas ojeras pronunciadas-. Las noticias del arresto de Ap Thomas están en boca de todo Oxford -balbuceó-. El profesor Tripham y sus colegas quieren veros en la biblioteca. -Se limpió las manos en su propio delantal de piel-. Me preguntaron si seríais tan amable de acudir inmediatamente.
– Hemos visto a los estudiantes en la calle -remarcó Corbett-, por eso decidimos entrar por detrás.
– ¡Oh! No armarán ningún jaleo -explicó Norreys-. Ap Thomas y sus amigos no parecen estar muy bien. Ahora son más un hazmerreír que otra cosa. -Volvió al barril que estaba limpiando y colocó firmemente la anilla clavando las estaquillas de madera. Se quitó el delantal-. Iré a buscar mi capa y os acompañaré.
Corbett atravesó la calle de camino a la universidad. Esta vez encontró el ambiente más calmado y a los estudiantes más respetuosos. Incluso se echaron a un lado para dejarles pasar. En la universidad los esperaba un sirviente que los condujo apresuradamente a la biblioteca. Al cabo de un rato llegaron Tripham, el profesor Barnett, Churchley y Appleston. Lady Mathilda llegó la última, golpeando el suelo con su bastón negro labrado y con la cabeza en alto arrogante, como una reina. Ranulfo observó cómo Moth la ayudaba a sentarse en una silla de respaldo alto, en un extremo de la mesa de la biblioteca; luego miró con curiosidad a Corbett, que parecía perdido en sus pensamientos. Norreys se acercó, resoplando y gruñendo por lo bajo. Luego se limpió las manos en su túnica. Tripham les pidió que se sentaran.
– Os ofrecería un poco de vino, sir Hugo -añadió con sarcasmo-, pero el profesor Churchley me ha dicho que tenéis cierta reticencia a comer o beber algo de aquí.
– Y creo que vos deberíais hacer otro tanto -contestó Corbett-. Los asesinatos de Ascham y Passerel fueron cometidos sin orden ni concierto. Lo mismo puede decirse del de mi buen siervo Maltote. El Campanero ataca cuando lo desea, no para salvaguardar su identidad sino para acumular más dolor y ofensas. ¿Queríais verme?
– Me… -balbuceó Tripham-. Nos gustaría presentarles nuestras quejas; el baile nos ha informado de que Sparrow Hall va a estar acordonado desde el anochecer hasta el amanecer. ¿Es realmente necesario?
Corbett se encogió de hombros.
– Éste es un asunto que os concierne a vos y a la universidad -contestó-, pero Maltote era un siervo del rey y fue asesinado brutalmente. Además, un buen número de vuestros estudiantes, profesor Tripham, va a enfrentarse a serios cargos de lujuria y quizá de prácticas de magia negra.
– No somos responsables de la vida privada de todos los estudiantes -protestó Tripham.
– Y yo tampoco de la de cada sirviente de la Corona -respondió-. Además -Corbett subió el tono de voz-, cuando venía hacia aquí han vuelto a atacarme. Un guijarro lanzado con honda casi me alcanza la cabeza.
– Todos hemos estado aquí -protestó Tripham-. Sir Hugo, en toda la mañana nadie ha salido de la universidad. Nos hemos reunido en consejo en el recibidor para decidir qué debíamos hacer con Ap Thomas y sus amigos.
Corbett ocultó su sorpresa.
– ¿Estáis seguro, profesor Tripham?
– Podéis interrogar a los criados que nos han traído el vino y los dulces. Desde que nos levantamos esta mañana y fuimos a la misa de nuestra capilla, nadie ha salido de Sparrow Hall. Y, sir Hugo, a mi entender, nadie salió de la universidad ayer por la noche cuando vuestro siervo fue asesinado.
– No quiero que amortajen a Maltote aquí -añadió Corbett, sin hacer caso de las voces de protesta-. Será enviado a la abadía de Osney para que lo embalsamen.
– Norreys lo llevará -contestó Tripham-. Pero, sir Hugo, ¿cuánto tiempo estaréis aquí? ¿Cuánto tiempo durará todo esto?
– ¿Hasta cuándo continuaréis inmiscuyéndoos en nuestras vidas privadas? -espetó Barnett.
– Hasta que encuentre la verdad -respondió Corbett con arrogancia-. ¿Y qué me decís de vos, Barnett, de vuestros secretos?
La sonrisa de sarcasmo desapareció del rostro rechoncho y altivo de Barnett.
– ¿Qué secretos? -balbuceó.
– Vos sois un hombre mundano -continuó Corbett deseando haberse mordido la lengua-. Sin embargo, alimentáis a los mendigos y todos os conocen en el hospital de San Osyth del hermano Angelo. ¿Por qué a un hombre como vos deberían importarle los desvalidos?
Barnett bajó la mirada hacia la superficie de la mesa.
– La razón por la que el profesor Barnett da limosna a los pobres -intervino Tripham- es seguramente asunto suyo.
– Estoy cansado -replicó Barnett. Miró alrededor de la biblioteca-. Estoy cansado de todo esto. Cansado del Campanero, cansado de asistir a funerales de hombres como Ascham y Passerel, de dar clases a alumnos que ni siquiera entienden lo que les estáis diciendo -miró a Corbett-. Estoy contento de que hayan arrestado a Ap Thomas -confesó en medio de las protestas de sus colegas-. Era un chico arrogante. No necesito responder a vuestras preguntas, señor escribano, pero lo haré. -Se puso en pie, apartando la mano que Churchley levantaba en señal de advertencia. Desabrochó los botones de su larga túnica y las hebillas de la camisa de debajo-. He dedicado toda mi vida a estudiar con gran interés. Me gusta el sabor del vino, la pasión oscura de una copa de clarete, y las mujeres jóvenes, de pechos generosos y cintura delgada. -Continuó desabrochándose las hebillas-. Soy un hombre rico, Corbett, el único hijo de un padre encantador. ¿Habéis oído alguna vez la frase del Evangelio que dice: «Utilizad el dinero, por muy corrompido que esté, para ayudar a los pobres de modo que, cuando muráis, seáis acogidos en la eternidad»?
Barnett se abrió la camisa y enseñó a Corbett el cilicio que llevaba debajo. Se sentó en un taburete; su habitual arrogancia había desaparecido.
– Cuando muera -murmuró cabizbajo-, no quiero ir al infierno; ya he vivido en el infierno durante toda mi vida, Corbett. Quiero ir al cielo, así que… doy dinero a los pobres, ayudo a los mendigos y llevo este cilicio para expiar todos mis pecados.
Corbett se inclinó y le apretó la mano.
– Lo siento -murmuró-. Profesor Tripham, os he dicho todo lo que sé: los soldados del castillo vigilarán todas las entradas de Sparrow Hall hasta que esto se acabe. -Se puso en pie-. Ahora, me gustaría presentarle mis últimos respetos a mi amigo.
Tripham le condujo fuera de la habitación hasta la cámara mortuoria.
– Hicimos lo que pudimos -murmuró mientras abría la puerta-. Hemos lavado el cuerpo.
Corbett, seguido de Ranulfo, se quedó de pie junto a la cama con la mirada baja.
– Parece como si estuviera durmiendo -susurró Ranulfo contemplando el rostro joven y marfileño de Maltote.
– Tapamos la herida -dijo Tripham a sus espaldas-. Sir Hugo, ¿sabíais que tenía una herida horrible en la espinilla?
– Sí, sí -contestó Corbett con la mente en otro sitio-. Profesor Tripham, ¿podría dejarnos a solas un momento?
El vicerregente cerró la puerta. Corbett se arrodilló al lado de la cama. Las lágrimas le caían mientras rezaba en silencio.