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Corbett y Ranulfo regresaron a sus aposentos, cruzándose con Norreys en las escaleras. Éste les ofreció algo de comida y bebida, pero se negaron a tomar nada. Ranulfo dijo que quería ir a dar una vuelta, por lo que Corbett se retiró a su cuarto y se sentó: estaba profundamente consternado por la muerte de Maltote e intentó distraerse. Cogió las proclamas que Simón le había dado en Leighton y las ojeó. Todas eran parecidas: la forma de la campana en la parte superior atravesada por el clavo con el que habían sido colgadas, los trazos claros, propios de la pluma de un escribano, las frases llenas de odio hacia el rey. Al pie de cada proclama decía lo mismo: «Entregada en mano en Sparrow Hall, el Campanero».
Corbett las apartó de su vista. Se limpió las lágrimas de la cara, cogió la carta de Maeve de su bolsa de cancillería y empezó a releer con detenimiento las frases. Una de ellas le llamó la atención. Maeve se quejaba de que el tío Morgan se empeñaba en contar a Eleanor las historias de cadáveres decapitados y de cabezas colgando de las ramas de los árboles.
– ¡Eso es! -afirmó Corbett soltando un suspiro.
Dejó la carta sobre la mesa y recordó la ropa que había examinado en el castillo: ni hierba, ni tierra, ni una hoja o un poco de barro.
– Si no fueron asesinados allí…
Se levantó y se acercó a la ventana. Echaba de menos a Maltote más de lo que podía admitir y sabía que Ranulfo ya nunca sería el mismo. Pensó en el cadáver de su joven amigo y en las palabras de Tripham sobre la herida de su tobillo. Mientras Corbett contemplaba un enorme carro que había en el patio, se le hizo un nudo en el estómago. Lanzó un grito de desesperación y golpeó con el puño la contraventana abierta. Se encaminó hacia la puerta y la abrió de golpe.
– ¡Ranulfo! ¡Ranulfo!
Las palabras resonaron como el toque de difuntos en aquel pasillo desierto. Era temprano: los estudiantes, todavía conmocionados por la captura de Ap Morgan, se habían dispersado hacia sus aulas y salas de lectura. La inquietud de Corbett creció. Se sintió solo, vulnerable de repente. No había ninguna ventana en la galería, a parte de una pequeña aspillera al final, por lo que apenas había luz. Corbett se dirigió a la entrada. ¿Había alguien más allí?, se preguntó. Tenía la certeza de que no estaba solo. Se sacó la daga y miró a su alrededor, pues le pareció escuchar a alguien rozar la pared detrás de él. ¿Sería una rata? ¿O habría alguien escondido en la oscuridad?
– ¡Ranulfo! ¡Ranulfo! -gritó. Suspiró al oír en la escalera unos pasos que subían a toda prisa-. ¡Ten cuidado!
Ranulfo se acercó, corriendo a través del pasillo, con la daga en la mano.
– ¿Qué pasa, amo?
Corbett miró sobre sus hombros.
– No lo sé -susurró-, mas no estamos solos. -Zarandeó el brazo de su sirviente-. Sin embargo, dejaremos la caza para otro momento y, sobre todo, para otro lugar.
Corbett empujó a Ranulfo dentro de su cámara.
– Ponte el talabarte -le ordenó mientras él hacía otro tanto-. Coged una ballesta y unos cuantos cuadrillos.
– ¿Dónde vamos? ¿Qué vamos a hacer?
– ¿Os habéis dado cuenta -preguntó Corbett- de que, desde que estamos en Oxford, ninguno de los cadáveres decapitados se ha encontrado en una callejuela solitaria? Ya sé dónde matan a esos pobres mendigos. -Corbett señaló con un dedo el suelo.
– ¿Aquí? -exclamó Ranulfo.
– Sí, aquí, en la residencia. ¡En las bodegas de abajo! Acuérdate, Ranulfo, de que estos edificios pertenecieron en su tiempo a un vendedor de vino. ¿Has visitado alguna vez las casas de esos comerciantes en Londres?
– Tienen bodegas enormes y galerías interminables -intervino Ranulfo-. Algunas en Cheapside podrían alojar a toda una aldea.
– ¿Recuerdas la leyenda -añadió Corbett- de la mujer que vivió en las bodegas con su hijo, cuando Braose fundó esta residencia? Me apuesto lo que sea a que nuestro noble fundador tuvo que echarlos.
Ranulfo le miró nervioso.
– Iré con vos.
– No, no -ordenó Corbett-, pero vigilarás la entrada de la bodega. Si alguien viene detrás de mí, síguele. ¡No, no! -Corbett sacudió la cabeza-. Maltote no murió en vano, Ranulfo. -Paseó la mirada por la estancia-. Un viejo cura me dijo una vez que, durante un espacio de tiempo, el muerto todavía está entre nosotros. -Sonrió-. Mis descubrimientos se deben siempre a la lógica o la intuición, pero éste se lo debo a Maltote. Cuenta hasta cien -le ordenó-; luego sígueme.
Corbett se marchó escaleras abajo. Cuando llegó a la planta principal fue en busca de la oficina de Norreys. El hombre estaba escribiendo en un libro mayor y Corbett se dio cuenta de que, si alguien había subido al piso de arriba, no había podido ser él.
– Sir Hugo, ¿puedo ayudaros? -Norreys se puso en pie, limpiándose los dedos manchados de tinta.
– Sí, desearía ver las bodegas, profesor Norreys.
El hombre hizo un mohín.
– ¿Qué esperáis encontrar ahí abajo? ¿Al Campanero?
– Quizá -respondió Corbett.
– No hay nada ahí; solo barriles y existencias, pero…
Norreys cogió una vela de sebo de una caja y, con las llaves tintineando en su cinturón, condujo a Corbett a través de la galería. Se detuvo para encender la vela y luego abrió la puerta de las bodegas.
– Puedo ir yo sólo -afirmó Corbett.
Bajó los escalones que llevaban a las bodegas, que estaban oscuras, frías y llenas de humedad.
– Hay antorchas en los candelabros de la pared -gritó Norreys desde arriba.
Cuando llegó abajo Corbett buscó una y la encendió mientras Norreys cerraba la puerta tras de sí. Corbett avanzó con cuidado en la oscuridad. De vez en cuando se paraba a encender otra antorcha y a mirar a su alrededor. La pared de su izquierda era de ladrillo macizo, pero en la de la derecha había pequeñas cavernas y cámaras. Algunas estaban vacías; otras contenían algunas curiosidades, mesas y bancos rotos. Dobló una esquina y tosió ante la atmósfera tan rancia que había allí abajo. Corbett encendió más antorchas y se quedó maravillado del submundo que apareció ante sus ojos.
– Debe de ir hasta el final de la calle -murmuró.
Continuamente se detenía para adentrarse en una de las cámaras o se agachaba y miraba en las cavernas. Estaba contento de haber encendido aquellas antorchas: así sabría encontrar el camino de vuelta. Estuvo merodeando durante un rato antes de regresar siguiendo la hilera de antorchas encendidas. Descubrió otro pasadizo muy estrecho. Fue hasta el fondo, pero la salida estaba bloqueada. Corbett se acordó de aquellos mendigos: sabía que habían muerto allí. Podía sentir aquel silencio mortal, diabólico. Escuchó un ruido al final del pasillo y se agachó, examinando la pared de ladrillo y el suelo con detenimiento. No vio nada a excepción de unos charcos de agua. Corbett metió la mano con cuidado en uno de ellos y cogió pequeños trozos de grava que frotó entre las yemas de los dedos. Levantó la vela y miró hacia el techo abovedado, pero no pudo encontrar ni rastro de algún escape o de alguna filtración de agua. Cerró los ojos y sonrió. ¡Había encontrado al asesino!
Regresó al pasillo, donde las antorchas seguían encendidas haciendo bailar a las sombras. Corbett quería salir de allí. Sintió como si el lugar se cerrara en torno a él. Su corazón empezó a latir con fuerza y la boca se le secó. Dobló una esquina y se detuvo. El pasillo estaba totalmente oscuro; alguien había apagado las antorchas que quedaban. Corbett escuchó un chasquido e inmediatamente retrocedió, justo en el momento en el que un cuadrillo cruzó silbando el aire y se fue a estrellar contra la pared de ladrillo. Corbett se dio la vuelta y empezó a correr.
Evitó el estrecho pasadizo sin salida. En un momento dado Corbett se detuvo, desenvainó su daga y se agazapó para recuperar el aliento. Se volvió y vio la silueta de una figura a contraluz. Se humedeció los labios. Su atacante no podía ver con tanta claridad y se escuchó un segundo cuadrillo volar hacia un falso objetivo en la oscuridad. Corbett se levantó y corrió tan rápido como pudo antes de que su asaltante tuviera tiempo de insertar otro cuadrillo y tensar la cuerda. El hombre le vio acercarse corriendo. A la luz parpadeante de las velas, Corbett vio cómo aquellos dedos volvían a tirar de la cuerda, pero acto seguido se abalanzó sobre él y ambos cayeron rodando al suelo, dándose patadas y codazos mutuamente. Corbett agarró la pequeña ballesta y la lanzó contra la pared. Su asaltante pudo escapar. Corbett intentó levantarse, pero se encontró con la punta de la espada de aquel hombre en la barbilla. La figura, medio inclinada, se echó hacia atrás la capucha.
Era el profesor Richard Norreys.
Corbett se reclinó contra la pared. Se llevó la mano a la daga de su cinturón, pero la vaina estaba vacía.
Norreys se agachó, presionando la punta de su espada contra la piel suave de la garganta del escribano, que hizo una mueca de dolor y echó la cabeza hacia atrás.
– No os esforcéis. -Norreys se limpió el sudor de la cara con una mano mientras con la otra sostenía firmemente la espada-. Bueno, bueno, bueno -se mofó Norreys.
Se acercó a la luz de las velas: sus ojos tenían una mirada dulce y soñadora. Corbett apenas podía controlar el miedo. Decidió no intentar nada. Norreys estaba tan loco como una cabra: si luchaba o se resistía le atravesaría la garganta con la espada, se sentaría a su lado y se quedaría mirando hasta que muriera.
– ¿Por qué? -Corbett intentó apartar la cabeza. No dejaba de mirar al fondo del pasillo, detrás de Norreys. «¡Por el amor de Dios! -pensó-, ¿dónde estará Ranulfo?»
– ¿Por qué qué? -preguntó Norreys.
– ¿Por qué las muertes?
– Es un juego, ¿entendéis? -replicó Norreys-. Vos estuvisteis en Gales, sir Hugo, ya sabéis cómo era. Yo era un especulador, un espía. Solía salir por la noche con otros, a través de esos valles cubiertos de niebla. Nada -la voz de Norreys se convirtió en un suspiro-, nada se movía, sólo se escuchaba el murmullo de las hojas y el canto de algún búho. Pero siempre estaban ahí, ¿verdad? Los malditos galeses, arrastrándose como gusanos por el suelo. -El rostro de Norreys se llenó de rabia-. ¡En silencio, en silencio! -exclamó mientras abría unos ojos como platos-. Solíamos ir en grupos de cinco o seis. Eran buenos hombres, sir Hugo, arqueros, con mujeres y retoños esperándoles en casa. Siempre perdíamos a uno; a veces, a dos o a tres. ¡Siempre igual! Primero encontrábamos el cadáver, luego buscábamos la cabeza. A veces los muy bastardos jugaban con nosotros. Cogían la cabeza y la colgaban de la cabellera en un árbol mientras la mecía el viento. -Norreys hizo una pausa y cogió la espada con las dos manos-. Pensáis que estoy loco, que he perdido el juicio, que estoy poseído por el demonio. Pero os diré una cosa, señor escribano -añadió a toda prisa-: cuando el ejército del rey se desplegó en Shrewsbury, empecé a tener sueños. Siempre los mismos. Siempre la oscuridad, los campos de fuego entre los árboles, pasos que me seguían de cerca por todos lados. Y siempre esas cabezas, siempre esas cabezas. A veces, durante el día, veía alguna cosa, la hoja de una rama, una manzana colgando… -Norreys suspiró- y volvía a tener sueños. Entonces vine aquí. -Sonrió-. ¿Lo veis, sir Hugo? Soy un hombre instruido, poseo la educación de un escribano, de un estudiante de caligrafía. También fui un buen soldado, por eso el rey me concedió una sinecura aquí.
– ¿Sois vos el Campanero? -preguntó Corbett.
– ¡El Campanero! -se rió Norreys-. ¡Me importa un comino De Montfort o esos gordinflones del otro lado de la calle! Fui feliz aquí y los sueños eran cada vez menos frecuentes… mas vinieron los galeses. -Cerró los ojos, pero de repente los abrió al tiempo que Corbett intentaba moverse-. No, no, sir Hugo, tenéis que escucharme. Como yo tenía que hacerlo con aquellas voces. ¿Os acordáis, sir Hugo, de cómo gritaban los galeses en la oscuridad? Sabían nuestros nombres y mientras les dábamos caza ellos nos daban caza a nosotros. Y si cogían a uno de nuestra compañía decían: «¡Richard se ha ido!» «¡Henry se ha ido!» «¡Decidle a la mujer de John que es viuda!» -La voz de Norreys resonó por todo el techo abovedado. Miró a su alrededor-. Tengo que marcharme pronto -susurró-, los estudiantes están a punto de volver de sus facultades. Entonces empezarán a llamar a mi puerta por una cosa u otra.
– ¿Y los mendigos? -preguntó Corbett rápidamente.
– Fue un accidente -explicó Norreys sacudiendo la cabeza-. Pura casualidad, sir Hugo. Vino un mendigo, quería trabajar y lo envié aquí, a las bodegas, para recoger un tonel de vino. Pero, claro, aquel viejo estúpido tuvo que abrir un barril. Estaba borracho como una cuba cuando bajé. Estaba asustado y empezó a correr. Le seguí -Norreys hizo un chasquido con la boca-. Estar aquí -le susurró inclinándose hacia delante-, aquí en la oscuridad, sir Hugo, es como estar de nuevo en Gales. Le perseguí. Se puso a gritar diciendo que lo sentía. Le alcancé. Empezó a luchar para defenderse, así que le abrí la garganta. Dejé aquí el cadáver pero aquella noche tuve un sueño.
– Así que le cortasteis la cabeza, ¿verdad? -le interrumpió Corbett-, pusisteis el cadáver y la cabeza en un barril, os encaminasteis hacia alguna de las puertas de la ciudad y lo sacasteis fuera para deshaceros de él.
– Exacto -asintió Norreys-. Arrojé el cuerpo en el bosque y colgué la cabeza de una rama. ¿Sabéis algo, sir Hugo? Fue igual que ser exorcizado o bendecido en la iglesia. Los sueños desaparecieron. Me sentí purificado. -Norreys sonrió; sus ojos tenían un brillo particular-. Me sentí como un joven saltando desde una roca de cabeza a un agua limpia y profunda: me sentí totalmente renovado. -Se detuvo contemplando algún punto por encima de la cabeza del escribano.
Corbett lanzó un hondo suspiro, aguzó el oído. «¡Oh, Dios!, ¿dónde se habrá metido Ranulfo?» Miró hacia el pasillo, detrás de Norreys, pero no pudo ver nada.
– Mas volvisteis a matar -remarcó Corbett.
– Por supuesto -sonrió Norreys-. Es como el vino, sir Hugo. Uno lo bebe y siente su sabor y su calor en el estómago. Pasan los días y uno vuelve a necesitar de nuevo ese calor. ¿Y a quién le iba a importar? La ciudad está repleta de mendigos, hombres sin pasado y sin futuro: no son más que los desechos de este mundo.
– Tenían almas -replicó Corbett, deseando que Norreys no apretara tan fuerte con su espada-. Eran hombres y, por encima de todo, eran inocentes: su sangre derramada pide a Dios venganza.
Norreys se movió y Corbett supo que había cometido una equivocación.
– ¿Dios, sir Hugo? Mi Dios murió en Gales. ¿Y qué venganza? ¿Qué vais a hacer, sir Hugo? ¿Gritar? ¿Rogar misericordia?
– Me echarán en falta.
– Oh, por supuesto. Me llevaré vuestro cadáver de aquí. Os prometo que lo haré de forma diferente. Hay pantanos muy profundos en los bosques. Los fuegos del infierno se habrán enfriado cuando encuentren vuestro cadáver. Lo he pensado todo. Le echarán la culpa de vuestra muerte al Campanero. Los soldados del rey llegarán a Oxford y esos arrogantes y pomposos bastardos del otro lado de la calle serán los culpables. Cerrarán Sparrow Hall, pero no la residencia. -Vio como Corbett desviaba la mirada-. Oh, ¿a quién estáis esperando? ¿A vuestro sigiloso amigo? Cerré la puerta con llave. Estamos solos, sir Hugo. -Ladeó la cabeza-. Pero ¿qué os hizo sospechar de mí?
– Mi criado, el que murió. ¿Fuisteis vos?
Norreys sacudió la cabeza.
– Dijo que se había golpeado la espinilla contra un cubo -continuó Corbett mientras entrevió una sombra moverse al fondo del pasadizo-. Me pregunté por qué el rector de la residencia, un lugar que no es conocido precisamente por su limpieza, debía de estar fregando el suelo de la bodega. Estabais quitando las manchas de sangre, ¿verdad? Y luego empecé a reflexionar sobre el hecho de que los cadáveres fueron encontrados sin ninguna señal de haber muerto en el bosque; sobre los mendigos que vienen aquí a menudo, pidiendo limosna, pan y agua; sobre lo profundas que son estas bodegas, y me acordé de que vos habíais trabajado como especulador en Gales. Por supuesto, como administrador, teníais el derecho de coger vuestro carro para ir a comprar existencias en las aldeas de los alrededores. Nadie sospecharía de vos, nadie podría deteneros.
Norreys le señaló con un dedo.
– Sois un buen perro de caza.
– Cogisteis los cuerpos y los dejasteis con las cabezas colgando de las ramas. Nadie se daría cuenta de las manchas oscuras de unos barriles fabricados para contener vino y con la tapa firmemente cerrada. Mientras yo, el perro de caza del rey, he permanecido en este lugar, habéis dejado de matar. Sabíais que era muy curioso, así que limpiasteis el lugar de los crímenes y Maltote se tropezó contra el cubo que estabais usando.
– ¿Algo más?
– Se os cayó un botón…
– ¡Ah! Me preguntaba…
– Y hay gravilla muy fina aquí abajo. Encontré algunos restos en las ropas de los mendigos.
– Pensé que habíais encontrado algo -se rió Norreys-. Os seguí hasta aquí abajo…
– Os propondré una cosa -interrumpió Corbett al ver que Ranulfo todavía no estaba muy cerca.
Norreys abrió unos ojos como platos.
– En el pasillo que hay a vuestras espaldas -continuó Corbett- está mi sirviente, Ranulfo-atte-Newgate. Antes de convertirse en escribano, Ranulfo era cazador nocturno. Podía abrir cualquier cerradura y moverse como un fantasma.
Norreys sacudió la cabeza, pero su sonrisa se desvaneció al escuchar el chasquido de una ballesta a sus espaldas.
– Podéis apartar vuestra espada -le aconsejó Corbett con calma- y ser juzgado ante un tribunal de justicia del rey.
– Podría mataros -sonrió de nuevo Norreys, pero por poco rato.
Corbett levantó lentamente la mano, tocó la hoja de la espada: se tranquilizó, no estaba muy afilada, era sólo una barra de hierro.
– Podéis aceptar mi propuesta -insistió Corbett.
Sin embargo, Norreys estaba más preocupado por tener a Ranulfo a sus espaldas.
– O Ranulfo podría acabar con vos.
De pronto Corbett apartó de un golpe la espada y se echó a un lado. Norreys se puso en pie. Ranulfo apareció bajo la luz de las velas. Corbett escuchó el silbido del cuadrillo de una ballesta y Norreys se tambaleó, dejó caer la espada y se agarró el cuadrillo, que le había alcanzado directamente en el pecho. La mirada de sorpresa todavía estaba en su rostro incluso cuando Ranulfo le agarró por la cabellera, le echó hacia atrás la cabeza y le abrió la garganta. Ranulfo dejó caer a Norreys al suelo y se agachó al lado de Corbett. El escribano cerró los ojos y se acercó a la pared, respirando con dificultad, intentando calmar los latidos de su corazón.
– Vine lo más rápido que pude -sonrió Ranulfo-. La cerradura estaba oxidada y atrancada y durante unos segundos perdí el control. -Ayudó a Corbett a ponerse en pie-. ¿Sabéis lo que haría, amo? ¡Me marcharía de este maldito lugar! -Le dio una patada al cadáver de Norreys-. Cabalgaría tan rápido como el viento hacia Woodstock y obtendría el permiso del rey para arrestar a todo el mundo, tanto de la universidad como de la residencia, hasta que este asunto se acabe.
Corbett le apartó de su lado con amabilidad y se reclinó en la pared.
«Esto es una pesadilla», pensó, mirando a su alrededor. Pasillos oscuros y resbaladizos, luces de vela parpadeantes, el cadáver empapado en sangre de un asesino. ¿Cómo terminaría todo aquello? ¿Quizá Ranulfo no llegaría algún día a tiempo? ¿O tal vez se encontraría con un asesino distinto al resto, silencioso y rápido, a quien no le importara jactarse de sus proezas? Corbett recogió su daga y la envainó. Ranulfo limpió la hoja de la suya en el junquillo de Norreys, recogió la ballesta y ayudó a Corbett a volver por el pasillo. Empezaron a caminar, pero Corbett se detuvo. Se sentía más tranquilo a pesar del frío.
– Tienes razón -murmuró-, recoge nuestras cosas, Ranulfo. Nos marcharemos de aquí e iremos a la taberna de Las Chicas Alegres. Reserva una habitación pero no digas a nadie donde estamos. -Subió los escalones y abrió la puerta-. No volveré a poner los pies en esa maldita habitación.
Corbett se sentó en un banco y se tapó la cara con las manos. Se acercó un criado para preguntarle si se encontraba bien y si sabía dónde estaba el profesor Norreys…
Corbett levantó la cabeza, el hombre echó una mirada al rostro pálido y enfurecido del escribano y echó a correr. Llegó Ranulfo, con alforjas sobre los hombros y en las manos. Salieron a la calle. Corbett se sentía como en un sueño. Permitió que Ranulfo le guiara a través de las calles, echando a un lado a los mendigos. En una ocasión Corbett se tuvo que parar, porque el ruido y los olores hicieron que se mareara. Sin embargo, cuando llegaron a la taberna ya se sentía mejor. Todavía tenía frío y estaba cansado. Se sentó frente a un fuego de pocas llamas mientras Ranulfo alquilaba una habitación y pedía algo de comer: faisán asado con salsa de ostras. Ranulfo se quedó en silencio y se limitó a observar a Corbett, que comía con desgana. A continuación se tomó dos copas de clarete y le explicó lo de Norreys.
– Dormiré durante un rato -concluyó Corbett-. Vuelve a Sparrow Hall, Ranulfo, y cuéntale al profesor Tripham lo que ha pasado. Despiértame cuando doblen las campanas para vísperas.
Corbett subió a su cuarto. Un sirviente iba delante de él llevando las sábanas limpias y las almohadas que Ranulfo había ordenado. El cuarto era austero, tenía las paredes blanqueadas y estaba amueblado con una mesa tambaleante y dos taburetes, pero las camas eran cómodas y estaban limpias. Una vez que el mozo cambió las sábanas, Corbett cerró la puerta con pestillo, se echó en la cama tapándose con las mantas y se quedó profundamente dormido.
Durmió alrededor de una hora. Cuando se despertó llevó la mano a la daga, que estaba en el suelo, hasta que recordó dónde se encontraba. Se quitó las mantas de encima, se levantó y se aseó. Se sintió mejor, y cuando bajó al bodegón se encontró a Ranulfo entretenido en un juego de azar. Su sirviente le guiñó un ojo cómplice, recogió sus ganancias y siguió a Corbett hacia el jardincito que había detrás de la taberna.
– ¿Os encontráis mejor?
– Sí. -Corbett se desperezó-. Ha sido todo tan rápido, Ranulfo. Estás cazando a un asesino y antes de que te des cuenta el malnacido te atrapa a ti. ¿Se lo habéis contado a Tripham?
– Sparrow Hall es un caos -replicó Ranulfo.
– ¿Caos?
– Bullock ha sacado el cadáver de Norreys y lo ha llevado al mercado de Broad Street. Lo han colgado de una horca como advertencia a otros asesinos.
– ¿Y qué hacen los demás?
– Son prisioneros de su propia universidad. Son como gorriones atrapados en una jaula.
Corbett sonrió ante el juego de palabras.
– Si pudiera… -se escuchó la voz de Bullock, que entraba por el jardín.
– Le dije que estábamos aquí… -susurró Ranulfo.
– Si pudiera -repitió el baile subiéndose el cinturón de piel por encima del voluminoso estómago-, arrestaría a todos esos bastardos y los metería en las mazmorras -miró a Corbett-. Hicisteis una tontería, sir Hugo. Podríais haber acabado hecho picadillo dentro de un barril.
– Necesitaba pruebas y sospeché que Norreys me seguiría. -Corbett se encogió de hombros-. Pero ahora ya ha pasado y debemos concentrarnos en Sparrow Hall.
– Una vez que suene el toque de queda -replicó Bullock- habrá más soldados en Sparrow Hall y en la residencia que moscas alrededor de una boñiga. También he dejado algunos hombres vigilando en la calle de fuera; pensé que debería decíroslo. -El baile giró sobre sus talones y se marchó.
– Y ahora, ¿qué, amo?
– No lo sé, Ranulfo.
Corbett levantó la vista hacia el cielo, que todavía estaba teñido de rojo por la puesta de sol. Apartó con la mano a los mosquitos que habían empezado a merodear a pesar de las escudillas de vinagre que habían colocado a lo largo del camino del jardín.
– El Campanero no volverá a atacar, por lo menos, no a nosotros. Ya no decapitarán a más mendigos en las bodegas de la residencia. -Oyó una risa, seguida de la voz de un joven que entonaba un villancico en una de las cámaras del piso de arriba-. ¿Estabais probando suerte?
Ranulfo se pasó el dado de una mano a otra.
– Sí, y no estaba haciendo trampas.
Corbett colocó una mano sobre el hombro de Ranulfo.
– Te debo la vida.
Su sirviente apartó la mirada.
– ¿Qué pensáis de Las confesiones de san Agustín?
– Son difíciles de entender, pero constituyen un reto.
– Bueno, parece que tendremos a un nuevo Ranulfo, ¿eh? -Corbett siguió su mirada hacia la puerta de la taberna-. Se acabaron los líos de faldas. A partir de ahora los viejos herreros de Londres dormirán mucho más tranquilos por la noche, ¿eh?
Entraron en el bodegón y Corbett pidió algo de vino. Ranulfo pensó que Corbett subiría directamente a su cámara, pero, sorprendentemente, el escribano se unió a un grupo de estudiantes que estaban sentados al fondo en una esquina. Uno de ellos tenía un tejón domesticado y estaba ocupado dándole gotitas de aguamiel que el animal engullía con avidez.
– ¿Hace mucho que lo tenéis? -preguntó Corbett.
El estudiante levantó la mirada.
– Desde que era un cachorro. Lo encontré merodeando en los pantanos de Christ Church. Dicen que traen suerte.
– ¿Y ha sido así? -preguntó Corbett sentándose a su lado.
– Bueno, de momento se está bebiendo mi aguamiel. -El estudiante lanzó una mirada de envidia a la copa de Corbett, por lo que el escribano llamó a un mozo.
– Lo mismo para mis compañeros -pidió.
– Pero vos no estáis interesado en los tejones, ¿verdad? -le preguntó el joven tímidamente.
– No, tenéis razón -replicó Corbett-. Decidme, ¿habéis oído hablar del Campanero y de sus proclamas?
– He oído muchas cosas, señor, de las muertes en Sparrow Hall y en la residencia.
– ¿Habéis leído las proclamas? -preguntó Ranulfo.
– Les he echado un vistazo. -El estudiante señaló al resto de sus acompañantes-. Todos lo hemos hecho.
– ¿Y? -preguntó Corbett.
El joven cogió a su tejón entre los brazos y empezó a acariciarlo con ternura.
– Mucho ruido y pocas nueces, señor. ¿Qué nos importa De Montfort? Es obra de algún chiflado. No conseguirá que los estudiantes cojan las armas y marchen hacia Woodstock.
– ¿Y cuál es el sentimiento general?
– Yo sólo leí las proclamas porque las colgaron en la puerta de Wyvern Hall -explicó el estudiante-. Pero, para seros francos, señor, me trae sin cuidado si el Campanero está vivo o muerto.
Corbett le dio las gracias, dejó una moneda sobre la mesa para que comprase más aguamiel para el tejón y, seguido por un Ranulfo que le miraba lleno de curiosidad, regresó a su cuarto.
– ¿Qué ha sido todo eso? -preguntó Ranulfo cerrando la puerta.
– Algo que habíamos pasado por alto -replicó Corbett-. Volvamos al primer día en el feudo de Leighton. El rey Eduardo llega subiéndose por las paredes por el hecho de que De Montfort parece haber vuelto de entre los muertos. Al rey le importa y por eso también a nosotros; después de todo, somos sus sirvientes más fieles, sus escribanos reales. Venimos a Oxford y cometemos el error de entrar en el mundo del Campanero. Sin embargo, mientras estaba fuera, en el jardín, contemplando el cielo, recordé algo que me dijiste en la residencia. ¿A quién le importa realmente? Y los estudiantes de abajo, el joven con el tejón, son la prueba más evidente. -Vio la confusión en los ojos de Ranulfo-. Lee a tu querido san Agustín: la realidad es sólo lo que percibimos. San Agustín percibió a Dios, y de pronto toda su antigua realidad, la lujuria, las juergas, la bebida y las mujeres desaparecieron. -Corbett se reclinó en la cama-. ¿Quién sabe si lo mismo le pasará a Ranulfo-atte-Newgate? Y otro tanto podemos decir del rey: De Montfort es un demonio que persigue su alma; para él, el Campanero supone una terrible amenaza a la Corona y a su ley.
– Pero ¿en realidad?
– La realidad -continuó Corbett- es que a la gente le trae sin cuidado. De Montfort murió hace casi cuarenta años: el Campanero está apuntando directamente al rey. Cuestionémonos la pregunta de Cicerón: Cui bono. ¿Qué gana el Campanero con todo este arduo y arriesgado plan? ¿Qué quiere conseguir con él? Sabe que no logrará levantar una rebelión ni organizar ejércitos para marchar por las calles de Londres y Westminster. Así que… ¿cuál es su propósito?
– ¿Marcarse puntos? -sugirió Ranulfo.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué sentido tienen los asesinatos? ¿Por qué me atacaron? ¿Y por qué el caos en Sparrow Hall? -Corbett tiró de una hebra suelta de la manta-. Bueno, ésa debe de ser su advertencia -añadió por lo bajo.
– ¿Qué advertencia, amo?
– El caos -contestó Corbett-. Al Campanero parece que le encanta crear confusión, y si ése es el caso, créeme, Ranulfo, antes de que seamos mucho más viejos habrá otro asesinato en Sparrow Hall.