173948.fb2 La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Capítulo XII

Ranulfo estaba sentado dentro de la iglesia de San Miguel. Se acomodó en la base de un pilar y contempló el interior del templo, fascinado por los cuadros tan llamativos que habían pintado allí. La iglesia estaba prácticamente a oscuras a excepción de dos velas encendidas, que brillaban como los ojos de alguna bestia atisbando entre las tinieblas. Las velas iluminaban un fresco que representaba a Cristo en el Juicio Final, rodeado de sus ángeles y dispuesto a pronunciar su sentencia final: la vida o la condenación eternas. Esqueletos fantasmagóricos, vestidos con sudarios, levantaban las manos suplicantes hacia los ángeles que revoloteaban sobre ellos con las espadas en alto. En la pierna izquierda de Jesucristo, habían pintado unas cabras que montaban unas brujas esqueléticas rodeadas de un enjambre de demonios y que torturaban por última vez a las almas antes de que las puertas de la eternidad se cerraran para siempre.

– Recordad que del polvo nacisteis y en polvo os convertiréis.

Ranulfo se volvió sobre sus hombros hacia el pequeño resquicio de luz que salía de la ventana de la anacoreta.

– ¡La muerte llegará -entonó la vieja- y saltará como una trampa sobre cada alma viviente de la tierra!

– ¡Volved a vuestras oraciones! -le gritó Ranulfo.

– Rezo por vos -replicó Magdalena-. Passerel rezó en este lugar, pero murió: el asesino se coló dentro como una víbora, sin hacer ruido. Ni siquiera gritó cuando se tropezó con la barra de hierro de la puerta. ¡Así que rezad!

– Me harán falta vuestras oraciones -replicó Ranulfo con brusquedad.

Volvió la vista al fondo de la nave de la iglesia, hacia una cruz que colgaba sobre el elevado altar. Estaba pensando en lo que la anacoreta había dicho cuando un ruido le hizo volverse, pero era sólo una rata trepando por un ataúd parroquial colocado sobre unos caballetes en el crucero. Ranulfo se pasó un dedo por los labios. No podía concentrarse para rezar, sólo pensaba en el pobre Maltote. Giró ligeramente hacia la izquierda para ver la estatua de la Virgen y el Niño que se alzaba frente a una lámpara de aceite a la izquierda del altar. Ranulfo apenas pudo recitar el ave maría: ¿qué recuerdos podía tener de su madre, una mujer de temperamento inestable que le abofeteaba cada dos por tres y acabó por echarlo a la calle? Un día Ranulfo volvió a su casa y se la encontró muerta; había cogido la peste. Se quedó mirando cómo los sepultureros la ponían en una carretilla para echarla junto al resto de cadáveres en los grandes fosos de cal a las afueras de Charterhouse.

La puerta de la sacristía se abrió y el padre Vicente salió por ella. Se arrodilló frente a la reja que separaba el coro de la nave y atravesó la iglesia. Ranulfo se puso en pie para recibirlo, sin intenciones de asustar al padre.

– ¿Quién es? -preguntó el cura deteniéndose, atisbando a través de la oscuridad.

– Ranulfo-atte-Newgate.

– Ya me parecía haber oído un ruido -añadió el padre Vicente. Hizo sonar el puñado de llaves que llevaba en las manos-. Ahora debo cerrar. -Se acercó y vio el libro que tenía Ranulfo-. ¿Estabais en vuestras oraciones, señor?

– ¡Estaba rezando! -gritó Magdalena-. ¡Estaba rezando por el juicio de Dios sobre Sparrow Hall!

– Son Las confesiones -explicó Ranulfo-, Las confesiones de san Agustín. Lo tomé prestado de la biblioteca de Sparrow Hall.

El padre cogió el libro y lo sopesó en las manos.

– ¿Os ayudará esto a coger a vuestro asesino? -preguntó con calma.

– No he venido para eso, padre. Vine a rezar.

– ¿Queréis que escuche vuestras confesiones? -Los ojos cansados y ancianos del cura no se apartaron de los de Ranulfo-. ¿Queréis que os dé la bendición, Ranulfo-atte-Newgate?

– He cometido tantos pecados, padre…

– La absolución los acepta todos -replicó el padre.

– He cometido lujuria, he ido de putas, me he entregado a la bebida. -Ranulfo le arrebató el libro de las manos-. Y sobre todo, padre, he matado. He matado a un hombre esta tarde.

El cura retrocedió.

– Fue en defensa propia -explicó Ranulfo-. Tuve que matarle, padre.

– Si fue así -contestó el cura-, no cometisteis ningún pecado.

– Pero tengo intenciones de volver a matar -añadió Ranulfo-. Deseo matar al asesino de mi amigo y llevar a cabo su ejecución.

– Eso es asunto de la ley -apuntó el padre a continuación.

– Le mataré, padre.

El cura se santiguó.

– Entonces no puedo daros la absolución, hijo mío.

– No, padre, no pensaba que pudierais

Ranulfo se arrodilló y sin volver ni una sola vez la vista atrás salió de la iglesia.

* * *

Corbett estaba en su escritorio y acercó dos velas de sebo para iluminar con su luz el trozo de pergamino que tenía enfrente. Fuera, en el patio, los perros aullaban a la luna. De vez en cuando se oían ruidos de risas y jaleo procedentes de la planta de abajo. Corbett había abierto las contraventanas. La brisa de la noche era cálida, agradable y entremezclaba la fragancia de las flores del patio con los olores más placenteros de la cocina y del jardín. Corbett se sentía intranquilo. Bajó la vista hacia el trozo de pergamino en blanco e hizo un esfuerzo por poner en orden sus pensamientos.

– ¿Qué tenemos aquí? -se preguntó. Hundió la pluma en el bote de tinta.

Asunto 1: El que se hace llamar el Campanero cuelga sus mensajes en las puertas de las iglesias y residencias de todo Oxford. Ataques crueles contra el rey, pero, ¿a quién, aparte de a su majestad, le importan realmente?

Asunto 2: ¿Cuál de los profesores de Sparrow Hall podría moverse con tanta rapidez por todo Oxford? ¿Tripham? ¿Appleston? Barnett seguramente no, ya que parece dedicar su vida a expiar todos sus pecados. ¿Quizá lady Mathilda, golpeando con su bastón el suelo de guijarros? ¿O sería el silencioso Moth? Sin embargo, parece no estar muy en sus cabales y no sabe leer.

Asunto 3: Ascham sabía algo. ¿Qué libro estaría buscando? ¿Por qué escribió PASSER… con su propia sangre mientras moría? ¿Y por qué Passerel murió de forma tan silenciosa en la iglesia de San Miguel?

Corbett levantó la pluma. Ranulfo había ido allí; decía que quería rezar. Esperó que se encontrara bien. Sonrió inexorable cuando recordó la frialdad con que Ranulfo se enfrentó a Norreys.

Asunto 4: Langton. ¿Por qué le envenenaron? ¿Y por qué llevaba una carta de advertencia del Campanero para él?

Asunto 5: Todas las muertes son obra del Campanero, pero ¿por qué?

Corbett volvió a dejar caer la pluma sobre la mesa y se frotó la cara. Miró la vela de las horas, pero estaba tan desgastada que apenas pudo distinguir las marcas que indicaban el paso del tiempo. Se levantó, se quitó el junquillo, se santiguó y se tumbó en la cama. Descansaría durante un rato y, cuando regresara Ranulfo, continuaría con su trabajo. Pensó en Maeve, Eleanor y el tío Morgan en Leighton. Quizá Maeve estaría en la solana hablando con su tío o tal vez en el dormitorio. Maeve siempre era la última en irse a dormir; siempre tenía la mente ocupada en prepararlo todo para el día siguiente. Corbett cerró los ojos, dispuesto a descansar durante un rato.

Cuando se despertó las contraventanas estaban cerradas y las velas, apagadas. Ranulfo dormía profundamente en la cama de al lado. Corbett oyó ruidos en el patio. Abrió las contraventanas y durante unos segundos el sol le dejó medio ciego.

– Que Dios me bendiga -murmuró-, pero he dormido como un niño.

– ¡Como un tronco! -bromeó Ranulfo apartándose las mantas-. Volví antes de medianoche, amo. La taberna estaba a rebosar. Dormíais como un muerto.

Ranulfo se dio cuenta de lo que había dicho y se disculpó. Bajó y regresó con una jarra de agua fresca. Corbett decidió no afeitarse, pero se lavó rápidamente. Se cambió la camiseta y la ropa interior y, mientras Ranulfo se aseaba, bajó al bodegón desierto. Estaba a punto de tomarse un tazón de caldo caliente cuando Bullock irrumpió en la estancia con un chasquido de dedos.

– Sir Hugo, será mejor que vengáis. Vos también -gritó a Ranulfo que acaba de bajar las escaleras-. Hemos encontrado al Campanero.

Corbett apartó el tazón y se puso en pie.

– ¡Al Campanero! ¿Cómo?

– ¡Seguidme!

Corrieron detrás de él. Ranulfo se acordó de los talabartes y regresó a buscarlos, mas pronto los alcanzó, justo cuando entraban por el camino que llevaba a Sparrow Hall.

– ¿Quién es? -preguntó Corbett tirando de la manga del baile.

– ¡Appleston! Ya sabéis, el hijo bastardo de De Montfort.

– ¿Y tenéis pruebas?

– Todas las pruebas del mundo -replicó el baile-, pero será mejor que lo comprobéis vos mismo.

Tripham, Churchley, Barnett y lady Mathilda estaban esperándolos en el pequeño recibidor.

– Lo encontramos después del amanecer -informó Tripham poniéndose en pie y juntando las manos-. ¡Tantas muertes! -exclamó. Tenía el rostro pálido y ojeroso-. ¡Tantas muertes! ¡Tantas muertes! El Rey montará en cólera.

– ¿Otro asesinato? -preguntó Corbett paseando la mirada entre los presentes.

– No, esta vez no se trata de ningún asesinato -replicó lady Mathilda-. Appleston tomó la opción del cobarde. El profesor Tripham os lo enseñará.

El vicerregente los condujo escaleras arriba. En la primera galería había dos criados, entregados a la labor de doblar ropa en un arca, que se arrinconaron contra la pared para dejarlos pasar como si no quisieran ser vistos. Bullock abrió la puerta. La cámara era muy lujosa: contenía una cama con dosel con las cortinas echadas, estanterías repletas de libros, platos de peltre y copas, taburetes y una silla forrada frente a un escritorio elegante debajo de la ventana. A cada lado de la estancia había unos cofres medio abiertos. Bullock corrió las cortinas de la cama. Appleston yacía allí, tan serenamente que Corbett pensó que estaba dormido. Bullock, gruñendo por lo bajo, abrió las contraventanas.

– No toquéis la copa que hay sobre la mesa -advirtió a Corbett, aunque éste ya la había cogido y la estaba oliendo.

Advirtió cierto olor agrio mezclado con el clarete.

– ¿Qué era? -preguntó.

– Soy un baile, no un boticario -espetó Bullock-. Pero Churchley dice que es una especie de poción para dormir, de esas que proporcionan el sueño eterno.

Corbett se sentó en la cama. Retiró con cuidado las mantas y desabrochó los botones de la camisa de dormir de Appleston.

– ¿Es realmente necesario? -preguntó Tripham.

– Sí, creo que sí -contestó Corbett.

Le subió la camisa y estudió el cadáver. Corbett no encontró ninguna marca de violencia. La piel estaba húmeda y fría, tenía el rostro pálido, los labios medio abiertos y ligeramente amoratados, pero no había nada más relevante. Si no hubiera sido por la copa, Corbett habría pensado que Appleston había muerto silenciosamente mientras dormía.

– ¿Y por qué creéis que es el Campanero?

– Mirad en el escritorio -replicó Tripham.

Corbett le obedeció. Un trozo de pergamino, cortado limpiamente, le llamó la atención: el tipo de caligrafía era el mismo que el de las proclamas del Campanero. También se fijó en el bote de tinta y la pluma que había al lado.

– «El Campanero va y viene -leyó en voz alta-. Hace sonar sus advertencias y proclama la verdad; sin embargo, al final siempre llega la oscuridad. ¿Quién sabe cuándo regresará?» Bastante enigmático -apuntó Corbett.

Se acercó a la cama, cogió la mano de Appleston y apreció unas manchas de tinta en los dedos y en la camisa de dormir de lino.

– Y todavía hay más -declaró Bullock.

Empezó a abrir los cofres y las arcas que había a su alrededor, sacando rollos de vitela y botes de tinta negra. También sacó unos trozos de pergamino amarillentos y se los lanzó a Corbett.

– Copias de las proclamas del Campanero. -Señaló un rollo de vitela que había al lado del escritorio-. Extractos de las crónicas sobre la vida de De Montfort. Y lo más importante…

Bullock se acercó a un cofre y rebuscó en su interior. Sacó lo que parecía ser un pequeño tríptico. Sin embargo, cuando Corbett lo abrió, en vez de encontrarse con una crucifixión en el centro con la virgen María y san José a cada lado, vio un retrato de De Montfort santificado rodeado de una multitud de personas con los brazos extendidos y cartelas saliendo de sus bocas con las palabras escritas: LAUDATE, LAUDATE (alabad al Señor).

Corbett se unió a la búsqueda de más pistas. Tripham no paraba de protestar desde la puerta. Bullock volvió a su tarea de revolver cofres y arcas. Al final Corbett amontonó todo lo que había encontrado sobre el escritorio.

– Así que Appleston era el Campanero -concluyó-. Sabíamos que era el hijo ilegítimo de De Montfort y no hay ninguna duda de que sentía un amor especial por el conde. Los rollos de pergamino, los utensilios de escribir, todo parece indicar que era él.

– Pero no estáis seguro -afirmó Ranulfo.

– ¡Oh! Puedo aceptar que era el Campanero -añadió Corbett-, pero ¿por qué se suicidó? Porque ése será el veredicto, ¿me equivoco? Appleston se da cuenta de que no puede continuar con su subterfugio. En consecuencia, escribe un pequeño memorándum proclamando la verdad, se toma la poción y muere en paz mientras duerme -lanzó una mirada a Tripham-. ¿La puerta estaba cerrada con llave?

– No, sir Hugo.

Corbett se sentó en un taburete y se frotó la punta de la nariz.

– Aquí tenemos a un hombre que va a suicidarse -declaró-. Escribe una nota antes de morir; sólo hay que ver la tinta en sus dedos. Ingirió bastante vino. A Appleston no le importaba morir de una forma tan trágica y decide meterse en la cama. -Corbett miró la vela; vio cómo se había consumido-. Me gustaría que todo el mundo saliera de la estancia. Vos también, baile.

Bullock estaba a punto de protestar.

– Por favor -añadió Corbett-. Os prometo que no tardaré demasiado.

Bullock salió detrás de Tripham. Ranulfo cerró la puerta tras ellos.

– No creéis que se haya suicidado, ¿verdad, amo?

– No -contestó Corbett-. No es lógico. La mayoría de los asesinos aprecian sus vidas. El Campanero se ha divertido con el juego. Ha matado en secreto bajo el manto de la oscuridad. ¿Por qué desaparecer ahora tan silenciosamente en medio de la noche? Por supuesto -asintió Corbett- que hay muchas pruebas que le acusan. Su parentesco, los documentos encontrados en su cámara… Pero, Ranulfo, si fueras el hijo bastardo de De Montfort, te sentirías orgulloso de ello, ¿no es cierto?

– Sí, en efecto.

– Entonces, dime, Ranulfo, si quisieras suicidarte, si fueras a escribir las últimas palabras de tu vida, querrías hacerlo de manera que nadie te molestara. Cerrarías la puerta con llave y la atrancarías. Pero Appleston no hizo nada de eso. Se metió en la cama sin ni siquiera apagar las velas. Y sobre todo, si un hombre desea morir, ¿para qué iba a cambiarse de ropa y ponerse la camisa de noche? -Corbett se dirigió a la puerta. En una percha había una túnica del profesor con la insignia de la residencia; en otra, una camisa, un junquillo y unas calzas. Corbett las examinó con cuidado.

– Están limpias -comentó.

Miró a su alrededor y entrevió una cesta de mimbre en una esquina, debajo del lavatorio. Se dirigió hacia allí y la sacó para vaciar su contenido en el suelo. Sacó una camisa y unas calzas sucias.

– Esto es lo que Appleston llevaba ayer. -Corbett las puso de nuevo en la cesta-. Y parece ser que Appleston dispuso algo de ropa limpia para mañana.

– Quizás es un hombre metódico -afirmó Ranulfo-. Oí hablar de un caso parecido en Cripplegate; un ama de casa coció el pan el mismo día que había decidido quitarse la vida.

– Podría ser. -Corbett caminó alrededor del cuarto. Se sentó en el escritorio y echó una ojeada a los trozos de pergamino-. Pero digamos -cogió uno de ellos entre los dedos-, causa disputandi, que Appleston era el Campanero. Bullock llegó aquí e inmediatamente encontró las pruebas. ¿Por qué iba a dejarlo todo tan a la vista?

– Pues porque a Appleston ya le debería de traer sin cuidado -contestó Ranulfo-. No olvidéis, amo, que debía de sospechar que nos estábamos acercando a la verdad. Descubrimos su secreto…

– Pero eso no es cierto -comentó con sequedad Corbett-. Estoy dando más vueltas que nunca sobre un mismo punto.

– Sí, sí; pero, amo, digamos que nos marchamos de Oxford de camino a Woodstock y le contamos al rey lo que sabemos. ¿Qué pasaría?

– Que arrestarían a los profesores -asintió Corbett-. Sé por dónde vas, Ranulfo. El rey estaría muy interesado en Appleston. Le habría gustado encerrarle en la Torre con los torturadores hasta que la verdad saliera a la luz. Además, el rey Eduardo no se hubiera apartado de su lado para aprender la lección de que un hijo bastardo del gran De Montfort podría haber realizado un complot en su contra.

Corbett vio cómo las botas de Ranulfo pisaban la colcha de la cama y cruzó la habitación para levantar las sábanas y las mantas. Debajo del colchón, construido en una cuja de la cama, había un pequeño cajón. Corbett le dijo a Ranulfo que se apartara y ambos se agacharon e intentaron abrirlo. Estaba cerrado con llave, pero Ranulfo sacó una pequeña aguja de su zurrón y la introdujo con cuidado en la cerradura. Al principio no tuvo suerte, pero luego, después de sacarla, la insertó otra vez y el cajón se abrió. Lo sacaron y lo colocaron sobre la cama. Ranulfo se topó con la cara muerta de Appleston y se sintió culpable, por lo que se la cubrió con la sábana. El cajón contenía algunos objetos: un mechón de cabello en una bolsa de piel, un anillo con la insignia de un león rampante blanco, un medallón de peregrino de Compostela y finalmente una daga de empuñadura de marfil en una caja con el mismo símbolo del anillo.

– Las armas de De Montfort -remarcó Corbett-, probablemente reliquias del gran conde.

Sacó también un libro y lo abrió. Estaba forrado con piel de becerro, con pequeñas incrustaciones de cristal en la cubierta de piel marrón. Las páginas de dentro estaban manchadas y marcadas; el tipo de caligrafía era de distintas personas. Corbett lo acercó a la luz.

– Es una colección de folletos -remarcó-, reunidos y encuadernados en un volumen -volvió a mirar la portada-. Y no pertenece a Appleston; es de la universidad.

– ¿Creéis que es lo que estaría estudiando Ascham? -preguntó Ranulfo.

– Quizá -replicó Corbett, pasando las hojas-. Son folletos -declaró-, panfletos que circularon por todo Londres durante la guerra civil entre el rey y De Montfort. Están escritos por gente diferente; la mayoría son anónimos.

– ¿Algo del Campanero? -preguntó Ranulfo.

– No, pero hay un escritor llamado Gabriel, que adoptó el nombre de El Heraldo del Cielo -explicó Corbett-. Ah -sonrió-, son críticas muy duras contra el gobierno del rey -continuó-; nada en especial, la lista habitual de abusos reales y manifestaciones de apoyo a De Montfort.

– ¿Y? -preguntó Ranulfo.

– Lo que es interesante, mi querido Ranulfo, es que son la fuente de las proclamas del Campanero. Sólo tuvo que copiarlas y transcribirlas para su propio uso.

– ¿Y eso hizo Appleston?

– No lo sé. Pero podemos determinar al menos una cosa: el tiempo que Appleston tuvo este libro en su poder. Debemos mirar el registro de préstamos de libros de la biblioteca. -Corbett pasó por encima las páginas del libro-. En la parte de atrás de varios folletos aparece escrito: Ad dominum per manus P.P.

Ranulfo se acercó y miró sobre su hombro.

– ¿Qué significa, amo?

– Nada -añadió Corbett-. Y sospecho que estos folletos procedían de los seguidores de De Montfort en Londres y que se los enviaron a Braose. Éste los coleccionó y luego los encuadernó.

– ¿Más pruebas en contra de Appleston?

– No lo sé -contestó Corbett-. Ranulfo, ve abajo a la biblioteca y pide que te enseñen el registro de libros. No los dejes entrar todavía.

Ranulfo se apresuró a obedecer. Corbett puso el libro sobre la mesa. ¿Sería Appleston el asesino? Cerró los ojos y se tapó la cara con las manos. Piensa, se dijo: Appleston es el hijo bastardo de De Montfort. Odia a la familia Braose y al rey. Decide resucitar la memoria de su padre muerto, coge el libro de la biblioteca de la residencia, asume el nombre anónimo de el Campanero y empieza a escribir algunas citas. Por la noche sale a hurtadillas de la residencia y las cuelga por todo Oxford. Y así se divierte, amenazando al rey y trayendo el caos a Sparrow Hall.

Corbett se quitó las manos de la cara y contempló el cadáver oculto bajo las sábanas. Ascham debió de tener sospechas; quizás echó de menos el libro. Luego las comentó y, una noche, Appleston salió al jardín y se escondió entre los arbustos y el muro de la biblioteca. Golpeó las contraventanas y Ascham las abrió al tiempo que Appleston disparaba el cuadrillo de una ballesta en su pecho. Pero, entonces ¿qué sentido tenía aquella palabra: PASSER…? Corbett pensó en la ventana de la biblioteca y sintió un cosquilleo de emoción en el estómago.

– ¡Claro! -susurró-. Appleston era un tipo atlético, muy ágil. Debió de entrar de un salto y, tras haber cogido el dedo de Ascham y hundirlo en un charco de sangre, escribió él mismo aquellas letras, y así culparían al pobre administrador. Después de todo fue Appleston quien le dijo a Passerel que huyera en dirección a la iglesia. ¿Regresaría más tarde Appleston con una jarra de vino envenenada? ¿Y qué pasaba con Langton?

Corbett desconocía completamente por qué el profesor asesinado llevaba una carta del Campanero a su nombre. Sin embargo, a cualquiera le hubiera resultado muy fácil en aquella biblioteca verter una poción en la copa de vino de Langton.

Corbett se puso en pie. ¿Y qué había de la honda con la que los atacaron? ¿Acaso no había pasado Appleston su juventud en el campo? Quizá creció convirtiéndose en un experto en el manejo del arma. Appleston sabía que Corbett descubrió lo de su parentesco y, temeroso de que todo el mundo lo descubriera, había decidido quitarse la vida. Corbett escuchó unos pasos fuera: era Ranulfo.

– ¿Y bien? -preguntó Corbett.

– El libro está a nombre de Appleston -declaró Ranulfo-, pero escuchad, amo: la entrada que figura tiene fecha de ayer por la mañana. Había otras dos entradas, contando la mía.

Corbett suspiró decepcionado.

– ¿Y no había ninguna otra firma?

– No. El título del libro es Litterae atque Tractatus Londiniensis (Cartas y citas de la ciudad de Londres). Miré el registro por encima. Nadie más había firmado. -Ranulfo levantó un dedo en dirección a la puerta-. El profesor Tripham está perdiendo la paciencia. Quiere saber qué van a hacer con el cuerpo.

– Dile que envíe a un criado -ordenó Corbett-, al que se encargaba de Appleston.

Ranulfo salió de la estancia. Al cabo del rato regresó con un criado, un individuo de rostro cadavérico; tenía algunos mechones de cabello pelirrojo que le tapaban la calva y una tez más blanca que una sábana. Sus mejillas y nariz puntiaguda estaban cubiertas de granos y cicatrices. Le temblaba el labio inferior y Corbett tuvo que sentarlo y tranquilizarlo. El hombre tragó saliva. Sus ojos de rana vigilaban cada movimiento de Ranulfo, temeroso de que lo juzgaran y ejecutaran allí mismo.

– No hice nada que pudiera asustarlo, amo -se disculpó Ranulfo mientras se reclinaba contra la puerta-. Según parece, su nombre es Granvel. Era el criado de Appleston.

– ¿Es eso verdad? -preguntó Corbett amablemente.

El hombre asintió.

– ¿Y durante cuánto tiempo estuvisteis a su servicio?

– Hace dos años que estoy en Sparrow Hall. -Granvel tenía un acento de pueblo-. El profesor Appleston era un buen hombre. Siempre era muy amable y nunca me pegaba; ni siquiera cuando cometía algún error.

– ¿Hablaba con vos? -preguntó Corbett-, quiero decir, sobre lo que hacía.

– Nunca. Nunca; sólo decía «por favor» y «gracias». Me hacía regalos para Semana Santa, a mediados de verano y para Navidad. De vez en cuando me daba algún que otro chelín cuando eran las ferias de la ciudad. Y una vez me llevó a ver un espectáculo de máscaras en la iglesia de Santa María. Eso es todo lo que sé, señor. Siempre limpiaba su cámara y me dijo que nunca tocara sus papeles o libros.

– ¿Y ayer por la noche?

– Todo iba como siempre, señor, excepto que el profesor Appleston llegó muy irritado. Era de noche…

– Perdonadme -interrumpió Corbett-. ¿Salió el profesor Appleston ayer por la noche a última hora? Quiero decir, ¿salió a la ciudad?

– No, que yo sepa. -El hombre echó hacia atrás la cabeza-. Él no era así, señor. No era como el profesor Churchley, que se enciende por nada y pierde con facilidad los estribos. El profesor Appleston era un hombre educado y un erudito. Amaba los libros. Quiero decir que era un auténtico caballero, señor. Incluso vaciaba su propio orinal por la ventana y no lo dejaba para que lo hiciera algún pobre criado, tal y como hacen los demás.

Corbett intentó no mirar a Ranulfo, que, con la cabeza gacha, se desternillaba de risa.

– Pero ¿pasó algo ayer por la noche?

– Oh, sí, el profesor Appleston regresó después de anochecer. Me parece que estuvo cenando en algún sitio. -Granvel bajó su tono de voz-. Todos esos extraños acontecimientos en la universidad… -Se rascó una aleta de la nariz-. Y antes de que me lo preguntéis, no sé nada, ninguno de los criados sabe nada. -Entornó ligeramente los ojos-. Bueno, hemos oído todo lo que se dice sobre el Campanero, señor, pero ¿cómo puede salir alguien de la universidad por la noche? Todas las puertas están cerradas con llave y atrancadas.

Corbett hizo un mohín pero Granvel no necesitó respuesta alguna.

– Bueno, supongo, señor, que si alguien quisiera salir, podría hacerlo. Sólo digo que es difícil hacerlo sin ser visto.

– ¿Lo decís por el Campanero?

– Claro, todos hemos oído hablar de esas proclamas, pero no sabemos leer. Me pregunto, como el resto, ¿cómo puede alguien entrar y salir de Sparrow Hall a su libre albedrío?

Corbett miró a Ranulfo, que sacudió la cabeza. Entonces rebuscó en su zurrón y sacó una moneda. Granvel, más relajado, se sintió orgulloso de haberle servido de ayuda.

– Y lo mismo podría decirse del envenenamiento del viejo profesor Langton. ¿Cómo pudieron envenenar el vino? Todo el mundo bebió de la misma jarra. De todos modos -continuó casi balbuceando-, como ya he dicho, ayer por la noche el profesor Appleston regresó muy enfadado. Alguno de los soldados que vigilaban la residencia fue bastante desagradable. Agarraron al profesor por la capa y le arrearon un puñetazo en la boca. Bueno, cuando el profesor Appleston llegó al recibidor estaba que echaba chispas: sangrando por la herida abierta de la boca. Se quejó al profesor Tripham, le dijo que sabía que tenía que haber soldados en los alrededores, pero que le golpearan era pasarse de castaño oscuro.

– ¿Y luego comió algo? -preguntó Corbett.

– Oh, no, señor. -Granvel volvió a perder la voz-. Es lo que ya os he dicho antes. Aquí pasan cosas muy extrañas. Todo el mundo sospecha de todo el mundo. Pero no, se retiró a sus aposentos para irse a dormir. Le traje algo de agua fresca y se cambió. Tenía puesta su camisa y su traje de piel cuando subí con el vino.

Corbett señaló a la copa que había junto a la cama.

– ¿Esa copa?

– Sí, ésa es. En la cocina hay miles como ésa. El profesor Appleston estaba sentado en el escritorio. Le dejé el vino y me marché.

– ¿Y eso fue todo?

– ¡Oh! No, señor -Granvel sonrió mostrando los dos únicos dientes que tenía como dentadura-. El profesor Tripham subió a verle.

– ¿Y quién más?

– El profesor Churchley le trajo una tintura; creo que era manzanilla. Y me parece que era para la herida de la boca.

– ¿Y vino alguien más?

– ¡Oh, sí, sí! Esa foca de baile vino más tarde. «Quiero ver al profesor Tripham», dijo. «Sí -contestó Tripham-, y yo también deseaba veros. No estoy en absoluto de acuerdo con el trato que ha recibido el profesor Appleston.»

– ¿Y qué pasó luego?

Granvel se movió en el taburete.

– «Bueno, os ruego que no lo tengáis en cuenta -dijo el baile-; yo mismo me disculparé ante el profesor Appleston.» -Granvel se encogió de hombros-. Luego le llevé hasta el cuarto y le esperé en el pasillo.

– Vamos, señor Granvel, ¿y no oísteis nada?

El hombre sonrió, sus ojos se fijaron en la segunda moneda que Corbett tenía entre los dedos.

– Bueno, era difícil no hacerlo, señor. No escuché con claridad las palabras pero elevaron el volumen de voz. Y luego, Bullock, tal y como indica su nombre y su naturaleza, ese toro, salió con aires de grandeza de la habitación y casi me derribó al suelo. -Granvel abrió las manos-. Después de eso, señor, regresé a mi cuarto, que está debajo de las escaleras. Aunque, bueno, luego volví a subir como de costumbre.

– ¿Cómo de costumbre? -preguntó Corbett.

– Sí señor, son las reglas de la universidad. Ya sabéis que los profesores estudian con la luz de las velas. Después de medianoche, yo, como el resto de criados, subo a los pisos de arriba para echar un último vistazo a la habitación de mi señor.

– ¿Y?

– Nada. Llamé a la puerta. Intenté abrir pero estaba atrancada.

– ¿Y era lo normal?

– El profesor Appleston lo hacía a veces, cuando tenía alguna visita o no quería que nadie le molestara. Así que me marché

– Pero ¿la habitación estaba cerrada con llave?

– Sí, sí. Así que pensé que le dejaría tranquilo durante una hora y cuando más tarde regresé la puerta ya estaba abierta. La abrí con cuidado y miré dentro. Las velas estaban apagadas, no había luz, por lo que cerré rápidamente y me fui a la cama.

– ¿Y no sabéis nada más?

– No, nada más, señor.

Corbett le dio la moneda.

– Mantened la boca cerrada, señor Granvel. Y gracias por todo lo que nos habéis contado.

Ranulfo abrió la puerta y al criado le faltó tiempo para salir de allí.

– ¿Y entonces, amo?

Corbett sacudió la cabeza.

– Cuando era un chaval, Ranulfo, hubo un asesinato en mi pueblo. Nadie sabía quién era el responsable. Un labrador había sido encontrado en el gran pantano que había a las afueras de la aldea, con un cuchillo entre las costillas. Mi padre y otros le sacaron el cuchillo y llevaron el cadáver a la iglesia. Nuestro cura obligó a cada uno de los aldeanos a caminar alrededor del cuerpo. Invocaba así la antigua creencia de que un cadáver siempre sangraba en presencia de su asesino. Lo recuerdo muy bien. -Corbett hizo una pausa-. Yo me quedé al fondo de la iglesia, viendo a mis padres y a todos los adultos caminar despacio alrededor del muerto. Las velas brillaban en los dos extremos del ataúd y llenaron la iglesia de sombras.

– ¿Y el cuerpo sangró?

– No, no sangró, Ranulfo. Sin embargo, mientras los hombres caminaban a su lado, nuestro cura, un hombre muy astuto, se dio cuenta de que a uno de los ciudadanos le faltaba un cuchillo. Lo llevó a un lado y, en presencia del baile, lo registró detenidamente. La sangre que no brotó del cadáver la encontraron en la túnica de aquel hombre; además, no pudo dar ninguna explicación convincente sobre dónde estaba su cuchillo. Luego confesó su culpabilidad y corrió en busca de refugio a la iglesia.

– ¿Y creéis que lo mismo ha sucedido esta vez?

Corbett sonrió, se levantó y retiró las sábanas.

– Mira su cara con atención, Ranulfo. ¿Qué ves? Fíjate especialmente en los labios.

– Tienen una herida -Ranulfo señaló las costras de sangre-, y no muy bien curada.

– Sí, pensé en ello cuando Granvel mencionó la tintura de manzanilla. Parece como si se la hubieran frotado.

– Pero ¿Granvel dijo eso?

Corbett sacudió la cabeza.

– Mira la copa, Ranulfo. No hay ninguna marca en el borde. ¿Crees que un hombre tan limpio y preciso como Appleston se iría a dormir con una herida sangrando? Y, lo más importante -dijo Corbett mientras quitaba los cojines de debajo de la cabeza del muerto-: los cuatro estaban juntos. Corbett les dio la vuelta uno a uno y finalmente soltó un suspiro de satisfacción: en el medio de uno de los cojines había unas pequeñas manchas de sangre y trozos de costras endurecidas todavía pegadas al lino.

– El profesor Appleston no se suicidó -Corbett declaró-. Te diré lo que ha pasado, Ranulfo. Ayer por la noche alguien vino aquí, le hizo una visita amistosa, y quizá trajo consigo una jarra de vino. Quienquiera que llenara la copa de vino vertió además una poción somnífera. Appleston cayó en un profundo sueño y luego el asesino, nuestro Campanero, cogió un cojín, lo colocó sobre la cara de Appleston y lo asfixió sin más: por eso la habitación estaba cerrada con llave cuando Granvel regresó.