173948.fb2 La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Capítulo XIII

Corbett le pidió a Ranulfo que conservara la calma mientras bajaban las escaleras. Bullock estaba sentado en el recibidor con Tripham, lady Mathilda y Moth, detrás de ella como un fantasma. Churchley y Barnett estaban sentados en el alféizar de la ventana, con las cabezas juntas.

– ¿Y bien? -preguntó Bullock poniéndose en pie.

– El profesor Leonard Appleston no era el Campanero -afirmó Corbett-, ni tampoco se suicidó. No os voy a dar la prueba en la que me baso para tal afirmación. -Acarició el libro que había encontrado en la cámara de Appleston-. Ayer por la noche alguien vino, mató al pobre Appleston y se las arregló para que pareciera que era el Campanero. -Paseó la mirada entre los presentes-. Sparrow Hall es un nido de asesinos -añadió.

– ¡Protesto! -se quejó Tripham desde donde estaba sentado, al lado de lady Mathilda-. Sir Hugo, protesto ante tal calificación. Los que quedamos en Sparrow Hall no tenemos la culpa de los atroces asesinatos que cometió el profesor Norreys…

– Afortunadamente ya no volverá a matar -interrumpió Bullock-. Su cuerpo está colgado en Carfax.

– Le concedieron la plaza por designación del rey -dijo Churchley-. Norreys fue nombrado por su majestad: no tenía demasiado apego a Sparrow Hall.

– ¿Por qué fue Appleston asesinado? -preguntó Barnett.

– Porque el Campanero tiene miedo -replicó Corbett-. Se ha dado cuenta de que la red está a punto de caerle encima. Appleston era el mejor cordero para ser sacrificado. Encontré este libro en su habitación, lo que me hace cuestionar si además también fue asesinado porque tenía sus propias sospechas: ahora nunca lo sabremos, ¿verdad?

– Hablando de libros -intervino Tripham, desesperado por implantar su autoridad-. Vuestro siervo, sir Hugo, tiene un ejemplar de Las confesiones de…

– Appleston me dejó que lo cogiera -se defendió Ranulfo.

– Bueno, Appleston ha muerto y queremos que nos lo devolváis.

– ¿Y ahora qué? -preguntó lady Mathilda desde donde estaba sentada bordando un trozo de tela sobre su falda.

– Para empezar, unas cuantas preguntas -contestó Corbett-. Profesor Tripham, ¿fuisteis a ver a Appleston ayer por la noche?

– Sí. Estaba preocupado por la manera en que los soldados de sir Walter le habían tratado.

– Y, profesor Churchley, ¿le subisteis una tintura de manzanilla?

– Sí, para la herida que tenía en la boca.

Corbett se fijó en los gorriones labrados a ambos lados de la chimenea y luego, en Bullock, que parecía haber perdido su arrogancia.

– ¿Y vos, sir Walter?

– Subí a disculparme en nombre de mis hombres.

– ¿Y el encuentro fue amistoso?

Bullock abrió la boca para contestar.

– ¡La verdad! -le pidió Corbett.

– No fue nada amistoso -admitió Bullock-. Al principio Appleston me acusó de ser un matón, de que me alegraba de la confusión que se había creado entre los profesores y estudiantes de Sparrow Hall. Le dije que no fuera estúpido. Estaba a punto de irme cuando también me llamó traidor: había visto mi nombre entre los seguidores de De Montfort. Le dije que era muy joven y estaba demasiado chiflado para poder juzgar a alguien mayor que él. -Se encogió de hombros-. Luego me marché. -El baile se sentó en un taburete-. ¿Por qué? -añadió-. ¿Por qué no puede el fantasma de De Montfort dejarnos en paz? -Levantó la vista-. Sir Hugo, ¿qué pasará ahora? No puedo mantener a mis soldados haciendo guardia días tras día para siempre. Debemos contarle al rey lo que está ocurriendo -su voz adquirió un tono malicioso-. Ordenará la dispersión de los profesores y cerrarán este lugar.

– Los censores de la universidad y otros cargos también tendrán algo que decir al respecto -bramó Barnett-. Nuestro estado y propiedad es como la Santa Madre Iglesia. No somos insignificantes bocanadas de humo que desaparecen con sólo esparcirlas.

– ¿Por qué estáis tan seguro de que Appleston no es el Campanero? -preguntó Churchley-. Sólo tenemos algunas conjeturas de vuestra conclusión.

– Os lo diré pronto, muy pronto -murmuró Corbett-. Profesor Alfred, me gustaría echar un vistazo a la biblioteca. Ranulfo mismo devolverá Las confesiones. Siempre podrá estudiar la obra en las bibliotecas reales de Westminster. -Corbett, seguido de Ranulfo, se dirigió a la puerta. Se volvió-. Pero que ninguno de los presentes abandone la universidad -advirtió-; todavía arde el fuego -añadió- y la olla no ha hecho más que empezar a hervir.

– ¿Qué habéis querido decir con eso? -preguntó Ranulfo mientras bajaban a la biblioteca.

Corbett se detuvo.

– No lo sé, pero les dará que pensar. Quizás el Campanero dé otro paso y, esta vez, no será tan inteligente. Regresa y ve en busca del libro. Te esperaré en la biblioteca.

Corbett abrió la puerta de la estancia y entró. Las aspilleras que había en lo alto de las paredes proporcionaban algo de luz, pero decidió abrir las contraventanas del fondo de la sala, que le ofrecían una vista completa del jardín. Se dirigió al escritorio del archivista y abrió el registro. Comprobó la entrada de Ranulfo y la que había hecho Appleston para el libro que ahora él devolvía. Corbett se paseó por la biblioteca. Cada estantería tenía su marca y ésta aparecía inscrita en la primera hoja de cada libro. Encontró el lugar para el libro de Appleston, luego sacó y estudió con cuidado otras obras que había en la misma estantería. Muchas de ellas eran parecidas: escritos sobre el tiempo de la guerra civil, así como extractos de crónicas sobre De Montfort. Un infolio más grueso que el resto contenía los papeles privados de Henry Braose, el fundador de la universidad. Mientras lo ojeaba, el corazón de Corbett le dio un vuelco. Algunas páginas habían sido cortadas cuidadosamente con un cuchillo. Corbett no sabía si lo habían hecho recientemente o cuando el libro fue encuadernado por primera vez. No tenía índice. Corbett cogió el libro, se sentó debajo de la ventana y lo estudió. La mayor parte del contenido eran cartas entre Braose, el rey y los miembros del Consejo Real. Algunas eran de la querida hermana de Braose, lady Mathilda; tres o cuatro estaban dirigidas a su amigo Roger Ascham. Corbett cerró el libro y examinó la cubierta: no tenía polvo, por lo que dedujo que alguien lo habría consultado hacía poco. Se abrió la puerta y entró Ranulfo.

– Lo devolveré, amo -dijo con Las confesiones en la mano-. Sé dónde va. ¿Habéis encontrado algo interesante?

– Sí y no -explicó Corbett.

Le enseñó el libro con las páginas arrancadas.

Regresaron a las estanterías y continuaron buscando. Los criados entraron para preguntarles si deseaban comer o beber algo, pero ellos se negaron. También Tripham y luego lady Mathilda preguntaron si necesitaban algo. Corbett contestó con la mente en otro sitio que no y siguió buscando con Ranulfo. De vez en cuando sonaba una campana y oían un ruido de pasos en el pasillo de fuera.

– Nada -concluyó Corbett-. No he descubierto nada.

Se calló al ver cómo se abría la puerta y entraba el profesor Churchley.

– Sir Hugo, debemos amortajar el cuerpo de Appleston y prepararlo para el entierro. El profesor Tripham pregunta si vuestro sirviente ha devuelto ya el libro; tiene bastante valor.

– Podéis llevaros el cadáver -contestó Corbett-, y sí, Ranulfo ya ha devuelto el libro.

– ¿Cuánto tiempo estaréis?

– Todo el que queramos, profesor Churchley -espetó Corbett. Esperó a que la puerta se cerrara-. Pero a decir verdad -susurró-, poco podemos hacer aquí.

– ¡Mónica! -exclamó Ranulfo de pronto.

– ¿Perdón, qué dices?

– ¡Mónica! -explicó Ranulfo inclinándose desde el otro lado de la mesa-. Pensaba en la madre de san Agustín, santa Mónica, que rezaba cada día para que su hijo se convirtiera. -Sus ojos se dilataron-. Debió de ser una mujer muy paciente y de gran fuerza interior -añadió-. Ojalá… -Ranulfo hizo una pausa-. Ojalá pudiera saber algo acerca de ella.

Corbett dio unas palmaditas en el hombro de Ranulfo.

– Un buen erudito, Ranulfo -declaró-, nunca sale de una biblioteca sin haber aprendido algo. Este lugar debe de tener algún libro de hagiografía: la Vida de los santos -explicó ante la cara de sorpresa de Ranulfo.

Corbett se paseó por las estanterías y cogió un tomo enorme forrado con piel de becerro que colocó con cuidado sobre la mesa. Lo abrió y señaló los títulos.

– ¿Veis? San Andrés, Bonifacio, Calixto… -pasó las páginas.

– La caligrafía es hermosa -musitó Ranulfo- y las miniaturas…

– Probablemente es obra de algún escribano monástico. -Corbett volvió a mirar la cubierta del libro, donde estaba grabado el nombre de Henry Braose.

– Debió de ser un hombre muy rico -remarcó Ranulfo.

– Después de que la guerra civil terminara -explicó Corbett-, De Montfort y su partido fueron desheredados. Sus tierras, sus feudos, castillos, bibliotecas y arcas fueron considerados trofeos de guerra. El rey Eduardo nunca olvidó a aquellos que le apoyaron: De Warrenne y De Lacey fueron recompensados con creces. Fue un auténtico saqueo -continuó Corbett-. Y Braose fue uno de los más beneficiados. Bueno, santa Mónica -consultó las páginas del capítulo que empezaba con M. La letra estaba pintada de azul y ribeteada en oro. Corbett estudió la parte inferior de la página y murmuró algo. Ranulfo se acercó y pasó la página con rapidez. Encontró una entrada para santa Mónica y se abalanzó sobre el libro. Lo zarandeó con entusiasmo y empezó a leer la introducción, moviendo los labios en silencio. Corbett se dirigió hacia la ventana, de manera que Ranulfo no pudiera ver su exaltación. De pie, respirando con dificultad, intentaba calmar la emoción que empezaba a despertarse en su estómago. «Pero ¿cómo? -pensó-. ¿Cómo pudo hacerlo? -Contempló el jardín-. El asesino vino aquí, se escondió detrás del muro con la ballesta. Pero ¿por qué abrió Ascham las contraventanas? ¿Y cómo se explica el resto de las muertes?»

– Amo, ya he acabado.

Corbett regresó, cogió el libro y lo colocó en la estantería. Estaba seguro de que allí estaría a salvo: junto con el libro encontrado en la cámara de Appleston, constituía todas las pruebas que necesitaba.

– Será mejor que nos marchemos.

Ranulfo cogió a Corbett por el hombro.

– Amo, ¿qué pasa? -Sonrió-. Habéis encontrado algo, ¿verdad?

– Sólo una sospecha -le guiñó un ojo-, pero no tengo pruebas.

– Y ahora, ¿qué?

– Doucement, como muy bien dice la palabra francesa -replicó Corbett-: con calma, con calma, Ranulfo. Venga, vamos a dar un paseo.

Salieron de la biblioteca. Corbett permaneció irritablemente silencioso mientras caminaban alrededor de la universidad. Luego subieron al piso de arriba y pasearon por las galerías. Entonces, cuando estaban frente a una puerta trasera, Ranulfo se detuvo y señaló una barra de hierro que había cementada en el suelo.

– Como la de la iglesia de San Miguel -observó.

– Es para limpiarse las botas -explicó Corbett ensimismado en sus cavilaciones.

– Según la anacoreta Magdalena -comentó Ranulfo-, el asesino de Passerel se tropezó con una en la iglesia.

– ¿De veras? -preguntó despacio mientras contemplaba la barra-. Debemos ir allí -añadió misteriosamente.

Corbett salió afuera, echó un vistazo a las ventanas, en especial a las de la parte trasera. Antes de marcharse, cortó una rosa roja, todavía húmeda del rocío de la mañana. Cuando salieron y se dirigieron a la maloliente callejuela en la que Maltote fue herido de muerte, y sin apenas prestar atención a las miradas curiosas de los soldados de Bullock, depositó la flor en una grieta que había en la pared.

– Un memento mori -añadió-. Pero, vamos, Ranulfo, es hora de rezar.

Se adentraron en las calles y se abrieron paso entre los vendedores ambulantes y comerciantes que abarrotaban las vías de camino a la iglesia de San Miguel. Corbett se dirigió al templo y se detuvo en la entrada de la reja que separaba el coro de la nave.

– Bueno, así que un Daniel ha venido al juicio -gritó la voz de la anacoreta desde el otro lado de la iglesia-. Habéis venido al juicio, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabe? -susurró Ranulfo.

– Es más una cuestión de fe que de deducción -contestó Corbett-. Me apuesto a que esa pobre mujer ha rezado día tras día por que se cumpla su venganza en Sparrow Hall. Oxford es una comunidad pequeña; la muerte de Appleston debe de estar en boca de todos.

Corbett se arrodilló frente a la lámpara del santuario y se encaminó hacia la puerta lateral en que había tropezado el asesino de Passerel. Se agachó y examinó la barra de hierro cementada en las losas pavimentadas. Estaba justo en la entrada, con lo que la gente debía de dejar rastros del barro y la suciedad que tenían pegados a las botas.

– El asesino de Passerel se tropezó ahí -retumbó la voz de la anacoreta a sus espaldas-. Le vi, como un ladrón en la noche, pero así es la muerte, un ladrón sigiloso de almas.

Corbett no le prestó atención. Luego salieron fuera de la iglesia, haciendo caso omiso de los gritos de la mujer.

– ¡La justicia de Dios se disparará como una flecha encendida contra los pecadores!

Él y Ranulfo cruzaron la calle, doblaron una esquina y bajaron por la avenida Retching Alley hasta llegar a una cervecería. El local no era más grande que el nido de un faisán, con el suelo cubierto de barro, algunos taburetes y unas enormes tinajas boca abajo que hacían de mesas. Sin embargo, la cerveza estaba fuerte y espumosa.

– ¿Y bien? -Ranulfo dejó su jarra sobre la mesa-. ¿Vamos a dar un paseo por Oxford o a sentarnos aquí sobre nuestros traseros hasta que nos aburramos de vernos las caras?

Corbett sonrió.

– Estaba pensando en las casualidades, Ranulfo. En el azar de una tirada de dados. Por ejemplo, en la gran victoria del rey Eduardo sobre De Montfort en Evesham. ¡Oh! El rey era un buen general, cierto; pero tuvo suerte. También pensaba en aquel villano que colgamos en Leighton. ¿Cómo se llamaba?

– Boso.

– Ah, sí. Boso. ¿Cómo le cogiste?

– Decidió escapar -replicó Ranulfo-, pero tomó el camino equivocado. Uno no puede correr demasiado lejos cuando le cogen por sorpresa en un pantano.

– ¿Y si hubiera tomado otro camino?

– Le habríamos perdido. Como sabéis, en el bosque de Epping se puede esconder un ejército entero.

– Lo mismo ocurre aquí -dijo Corbett-. Podemos utilizar la lógica y la deducción, pero la última palabra la tiene la suerte.

– ¿De veras, amo? -Ranulfo agarró su jarra entre las manos-. Dentro de unos meses será noviembre, la festividad de Todos los Santos. No puedo evitar acordarme de la historia que me explicasteis sobre el asesinato de vuestra parroquia cuando erais un muchacho. Pensad en todos los muertos, todas las víctimas del Campanero llorando para que Dios haga justicia.

Corbett brindó por su siervo en silencio con su jarra de cerveza.

– La teología es importante, Ranulfo. Y la intervención divina es una posibilidad, pero Dios también ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos. Pensemos en la retahíla de víctimas. -Corbett dejó la jarra sobre la mesa-. Copsale murió mientras dormía, probablemente envenenado o asfixiado como Appleston.

– ¿Y Ascham?

– Fue lo suficientemente insensato como para abrir las contraventanas: seguramente ni lo pensó.

– ¿Y Passerel?

– No sé por qué fue asesinado Passerel si no es por el hecho de que él y Ascham eran amigos y el Campanero debió de temer que el archivista compartiera sus sospechas con él.

– ¿Y Langton?

– Fue muy fácil. La gente estaba reunida en la biblioteca y las copas de vino estaban sobre la mesa; era un objetivo fácil. Lo que no puedo entender es cómo la víctima tenía en su poder una carta del Campanero dirigida a mí en su zurrón -Corbett miró a un pollo que picoteaba sobre el suelo cubierto de barro.

– ¿Y Appleston? -preguntó Ranulfo-. Tuvo que ser alguien fuerte para poder asfixiarle con el cojín. -Ranulfo llamó al tabernero para que volviera a llenar las jarras-. Pero ¿quién, amo?

– Según Aristóteles -contestó Corbett-, el hombre es bueno por naturaleza. Esto confundió a vuestro filósofo preferido: ¿cómo es posible que el hombre, un ser creado por Dios y que por lo tanto se suponía que debía ser bueno, hiciera el mal?

– ¿Y resolvió la duda? -preguntó Ranulfo.

– Sí, san Agustín dijo que cuando un hombre peca, está buscando un beneficio egoísta. De hecho dice lo siguiente: mi mal es mí bien.

– ¿Y eso es lo que está haciendo el Campanero?

Corbett apuró su cerveza.

– Quizá. De todos modos, basta de teorías, Ranulfo. Déjame meditar un rato.

Corbett se levantó y se encaminó hacia el patio que había detrás de la pequeña taberna: se sentó en un banco de tepe y se quedó contemplando el estanque ovalado de carpas con la mirada perdida en aquellos peces. Ranulfo le dejó en paz. Se tomó su cerveza, se acomodó en una esquina y echó una cabezadita. Se despertó al oír cómo Corbett golpeaba el suelo con su bota.

– Ya estoy listo.

Regresaron a Sparrow Hall, y Corbett fue en busca de Tripham.

– Profesor Alfred, os quedaría muy agradecido si vigilaseis de cerca a vuestro colega Churchley. Yo debo tener unas palabras con lady Mathilda.

Corbett, seguido por un Ranulfo que seguía sin entender, subió las escaleras. Un criado los condujo hasta la cámara de lady Mathilda, al fondo de la galería. Corbett llamó a la puerta.

– ¡Adelante!

Lady Mathilda estaba sentada cerca de la chimenea, con un bordado sobre la falda y con la aguja en alto. En un taburete frente a ella estaba Moth; su rostro pálido como el de un fantasma y sus ojos vigilantes le recordaron a Corbett a un perrito faldero obediente.

– Sir Hugo, ¿cómo puedo ayudaros?

Lady Mathilda le indicó que tomara asiento. Despreció a Ranulfo con una mirada de soslayo.

– Lady Mathilda -Corbett señaló su escritorio-, necesito ver a sir Bullock urgentemente. Si pudierais prestarme pluma y papel, ¿podría Moth llevar mi mensaje al castillo?

– Desde luego. ¿Por qué? ¿Pasa algo?

– Sois la espía del rey en Sparrow Hall -replicó Corbett sentándose en el escritorio-; por lo tanto, lo debéis saber antes que el resto. Creo que el profesor Churchley tiene mucho que contarnos, como quizá también su colega Barnett.

Corbett cogió una pluma, la hundió en el tintero y escribió una nota breve al baile diciéndole que acudiera lo más pronto posible. Cogió luego el papel, lo dobló y lo selló con cuidado con una gota de cera caliente. Lady Mathilda hizo una de esas extrañas señas a Moth, que asintió solemnemente.

– Puede que el baile no se encuentre en el castillo -señaló lady Mathilda.

– Entonces decidle a Moth que le espere hasta que llegue. Lady Mathilda, tengo algunas preguntas que creo que vos me podríais contestar.

Corbett se quedó mirando a Moth, que cogió la carta, se arrodilló, besó la mano de lady Mathilda y a continuación salió despacio de la estancia. Una vez que su siervo se hubo marchado, Corbett cerró con llave y atrancó la puerta detrás de él. Lady Mathilda le miró alarmada, dejando su labor sobre la mesita que tenía al lado. Ranulfo estaba fascinado.

– ¿Es realmente necesario, sir Hugo? -espetó lady Mathilda.

– Oh, eso creo -replicó Corbett-. No quiero que regrese Moth, lady Mathilda, pues nunca he visto a nadie que demuestre tanta devoción por el alma de otro. -Se sentó en una silla frente a la dama y tiró del dobladillo de su túnica-. En cualquier otra ocasión, lady Mathilda, habría regresado a mi cámara, escrito mis conclusiones y reflexionado sobre lo que debería hacer. Pero no puedo hacer eso aquí; con vos, el tiempo es muy peligroso.

El rostro de lady Mathilda se mantuvo inexpresivo.

– Nadie sospecha de vos -continuó Corbett-, una mujer mayor y venerable, que anda con la ayuda de un bastón. ¿Cómo podría lady Mathilda salir y asaltar a nadie en una callejuela o disparar el cuadrillo de una ballesta al pecho de un hombre? ¿Cómo podría coger un cojín y asfixiar con él a Appleston y luego volver a dejarlo en su sitio?

– ¡Eso es ridículo! -protestó lady Mathilda.

– No, no lo es -replicó Corbett-, teniendo en cuenta que tenéis a alguien como Moth dispuesto a hacer cualquier cosa por vos…

– ¡Es una locura! -gritó lady Mathilda-. ¡Algo falla en vuestro cerebro!

– Ah, mea Passericula, mi pequeño gorrión. ¿No era así como os llamaba hace muchos años vuestro hermano, lady Mathilda, cuando vos y él luchasteis al lado del rey contra De Montfort? Vos, por propia voluntad, os ofrecisteis a ser la espía real en Londres, donde coleccionasteis los folletos y panfletos de los seguidores de De Montfort y se los enviasteis a vuestro hermano. Per manus P.P. -Corbett observó los ojos de la mujer, negros como guijarros-. Me di cuenta de que en varios folletos que había en el libro que encontré en la cámara de Appleston aparecía esta inscripción, «De la mano de su Parva Passera», su pequeño gorrión, tal y como os llamaba vuestro hermano. -Corbett continuó-. Y también se dio cuenta Ascham. Pero aunque intentasteis llevaros todas las cartas que os delataban con aquel diminutivo que os dio vuestro hermano, su pequeño gorrión, os olvidasteis de un sitio. -Corbett hizo una pausa-. Él tenía un libro, la Vida de santos, que Ranulfo quiso consultar para saber algo de santa Mónica, la madre de san Agustín. El primer santo que aparecía con la letra M era Mathilda, y al lado de vuestro nombre vuestro hermano había escrito Soror mea, Passericula mea, «mi hermana, mi pequeño gorrión». Ascham lo sabía, ¿verdad? Y cuando estaba a punto de morir y le temblaba el pulso, intentó escribir la palabra en un trozo de pergamino.

– Sir Hugo -lady Mathilda recogió su labor. Cogió la aguja como si fuera una daga-, ¿me estáis acusando de ser el Campanero? ¿O intentáis destruir la obra que hizo mi hermano? ¿Estáis diciendo que yo, tan débil que necesito un bastón para caminar, maté a mis colegas aquí en Sparrow Hall?

– Es exactamente lo que os estoy diciendo, lady Mathilda. Por eso le pedí a Moth que se marchara. En la nota que le he escrito a Bullock le digo que entretenga a Moth y que se tome su tiempo antes de venir. Moth es más peligroso de lo que parece: es un asesino silencioso. Ni siquiera hubierais necesitado hacerle señas; él habría sabido con sólo mirar vuestro rostro que estabais en peligro y habría actuado en consecuencia. Cuando vuelva con nuestro buen baile ya habré acabado y vos, lady Mathilda, estaréis bajo arresto por alta traición y asesinato.

– ¡Todo eso es absurdo! -protestó lady Mathilda-. Soy una buena amiga del rey. Su súbdito más leal.

– Erais la mejor amiga del rey y su súbdito más leal -declaró Corbett-. Pero ahora, lady Mathilda, vuestra alma está llena de maldad. Deseáis venganza, vengaros del rey, vengaros de aquéllos de Sparrow Hall que, cuando muráis, y en efecto moriréis, no tardarán en olvidar la memoria de vuestro hermano, cambiarán el nombre de vuestro precioso Sparrow Hall y obtendrán la confirmación real para cambiar los estatutos y regulaciones. En cierto modo, la maldición de la loca anacoreta se ha cumplido.

– Esa vieja chiflada -interrumpió lady Mathilda-; tendría que haberme encargado de ella hace años… -Hizo una pausa y sonrió.

– ¿Qué ibais a decir, lady Mathilda?

– ¿Qué pruebas? -preguntó con rapidez-. ¿Qué pruebas tenéis?

– Algunas. Suficientes para que los justicieros del rey empiecen su interrogatorio.

Corbett estudió de cerca a aquella mujer apasionada de aspecto tan menudo. Hace años, en San Pablo, un cura le había atacado en un confesionario con un cuchillo. Corbett sabía que lady Mathilda, a pesar de su aparente fragilidad, era peligrosa. Para cometer un asesinato no siempre era necesario una gran fuerza física, sino sólo la voluntad para llevarlo a cabo.

– Os he preguntado qué pruebas tenéis, sir Hugo.

– Ya me referiré a ellas más tarde; pero todo a su tiempo, lady Mathilda. Vayamos a la raíz del asunto y a la causa de todo esto, hace cuarenta años, cuando Henry Braose y su hermana Mathilda decidieron ofrecer su apoyo al rey. Ambos eran muy hábiles, crueles y decididos. Henry era un soldado valiente y Mathilda, que adoraba a su hermano como si fuera el mismo Dios, era también muy resuelta: una mujer de gran inteligencia y capacidad de engaño, bien formada en el arte de la escritura y la lectura. Se convirtió en la espía del rey en Londres. Ella y su hermano eran unos oportunistas con una gran ambición para ascender y subir tan alto como pudieran. El único obstáculo era De Montfort. Que días tan gloriosos, ¿eh, Mathilda? Mientras Henry luchaba con el rey, vos espiabais a sus enemigos. Dios sabe cuántos hombres pagaron con su vida por haber depositado su confianza en vos.

Lady Mathilda sonrió; inclinó la cabeza y continuó cosiendo.

– Pero en Evesham todo acabó -continuó Corbett-. Derrotaron a De Montfort y a los Braose les faltó tiempo para reclamar su recompensa: tierras, propiedades, tesoros y el favor personal del rey. Hombres como De Warrenne y De Lacey ya tuvieron suficiente con lo que les tocó, pero no los Braose. Ambos hermanos tenían un sueño: fundar una universidad, una residencia en Oxford.

Lady Mathilda levantó la vista.

– Días gloriosos, sir Hugo. Pero aquellos que juegan y ganan…

– Vos, lady Mathilda, erais la fuente de energía y ambición de vuestro hermano. Lo compartía todo con vos, ¿verdad?

Lady Mathilda le devolvió la mirada sin ni siquiera pestañear.

– Y os asegurasteis de que el sueño se hiciera realidad. Comprasteis un terreno aquí, al otro lado de la calle, echasteis a sus habitantes e invertisteis todo vuestro tesoro en la construcción de Sparrow Hall.

– Teníamos derecho -intervino lady Mathilda-. Sólo aquellos que han soportado el sudor de la plantación tienen derecho a recoger su cosecha.

– Y eso hicisteis -replicó Corbett-. El sueño de vuestro hermano se hizo realidad. Pero, hacia el final de sus días, empezó a lamentarse de sus ambiciosas adquisiciones. Vuestro hermano murió y, para vuestro enojo, os enterasteis de que todo lo que había construido había pasado a manos de otros que querían que Sparrow Hall rompiera con el pasado. El rey, vuestro viejo señor y amigo, dejó de prestaros atención, ¿me equivoco? Dejaron de concederos donaciones y privilegios. Y los profesores de aquí no sólo querían olvidar a vuestro hermano, sino que deseaban veros también a vos fuera de Sparrow Hall.

– Todavía no habéis mencionado ninguna prueba.

– Oh, ya llegaremos a ello. Lo que quiero que me digáis -Corbett se levantó y acercó su silla- es por qué lo hicisteis. Creo que sé la razón. Como un niño, lady Mathilda, sentisteis que los demás no deberían tener aquello que ya nunca os podría pertenecer. Decidisteis destruir lo que vos y vuestro hermano habíais construido y, al hacerlo, librar una terrible guerra contra vuestro antiguo amigo el rey. ¡La venganza fue vuestro motivo, el mal que vos llamáis vuestro bien!