173948.fb2 La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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Capítulo XIV

Corbett miró a Ranulfo, que permanecía de pie con la espalda pegada a la pared, mirando hacia el suelo con los brazos en cruz. No demostró emoción alguna, ni rastro de su deseo habitual de participar en el interrogatorio. Corbett disimuló su inquietud.

– ¿Vais a contarme el resto? -interrumpió lady Mathilda-. ¿U os paso parte de este bordado para que me ayudéis, sir Hugo?

– Os explicaré una historia -replicó Corbett- de traición y asesinatos sangrientos. Llena de maldad, lady Mathilda, y de rabia por la falta de apoyo del rey. Ahora sentaos y bordad. Vos, por encima de todo, conocéis las pesadillas que atormentan el alma del rey. Escogisteis vuestro juego y lo practicasteis con mucha habilidad. Estudiasteis el libro que encontré en la cámara de Appleston: todas las peticiones y objetivos de De Montfort y su partido. Os convertisteis en el Campanero.

– Y si lo hice, ¿por qué tuve que nombrar Sparrow Hall?

– ¡Oh! Ése era el motivo de todo vuestro complot: enseñar al rey la lección, que nunca se olvidara de Sparrow Hall. Empezaron los problemas y, a la vez, os ofrecisteis a ser la espía del rey.

– ¿Y qué esperaba ganar con ello?

– Su atención. Quizá que echaran a ciertos profesores que tenían planes de cambiar el nombre y el estatus de la residencia. Levantar sospechas y crear confusión y, al mismo tiempo, fortalecer vuestra autoridad aquí.

– Y supongo que me escapé de Sparrow Hall por la noche para colgar esas proclamas en las puertas de las iglesias.

– Por supuesto que no. Lo hizo vuestro siervo, el silencioso Moth. Me he fijado en la ubicación de vuestra cámara; le resultaría muy fácil saltar por la ventana, cruzar el patio y ocultarse tras el muro.

– Pero Moth no sabe leer ni escribir.

– Oh, creo que era perfecto para vuestros planes -afirmó Corbett-. Es joven, hábil y vigoroso. Podía desplazarse como una sombra a lo largo de las calles y caminos de Oxford. Y, si lo requería la situación, vestirse como un mendigo…

– Sea lo que sea, sir Hugo, no sabe leer ni escribir…

– Claro que no, por eso dibujasteis una campana en la parte superior de cada proclama. Eso pudo entenderlo y así sabía dónde tenía que clavar el clavo para colgarla. -Corbett hizo una pausa-. Todas las proclamas tenían ese símbolo. Me preguntaba por qué, y ahora ya sé el motivo.

Corbett se alegró al darse cuenta de que se había ganado la atención de lady Mathilda, que había dejado de bordar.

– Asesinar es como un juego -continuó Corbett-. Como en el ajedrez, uno empieza la partida y planea los próximos movimientos. Dudo de si vuestra intención era la de matar en un principio; supongo que deseabais por encima de todo ganaros la atención del rey y hacer lo que os placiera en Sparrow Hall. Hasta que Ascham tuvo sospechas, Dios sabe por qué o cómo. Era amigo de vuestro hermano. El también recordó los folletos y escritos de De Montfort. Sabía que vos os habíais formado en el arte de la escritura. -Corbett señaló sus dedos manchados de tinta-. Por eso retirasteis la mano cuando yo intenté besárosla una vez. Un escritorzuelo muy ocupado, ¿eh, lady Mathilda? Ascham era muy perceptivo. Sabía que el Campanero se encontraba en Sparrow Hall y que tenía fácil acceso a los escritos de De Montfort. Quizá comentó sus sospechas y entonces decidisteis matarle. La tarde que murió, vos estabais con Tripham, o eso dijisteis, pero sospecho que lo matasteis antes de reuniros con el vicerregente. Vos y Moth teníais que moveros con rapidez antes de que Ascham comprobara sus sospechas. Bajasteis al jardín desierto, os ocultasteis tras los arbustos y le ordenasteis a Moth que cometiera el terrible asesinato. Moth golpeó en las contraventanas y cuando Ascham lo vio no creyó que hubiera peligro alguno; por eso abrió la ventana. Pero vos estabais allí también, oculta bajo el alféizar o en un lado. Da igual, le disparasteis un cuadrillo con la ballesta y luego lanzasteis el pergamino dentro. Ascham, delirando, intentó escribir el nombre de su asesino con su propia sangre en aquel trozo de vitela. Estaría todavía pensando en Henry Braose y Mathilda, su querida hermana, parva passera. Pero nunca pudo terminar.

Corbett miró a Ranulfo, que observaba a lady Mathilda. El escribano deseó con toda su alma que Moth no regresara, aunque estaba seguro de que, si lo hacía, no sería un obstáculo para Ranulfo. Se humedeció los labios.

– Ahora bien, como en el juego del ajedrez, al mover uno puede cometer errores. Ascham debía morir inmediatamente. Sin embargo, vos entendisteis su mensaje como un golpe de buena suerte: Passerel sería el culpable. Pero entonces empezasteis a urdir el siguiente plan: Ascham y el administrador eran amigos; quizás Ascham le había contado sus sospechas sobre vos. Entonces os las arreglasteis para que David ap Thomas y sus estudiantes recibieran una pequeña donación; el resto fue pan comido. Echaron la culpa a Passerel y él huyó hacia el santuario, pero sabíais que el rey enviaría a uno de sus escribanos a Oxford y que Passerel no desperdiciaría la oportunidad de hablar conmigo. Por tanto, enviasteis a Moth con una jarra de vino envenenado y Passerel dejó de ser un peligro. Sé que fue Moth quien entró por la puerta lateral de San Miguel; la anacoreta vio cómo tropezaba con la barra de hierro para limpiarse los pies, pero no gritó. Al ser sordomudo, Moth tuvo que aguantarse el dolor en silencio.

– ¿Y Langton? -preguntó lady Mathilda.

– Antes de partir para Oxford -replicó Corbett-, colgué a un hombre llamado Boso. Antes de que le sentenciara a muerte le pregunté por qué había matado. Su respuesta tenía su propia y extraña lógica: «Cuando se mata una vez, la segunda y tercera y las siguientes resultan muy fáciles». Vos, lady Mathilda, tenéis mucho en común con Boso. Sois el Campanero, el vengador de todos los insultos de estos años. Ejecutasteis vuestra sentencia de muerte sobre aquellos profesores que se habían atrevido a considerar cambios en la universidad fundada por vuestro querido hermano. Al mismo tiempo, conseguiríais perturbar la conciencia al rey.

Lady Mathilda sonrió y dejó la labor a un lado.

– Hablasteis de ajedrez, sir Hugo. Siempre me gusta jugar a un buen juego: debéis visitarme algún día y jugar conmigo.

– Oh, estoy seguro de que os gusta vuestro juego -replicó Corbett-. Una vez fuisteis la espía del rey: os gusta la cuchillada y la puñalada de la intriga. De todos modos, después de devolver el libro que Ascham estaba estudiando, os sentisteis segura; al fin y al cabo, ya habíais revisado los papeles de vuestro hermano y eliminado cualquier referencia a su soror mea, parva passera. Estabais al mando de Sparrow Hall, teníais acceso a los documentos y manuscritos de las víctimas, a los venenos de Churchley y todo el tiempo del mundo para preparar vuestro complot y a la vez vuestra coartada. ¿Pensasteis alguna vez que las muertes de los pobres mendigos podrían estar conectadas con Sparrow Hall?

Lady Mathilda se limitó a esbozar una sonrisa.

– No -continuó Corbett-. Supongo que estaríais demasiado absorta en vuestros propios planes descabellados de asesinato. Quizás olvidasteis vuestro propósito inicial, dividir a los profesores de Sparrow Hall y que el colegio cerrara, de forma que pudieseis volver a reconstruirlo con el favor del rey; tal vez os acabó por interesar más el propio juego que el resultado de vuestro plan. La muerte de Langton fue simplemente para crear más pánico -continuó Corbett-. Como el Campanero, me escribisteis una carta antes de la cena y se la disteis a Langton para que la guardara. Era muy obediente y se habría creído cualquier historia que le contaseis. Le disteis instrucciones de que me la diera sólo cuando acabara la velada.

– Las cosas podrían haber salido mal -objetó lady Mathilda.

– En ese caso le habríais pedido que os la devolviera -replicó Corbett-. Era un juego pero a vos os encantaba. Aumentaría el miedo y quizá me entrara pánico, de modo que el Campanero parecería aún más siniestro y poderoso. Nos reunimos en la biblioteca. Los criados trajeron copas de vino blanco. Sabíais que iba a visitar la biblioteca después de la cena. Quizá le entregasteis a Langton la carta cuando salimos del refectorio. Yo me limité a seguir a Tripham y el resto, incluyendo mis siervos, había bebido bastante. Durante la conversación, cogisteis la copa de Langton, vertisteis el veneno y os asegurasteis que no quedara muy lejos del alcance de su mano. Langton bebió, murió y la carta fue entregada.

– ¿Es así como murió Copsale? -interrumpió Ranulfo con brusquedad-. ¿Le disteis un somnífero para que durmiera el sueño eterno?

Lady Mathilda ni se molestó en contestar a la pregunta.

– Podemos probarlo -afirmó Corbett-, pero estoy convencido de que su asesinato fue una sentencia ejecutada contra un hombre que se había atrevido a cuestionar y plantearse algunos cambios en Sparrow Hall.

Corbett estaba a punto de continuar cuando alguien llamó a la puerta. Le dio permiso a Ranulfo para que la abriera y entonces entró Tripham.

– Sir Hugo, ¿pasa algo?

– Sí y no -contestó Corbett-. Profesor Alfred, preferiría que os quedarais abajo. ¡Ah! Y si Moth regresa, entretenedle con cualquier pretexto.

Tripham estaba a punto de protestar pero Corbett levantó la mano.

– Profesor Alfred, os prometo que no tardaré mucho.

Ranulfo cerró la puerta con llave cuando aquél se marchó. Lady Mathilda hizo el ademán de levantarse, pero Corbett se lo impidió y la obligó a sentarse.

– Creo que será mejor si os quedáis donde estabais. Dios sabe lo que tendrá esta habitación: un cuchillo, una ballesta, veneno… Sparrow Hall está lleno de veneno, ¿verdad? Y no os resultó difícil acceder a los almacenes del profesor Churchley, pues, por supuesto, tenéis una llave de todas las cámaras.

– Os he escuchado, sir Hugo. -Lady Mathilda respiró hondo.

Corbett se quedó maravillado de su porte y frialdad.

– He escuchado vuestra historia, pero todavía no me habéis mostrado ninguna prueba.

– Os hablaré de ellas pronto -contestó Corbett-. Sois como todos los asesinos que me he encontrado, lady Mathilda, arrogantes, llenos de odio y desprecio hacia mí. De ahí los mensajes en tono de burla, el cuerpo corrompido de un cuervo. -La señaló con un dedo-. Pero no hicisteis más que cometer errores: como el de apartar vuestros dedos cuando intenté besaros la mano para que no notara las manchas de tinta, o el de llevaros la copa tranquilamente a la boca justo cuando Langton había muerto al ingerir el vino envenenado. Además, vos, entre todos los que viven en Sparrow Hall, erais la que parecíais menos perturbada por la muerte de Norreys.

– Es mi forma de ser, sir Hugo -interrumpió lady Mathilda.

– Oh, estoy seguro de ello. De verdad pensasteis que jamás os atraparía. En el caso de que os sintierais amenazada me habríais eliminado igual que vuestro asesino Moth mató a Maltote. ¿Y qué importaba? Cualquier excusa era buena para alimentar la rabia o las sospechas del rey. Sin embargo, tomasteis precauciones: el Campanero parecía tener los días contados, así que matasteis al profesor Appleston para que él asumiera toda la culpa. -Por primera vez el labio de lady Mathilda empezó a temblar-. En realidad no queríais hacerlo, ¿verdad? -preguntó Corbett-. Appleston era un símbolo de la grandeza de vuestro hermano, de la generosidad de su espíritu. Pero alguien tenía que parecer culpable. Así que anoche, vos y Moth le hicisteis una visita y le llevasteis una jarra de vino, del mejor clarete de Burdeos. Appleston debió de sentarse y empezó a hablar. Luego cayó en un profundo sueño y vos y Moth colocasteis un cojín sobre su cara y lo apretasteis con fuerza. Appleston, drogado, incapaz de resistirse, murió sin apenas defenderse, como el resto de las víctimas. Después, con la puerta cerrada con llave, dejasteis suficientes pruebas para que todo el mundo pensara que Appleston era el Campanero, y os retirasteis a vuestros aposentos.

– Entonces -empezó a decir lady Mathilda-, si eso pasó, ¿cómo podéis probarlo?

– Appleston se había retirado para irse a dormir. Había planeado ir a los colegios al día siguiente y dejó ropa limpia preparada. Tenía una herida en el labio; cuando le asfixiasteis con el cojín, rozasteis la costra y ésta sangró. Luego le disteis la vuelta a los cojines y colocasteis el que estaba manchado debajo del resto. Al intentar hacer que su muerte pareciese un suicidio cometisteis un error imperdonable.

– Muy astuto -alabó lady Mathilda-, pero ¿dónde está la auténtica prueba, la prueba para los jueces?

– Ya habéis oído parte de ella.

– ¡Unas cuantas manchas de sangre! -se mofó lady Mathilda-. Podéis buscar y rebuscar en lo más profundo de vuestro corazón, señor cuervo, pero no encontraréis nada sustancioso.

– Oh, todavía no he empezado -replicó Corbett mirando alrededor de la alcoba-. Os mantendré encerrada en las bodegas, lady Mathilda. Luego Bullock y yo buscaremos por toda esta habitación -sonrió a la cara de lady Mathilda-. Encontraré la prueba que necesito: plumas, tinta y pergamino. Ah, y olvidé deciros que la anacoreta de San Miguel, la que queríais haber matado -Corbett le dirigió una mirada audaz para que no detectara que estaba mintiendo-, vio a Moth entrar en la iglesia con el vino envenenado.

Lady Mathilda echó atrás la cabeza.

– Estaba demasiado oscuro. Oscuro como la noche. ¿Cómo puede alguien ver algo entre las tinieblas?

– ¿Quién dijo que la anacoreta estaba en su celda? -mintió Corbett-. Estaba justo en la entrada. Me dio una descripción que encajaba con Moth. Luego recordó -continuó Corbett implacable- haber visto a la misma persona colgando las proclamas en la puerta de la iglesia.

– ¡Estáis mintiendo!

– No, en absoluto -Corbett suspiró al haber soltado por fin aquella mentira-. Veréis, la noche que Moth fue a San Miguel, se le cayó el mazo. Magdalena, que escuchó el ruido, salió de su celda. Atisbo entre una grieta y le vio: la misma cogulla y capucha oscura, ese rostro inocente y aniñado. -Corbett se puso en pie para aliviar el calambre que le había dado en la pierna-. Os diré lo que pasará ahora, lady Mathilda. Iré ante los jueces reales y les mostraré las pruebas que os he referido. Quizá no me concedan el permiso para deteneros, pero estarán muy interesados en Moth. -Se sentó de nuevo. Ranulfo seguía observando a lady Mathilda, con la mirada fija-. Ya conocéis cómo piensa el rey -continuó Corbett-. No tendrá piedad. Moth será llevado río abajo hacia la Torre y encerrado en sus mazmorras oscuras y mohosas. Los torturadores del rey recibirán instrucciones de aplicar sus más finas artes.

– Es sordomudo -gritó lady Mathilda.

– Es un joven malicioso e inteligente -replicó Corbett- y vuestro cómplice de asesinato.

– Mató a Maltote -declaró Ranulfo dando un paso al frente-. Mató a mi amigo. Tenéis mi palabra, lady Mathilda, de que me uniré a los torturadores del rey. Le preguntarán una y otra vez hasta que Moth acepte decir la verdad.

– ¿Queréis que le pase eso a Moth? -preguntó Corbett con calma.

Ahora lady Mathilda estaba cabizbaja.

– No pensé en esto -murmuró-. No pensé en Moth. -Lady Mathilda levantó la cabeza-. ¿Qué pasará si os cuento lo que sé?

– Estoy seguro de que el rey será más comprensivo -contestó Corbett, sin prestar atención a las oscuras miradas de Ranulfo.

Lady Mathilda se arremangó. Se reclinó en la silla y se volvió para mirar las cenizas apagadas de la chimenea.

– No confiéis nunca en un príncipe, sir Hugo -empezó-. Hace cuarenta años, yo y mi hermano Henry éramos estudiantes de Oxford. Mi padre, un comerciante, pagó los servicios de un profesor y yo me uní a las clases de Henry. Pasaron los años y lo hicieron escribano de la corte real. -Sonrió levemente-. Era como vos, sir Hugo. Me fui con él. El viejo rey todavía vivía y el príncipe Eduardo y mi hermano se hicieron buenos amigos. Luego llegó la guerra civil y las amenazas de De Montfort de destruir el reino. Muchos de la corte los abandonaron para unirse a él, pero mi hermano y yo decidimos ayudarlos. Fui a Londres como la espía del rey. -Se volvió desde la silla-. Arriesgué mi vida y entregué mi cuerpo para que el rey se enterara de los secretos de sus enemigos. Escuchaba las conversaciones y recogía información, pues quién se iba a pensar que aquella bella cortesana pensaría en algo más que en el vino y los trajes de seda. Mi hermano se quedó con el rey. Era muy hábil para organizar las escapadas del príncipe y siempre estaba en medio de cualquier pelea. Cuando se terminó la guerra… -Lady Mathilda levantó la mano-. Bueno, ya conocéis al rey. Nos llenó de regalos, nos dio todo lo que queríamos: feudos, campos, granjas y tesoros. -Miró a Corbett de soslayo-. Mi hermano Henry estaba harto de tanta sangre y carnicerías. No quería pasar el resto de su vida en un feudo, cazando, pescando y atiborrándose de vino y comida. Tenía la idea de construir una universidad en Oxford, una residencia de aprendizaje. Yo hacía todo lo que él quería. Le quería, Corbett. -Miró a Ranulfo-. Tengo más pasión, pelirrojo, en mi dedo meñique que vos en todo el cuerpo.

– Continuad -se apresuró a pedirle Corbett con tal de que Ranulfo no se sintiera provocado.

– Pasaron los años -continuó Mathilda-. La universidad creció con fuerza. Mi hermano y yo nos gastamos toda nuestra fortuna. Luego Henry se puso enfermo y, cuando murió, ese hatajo de comadrejas se olvidó de él. -Su voz adoptó un tono burlón-. «No queremos esto y no queremos aquello.» «¡Vaya nombre para una universidad de Oxford!» «¿No deberíamos cambiar sus estatutos de gobierno?» Yo los observaba -añadió sin perder los nervios- y podía ver lo que pasaba por sus cabezas: tan pronto como muriera y mi cuerpo fuera enterrado en alguna tumba, empezarían a desmantelar Sparrow Hall y a reorganizarlo a su propio antojo. Le pedí ayuda al rey, pero estaba demasiado ocupado matando a los escoceses. Le pedí confirmación de la carta de fundación de mi hermano, sólo para tener un documento de alguno de sus escribanos que me asegurara que el rey se encargaría del asunto cuando volviera a Londres. -Lady Mathilda hizo una pausa y respiró con rapidez-. Pero ¿qué fue de las promesas del rey, eh, Corbett? ¿Cómo pudo olvidarse de lo que la familia Braose había hecho por él? ¡Nunca confiéis en un Plantagenet! Una tarde estaba en la biblioteca, ojeando el libro que encontrasteis en la cámara de Appleston y los recuerdos afloraron. -Sacudió la cabeza, los labios se movían sin pronunciar palabra, como si Corbett no estuviera allí.

– ¿Y decidisteis convertiros en el Campanero? -preguntó.

– Sí, pensé que despertaría los demonios del alma del rey. Entonces empecé a copiar esas proclamas. Me llevó días, pero conseguí hacer una docena y envié a Moth para que las repartiera. -Sonrió maliciosamente-. ¡Pobre chico! No entendía lo que estaba haciendo pero era el arma perfecta. Si le paraban podía hacerse pasar por un mendigo. ¿Quién sospecharía de un sordomudo? Le enseñé la marca de la campana y le di una bolsita con clavos y un mazo. -Aplaudió emocionada-. ¡Oh, me sentí tan aliviada! -Sonrió con satisfacción-. Luego escribí al rey explicándole que había un traidor en Sparrow Hall, más que no se preocupara, que yo le encontraría. -Frunció los labios-. ¡Entonces sí me prestó atención! El rey era todo oídos. Llegaron mensajeros y cartas con el sello privado para su «querida y fiel prima Mathilda». Nunca quise matar a nadie -añadió luego con detenimiento-, pero cometí un error. Quizá el rey se asustó, pero no Copsale. Estaba dispuesto a imponer como fuera sus cambios y yo no le gustaba. Todo el mundo sabía que tenía un corazón débil, por lo que nadie sospecharía de su muerte. Me colé en el almacén de las medicinas de Churchley y le di al profesor Copsale su merecido. -Se encogió de hombros-. Pensé que todo terminaría ahí -continuó con un tono de voz flemático-. De verdad que sí, pero el viejo Ascham era más listo de lo que me pensaba. Sospechaba de Appleston y de mí: empezó a soltar alusiones, a veces le sorprendía mirándome en silencio en la mesa. Tenía que morir. Fue fácil. Me colé con Moth en el jardín. Él llamó a la ventana y cuando Robert abrió, disparé el cuadrillo, lancé la nota, cerré de golpe la ventana y las contraventanas: la barra, recientemente engrasada por Moth, cayó en su lugar.

– ¿Y Passerel?

Lady Mathilda sonrió.

– Al principio no pude entender el significado de las palabras de Ascham, pero entonces me di cuenta de cómo podía utilizarlas. Me di cuenta de que Passerel podría saber algo que Ascham le hubiera contado. Nuestro administrador era un hombre menudo y nervioso y cuarenta días en una iglesia solitaria podrían ser un golpe terrible para su memoria. -Se encogió de hombros-. El resto ya lo sabéis. De veras que pensé que todo acabaría con la muerte de Appleston. -Señaló a Corbett con un dedo-. Pero, claro, vos lo cambiasteis todo: el astuto cuervo del rey, picoteando por todas partes, protegido por su guardaespaldas.

– ¿Por qué matasteis a Maltote? -preguntó Corbett con acritud.

Levantó la mano en un gesto inocente, pero sus ojos no demostraron arrepentimiento alguno.

– Pongo a Dios por testigo: le dije a Moth que no se dejase atrapar. -Se enderezó en la silla, alisándose los pliegues del vestido. Respiró ruidosamente; sus ojos no se apartaban de los de Corbett-. Ya tenéis mi confesión, sir Hugo. ¿Qué pasará ahora, eh? El rey Eduardo no me llevará ante su estrado. Recordará los días pasados -afirmó con arrogancia- y los buenos servicios que presté a la Corona: me temo que habrá algún convento para lady Mathilda.

– Necesito beber algo de vino -interrumpió Ranulfo-. Sir Hugo, ¿una copa de clarete?

Corbett se contentaba con tener a Ranulfo fuera de la habitación.

– Sí -contestó.

– Y para mí, lacayo -espetó lady Mathilda.

Ranulfo miró a Corbett, que asintió.

– Y no os preocupéis -le gritó lady Mathilda-; ya no habrá más veneno.

Ranulfo se marchó y lady Mathilda quiso volver a levantarse.

– Señora, preferiría que siguierais sentada.

Lady Mathilda le obedeció.

– ¿Puedo recordaros, escribano, que el rey se dirige a mí como su «sobrina más leal y querida»? Por no hablar de vuestra promesa de piedad. No quiero que me detenga ese bufón de baile, sino que me llevéis a Woodstock. Me vestiré de negro y me arrojaré a los pies del rey: no olvidará a Henry y a su querida Mathilda.

Se abrió la puerta y Ranulfo regresó. Sirvió el vino. Corbett tomó un sorbo y lady Mathilda bebió con avidez mientras Ranulfo se sentó apoyando su espalda contra la puerta. Miró por encima de su copa a Corbett.

– Llevadme a Woodstock, Corbett. Me prometisteis tener compasión y ahora os compromete vuestra palabra. Repetiréis vuestra promesa delante del rey: su majestad lo comprenderá.

– ¿Y Moth? -interrumpió Ranulfo.

– Me acompañará: es mi criado -ni siquiera se molestó en volver la cabeza.

– Bullock está abajo con Moth -anunció Ranulfo-. El baile desea tener unas palabras con nosotros, dijo que era un asunto urgente.

Corbett miró a lady Mathilda. Se sintió intranquilo. El silencio y la expresión inexorable del rostro de Ranulfo le hizo poner los pelos de punta.

– Lleváoslo -afirmó lady Mathilda.

– Oh, no os preocupéis -dijo Corbett poniéndose en pie-. Ranulfo es muy especial, no se queda vigilando a cualquiera. Nos llevaremos la llave y os encerraremos dentro. -Ranulfo le miró como si estuviera a punto de protestar, pero finalmente se puso en pie, sacó la llave de la cerradura y abrió la puerta. Corbett ya tenía medio cuerpo fuera cuando se dio cuenta de su error. Ranulfo le propinó un fuerte empujón, arrojándolo con violencia al otro lado de la galería. La puerta se cerró de golpe y se escuchó cómo la cerraban por dentro con llave y la atrancaban.

– ¡Ranulfo! -Corbett se abalanzó sobre la puerta, pero los labrados de hierro no hicieron más que lastimar su hombro-. ¡Ranulfo! -gritó-. ¡Por el amor de Dios, te ordeno que abras!

Pero para los que estaban dentro de la estancia era como si Corbett se encontrara en la otra punta del mundo. Lady Mathilda se incorporó asustada. Ranulfo la empujó, obligándola a sentarse de nuevo en su silla.

– ¿No iréis a matarme, verdad? -balbuceó al ver que Ranulfo se llevaba la mano a la daga-. A una vieja dama, la querida sobrina del rey. ¿No me clavaréis esa daga?

– No, no os rajaré -replicó Ranulfo agachándose a su altura, todavía con la copa de vino entre las manos-. Quiero deciros, lady Mathilda, que no sois mujer, que no tenéis alma. Estáis llena de maldad y odio.

– Y yo brindo por vos, Ranulfo-atte-Newgate.

Le asió la copa, se la llevó a la altura de los labios y tomó un sorbo. Sus ojos se abrieron llenos de pánico mientras Ranulfo le agarró con fuerza la mano. Se levantó, le echó hacia atrás la cabeza, obligándola a tragar todavía más vino.

– Y yo, Ranulfo-atte-Newgate, brindo por vos -le siseó-. Pedisteis vino, zorra, ahora bebed un buen trago de veneno.

Ella se resistió pero Ranulfo la sujetó con fuerza.

– Matasteis a mi amigo, malvada bruja asesina. Y cuando haya acabado con vos, le tocará el turno a Moth.

Ranulfo no hizo caso de los golpes y de los gritos de Corbett al otro lado de la puerta. Sostuvo firmemente la copa, sus ojos brillaban de ira.

– Nunca confiéis en un Plantagenet -le susurró-. Bebed el veneno. Id al infierno y decidle al mismísimo Diablo que yo, Ranulfo-atte-Newgate, os envío.

Retiró la mano. Lady Mathilda dejó caer la copa en su falda, los restos de vino cayeron formando una mancha siniestra. Se puso en pie y se llevó una mano a la garganta.

– No hay nada que podáis hacer -declaró Ranulfo-. No habrá ningún monasterio acogedor esperándoos, no tenéis salida.

Aunque intentó llegar a la puerta, lady Mathilda, con las manos apretándose fuertemente el estómago, se desplomó en el suelo. Ranulfo se acercó y vio cómo sufría uno o dos espasmos. Finalmente giró la llave.

Corbett, Bullock y los demás estaban en la galería. Ranulfo se echó a un lado y los dejó entrar. Corbett se arrodilló al lado de lady Mathilda para tomarle el pulso en el cuello. Sacudió la cabeza.

– Era una prisionera del rey -afirmó Bullock por lo bajo.

– ¡No deberías haberlo hecho! -le gritó Corbett zarandeándole por los hombros.

– Me he limitado a cumplir órdenes del rey -replicó Ranulfo. Sacó un pergamino del bolsillo de su jubón y se lo entregó a Corbett-. Simón, el escribano, me entregó esto -explicó Ranulfo-. No he hecho nada que el rey no me hubiera pedido, aunque, debo confesarlo, sí que lo he hecho con gusto.

Corbett leyó el documento:

Al baile y soldados de la ciudad de Oxford y a los censores de la universidad, el rey Eduardo os envía sus saludos. Os hago saber que nuestro querido escribano de confianza, Ranulfo-atte-Newgate, tiene potestad dentro y fuera de la ciudad de Oxford para salvaguardar el bienestar de la Corona y el buen gobierno de nuestro reino. Entregado en mano, Teste me ipso,

EL REY EDUARDO.

El escrito llevaba la imprenta del Sello Real Privado. Corbett se lo entregó a Bullock.

– Pues que así sea -murmuró el baile-. Que lo que el rey desee, así se haga -le devolvió el pergamino.

Corbett cogió a Ranulfo por el hombro y le condujo fuera de la estancia.

– ¿Qué debo hacer con ella? -gritó Bullock.

– Enterradla -contestó Corbett-. Hacedlo pronto. Que el cura le dedique una misa.

– ¿Y con Moth? -Bullock se puso en pie-. Leí vuestro mensaje, mis hombres lo tienen retenido abajo.

– Llevadlo al castillo -replicó Corbett-, pero que no sufra maltrato o abuso alguno. Esperaréis a que el rey pronuncie su sentencia.

Se llevó a Ranulfo pasillo abajo.

– Ranulfo-atte-Newgate. -Corbett le miró directamente a los ojos-. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Estabas sucio, tenías hambre e ibas en un carro camino de la horca.

– No pasa ni un solo día sin que me acuerde de ello. En mi vida sólo he tenido dos amigos: uno lo encontré aquel día, el otro era el pobre Maltote. Y antes de decirme nada, sir Hugo, pensad en el pobre Maltote. Esa zorra -exclamó- había planeado pasar el resto de sus días en uno de esos acogedores monasterios. Se ha hecho justicia, no como a vos os gusta, pero, como muy bien dijo el padre Luke cuando colgó a Boso, es lo que Dios quería. Ya había matado una vez y volvería a hacerlo. ¿Acaso creéis que os habría olvidado, amo? ¿Realmente creéis que os habría dejado marchar?

Corbett asintió.

– Vamos, Ranulfo -contestó-. Vayamos a la taberna de Las Chicas Alegres, tomemos una copa de vino y brindemos por Maltote. Mañana haremos los últimos arreglos para que transporten su cuerpo, luego iremos a Woodstock y de ahí a Leighton.

Bajaron las escaleras y salieron a la calle. Estaba desierta pero los guardias de Bullock vigilaban las dos entradas. Ranulfo seguía justificando lo que había hecho cuando escucharon un grito a sus espaldas. Corbett se volvió. Moth, con el cabello ondulante al viento, se había escapado de sus capturadores y corría en silencio a su encuentro. Había cogido una ballesta de algún sitio. Corbett vio horrorizado que se levantaba para disparar: echó a Ranulfo a un lado, pero mientras lo hacía escuchó un chasquido, vio el odio en el rostro de Moth y supo que había calculado mal. Demasiado tarde. El cuadrillo le alcanzó en la parte superior del pecho. El cuerpo de Corbett se retorció de dolor y se tambaleó hacia atrás. Ranulfo corría ahora en busca de Moth con la daga desenvainada. Corbett cayó de rodillas. Vio cómo Ranulfo se movía con rapidez, ejecutando el baile macabro de un luchador callejero nato. Se encontró frente a Moth. Se cambió rápidamente la daga de mano, se echó a un lado y mientras lo hacía hundió la hoja en el estómago del sordomudo. Ranulfo entonces se dio la vuelta, desenvainó la espada y la blandió limpiamente sobre el cuello de Moth. A Corbett ya todo le daba igual: el dolor era inaguantable. Pudo saborear la sangre al fondo de su garganta. La gente corría hacia él, lentamente, como en un sueño. Maeve estaba allí, con la pequeña Eleanor colgando de sus faldas.

– No deberías estar aquí -le susurró-. Pero, como siempre -añadió-, yo tampoco.

Y cerrando los ojos, sir Hugo Corbett, el guardián del Sello Secreto del rey, se desplomó sobre el suelo de guijarros cubiertos de barro de la ciudad de Oxford.