173948.fb2 La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Capítulo II

Corbett estudió la proclama del Campanero por segunda vez.

– ¿Desde cuándo vienen apareciendo?

– Desde hace unos cinco meses -informó Simón-. Al principio pensamos que se trataba de la travesura de algún estudiante. Luego el Consejo del rey intentó encubrir el asunto, pero las proclamas fueron cada vez más frecuentes. El rey escribió al regente, John Copsale, que acto seguido le respondió diciéndole que la universidad no era responsable de tales sucesos. Hace un mes encontraron a Copsale, que tenía unos cincuenta años, muerto en la cama. El médico dijo que había fallecido por causas naturales, pero desde entonces el Campanero se ha vuelto cada vez más vengativo.

– ¿Y cómo están las cosas en Sparrow Hall ahora?

– Como en cualquier universidad, sir Hugo: hay tensiones, rivalidades, pequeños recelos… A lady Mathilda le gustaría contar con mayor protección real. El resto de profesores opina que la familia Braose es un estorbo. Para empezar no les gusta el nombre de la universidad y desearían cambiarlo, así como las estatuas que hizo construir Braose en el momento de su fundación.

– ¿Por qué?

– Consideran que Sparrow Hall es un edificio real, construido a costa de la muerte de un hombre, de De Montfort, al que ahora muchos consideran un santo. Copsale creía que era importante para Sparrow Hall contar con una mayor autodeterminación, especialmente al ser una universidad de Oxford que se enorgullece de su historia e independencia.

– ¿Era De Montfort de Oxford? -preguntó Maeve.

– De Montfort contaba con una gran aceptación en la universidad -respondió Corbett-, tanto entre los profesores como entre los estudiantes. Y, lo que es más importante, el conde levantó allí sus tropas para librar su propia guerra civil. También celebró un importante consejo en la ciudad en el que emitió las Disposiciones de Oxford, un plan para hacerse con el consejo real y el gobierno.

– Y además -añadió Ranulfo- Oxford es la puerta de entrada al reino. Estudiantes de todo el país y del extranjero acuden a esta ciudad. La traición del Campanero es como la peste: se podría extender y causar todavía mayor desasosiego.

– Y eso es lo último que necesita el rey -interrumpió Simón-. Los impuestos son elevados, los administradores están preocupados reuniendo provisiones. Los condes desean volver a sus feudos. Es un fuego que podría expandirse rápidamente. -Simón hizo un mohín mientras contemplaba la proclama-. Tengo un saco entero de escritos como éste. Os los dejaré, pero antes de que lo preguntéis, sir Hugo, no tenemos ninguna prueba de que el escritor sea un profesor o un estudiante de Sparrow Hall. Por supuesto el rey ha enviado allí a sus bailes, pero ¿qué queréis que hagan? Los profesores y estudiantes se han declarado inocentes y han acusado al rey de hostigamiento.

– ¿Por qué -empezó a decir Maeve-, por qué no cierra el rey Sparrow Hall y pone fin al asunto?

– Oh, eso al Campanero le encantaría -respondió Corbett-. De este modo, toda la universidad y la ciudad verían cómo el rey proclama su derrota. Además resultaría sumamente embarazoso: Sparrow Hall fue fundada por lord Henry Braose, uno de los principales capitanes del rey Eduardo que más resueltamente lucharon contra De Montfort. A Braose se le concedieron algunas tierras y riquezas del conde muerto, que utilizó para comprar algunos edificios en Oxford, cerca de San Michael's Northgate. Me parece recordar que una calle separa Sparrow Hall de la residencia en la que se albergan los estudiantes, un edificio de cinco pisos rodeado de jardines y patios.

– Si cerraran Sparrow Hall -Simón tamborileó con la yema de sus dedos sobre la mesa-, entonces el Campanero podría reírse a gusto. Muchos creerían que Sparrow Hall es un lugar maldito, fundado y construido sobre la sangre del que llamaron el Gran Conde. Incluso dicen que su fantasma ronda por allí en busca de venganza.

– ¿Quiénes son los profesores? -preguntó Corbett.

– Alfred Tripham es el vicerregente. Antes de la muerte de Ascham y Copsale había ocho profesores. Ahora Tripham está al cargo de los otros cinco: Leonard Appleston, Aylric Churchley, Peter Langton, Bernard Barnett y Richard Norreys, el rector de la residencia. La hermana pequeña de Henry Braose, Mathilda, también posee una habitación en la universidad.

– ¡Qué raro que a una mujer le den residencia en una universidad de Oxford!

– Lady Mathilda -replicó Simón- es una buena amiga del rey. Constantemente solicita a la Corona un mayor reconocimiento de su hermano fallecido y un aumento de las donaciones para ampliar la universidad. -Simón hizo un mohín-. Pero el Tesoro está exhausto, las arcas están vacías.

– ¿Y nadie en la universidad sabe nada sobre el Campanero o la muerte de Copsale?

– No.

– ¿Y Ascham? -preguntó Corbett.

– Era el bibliotecario y el archivista -explicó Simón-. Un gran amigo del fundador. Hace cinco días, ya entrada la tarde, Ascham se dirigió a la biblioteca. Se encerró en ella y echó el pestillo; las ventanas también estaban cerradas. Encendió una vela, pero no sabemos si estaba trabajando o buscando algo. Cuando se dieron cuenta de que no había bajado a cenar, el administrador de la universidad, William Passerel, fue en su busca. -Simón se encogió de hombros-. Echaron abajo la puerta y hallaron a Ascham en el suelo, rodeado de un charco de sangre y con un cuadrillo de ballesta en el pecho. Aunque no murió en el acto.

El escribano echó hacia atrás su taburete, abrió el zurrón, sacó un trozo de pergamino y se lo pasó a Corbett, quien lo desenrolló a continuación.

– «El Campanero no teme ni al rey ni a ningún escribano» -leyó en voz alta-. «El Campanero hará que suene la verdad y que todo el mundo la oiga.»

El mensaje estaba escrito con la misma caligrafía que la de la proclama.

– Dadle la vuelta -le pidió Simón.

Corbett le obedeció y vio unas extrañas letras grabadas con sangre.

– «P A S S E R…» -deletreó en voz alta.

– Parece ser -explicó Simón- que Ascham escribió estas letras con su propia sangre antes de morir.

– Pero si forman casi el nombre completo del administrador de la universidad que antes vos mencionasteis.

– En efecto, William Passerel -repitió Simón-. Pero no podemos tomar ninguna medida en su contra. Pasó gran parte del día de la muerte de Ascham en Abingdon, resolviendo unos asuntos oficiales. Cuando regresó se dirigió directamente al comedor y luego decidió ir en busca de su amigo el bibliotecario.

– ¿Y encontró la biblioteca cerrada? -preguntó Corbett.

– La puerta que daba al pasillo estaba cerrada y atrancada desde el interior. La ventana del jardín también estaba cerrada y ya no había más entradas.

– Sin embargo -dijo Corbett estudiando el trozo de pergamino-, alguien no sólo disparó a Ascham sino que fue capaz de dejar esta nota. ¿Y Passerel el administrador todavía sigue en libertad?

– Sí, claro. No hay ninguna prueba en su contra. Passerel puede probar que estuvo en Abingdon. Los criados han corroborado que cuando regresó se fue directamente al comedor. -Simón forzó una sonrisa ladeada-. Y además hay otro problema: Passerel no tiene muy buena vista y sufre de reúma en los dedos, por lo tanto no pudo sostener el cabestrante de una ballesta ni dispararla. Tampoco hay ninguna explicación sobre cómo pudo entrar y salir de la biblioteca dejando tras de sí la puerta y las ventanas cerradas.

– ¿Han debatido ya el tema el rey y su consejo?

– Por supuesto. El rey y sus principales secuaces han dedicado horas al asunto. Incluso tienen un espía en Sparrow Hall. No sé quién es. -Simón se humedeció los labios-. El rey dijo que el espía se revelará ante vos una vez lleguéis a Oxford.

Corbett dio golpecitos con el pergamino sobre la mesa.

– ¿Por qué ahora? -murmuró-. ¿Por qué habrá aparecido ese misterioso escritor conocido como el Campanero redactando y enviando sus proclamas contra el rey? ¿Qué esperará ganar a cambio? -Lanzó una mirada a Simón-. ¿No hay ninguna prueba que indique la interferencia de alguno de los enemigos del rey ya sea aquí o en el extranjero?

Simón sacudió la cabeza.

– ¿Qué me decís de los escritos?

– Como podéis ver -replicó Simón-, se trata de la pluma de un escribano. Esas proclamas podrían ser obra de vos, mía o de Ranulfo. -Sonrió apenado-. Todo buen escribano se forma con el mismo estilo de escritura.

– ¿No se han recibido amenazas?, ¿ningún intento de chantaje?

– No.

– ¿Y creéis que las muertes de Copsale y Ascham fueron obra del Campanero?

– Es posible. -Simón extendió las manos-. Pero la rivalidad entre los profesores es tan fuerte que Ascham podría haber sido asesinado por otros motivos y hacer que su muerte pareciera obra del Campanero.

– ¿Y qué pasa con los mendigos que encontraron muertos?

– ¡Ay, es una tragedia! -exclamó Simón, y a continuación tomó un sorbo de cerveza-. Los cadáveres siempre se han encontrado en las afueras de la ciudad con la cabeza cortada y colgada de su propia cabellera en la rama de un árbol. Y hay otras dos cosas comunes en todas las muertes. En primer lugar, todos los cadáveres pertenecen a hombres, a mendigos de avanzada edad. En segundo lugar, siempre se han encontrado cerca de una carretera que lleva a la ciudad o procede de ella.

– ¿Tienen alguna marca los cadáveres?

– Unos murieron al ser alcanzados por una flecha, por el cuadrillo de una ballesta disparado de cerca, de forma que atravesó limpiamente el cuerpo de la víctima. Otros murieron de un golpe propinado en la nuca con una cachiporra o una maza. El resto tenía la gargantada cortada.

– ¿Y todos pertenecían al hospital de San Osyth?

– Sí, una fundación de caridad cerca de Carfax, en el cruce de Oxford.

– ¿Pudo ser obra de algún señor de la horca? -preguntó Ranulfo-. Me refiero a esos magos y hechiceros que siempre se ocultan en las afueras de ciudades como Oxford.

– No. Es cierto que hay muchos en los alrededores, pero no hay mutilación ni motivo alguno que justifique tales muertes.

– ¿Existe alguna relación entre esas muertes y el Campanero? -preguntó Maeve, fascinada por la tarea que le habían encomendado a su esposo.

Se había olvidado de las pataditas en su vientre y de su determinación por aclarar las cuentas con el juez local, quien, a su parecer, los estaba estafando.

– Ninguna -respondió Simón-. Excepto en el caso del viejo soldado de Brakespeare, que, dos días antes de que se encontrara su cadáver, fue visto pidiendo limosna en la calle situada entre Sparrow Hall y la residencia. Sin embargo, aparte de esto -se puso en pie-, no puedo deciros nada más. -Echó una ojeada a la vela de las horas que se quemaba sobre un candelabro de madera cerca de la chimenea-. Debo irme. El rey me dijo que me reuniera con él en Woodstock. -Su voz adoptó un tono suplicante-. Por todos los santos, vendréis, ¿verdad, sir Hugo?

Corbett asintió.

– Ranulfo, asegúrate de que le den algo de comer a Simón y de que su caballo esté preparado. -Se levantó y le dio la mano a Simón-. Decidle al rey que, cuando este asunto se haya zanjado, iré a verle a Woodstock.

Corbett se sentó y esperó a que Ranulfo se llevara a Simón fuera de la estancia. Maeve tomó su mano.

– Debes ir, Hugo -le aconsejó con dulzura-. Eleanor está bien. Oxford no queda muy lejos y el rey te necesita.

Corbett hizo un mohín.

– Será peligroso -murmuró-. Lo presiento. El Campanero, quienquiera que sea, está lleno de maldad. Se esconde detrás de las costumbres y de las tradiciones de la universidad y podría hacerle mucho daño al rey. Hará todo lo posible para que no le cojan, ya que en el caso contrario sufriría la más terrible de las muertes. El rey Eduardo odia a De Montfort, su memoria y cualquier cosa que tenga que ver con él. -Lanzó una mirada a su mujer-. Hace dos años, durante la reunión del consejo en Windsor, un pobre escribano cometió la torpeza de mencionar las Disposiciones de Oxford de De Montfort. El rey Eduardo casi lo estrangula. -Corbett rodeó a su mujer con el brazo y la atrajo hacia sí-. Iré -continuó-, pero habrá más muertes, más caos, más aflicción y más derramamiento de sangre antes de que este asunto se acabe.

* * *

Las palabras de Corbett fueron proféticas. Mientras él se preparaba para dirigirse a Oxford, William Passerel, el administrador rechonchete de rostro rubicundo, se encontraba sentado en su oficina de la cancillería de Sparrow Hall, intentando no prestar atención al clamor de voces procedente de la calle. Arrojó su pluma sobre el escritorio, se tapó la cara con las manos e intentó controlar las lágrimas de temor que humedecían sus ojos.

– ¿Por qué? -susurró para sí-. ¿Por qué ha tenido que morir Ascham? ¿Quién lo habrá matado?

Passerel suspiró y se reclinó en la silla. «¿Por qué? ¿Por qué?» No cesaba de hacerse la misma pregunta. «¿Por qué había escrito Ascham su nombre, o parte de él, en aquel pergamino?» El día que Ascham murió, él había estado en Abingdon. Había regresado pocos minutos antes. Ahora le acusaban de haber asesinado al hombre que consideraba su hermano. Passerel levantó la mirada hacia el crucifijo colgado en la pared blanqueada.

– ¡Yo no lo hice, Señor! -juró-. ¡Soy inocente!

El rostro esculpido y labrado del Salvador le devolvió una mirada inexpresiva. Passerel escuchó que el abucheo de la calle crecía. Se acercó a la ventana y miró por ella. Un grupo de estudiantes, la mayoría de ellos galeses, se amontonaban abajo. Passerel reconoció a muchos de ellos. Algunos llevaban un gorrión toscamente cosido en la túnica, la insignia de la universidad. Su líder, David ap Thomas, un joven alto, rubio y fornido, estaba muy entretenido aleccionándolos mientras hacía aspavientos con las manos. Incluso el mendigo ciego, que normalmente permanecía de pie en la esquina de la calle pidiendo limosna con su platillo, había recogido sus harapos y los había colocado cerca de él para escucharle. Passerel trató de guardar la compostura. Volvió a la lista que estaba elaborando con los efectos personales de Ascham: una toga escarlata con mangas de tartán, cojines verdes, orlas de seda, copas, copones bañados en oro, vestiduras plateadas, platillos, platos, rosarios, abalorios de ámbar y breviarios. Durante un rato, a pesar del creciente clamor de la calle, Passerel pudo trabajar. Sin embargo, las voces se convirtieron en gritos y en aclamaciones de desafío que chillaban su nombre. Se deslizó furtivamente hasta la ventana de bisagras y echó un vistazo afuera. El corazón le dio un vuelco; sintió un sudor frío y pegajoso que le empapaba todo el cuerpo. La multitud se había convertido en un río de gente. No paraban de gritar y chillar, con los puños en alto. El líder, David ap Thomas, de pie con las manos en jarra, vio a Passerel en la ventana.

– ¡Allí está! -gritó; su voz retumbó como una campana-. ¡El asesino de Ascham, Passerel el perjuro! ¡Passerel el asesino!

Sus palabras fueron aclamadas: puñados de barro e inmundicia fueron lanzados contra la ventana. Un ladrillo fue a estrellarse contra el parteluz. Passerel sollozó, se arrebujó en la toga. La puerta se abrió de par en par y Passerel dio un respingo. Leonard Appleston, profesor de teología de la universidad, conferenciante en las facultades, irrumpió en la sala. Su rostro, cuadrado y bronceado, se había vuelto cenizo; el miedo había tensado su boca.

– ¡William, por el amor de Dios! -gritó Appleston agarrando al administrador por el brazo-. ¡Tenéis que huir!

– ¿Adónde? -Passerel no paraba de mover las manos con agitación.

– Al santuario -replicó Appleston. Agarró al administrador y lo atrajo hacia sí-. Id por las escaleras de atrás, rápido. ¡Marchaos!

Passerel miró a su alrededor, a sus libros, a sus queridos manuscritos. Él, todo un erudito, se veía obligado a huir como una rata de alcantarilla. No tenía opción. Appleston seguía empujándolo fuera de la habitación, hacia la galería. En el hueco de la escalera se encontró con lady Mathilda Braose; su rostro delgado y antipático estaba sobrecogido. A su lado tenía al sordomudo Moth, que la seguía a todas partes como un perro. La mujer le gritó algo pero Appleston obligó a Passerel a pasar de largo. El administrador, a quien el miedo le había acelerado el paso, se escabulló hacia la cocina, cruzó el fregadero y salió de aquella habitación que olía a orines. Un gato sarnoso salió a su paso y se erizó. Passerel lo echó a un lado de una patada, se volvió y miró al fondo de la galería. Appleston le hacía gestos desde la puerta para que continuara adelante.

– ¿Por qué tengo que esconderme? -los labios empezaron a temblarle-, pero ¿por qué tengo que hacerlo? -gritó.

Escuchó un ruido en la boca de la calle y levantó la vista. El estómago se le encogió del miedo. Un grupo de estudiantes había llegado hasta allí. Esperaba que con la poca luz no pudieran verle. Se ocultó, cerró los ojos y empezó a rezar a santa Ana, su patrona.

– ¡Allí está! -gritó una voz-. ¡Passerel el asesino!

El administrador empezó a correr calle abajo. Se paró al llegar al final. «¿Qué camino debo tomar? ¿La calle del Bocardo? ¿Quizás el castillo?» Escuchó un ruido de pasos que se acercaban y cambió de dirección. Corrió tan rápido como pudo, abriéndose paso entre los estudiantes, comerciantes, echando a un lado a unos niños que se habían puesto a jugar con la vejiga inflada de un cerdo. Soltó una exhalación de alivio cuando vio la puerta del cementerio de la iglesia de San Miguel. Detrás se escuchaba un eco de voces que gritaban: «¡Muerte!, ¡Muerte!». Pensó que había conseguido despistar a sus perseguidores, mas notó un puñado de tierra que pasó rozándole la cara. Passerel corrió en dirección al cementerio y se coló por la puerta de la iglesia. Cerró la puerta tras de sí y echó el pestillo.

– ¿Qué queréis? -preguntó la voz de una mujer.

Passerel, empapado de sudor, escudriñó en la oscuridad. Levantó la vista hacia la luz que parpadeaba a través de una hendidura situada en un tabique de madera sobre el suelo. Al principio pensó que había oído la voz de un fantasma, pero se dio cuenta de que se trataba de una anacoreta que se alojaba en una celda construida justo encima del portal principal. Passerel escuchó fuera el ruido de los gritos y golpes.

– Busco refugio en el santuario -musitó.

– Entonces tocad la campana que tenéis a vuestra izquierda -ordenó la anacoreta-. La iglesia tiene una puerta lateral. ¡Deprisa u os cortarán el paso!

Passerel tanteó en la oscuridad y tiró de la cuerda. La campana empezó a doblar como el presagio de la muerte.

– ¡Corred! -gritó la mujer.

Passerel no necesitó que se lo dijeran dos veces. Atravesó volando la nave, resbalando y deslizándose sobre el suelo liso de piedra gris. Llegó a la reja de madera de roble que separaba la nave del coro, robusta y de poca altura. Se tropezó al entrar en el santuario y se agarró al altar. La campana, todavía doblando por la fuerza con la que había tirado de ella, retumbaba por toda la iglesia. Passerel, sollozando como un niño, se arrodilló en la oscuridad. Levantó la vista hacia la luz roja que iluminaba el santuario: una pequeña antorcha que brillaba dentro de un receptáculo de cristal rojo en una estantería sobre una píxide de plata donde se guardaban las hostias. La puerta lateral se abrió con estruendo. Passerel gimió de miedo.

– ¿Qué deseáis? ¿Qué buscáis?

Passerel entornó los ojos: una figura encapuchada apareció en la entrada de la reja. La débil luz de una yesca encendida y una vela iluminaron un rostro afable, con el cabello despeinado y de punta y unos ojos tristes en una cara surcada de arrugas que reflejaban el paso de los años. Passerel suspiró aliviado al reconocer al padre Vicente, el párroco de San Miguel.

– Busco refugio -gimió Passerel.

– ¿Qué crimen habéis cometido?

– Ninguno -respondió Passerel-. Soy inocente.

– Todos los hombres son inocentes a los ojos del Señor -replicó el párroco. Encendió una vela en el altar y otras dos más grandes sobre el ofertorio cerca de la pila de agua bendita-. ¡Levantaos! ¡Levantaos! -ordenó el padre Vicente-. Aquí estáis a salvo.

Passerel le obedeció, intentando controlar el temblor de las piernas.

– Soy el profesor William Passerel -anunció-, administrador de Sparrow Hall. Me han acusado de matar a Robert Ascham, el archivero.

– ¡Ah! -exclamó el párroco acercándose a él. Levantó la mano envuelta en un rosario de cuentas negras labradas-. Ya he oído hablar acerca de la muerte de Ascham y la del regente John Copsale. Eran buenos hombres.

– ¡Ningún hombre es bueno! -gritó la anacoreta desde el fondo de la iglesia.

– ¡Callad, hermana Magdalena! -ordenó el cura-. Sir John Copsale fue muy generoso con el cepillo de nuestra iglesia. He oído lo de la muerte de Ascham y lo de las andanzas del Campanero.

La voz del cura, como cualquier otro sonido, retumbaba por toda la iglesia; de ahí que la anacoreta pudiera oírle.

– El Campanero estuvo aquí -resonó la voz de Magdalena-, colgó su proclama en la puerta de la iglesia. Llegó sigilosamente, con sus ojos de rata y sin terciar palabra. ¡Muy astuto!

– ¡Chss, chss! -acalló el padre, luego rodeó a Passerel por los hombros-. Vuestros enemigos se han marchado. Oí el tañido de la campana y salí afuera. La mayoría eran unos matones -añadió-, unos fanfarrones: las vasijas vacías son siempre las que más suenan -el cura sonrió-. Les he ordenado que se marchen del campo santo. No tienen derecho a traer aquí su violencia, pero se han quedado vigilando en la puerta del cementerio y en sus alrededores. Si os marcháis, os matarán. -El padre se le acercó con los ojos abiertos como platos-. Eso es lo que le ocurrió al último hombre que vino a refugiarse. Vino y se marchó como un ladrón en la noche. Lo cogieron cerca de Hog Lane y le cortaron la cabeza.

Passerel, preso del pánico, soltó un gemido.

– Sin embargo, aquí estaréis a salvo -añadió el padre con tono tranquilizador-. Mirad. -Cogió a Passerel por el brazo y lo condujo a un receso que había en la pared-. Esto es el santuario. Os traeré un cojín, algunas mantas, vino, pan y queso. Podéis quedaros aquí cuarenta días. -Miró a Passerel mientras éste se apretaba el estómago-. Si tenéis que hacer de vientre, salid afuera por la puerta lateral. Hay un pequeño desaguadero cerca de las tumbas. Pero vigilad donde pisáis -se rió entre dientes-, no vayáis a caeros dentro. Ah, y no llevéis ninguna luz con vos.

Passerel se sentó en el santuario, el cura giró sobre sus talones y se marchó. Regresó un poco más tarde con una copa de peltre agrietada, una jarra de vino acuoso, un trozo de pan, lonchas de panceta seca, queso y otras dos rebanadas de pan bastante duro. Passerel engulló la comida, escuchando la charla del padre, que había vuelto con algunas mantas que olían a orín de caballo.

– Aquí tenéis. -El padre Vicente retrocedió y observó con orgullo su obra-. Mantened limpio el santuario. -Señaló la lámpara de luz roja parpadeante-. El Señor os vigila y la Santa Madre Iglesia os protege. Os despertaré antes de la misa de la mañana y podréis hacer de mi monaguillo. Mañana daré un sermón, uno muy bueno, sobre los peligros de los ricos.

– ¿De qué le sirve a un hombre -retumbó la voz de Magdalena en el fondo de la iglesia- ganar el mundo entero si sufre la pérdida de su alma inmortal?

– ¡Silencio! -ordenó el cura mientras empezaba a apagar las velas-. Os dejaré una vela encendida. -Tanteó en la oscuridad y cogió la mano de Passerel-. Buenas noches, hermano.

El padre Vicente se marchó bajo la reja que separaba la nave del coro. Passerel escuchó cómo se cerraba la puerta lateral y se tumbó soltando un suspiro. ¿Qué podía hacer?, se preguntó. Seguramente el profesor Alfred Tripham, vicerregente de Sparrow Hall, podría ayudarle. Solicitaría ayuda al baile. Passerel se mordió el labio. Sin embargo, su vida se había terminado. Había sido feliz en Sparrow Hall con sus libros y manuscritos, estudiando las cuentas en su pequeña cámara del tesoro. Ahora todo había terminado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué iba a ser de Passerel? Si toda esa locura continuaba, tendría dos opciones: rendirse ante los soldados del baile o marcharse de Oxford y dirigirse al puerto más cercano para embarcarse en una nave rumbo a un país extranjero. Passerel se rascó las piernas escamadas y llegó a la triste conclusión de que moriría de cansancio antes de llegar a las puertas de la ciudad. ¿Y afuera? ¿Qué estaría pasando? Seguro que aquellos estudiantes todavía le esperaban para darle caza.

– ¡De rodillas: rezad al Señor! -retumbó la voz de Magdalena desde el fondo de la iglesia-. Rezad para que no os ponga a prueba.

– ¡Callaos de una vez! -susurró Passerel.

Se tapó la cara con las manos e intentó darle sentido a toda aquella locura y tragedia que le asediaba. Recordó cuando encontraron a Copsale muerto en su cama. El regente siempre había tenido un corazón muy débil, ¿habría muerto mientras dormía? ¿Y Ascham? Passerel recordó el momento en que abrió la puerta de la biblioteca y encontró al archivista tumbado, con la sangre a su alrededor derramada como vino empapando sus ropas, y el cuadrillo de ballesta clavado en el pecho. Sin embargo, la ventana y las puertas estaban cerradas con pestillo. ¿Por qué habrían matado a Ascham? ¿Qué habría querido decir con aquellos balbuceos acerca de «mis queridos gorrioncillos» o algo parecido? ¿Qué esperaba encontrar entre los escritos de los partidarios de De Montfort, tanta basura de hacía tantos años? ¿Y qué había de lo que decía Ascham sobre que alguien de Sparrow Hill quería destrozar la obra de su fundador, Henry Braose?

Passerel se apartó las manos de la cara y miró a su alrededor. Cada vez estaba más oscuro. La solitaria vela bailaba y se encorvaba con la llegada de alguna ráfaga de viento; su parpadeante luz iluminó un llamativo cuadro colgado en una pared a lo lejos que representaba a un grupo de demonios, aullando como perros detrás de alguna pobre alma. Passerel encontró el lugar bastante incómodo. Se echó sobre una tabla, gruñó ante su dureza y no pudo evitar acordarse de su cama alta y blanda de Sparrow Hall. Oyó el ruido de la puerta lateral al abrirse y a alguien que se acercaba. Passerel se incorporó. Alguien se aproximaba sigilosamente al santuario. Se quedó quieto, vigilando la entrada de la reja, y soltó un suspiro de alivio al ver un par de manos oscuras depositar una jarra de vino y una copa en el suelo. ¿Sería algún amigo de Sparrow Hall? Los pasos se alejaron y la puerta lateral se cerró con cuidado. Passerel se levantó y cruzó la estancia. Recogió la jarra y la olió. El clarete que contenía parecía tener cuerpo y un gusto delicioso. A Passerel se le hizo la boca agua. Se sirvió una copa en abundancia y se la bebió rápidamente.

– ¡Ésta es la casa del Señor y la puerta del cielo! -gritó la anacoreta- ¡Un lugar terrorífico!

Passerel, animado por el vino, alzó la cabeza. Estaba a punto de servirse otra copa cuando un dolor se apoderó de su estómago, como si alguien le hubiera clavado un puñal en las entrañas. Se tambaleó; la jarra y la copa le resbalaron de las manos y al romperse en pedazos contra el suelo sonaron como una campana por toda la desierta nave. Passerel se apretó el estómago. Abrió la boca para gritar, pero la bilis al fondo de su garganta le impidió pronunciar palabra.

– Es algo realmente horrible para un pobre pecador caer en las manos del Señor -entonó la anacoreta.

Passerel, con el rostro empapado en sudor y los ojos fuera de sus órbitas, alargó la mano hacia la luz de la anacoreta. Las olas de dolor se le extendieron por todo el estómago hasta llegarle a la garganta. Se limitó a cerrar los ojos. William Passerel, antiguo administrador de Sparrow Hall, cayó muerto al suelo ante la reja del santuario.

* * *

Mientras Passerel moría ante el altar de la iglesia de San Miguel, el viejo mendigo Senex, el único nombre con el que se le conocía, intentaba huir de la muerte que le acechaba. No podía correr muy rápido: una úlcera abierta en la espinilla derecha le hacía retorcerse de dolor cada vez que apoyaba el pie en el suelo. Senex avanzaba arrastrando los pies, escudriñando a través de la oscuridad, agudizando el oído, intentando identificar cualquier paso sigiloso.

– ¡Por favor! -susurró Senex.

Se sentó, agazapado como un perro, con los brazos fuertemente recogidos alrededor del pecho. Si se quedaba allí, quieto como una estatua, quizá no le encontrarían. Senex se acordó del conejo que vio una vez en el campo y al que perseguía una comadreja. El animal permaneció inmóvil cerca de un montecillo de hierba. Senex cerró los ojos. No sabía cuántos años tenía y había desistido de averiguarlo. La vida no le había tratado bien, pero tampoco estaba preparado para aquello. No debería haber venido nunca a Oxford. Si se hubiera quedado en el campo durmiendo en los establos y pidiendo limosna en las puertas de las casas, habría estado a salvo. El pasado invierno había sido muy duro, así que decidió dirigirse a Oxford y se encaminó hacia el priorato de San Osyth. Tenía las manos y los pies plagados de rabiosos sabañones y ampollas. Los buenos hermanos le limpiaron las heridas, excepto la úlcera de la espinilla que no le pudieron curar. Él había crecido en la ciudad; estaba acostumbrado al jolgorio de las calles, a los estudiantes de paso altivo, a los prestigiosos profesores enfundados en sus trajes de piel. ¡Ah! Había comido bien allí: en la última fiesta de San Juan hasta le habían dado un chelín para que comprara caramelos para él y sus camaradas de San Osyth.

Senex abrió los ojos y aguzó el oído, se volvió y atisbo a través de la oscuridad: lo único que quería era un pedazo de queso y una jarra de cerveza. Tembló al recordar los rumores que corrían por San Osyth sobre aquellos otros habitantes que habían desaparecido, y cuyos cuerpos se habían encontrado decapitados en los solitarios bosques. Ahora sabía el porqué y se maldijo por lo bajo. Pensó en rezar una oración, una corta que le habían enseñado hacía muchos años cuando él y Margaret, su hermana mayor, recorrían las calles pidiendo un trozo de pan.

Gimoteó como un perro. Margaret ya no estaba con él: murió de una fiebre hacía muchos años. Él mismo cubrió su cadáver con helechos. Seguramente Margaret en el cielo ayudaría en ese momento al pobre viejo Senex, que no le haría daño ni a una mosca. El mendigo escudriñó de nuevo en la oscuridad. Le habían dicho que se trataba de un juego. Quizá podría ganar, por primera vez en su vida. Senex empezó a arrastrarse a cuatro patas, volviendo por el camino por el que había llegado, arrimándose a la pared cubierta de moho. Llegó a una esquina y giró: vio un resquicio de luz a lo lejos, pero luego escuchó aquel silbido otra vez, silencioso pero muy claro, como el de un hombre que llama a su perro. Senex agudizó el oído. ¿Habría alguien escondido allí? Se volvió y se escabulló hacia el lugar que acababa de abandonar, arañó con la mano la pared grisácea de piedra resquebrajada. ¿Existiría alguna salida? A él no le atraparían como al viejo Brakespeare. Senex se detuvo, se tocó los labios con la yema de los dedos: Brakespeare había sido soldado y aun así consiguieron darle caza. Senex volvió a detenerse y husmeó algo en el aire, llegaron a él los vagos olores de una cocina, de panceta y comida recién hecha. El estómago de Senex empezó a revolverse. Se humedeció los labios. Si no se detenía quizá llegase a un lugar en el que estaría a salvo. Alcanzó una esquina y, a gatas, empezó a correr como un loco. Se quedó helado al escuchar los pasos sigilosos de alguien que le seguía de cerca. Alguien intentaba atraparle. Senex llegó a una pared, se puso en pie e intentó buscar una salida pero no la encontró. Se volvió. ¡Tenía que escapar de allí! Escuchó aquel silbido de nuevo y acto seguido vio asomar la luz de una antorcha que crecía cada vez más a medida que la figura que la sostenía se acercaba. Senex levantó las manos.

– ¡Por favor, no!, ¡no!

Escuchó un chasquido y antes de que pudiera moverse, el cuadrillo de una ballesta le alcanzó de lleno en el estómago. Senex se agachó; los dedos, arañando el suelo, se le encorvaron del dolor. No se podía mover. Intentó avanzar pero entonces vio unas botas. Alzó la vista y en ese momento una enorme hacha de dos manos le cortó la cabeza. Fue un corte limpio.

A la mañana siguiente, justo después del amanecer, un viajante llamado Taldo, que salía de la ciudad de Oxford en dirección a Banbury, se cruzó con el cadáver de Senex. Yacía al lado de un viejo olmo y de una de las ramas que se extendían a lo largo del camino colgaba la cabeza cortada del viejo mendigo.