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Un día después de que Taldo regresara a toda prisa a Oxford para informar al baile del horripilante hallazgo, sir Hugo Corbett, Ranulfo y Maltote llegaron a la ciudad. Un chaparrón matutino había empapado las calles y limpiado los arroyuelos y caminos, mitigando así el hedor de putrefacción de los muladares. Corbett, con la capucha echada hacia atrás, dejó que su caballo encontrara el camino a través de las calles sucias y abarrotadas de la ciudad universitaria. Entraron por la puerta sur. En vez de ir directamente hacia el castillo o a Sparrow Hall, Corbett paseó a Ranulfo y Maltote por las calles y avenidas de modo que pudieran respirar el ambiente de la ciudad. Él mismo sintió algo de nostalgia. Hacía años que no pisaba aquella ciudad: ahora, lo que veía, los sonidos y olores que percibía le recordaban los días gloriosos de su juventud. Fueron momentos muy felices y sin preocupaciones cuando Corbett se alojaba en aquellos pisos desvencijados y se juntaba con el resto de bachilleres, estudiantes y universitarios de camino a las aulas desiertas de los colegios para atender a las clases que impartían los profesores sobre retórica, lógica, teología y filosofía.
Corbett encontró algo extraña su vuelta: a pesar de que los años habían pasado, todo parecía seguir igual. Los campesinos de las afueras de la ciudad se abrían paso con sus pesados carros de ruedas o sus caballos de carga, empapados por la lluvia, que transportaban los productos para vender en los mercados de la ciudad. Al pasar por delante de las puertas abiertas de las destartaladas viviendas, Corbett entrevió a los niños y a las abuelas con las rodillas frente al fuego, y la pobre luz de las lámparas iluminando la oscuridad. En todas las calles las casas se amontonaban a ambos lados, cruzadas por un entramado de vías y callejuelas llenas de baches y todavía resbaladizas después de la lluvia. Sin embargo, como siempre ocurría en Oxford, las calles estaban abarrotadas. Comerciantes ataviados con sus ropajes forrados de piel marchaban con sus botas altas marroquíes. Los sirvientes iban al frente, echando a un lado a los ruidosos niños o a los perros que no paraban de ladrar. Franciscanos, dominicanos y carmelitas iban de camino a sus hogares: algunos transitaban en devoto silencio; otros armaban un jaleo espantoso parloteando sin cesar. En una esquina había un carro con un gong, lleno de barro y suciedad de las alcantarillas, que estaba siendo utilizado para ejecutar castigos. A un tipo que vendía ropa con taras le habían forzado a mantenerse de pie hundido en el barro de cintura para abajo. Atados a las ruedas del carro había otros vendedores que habían sido juzgados culpables en un tribunal del Pie Powder por vender carne pasada, bienes de oropel o intentar romper el precio establecido por los bedeles del mercado. A su lado, un montero con un carro, en el que transportaba una jaula llena de perros callejeros ladrando y enzarzados entre sí, requisaba formalmente un chucho, tan delgado, que se le veían las costillas, mientras un grupo de pilluelos piojosos protestaba a gritos diciendo que el perro les pertenecía. El montero, con el rostro rojo de furia, también soltaba maldiciones y les contestaba a voces.
Corbett suspiró y desmontó diciéndoles a Ranulfo y Maltote que hicieran otro tanto. Tomaron un atajo desde Eel Pie Lane que los conducía a High Road. Llegados a aquel lugar, Corbett corrió entre bandadas de universitarios, cuentistas, fanfarrones y bribones que iban de un lado para otro enfundados en sus trajes: las togas cortas de los universitarios, las calzas harapientas y chaquetas andrajosas de los commoners <strong>[1]</strong>. El aire transportaba el parloteo de diferentes acentos y lenguas a medida que los estudiantes salían de las aulas o salas de conferencias de los colegios universitarios. Perdidos en su propio mundo, gritaban y cantaban, empujándose y dándose codazos los unos a los otros, olvidándose por completo de los buenos ciudadanos y burgueses de la ciudad. Éstos pasaban delante de los estudiantes maldiciéndolos por lo bajo y lanzándoles miradas de desdén. De vez en cuando algunos rectores o profesores salían al paso con sus andares arrogantes y las cabezas bajo las capuchas de lana forradas de seda que proclamaban su estatus e importancia. A sus espaldas, los estudiantes más pobres, jóvenes incapaces de pagar las tasas universitarias, los seguían de cerca tambaleándose por el peso de los libros u otras pertenencias de sus señores. Bedeles y censores, los ordenancistas de la universidad, también se abrían camino a grandes zancadas, blandiendo porras de madera de fresno rematadas con una punta de plomo. A su paso, los estudiantes callaban de inmediato, a pesar de que su presencia poco podía hacer para reprimir su espíritu exaltado y rebelde.
Corbett se detuvo, envolviéndose las manos con las riendas, para contemplar High Street. Esta calle sí había cambiado: se habían construido más casas a ambos lados, tan juntas las unas de las otras que sus tejados apenas dejaban pasar la luz. Apretujadas entre las nuevas viviendas se encontraban las chozas de los ciudadanos más pobres, cubiertas de cañas, paja o ripia que la lluvia había empapado por completo y convertido en una auténtica calamidad. Los puestos de los mercados a ambos lados de High Street se habían vuelto a abrir después del chaparrón y estaban abarrotados de gente. En medio de codazos y empujones, Corbett siguió adelante. Detrás de él, Ranulfo levantó una bota del suelo fangoso y gruñó: el barro y la suciedad le llegaban hasta los tobillos y contempló apenado cómo un grupo de pilluelos, a pesar del mal tiempo, jugaba en el cieno que los cubría por encima de las rodillas. Ranulfo maldijo entre dientes. Le habría encantado demostrar su rabia a Corbett, que, con actitud estoica, caminaba a grandes zancadas delante de él, pero el ruido era cada vez más ensordecedor. Éste giró bruscamente hacia la izquierda, bajando por una calle llena de inmundicia. Allí había más tranquilidad y, cuando Corbett los condujo hacia el patio de la taberna La Cancela Roja, Ranulfo soltó un suspiro de alivio. Le lanzó de buena gana las riendas de su caballo a un mozo de cuadra con cara de malas pulgas que se había acercado con paso lento mientras maldecía a los recién llegados por haber interrumpido su descanso.
– Algo de comer y beber -murmuró Ranulfo frotándose el estómago- me sentará a las mil maravillas.
– Sólo un poco de vino -replicó Corbett y, haciendo caso omiso de la oscura mirada de Ranulfo, los condujo hacia el interior enrarecido de la taberna.
Se quedaron cerca de la puerta mientras tomaban un trago rápido antes de adentrarse de nuevo en las calles.
– Pero ¿qué estamos haciendo? -preguntó Ranulfo llevándose a un lado a Corbett-. ¿Dónde vamos, amo?
– Quiero enseñaros la ciudad -contestó Corbett-. Quiero que la sintáis en vuestra cabeza y en vuestro estómago. -Hizo una pausa e indicó a sus compañeros que se acercaran-. Oxford es un mundo en sí mismo -explicó-. Es una ciudad formada por pequeñas aldeas que constituyen los colegios y universidades. Cada una tiene su propio espacio, sus propios talleres, herrerías y dormitorios. -Señaló hacia el final de la calle, donde Ranulfo y Maltote pudieron entrever una gran puerta de metal tachonada en una fachada de gran altura-. Eso es Eagle Hall y hay muchos otros colegios. Cada uno tiene sus propios privilegios, tradiciones e historia. Acogen a estudiantes de Francia, del condado de Hainault, España, los estados germanos e incluso de lugares de más al este. Las universidades se odian entre sí, la universidad odia a la ciudad, la ciudad desprecia a la universidad. La violencia está a la orden del día; los cuchillos, siempre a punto. A veces uno tiene que salir volando y -añadió- saber en qué dirección puede salvar la vida.
– Pero vos sois el escribano del rey -interrumpió Maltote acariciando el hocico de su caballo-. ¿Acaso se negarán a obedecer una orden del rey?
– Les importa un comino -replicó Corbett-. Imaginemos que nos atacan: ¿quién vendría en nuestra ayuda? ¿Quién se prestaría a ser nuestro testigo? -Dio una palmadita amistosa en el hombro de Ranulfo-. Cúbrete con la capucha, baja la cabeza y mantén la mano bien lejos de tu daga.
Siguieron por High Street y se detuvieron en un lado de la calle mientras se abría la puerta de una iglesia: los estudiantes, con sus tabardos desharrapados sujetos a la cintura con cordeles y cinturones de piel, salían a la calle después de la misa del mediodía. Tal y como musitó Ranulfo, el servicio parecía haberles causado poco efecto. Los estudiantes se empujaban y daban codazos, vociferando con estridencia; algunos incluso cantaban parodias de los himnos que acababan de entonar en la iglesia. A pesar de la empapada y bulliciosa multitud, Corbett insistió en enseñar a sus dos acompañantes el perfil de la ciudad. Por fin decidieron regresar. Pasaron por la taberna de Swindlestock, andando con pies de plomo mientras caminaban alrededor del foso abierto en Carfax y se adentraban en Great Bailey Street, que llevaba hasta el castillo.
– ¿Para qué venimos aquí? -preguntó Maltote-. Pensaba que íbamos a Sparrow Hall.
– Hemos de hacer una visita al baile -explicó Corbett volviéndose sobre sus hombros-, sir Walter Bullock. -Sonrió-. Y será una experiencia inolvidable. Bullock es tan irascible como un perro hambriento.
Cruzaron el foso, que en realidad no era más que una zanja estrecha. Sobre el agua, cubierta de cieno negro, flotaba tranquilamente el cadáver remojado de un gato bajo el puente levadizo. Un guardia con un casco sucio de piel se paseaba de un lado a otro de la muralla bajo el rastrillo, con la espada y el escudo en el suelo junto a él. Apenas levantó la vista cuando atravesaron la muralla. El patio del castillo rebosaba de gente: un grupo de arqueros disparaban con fuerza a unos toneles; un hatajo de niños con pantalones sucios intentaba dar caza con espadas de madera a un ganso que graznaba asustado; varias mujeres permanecían de pie al lado de un pozo, restregando la ropa junto a los grandes toneles que les servían de palanganas. Nadie pareció darse cuenta de la presencia de los recién llegados, a excepción del harapiento vendedor de reliquias que pregonaba sus mercancías y se acercó con un trozo de madera en la mano.
– Comprad un trozo de enebro. -Puso el trozo de madera ennegrecida casi en los morros de Ranulfo.
– ¿Por qué?
El tipo abrió la boca mostrando su horrible dentadura mellada.
– Porque es del mismísimo árbol -susurró- que protegió al niño Jesús cuando la virgen María se lo llevó a Egipto, huyendo de la furia de Pilatos.
– Pensé que se trataba de Herodes -replicó Ranulfo.
– Sí, pero Pilatos le ayudó -balbuceó el vendedor.
Ranulfo cogió el trozo de madera y lo estudió con cuidado.
– No puedo comprarlo -añadió-; no es de un enebro, es de un saúco.
La boca del fanfarrón se abrió y cerró en el acto.
– Que Dios os bendiga, señor. Me habré confundido… ¿Estáis seguro?
– Desde luego -replicó Ranulfo devolviéndoselo.
– Entonces eso es lo que es -musitó el vendedor y, girando sobre sus talones, se dirigió hacia un grupo de soldados-. ¡Comprad un trozo de saúco -gritó-, del árbol en el que se colgó el mismísimo Judas!
Corbett sonrió. Estaba a punto de preguntarle a Ranulfo cómo había sabido diferenciar un enebro de un saúco cuando un golpe en la espalda le hizo darse la vuelta.
– ¿Qué queréis?
El sargento miró a Corbett de arriba abajo.
– ¿Qué queréis? -repitió-, ¿y de dónde habéis sacado esos caballos?
Ranulfo dio un paso al frente, interponiéndose entre su señor y el sargento, y clavó su mirada en el rostro sucio y sin afeitar de aquel hombre.
– Queremos ver al baile -replicó Ranulfo-, a sir Walter Bullock. Éste es sir Hugo Corbett, el principal escribano del rey de la cancillería del Sello Secreto.
El sargento carraspeó y acto seguido soltó un escupitajo.
– Me importa un bledo. Como si viene de parte del Santo Padre.
Hizo señas a un chico para que se acercara y se llevara los caballos. Luego, con un chasquido de dedos, indicó a Corbett y a sus acompañantes que le siguieran.
Encontraron a sir Walter en su cámara, situada encima de la casa del guardia de la entrada. Era una habitación austera con colgaduras en la pared como estandartes. El gordo y calvo baile comía un plato de anguilas; a su lado, en una bandeja, había varias manzanas y queso. Bullock, bajito y fornido, vestía un junquillo, unas calzas, una camisa, un cinturón de guerra y unas botas de montar de piel que resonaban sobre el suelo cubierto de paja. Al tiempo que el sargento instó a Corbett y a sus acompañantes a entrar en la estancia y cerró la puerta detrás de ellos con gran estruendo, el baile levantó su rostro bien afeitado, reluciente como un puchero de latón.
– ¿Qué deseáis? -preguntó con la boca llena de anguilas.
– Eso es lo que el ignorante bastardo de abajo me ha preguntado -replicó Ranulfo.
Bullock, desde su taburete, señaló a la aspillera con la cabeza.
– Es lo suficiente grande para que os arroje por ella.
Corbett suspiró, sacó de su zurrón el sello real y lo arrojó sobre la mesa. Bullock tragó la comida que tenía en la boca y lo cogió.
– ¿Sabéis lo que es, señor Bollock? <strong>[2]</strong> -entonó Ranulfo.
– Me llamo Bullock -rectificó el baile retirando su taburete y levantándose. Acto seguido se chupó los dedos y se los limpió con una servilleta sucia. Se acercó y se detuvo ante Ranulfo, con los brazos en jarras-. Me llamo Bullock -repitió-, ¿y sabéis por qué, señor? Pues porque soy como un toro: bajo, pero fuerte, impetuoso y de temperamento airado. -Golpeó a Ranulfo en el estómago-. Parecéis un chico acostumbrado a pelear, pero me trae sin cuidado: he podido con tipos mucho más grandes que vos. -Se volvió bruscamente hacia Corbett y le tendió la mano-. Lo siento, sir Hugo. El rey envió a un mensajero; os estábamos esperando.
Corbett apretó la mano del baile. Se dio cuenta de que debajo de los ojos de aquel hombre asomaban unas ojeras que delataban su cansancio.
– Parecéis fatigado, señor.
Sir Walter se dirigió a un banco cercano a la pared.
– Si me acostase, sir Hugo, nunca me levantaría. ¿Os apetece un poco de vino, algo de comer? -Miró de soslayo a Ranulfo-. ¿Quizás un vaso de agua del pozo para refrescaros después de vuestro caluroso y agotador viaje?
Ranulfo dedicó una sonrisa a aquel gallito de corral.
– Sir Walter, os pido disculpas.
El baile aceptó la mano tendida de Ranulfo y luego apretó los labios.
– ¡Soltádmela de una vez, por la vida de un soldado! -exclamó.
Esperó a que Corbett se sentara, luego se acercó un taburete y empezó a contar con sus dedos achaparrados.
– El rey no me deja ni respirar en Woodstock. Se ha convocado una junta del parlamento en Westminster y yo he recibido órdenes de que sea elegido el hombre adecuado. Hay un curandero que se dedica a vender dientes de rata a los niños. Hace cuatro meses que no pagan a la guarnición. Ya no me quedan suministros. Hay tres tipos en el Bocardo -se refería a la prisión de la ciudad- cuyos cuellos voy a retorcer antes de que anochezca. Una muchacha de la taberna Las Damas ha sido violada. Me ha salido un divieso en el culo. Hace dos noches que no duermo y unos parientes de mi mujer quieren venir y quedarse hasta la festividad de San Miguel. -Se detuvo para sorber por la nariz-. Ahora bien, eso es el menor de mis males.
Corbett sonrió. Metió la mano en su zurrón y le entregó dos monedas de oro.
– No acepto sobornos, sir Hugo.
– No se trata de un soborno -replicó Corbett-. Son vuestros honorarios. Informaré de ello al tesorero.
Las monedas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Qué me decís del Campanero?
– No sé quién es -contestó el baile-. Todo lo que sé es que aparece cada vez con más frecuencia una de sus proclamas colgada en la puerta de alguna universidad o iglesia.
– ¿Vos no luchasteis en Evesham a favor de De Montfort? -preguntó Corbett con sequedad.
Bullock desvió la mirada de inmediato.
– Sí, así es -contestó como para sí mismo-. Era joven, un idealista, lo suficientemente estúpido para creer en sueños. Ahora, sir Hugo, soy un servidor del rey en la guerra y en la paz. No soy un traidor. No sé quién es el Campanero o de dónde viene. ¡Ah!, y eso que ya he hecho mis propias investigaciones entre las cabezas huecas de Sparrow Hall, pero sería igual de inútil silbar en medio del cementerio y esperar una respuesta.
– ¿Y qué me decís de los cadáveres encontrados en los alrededores de Oxford?
Bullock se encogió de hombros.
– Sabéis tanto como yo, sir Hugo. ¡Pobres hombres! Sus cabezas fueron decapitadas y colgadas de su propia cabellera de la rama de un árbol. He hecho salir a mis hombres. Han peinado los bosques y los campos. Algo se está cociendo por aquí. -Hizo una pausa mientras se rascaba un lunar en la mejilla derecha-. Oxford es un lugar muy curioso, sir Hugo. En las iglesias cantan el Salve Regina y veneran el cuerpo de Cristo. Por la noche, en las tabernas, pierden sus almas con el vino y se entregan a la lujuria. Detrás de las murallas, en aquellos parajes solitarios (resumiéndoos una larga historia), en la carretera de Banburry, mis hombres hablaron con un forastero. Los condujo a un claro en el bosque. Había una roca, era una losa enorme, como si el mismísimo Satán la hubiera sacado del infierno. Alguien la había utilizado como altar; todavía había marcas de fuego, manchas de sangre y, en la rama de un árbol, la calavera de un animal.
– ¿Brujos? -preguntó Corbett.
– Magos, brujos y hechiceras… -Bullock volvió a sorber por la nariz-. Eso es todo lo que había. Los campesinos y granjeros de la zona son inocentes: no tienen ni tiempo ni energía para esas tonterías.
– ¿Y vos pensáis que guarda relación con esas muertes?
– Es posible. -Bullock se limpió la boca con el dorso de la mano-. Me encantaría encontrar al asesino. Espero que sea uno de esos estudiantes pisaverdes y arrogantes. Por cierto, han traído otro cadáver esta mañana: un viejo bobalicón llamado Senex. Lo encontraron igual que al resto -Bullock sonrió inexorable-, con una excepción: la mano del viejo estaba fuertemente cerrada. Cuando conseguí abrírsela encontré unos cuantos guijarros y, lo más importante, un botón.
– ¿Un botón? -preguntó Ranulfo.
– Sí, de metal, con un gorrión grabado, la insignia de Sparrow Hall. Y todavía hay más -continuó Bullock-. Como sabéis, sir Hugo, esos botones sólo los llevan las túnicas que pertenecen a profesores y a algunos estudiantes ricos. La mayoría visten con simples trajes de arpillera.
– Entonces, ¿qué es lo que pensáis? -preguntó Corbett.
Bullock se puso en pie.
– Lo que creo es que se ha formado un aquelarre de brujos en la universidad que venera a los Señores de la Horca. La muerte de esos viejos mendigos está relacionada con algunas de esas horribles prácticas de brujería, pero no tengo ninguna prueba de ello. El viejo Senex pudo haber encontrado aquel botón cuando le estaban dando caza o arrancárselo a su agresor mientras luchaba a vida o muerte. Sin embargo, su cadáver no es el único que hemos encontrado esta mañana. -Bullock tomó un sorbo de su copa de vino-. La noche pasada, antes de Vísperas, William Passerel, el administrador, tuvo que huir de Sparrow Hall ante el abucheo de una multitud de estudiantes. No es ningún secreto que Ascham, a quien todos adoraban, escribió parte de su nombre en un trozo de pergamino mientras yacía moribundo en la biblioteca. Pero a lo que iba: Passerel huyó despavorido de la universidad y se refugió en el santuario de la iglesia de San Miguel. El padre Vicente, el párroco, le ofreció cobijo, comida y bebida. La multitud se dispersó, pero luego alguien entró en la iglesia y dejó una jarra de vino y una copa cerca de la verja que separa el coro de la nave. Passerel tomó un sorbo pero el vino estaba envenenado. Murió casi al instante.
– ¿Cómo sabéis todo eso? -preguntó Corbett.
– La iglesia de San Miguel tiene una anacoreta, una vieja chalada llamada Magdalena. Ella pudo ver a la persona que se infiltró en la nave; en realidad, vio solamente una sombra. Vio cómo Passerel bebía y luego escuchó sus alaridos. -Bullock se acercó a la puerta-. Vamos, os llevaré abajo, a la cámara mortuoria.
El baile los condujo a la cámara, fuera de la casa del portero, a través de un patio bullicioso. Bajaron por unas escaleras muy estrechas que parecían interminables hasta llegar a la bodega y a las mazmorras del castillo. Estaba oscuro como boca de lobo; sólo algunas antorchas iluminaban con su llama parpadeante la estancia. Bullock los guió a lo largo de un pasadizo húmedo y mohoso. Tras doblar una esquina, los hizo entrar en una habitación que había al fondo del pasillo. Abrió la puerta y un hedor agrio los asaltó de pronto. El suelo estaba cubierto por un montón de paja húmeda y maloliente. Unas velas gruesas y achaparradas y unas lámparas de aceite que desprendían un olor nauseabundo, colocadas sobre unas repisas daban un aire tétrico a aquella estancia abovedada. Cuando los ojos de Corbett empezaron a acostumbrarse a la luz, descubrió dos mesas, como ésas que se encuentran en un matadero, en cada una de las cuales yacía un cadáver. Uno estaba cubierto por una sábana; sólo se le veían los pies desnudos. El otro estaba tendido con sólo un taparrabos. El hombre inclinado sobre el cadáver vestía igual que un monje, con una capucha y una toga. Ni siquiera levantó la vista cuando entraron y siguió frotando el rostro del cuerpo con un paño.
– Buenos días, Hamell.
El hombre se volvió, echándose hacia atrás la capucha y reclinándose sobre la mesa. Tenía el rostro de un amarillo cadavérico, alargado como el de un caballo, unos ojos de mirada afligida y una boca babosa. Su labio superior estaba cubierto por un bigote despeinado y mal cortado por un lado. Miró con ojos legañosos al baile.
– Les presento a Hamell, el forense de nuestro castillo.
– Que está borracho -musitó Ranulfo.
– No estoy borracho -les replicó Hamell-. Sólo he tomado un poco de cordial. Éste es un trabajo inmundo. -Echó algunas bocanadas de su aliento a la cara de Ranulfo-. ¿Han venido a reclamar el cadáver?
– Es el escribano del rey -explicó Bullock.
– ¡Dios nos asista! -exclamó Hamell-. Entonces el rey requiere el cuerpo, ¿no? -Hamell se volvió a acercar al cadáver tambaleándose, con el paño húmedo todavía agarrado en la mano-. Éste está más muerto que mi abuela.
– ¿Qué provocó la muerte? -preguntó Corbett detrás de sus espaldas.
– Yo no soy médico -balbuceó Hamell.
Señaló las cicatrices moradas en el estómago, el pecho y el cuello de la víctima. La cara tenía un tono amarillento; los ojos se le salían de las órbitas y la boca estaba medio abierta, con la lengua fuera e hinchada.
– Tomó belladona -explicó Hamell-. Ya había visto otros casos anteriormente. Algunos la ingirieron de forma accidental -le indicó a Corbett que se colocara al otro lado de la mesa-, pero el rostro y la lengua hinchada -señaló el tono descolorido de la piel- indican que tomó una gran cantidad. Es muy fácil de preparar -añadió-, sobre todo si se mezcla con un vino fuerte.
– ¿Y no hay otras heridas? -preguntó Corbett-. ¿Otras marcas?
– Algunas cicatrices -respondió Hamell.
– ¿Y el otro cadáver?
Hamell se volvió y retiró la sábana. Corbett retrocedió. Ranulfo maldijo por lo bajo y Maltote se retiró a una esquina a vomitar. El cuerpo de Senex tenía un color blanco, como el del vientre rancio de un bacalao, pero era la cabeza separada del cuello ensangrentado y colocada debajo de uno de los brazos lo que convertía su visión en una escena espeluznante.
– Todavía no la he cosido -explicó Hamell sonriente-. Siempre lo hago.
Bullock, tapándose la boca con la mano, también se dio la vuelta.
– Y aseguraos de que lo hacéis correctamente -gruñó-. La última vez estabais tan borracho que la cosisteis al revés.
Corbett contempló el cuello cortado y la sangre ennegrecida e incrustada que lo rodeaba, y reconoció el corte limpio de un hacha bien afilada realizado con gran fuerza.
– ¡Cubridlo! -ordenó.
Hamell obedeció.
– ¿Qué le encontraron en la mano?
El forense señaló al otro lado de la mesa. Corbett, acercando una vela, examinó con cuidado el guijarro sucio; luego cogió el botón de azófar, tenía grabada la figura de un gorrión.
– ¿Puedo quedármelo? -preguntó.
Bullock asintió. Corbett examinó las manos de Senex, sus dedos fríos y agrietados y las uñas sucias y rotas. Apreció que la mano derecha estaba mucho más sucia que la mano izquierda. Luego observó lo mugrientas que estaban las rodillas.
– Debió de arrastrarse a cuatro patas -supuso Corbett- por el suelo. Su asesino debió de seguirle de cerca, levantó el hacha y entonces fue cuando probablemente perdió el botón. Pobre Senex, escarbando el suelo a su alrededor, debió de encontrarlo cuando el hacha le cayó encima. -Corbett se lo guardó en su zurrón-. Bueno, Dios es testigo, señor baile, de que ya he visto demasiado.
Salieron de la cámara. Maltote había recuperado la compostura, a pesar de que su rostro estaba tan pálido como el de un fantasma. Regresaron al patio, donde los esperaba el sargento que se había dirigido en un principio a Corbett.
– Tenéis más visitas, sir Walter, de Sparrow Hall: el vicerregente. El señor Tripham y otros han venido a reclamar el cuerpo de Passerel.
El soldado señaló un carro que estaba cerca de la puerta de entrada.
– ¿Dónde están?
– Los dejé en la cámara de la casa del guarda.
Sir Walter se frotó los ojos.
– Vamos, sir Hugo.
Volvieron para encontrarse con las tres personas que los esperaban. Alfred Tripham, el vicerregente, estaba sentado en un banco y no se molestó en levantarse cuando el baile y Corbett entraron en la sala. Era alto y tenía un rostro austero y bien afeitado bajo una mata de pelo canoso. Alrededor de su boca fina se le marcaban unas arrugas bastante pronunciadas. Vestía un traje azul celeste, y la capucha y la toga estaban adornadas con remates de seda, propios de su estatus de profesor. Lady Mathilda Braose estaba sentada en el taburete del baile. Era bajita y rechoncheta, tenía el cabello fino y canoso y un rostro bastante corriente cubierto por un velo oscuro. Llevaba un abrigo gris encima de un vestido granate con botones que le llegaban hasta la garganta. Tenía unos brillantes ojos marrones, pero estaban ensombrecidos por unas ojeras. La expresión altanera de sus labios concedía a su rostro una mirada arrogante y burlona. Richard Norreys, que hizo las presentaciones, era un hombre mucho más jovial y agradable; su rostro era redondo y lucía un bigote y una barba bien cuidados; el cabello, una mata de pelo rojo, se veía surcado por algunas canas. Su apretón de manos era firme y parecía dispuesto a complacer.
– Sir Walter, os hemos esperado aquí -declaró con un tono de voz cantarín-, porque nos dijeron que volveríais pronto, pero si llego a saber que teníais una visita tan importante… -los protuberantes ojos azules de Norreys pestañearon. Se humedeció los labios como si escogiera las palabras con cuidado.
– ¡Oh, dejaos de formalidades, Norreys! -exclamó Mathilda apartando de su lado el plato de anguilas-. Sir Walter, hemos venido a recoger el cadáver de Passerel. Tuvo una muerte muy deshonrosa, por eso queremos celebrar un funeral en su honor.
Bullock no le respondió, pero volvió a coger el plato de anguilas, se reclinó en la pared y empezó a comer. Miró tranquilamente a Tripham y Corbett notó el odio que había entre ellos. Lady Mathilda miró con el rabillo del ojo a Corbett y, con una mueca de desdén en sus labios, pasó por alto la presencia de Ranulfo y Maltote, que permanecían detrás de su amo.
– De modo que vos sois el escribano del rey, ¿no es cierto?
Sir Hugo le hizo una reverencia.
– Así es, señora.
– He oído hablar de vos, Corbett -continuó-, de vuestro gran olfato. Así que el perro del rey ha venido a Oxford a husmear entre la basura.
– No, señora -interrumpió Ranulfo de inmediato-. Hemos venido a Oxford para atrapar al Campanero, un traidor consumado. Le llevaremos a Londres para que sea colgado, arrastrado y descuartizado en Elms, cerca del río Tyburn.
– ¿Es eso verdad, pelirrojo? -preguntó Mathilda con sarcasmo-. ¿Atraparéis al Campanero y lo colgaréis? -Chasqueó los dedos-. ¿Y ya está?
– No señora -intervino Corbett-. Como vos dijisteis, removeré entre la basura y lo encontraré, así como al asesino responsable de las muertes de Ascham y Passerel y, quizás, al homicida de sangre fría que ha causado las muertes de los mendigos.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Tripham poniéndose en pie-, ¿qué es sólo uno y el mismo?
– Es un buen rastreador -sonrió sir Walter llevándose un trozo de pan a la boca-. Ya ha empezado a husmear entre la basura.
– Lady Mathilda, señor Tripham -intervino Norreys dirigiéndose a ellos con las manos en alto. De repente recordó algo y se limpió las palmas de las manos en su túnica de lana-. Sir Hugo es el escribano del rey -continuó-. Ya nos conocemos, señor -se acercó a Corbett-. Luché con el ejército del rey en Gales.
Corbett estrechó su mano.
– Señor, éramos tantos y hace tantos años…
– Lo sé, lo sé. -Norreys se arremangó la túnica y enseñó la guarda de piel que llevaba en la muñeca-. Presté mis servicios como especulador -explicó.
Corbett recordó y asintió.
– ¡Ah, sí! Erais explorador.
– Ahora los galeses están en Sparrow Hall -intervino Tripham. Forzó una sonrisa como si se disculpara por sus malos modales-. Sir Hugo, penséis lo que penséis, sed bienvenido. El rey ha insistido en que os ofrezcamos nuestra hospitalidad. Richard Norreys es el rector de la residencia. Se encargará de que os den bien de comer y os alojen adecuadamente. -Se echó la túnica por encima de los hombros-. Y esta noche, sir Hugo, seréis nuestro invitado en Sparrow Hall. Nuestros cocineros han sido educados al estilo francés. Señor Norreys, vos también podéis acompañarnos. -Hinchó los carrillos, soltó el aire y se dirigió hacia sir Walter, que todavía seguía reclinado en la pared-. Señor, ¿tenéis el cadáver de Passerel?
El baile seguía masticando tranquilamente. Puso el plato de nuevo sobre la mesa, se humedeció los labios y asintió a Corbett. Estaba a punto de conducir a Tripham fuera de la estancia cuando alguien llamó a la puerta. El joven que se coló en la habitación tenía un rostro lozano, llevaba el cabello cuidadosamente engrasado y recogido en la nuca. Vestía con las ropas de un commoner, un junquillo de lana marrón con calzas del mismo color arremetidas en las botas y un cinturón del que colgaba una daga atravesada por una argolla. Tenía un rostro corriente a excepción de los ojos, muy brillantes, curiosos y de mirada inquieta. Cuando lady Braose le hizo señas para que se acercara, cruzó la estancia como un perrito faldero y se quedó a su lado. Corbett observó con curiosidad cómo lady Mathilda se comunicaba con él a través de unos extraños signos que hacía con los dedos. El joven asintió y le contestó también con señas. El rostro de lady Mathilda se dulcificó, y a Corbett le recordó a una madre cariñosa con su hijo predilecto.
– Es mi escudero -anunció con orgullo-, el señor Moth -sonrió a Corbett-. Disculpadme si he sido un tanto brusca, señor, pero cuando Moth no está a mi lado -le dirigió una mirada al baile- tengo miedo de lo que le pueda suceder. -Dio unas palmaditas en la mano de Moth-. Es sordomudo: no tiene lengua. No sabe leer ni escribir. Es huérfano: un expósito que dejaron en Sparrow Hall. Es el hijo que nunca tuve pero que hubiera deseado tener. -Se volvió e hizo más signos con las manos. El joven le respondió y señaló hacia la ventana-. Señor baile -espetó Mathilda-, es hora de que nos marchemos, o si no el carro partirá sin nosotros. Sir Hugo -dijo poniéndose en pie-, ¿querréis ser nuestro invitado esta noche?
Corbett asintió.
– Y supongo que empezarán los interrogatorios.
– En efecto, señora.
Lady Mathilda cogió a Moth por el brazo y se dirigió hacia la puerta.
– Vamos. Señor baile -añadió-, vos deseáis que nos marchemos y nosotros también.
Sir Walter se despidió de Corbett, siguió a sus invitados y, volviéndose sobre sus hombros, gritó a Corbett que si deseaba hablar con él, ya sabía dónde encontrarlo. Corbett esperó hasta que sus pasos se perdieron a lo lejos.
– ¡Vaya potaje! ¿Eh, Ranulfo? -exclamó-. ¡Cuánto odio y resentimiento!
– ¿Acaso hay alguien en Oxford, sir Hugo, que quiera a alguien?
Corbett sonrió con ironía y se encaminó hacia la ventana. Contempló el patio del castillo y vio cómo sir Walter y su séquito se dirigían hacia la cámara mortuoria mientras lady Braose enviaba a Moth a buscar el carro.
– ¡Qué raro! -murmuró-. ¿Te das cuenta, Ranulfo? El administrador de Sparrow Hall es abucheado por los estudiantes y obligado a refugiarse en una iglesia donde más tarde es envenenado, mas nadie ha preguntado el porqué. Nadie demostró la más mínima lástima. Quiero decir que han venido a buscar el cadáver pero actúan como si hubieran venido a recoger un paquete que se dejaron. Pero ¿por qué, eh?
– Quizá Passerel no era de su agrado.
– No lo creo. -Corbett se humedeció los labios y se dio cuenta de pronto del hambre y de la sed que tenía-. Venga, rompamos nuestro ayuno en alguna taberna y luego vayamos a la residencia a ver lo que nos espera.
– No habéis respondido a vuestra pregunta, amo.
Corbett se detuvo, la mano en el pomo de la puerta.
– Me apuesto un tonel de vino contra un barril de malmsey que pronto todo el mundo creerá que Passerel era un asesino; quizás incluso dirán que era el Campanero, y que, si somos lo suficientemente estúpidos para tragárnoslo, el verdadero Campanero permanecerá en silencio hasta que nos marchemos de Oxford.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> En Oxford y en otras universidades, los estudiantes commoners eran los que pagaban la comida y otros gastos de manutención sin recibir ningún tipo de beca por parte de la institución u otra fundación. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> El autor establece un juego de palabras entre bullock, «toro castrado», y bollock, que proviene de la palabra hall «bola» y que en lenguaje coloquial significa «bolas, pelotas». (N. de la T.)