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Dos horas después, cuando el cielo se cubrió de nubes amenazando lluvia, Corbett y sus acompañantes llegaron a Sparrow Hall, situado en Pilchard Lane. La universidad en sí misma era un edificio pintoresco de tres plantas con un techo de tejas grises coronado de ladrillos de piedra arenisca amarilla. La universidad se enorgullecía de su mirador acristalado construido encima de una magnífica puerta principal. El resto de ventanas eran cuadradas y muy amplias, con vidrios de colores que rellenaban los espacios entre los parteluces. La residencia del otro lado de la calle era indescriptible. Parece ser que su fundador había comprado tres mansiones de cuatro plantas, todas con cimientos de ladrillos. Los pisos de arriba tenían vigas de madera y de yeso, y las casas estaban conectadas a través de galerías de madera provisionales. El albergue no tenía la gracia de la universidad; algunas de las ventanas estaban cerradas y las otras, cubiertas de papel vitela.
Corbett, Ranulfo y Maltote bajaron por una calle lateral y entraron por el patio de atrás, lleno de guijarros cubiertos de barro. En él se encontraban los establos, las herrerías y las despensas. Los estudiantes, vestidos con trajes distintos, se apelotonaban en las puertas de entrada abiertas. Un mozo de cuadra cruzó el patio para llevarse los caballos. Mientras Corbett desmontaba, los estudiantes los miraron con curiosidad, se juntaron en varios grupos que susurraban entre sí y no hacían más que señalarlos. Un ladrillo voló por encima de sus cabezas y se escuchó a alguien gritar con acento galés: «¡Los perros del rey ya han llegado!».
Ranulfo se llevó la mano a la daga. Se hizo silencio en el patio. Acudieron todavía más estudiantes. Un joven alto y fornido se apartó lánguidamente un mechón de pelo de su rostro sonrojado. Vestía un traje de commoner, unas calzas prietas, unas botas de piel suave, una camisa blanca de batista cubierta por un traje que le llegaba justo por encima de una bragueta protuberante. Llevaba un ancho talabarte de piel alrededor de la cintura del que colgaban una espada y una daga agarradas por una argolla. El joven se paseaba de un lado para otro, con los demás pisándole los talones.
El mozo de cuadra se llevó perezosamente a los caballos, mientras los estudiantes rodearon a Corbett y a sus acompañantes.
– Hace un buen día -afirmó Corbett echándose la capa sobre los hombros de manera que los estudiantes pudieran ver su espada-. ¿No deberíais estar estudiando el trivio, el cuadrivio, gramática y lógica? Ya lo dijo Aristóteles con palabras inmortales: «Buscad la verdad y dirigid vuestra voluntad hacia el bien».
El líder de los estudiantes se detuvo, medio perplejo. Le habría gustado contestarle al estilo clásico. Corbett le reprimió con un dedo.
– Habéis descuidado vuestros libros, ¿verdad, señor?
– Es cierto -admitió el joven apesadumbrado; su voz delataba un suave acento galés-. La vida en la residencia se ha visto perturbada por las idas y venidas de escribanos del rey haciendo toda clase de preguntas.
– En ese caso -interrumpió Ranulfo dando un paso al frente- podéis uniros a nosotros en Woodstock para tratar el asunto con su majestad el rey.
– El rey Eduardo de Inglaterra me trae sin cuidado -replicó el tipo sonriendo por encima del hombro a sus compañeros-. Llewellyn y David son nuestros príncipes.
– Eso es traición -contestó Ranulfo.
El líder de los estudiantes dio un paso al frente.
– Me llamo David ap Thomas -afirmó con rotundidad-. ¿Qué os pasa, escribano? ¿No os gustan los galeses?
– Me encantan -replicó Corbett dando a Ranulfo una palmadita en el hombro para que se tranquilizara-. Estoy casado con Lady Maeve ap Llewellyn. Su tío Morgan es mi pariente. Y sí, he luchado contra los galeses, son unos firmes guerreros y no unos matones.
El estudiante se quedó mirándolo con perplejidad.
– Bien -empezó Corbett-, ahora, u os apartáis de mi camino o…
– ¡Dejadles en paz, Ap Thomas! -gritó una voz.
Richard Norreys se abrió paso entre la multitud. Los estudiantes se dispersaron, no ante la llegada de Norreys sino porque Corbett les había revelado su vínculo con una de las familias más importantes del sur de Gales. Norreys se disculpó de mil maneras mientras los conducía a través del patio hacia las escaleras de la entrada de la residencia. El pasillo estaba bastante sucio; sus paredes blanqueadas estaban llenas de marcas y de manchas, pero la estancia en sí misma era agradable. El suelo de piedra arenisca estaba recién fregado y los tapices, escudos y armas colgaban de las paredes. Norreys los invitó a sentarse en una mesa y acto seguido chasqueó los dedos para hacer que un criado trajera copas de vino blanco y un plato de almendras garrapiñadas.
– Debo disculparme por la actitud de Ap Thomas. -Respiró hondo mientras se sentaba al fondo de la mesa al lado de Corbett-. Es un noble galés y siempre le gusta hacerse el gallito.
– ¿Hay muchos galeses por aquí? -preguntó Corbett.
– Un buen número -replicó Norreys-. Cuando Henry Braose fundó la universidad y compró la residencia, se creó un estatuto especial en la Carta de Fundación para los estudiantes de los condados del sur de Gales. -Sonrió Norreys-. Henry se sentía culpable ante la cantidad de galeses que había matado, pero… ¿y quién no, sir Hugo?
Durante un rato estuvieron hablando sobré la guerra en Gales. Norreys recordó los valles cubiertos de niebla, las peligrosas marchas, las súbitas emboscadas y el sigilo con el que los guerreros galeses se colaban en los campamentos reales por la noche para cortarles la cabeza a los soldados o degollarlos.
– ¿Estuvisteis mucho tiempo? -preguntó Corbett.
– Sí, bastante -replicó Norreys. Abrió las manos-. Así es como logré un ascenso aquí. Una compensación por los servicios prestados. -Miró hacia la vela de las horas, que ardía en una repisa sobre la chimenea-. Pero, vamos, sir Hugo, nos esperan en la universidad a las siete y el señor Tripham es un maniático de la puntualidad. -Se puso en pie-. Tengo dos habitaciones para vos -continuó Norreys-, dos habitaciones en la segunda planta.
Los condujo fuera de la estancia y los llevó por unas escaleras de madera. De vez en cuando se detenían para dejar pasar a los estudiantes, que apresurados iban de un lado para otro con sus libros en las manos y sus bolsas y carteras colgando de los hombros.
– Van al colegio de la tarde -explicó Norreys.
Empezó entonces a describir cómo Braose había comprado tres grandes mansiones con sus bodegas y cámaras y las había juntado para crear la residencia.
– ¡Oh, sí! Aquí tenemos de todo -se jactó-: cuartos para los commoners, dormitorios para los criados y cámaras para los universitarios, es decir, para todos los que tienen dinero para pagarlas. -Vio cómo Maltote sudaba por el peso de las alforjas que llevaba encima-. Pero vamos, vamos.
Norreys los condujo hasta la segunda galería. El pasillo era húmedo y sombrío, y las paredes estaban cubiertas de moho. Abrió las puertas de las dos habitaciones, que no eran más que dos celdas monásticas austeras. La primera tenía dos carriolas; la otra, la de Corbett, un colchón en el suelo. También tenía una mesa, una silla, un arca, dos candelabros y un crucifijo colgado en la pared.
– Es todo lo que he podido hacer -murmuró Norreys. Miró avergonzado a Corbett-. Sir Hugo, realmente no sois tan bienvenido a este lugar, debéis saberlo. -Cambió de tema con rapidez-. Si aprieta el frío, puedo mandar que os traigan braseros. Por el amor de Dios, mirad las velas; vivimos siempre con el miedo del fuego. El refectorio y la bodega están en el piso de abajo, mas el señor Tripham os invitará probablemente a comer en la universidad.
– ¿Podríais traernos un poco de agua? -preguntó Corbett-. A mis compañeros y a mí nos gustaría lavarnos.
Norreys asintió y se marchó.
Maldiciendo y murmurando entre dientes, Ranulfo y Maltote se pusieron lo más cómodos posible. Corbett colocó las pocas pertenencias que había traído consigo en una pequeña arca maltrecha bajo la ventana. Escondió su bolsa con todos los utensilios de escribir debajo de su almohada antes de ir a ver a Ranulfo y a Maltote. De pie, en la puerta, se sonrió: Maltote estaba a punto de quedarse profundamente dormido en su cama, acurrucado como un niño; Ranulfo, sentado a su lado, contemplaba la pared.
– No me digas que deseáis volver a Leighton -le chinchó Corbett.
– Ahora entiendo por qué nos dijisteis que no trajéramos nada o casi nada de valor -replicó Ranulfo sin volverse.
– En Oxford -empezó a decir Corbett-, los estudiantes no son ladrones: son buitres. Si quieren algo, lo cogen. Yo empecé mi primer trimestre de verano aquí con un juego de ropa y lo acabé con otro.
Un criado les subió dos palanganas de peltre y jarras de agua. Corbett regresó a su habitación. Se lavó la cara y las manos, descansó un poco y estaba a punto de quedarse dormido cuando lo desveló el tañido ensordecedor de una campana. Se puso en pie, se abrochó el cinturón y decidió dar una vuelta por la residencia. La extensión de la mansión enseguida le hizo pensar en el laberinto del jardín de la reina Eleanor en Westminster: había por doquier pasillos y galerías, escaleras y escalones que llevaban a todas partes, habitaciones con pasado histórico, oficinas, almacenes… En resumen, era una auténtica madriguera. Nada estaba limpio en exceso. Percibió un olor a aceite quemado y a col hervida. Bajó al refectorio, una estancia alargada de paredes blanqueadas con mesas y bancos colocados a lo largo de la sala. Unos cuantos estudiantes se habían reunido allí y discutían en voz alta, mientras otros se caían de sueño sobre las esteras en una esquina. Se le acercó un criado y le preguntó si deseaba beber algo, pero Corbett declinó la invitación. Atravesó un pasillo y se detuvo ante una gran puerta de hierro tachonada. Intentó abrirla empujando el manubrio pero estaba cerrada.
– ¿Puedo ayudaros? -preguntó Norreys, que se acercaba a la carrera, agitando un manojo de llaves.
– Estoy fascinado por vuestra residencia, profesor Norreys. Es un auténtico laberinto.
– Y podría estar mejor -replicó Norreys-, pero los rectores se niegan a gastar más dinero -señaló la puerta-. Esta puerta lleva a las bodegas y a las despensas. Siempre está firmemente cerrada; de otro modo, los estudiantes podrían robar vino y cerveza y coger lo que quisieran de las despensas. ¿Queréis bajar? Debo advertiros que no es mejor que el resto de la residencia y necesitaréis una vela.
Corbett sacudió la cabeza.
– ¿Qué eran estos edificios anteriormente?
– Pertenecieron a un vendedor de vino. Una de las casas se utilizaba como almacén y el vendedor y su familia vivían en las otras dos. Hay un patio y unas bodegas abajo.
– ¿Y jardines?
– ¡Oh, no! El precio de la tierra cada vez es más alto, sir Hugo. Hace cinco años el profesor Copsale vendió los terrenos del jardín al ayuntamiento de la ciudad.
Corbett le dio las gracias y volvió a su habitación. Ranulfo y Maltote estaban despiertos. Después de deshacer su equipaje, se vistieron y siguieron a Corbett fuera de la residencia calle abajo. Se detuvieron ante un fraile que caminaba con paso ligero empujando una carretilla en la que transportaba un cadáver amortajado. Al lado del fraile iba un joven, luchando por mantener una vela encendida: a cada paso el monaguillo cogía una campana que colgaba de una cuerda que llevaba atada a la cintura y la hacía sonar para advertir de su presencia. Corbett se santiguó y levantó la vista hacia las ventanas de las universidades de enfrente. El cielo estaba todavía encapotado y entrevió la luz de algunas velas. Tres deudores, que habían salido de la prisión con el castigo de ir encadenados juntos, andaban cojeando con sus platillos de limosna en las manos. Un alguacil borracho que los seguía tambaleándose, maldecía y gritaba a un grupo de niños que le habían golpeado en su carrera por alcanzar a un monito vestido con una chaqueta diminuta y un sombrero de cascabeles. Lanzaban palos y piedras y, por turnos, eran acosados por el vendedor de reliquias con el que Corbett se había topado antes en el castillo. Corbett depositó una moneda en uno de los platillos de los mendigos y esperó a que pasara el tumulto de gente antes de proseguir su camino. Tiró con fuerza de la campana que había en la puerta de la entrada de la universidad: ésta se abrió de par en par y Moth los invitó a entrar con una sonrisa en los labios. Corbett enseguida se quedó sorprendido por la diferencia que había entre la residencia y la universidad: allí un revestimiento de madera de roble reluciente cubría la mayoría de las paredes, decoradas con llamativas colgaduras y tapices; un conjunto de esteras yacía sobre el suelo de adoquines; había velas ardiendo encima de soportes de latón y unos pequeños botes llenos de hierbas de diversas fragancias colocados sobre las estanterías y en las esquinas.
Moth los condujo en silencio al salón, una estancia confortable y acogedora. Tripham y lady Mathilda estaban sentados en dos sillas cuadradas frente al fuego. Moth, con la ayuda de un criado, trajo unos taburetes para Corbett y sus acompañantes. Se intercambiaron algunos saludos, les ofrecieron vino y algunos pedazos de queso fundido que aceptaron con mucho agrado. Tripham debió de captar la mirada satírica de Corbett ante los lujos que se almacenaban en aquella estancia: tapices, esteras turcas, recipientes de plata y de peltre relucientes sobre las estanterías, cofres pequeños de metal y tres arcas alargadas sobre una mesa en una de las esquinas.
– Sir Hugo -se disculpó Tripham tomando un sorbo de vino-, supongo que la residencia no es quizás el mejor o el más lujoso de los alojamientos.
Corbett le dio un suave golpecito a Ranulfo antes de que pudiera abrir la boca.
– He dormido en sitios peores -contestó Corbett-. El señor Norreys ha hecho todo lo que ha podido.
– Veréis… -interrumpió lady Mathilda-. Sólo hay que ver las estatuas de Sparrow Hall. Mi hermano, que Dios bendiga su memoria, decretó que ésta era una casa del saber y que, aparte de mí, ningún otro huésped podía alojarse aquí.
– Pero vos no sois ningún huésped -apuntó Tripham con delicadeza.
Lady Mathilda se limitó a respirar hondo y a mirar hacia otro lado.
– ¿Cuándo se fundó la universidad? -preguntó Corbett.
– Hace treinta años -contestó Mathilda-. Un año después de la coronación del rey Eduardo. Mi hermano -sus ojos brillaron de emoción- deseaba crear un lugar de erudición, libros y manuscritos. De Sparrow Hall han salido escribanos, eruditos, curas y obispos -añadió con orgullo-. Mi hermano estaría muy satisfecho, aunque -añadió secamente- quizá su contribución a la universidad y su fundación no se han reconocido lo suficiente.
– Lady Mathilda -suspiró Tripham-, ya hemos hablado de este asunto miles de veces. No tenemos casi recursos.
– Todavía pienso -respondió ella- que la universidad podía encontrar más recursos para fundar una cátedra en la universidad en nombre de mi hermano. -Se pellizcó la piel del cuello-. Pronto aquellos que conocieron a mi hermano estarán muertos y nadie recordará sus grandes logros. -Lanzó una mirada a Corbett-. El rey también es un desagradecido: una donación…
– Su majestad no puede donar algo que no tiene -fue la respuesta de Corbett.
– ¡ Ah, sí! -exclamó lady Mathilda-. La guerra en Escocia. Es una pena. -Cogió su copa de vino y se quedó contemplando el fuego-. Es una pena que el rey Eduardo se haya olvidado de mi hermano y del día que defendió su estandarte en Evesham cuando acabó con De Montfort.
– Nadie lo ha olvidado -volvió a intervenir Tripham con dulzura.
– No, ni yo tampoco -afirmó lady Mathilda-. Quizá las cuentas de la universidad deberían estudiarse con más detalle.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Tripham con su escuálido cuello en tensión y la nuez bailándole como un corcho sobre una charca.
Ranulfo y Maltote permanecían sentados, contemplando atónitos el rencor que había surgido entre sus dos invitados. Corbett, incómodo, fijó la mirada en el gorrión grabado sobre la divisa que había encima de la repisa de la chimenea. Tradujo las palabras escritas en latín, una cita del Evangelio: ¿ACASO VOSOTROS NO VALÉIS MÁS QUE UNOS CUANTOS GORRIONES? Lady Mathilda se dio cuenta de la distracción de Corbett, por lo que soltó un suspiró e hizo señas a Tripham indicándole que esos asuntos tendrían que esperar.
– Sir Hugo, ¿habéis encontrado algún sentido a la muerte de Passerel? ¿Podría haber sido el Campanero? -preguntó Tripham-. Quiero decir que el ataque de los estudiantes fue imperdonable, mas -hizo un mohín- Ascham era un profesor querido por todos, inocente como un niño. Escribió el nombre de Passerel casi completo en un trozo de pergamino antes de morir.
– Sería demasiado osado -respondió- afirmar que Passerel era el Campanero, pensar que asesinó a Ascham porque el archivero había descubierto su verdadera identidad y que luego Passerel huyó a San Miguel, donde murió a consecuencia de un acto de venganza. -Corbett depositó su copa en el suelo-. Si ésa es la verdad, y pudiese probarla, el rey pasaría por alto la muerte de Passerel, declararía que por fin el Campanero ha sido acallado, que se ha hecho justicia y ya nada me retendría en Oxford. -Se encogió de hombros-. ¿Quién sabe? También podríamos suponer que Passerel estaba detrás de la muerte de esos mendigos que han encontrado en los bosques en las afueras de la ciudad.
– Pero ¿podría fallaros de tal modo vuestra lógica? -preguntó una voz detrás de él.
Corbett se volvió mientras Leonard Appleston cogía un taburete y se unía al grupo. Se presentó y estrechó con fuerza la mano de Corbett y de sus acompañantes.
– ¿Se os da bien la lógica? -preguntó Corbett.
El rostro cuadrado y bronceado de Appleston dibujó una sonrisa, mientras sus ojos adoptaban una mirada algo tímida. Se rascó una herida abierta que tenía en la comisura de la boca, como un estudiante preguntándose si iba a ser o no halagado por sus compañeros.
– Leonard es todo un maestro de la lógica -interrumpió Mathilda-. Sus conferencias en los colegios son de lo más reconocidas.
– He oído lo que decíais -declaró Appleston-. Sería perfecto que Passerel fuera el asesino, el fons et origo de todos nuestros problemas.
– ¿Creéis eso? -preguntó Corbett.
– Si existe un problema -añadió Appleston sonriendo a Ranulfo y abriéndose más espacio-, entonces debe existir una solución.
– Sí, y ahí está el problema -replicó Corbett-. Aunque ¿qué pasa si el problema es complejo pero la solución es tan simple que incluso os hace replantearos si existía tal problema desde un principio?
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Appleston cogiendo la copa que le había brindado Moth.
Corbett hizo una pausa para poner sus pensamientos en orden.
– Señor Appleston, vos dais conferencias en los colegios sobre la existencia de Dios.
– Sí, mis clases se basan en la obra Summa Theologica, de Santo Tomás.
– Y supongo que comentáis las pruebas de la existencia de Dios.
– Desde luego.
– En ese caso -replicó Corbett-, ¿no estaríais de acuerdo en que, si pruebo la existencia de Dios, Dios podría dejar de existir?
Appleston entornó los ojos.
– Quiero decir -se explicó Corbett- que si yo, que soy finito y mortal, puedo probar, sin ninguna duda, que existe un ser inmortal e infinito, entonces, una de dos, o yo también soy infinito e inmortal o bien lo que estoy probando no puede existir en primer lugar. En otras palabras, una prueba tan nimia de la existencia de Dios es demasiado simple y es, por lo tanto, no lógica. Es un poco como si dijera que puedo verter un galón de agua en un pichel de pinta: si así fuera, entonces no es ni el galón ni el pichel lo que puede acoger más de una pinta.
– Concedo -gruñó Appleston-, aunque tendré que reflexionar sobre lo que habéis dicho, sir Hugo.
– Lo mismo puede aplicarse a Passerel -añadió Corbett a continuación-. Si él fuera el Campanero, el asesino de Robert Ascham y John Copsale, por no hablar de los mendigos, entonces diría que la solución es simple, perfecta y, por lo tanto, totalmente ilógica.
– Estoy de acuerdo -declaró Ranulfo haciendo un guiño a Maltote.
– Y entonces, ¿quién mató a Ascham? -preguntó Tripham con calma.
– No lo sé -respondió Corbett-; por eso estoy aquí. -Se volvió hacia Tripham-. Me gustaría visitar la biblioteca esta noche. ¿Quizá después de cenar…?
– Desde luego -accedió el vicerregente-. Podemos tomarnos el vino dulce allí abajo, es una estancia muy acogedora.
Moth se acercó. Dio unas palmaditas en los hombros de Mathilda y empezó a hacer signos extraños con las manos.
– Pronto estará la cena -declaró, poniéndose en pie, y cogió el bastón que tenía en una esquina de la chimenea-. Señores, nos veremos luego -y salió fuera de la estancia, una mano en el bastón y la otra del brazo de su silencioso criado.
La conversación continuó, aunque de un modo inconexo. Appleston y Tripham hicieron algunas preguntas sobre la tasación y el precio del maíz en el feudo de Leighton. Llegaron otros profesores: Aylric Churchley, de ciencias naturales, delgado como un palillo, de rostro irascible y algunos mechones de cabello gris levantados sobre su cabeza calva. Tenía un tono de voz tan elevado y estridente que Corbett tuvo que amonestar en silencio a Ranulfo y a Maltote para que no se les escapara la risa. Peter Langton era un hombre pequeño de cara estrecha y bronceada surcada de arrugas con ojos reumáticos, que hacía alabanzas a todo el mundo, especialmente a Churchley, a quien aclamó como el mayor de los médicos de Oxford. Bernard Barnett fue el último en llegar, de cara rechoncha con una frente muy alta, era un tonelete de hombre con ojos brillantes y un labio inferior muy grueso. Tenía la mirada agresiva, como si siempre estuviera dispuesto a discutir por cualquier pretexto, aunque fuese tan ridículo como el de cuántos ángeles podrían sentarse en la punta de un alfiler.
Lady Mathilda regresó y Tripham los guió fuera de la sala a través de un pasillo que conducía al refectorio. Era una estancia muy lujosa de forma oval, acogedora y agradable. La mesa, situada al fondo de la sala, estaba cubierta por un mantel blanco de seda resplandeciente a la luz de las velas de cera de abeja, que se reflejaba en las copas y la cubertería de plata y de peltre. Hermosos tapices y colgaduras que representaban escenas de la vida del rey Arturo pendían de un recubrimiento de madera oscura. Esteras pequeñas cubrían el suelo. En cada esquina habían colocado un brasero que despedía dulces fragancias y varios centros de flores se habían dispuesto sobre los asientos forrados junto a la ventana; su aroma se mezclaba con los olores empalagosos y que hacían la boca agua procedentes de la despensa al fondo de la estancia. Tripham se sentó en un extremo de la mesa, con lady Mathilda a su derecha y Corbett a su izquierda. Ranulfo y Maltote fueron colocados en la otra punta junto a Richard Norreys, que había estado supervisando a los cocineros. Tripham bendijo la mesa, trazando una bendición en el aire tras la que sirvieron la comida: sopa de codorniz seguida de carne de cisne y faisán, adobadas con ricas salsas de vino, y finalmente rosbif con mostaza. Durante toda la comida corrió el vino, servido por unos camareros silenciosos que permanecían de pie en las sombras. Corbett probó de todos los platos y bebió con moderación, pero Ranulfo y Maltote se echaron encima de ellos como lobos hambrientos.
La mayoría de los profesores bebieron copiosamente y comieron con rapidez. Sus rostros adquirieron un tono rosado y aumentó el volumen de voz. Tripham se mantuvo extrañamente silencioso mientras lady Mathilda, cuyo rencor por el vicerregente era obvio, se limitó a mordisquear la comida y a tomar algunos sorbos de vino. De vez en cuando se volvía y empezaba a hablar con Moth mediante aquel lenguaje de signos extraños.
Tripham se reclinó hacia delante.
– Sir Hugo, ¿deseáis decir algunas palabras sobre vuestra presencia en Oxford?
– Sí, señor. En efecto. -Corbett miró al fondo de la mesa-. Quizás este momento sea tan bueno como cualquier otro.
Tripham golpeó la mesa y pidió silencio.
– Nuestro invitado, sir Hugo Corbett -anunció-, tiene que hacernos algunas preguntas.
– Todos sabéis -empezó Corbett con brusquedad- acerca del Campanero y de sus traicioneras publicaciones.
Los profesores evitaron encontrarse con la mirada de Corbett; en cambio se observaban los unos a los otros o bien jugueteaban cabizbajos con sus copas o cuchillos.
– El Campanero -continuó Corbett- ha proclamado que es de Sparrow Hall. Sabemos que su escritura es la de un escribano, si bien podría ser la de cualquiera, y que el pergamino es caro. En consecuencia, el escritor es un hombre de cierta riqueza y educación.
– ¡No es ninguno de nosotros! -chirrió Churchley pasando los dedos alrededor del cuello de su traje azul marino-. Ninguno de nosotros es un traidor. Satán podría decir que vive en Sparrow Hall, pero si vive o no, ésa ya es otra cuestión.
Sus palabras fueron aclamadas por un murmullo de asentimiento; incluso Langton, de voz suave, asintió con la cabeza vigorosamente.
– Entonces ¿nadie de los aquí presentes sabe nada del Campanero?
Un coro de negativas recogió la pregunta.
– Escribe y envía sus proclamas por la noche -explicó Churchley-. Sir Hugo, normalmente todos estamos deseosos de irnos a la cama. Incluso si quisiéramos salir a dar una vuelta, Oxford, por la noche, es una ciudad peligrosa. Además, las puertas están cerradas con pestillo. Cualquiera que saliera a tales horas llamaría sin duda la atención.
– Por eso -interrumpió Appleston bruscamente- el escritor debe de ser un estudiante. Algunos de ellos son pobres, pero otros son muy ricos. Se han formado en el arte de la escritura y, para los jóvenes, De Montfort todavía es un mártir.
– ¿Hay toque de queda en la residencia? -preguntó Corbett a Norreys.
– Por supuesto, sir Hugo, pero proclamarlo y ejecutarlo entre esos jóvenes de sangre caliente ya es otro cantar. Pueden entrar y salir como les dé la gana.
– Supongamos -empezó a decir Corbett-, causa disputandi que el Campanero no es ni un miembro de Sparrow Hall ni de la residencia. ¿Por qué quería entonces afirmar que lo es?
– ¡Ah! -exhaló lady Mathilda, plegándose las arrugas voluminosas de su vestido-. Se han escrito tantas tonterías sobre De Montfort… Cuando mi querido hermano vino aquí y fundó la universidad, compró las viviendas de enfrente para construir la residencia. Una mujer viuda, con su hijo, vivía en las bodegas de vino al otro lado de la calle. Era bastante buena pero estaba un poco mal de la cabeza. Al parecer, su marido había sido uno de los concejales de De Montfort. Mi hermano, que Dios le bendiga, le tuvo que pedir que se marchara. La invitó a irse a vivir a otro sitio, pero ella se negó. -Lady Mathilda pasó el dedo por el borde de su copa-. Os resumiré una larga historia, sir Hugo: La mujer decidió vagabundear por las calles con su hijo a cuestas hasta que, una noche de invierno, el pequeño murió. Entonces cogió el cadáver de su hijo y lo bajó a la calle. Tenía una campanita y empezó a tocarla. La multitud se apelotonó a su alrededor, mi hermano y yo misma también. Luego encendió una vela, elaborada, según dijo, con la grasa de un hombre al que habían colgado, y maldijo a mi hermano y a Sparrow Hall. Juró solemnemente que un día el Campanero regresaría en busca de venganza, tanto por ella como por la memoria gloriosa del también llamado conde Simón.
– ¿Y qué fue de ella? -preguntó Corbett.
Lady Mathilda sonrió; bajo la luz parpadeante de la vela le recordó a un gato: los ojos estrechos, la piel y el rostro tersos y la mano enroscada como una zarpa sobre la mesa.
– Eso sí es una coincidencia, sir Hugo. Ingresó en un convento de monjas en Godstowe, pero, debido a sus extravagancias, se marchó de allí. Ahora es la anacoreta de la iglesia de San Miguel. ¡Sí!, el mismo lugar en el que Passerel fue envenenado.
– ¿Por qué al Campanero? -interrumpió Maltote, que normalmente estaba callado, animado por el vino y resuelto a hablar-. ¿Por qué se refirió al Campanero?
– Porque, en Londres -intervino Tripham enseguida-, el Campanero de la Muerte permanece fuera de la prisión de Fleet y Newgate por la noche, antes de que llegue el día de la ejecución de los presos. De este modo avisa a los prisioneros condenados en las celdas de que les ha llegado la hora.
– Y no sólo eso -intervino Langton con timidez-. Sir Hugo, hace muchos años, yo no era más que un joven aprendiz de escribano cerca de San Pablo, cuando De Montfort levantó el estandarte de su rebelión contra el rey, las bandas de graduados eran convocadas por un heraldo que se hacía llamar el Campanero.
Corbett sonrió en señal de acuerdo, pero en el fondo se preguntó cuántos de los que vivían en Sparrow Hall habrían luchado al lado del conde muerto.
– Entonces, no sabéis nada -afirmó- acerca del actual Campanero o de esas horribles muertes de los mendigos.
– ¡Vamos, vamos! -exclamó Churchley aporreando la mesa-. Sir Hugo, sir Hugo, ¿por qué debería cualquiera de nosotros querer quitarles la vida a esos pobres desgraciados?
– Oxford está lleno de aquelarres y agrupaciones -intervino Appleston-. Los jóvenes se entretienen con ese tipo de ritos extraños y prácticas de brujería. Tenemos a hombres procedentes de marcas de occidente cuya cristiandad, por decirlo sin tapujos, es tan frágil como el cristal.
– Pero volvamos a otros asuntos que nos conciernen más directamente -replicó Corbett-. ¿Qué me decís de la muerte de John Copsale?
– Tenía el corazón débil -declaró Churchley-. Yo le preparaba a menudo un brebaje de digital para mitigar el calor y hacer que la sangre le fluyera mejor. Sir Hugo, yo era el médico de Copsale. Pudo haber muerto en cualquier momento; cuando lo amortajé para el funeral no noté nada extraño.
– ¿Dónde fue enterrado? -preguntó Corbett.
– En el patio de la iglesia de Santa María. Passerel también será enterrado allí. La universidad posee un terreno al lado del cementerio.
– ¿Dijo algo Passerel? -preguntó Ranulfo desde el fondo de la mesa-. Algo que explicara por qué Ascham escribió su nombre, o parte de él, en aquel trozo de pergamino.
– Negó acaloradamente tener culpa alguna -replicó Norreys-. Cada vez que venía a comprobar las existencias o a firmar las cuentas, el pobre soltaba todo un discurso sobre su inocencia.
– Y todos estábamos de acuerdo con él -apuntó Tripham-. El día que Ascham fue asesinado, Passerel estaba de viaje de vuelta de Abingdon.
– El cadáver de Ascham ya debía de estar frío -intervino Churchley- cuando Passerel llegó a eso de las cinco. Fue él quien inició la búsqueda del pobre Robert y, cuando forzamos la puerta, Ascham estaba tan frío como el hielo.
– ¿A qué hora creéis que murió? -preguntó Corbett.
– Sabemos que se fue a la biblioteca -contestó Tripham- a eso de la una o las dos de la tarde. Se encerró y echó el pestillo de la puerta. Debía de estar buscando algo pero nunca mencionó nada al respecto. Pero, a lo que iba: parte de aquella tarde la pasé discutiendo con lady Mathilda acerca de los beneficios de la universidad -lanzó una mirada intencionada a su derecha-. Luego bajamos a la despensa. Passerel irrumpió en la sala diciendo que la biblioteca estaba cerrada y que no había obtenido ninguna respuesta de Ascham.
– ¿Y dónde estaba el resto?
El murmullo de voces que se levantó a continuación no le sirvió de mucho. Norreys había estado en la residencia haciendo sus cuentas; el resto permaneció en sus habitaciones antes de bajar al refectorio.
– Ordené que echaran la puerta abajo -explicó Tripham-. Cuando entramos, Ascham yacía sobre un charco de sangre con la carta a su lado; la vela se había consumido prácticamente y la ventana del jardín estaba cerrada.
– Le examiné -interrumpió Churchley-. Eran poco más de las cinco de la tarde cuando entramos. Debía de llevar muerto más o menos una hora.
– ¿Y qué pasó el día que Passerel huyó hacia San Miguel? -preguntó Corbett.
– Los estudiantes -replicó Tripham- querían mucho a Ascham. Aquel día en cuestión, un grupo se reunió amenazando con hacer uso de la violencia.
– ¿Por qué no enviasteis a buscar al baile?
– Sí, y todavía estaríamos esperando -contestó Appleston-. Le dije a Passerel que escapara: me pareció que era lo mejor que podía hacer.
– Pensamos que lo más prudente sería que se enfriaran los ánimos -añadió Tripham-. A la mañana siguiente habría solicitado ayuda. -Dio un golpe sobre el mantel de la mesa-. Ante esas circunstancias, resulta difícil culpar a los estudiantes.
Corbett apartó su copa de vino. Al fondo de la mesa, Ranulfo y Maltote le miraban expectantes. Éste estaba completamente atolondrado. Aquél sonreía relamiéndose los labios. Como tantas veces le había dicho a Maltote: «Me encanta ver cómo el viejo maese Cara Larga hace su interrogatorio. Es un buen abogado, con esos ojos tan penetrantes y hundidos. Se sienta y lanza sus preguntas y luego se larga y se pone a meditar». Se divertía mucho con lo que estaba sucediendo. Aparte de Norreys, el resto de los profesores no le hacían ni caso, como si no existiera. De repente se escuchó el canto de una lechuza y Ranulfo se estremeció. ¿No decía siempre el tío Morgan que el canto de una lechuza era presagio de muerte?