173948.fb2 La caza del Diablo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Capítulo V

Corbett se sentó en silencio. Estudió su copa de vino, un truco que solía utilizar para forzar a los otros a hablar, mas esta vez no le funcionó. Lady Mathilda y el resto le miraban expectantes.

Corbett empezó su interrogatorio de nuevo.

– ¿Nunca dijo nada Ascham al respecto? Si el Campanero le mató aquí sólo puede deberse a una razón: Ascham debió de empezar a sospechar su identidad. -Juntó las manos sobre la mesa-. Por cierto, los estudiantes no pueden entrar a esas horas en la universidad, ¿verdad?

– No -contestó Tripham-, no pueden.

– ¿Ni caminar por el jardín?

– No.

– Por lo tanto el asesino de Ascham debía de encontrarse en la universidad. Podría ser cualquiera de los presentes o de los criados. Así que os lo volveré a preguntar: ¿Dijo alguna vez Ascham algo acerca del Campanero o de su identidad?

– Algo me dijo -declaró Langton, un poco avergonzado por su intervención-. Le pregunté quién pensaba que podía ser el Campanero -añadió con rapidez-, pero Ascham me contestó con una cita de san Pablo: «Vemos a través de un cristal oscuro».

– A mí me dijo más o menos lo mismo -interrumpió Churchley-. Una vez me lo encontré en la despensa. Parecía preocupado, así que le pregunté qué le pasaba. Me contestó que las apariencias son engañosas: algo marchaba mal en Sparrow Hall. Le pregunté qué había querido decir, pero se negó a contestarme.

– ¿Por qué vuestro hermano -preguntó Corbett cambiando de tema bruscamente- llamó a este lugar Sparrow Hall?

– Por la cita del Evangelio; era la preferida de mi hermano -explicó lady Mathilda-, la de Jesucristo que dice que el Señor es consciente cada vez que cae un gorrión sobre la faz de la tierra, que nosotros somos mucho más valiosos que toda una bandada de esas aves.

– También fue estudioso de Beda el Venerable -explicó Appleston-, en especial de su obra Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum. A Henry le encantaba la historia de Beda acerca del conde que comparaba la vida de un hombre con la de un gorrión que volaba en un salón lleno de luz y calidez antes de proseguir su viaje hacia la fría oscuridad. -Appleston sonrió-. Conocí a sir Henry tan sólo unos meses antes de que muriera: solía encontrar consuelo en aquella historia.

– ¿Dedicó Ascham gran parte de su tiempo a estudiar en la biblioteca los días anteriores a su muerte? -preguntó Corbett.

– Sí, así es -contestó Tripham-; pero el libro que estaba buscando o leyendo no lo sabemos.

– Me gustaría bajar allí -declaró Corbett-. ¿Sería posible?

Tripham asintió y envió a los criados a iluminar la estancia con velas. Cuando regresaron, el vicerregente les ordenó que bajaran el vino a la biblioteca. Se puso en pie, con Corbett y el resto siguiéndole los talones a través del pasillo. Era una estancia alargada y espaciosa con recubrimiento de madera y unas estrellas de oro y plata pintadas con delicadeza sobre el techo blanco de yeso. Las estanterías, que formaban ángulo recto con la pared, estaban en fila a ambos lados, con mesas y taburetes a lo largo de una mesa para escribir situada en el centro al fondo de la sala. La biblioteca tenía una dulce fragancia a velas de pura cera de abeja, a pergaminos y a piel. Corbett exhaló de forma apreciativa y soltó una exclamación de asombro por la cantidad de libros, manuscritos y hojas que guardaba la biblioteca.

– ¡Oh, sí! Tenemos las mayores obras -declaró lady Mathilda con orgullo-. Mi hermano, que Dios le bendiga, era un amante de los libros. Los suyos, así como sus documentos privados, los guardamos aquí. También compró muchísimas otras obras, tanto en el país como en el extranjero.

Corbett estuvo a punto de preguntar la fuente de tal riqueza, pero se acordó en ese preciso momento de que sir Henry Braose, como muchos otros que habían servido al rey en su lucha contra De Montfort, había recibido abundantes recompensas por parte de la Corona, incluyendo el dinero y las tierras de los seguidores del conde. A nadie le quedaba ninguna duda de que los Braose no eran muy queridos en Oxford, donde tanto habían apoyado al conde muerto.

El resto de los profesores, que no se podían mantener demasiado tiempo en pie, se reclinaron contra las mesas o se sentaron en algunos taburetes mientras Corbett caminaba de un lado a otro de la biblioteca.

Contemplaba embelesado los libros, las estanterías y los cofres, sus atriles con laboriosos labrados, y un fresco al fondo de la pared que representaba una escena del Apocalipsis en la que el ángel abría el Gran Libro para que san Juan lo leyera. Corbett regresó al centro de la estancia y estudió unos restos de manchas oscuras que había sobre el suelo.

– ¿Es aquí donde encontraron a Ascham?

– No, tan pronto como abrimos la puerta le vimos tumbado justo delante de aquella mesa.

– ¿Y dónde estaba el pergamino?

Tripham señaló un lugar cerca de la puerta.

– Estaba allí, en el suelo, como si Ascham hubiera intentado apartarlo de su lado.

– Intentamos quitar la sangre -explicó Appleston-; Passerel iba a contratar a unos pulidores expertos en este tipo de casos.

Corbett estudió las manchas de sangre del centro de la sala y al lado de la mesa.

– Bueno -concluyó Corbett-, parece que Ascham se arrastró por el suelo para coger algo de la mesa.

– También había manchas de sangre sobre la mesa -explicó Tripham-, como si Ascham hubiera conseguido levantarse. ¿Por qué, sir Hugo?

Corbett caminó al fondo de la biblioteca. Pasó por la mesa para dirigirse a la ventana cerrada que había al otro lado de la estancia.

– ¿Y esta contraventana estaba cerrada y atrancada?

– Sí -corroboró Churchley-, recuerdo que lo estaba.

– ¿Y la ventana que había detrás también lo estaba?

– Me parece que sí -replicó Tripham-. ¿Por qué, sir Hugo?

Corbett levantó la barra que atravesaba los cerrojos. Al ver con qué facilidad caía se dio cuenta de que estaba bien engrasada. Descorrió los cerrojos; la ventana enrejada era enorme. Quitó el pestillo, la abrió y contempló el jardín bañado por la luz de la luna: la brisa estaba llena de la suave fragancia de las rosas. Escudriñó a su alrededor: la ventana era baja, cualquiera que se hubiera subido a la jardinera que había debajo podía observar el interior y permanecer oculto tras el seto que había a pocos metros de distancia. Corbett cerró la ventana, juntó las contraventanas de un golpe seco y la barra se colocó rápidamente en su sitio.

– ¿Seguro que la ventana estaba cerrada y los cerrojos echados? -preguntó Corbett-. Quiero decir que era una noche de verano. ¿No necesitaría Ascham un poco de luz y de aire fresco?

– Yo estuve en el jardín -interrumpió Churchley-, temprano por la mañana. La ventana entonces estaba cerrada. No creo -añadió luego- que Ascham quisiera que todo el mundo viera lo que estaba haciendo.

– Claro -murmuró Corbett-, por eso la puerta tenía los cerrojos echados y estaba cerrada con llave. -Miró a Tripham-. Y funcionan correctamente, ¿verdad?

– Sí -replicó Tripham-. Podéis inspeccionarlos vos mismo. Tuvimos que fabricar una cerradura y unos pestillos nuevos además de unas bisagras de piel.

Corbett se dirigió a la puerta. Tripham le había dicho la verdad: los pestillos, las bisagras y la cerradura eran todos nuevos. Caminó hacia las manchas de sangre, las estudió con cuidado y luego se dirigió hacia la mesa del fondo al lado de la ventana. Pudo ver por todas partes marcas de manchas de sangre en el suelo.

– ¿Qué buscáis, sir Hugo?

– Estoy intentando imaginarme cómo murió Ascham, cómo pudo ser alcanzado por un cuadrillo cuando tanto la puerta como las ventanas de la biblioteca estaban cerradas, y trato de descubrir dónde debía de estar cuando sucedió.

– ¿Y?

– Bueno, sólo hay dos conclusiones lógicas a las que podemos llegar. Primera, alguien estaba en la biblioteca con él y se las arregló para esconderse aquí y luego largarse.

– ¡Eso es absurdo! -declaró Tripham-. Rastreamos toda la sala, ni siquiera una rata podría haber salido o entrado sin ser vista.

– En ese caso…

Corbett estaba a punto de continuar, pero se calló al ver llegar a la sala un criado con una bandeja de copas de vino. Se distribuyeron y Corbett tomó un sorbo de la suya. Una vez se marchó el criado, Corbett señaló hacia la ventana.

– En ese caso -repitió-, si sólo una conclusión es válida, ésa, lógicamente, debe ser la correcta.

– Pero la ventana estaba cerrada -interrumpió lady Mathilda-. Ascham quería trabajar en secreto; por eso cerró con llave y echó los cerrojos. Nunca hubiera dejado la ventana abierta.

– Ascham buscaba algo que pudiera desenmascarar al Campanero -replicó Corbett-. Vino aquí, cerró y echó los pestillos de la puerta y la ventana. Sin embargo -continuó-, lo que no sabía es que su asesino le vigilaba de cerca. A última hora de la tarde -Corbett señaló la puerta-, Ascham estaría probablemente sentado ahí estudiando algunos manuscritos o libros, un asunto del que os hablaré más tarde. De pronto escuchó un golpe en la ventana. Concentrado en sus estudios, Ascham quizá pensó que se trataba sólo de alguien que intentaba llamar la atención. Descorre los pestillos y abre la ventana. La persona de la que ha estado sospechando se encuentra frente a él, con una pequeña ballesta en la mano y entonces dispara. Ascham retrocede; naturalmente, querría llegar a la puerta. Luego cae al suelo y el asesino lanza dentro su nota maliciosa.

– Pero ¿quién cerró la ventana y los pestillos? -exclamó Tripham-. ¿Y cómo pudo contar el asesino con la certeza de que nadie le vería?

– Fuera de la ventana -continuó Corbett- hay una pequeña jardinera oculta del resto del jardín por un seto.

– ¡Claro! -interrumpió Norreys emocionado desde el taburete donde estaba sentado, reclinado contra las estanterías-. El asesino sólo tuvo que salir al jardín, caminar agachado entre la pared y los setos y luego llamar a la ventana.

– Pero ¿cómo pudo volver a cerrar los pestillos de nuevo? -insistió Tripham.

– El mismo Ascham podría haberlo hecho -contestó Corbett- en un intento por protegerse del asesino. Sin embargo, he examinado el cerrojo y me he hado cuenta de que la barra ha sido engrasada recientemente. Lo que probablemente hizo el asesino fue cerrar las contraventanas desde fuera con tanta fuerza que la barra simplemente cayó en su lugar. Por lo tanto, cuando vinisteis a la biblioteca visteis la barra bajada y supusisteis que la ventana también tenía echados los pestillos.

Churchley asintió. Entornó los ojos mientras estudiaba a Corbett de nuevo.

– Nadie pensó en comprobar eso -exclamó.

– Sospecho -añadió Corbett- que el asesino cerró luego la ventana, por si acaso a alguien se le ocurría indagar; no debió de costarle mucho esfuerzo.

– Entonces, ¿estáis sugiriendo -preguntó Churchley- que el asesino engrasó antes deliberadamente la barra de las contraventanas?

– En efecto, de manera que cuando tirara de ellas desde fuera se colocara en su sitio de nuevo. Observad.

Corbett se dirigió a la ventana, levantó la barra y abrió las contraventanas. A continuación cerró un lado y luego cerró el otro de un golpe: tan pronto como las contraventanas se encontraron, la barra levantada cayó en su lugar.

– Puro como la lógica -afirmó Appleston soltando una exhalación.

– ¿Alguno de los aquí presentes pensó en mirar qué era lo que Ascham estaba estudiando? -preguntó Corbett.

– Sí, yo -respondió lady Mathilda dando un paso al frente, apoyada en su bastón-. Yo lo hice, sir Hugo. Había un libro, una hoja o un manuscrito sobre la mesa, pero cuando volví a la mañana siguiente había desaparecido. -Hizo un gesto señalando la inmensidad de la estancia-. Y Dios sabe dónde o qué debía de ser.

Corbett estudió a cada uno de los profesores: ¿cuál de ellos sería el espía del rey? Seguramente un hombre de gran conocimiento e inteligencia habría notado algo extraño.

– ¿Cómo sabéis…? -Churchley hizo una pausa y miró a Langton, a quien se le había revuelto el estómago de repente e intentaba calmárselo con unas palmaditas-. ¿Cómo sabéis -continuó- que Ascham se dirigió a la ventana?

– Porque hay algunas manchas de sangre en el suelo -replicó Corbett-. Sólo algunas gotas de cuando el cuadrillo le alcanzó en el pecho. Ascham debió de darse la vuelta y alejarse de la ventana, pero luego se derrumbó. Mientras yacía en el suelo, debió de ver el rollo de pergamino que el asesino había lanzado a través de la ventana, lo cogió y empezó a escribir con sus últimas fuerzas el mensaje que -suspiró Corbett- parece que acusa directamente a Passerel.

– Y no tenéis ninguna explicación para eso, ¿verdad? -preguntó Tripham con tono amenazador.

– No, yo…

La respuesta de Corbett se vio interrumpida por Langton, que se puso de repente en pie. Tenía el rostro pálido y tenso. Dejó caer la copa y se llevó las manos al estómago. Se encaminó hacia Corbett abriendo y cerrando la boca.

– ¡Oh, Dios mío! -balbuceó-. Dios, tened piedad.

Se derrumbó sobre la mesa y luego cayó de rodillas, agarrándose con fuerza todavía el estómago. Corbett corrió a su lado. Langton empezó a sufrir convulsiones sobre el suelo; tenía el rostro morado y boqueaba intentando respirar. Corbett trató de hacerle volver en sí. A su alrededor todo era confusión; los demás no hacían más que empujarse y darse codazos. Langton tuvo su última convulsión, una fuerte sacudida. Suspiró y ladeó la cabeza: tenía los ojos abiertos y un hilillo de saliva empezó a caerle de la boca. Corbett colocó correctamente con cuidado la cabeza de Langton sobre el suelo. Intentó cerrarle los ojos pero fue imposible. Levantó la vista hacia el círculo de caras que se miraban en busca de alguna pista o señal de satisfacción por parte del asesino desconocido. Churchley se abrió paso a codazos. Se arrodilló junto al cadáver intentando encontrar el pulso en el cuello y la muñeca de Langton.

– ¡Que Dios se apiade de él! -susurró-. Está muerto. Langton está muerto.

El resto se retiró. Corbett vio cómo lady Mathilda se llevaba su copa a los labios.

– ¡No bebáis! -le gritó-. Todos, vamos, bajad vuestras copas -dio una palmadita a Churchley en el hombro-. ¿Era Langton un hombre con problemas de salud?

– Tenía algún problema de estómago -contestó el tipo-, pero nada serio. Le receté alguna medicina. No sé si él…

Corbett desató el zurrón que llevaba la víctima atado al cinturón. Sacó un trozo de pergamino y se lo entregó a Churchley. Miró si había algo más, pero, aparte de algunas monedas y una pluma rota, no encontró nada.

– Esto es para vos -Churchley le devolvió el pergamino-. Lleva vuestro nombre.

Corbett cogió el trozo de vitela. Tendría unas cuatro pulgadas de largo; las esquinas estaban bien dobladas y estaba sellado con una gota de cera roja. Efectivamente llevaba su nombre, «sir Hugo Corbett», pero reconoció el mismo tipo de caligrafía de escribano que había visto en las proclamas del Campanero. Se levantó, dejando que los demás se agruparan alrededor del cadáver de Langton. Rompió el sello. Las palabras que había dentro parecían anunciar a voces un desafío:

El Campanero da la bienvenida a Corbett, el cuervo del rey, su perro faldero. El Campanero se pregunta qué hace el cuervo en Oxford. El cuervo debe tener cuidado de dónde picotea y por dónde vuela. Que el maldito rastreador de carroña se dé por advertido. No os quedéis revoloteando demasiado tiempo por los campos de Oxford o podría doblaros vuestro pico, romperos las garras, cortaros las alas y enviaros cadáver de vuelta a su majestad.

El Campanero

Corbett escondió su temor y pasó el pergamino a los demás. Ranulfo maldijo por lo bajo. Maltote, que apenas sabía leer, preguntó qué era aquello. Lady Mathilda se llevó los dedos a los labios; al resto de profesores parecía que se le había pasado el efecto del vino.

– Esto es traición -musitó Ranulfo-. Es una traición contra el escribano del rey y contra la propia Corona.

– Es un asesinato -replicó Corbett-, un terrible asesinato. Traed las copas, vamos, todos.

Se apresuraron a reunir todas las copas sobre la mesa delante de él: era difícil distinguir cuál era la de Langton. Corbett y Ranulfo, ayudados por Churchley, olieron con cuidado cada una. Todas tenían la deliciosa fragancia del vino dulce excepto una: Corbett la levantó a la altura de su nariz y apreció un olor agrio y fuerte.

– ¿Qué es esto? -Le pasó la copa a Churchley para que la oliera.

– Es arsénico blanco -concluyó finalmente-. Sólo el arsénico tiene este olor, en especial el arsénico blanco: tiene un efecto mortal.

– ¿Y no ha podido notarlo Langton?

– Quizá -contestó Churchley-. Pero, si su paladar todavía conservaba el gusto de lo que habíamos comido y bebido, pudo no darse cuenta.

– Pero ¿cómo llegó hasta aquí? -exclamó Barnett-. Profesor Alfred -cogió a Tripham por el brazo-, ¿nos van a envenenar en nuestras propias camas?

Lady Mathilda chasqueó los dedos e hizo algunas señas a Moth, que, en medio de todo, había permanecido en silencio cerca de la puerta. Le dijo algo con aquellos signos tan extraños y Moth salió corriendo. Al rato volvió acompañado de los dos criados medio adormecidos que habían estado arreglando la biblioteca y habían bajado el vino. De algún modo la noticia de la muerte de Langton ya se había extendido y los dos hombres entraron asustados como ratones en la biblioteca. Tripham los interrogó, pero sus balbuceos no arrojaron ninguna luz sobre lo que había pasado.

– Profesor Tripham -declaró uno de ellos-, llenamos las copas de vino y las pusimos sobre una bandeja.

Corbett les dijo que podían marcharse.

– ¿Alguno de los presentes vio a alguien juguetear con las copas o moverlas de sitio? -preguntó al resto.

– No -respondió Barnett en nombre de todos-. Yo estuve al lado de Langton todo el tiempo. -La voz se le quebró cuando se dio cuenta de las implicaciones que podía tener lo que acababa de decir-. Yo no hice nada -balbuceó-. Nunca hubiera hecho tal cosa.

– ¿Tuvo Langton todo el rato la copa en su mano? -preguntó de nuevo Corbett.

Churchley hizo algunos aspavientos con las manos.

– Como todos -agregó-. Probablemente la dejó sobre la mesa y luego la volvió a coger.

– Pero lo que no puedo entender -declaró Barnettes- es por qué Langton llevaba un mensaje del Campanero para vos, sir Hugo.

– Entiendo -afirmó Corbett sentado en un taburete-. Profesor Alfred Tripham, llamad de nuevo a los criados y llevaos el cuerpo. Los demás, quedaos.

El vicerregente obedeció y salió disparado de la estancia. Volvió con cuatro criados, que llevaban una sábana con la que envolvieron el cadáver. Tripham les ordenó que lo sacaran de allí y lo depositaran en la cámara mortuoria al fondo del jardín.

Corbett se sentó cabizbajo. ¿Cómo pudo suceder aquello? Cerró los ojos. «¡Piensa! ¡Piensa! ¿Por qué tenía Langton una carta dirigida a mí en su zurrón? Quizá si no hubiera muerto, me la habría entregado y habría sido capaz de decirme quién la había escrito. El Campanero se debía de haber arriesgado mucho. ¿Qué habría pasado si Langton de repente me la hubiera dado en medio de la comida o después? ¿Y cómo supo el criminal en qué copa debía verter el veneno?» Abrió los ojos. Ya se habían llevado el cuerpo de Langton. El resto le miraba con perplejidad.

– Sir Hugo -interrumpió lady Mathilda-. Se está haciendo de noche y todos estamos muy cansados.

Corbett se puso en pie, intentando disimular su confusión y el miedo que se había apoderado de él ante las amenazas del Campanero.

– Ahora poco podemos hacer -añadió-. Por hoy ya hemos tenido suficiente.

– Me gustaría tener unas palabras con vos antes de que os marchéis -le dijo lady Mathilda-. Sir Hugo, yo soy, junto con mi hermano, que Dios lo tenga en gloria, la fundadora de esta universidad. -Lanzó una mirada desafiante a Tripham-. Creo que tengo derecho a intercambiar unas palabras con vos.

El vicerregente parecía estar a punto de protestar, pero en cambio, haciendo algunos gestos de desesperación, abandonó la sala. Los demás le siguieron. Lady Mathilda pidió a Ranulfo y a Maltote que esperaran fuera con Moth. Cerró la puerta de la biblioteca con llave y se acercó a Corbett. Se sentó en un extremo de la mesa y le hizo señales para que se sentara a su lado.

– Aquí no podrán oírnos -le susurró inclinándose hacia él-. Sir Hugo, seguramente os habrán dicho que tenéis un espía en Sparrow Hall.

Corbett se limitó a devolverle la mirada.

– Alguien que informa al rey de todo lo que pasa aquí. -Lady Mathilda se subió las mangas del vestido-. Yo soy la espía. Mi hermano servía al rey en la paz y en la guerra. Esta universidad, este colegio -bajó el tono de voz y un rubor de rabia asomó en sus mejillas-, este lugar se fundó para aprender y ahora se ha convertido en un hazmerreír.

– ¿Os pidió el rey que espiarais? -le preguntó.

El rostro sobrio de lady Mathilda se relajó, aunque sus ojos todavía brillaban de indignación.

– No, yo le ofrecí mis servicios, sir Hugo. ¿No sabéis mi historia? Siendo damisela, jugué con los caballeros de De Montfort. -Su expresión se suavizó-. Hubo un tiempo en el que era hermosa. Los hombres me suplicaban que les dejara besar esta mano que ahora veis huesuda y llena de arrugas. Los caballeros del rey a menudo llevaban mis colores en las lides y torneos. -Sonrió con malicia-. Incluso Eduardo Longshanks intentó colarse en mi lecho. Supongo que me debía al rey en la paz y en la guerra -añadió apenada. Dio una palmada con aquellos dedos ensortijados con todo tipo de joyas-. Supongo que eran tiempos felices, Corbett. Días de guerra, de ejércitos en marcha y banderas ondulantes, de espionaje y traición. Si De Montfort hubiera ganado, un nuevo rey se habría sentado en el trono de Westminster y los favores de los que gozábamos mi hermano y yo se habrían ido al traste. ¿No conocíais la historia?

Corbett sacudió la cabeza, fascinado por la intensidad de aquella vieja pero aún vigorosa mujer.

– En Evesham, en el momento más álgido de la batalla, cinco caballeros de De Montfort se escaparon e intentaron matar al rey. Mataron a su guardia y se colaron en palacio, pero mi hermano Henry estaba allí. -Levantó la cabeza; los ojos le brillaban llenos de lágrimas-. Duro como una piedra, o eso dijo el rey, se plantó allí en medio, fuerte como un roble, su espada de guerra de dos manos cortando el aire. En fin, aquellos caballeros no pudieron llegar hasta el rey. Mi hermano los mató. Después de aquello, aquella noche en su tienda, el rey Eduardo hizo un gran juramento -cerró los ojos, la voz le tembló-: «He hecho un gran juramento y nunca me arrepentiré de él», prometió el rey con una mano sobre una reliquia del rey Eduardo el Confesor. «Siempre que Henry Braose o cualquiera de su familia necesite mi ayuda se la ofreceré.» -Lady Mathilda abrió los ojos-. Mi hermano no mató a De Montfort -continuó- para ver cómo se apoderaban de su gran obra esos estudiantes arrogantes. Y así es, Corbett, que ofrecí voluntariamente mis servicios al rey.

– ¿Y qué habéis descubierto?

– No es una cuestión de descubrir -replicó ella-. Sir Hugo, he vivido en este lugar durante muchos años; he visto a muchos profesores ir y venir, pero este grupo… -Suspiró-. El viejo Copsale era un verdadero erudito, pero el resto deja mucho que desear. Passerel era un glotón; sólo vivía para alimentar a su estómago. Langton era como un fantasma al que no se echará en falta después de muerto por el mismo motivo por el que no se le echaba en falta en vida. Barnett es un borracho al que le gustan las prostitutas hermosas. Churchley es demasiado estrecho de miras: no creo ni que sepa que hay un mundo fuera de Oxford.

– ¿Y Tripham, vuestro vicerregente?

– El profesor Tripham es una víbora -replicó-. Una serpiente que parece inofensiva pero que se enrosca en Sparrow Hall para hacerse con todo. Quiere convertirse en regente. No llorará las muertes de Passerel o de Langton. Ya se encargará de asegurar que sus amiguetes ocupen las plazas vacantes. ¡Es un advenedizo! -espetó-. Un ladrón y un chantajista que pisotea la memoria de mi hermano…

– ¿Por qué un ladrón? -le interrumpió Corbett.

– También es el tesorero -explicó lady Mathilda-. Y la residencia recibe dinero de muchas fuentes: un campo aquí, un caserón allá, feudos en Essex, derechos de pesca en Harwich y Walton-on-Naze… El dinero va llegando con cuentagotas. Estoy segura de que parte de él se queda en las manos del profesor Tripham.

– ¿Y por qué un chantajista? -insistió Corbett..

– Conoce todos los pecadillos de sus compañeros -respondió lady Mathilda-. Todo el mundo sabe que Barnett va de putas. A Churchley le van los jovencitos, en especial los galeses. Ya habéis conocido al bocazas de David ap Thomas. He visto a Churchley propinarle alguna que otra palmadita en el trasero. Es un seductor holgazán de tomo y lomo.

– ¿Y qué me decís de Appleston?

La mirada de Lady Mathilda se dulcificó.

– Leonard Appleston es un buen profesor, un erudito educado, bien formado en lógica y en argumentación. Los estudiantes llenan sus clases de bote en bote.

– ¿Pero…?

– Pero tiene secretos del pasado. El profesor Tripham intenta que él confíe en mí. -Suspiró-. De todos modos, Appleston no es su verdadero apellido. -Torció la boca-. Su verdadero apellido es De Montfort-. ¡Oh, no, no! -Negó con la mano ante la cara de sorpresa de Corbett-. Nació por otro lado de la rama: es un hijo bastardo.

– ¿Lo sabe el rey?

– Sí.

– ¿Y qué pasó?

Mathilda se encogió de hombros.

– Appleston no puede ser arrestado simplemente por ser un desliz de un conde traicionero.

– ¿Y cuáles son sus tendencias?

– Se las guarda para sí mismo. Una vez le pillé en la biblioteca ojeando entre los papeles de mi hermano, donde se guardan algunas proclamas de De Montfort. Me acerqué a él antes de que pudiera devolver el libro, y pude ver el título. Cuando Appleston levantó la vista, estaba llorando.

– ¿Entonces podría ser el Campanero?

– Cualquiera podría serlo -replicó lady Mathilda-, excepto Moth.

– Se desliza como un fantasma por toda la residencia.

Lady Mathilda se dio una palmadita en la cabeza.

– Moth no está loco, sir Hugo, pero le resulta muy difícil concentrarse o recordar algo. No olvidéis que no puede oír ni hablar, ni leer ni escribir. -Lady Mathilda se puso en pie y ladeó la cabeza, aguzando el oído como si hubiera escuchado algo-. No sé quién es el Campanero, Corbett. ¿Conocéis a Bullock, el baile?

Corbett asintió.

– Pues bien -declaró-, ahí tenéis a un hombre que nos odia. Y por supuesto, también están los estudiantes; no penséis que son tan pobres como parecen. Muchos de ellos proceden de familias muy bien aposentadas de Gales. Sus abuelos lucharon del lado de De Montfort y después sus padres y hermanos mayores se enfrentaron al rey en Gales. -Se acercó y acarició los bucles canosos que caían de la cabeza de Corbett-, como la encantadora Maeve, vuestra buena esposa.

– Sí, ¡que Dios la bendiga! -Corbett se puso en pie-. Ya estará en la cama y yo también debería irme a dormir, lady Mathilda.

Le cogió la mano fría y delgada y se la besó.

– ¿Tenéis miedo, Corbett? -le preguntó-. ¿Os mantendrán las amenazas del Campanero despierto toda la noche?

– In media vita -replicó Corbett- sumus in morte. La vida a medias, lady Mathilda, es como la muerte. -Caminó hacia la puerta y se volvió-. Lo que me preocupa es lo que los demás pensarán sobre vos.

Lady Mathilda soltó una carcajada; la edad y el sufrimiento desaparecieron de su rostro. Corbett pudo entrever a la mujer hermosa que fue en su día.

– Dicen que soy una vieja bruja, siniestra y metomentodo -contestó-. ¿Sabéis lo que pienso, Corbett? -Hizo una pausa, toqueteando el cordel que le rodeaba la cintura-. Creo que el Campanero está a punto de atacar. Podría ir detrás de vos, sir Hugo, pero recordad: yo soy la hermana de sir Henry Braose. -Se puso en pie-. Sé que no me permitirá seguir con vida.