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Corbett salió de la biblioteca, tropezándose con Moth, que, apresurado, se dirigía al encuentro de su señora. Ranulfo le dio una palmadita en la cabeza.
– No os lo toméis a mal, amo. Moth es sólo un niño; lady Mathilda es su madre y su Dios. Estuvo arañando la puerta hasta que consiguió entrar.
– Lo sé -replicó Corbett-. Está asustada. Cree que el Campanero tiene una lista de víctimas y que su nombre está en ella.
Un criado los esperaba para acompañarlos a la salida. Corbett se excusó y salió fuera a través de un pequeño postigo que daba al jardín. La luna llena bañaba con su luz plateada los prados de césped, las jardineras de flores y las extensiones de hierba que mecía la brisa de la noche. Al fondo a la izquierda había una fachada; a la derecha, una hilera de edificios. Corbett echó un vistazo a la ventana de la biblioteca.
– Sí, es posible -murmuró-. Mira, Ranulfo. Hay dos pequeños contrafuertes a ambos lados, por no mencionar el seto que hay enfrente, donde se pudo ocultar el asesino. -Señaló el pequeño sendero que había entre el seto y la fachada del edificio-. Siempre y cuando nadie le viera salir, aquí fuera era prácticamente invisible.
Corbett bajó con cautela. El seto era espeso y punzante; además, el suelo de abajo estaba húmedo y resbaladizo después de la reciente lluvia. Se detuvo en la ventana de la biblioteca: estaba fuertemente cerrada, aunque las contraventanas de dentro dejaban pasar algunos resquicios de luz. Regresó con sus compañeros. Maltote estaba reclinado en la puerta, muerto de sueño.
– ¿Y bien? -preguntó Ranulfo-. ¿Pudo el asesino disparar desde allí, cerrar las contraventanas y luego la ventana?
– Creo que sí -contestó Corbett despacio-. Pero no soy tan listo como pensaba. Sabemos que la ventana estaba cerrada y las contraventanas también. También sabemos que Ascham estaba en la biblioteca buscando algo que pudiera desenmascarar al Campanero, o por lo menos así lo creemos. Imaginemos que estaba sentado en la mesa. Oye un golpe en la ventana, así que se acerca y abre las contraventanas.
– ¿Y luego la ventana? -añadió Ranulfo intentando colaborar.
– No -replicó Corbett-, ahí es donde falla mi teoría. Dime, Ranulfo: si sospecharas quién es el Campanero y te encerraras en la biblioteca para encontrar las pruebas necesarias, si escucharas un golpe en la ventana, abrieras las contraventanas y, a través de la ventana, vieras la cara de la persona de la que sospechas, ¿abrirías la ventana, teniendo en cuenta que el Campanero podría haber matado también al regente John Copsale?
– No -contestó Ranulfo-, no la abriría. Pero quizás Ascham no estaba seguro y tenía más de un sospechoso.
– Quizá. Bueno -dijo dándole una palmadita en el brazo a Maltote-, es casi medianoche y hora de irse a dormir.
Regresaron de nuevo a la universidad y salieron esta vez por la puerta de la entrada para dirigirse calle abajo. Sólo la luz tenue de las velas de las ventanas de arriba de la residencia iluminaba el camino. Un mendigo, con las piernas amputadas a la altura de las rodillas, salió al paso empujando una pequeña carretilla y haciendo sonar su platillo de limosna.
– Un penique -suplicó- para un viejo soldado.
Corbett se arrodilló y miró el rostro desfigurado de aquel hombre: tenía un ojo medio cerrado y varias heridas abiertas alrededor de la boca. Corbett depositó dos peniques en la loza de barro.
– ¿Qué es lo que veis, anciano? -le preguntó-. ¿Qué veis por la noche? ¿Quién sale de la universidad o de la residencia?
El mendigo abrió la boca para contestar; sólo tenía un diente, afilado y puntiagudo como un garfio.
– A nadie le importa el pobre Albric -dijo-. Y no veo a nadie. Pero como siempre, señores, las ratas tienen más de un agujero.
– Entonces, ¿habéis visto a gente salir a hurtadillas en medio de la noche?
– Veo sombras -contestó Albric-, sombras encapuchadas y camufladas, pasando delante del pobre Albric, pero no le dan ni un penique, ni un solo penique.
– ¿Dónde van? -preguntó Corbett.
– Hacia la noche como los murciélagos. -El mendigo acercó su rostro-. Son un aquelarre. -Albric movió los dedos ante los ojos de Corbett-. Albric sabe contar; fui a la escuela del convento, vaya si fui, cuando era niño. Trece salieron, trece volvieron: un aquelarre de brujos. Eso es todo lo que sé.
Corbett le dio otro penique al viejo, miró sobre sus hombros a Ranulfo, que estaba aguantando a Maltote. Continuaron su camino a través de la colina. Después de que llamaran repetidas veces a la puerta el portero descorrió los pestillos, haciendo crujir la cerradura al girar las llaves. Se adentraron en la oscuridad del pasillo. Corbett se dirigió hacia las escaleras, pero Ranulfo, que había espabilado a Maltote, le tiró de la manga y señaló una puerta por la que se colaba la luz de unas velas. Corbett se detuvo y escuchó el leve murmullo de una conversación y de risas: abrió la puerta y bajó hacia el refectorio. David ap Thomas, con el cabello más enmarañado que nunca, celebraba una reunión en una de las mesas, rodeado de otros estudiantes. Corbett saludó con una sonrisa. Ap Thomas dejó sobre la mesa los dados que tenía entre las manos y frunció el ceño como respuesta. Corbett se encogió de hombros y se dispuso a salir de la sala.
– No, no, amo -susurró Ranulfo-. Vos, llevaos a Maltote arriba a nuestra habitación. A mí me gustaría tener algunas palabras con el galés.
– ¡No quiero problemas! -le advirtió Corbett.
Ranulfo sonrió, se abrió paso y se paseó tranquilamente a lo largo del refectorio. Se echó la capa sobre sus hombros de manera que pudieran ver su daga larga y afilada colgada de su cinturón. Mientras se acercaba, un individuo empezó a graznar como un cuervo, burlándose de la corbière, «el cuervo», el origen normando del nombre de Corbett. Ranulfo sonrió. Siguió avanzando mientras sacaba los dados trucados de su zurrón. No le quitó los ojos de encima a Ap Thomas mientras lanzaba los dados y éstos rodaban sobre la mesa.
– ¡Dos seises!
Ap Thomas sacudió los suyos, pero sólo consiguió sacar un cuatro y un tres. Ranulfo, cuyos dados habían sido fabricados por el mayor timador de Londres, volvió a tirar. Ap Thomas no tuvo otra opción que retarle, pero cada vez su puntuación era inferior a la de Ranulfo. Finalmente Ranulfo suspiró, recogió sus dados, se los guardó en el zurrón y dijo:
– Habéis perdido, pero ¿acaso ganáis alguna vez?
Ap Thomas echó hacia atrás su taburete y se puso en pie con las manos en su daga, pero Ranulfo se movió con mayor rapidez y, en un abrir y cerrar de ojos, la punta de su daga se encontró presionando suavemente la garganta del joven galés.
– Estoy seguro -declaró el escribano- de que ninguno de vuestros amigos se moverá o podría resbalárseme la mano. Pero vos, señor, si lo deseáis podéis sacar vuestra daga.
– Era sólo un juego -añadió Ap Thomas con el cuello tenso y la barbilla en punta-. Pensé que estabais bromeando.
– Pues ya veis que no.
– Desde luego -concedió Ap Thomas.
– ¡Bien! -Sonrió-. La próxima vez, cuando os encontréis con mi amo y os salude, dedicadle la mejor de vuestras sonrisas. Y no quiero volver a oír esos graznidos, ¿está claro? -Paseó la mirada a su alrededor y escuchó un rápido murmullo de asentimiento-. ¡Bien! -Ranulfo envainó su espada, salió con tranquilidad del refectorio y subió las escaleras.
Maltote ya estaba en la cama, roncando como un cerdito. En la puerta de al lado, Corbett estaba arrodillado en el suelo, con el rosario enredado entre sus dedos, los ojos cerrados, los labios moviéndose pero sin pronunciar palabra.
– Buenas noches, amo.
Corbett abrió los ojos y sonrió.
– Buenas noches, Ranulfo. No hablaremos aquí -añadió-, Dios sabe lo que pueden oír estas paredes. Pero sí mañana, después de misa.
Ranulfo regresó a su celda. Se aseguró de que Maltote estuviera cómodo y se dirigió a la ventana para abrirla. Se quedó mirando a través de la estrecha hendidura hacia el cielo estrellado. Estaba contento de estar de nuevo al servicio del rey, lejos de Leighton y de sus campos y bosques solitarios. Pero, lo más importante, por fin se le abrirían las puertas y la ambición de Ranulfo de subir por esa escalera resbaladiza y llena de peldaños de los ascensos brillaba con más fuerza que nunca. Era demasiado orgulloso para presentar sus quejas a Corbett; le estaba demasiado agradecido para dejar a su amo y a lady Maeve e ir en busca de su propia fortuna. Pero la llegada del rey a Leighton lo había cambiado todo. Justo antes de que el rey se marchara, cuando Corbett se encontraba por ahí, el rey Eduardo tiró de la manga a Ranulfo. Lo llevó hacia una esquina bien alejada mientras le hablaba en voz alta sobre la historia de cierto obispo que ambos conocían. Una vez estuvieron fuera de la vista de todos, en un pasillo estrecho y silencioso, el rey cambió su estado de humor.
– Ranulfo, ¿sir Hugo está bien?
– Sí, su majestad, y tan fiel como siempre, pero está preocupado por lady Maeve y quizá no tenga el estómago de otros hombres para la guerra y las muertes.
El rey cogió a Ranulfo por los hombros y clavó los dedos en su piel.
– Pero vos, Ranulfo, sois diferente, ¿me equivoco, mi escribano del Sello Verde?
– Cada hombre recorre su camino, majestad.
– Oh, sí, Ranulfo, y a veces camina solo. Si Corbett no vuelve de forma permanente a mis servicios -añadió-, entonces lo haréis vos. -El rey sonrió-. Veo la ambición en vuestros ojos, Ranulfo-atte-Newgate; arde como una llama. Ahora sabéis francés y latín, ¿verdad? Sois un experto en redactar y sellar correspondencia. Un hombre de movimiento rápido, buen ojo y manejo de la espada a quien no le importa atrapar y matar a los enemigos del rey.
– Lo que vuestra majestad piensa, vuestra majestad debe creer.
Los dedos del rey se relajaron; pasó un brazo sobre los hombros de Ranulfo, atrayéndolo hacia sí.
– Corbett es un buen hombre -susurró el rey Eduardo-, fiel y honesto, con una gran pasión por las leyes. Irá a Oxford, Ranulfo, y atrapará al Campanero. Pero sé que vos, sin embargo, tenéis una misión especial.
– No os entiendo, majestad.
– No quiero que traigáis al Campanero para que sea juzgado en un tribunal delante del estrado real en Westminster. No quiero que se forme un pulpito a su costa que me aleccione a mí y a mi gente sobre el bueno de De Montfort. -Las palabras le salieron a tropel. Los ojos del rey no se apartaban de los de Ranulfo.
– Sigo sin entender, majestad.
– ¡Majestad, majestad! -repitió en tono de burla el rey-. Lo que vuestra majestad desea, Ranulfo-atte-Newgate es que cuando Corbett atrape al Campanero, vos le matéis. ¿Lo entendéis? Llevad a cabo esa justa ejecución en representación de vuestro rey.
Luego el rey Eduardo se desembarazó de él con educación y se reunió con sus compañeros. Aquel encuentro no había hecho más que alimentar la ambición de Ranulfo; sin embargo, estaba preocupado: había algo que el rey no mencionó. Ranulfo golpeó la empuñadura de su daga: el Campanero parecía tener intenciones de enfrentar a la Corona y a Sparrow Hall. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que matando al principal escribano del rey? Ranulfo cerró la ventana. Se quitó las botas y se tumbó en la cama. Estuvo un rato pensativo antes de volverse y apagar la vela; tenía en mente a Ap Thomas y a los estudiantes del refectorio. Una noche, pronto, pensó, debía descubrir por qué Ap Thomas y sus amigos tenían briznas de hierba húmeda en sus botas y calzas. Allí no había ningún jardín y las calles de Oxford estaban llenas de lodo. ¿Habría estado Ap Thomas en otra parte, en el campo donde aquellos horribles cadáveres fueron encontrados? ¿Y qué había de aquellos amuletos que llevaban los estudiantes alrededor del cuello…?
Corbett se arrodilló en una capilla lateral de la iglesia de San Miguel consagrada a los Ángeles Guardianes. En el altar el cura celebraba una misa solitaria al amanecer. Corbett se volvió sobre sus hombros y sonrió. Maltote estaba apoyado contra un pilar con los ojos cerrados y la boca babeando; todavía no se había recuperado de la fiesta de la noche anterior. Ranulfo estaba sentado sobre sus talones, también con los ojos cerrados; Corbett se preguntó a qué dios le estaría rezando su criado. Ranulfo nunca hablaba de religión, pero iba sin rechistar a misa y a los sacramentos. La mirada de Corbett se posó ahora en las paredes de la iglesia. Las escenas de caza que había pintadas le mantenían intrigado: a la izquierda, demonios con grandes redes cazaban almas en un bosque mítico, mientras debajo los ángeles, con las espadas desenvainadas, intentaban rescatar a los virtuosos de sus trampas. En otra pared, el artista, con trazos de colores muy llamativos y enérgicos, había pintado el mundo al revés: a un conejo como el cazador y a un hombre como la presa. A Corbett le interesó particularmente una liebre enorme, de color marrón bermejo, con la barriga blanca como la nieve, que caminaba de pie sobre sus patas traseras con una red colgando sobre sus hombros en la que llevaba atrapadas almas desventuradas.
Una vez terminada la misa, Corbett hizo una pregunta al padre Vicente.
– ¡Oh! -sonrió el padre-. ¿Así que os gustan nuestras pinturas?
Se quitó la casulla, doblándola con cuidado antes de colocarla en los escalones del altar.
– Entonces son originales -dijo Corbett.
– Sí, yo mismo las pinté -respondió el padre Vicente con orgullo-. Me temo que no soy muy buen pintor, pero cuando era joven, fui cazador montero, un guardabosque al servicio del rey en Woodstock. -El padre acabó de despojarse y sopló las velas del altar-. Así que vos sois el escribano del rey, ¿no es cierto? -preguntó-. ¡Cuántas visitas hemos tenido! Pero vos no habéis venido a contemplar mis obras; habéis venido por el pobre Passerel, ¿verdad?
El padre les hizo bajar las escaleras y señaló la entrada de la reja que separaba la nave del coro.
– Aquí es donde cayó el pobre hombre, muerto como el gusano que era, con el rostro completamente hinchado y el cuerpo retorciéndose de dolor. -Dio unas palmaditas en el hombro de Corbett y señaló a Maltote-. Puede sentarse en uno de los taburetes si lo desea. Parece que todavía no se ha despertado.
Maltote obedeció de buena gana mientras el padre Vicente llevó a Ranulfo y a Corbett fuera del santuario. Los condujo detrás del altar.
– Aquí es donde dejé a Passerel. Le traje una jarra de vino y un plato de comida, después se metió en el santuario. No me dijo mucho, así que me marché. Le dije a toda la cuadrilla de estudiantes que le perseguían que, si no se marchaban del campo santo, los excomulgaría allí mismo. Dejé la puerta lateral abierta y me fui a la cama.
– ¡Manteneos despierto! -gritó una voz-. ¡Manteneos despierto y alerta! Satán es como un león rugiendo que deambula buscando a quien puede comerse.
Ranulfo se volvió y se llevó la mano a la daga ante aquella voz que retumbó por toda la iglesia como una campana.
– Es sólo Magdalena, nuestra anacoreta -se disculpó el padre Vicente.
Corbett fijó su atención en las extrañas estructuras de cajas construidas sobre la puerta principal. Le recordó a un nido que Maeve había configurado y colocado en los árboles durante el invierno para que los pájaros pudieran resguardarse.
– ¿No sabéis nada acerca de la muerte de Passerel? -preguntó.
– Nada de nada.
– ¿Y no pudo Magdalena avisaros de lo que pasaba?
– ¡Oh! Está medio loca -susurró el padre-. Como ya le he dicho, le di de comer a Passerel y me fui a dormir. La puerta lateral estaba abierta por si deseaba salir y hacer de vientre.
– ¿Y no dijo nada? -insistió Corbett-. Nada que explicase por qué había huido tan despavoridamente de Sparrow Hall.
– No, sólo estaba asustado. El pobre hombre -contestó el padre Vicente-. Pero no hacía más que lloriquear diciendo que era inocente.
Corbett miró por encima del hombro a Ranulfo, que intentaba despertar a Maltote.
– ¡Maltote! -le ordenó-. ¡Volved a Sparrow Hall y esperadnos allí!
Maltote no necesitó que se lo dijeran dos veces; se dirigió a la puerta principal de la iglesia y salió por ella.
– Me gustaría conocer a la anacoreta -dijo Corbett-. Según tengo entendido no sólo vio la sombra del asesino de Passerel, sino que, hace muchos años, maldijo al fundador de Sparrow Hall, a Henry Braose.
– ¡Ah! Así que os han contado la leyenda.
El padre Vicente los condujo al otro extremo de la iglesia y se detuvo ante la celda de la anacoreta.
– ¡Magdalena! -la llamó-. Magdalena, tenemos visita del escribano del rey. Desea hablar con vos.
– Aquí estoy -respondió una voz-, al servicio del rey de reyes.
– Magdalena, soy sir Hugo Corbett, el escribano del rey. No deseo causaros ningún daño. Debo haceros unas preguntas, pero preferiría no violar vuestra intimidad entrando en la celda. Antes de que me vaya, quisiera pediros un favor, ¿podríais encender unas velas y rezar por mi alma?
Corbett vio cómo la cortina de piel que cubría la ventanilla se corría despacio. Entrevió a una mujer de cabellos grises, una figura desgarbada que andaba arrastrando los pies por la estrecha galería y, a continuación, escuchó unos pasos de sandalias sobre escalones de piedra. Magdalena entró en la iglesia. Andaba medio encorvada; su cabello, canoso y sucio, le llegaba hasta la cintura. Los ojos le brillaban, pero Corbett se quedó petrificado al ver la manera tan llamativa en la que llevaba pintada la cara: tenía la mejilla derecha de color negro; la izquierda, de blanco. En las manos llevaba un espejito de mano agrietado. Se acercó y se sentó en la base de un pilar. Magdalena se miró al espejo; sus dedos delgados y huesudos agarraban con fuerza el rosario que llevaba alrededor de su muñeca izquierda. Movía los labios sin pronunciar palabra como si recitara una oración. Levantó la vista y sus ojos penetrantes estudiaron a Corbett.
– Bueno, escribano de rostro oscuro, ¿qué queréis de la pobre Magdalena? -Miró a Ranulfo-. Vos y vuestro hombre de guerra, ¿por qué perturbáis mi reposo?
– Porque tengo entendido que veis cosas.
Corbett se agachó a su lado y sacó una moneda de plata de su zurrón.
– Magdalena ve muchas cosas en la oscuridad de la noche -contestó-. He visto demonios salidos del mismo infierno y la gloría de la luz de Dios iluminando el santuario. Soy la pobre pecadora del Señor. -Se golpeó la cara con el espejo-. Hubo un tiempo en el que fui buena. Ahora me pinto la cara de blanco y negro y no me separo de este espejo. El negro es la insignia de la muerte; el blanco, el color de mi mortaja.
– ¿Y qué otras cosas veis? -preguntó Corbett. Señaló hacia su celda-. Os arrodilláis encima de la puerta de la iglesia, ¿habéis visto al Campanero?
– Le he oído -contestó-. La noche en la que colgó sus proclamas en la puerta, respirando con dificultad, faltándole el aire. Ahora bien, digo yo, si hay un hombre al que persiguen los demonios, pues ya le está bien -añadió; su tono de voz se volvió cantarín-. Sparrow Hall es un lugar maldito, construido sobre arena. -Elevó la voz-. Vendrán las lluvias, soplará el viento y esa casa se derrumbará y merecida será su caída.
– ¿De qué maldición habláis? -preguntó Corbett.
– Hace años, rostro oscuro -pellizcó a Corbett en un lado de la boca-. Tenéis los ojos hundidos, pero vuestra mirada es sincera. No deberíais estar aquí conmigo, sino con vuestra mujer e hijo. -Se dio cuenta de la cara de sorpresa que puso Corbett-. Puedo ver que pertenecéis a una dama -continuó-. Mi marido se parecía a vos. Era un hombre fino; fue a luchar al lado del gran De Montfort. Nunca volvió a casa: cortaron en mil pedazos su cuerpo, como tajadas de carne de un carnicero. Sólo mi hijo y yo nos quedamos en la casa. Vivimos en la bodega y en los pasadizos, oscuros pero seguros. -Sopló el hilillo de espuma que le caía de la boca, apretujando su rosario contra el espejo-. Pero luego llegó Braose, arrogante como él solo, siempre tan altivo como si fuera alguien sagrado. Él y la emperifollada arpía de su hermana me echaron a la calle. Mi hijo murió más tarde y yo los maldije por ello. -Magdalena golpeó las cuentas del rosario-. Ahora el Campanero ha vuelto proclamando que con él llegarán la muerte y la destrucción.
– Pero vos no sabéis quién es el Campanero, ¿verdad? -preguntó Corbett.
– Un demonio enviado del infierno, un diablillo que no ha hecho más que empezar su juego.
– ¿Y visteis morir al pobre Passerel?
Magdalena levantó la cabeza. Tenía una mirada malvada.
– Estaba arrodillada frente a mi ventana -contestó-, con la mirada fija en la luz del Señor. -Señaló hacia el santuario-. Oí cómo alguien abría la puerta y una oscura figura entró como un ladrón en la noche. Sí, así es como pasó. Salió de la nada, como una trampa. Passerel, aquel hombre estúpido, se bebió el vino y murió en su pecado ante el Todopoderoso. ¡Oh! -Cerró los ojos-. ¡Qué cosa más terrible es para un alma pecadora caer en las manos de Dios!
– ¿Cómo era aquella figura? -interrogó Corbett.
Magdalena estudiaba ahora la moneda de plata que Corbett sostenía en la mano.
– No pude ver nada -respondió en tono de hastío-; llevaba una capucha y una cogulla, no vi más que una sombra. -Se puso en pie de un respingo-. Ya os he dicho bastante.
Corbett le dio la moneda y la anacoreta se volvió hacia las escaleras. El padre Vicente los condujo fuera de la iglesia.
– ¿Qué pasó con la jarra y la copa? -preguntó Corbett.
– Las tiré -contestó el padre-. No eran gran cosa, de esas que podéis encontrar en cualquier taberna.
Corbett le dio las gracias. Bajaron por el camino del cementerio y salieron por la puerta.
– ¿Podemos comer algo? -preguntó Ranulfo esperanzado.
Corbett sacudió la cabeza.
– No, primero debemos ir a San Osyth.
– No descubriremos nada allí -protestó Ranulfo.
– O quizá sí -sonrió Corbett.
Le preguntaron cómo llegar hasta el hospital a un vendedor ambulante, bajaron por una calle y se adentraron en Broad Street. Parecía que iba a hacer un buen día. Las vías estaban abarrotadas: había carros a rebosar de mercancías, barriles y toneles que entorpecían el paso y un ruido estridente que transportaba el aire procedente de las tiendas y tenderetes que abrían para otro día de trabajo. Se oía el repiquetear de los martillos en un sitio, las anillas de las cubas y las tinas se enarcaban en otro; de las tiendas de comida procedía ruido de vasos y platos. Hombres, mujeres y niños se movían de un lado para otro de las calles, se apelotonaban, empujaban y daban codazos los unos a los otros. Las casas a ambos lados de las vías estaban abiertas, los contrafuertes que sostenían sus paredes inclinadas hacían aún más difícil el tránsito de las calles. Carreteros y vendedores ambulantes se peleaban e insultaban. Los porteadores, empapados de sudor bajo el peso de sus cargas, intentaban abrirse camino golpeando a la multitud con sus varillas blancas de sauce. Gordos mercaderes, agarrando bien sus bolsas de dinero, se movían de las tiendas a los tenderetes. Los vendedores ambulantes, con sus bandejas colgando de una cuerda alrededor del cuello, intentaban engatusar a todo el mundo, incluyendo a Corbett y a Ranulfo. Hubo un momento en el que aquél se vio obligado a hacer un alto y se llevó a Ranulfo a un lado, hacia la entrada de una tienda. Un aprendiz, pensando que querían comprar, les empezó a tirar de la manga hasta que se vieron forzados a continuar.
– ¿Siempre es así? -preguntó Ranulfo.
Los gritos estridentes que cortaban el aire de la calle ahogaron cualquier respuesta por parte de Corbett. «¡Guisantes calientes!» «¡Trozos de carbón!» «¡Escobas nuevas!» «¡Escobas verdes!» «¡Pan y comida, por el amor de Dios, para los pobres prisioneros del Bocardo!» Los mendigos se enganchaban como pulgas haciendo sonar sus platillos vacíos. Los verduleros ofrecían manzanas relucientes de los huertos de la ciudad y, en el mercado de enfrente, los pregoneros luchaban encarnizadamente por ver quién gritaba más alto o daba más nuevas. Incluso las prostitutas y sus chulos se paseaban en busca de clientes. Por todas partes había estudiantes, algunos vestidos con trajes de seda, otros con harapos, que se paseaban en grupos, con la mirada alerta, sin apartar las manos de las empuñaduras de sus dagas.
Corbett se detuvo en la taberna Las Chicas Alegres y le dijo a Ranulfo que entrara y reservara una habitación que más tarde podrían utilizar. Después, siguieron abriéndose camino hasta Carfax y bajaron por un callejón estrecho y sucio que los condujo al hospital de San Osyth, un edificio destartalado de tres plantas que se alzaba protegido por un muro. La puerta estaba abarrotada de mendigos. En el patio de guijarros, un hermano lego de mirada cansada, vestido con un hábito marrón atado por un cordel sucio alrededor de la cintura, distribuía pan de centeno seco entre unos cuantos. Los demás hacían cola delante de una mesa donde otros dos hermanos servían platos de carne y verduras humeantes. Corbett y Ranulfo siguieron adelante.
– Nunca había visto un lugar como éste -dijo Ranulfo-, ni siquiera en Londres.
Corbett se limitó a asentir. Debería de haber por lo menos un centenar de mendigos allí, algunos de ellos jóvenes y vigorosos, aunque la mayoría eran viejos encorvados vestidos con harapos. Muchos habían sido soldados y todavía sufrían terribles heridas de guerra: uno tenía el rostro escaldado porque le había caído encima agua hirviendo, a otro le faltaba un ojo y tenía la cuenca totalmente cerrada, un buen número tenía las piernas retorcidas o encorvadas y muchos caminaban con la ayuda de unas muletas. Corbett se quedó sorprendido por algo que ya había visto en otros hospitales: a pesar de la edad, las heridas y la pobreza, aquellos hombres estaban resueltos a seguir viviendo, a arrancar lo poco que les quedara de vida. De algún modo, concluyó, la muerte de aquellos hombres era mucho más cruel que los asesinatos acaecidos en Sparrow Hall. Éstos eran inocentes: hombres que, a pesar de su situación sobrecogedora, seguían luchando.
– ¿Puedo ayudaros en algo?
Corbett se volvió. La voz era dulce y agradable, aunque procedía de un hombre alto y fornido. Vestía un hábito marrón de franciscano, llevaba la cabeza bien tonsurada, pero su rostro parecía el de un sapo bonachón, con unos ojos brillantes y unos labios gruesos siempre sonrientes.
– Siento ser tan feo -declaró el franciscano. Dio una palmadita a Corbett en los hombros; su mano parecía la zarpa de un oso-. Puedo ver lo que habéis pensado en vuestros ojos, señor. Soy feo para los hombres, pero quizá Dios me vea de otro modo.
– Busco al guarda -dijo Corbett-. Ningún hombre que trabaje entre los pobres puede ser feo.
El fraile estrechó la mano de Corbett.
– Deberíais ser un maldito franciscano -gruñó-. Pero ¿quién demonios sois de todos modos?
Corbett se lo explicó.
– Bueno, yo soy el hermano Angelo -se presentó el fraile-. También soy el guarda. Éste es mi feudo, mi palacio. -Levantó la vista, entornando los ojos ante el sol cegador-. Alimentamos a doscientos mendigos cada día -continuó-, pero vos no estáis aquí para ayudarnos, ¿verdad, Corbett?, y por supuesto tampoco nos habréis traído oro de parte del rey.
Le indicó a Corbett que subiera las escaleras hacia el hospital y le condujo a su celda, una cámara estrecha y de paredes blanqueadas. Corbett y Ranulfo se sentaron en la cama mientras que el padre Angelo lo hizo en un taburete a su lado.
– Estáis aquí por lo del Campanero, ¿me equivoco? Habéis oído todo lo que se dice sobre ese loco bastardo y las muertes de Sparrow Hall.
– El rey también ha oído hablar de las muertes ocurridas aquí en San Osyth, y -añadió Corbett con rapidez al ver cómo sonreía el franciscano- de los cadáveres encontrados en los bosques de las afueras de la ciudad.
– Sabemos muy poco sobre eso -confesó el hermano Angelo-. Mirad a vuestro alrededor, señor escribano: éstos son hombres pobres, decrépitos, mendigos viejos. ¿Qué ser sobre la faz de esta tierra podría ser cruel con ellos? No tiene ninguna justificación -añadió-, no puedo ayudarle.
– ¿No habéis oído rumores? -preguntó Corbett.
El hermano Angelo sacudió la cabeza.
– Nada, excepto las absurdas conjeturas de Godric -añadió-. Pero como veis, Corbett, aquí los hombres van y vienen como quieren. Piden limosna en las calles de la ciudad. Están indefensos, son presa fácil del odio o de la maldad de cualquiera.
– ¿Os acordáis de Brakespeare? -preguntó Corbett-. Era un soldado, un antiguo oficial del ejército del rey.
– Hay tantos -se disculpó el hermano Angelo sacudiendo la cabeza. Echó un vistazo a Ranulfo-. Vos parecéis un hombre de guerra. -Señaló la espada, la daga y las botas de piel de Ranulfo-. Camináis como un pavo real. -Se inclinó y tocó la piel de los nudillos de Ranulfo-. Salid fuera, joven, y ved vuestro futuro. Ellos también caminaban altivos bajo el sol hace no mucho. Pero vamos, os ayudaré a encontrar al viejo Godric.
Los condujo afuera, bajaron por un pasillo de paredes blanqueadas, subieron algunas escaleras y entraron en un largo dormitorio. La habitación era austera; sin embargo, habían fregado bien las paredes y el suelo, y olía a jabón y a hierbas de suave fragancia. A cada lado de la pared había una hilera de camas con un taburete en un lado y una mesa toscamente labrada al otro. La mayoría de los ocupantes estaban dormidos o medio amodorrados. Los hermanos legos se movían de un lado para otro, lavando las caras y las manos de los enfermos para prepararlos para la primera comida del día.
Ranulfo se quedó atrás.
– Yo nunca seré un mendigo -susurró-, amo: seré rico o dejaré que me cuelguen.
– ¡Vamos!
El hermano Angelo les hizo señales para que se acercaran a la cama en la que yacía un hombre apoyado contra el cabezal: era calvo, tenía un rostro cenizo lleno de arrugas y parecía cansado aunque tenía unos ojos muy vivos.
– Este es Godric -explicó el hermano Angelo-, un miembro muy antiguo de mi parroquia. Un hombre que ha mendigado en Londres, Canterbury, Dover e incluso en Berwick durante la marcha escocesa. Muy bien, Godric. -El hermano Angelo le dio unas palmaditas en la calva-. Decidles a nuestros visitantes lo que habéis visto.
Godric volvió la cabeza.
– He estado en los bosques -susurró.
– ¿Qué bosques? -preguntó Corbett.
– ¡Oh! En los del norte, los del sur y los del este de la ciudad -contestó Godric.
– ¿Y qué habéis visto, buen hombre?
– Dios es mi testigo -respondió el mendigo-: he visto el fuego del infierno, al demonio y a toda su tropa bailando a la luz de la luna. Escuchad lo que os voy a decir -cogió la mano de Corbett-: el diablo ha llegado a Oxford.