173950.fb2 La chica del tambor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Sin embargo, a pesar de que Charlie bien hubiera podido suponerlo con notable convicción, ella no era el único centro del universo de Joseph, aquella noche. Ni tampoco lo era el de Kurtz, y menos todavía el de Michel.

Mucho antes de que Charlie y su hipotético amante hubieran dicho su último adiós a la casita ateniense, mientras en su ficción se encontraban todavía el uno en brazos del otro, recuperándose con el sueño de sus frenesíes, Kurtz y Litvak estaban castamente sentados en diferentes butacas de un avión de la Lufthansa que volaba rumbo a Munich, yendo cada uno de ellos protegido por la bandera de diferente país. Kurtz iba bajo la protección de la bandera francesa, y Litvak, bajo la de Canadá. Tan pronto aterrizaron, Kurtz se dirigió a la ciudad olímpica, en donde los fotógrafos argentinos, según propia definición, le esperaban con ansia, en tanto que Litvak fue al hotel Bayerischer Hof, donde fue recibido por un experto en balística, del que Litvak sabía que se llamaba Jacob, quien era un tipo como recién llegado de otro mundo, dado a emitir suspiros, ataviado con una manchada chaqueta de ante, y que llevaba consigo un paquete de mapas a gran escala, dentro de una barata carpeta de plástico. Haciéndose pasar por agrimensor, Jacob había pasado los tres últimos días dedicado a la minuciosa medición en la autopista de Munich a Salzburgo. Su función era la de calcular el probable efecto, en diferentes circunstancias atmosféricas y de tránsito, que produciría una fuerte carga explosiva que estallara junto a la autopista, a primeras horas de una mañana de un fin de semana. Mientras tomaban varias tazas de excelente café en el vestíbulo del hotel, los dos hombres estudiaron las diferentes hipótesis de Jacob, y, después, en un automóvil de alquiler, recorrieron despacio los ciento cuarenta kilómetros de autopista, molestando a los conductores que iban, más de prisa, y deteniéndose en casi todos los puntos en que se lo permitieron, e incluso en algunos puntos en que no se lo permitieron.

Desde Salzburgo, Litvak se dirigió a Viena, en donde le esperaba un nuevo equipo de actividades exteriores, con nuevos medios de transporte y también con nuevas caras. Litvak les dio instrucciones en una sala de conferencias, insonorizada, de la embajada de Israel, y después de haber prestado su atención a otros asuntos de menor importancia, entre los que se contaba la lectura de los últimos boletines de Munich, los llevó hacia el sur, en un convoy de viejos automóviles, hasta llegar a la zona inmediata a la frontera con Yugoslavia, en donde, con la tranquilidad de veraniegos turistas, estudiaron los aparcamientos urbanos de automóviles, las estaciones de ferrocarril y las pintorescas plazas con mercado, antes de dispersarse para ir a diversas humildes pensiones de la región de Villach. Después de haber tendido su red, Litvak regresó a toda prisa a Munich, a fin de contemplar la crucial preparación de la carnada.

Comenzaba el cuarto día del interrogatorio de Yanuka, cuando llegó Kurtz para tomar las riendas, y el interrogatorio se había desarrollado, hasta el momento, con desesperante suavidad.

En Jerusalén, Kurtz había advertido a los dos encargados de interrogar a Yanuka:

- Lo podéis interrogar durante seis días como máximo. Pasados estos seis días, vuestros errores serán constantes, y los del interrogado también.

Se trataba de un trabajo que Kurtz amaba. Si Kurtz hubiera podido estar en tres sitios al mismo tiempo, en lugar de poder estar solamente en dos, se hubiera reservado para sí aquel trabajo. Pero no podía, por lo que había seleccionado, para que le representasen, a aquellos dos corpulentos especialistas en la técnica suave, famosos por sus parcos talentos de histriones, y por su lúgubre aspecto de buenas personas. No había parentesco entre los dos, y tampoco eran amantes, pero habían trabajado al unísono tantas veces y durante tanto tiempo, que sus amistosas expresiones causaban cierta impresión de repetición, y cuando Kurtz los convocó por vez primera en la casa de la calle Disraeli, las cuatro manos de los dos individuos reposaron, sobre el borde de la mesa, como las patas de dos perros. Al principio, Kurtz los trató con sequedad, debido a que los envidiaba, y además porque Kurtz consideraba, en aquellos momentos, que delegar funciones era equivalente a declararse derrotado. Dio a los dos sólo una leve pista de lo que sería su función; luego les ordenó que estudiaran el historial de Yanuka, y que no le dieran el parte de sus actuaciones hasta que se supieran dicho historial del derecho y del revés. Cuando aquellos dos regresaron, demasiado pronto a juicio de Kurtz, éste los acosó a preguntas, como si fuese un inquisidor más, y les pidió detalles acerca de la infancia de Yanuka, de su modo de vida, de sus pautas de comportamiento, de todo lo que pudiera ponerles en un aprieto. Pero sus contestaciones fueron perfectas. En consecuencia, no sin cierta desgana, Kurtz convocó a su Comité Literario, formado por la señorita Bach, por el escritor Leon y por el viejo Schwili, quienes en el curso de las últimas semanas habían formado un fondo común de excentricidades, llegando a ser un equipo íntimamente interrelacionado. Las instrucciones dadas por Kurtz en dicha ocasión fueron un ejemplo clásico del arte de la expresión oscura.

Para presentar a los nuevos muchachotes, Kurtz comenzó diciendo:

- La señorita Bach es la encargada de la supervisión y quien sostiene los hilos en sus manos.

El hebreo de Kurtz, después de treinta y cinco años de hablar este idioma, seguía siendo famosamente horroroso. Kurtz prosiguió:

- La señorita Bach se encarga de ser la monitora de la materia prima, tal como llega a sus manos. Ella es quien redacta los boletines de comunicación con el campo de operaciones. Ella suministra a Leon las directrices básicas de la actuación de éste. Ella se encarga de revisar las composiciones de Leon, y hace lo preciso para que dichas composiciones sean armónicas con el general plan de correspondencia.

En el caso de que los dos interrogadores hubieran sabido algo, con anterioridad, ahora sabían mucho menos que algo. Pero mantuvieron la boca cerrada. Kurtz dijo:

- La señorita Bach, tan pronto ha dado su aprobación a una composición, convoca una reunión con Leon y el señor Schwili.

Hacía más de cien años que nadie llamaba «señor» a Schwili.

- En esta reunión se llega a un acuerdo en lo tocante al papel, a la tinta, a las plumas, al estado emotivo y físico del autor de la escritura, según las condiciones de la ficción. ¿Está, él o ella, pesimista u optimista? ¿Está, él o ella, irritado o no? Mediante la proyección de cada uno de los aspectos, el equipo estudia la ficción en su integridad.

Poco a poco, los interrogadores, a pesar del empeño de su jefe en expresar implícitamente la información en vez de darla, comenzaron a discernir las líneas generales del plan del que ellos formaban parte.

- Cabe la posibilidad de que la señorita Bach también tenga a su disposición una muestra original de escritura a mano, sea una carta, una tarjeta postal o una nota de un diario, que pueda servir de modelo. También cabe la posibilidad de que la señorita Bach no tenga tal muestra.

El antebrazo derecho de Kurtz había subrayado ambas posibilidades mediante un enérgico movimiento sobre la mesa.

- Cuando todos estos procesos hayan sido seguidos, y únicamente después de que hayan sido seguidos, el señor Schwili se encargará de la falsificación. Lo hará a la perfección.

Kurtz advirtió en tono indicativo de que más les valía a todos recordarlo bien:

- El señor Schwili no es sólo un falsificador, sino también un artista. Terminado su trabajo, el señor Schwili lo entregará directamente a la señorita Bach, a fin de proceder a una revisión, al problema de las huellas dactilares, a su conservación. ¿Alguna pregunta?

Mientras esbozaban sus humildes sonrisas, los dos interrogadores aseguraron a Kurtz que no tenían nada que preguntar. Mientras los interrogadores se iban, Kurtz les espetó:

- Comiencen por el final. Más adelante podrán meterse con el principio, si es que hay tiempo para ello.

En otras reuniones se abordó el más complejo tema centrado en cuál sería la mejor manera de persuadir a Yanuka de que debía colaborar con sus planes, y conseguirlo con muy poco tiempo. Una vez más fueron convocados los tan amados psiquiatras de Misha Gavron, se escuchó su parecer y fueron debidamente despedidos. Mayor éxito tuvo una conferencia sobre drogas alucinógenas y desintegrantes, y hubo una rápida búsqueda de otros interrogadores que ya las hubieran utilizado con éxito. De esta manera se incorporó, como siempre sucedía, al planteamiento a largo plazo un cierto ambiente de improvisaciones en el último instante, ambiente que Kurtz, más que nadie, amaba. Habiendo llegado a un acuerdo con respecto a todo lo anterior, Kurtz mandó a los interrogadores a Munich, antes del tiempo previsto, para preparar sus luces y sus efectos sonoros, así como para instruir a los guardianes acerca del comportamiento a seguir. Los interrogadores llegaron con su aspecto de pareja de músicos, con un pesado equipaje y con trajes parecidos a los de Satchmo. El comité de Schwili los siguió dos días después, y sus miembros se aposentaron discretamente en el apartamiento inferior, haciéndose pasar por filatélicos profesionales que habían acudido a la ciudad en vistas a la gran subasta de sellos que en ella iba a celebrarse. A los vecinos esta historia les pareció perfectamente verosímil. Se dijeron: «Son judíos, pero ¿qué importa, en estos tiempos?» A modo de equipo llevaban, además del sistema portátil de acumulación de datos de la señorita Bach, magnetófonos, auriculares, paquetes de comida en lata, y a un muchacho muy delgado, llamado Samuel el Pianista, encargado de manejar el teletipo en comunicación con el puesto de mando de Kurtz. Samuel llevaba un revólver Colt, de gran tamaño, debajo de su gruesa blusa acolchada, propia de montañero, y cuando Samuel transmitía, todos oían el sonido de los choques del revólver contra el borde de la mesa, pero, a pesar de ello, Samuel jamás se desprendía de su arma. Samuel pertenecía a la misma clase de tipo que Daniel, el de la casa de Atenas, por sus modales parecía su hermano gemelo.

La distribución de las habitaciones era competencia de la señorita Bach. Asignó a Leon, basándose en lo muy silencioso que era, la habitación de los niños. En las paredes de este cuarto se veían ciervos de húmedos ojazos comiendo pacíficamente gigantescas margaritas. Samuel fue a parar a la cocina, con su natural salida al patio trasero, en donde Samuel montó su antena y colgó de ella calcetines infantiles. Pero cuando Schwili vio la habitación que le habían asignado -un cuarto en el que dormir y trabajar al mismo tiempo-, no pudo reprimir una espontánea exclamación de desdicha. Dijo:

- ¡La luz! ¡Santo Dios, qué luz! ¡Ni una carta a la abuelita se puede falsificar con semejante luz!

Juntamente con Leon, rebosante de nerviosa creatividad, excitado ante aquella imprevista experiencia, la señorita Bach, tan dotada de sentido práctico, se dio cuenta inmediatamente de cuál era la naturaleza del problema: Schwili necesitaba más luz del día para realizar su trabajo, pero también la necesitaba, después de su largo encarcelamiento, para su alma. En un dos por tres, la señorita Bach llamó al piso superior y comparecieron los chicos argentinos. Siguiendo las instrucciones de la señorita Bach, se procedió a un rápido traslado de muebles, de un sitio a otro, igual que si se tratara de esos bloques de madera con que los niños juegan a arquitectos, y la mesa de trabajo de Schwili fue colocada junto a la ventana mirador de la sala de estar, desde la que se veía un panorama de hojas verdes y una buena porción de cielo. La propia señorita Bach puso una cortina más, de redecilla, para que el señor Schwili gozara de intimidad, y ordenó a Leon que hiciera una extensión de hilo de conducción eléctrica para la flamante lámpara italiana de Schwili. Luego, obedeciendo a un movimiento de la cabeza de la señorita Bach, todos dejaron en paz a Schwili, a pesar de que Leon le observaba a distancia, disimuladamente, desde la puerta.

Sentado ante la mugiente luz del sol, Schwili puso sobre la mesa sus preciosas tintas, plumas y papeles, situando cada cosa en su debido lugar, cual si mañana tuviera que pasar el gran examen final. Luego se quitó los gemelos de la camisa y se froto despacio las palmas de las manos para calentarlas, a pesar de que la temperatura era cálida, incluso para un ex presidiario. Luego se quitó el sombrero. Después tiró de sus dedos uno a uno, dando así soltura a las articulaciones, produciendo salvas de menudos chasquidos. Luego se dispuso a esperar, tal como había esperado en el curso de su vida adulta, en su integridad.

El gran personaje que todos estaban esperando llegó puntualmente por vía aérea a Munich, aquella misma tarde, procedente de Chipre. No hubo cámaras con flash que celebrasen su llegada, debido a que llego en camilla, asistido por un enfermero y por un médico. El médico era realmente un médico, aunque su pasaporte era falso. En cuanto a Yanuka digamos que era un hombre de negocios inglés procedente de Nicosia, urgentemente trasladado a Munich para que le hicieran una operación quirúrgica de corazón. Esto quedaba demostrado por un amplio e impresionante expediente de documentos médicos, a los que las autoridades del aeropuerto alemán no prestaron la menor atención. Les bastó con dirigir una rápida mirada, rápida y desagradable, a la exánime cara del paciente para saber que no necesitaban ulterior información. Una ambulancia llevó a los recién llegados, a toda prisa, hacia el hospital de la ciudad, pero en cierto punto la ambulancia se metió en una calleja lateral, como si hubiera ocurrido lo peor, y penetró en el patio cubierto de un empresario de pompas fúnebres, dispuesto a hacer favores. En la ciudad olímpica se pudo ver cómo los dos fotógrafos argentinos y sus amigos transportaban a mano una gran cesta, como las que se emplean para la colada, y con el letrero «Vidrio delicado», desde su viejo minibús al ascensor del servicio, y los vecinos dijeron que, sin la menor duda, los fotógrafos argentinos añadían otro elemento extravagante a su ya voluminoso equipo técnico. Se hicieron divertidos comentarios acerca de si los vecinos del piso interior, los filatélicos profesionales, se quejarían de los gustos musicales de los fotógrafos argentinos. Sí, porque los judíos se quejaban siempre de todo. Entretanto, en el piso superior desempaquetaron su preciosa carga y, con la ayuda del médico, se cercioraron de que nada se había quebrado durante el viaje. Minutos después dejaban a Yanuka en el suelo de la habitación acolchada, con aspecto de confesionario, en donde se esperaba que Yanuka recobrara los sentidos en cuestión de media hora, aun cuando siempre cabía la posibilidad de que la caperuza que impedía el paso de la luz y que le habían atado a la cabeza retrasara un poco el proceso de recobrar la conciencia. Poco después, el médico se iba. Este médico era un hombre concienzudo y, temeroso del futuro de Yanuka, había pedido a Kurtz todo género de garantías de que no le obligara a transgredir sus principios éticos profesionales.

Y, efectivamente, antes de que transcurrieran cuarenta minutos, vieron que Yanuka tiraba de las cadenas con que le habían atado. Primero tiró con las muñecas y luego con las rodillas, y luego con las cuatro articulaciones al mismo tiempo, igual que una crisálida intentando romper su envoltorio, y así lo hizo hasta el momento en que, probablemente, Yanuka cayó en la cuenta de que se encontraba boca abajo. Sí, ya que hizo una pausa y pareció recapacitar. A continuación, Yanuka emitió un exploratorio gemido. Después de lo cual, y sin previo aviso, se armó la de Dios es Cristo, ya que Yanuka, soltando rugientes y angustiados sollozos, uno tras otro, comenzó a retorcerse y a estremecerse violentamente, a intentar revolcarse, y todo lo hizo con tal vigor que los presentes se alegraron doblemente de tenerle encadenado. Después de haber observado la actuación de Yanuka durante un rato, los interrogadores se retiraron, dejando la situación al cuidado de los guardianes hasta el momento en que la tormenta hubiera pasado. Lo más probable era que a Yanuka le hubieran hinchado la cabeza de historias referentes a la brutalidad de los interrogadores israelíes. Probablemente, Yanuka, en el estado de desorientación en que se hallaba, quería que los interrogadores se comportaran de acuerdo con su fama y convirtieran en realidad los terrores que experimentaba.

Pero los guardianes se negaron a complacerle. Habían recibido órdenes de actuar como silenciosos cancerberos, de mantener distancias y de no hacerle daño. Y obedecían al pie de la letra estas instrucciones, a pesar de lo mucho que les costaba, especialmente a Oded, el aniñado. Desde el instante de la ignominiosa llegada de Yanuka al apartamiento, los jóvenes ojos de Oded quedaron oscurecidos por el odio. Día tras día, a medida que los días pasaron, Oded parecía más y más enfermo y más gris, y en el sexto día, Oded tenía los hombros rígidos, debido únicamente a la tensión de tener bajo su mismo techo a Yanuka vivo.

Por fin, Yanuka causó la impresión de volver a dormirse, y los interrogadores decidieron que había llegado el momento de comenzar a trabajar. En consecuencia, produjeron los sonidos propios del tránsito matutino, encendieron una muy intensa luz blanca, y sirvieron el desayuno a Yanuka, a pesar de que todavía no era medianoche. Ordenaron a gritos a los guardianes que desataran a Yanuka y le permitieran comer como un ser humano, y no como un perro. Luego, los propios interrogadores desataron solícitamente la caperuza que llevaba

Yanuka, debido a que deseaban que la primera noción que de ellos tuviera Yanuka fuera la de sus amables caras, en modo alguno judías, mirándole con ojos de paternal preocupación.

Uno de los interrogadores dijo a los guardias, en inglés y con voz serena:

- Jamás vuelvan a ponerle esas cosas.

Y el interrogador, después de emitir un simbólico suspiro, arrojó caperuza y cadenas a un rincón del cuarto.

Los guardianes se retiraron, y Oded lo hizo con particularmente teatral desgana. Yanuka accedió a tomarse una taza de café, mientras sus dos nuevos amigos le miraban. Los interrogadores sabían que tenía una sed tremenda, ya que habían pedido al doctor, antes de que se fuera, que la provocara, por lo que el café seguramente le supo maravillosamente, a pesar de los aditivos que pudiera contener. Los interrogadores también sabían que la mente de Yanuka se hallaba en un estado de ensoñada fragmentación, y, en consecuencia, indefenso en lo tocante a ciertas zonas importantes, por ejemplo cuando la comprensión constituía una oferta. Después de varias visitas llevadas a cabo de esta manera, algunas de ellas con el intervalo de pocos minutos, los interrogadores estimaron que había llegado el momento de dar el salto definitivo y presentarse a sí mismos. En términos generales, su plan era el más viejo en esta clase de juegos, pero habían incorporado varias ingeniosas variaciones.

En inglés dijeron que eran observadores de la Cruz Roja. Eran ciudadanos suizos, pero residían aquí, en la cárcel. Sin embargo, no podían decir en qué cárcel, ni en qué lugar se encontraba la cárcel, aun cuando dieron claras pistas de que podía hallarse en Israel. Mostraron impresionantes cartillas en plástico y con huellas dactilares, con sus retratos fotográficos y cruces rojas impresas en líneas onduladas, para dificultar las falsificaciones, como se hace en los billetes de banco. Explicaron que su misión consistía en procurar que los israelíes observaran las normas referentes a los prisioneros de guerra acordadas en la Convención de Ginebra, aun cuando, dijeron, bien sabía Dios que la tarea era difícil, y asimismo en dar a Yanuka medios para comunicar con el mundo exterior, dentro de los límites establecidos por los reglamentos de las prisiones. Estaban ejerciendo presiones para que cambiaran su régimen de incomunicación y le pusieran en el bloque asignado a los prisioneros árabes, pero que les constaba que las sesiones de «rigurosos interrogatorios» podían comenzar en cualquier instante, y que, por el momento, los israelíes proyectaban mantenerle en estado de total incomunicación. Explicaron que, a veces, los israelíes se perdían en el laberinto de sus propias obsesiones, y se olvidaban en absoluto de mantener su imagen pública. Pronunciaron la palabra «interrogatorios» con desagrado, como si quisieran que existiera otra mejor para expresar aquel hecho. En este momento, Oded regresó, cumpliendo así las instrucciones previamente recibidas, y fingió ocuparse de la instalación sanitaria de la celda. En el mismo instante en que Oded llegó, los interrogadores dejaron de hablar y no volvieron a hacerlo hasta que Oded se hubo ido.

A continuación, los interrogadores sacaron un gran formulario y ayudaron a Yanuka a rellenarlo de puño y letra: «Aquí el nombre, querido amigo; aquí la fecha de nacimiento; aquí los parientes más próximos; eso, así, aquí tu profesión; bueno, claro, tu profesión será la de estudiante; sí, títulos, religión y lamentamos mucho darte tanto la lata, pero es obligatorio.» Yanuka fue notablemente veraz y preciso, a pesar de cierta inicial desgana. De todas maneras, esta muestra de deseos de cooperación fue advertida con satisfacción por los miembros del Comité Literario que se hallaba reunido en el piso inferior, a pesar de que la caligrafía de Yanuka fue, en este caso, un tanto parvularia, por culpa de las drogas que le habían sido suministradas.

Al marcharse, los interrogadores dieron a Yanuka un folleto, impreso en inglés, en el que se hacían constar sus derechos, y además, los interrogadores le obsequiaron con una barrita de chocolate, dándole una palmadita en la espalda, y dirigiéndole un amistoso guiño. Y le llamaron por su nombre de pila, que era Salim. Durante una hora, desde la estancia contigua, los interrogadores observaron a Yanuka, mediante rayos infrarrojos, mientras el preso yacía llorando y meneando la cabeza. Luego dieron la luz en la celda de Yanuka y entraron alegremente. Dijeron al preso:

- ¡Mira lo que te hemos traído! ¡Despierta, Salim, que ya es de día!

Se trataba de una carta dirigida a Yanuka con su nombre y ape llido. Llevaba el matasello de Beirut, había sido enviada por indicación de la Cruz Roja, y llevaba impresas con tampón las palabras «Aprobada por la censura de la prisión». La carta era de su amada hermana

Fatmeh, quien había dado a Yanuka el amuleto de oro que llevaba colgado del cuello. Schwili había falsificado la carta, la señorita Bach había compilado los datos precisos para su contenido, y el camaleónico talento de Leon había suministrado el justo tono del censurable afecto de Fatmeh. Los modelos en que se basaron fueron las cartas que Yanuka había recibido de Fatmeh, mientras el primero se hallaba sometido a estrecha vigilancia. Fatmeh le decía que le amaba, y que albergaba esperanzas de que Yanuka se portara como un valiente, cuando le llegara el momento. Con la palabra «momento», Fatmeh parecía referirse al temido interrogatorio. También le decía que había decidido abandonar a su novio y dejar su trabajo, para volver a entregarse a su labor de ayuda a los desvalidos, debido a que no podía soportar hallarse tan lejos de su amada Palestina, mientras Yanuka se encontraba en tan desesperada situación. Fatmeh admiraba a Yanuka y siempre le admiraría, juraba Leon. Hasta la tumba y más allá de la tumba, Fatmeh admiraría a su valeroso y heroico hermano, había urdido Leon. Yanuka aceptó la carta con fingida indiferencia, pero cuando los interrogadores volvieron a dejarle solo, Yanuka se quedó en postura piadosamente agazapada, con la cabeza noblemente vuelta a un lado y hacia arriba, en la postura del mártir que espera la espada, oprimiendo la carta de Fatmeh contra su mejilla.

Cuando los guardianes volvieron al cabo de una hora para barrer la celda, Yanuka les dijo, no sin cierta altivez, que necesitaba papel.

Bueno, pues fue lo mismo que si nada hubiera dicho. Oded se limitó a bostezar.

- ¡Exijo papel! ¡Exijo la presencia de los representantes de la Cruz Roja! ¡Exijo el derecho a escribir una carta a mi hermana Fatmeh, de acuerdo con las normas de la Convención de Ginebra! ¡Si, señor!

Estas palabras también fueron favorablemente recibidas en el piso inferior, ya que demostraban que la primera ofrenda del Comité Literario había merecido la aceptación de Yanuka. Inmediatamente se transmitió un mensaje a Atenas. Los guardianes se fueron de la celda con aire lánguido, con la evidente finalidad de pedir instrucciones, y poco tardaron en reaparecer con papel de cartas de la Cruz Roja. También entregaron a Yanuka una hoja impresa que llevaba el título «Consejo a los presos», en el que se decía que sólo se transmitirían las cartas escritas en ingles, y que asimismo sólo se transmitirían las cartas que no contuvieran «mensajes encubiertos». Pero no dieron pluma a Yanuka. Yanuka pidió que le entregaran una pluma, suplicó que le dieran pluma, chilló y lloro, todo a cámara lenta, pero los muchachos contestaron a gritos y muy secamente que la Convención de Ginebra nada decía acerca de plumas. Media hora después, los dos interrogadores volvían a entrar diligentemente en la celda, rebosantes de justa indignación, con una pluma suya que llevaba la inscripción: «Por la humanidad»

Escena tras escena, esta comedia duró varias horas más, mientras Yanuka, en su debilitado estado, luchaba en vano para rechazar la ofrecida mano de la amistad. Su contestación escrita a Fatmeh era clásica. Fue una incoherente carta de tres páginas, en la que se mezclaban los consejos con los sentimientos de piedad hacia sí mismo y con el anuncio de audaces actitudes, que proporcionó a Schwili la primera muestra «limpia» de la caligrafía de Yanuka cuando éste se hallaba en estado de tensión emotiva, y que proporcionó a Leon una excelente muestra primeriza del estilo de Yanuka, en prosa inglesa.

Yanuka escribió: «Mi querida hermana: me estoy enfrentando con la mayor prueba de mi vida, en la cual la grandeza de tu espíritu me acompañará.» Esta carta motivó una comunicación especial. Kurtz dijo a la señorita Bach: «Mándemelo todo. No quiero silencios. Si nada ocurre, dígame que nada ocurre.» Y Kurtz también se dirigió a Leon, en términos más severos: «Haz lo preciso para que la señorita Bach comunique conmigo cada dos horas, a ser posible cada hora.»

La carta de Yanuka a Fatmeh fue la primera de toda una serie. A veces, las cartas de uno y otra se cruzaban. A veces, Fatmeh contestaba las preguntas de Yanuka tan pronto éste se las formulaba, y le formulaba preguntas, a su vez.

Kurtz les había dicho que comenzaran por el final. En este caso concreto, el final estaba muy lejos de ser chismorreos sin importancia. Hora tras hora los dos interrogadores hablaron con Yanuka, comportándose siempre con inflexible afabilidad, dándole ánimos, a juicio de Yanuka, con su monótona sinceridad suiza, reforzando su resistencia en vistas al día en que los inquisidores judíos le arrastraran fuera de la celda para interrogarle. En primer lugar, los interrogadores pidieron a Yanuka su opinión acerca de casi todos los temas que podían interesarle, halagándole con su respetuosa curiosidad y atención. Con cierta timidez, los interrogadores suizos confesaron que la política jamás había sido tema de su principal interés. Por natural tendencia siempre habían puesto al ser humano por encima de las doctrinas políticas. Uno de ellos citó versos de Robert Burns - que por pura casualidad resultaba ser uno de los poetas favoritos de Yanuka. A veces, casi parecía incluso que los interrogadores pidieran a Yanuka que los convirtiera a su propio credo, tal era el entusiasmo con que escuchaban las argumentaciones de Yanuka. Le preguntaron cuáles eran sus reacciones ante el mundo occidental, después de haber vivido en él cosa de un año o más. Primero la pregunta fue general y luego le preguntaron país por país, y escucharon encantados sus vulgares generalizaciones: el egoísmo francés, la codicia de los alemanes, la decadencia de los italianos…

- ¿E Inglaterra? -le preguntaron inocentemente.

¡Inglaterra era el peor de todos los países!, afirmó Yanuka en tono decisorio. Inglaterra era decadente, estaba en quiebra, y desorientada. Inglaterra era el agente del imperialismo norteamericano. Inglaterra era todo lo malo que en el mundo podía haber, y su peor delito consistía en haber entregado al país a los sionistas. Yanuka derivó hacia otro ataque contra Israel, y los interrogadores le dejaron hacerlo. En aquellas primeras sesiones, los interrogadores no querían que Yanuka tuviera la más leve sospecha de que sus viajes a Inglaterra les interesaban de muy especial manera. Le preguntaron por su infancia, por sus padres, por su hogar en Palestina, y observaron con satisfacción que ni siquiera una vez Yanuka hizo mención de su hermano mayor, y que, ahora, incluso ahora, el hermano mayor de Yanuka había quedado totalmente borrado de la vida de éste. Observaron que, a pesar de todo, Yanuka sólo hablaba de asuntos que consideraba inofensivos para su causa.

Escucharon con impecable simpatía las historias que Yanuka contó de las atrocidades cometidas por los sionistas, y también escucharon sus recuerdos de los días en que jugaba de portero con su victorioso equipo de fútbol, en Sidón. Los interrogadores pidieron:

- Por favor, cuéntenos su mejor partido, explíquenos su mejor parada, háblenos de la copa que usted ganó, y de las personas que estaban presentes cuando el gran Abu Ammar se la entregó personalmente.

Tartamudeando un poco, con cierta timidez, Yanuka lo contó todo. En el piso inferior las cintas de los magnetófonos iban girando y girando, y la señorita Bach no paraba de poner cinta tras cinta, interrumpiendo esta labor solamente para pasar el parte al pianista Samuel, para que lo transmitiera a Jerusalén y a su homólogo David, en Atenas. Entretanto, Leon se sentía en la gloria. Con los ojos entornados, Leon se sentía sumergido en el idiosincrático inglés de Yanuka, en su manera de expresarse impulsiva y veloz, en sus arrebatos de literaria belleza, en su cadencia y vocabulario, en sus imprevistos saltos de un tema a otro que se producían casi siempre a mitad de una frase. Al otro lado del pasillo, Schwili escribía, musitaba palabras para sí, y soltaba risitas. Pero Leon advirtió que Schwili, de vez en cuando, detenía su trabajo y se hundía en la desesperación. Pocos segundos después, Leon veía cómo Schwili caminaba lentamente por su cuarto, recorriéndolo en todos los sentidos, igual que un preso en su celda, cual si actuara llevado por un impulso de simpatía hacia el pobre muchacho encerrado arriba.

Para hablar acerca del diario emplearon otra farsa, mucho más azarosa. Lo retrasaron hasta el tercer día, el tercer día propiamente dicho, momento en el que ya habían desnudado a Yanuka en la medida de lo posible por el simple método de la conversación. Pero incluso entonces insistieron en que Kurtz les diera el visto bueno para seguir adelante, debido a lo muy nerviosos que estaban de intentar romper la cáscara de la confianza que Yanuka había depositado en ellos, en un momento en que ya no les quedaba tiempo para emplear otros métodos. Los «vigilantes» habían descubierto el diario de Yanuka el día siguiente al secuestro de éste.

Tres vigilantes ataviados con monos de color amarillo y con brazales que les identificaban como mozos de una empresa de limpieza, habían penetrado en el piso de Yanuka. Una llave de la puerta de entrada y una casi auténtica carta del administrador de la casa les habían otorgado cuanta autoridad precisaban. De su camioneta de color canario extrajeron aspiradores, fregonas y una escalera de mano. Luego cerraron la puerta del piso, corrieron las cortinas y durante ocho horas seguidas hurgaron en el piso como hurones, hasta no dejar nada sin investigar, fotografiar y volver a dejar en su sitio, antes de cubrirlo todo con polvo, mediante un artilugio al efecto diseñado. Y entre otras cosas descubrieron, en el fondo de una estantería con libros, en lugar apto para coger el teléfono, el diario de bolsillo forrado con piel de color castaño, regalo de las Middle East Airlines, que algún día seguramente dieron a Yanuka. Sabían que éste llevaba un diario, y no lo habían encontrado cuando secuestraron a Yanuka. Ahora, con su consiguiente alegría, lo habían descubierto. Algunas de sus notas estaban escritas en árabe, otras en inglés y otras en francés. Algunas eran indescifrables en todo género de idiomas, y otras estaban escritas en una clave no muy difícil. En su mayor parte, las anotaciones hacían referencia a citas con otras personas, pero unas cuantas, pocas, tenían carácter retrospectivo: «Me reuní con J; llamé por teléfono a P.» Además del diario, descubrieron otra pieza que habían estado buscando, a saber, un grueso sobre de papel de seda que contenía un mazo de recibos que abarcaban hasta el día en que Yanuka tuvo que presentar cuentas de los gastos efectuados en el curso de sus operaciones. Siguiendo instrucciones de sus superiores, el equipo también hurtó el sobre en cuestión.

Pero ¿cómo interpretar las anotaciones cruciales del diario? ¿Cómo descifrarlas sin la ayuda de Yanuka?

Los interrogadores tomaron en consideración la posibilidad de aumentar la dosis de droga que daban a Yanuka, pero decidieron no seguir este método. Temían que Yanuka se desmoronase totalmente. Recurrir a la violencia equivalía a arrojar por la ventana toda la confianza que tan arduamente se habían ganado. Además, como buenos profesionales, odiaban la idea de la violencia. Preferían edificar sobre las bases que habían conquistado sobre la base del miedo, de la dependencia y de la inminencia del interrogatorio israelí que aún no había tenido lugar. Por esto, lo primero que hicieron fue entregar a Yanuka otra carta de Fatmeh, que era una de las mejores y más breves que había escrito Leon: «Me he enterado que tu hora está ya muy próxima. Te pido y te ruego que tengas valor.» Encendieron las luces para que Yanuka la pudiera leer, las volvieron a cerrar, y le dejaron solo más tiempo del acostumbrado. Mientras Yanuka se hallaba en la más total oscuridad, le permitieron oír gritos y chillidos apagados, el golpear de distantes celdas al cerrarse, y el sonido de un cuerpo inerte al ser arrastrado con cadenas a lo largo de un pasillo con piso de piedra. Luego hicieron sonar las fúnebres gaitas de una banda militar palestina, con lo que quizá Yanuka llegó a pensar que ya estaba muerto. Ciertamente, se estaba quieto como un muerto. Entraron los guardianes, quienes le desnudaron, le esposaron las manos a la espalda y le pusieron grilletes en los tobillos. Luego le dejaron. Como si le dejaran para siempre. Oyeron que Yanuka farfullaba una y otra vez: «¡Oh, no!»

Pusieron una bata blanca a Samuel, el pianista, y le dieron un estetoscopio, encomendándole que auscultara, sin dar muestras de interés, a Yanuka. Todo ello se hizo en la oscuridad, aun cuando quizá Yanuka percibió la blanca bata moviéndose a su alrededor. Volvieron a dejarle solo. A la luz de los rayos infrarrojos, observaron cómo Yanuka sudaba y temblaba, y hubo un momento en que Yanuka les causó la impresión de intentar suicidarse por el medio de golpearse la cabeza contra la pared, lo cual, estando encadenado, era casi el único movimiento que poda efectuar. Pero la pared estaba gruesamente acolchada, por lo que Yanuka hubiera podido pasarse un año entero golpeándose la cabeza contra ella, sin conseguir los resultados deseados. Le hicieron oír más chillidos, seguidos por un absoluto silencio. Dispararon un tiro de pistola en el silencio y la oscuridad. Se oyó con tanta fuerza y claridad que Yanuka se estremeció. Luego, Yanuka comenzó a aullar, aunque en voz baja, como si no pudiera darle el volumen que hubiese deseado.

Este fue el momento en que decidieron actuar.

Primero entraron en la celda los guardianes, lo hicieron con aire decidido, y, cogiéndole por uno y otro brazo, le pusieron en pie. Los guardianes iban ataviados con ropas muy ligeras, como si se dispusieran a llevar a cabo un duro trabajo En el instante en que los guardianes habían conseguido arrastrar el tembloroso cuerpo de Yanuka hasta la puerta, aparecieron los dos salvadores suizos e impidieron el paso a los guardianes, mientras en sus caras se formaba la más convincente expresión de indignada preocupación. A continuación se produjo una larga y apasionada discusión entre los guardianes y los dos suizos. La discusión tuvo lugar en hebreo, por lo que Yanuka sólo en parte comprendió lo que se decía, pero parecía que se tratase de un último recurso, de una última instancia. Los dos suizos dijeron que el interrogatorio de Yanuka aún no había sido aprobado por el director de la cárcel, y la norma 6, párrafo 9, de la Convención establecía explícitamente que no se podían aplicar métodos coactivos, sin el permiso del director de la cárcel y sin la presencia de un médico. Pero la

Convención de Ginebra importaba un pimiento a los guardianes, quienes así lo manifestaron. Dijeron que estaban de la Convención hasta el gorro, y se llevaron las manos a la cabeza. Poco faltó para que aquello degenerara en pelea. Únicamente la paciencia suiza pudo evitar tal desenlace. Acordaron que los cuatro irían a ver, ahora mismo, al director de la cárcel para que decidiera. Y los cuatro salieron juntos, muy decididos, dejando de nuevo a Yanuka sumido en la oscuridad, a quien pronto se le vio apoyándose en un muro y orando, a pesar de que, en aquellos momentos, no podía tener la más leve idea del lugar en que se encontraba el Oriente.

A continuación, los dos suizos regresaron, sin los guardianes, aunque con un aspecto tremendamente grave, y aportando consigo el diario de Yanuka como si, a pesar de su pequeñez física, el diario hubiera cambiado totalmente la situación. También llevaban consigo dos pasaportes, uno de ellos francés y el otro chipriota, que habían sido hallados bajo las tablas del suelo, en el piso de Yanuka. Y también llevaban el pasaporte libanés con el que Yanuka viajaba en el momento en que fue secuestrado.

A continuación, los suizos le explicaron el problema con el que se enfrentaban, aunque lo hicieron en unos términos truculentos que no eran habituales en ellos, pero esta truculencia no constituía una amenaza, sino un aviso. Dijeron que, a petición de los israelíes, las autoridades de la Alemania Occidental habían efectuado un registro en el piso de Yanuka en Munich. Los alemanes habían encontrado el diario, los pasaportes y otros indicios abundantes que reflejaban los movimientos efectuados por Yanuka en el curso de los últimos meses, y que ahora se había decidido investigar «con todo vigor». En su argumentación con el director de la cárcel, los suizos habían insistido en que esta última propuesta no era legal ni necesaria. Lo mejor era, dijeron, que los representantes de la Cruz Roja pusieran dichos documentos ante el detenido, para que éste explicara el sentido de su contenido. Lo mejor era que la Cruz Roja, decentemente, invitara al detenido a explicarse, en vez de obligarle, a fin de dar un primer paso para preparar una declaración -que, si el director de la cárcel así lo deseaba, podía ser manuscrita por el propio detenido- referente a su paradero en el curso de los últimos seis meses, haciendo mención de fechas y lugares, de las personas con las que se habla reunido, de los alojamientos que había ocupado y de la documentación con la que había viajado. Si el honor militar obligaba a ser reticente, dijeron los suizos, el detenido podía alegarlo, en los puntos precisos. En los puntos en que no fuera dable aplicar dicha excepción, el detenido podía declarar, con lo cual ganaría tiempo.

En este momento, los suizos se atrevieron a ofrecer a Yanuka, o a Salim, que era como ahora le llamaban, sus propios consejos. Le suplicaron que, ante todo, fuera veraz y preciso, y tal le dijeron mientras montaban una mesa, daban una manta a Yanuka, y le dejaban libres las manos. No digas nada que quieras mantener en secreto, pero esfuérzate en que aquello que digas sea cierto. Re-cuerda que estamos obligados a conservar nuestro prestigio. Piensa en aquellos que algún día se encontrarán en la misma situación en que tú te encuentras ahora. Pórtate lo mejor posible, en beneficio de esa gente, lo cual será también en tu propio beneficio. La manera en que dijeron estas palabras sugería que Yanuka ya se encontraba a mitad de camino del martirio. Las razones de ello parecían carecer de importancia. Lo único que Yanuka sabía era que el terror dominaba su alma.

Tal como los interrogadores sabían desde un principio, la estratagema no era muy sólida. Y hubo un momento, de notable duración, por cierto, en que temieron que habían perdido la partida. Ello se manifestó en una larga y directa mirada que Yanuka les dirigió, con la que causó la impresión de abrir las cortinas del engaño y ver con toda claridad a sus opresores. Pero la claridad jamás había sido la base de las relaciones entre una y otra parte, y tampoco lo fue ahora. En el instante en que Yanuka aceptó la pluma que le ofrecían, vieron en sus ojos una expresión con la que les suplicaba que siguieran engañándole.

En el día siguiente al de este drama, alrededor de la hora del almuerzo, en la vida normal y corriente, Kurtz llegó procedente de Atenas, a fin de inspeccionar el trabajo de artesanía de Schwili, y dar su personal aprobación al diario, a los pasaportes y a los recibos, con ciertos ingeniosos añadidos, que debían ser devueltos a sus puntos de origen.

Kurtz también asumió la tarea de volver al principio. Pero, ante todos, cómodamente sentado en el piso inferior, Kurtz llamó a cuantos habían intervenido en la operación, salvo a los guardianes, para que le informaran, a su estilo y aire, acerca de los progresos efectuados.

Kurtz, con las manos enfundadas en blancos guantes de algodón, y sin que en él se advirtieran los rastros de haber pasado la noche entera dedicado a interrogar a Charlie, examinó los documentos que le presentaron, escuchó las cintas magnetofónicas en las grabaciones correspondientes a los momentos cruciales, y contempló con admiración en el ordenador de la señorita Bach los datos referentes a la vida de Yanuka, día tras día, en los últimos tiempos, expresados con letras verdes en la pantalla de un televisor: «Escribe a Charlie desde el City Hotel de Zürich, carta enviada desde el aeropuerto De Gaulle el dieciocho a las veinte horas… se reúne con Charlie en el hotel Excelsior, Heathrow… llamada telefónica a Charlie desde la estación de ferrocarril de Munich…» Y en cada nota iba la expresión de la prueba: el recibo, la anotación en el diario referente a cada encuentro… Se hacía constar en qué punto se daba una voluntaria laguna u oscuridad, debido a que en aquella reconstrucción nada era demasiado claro ni demasiado fácil.

Después de haber hecho todo lo anterior, cuando ya era de noche, Kurtz se quitó los blancos guantes, se puso el uniforme de oficial del ejército israelí, con las insignias de coronel, y unas cuantas siniestras tiras indicativas de campañas en las que había participado, y, en términos generales, redujo sus apariencias externas a las propias de un típico oficial del ejército convertido en funcionario de prisiones. Subió al piso de arriba, anduvo ágilmente de puntillas hasta la ventana de observación, a través de la cual observó muy atentamente a Yanuka durante un rato. Luego mandó a Oded y a su compañero al piso inferior, dándoles estrictas instrucciones de que le dejaran a solas con Yanuka. Hablando arábigo con voz gris y burocrática, Kurtz comenzó formulando a Yanuka unas cuantas preguntas sencillas y aburridas acerca de asuntos menudos: de dónde procedía cierto detonador, cierto explosivo, cierto automóvil o el lugar exacto en que Yanuka y la muchacha se habían reunido antes de que la chica pusiera la bomba de Godesberg.

Los detallados conocimientos que Kurtz poseía, y que demostraba de forma tan carente de énfasis, aterraron a Yanuka, quien reaccionó hablando a gritos a Kurtz y ordenándole que hiciera el favor de callarse, por razones de seguridad. Esta reacción intrigó a Kurtz.

Con la pasmada estupidez propia de las personas que han pasado largo tiempo en la cárcel, sea en calidad de celadores sea en calidad de presos, Kurtz protestó:

- ¿Y por qué debo callarme? Si tu gran hermano no se ha callado, ¿qué secretos tengo yo que mantener?

Kurtz formuló esta pregunta no a modo de revelación, sino como una lógica consecuencia de algo conocido por los dos. Mientras Yanuka miraba todavía con expresión enloquecida a Kurtz, éste le dijo unas cuantas cosas, referentes al propio Yanuka, que sólo su hermano podía conocer. Nada mágico hubo en esto. Después de haber empleado semanas estudiando la vida cotidiana del muchacho, teniendo intervenido su teléfono e interceptada su correspondencia - por no hablar ya del expediente en él centrado desde los dos últimos años que se hallaba en Jerusalén-, no constituía sorpresa alguna que Kurtz y su equipo estuvieran tan familiarizados como el propio Yanuka con detalles tales como los puntos francos a que sus cartas llegaban, el ingenioso sistema de una sola dirección por el que le llegaban las órdenes, y el momento en que Yanuka quedó sin comunicación con su estructura de mando. Lo que diferenciaba a Kurtz de sus antecesores consistía en la indiferencia con que se refería a estos detalles, así como su también evidente indiferencia ante las reacciones de Yanuka.

Yanuka comenzó a chillar:

- ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué le habéis hecho? ¡Mi hermano no se chiva! ¡Jamás hablará! ¿Cómo le capturasteis?

Llegaron a un acuerdo en muy poco tiempo. En el piso inferior, el resto del equipo, arremolinado junto al altavoz, sintió que una impresión de maravilla dominaba por entero el cuarto, mientras oían cómo Kurtz, tres horas después de haber llegado, demolía fácil y rápidamente las últimas defensas de Yanuka. «En mi calidad de director de esta cárcel, mis funciones se limitan a cuestiones administrativas -explicó Kurtz-. Tu hermano se encuentra en el hospital, en una celda del hospital, abajo. Sí, está un tanto fatigado. Como es natural, tenemos esperanzas de que salve la vida, pero tardará unos cuantos meses en poder caminar. Cuando hayas contestado las preguntas pertinentes, firmaré una orden que te permita que compartas la celda de tu hermano; de modo que podrás cuidarle hasta que se recupere. Si te niegas a contestar, seguirás aquí, en el lugar en que ahora te encuentras.» Luego, para evitar que Yanuka creyera que le estaban engañando, Kurtz le mostró la foto en color, hecha con una polaroid, y debidamente trucada, en la que se veía la apenas reconocible cara del hermano de Yanuka, sobresaliendo de una manta carcelaria, manchada de sangre, mientras dos celadores le llevaban en vilo, después de haber sido interrogado.

Pero el talento de Kurtz jamás le permitía adoptar una postura inmóvil. Cuando Yanuka comenzó a hablar de verdad, Kurtz inmediatamente dio muestras de cordial comprensión de las pasiones del muchacho. De repente, el viejo carcelero sintió escuchar todo lo que el gran luchador había dicho al joven aprendiz. Cuando Kurtz regresó al piso inferior, el equipo había recibido de Yanuka cuanto de él se podía conseguir. Lo cual era casi nada o absolutamente nada, como Kurtz se apresuró a observar, en lo tocante a determinar el paradero del hermano mayor de Yanuka. Se advirtió, además, que la vieja norma del veterano interrogador había quedado de relieve una vez más, a saber, que la violencia física es contraria a la ética y al espíritu de la profesión. Kurtz insistió en ello, principalmente ante Oded. Realmente, Kurtz dio gran importancia a la máxima en cuestión. «Si es preciso hacer uso de la violencia, y es de advertir que, en ocasiones, no queda otro remedio, esforzaos siempre en utilizar la violencia contra la mente y no contra el cuerpo.» Kurtz estaba convencido de que se podían sacar lecciones de todo, siempre y cuando los jóvenes tuvieran la vista suficiente para verlas.

Kurtz insistió en esta máxima ante Gavron, aunque produjo una impresión notablemente inferior.

A pesar de todo, Kurtz ni siquiera entonces quiso descansar, o quizá no pudo descansar. A primera hora de la mañana siguiente, cuando el asunto de Yanuka estaba ya resuelto, con la salvedad de la última decisión, Kurtz regresó al centro de la ciudad, para consolar al equipo de vigilancia, cuya moral había descendido vertiginosamente, desde la desaparición de Yanuka. «¿Qué se ha hecho del muchacho? -gritó el viejo Lenny-. ¡Un chico con un futuro tan formidable, una promesa en tan diferentes campos!» Después de haber cumplido su piadosa misión, Kurtz se dirigió hacia el norte para tener otra amistosa entrevista con el buen doctor Alexis, haciendo caso totalmente omiso del hecho consistente en que, en méritos de la supuesta inestable naturaleza del doctor, Misha Gavron le hubiera apartado de la operación.

Esbozando una ancha sonrisa, Kurtz, recordando el fatuo telegrama que Gavron había enviado a la casa de Atenas, dijo a Litvak: -Diré al doctor Alexis que soy norteamericano.

Sin embargo, Kurtz iba al encuentro de su amigo, solo, con cauteloso optimismo. Dijo a Litvak: «Ahora avanzamos, y Misha sólo me ataca cuando estoy quieto.»