173955.fb2 La Confesi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

La Confesi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

PRIMERA PARTEEL DELITO

Capítulo 1

El hombre del bastón apareció justo después de que el sacristán de St. Mark hubiese retirado diez centímetros de nieve de las aceras. Hacía sol, pero también soplaba un viento huracanado, con temperaturas que no superaban los cero grados. A pesar del frío, aquel hombre solo llevaba un pantalón de peto, una camisa de verano, unas botas de montaña muy gastadas y cazadora ligera que de poco le servía, pero no se le veía incómodo ni apresurado. Avanzaba, cojeando, algo inclinado hacia la izquierda, el lado del bastón. Arrastrando los pies por la acera junto a la iglesia, se paró ante la puerta lateral, donde ponía despacho con pintura de color rojo oscuro. No llamó. No estaba cerrada con llave. Entró justo cuando otra ráfaga de viento chocaba contra su espalda.

La sala era un área de recepción con el desorden y el polvo que cabría esperar en una vieja iglesia. En la mesa del centro, una placa anunciaba la presencia de Charlotte Junger, sentada no muy lejos de su nombre.

– Buenos días -dijo ella con una sonrisa.

– Buenos días -respondió él. Una pausa-. Fuera hace mucho frío.

– Sí, mucho -convino ella al tiempo que lo examinaba rápidamente. Lo que más llamaba la atención era que no llevaba abrigo ni nada para cubrirse las manos y la cabeza.

– Supongo que es usted la señorita Junger -dijo él con los ojos clavados en su nombre.

– No, hoy la señorita Junger no ha podido venir. Tiene la gripe. Yo soy Dana Schroeder, la mujer del pastor, y he venido a suplirla. ¿En qué podemos ayudarle?

Había una silla vacía. El hombre la miró, esperanzado.

– ¿Me permite?

– Claro que sí -respondió ella.

El se sentó con precaución, como si tuviera que estudiar todos los movimientos.

– ¿Está el pastor? -preguntó, mirando la gran puerta cerrada de la izquierda.

– Sí, pero está reunido.

Era una mujer menuda, de pecho prominente, y llevaba un jersey ceñido. De cintura para abajo la tapaba la mesa. El siempre había preferido a las menudas. Guapa, de grandes ojos azules, pómulos marcados… Una chica mona y saludable, perfecta como mujercita del pastor.

Hacía tanto tiempo que no tocaba a una mujer…

– Necesito ver al reverendo Schroeder-dijo juntando devotamente las manos-. Ayer fui a la iglesia, oí su sermón y… necesito que me orienten, vaya.

– Hoy está muy ocupado -repuso ella con una sonrisa.

Unos dientes francamente bonitos.

– Estoy en una situación comprometida -reveló él.

Dana llevaba bastante tiempo casada con Keith Schroeder para saber que, con cita previa o sin ella, nadie había tenido que irse nunca del despacho con las manos vacías. Además, la mañana de aquel lunes estaba siendo glacial, y Keith tampoco estaba tan ocupado: hacer unas cuantas llamadas por teléfono, atender a una pareja joven que al final había decidido no casarse -en eso estaba, justamente-, y luego visitar hospitales, como siempre. Rebuscó un poco por la mesa hasta que encontró el sencillo formulario que buscaba.

– Bueno, tomaré nota de algunos datos básicos y a ver qué podemos hacer.

Tenía el bolígrafo a punto.

– Gracias -dijo él con una ligera reverencia.

– ¿Nombre?

– Travis Boyette. -Se lo deletreó maquinalmente-. Fecha de nacimiento, 10 de octubre de 1963; lugar, Joplin, Missouri; edad, cuarenta y cuatro. Solo, divorciado, sin hijos. Dirección, ninguna. Lugar de trabajo, ninguno. Perspectivas, ninguna.

Dana asimiló aquella información a medida que su bolígrafo buscaba frenéticamente los espacios en blanco que había que cumplimentar. La respuesta generaba muchas más preguntas de las que cabían en aquel pequeño formulario.

– Bueno, veamos, la dirección -dijo sin dejar de escribir-. ¿Dónde se aloja en este momento?

– En este momento soy propiedad de la Dirección General de Prisiones del estado de Kansas. Me han asignado a una casa de reinserción de la calle Diecisiete, a pocas manzanas de aquí. Estoy en pleno proceso de excarcelación, o de «reinserción», como les gusta decir a ellos. Después de algunos meses en el centro, aquí en Topeka, seré un hombre libre, y lo único que me esperará será toda una vida en libertad condicional.

El bolígrafo dejó de moverse, pero Dana no apartó la vista de él. De pronto, su interés por las indagaciones había perdido fuerza. Vaciló en seguir preguntando, pero ya que había empezado el interrogatorio, se sintió obligada a continuar. ¿Qué más iban a hacer mientras esperaban al pastor?

– ¿Le apetece un café? -preguntó, con la seguridad de que era una pregunta inofensiva.

La pausa fue excesivamente larga, como si él no se decidiese.

– Sí, gracias; solo, con un poco de azúcar.

Dana salió rápidamente de la habitación para ir a buscarlo. El la miró sin perder ni un detalle: lo bien formado y redondo del trasero bajo los pantalones de sport, las piernas esbeltas, los hombros atléticos… Incluso la coleta. Uno sesenta, o uno sesenta y cinco, cincuenta kilos a lo sumo.

Dana no se dio prisa. A su regreso, se encontró a Travis Boyette donde lo había dejado, sentado como un monje, haciendo entrechocar suavemente las yemas de la mano derecha y las de la izquierda, con el bastón negro de madera atravesado en las piernas y la mirada perdida en la pared del fondo. Tenía la cabeza totalmente rapada, una cabeza pequeña y lustrosa, de una redondez perfecta. Al darle la taza, Dana se preguntó de manera frívola si se habría quedado calvo a temprana edad o simplemente prefería el look rapado. En el lado izquierdo de su cuello mostraba un siniestro tatuaje.

Él cogió el café y le dio las gracias. Dana volvió a su sitio, con la mesa entre ambos.

– ¿Es usted luterano? -preguntó, tomando otra vez el bolígrafo.

– Lo dudo. La verdad es que no soy nada. Nunca he visto la necesidad de pertenecer a una Iglesia.

– Pero ayer estuvo aquí. ¿Por qué?

Boyette cogió la taza con las dos manos y se la acercó a la barbilla, como un ratón que mordisqueara algo. Si tardaba diez segundos en responder a una simple pregunta sobre café, el tema de las creencias religiosas podía llevarle toda una hora. Bebió un sorbo y se pasó la lengua por los labios.

– ¿Cuánto tiempo cree que tardaré en poder ver al reverendo? -inquirió finalmente.

«Demasiado», pensó Dana, que ya no veía el momento de endosarle aquel asunto a su marido. Echó un vistazo al reloj de la pared.

– Estará al caer -dijo.

– ¿Sería posible que esperásemos sentados en silencio? -preguntó él con toda la educación del mundo.

Una vez asimilado el desaire, Dana decidió rápidamente que el silencio no era mala idea. Después se le reavivó la curiosidad.

– Sí, claro; solo una pregunta más. -Miró el cuestionario como si realmente necesitase una pregunta más-. ¿Cuánto tiempo ha estado en la cárcel?

– Media vida -dijo Boyette sin vacilar, dando la impresión de que se lo preguntaban cinco veces al día.

Dana escribió algo. Después se concentró en el teclado del ordenador y empezó a teclear, como si de pronto se le hubiera presentado un asunto urgente. En su correo electrónico para Keith ponía: «Aquí tengo a un ex presidiario que dice que necesita verte. Hasta entonces no se irá. Parece agradable. Se está tomando un café. Ve acortando. Si no se irá».

Cinco minutos más tarde se abrió la puerta del pastor, y por ella se deslizó una chica; se secaba los ojos, seguida por su ex prometido, que lograba estar al mismo tiempo ceñudo y sonriente. Ninguno de los dos le dijo nada a Dana. Tampoco se fijaron en Travis Boyette. Desaparecieron.

– Un segundo -le dijo Dana a Boyette después del portazo.

Entró rápidamente en el despacho de su marido para darle un breve parte informativo.

El reverendo Keith Schroeder tenía treinta y cinco años, hacía diez que estaba felizmente casado con Dana y era padre de tres hijos, que se llevaban entre sí veinte meses. Hacía dos años que era pastor titular de St. Mark, tras haberlo sido de una iglesia en Kansas City. Su padre era pastor luterano jubilado, y Keith nunca había soñado con ninguna otra ocupación. Crecido en un pueblo cerca de St. Louis, y escolarizado en la misma zona, nunca había salido del Medio Oeste, a excepción de un viaje escolar a Nueva York y de su luna de miel en Florida. En general gozaba de la admiración de sus feligreses, no sin algún que otro altercado. El mayor enfrentamiento había estallado el invierno anterior, cuando abrió el sótano de la iglesia a unos vagabundos durante una nevada. Una vez derretida la nieve, algunos de ellos se habían resistido a irse. El ayuntamiento había mandado una notificación por uso no autorizado, y la prensa había publicado un artículo ligeramente embarazoso.

El tema de su sermón de la víspera había sido el perdón: el poder infinito y abrumador de Dios para perdonar nuestros pecados, por muy aborrecibles que hubieran podido ser. Los pecados de Travis Boyette eran atroces, inimaginables, horrendos. Sus crímenes contra la humanidad no podían condenarlo sino a la muerte y al sufrimiento eternos. A aquellas alturas de su triste vida, estaba convencido de que jamás podrían perdonarlo. Pero sentía curiosidad.

– Aquí han venido varios hombres de la casa de reinserción -explicó Keith-. Incluso he ido alguna vez a celebrar el oficio.

Estaban en un rincón de su despacho, apartados de la mesa: dos nuevos amigos charlando en sillas de lona hundidas. Cerca, en la falsa chimenea, ardían falsos troncos.

– No es mal sitio -dijo Boyette-. Mejor que la cárcel, eso seguro.

Era un hombre frágil, con la piel blanquecina de quienes tienen que vivir en lugares sin luz. Sus rodillas huesudas se tocaban, y entre ellas descansaba el bastón negro.

– ¿Y en qué cárcel ha estado? -Keith tenía en sus manos un tazón de té muy caliente.

– En varias. Los últimos seis años en Lansing.

– ¿Por qué lo condenaron? -preguntó el pastor, ansioso por saber los delitos para conocer mucho mejor al hombre.

¿Violencia? ¿Drogas? Probablemente. Claro que Travis también podía ser culpable de malversación o de evasión fiscal… En todo caso, no parecía de esos que hacen daño a los demás.

– Muchas cosas malas, pastor. No me acuerdo de todas.

Prefería evitar el contacto visual. Su atención se centraba en la alfombra. Keith bebía el té a sorbitos, observando atentamente a su invitado, hasta que reparó en el tic. Cada pocos segundos, Boyette torcía un poco la cabeza hacia la izquierda. Era como un gesto rápido de asentimiento, seguido por una sacudida correctora más radical que la ponía de nuevo en su sitio.

– ¿De qué quiere que hablemos, Travis? -dijo Keith tras un momento de silencio absoluto.

– Tengo un tumor cerebral, pastor; maligno, mortal y básicamente incurable. Si tuviera dinero podría combatirlo (radio, quimio, lo típico), y ganar diez meses o un año, pero es un glioblastoma de grado cuatro, o sea que soy hombre muerto. Medio año, un año… La verdad es que da lo mismo. Dentro de unos meses ya no existiré.

Justo entonces, oportunamente, el tumor dio señales de vida: Boyette hizo una mueca, se inclinó y empezó a frotarse las sienes. Su respiración era difícil y pesada. Parecía que le dolía todo el cuerpo.

– Lo siento mucho -dijo Keith, muy consciente de la futilidad de sus palabras.

– Malditos dolores de cabeza -farfulló Boyette sin dejar de apretar los párpados.

Luchó unos minutos contra el dolor, sin que ninguno de los dos dijera nada. Keith lo miró, impotente, mordiéndose la lengua para no soltar ninguna tontería como «¿Le traigo un Tylenol?». Luego el dolor menguó, y Boyette se relajó.

– Perdone -dijo.

– ¿Cuándo se lo diagnosticaron? -preguntó Keith.

– No sé, hace un mes. Me empezó a doler la cabeza en Lansing, en verano. Ya se imaginará la calidad de la asistencia sanitaria… Total, que no me hicieron nada. Después de soltarme y de mandarme aquí, me llevaron al hospital St. Francis, me hicieron pruebas y escáneres y me encontraron un señor huevecito en medio de la cabeza, justo entre las orejas, a demasiada profundidad para operarlo.

Respiró hondo, espiró y consiguió sonreír por primera vez. Le faltaba un diente en la parte superior izquierda. El hueco se notaba mucho. Keith sospechó que en la cárcel los cuidados dentales dejaban mucho que desear.

– Supongo que ya habrá visto a gente como yo -dijo Boyette-, gente que va a morir.

– De vez en cuando. Son gajes del oficio.

– Y supongo que tienden a tomarse muy en serio a Dios, el cielo, el infierno y todo eso.

– La verdad es que sí, mucho. Es la condición humana. Cuando nos vemos frente a frente con nuestra mortalidad, pensamos en el más allá. ¿Y usted, Travis? ¿Cree en Dios?

– Algunos días sí, y otros no; pero soy bastante escéptico, incluso cuando creo. En su caso es fácil creer en Dios, porque ha tenido una vida fácil. Lo mío ya es otra historia.

– ¿Quiere contarme su historia?

– La verdad es que no.

– Entonces, ¿para qué ha venido, Travis?

El tic. Cuando su cabeza dejó de moverse, Boyette miró a todas partes y acabó fijando la vista en los ojos del pastor. Se observaron durante un buen rato, sin que ninguno de los dos parpadease.

– Pastor -dijo al final Boyette-, yo he hecho algunas cosas malas; he hecho daño a algunos inocentes, y no estoy seguro de querer llevármelo todo a la tumba.

«Ya estamos en el buen camino», pensó Keith. El peso del pecado sin confesar. La vergüenza de la culpa oculta.

– No estaría de más que me explicase todas esas cosas malas. El mejor punto de partida es la confesión.

– ¿Es confidencial?

– Sí, en general sí, aunque hay excepciones.

– ¿Qué excepciones?

– Si me confiesa algo, y yo estimo que se pone en peligro a usted mismo o a terceros, la confidencialidad ya no rige. Puedo tomar medidas razonables para protegerlo a usted o a la otra persona. Puedo pedir ayuda, por decirlo de otra manera.

– Parece complicado.

– No tanto.

– Mire, pastor, yo he hecho cosas horribles, pero esta ya hace muchos años que no me deja vivir. Necesito urgentemente hablar con alguien, y no tengo ningún otro sitio adónde ir. Si le cuento un crimen horrible que cometí hace años, ¿se lo diría a alguien?

Dana entró directamente en la web de la Dirección General de Prisiones del estado de Kansas, y en cuestión de segundos se zambulló en la mísera vida de Travis Dale Boyette. Condenado a diez años en 2001 por intento de agresión sexual. Estado actual: preso.

– Su estado actual es el despacho de mi marido -masculló, mientras seguía tecleando.

Condenado a doce años en 1991 por agresión sexual con circunstancias agravantes en Oklahoma. Libertad condicional en 1998.

Condenado a ocho años en 1987 por intento de agresión sexual en Missouri. Libertad condicional en 1990.

Condenado a veinte años en 1979 por agresión sexual con circunstancias agravantes en Arkansas. Libertad condicional en 1985.

Boyette constaba como culpable de delitos sexuales en Kansas, Missouri, Arkansas y Oklahoma.

«Un monstruo», se dijo Dana.

La foto de la ficha policial correspondía a un hombre mucho más joven y corpulento, con el pelo oscuro y entradas. Dana resumió con presteza los antecedentes, y mandó un correo electrónico al ordenador de Keith. No temía por la integridad de su esposo, pero quería que aquel personaje repulsivo abandonara el edificio.

Tras media hora de conversación tirante, en la que apenas se registraron avances, Keith se empezó a cansar de la entrevista. Boyette no mostraba ningún interés por Dios, y dado que la especialidad de Keith era esa, no parecía poder hacer gran cosa. Él no era neurocirujano, ni tenía trabajo que ofrecer a nadie.

Llegó a su ordenador un mensaje, anunciado suavemente por un timbre de los de antes. Si sonaba dos veces, podía ser cualquiera; tres, en cambio, indicaba un mensaje de la recepción. Fingió ignorarlo.

– ¿Y el bastón? -preguntó amablemente.

– La cárcel es muy dura -dijo Boyette-. Me metí en más peleas de la cuenta. Una herida en la cabeza. Probablemente fuera la causa del tumor.

Le pareció gracioso. Se rió de su propio chiste.

Tras una risita cortés, Keith se levantó y se acercó a su escritorio.

– Mire -dijo-, le voy a dar una tarjeta. Puede llamarme cuando quiera. Aquí siempre será bienvenido, Travis.

Al coger la tarjeta, miró de reojo el monitor. Cuatro, ni más ni menos que cuatro condenas, todas vinculadas a agresiones sexuales. Volvió a la silla, le dio a Travis la tarjeta y se sentó.

– La cárcel es especialmente dura para los violadores, ¿verdad, Travis?

Te vas a otra ciudad, y tienes que ir corriendo a la comisaría o al juzgado para inscribirte como agresor sexual. Después de veinte años de lo mismo, ya das por supuesto que lo sabe todo el mundo. Todo el mundo te mira. Boyette no parecía muy sorprendido.

– Muy dura -convino-. Ya no llevo la cuenta de las veces que me han atacado.

– Mire, Travis, no es un tema del que tenga muchas ganas de hablar. Estoy citado con varias personas. Si quiere venir a verme otra vez, por mí perfecto, pero en todo caso llame antes. También vuelvo a invitarlo a que asista a nuestro oficio religioso este domingo.

Keith no estaba seguro de decirlo en serio, pero su tono era sincero.

Boyette sacó un papel doblado de un bolsillo de su cazadora.

– ¿Le suena el caso de Donté Drumm? -preguntó al tendérselo a Keith.

– No.

– Un chico negro de una pequeña ciudad del este de Texas, condenado por asesinato en 1999. Dijeron que había matado a una animadora de instituto, blanca. El cadáver no lo han encontrado nunca.

Keith desdobló el papel. Era una copia de un breve artículo del periódico de Topeka, con fecha del domingo anterior. Tras una rápida lectura, miró la foto policial de Donté Drumm. La noticia no tenía nada de especial: otra ejecución rutinaria en Texas, con otro acusado que proclamaba su inocencia.

– La ejecución está prevista para este jueves -dijo al levantar la vista.

– Voy a decirle una cosa, pastor: se equivocaron de hombre. Ese chico no tuvo nada que ver con el asesinato.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

– No hay pruebas. Ni una sola. Los polis decidieron que lo había hecho él, lo hicieron confesar a golpes, y ahora lo van a matar. No está bien, pastor, nada bien.

– ¿Cómo sabe todo eso?

Boyette se inclinó un poco más, como si fuera a susurrarle algo que jamás había dicho. El pulso de Keith se aceleraba por segundos. Sin embargo, no dijo ni una palabra. Otra larga pausa, durante la cual se miraron fijamente.

– Aquí pone que no encontraron el cadáver -dijo Keith. «Hazle hablar», pensó.

– Exacto. Todo este disparate de que el chico pilló a la chica, la violó, la estranguló y tiró su cadáver al Red River desde un puente se lo inventaron ellos. Todo mentira.

– ¿O sea que usted sabe dónde está el cadáver?

Boyette se irguió con los brazos cruzados, y empezó a asentir. El tic. Luego otro. Bajo presión se repetían con mayor frecuencia.

– ¿La mató usted, Travis? -preguntó Keith, sorprendiéndose a sí mismo.

Menos de cinco minutos antes, repasaba mentalmente la lista de todos los feligreses a quienes tenía que ir a visitar al hospital, y buscaba la manera de sacar a Travis del edificio por las buenas. Ahora estaban hablando de un asesinato y de un cadáver oculto.

– No sé qué hacer -dijo Boyette, sintiendo otra punzada de dolor. Se encogió como si fuera a vomitar. Después se empezó a presionar la cabeza con las palmas-. Me estoy muriendo, ¿sabe? Dentro de unos meses me habré muerto. ¿Por qué tiene que morir también ese chico, si no ha hecho nada?

Tenía los ojos húmedos y la cara crispada.

Keith percibió cómo temblaba. Le dio un kleenex, y vio que se lo pasaba por la cara.

– El tumor está creciendo -afirmó Boyette-. Cada día presiona más el cráneo.

– ¿Toma alguna medicación?

– Sí, pero no sirve de nada. Tengo que irme.

– Creo que no hemos acabado.

– Yo creo que sí.

– ¿Dónde está el cadáver, Travis?

– Eso a usted no le interesa.

– Sí que me interesa. Quizá podamos impedir la ejecución.

Boyette se rió.

– Ah, ¿sí? ¿En Texas? Un poco difícil. -Se levantó despacio y dio unos golpes en la alfombra con el bastón-. Gracias, pastor.

Keith no dijo nada. Se limitó a mirar cómo Boyette salía a toda prisa de su despacho arrastrando los pies.

Dana miraba fijamente la puerta, negándose a sonreír.

– Adiós -logró contestar con pocas fuerzas al «gracias» de Boyette.

Luego desapareció. Volvió a la calle, sin abrigo ni guantes, cosa que a ella, la verdad, le daba igual.

Su esposo no se había movido. Seguía apoltronado en la silla, estupefacto, con la mirada extraviada en una pared y la copia del artículo en la mano.

– ¿Estás bien? -preguntó Dana.

Keith le dio el artículo. Dana lo leyó.

– No acabo de entenderlo -dijo al acabar.

– Travis Boyette sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo sabe porque la mató él.

– ¿Ha admitido haberlo hecho?

– Casi. Dice que tiene un tumor cerebral que no se puede operar, y que dentro de unos meses se habrá muerto. Según él, Donté Drumm no tiene nada que ver con el asesinato, y ha insinuado claramente que sabe dónde está el cadáver.

Dana se dejó caer en el sofá, hundiéndose entre cojines y mantas.

– ¿Y tú lo crees?

– Me parece que sí.

– ¿Cómo puedes creerlo? ¿Por qué?

– Está sufriendo, Dana; y no solo por el tumor. Sabe algo del asesinato y del cadáver; algo no, mucho, y le incomoda sinceramente que haya un inocente esperando a que lo ejecuten.

Como era una persona que pasaba gran parte de su tiempo escuchando problemas delicados de otras personas, y dando consejos y opiniones merecedores de su confianza, Keith se había convertido en un observador astuto y perspicaz, que rara vez se equivocaba. Dana, en cambio, reaccionaba con mayor rapidez; le era mucho más fácil criticar y juzgar, y también equivocarse.

– ¿Qué piensas, pastor? -preguntó.

– Vamos a tomarnos una hora solo para investigar. Vamos a comprobar dos cosas: ¿es verdad que está en libertad condicional? Y si lo está, ¿quién es su supervisor? ¿Es paciente de St. Francis? ¿Tiene un tumor cerebral? Y si lo tiene, ¿es terminal?

– Será imposible conseguir el historial médico sin su consentimiento.

– Ya, pero a ver qué podemos confirmar. Llama al doctor Herzlich. ¿Estuvo ayer en la iglesia?

– Sí.

– Ya me lo parecía. Llámalo e indaga un poco. En principio, mañana le toca guardia en St. Francis. Llama a la comisión de libertad condicional, a ver qué averiguas.

– ¿Y se puede saber qué harás tú, mientras yo les saco humo a los teléfonos?

– Navegar por internet, tratando de encontrar algo sobre el asesinato, el juicio, el acusado y todo lo demás.

Se levantaron. Ahora tenían prisa.

– ¿Y si todo es verdad, Keith? -preguntó Dana-. ¿Y si nos convencemos de que ese mal bicho dice la verdad?

– Pues algo tendremos que hacer.

– ¿Como qué?

– No tengo ni la más remota idea.

Capítulo 2

El padre de Robbie Flak compró la antigua estación ferroviaria del centro de Slone en 1972, cuando Robbie aún iba al instituto, justo antes de que el ayuntamiento la derribase. El señor Flak padre había ganado algo de dinero demandando a empresas prospectoras, y necesitaba gastar una parte. Él y sus socios reformaron la estación y se establecieron allí durante veinte años francamente prósperos. No es que fueran ricos, al menos según criterios texanos, pero eran abogados de éxito, y el pequeño bufete tenía buena reputación en la ciudad.

Entonces llegó Robbie. Empezó a trabajar en el bufete antes de cumplir los veinte años, y los demás abogados no tardaron mucho tiempo en descubrir que era distinto. Mostraba poco interés por los beneficios, pero le consumía la injusticia social. Instaba a su padre a aceptar casos de derechos civiles, de discriminación po4r edad o sexo, de especulación inmobiliaria, de brutalidad policial… El tipo de trabajo que en una ciudad pequeña del Sur puede condenar al ostracismo. De gran inteligencia y desparpajo, Robbie se graduó en tres años, en el Norte, y sus estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas en Austin fueron un paseo. No hizo una sola entrevista de trabajo; ni una sola vez pensó en trabajar en otro sitio que en la estación ferroviaria del centro de Slone, donde había tanta gente a quien quería demandar, tantos clientes maltratados y humillados que lo necesitaban…

Con su padre todo fueron peleas desde el primer día. Los demás abogados, o bien se jubilaron o cambiaron de bufete. En 1990, a los treinta y cinco años, Robbie demandó al ayuntamiento de Tyler, Texas, por discriminación inmobiliaria. El juicio, celebrado en Tyler, duró un mes, y en un momento dado Robbie no tuvo más remedio que contratar guardaespaldas, porque las amenazas de muerte se habían vuelto demasiado verosímiles. El veredicto del jurado -noventa millones de dólares- convirtió a Robbie Flak en una leyenda, un hombre rico y un abogado radical sin cortapisas, que ahora tenía dinero para armar más ruido del que pudiera haberse imaginado. Su padre, para no ser un estorbo, se retiró y se dedicó a jugar al golf. La primera mujer de Robbie no vio la hora de volver a St. Paul con un pellizco del pastel.

El bufete de abogados Flak se convirtió en el principal destino de quienes, en mayor o menor medida, se consideraban desairados por la sociedad. Insultados, acusados, maltratados, heridos: todos acababan recurriendo al señor Flak. Para seleccionar los casos, Robbie contrató a montones de abogados jóvenes y a técnicos legales. Inspeccionaba a diario las redes, cogía las buenas piezas y el resto lo echaba al mar. Primero el bufete creció, y después sufrió una implosión. Volvió a crecer, y el núcleo se le fundió otra vez. El desfile de abogados era constante. Robbie los demandaba, y ellos a él. El dinero se evaporó, hasta que Robbie ganó una fortuna con otro caso importante. El punto más bajo de su pintoresca trayectoria fue cuando pilló a su contable en un desfalco, y lo golpeó con un maletín. Se salvó de una condena seria negociando una sentencia de treinta días de cárcel por un delito menor. La noticia salió en primera plana, y Slone la siguió hasta el menor detalle. A Robbie, ansioso -cómo no- de publicidad, le preocupó más la mala prensa que ir a la cárcel. El colegio de abogados de su estado hizo pública una reconvención y lo suspendió noventa días del ejercicio de su profesión. Era su tercer rifirrafe con el comité de ética, y se prometió que no sería el último. Su segunda esposa acabó marchándose con un buen cheque.

Su vida era tan caótica y escandalosa como su personalidad, en conflicto constante consigo mismo y con su entorno, pero nunca aburrida. A sus espaldas se le llamaba a menudo «Robbie Flake», <strong><strong>[1]</strong></strong>y cuando empezó a beber más de la cuenta pasó a ser «Robbie Flask». <strong><strong>[2]</strong></strong> Sin embargo, a pesar de su vida tumultuosa, las resacas, mujeres locas, socios hostiles, economía precaria, causas perdidas y burlas de los poderosos, Robbie Flak llegaba cada mañana a primera hora a la estación con la férrea determinación de pasarse el día luchando por la gente corriente. Y no siempre esperaba a que lo buscaran. Si llegaba a sus oídos alguna injusticia, a menudo cogía el coche y salía en su busca. Este celo infatigable lo llevó al proceso judicial que más dio que hablar en toda su trayectoria.

En 1998, Slone quedó traumatizado por el crimen más sonado de su historia. Una alumna de último curso de instituto, Nicole Yarber, desapareció a los diecisiete años y no volvió a ser vista viva ni muerta. Durante dos semanas, la ciudad quedó en suspenso, mientras miles de voluntarios peinaban callejones, campos, zanjas y edificios abandonados. La búsqueda fue en vano.

Nicole era una chica popular, una alumna con buenas calificaciones, miembro de los clubes habituales y asidua al oficio religioso dominical de la Primera Iglesia Baptista, en cuyo coro juvenil cantaba a veces. Sin embargo, su máximo logro era ser animadora en el instituto de Slone. En último curso la habían nombrado capitana del equipo, tal vez el puesto más envidiado de todo el colegio, al menos para las chicas. Salía de modo intermitente con un chico, un jugador de fútbol americano que tenía grandes sueños pero un talento limitado. La noche de su desaparición acababa de hablar por el móvil con su madre, y le había prometido llegar a casa antes de las doce. Era un viernes de principios de diciembre. Los Slone Warriors no tenían más partidos por delante, y la vida había vuelto a la normalidad. Más tarde, la madre de Nicole declaró -y el registro telefónico así lo confirmó- que ella y Nicole hablaban como mínimo seis veces al día por el móvil. También se mandaban un promedio de cuatro mensajes de texto. Siempre estaban en contacto, y la idea de que Nicole se escapara sin decirle nada a su madre era inconcebible.

Nicole no tenía antecedentes de problemas emocionales, trastornos alimentarios, conducta desordenada, atención psiquiátrica o consumo de drogas. Sencillamente, desapareció. Sin testigos. Sin explicaciones. Nada. Se sucedieron las vigilias de oración en las iglesias y colegios. Se instauró una línea telefónica especial que tuvo gran afluencia de llamadas, aunque ninguna de ellas resultó ser creíble. También se creó una página web para supervisar la búsqueda y filtrar rumores. Llegaron a la ciudad una serie de expertos, reales y falsos, para dar consejo. Sin que nadie lo llamara apareció un médium, pero se marchó al ver que no conseguía dinero. A medida que se alargaba la búsqueda, la ciudad se convirtió en un hervidero de chismes, y apenas se hablaba de otra cosa. Frente a la casa de Nicole había un coche patrulla las veinticuatro horas del día, al parecer como consuelo para la familia. La única cadena de televisión de Slone contrató a otro reportero novato para que llegara al fondo del asunto. Los voluntarios buscaban debajo de las piedras, mientras la investigación se ampliaba a todo el entorno rural. Se instalaron cerrojos en puertas y ventanas. Los padres dormían con sus armas de fuego en la mesilla de noche. Los niños pequeños eran objeto de una estrecha vigilancia por parte de padres y canguros. Los predicadores reescribían sus sermones para subrayar su oposición al mal. Durante la primera semana, la policía daba partes diarios, pero al advertir que no había ninguna novedad empezó a hacerlo en días alternos. Aguardaban expectantes, a la espera de una pista: una llamada inesperada por teléfono, un delator en busca de la recompensa… Se rezaba por que hubiera alguna novedad.

Y llegó, dieciséis días después de la desaparición de Nicole. A las 4.33 de la madrugada sonó dos veces el teléfono del detective Drew Kerber, que al final lo cogió. Aunque estaba agotado, no había dormido bien. Apretó instintivamente un botón para grabar la llamada. He aquí la grabación, reproducida mil veces desde entonces:

Kerber: ¿Diga?

Voz: ¿Es el detective Kerber?

Kerber: Sí. ¿De parte?

Voz: No tiene importancia. Lo importante es que sé quién la mató.

Kerber: Necesito su nombre.

Voz: De eso nada, Kerber. ¿Quiere que hablemos de la chica?

Kerber: Adelante.

Voz: Salía con Donté Drumm. Un gran secreto. Ella intentaba romper, pero él no la dejaba.

Kerber: ¿Quién es Donté Drumm?

Voz: Vamos, detective, que a Drumm lo conoce todo el mundo. Es el asesino. La pilló a la salida del centro comercial y la tiró por el puente de la carretera 244. Está en el fondo del Red River.

La llamada se cortó. Siguieron su rastro hasta una cabina de una tienda abierta las veinticuatro horas de Slone, donde acababa la pista.

El detective Kerber ya conocía los rumores sordos de que Nicole salía con un jugador negro de fútbol americano, pero nadie había podido verificarlos. El novio de Nicole lo desmentía rotundamente. Según él, llevaban un año saliendo de modo intermitente, y estaba seguro de que Nicole aún no era sexualmente activa. Sin embargo, como tantos rumores demasiado soeces para no escucharlos, aquel no desapareció. Era tan repugnante, y con tanto potencial explosivo, que hasta entonces Kerber no había querido comentárselo a los padres de Nicole.

Kerber se quedó mirando el teléfono. Luego sacó la cinta, fue en coche a la comisaría de Slone, se preparó una cafetera y volvió a escuchar la grabación. Estaba eufórico, impaciente por dar la noticia a su equipo de investigación. Ahora encajaba todo: los amores adolescentes e interraciales -lo cual seguía siendo tabú en el este de Texas-, la tentativa de ruptura por parte de Nicole y la reacción violenta de su amante despechado. Tenía toda la lógica del mundo.

Ya tenían al culpable.

Dos días más tarde, Donté Drumm fue detenido y acusado del secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato de Nicole Yarber. Confesó, y reconoció haber arrojado el cadáver al Red River.

Robbie Flak y el detective Kerber tenían a sus espaldas una relación rayana en lo violento. A lo largo de los años habían chocado varias veces en casos criminales. El odio de Kerber al abogado era el mismo que sentía por todos los sinvergüenzas que representaban a criminales. Flak, por su parte, consideraba a Kerber un matón, un policía sin escrúpulos y un hombre peligroso con placa y pistola, dispuesto a todo con tal de lograr una condena. Una vez, durante una declaración memorable ante un jurado, Flak pilló a Kerber mintiendo descaradamente, y para subrayar lo evidente le gritó al testigo:

– Usted es un mentiroso de mierda, ¿no, Kerber?

El resultado fue una amonestación, una acusación de desacato, la exigencia de que pidiera disculpas a Kerber y a los miembros del jurado y una multa de quinientos dólares, pero su cliente fue absuelto, que era lo único importante. En toda la historia del Colegio de Abogados del condado de Chester, ninguno de sus miembros había sido acusado tan a menudo de desacato como Robbie Flak, récord del que se enorgullecía claramente.

En cuanto oyó la noticia de la detención de Donté Drumm, empezó a llamar como un loco por teléfono, y salió para el barrio negro de Slone, que conocía bien. Lo acompañaba Aaron Rey, un antiguo pandillero que había estado en la cárcel por distribución de droga y que ahora tenía un trabajo remunerado para el bufete Flak como guardaespaldas, recadero, chófer, investigador y todo lo que Robbie pudiera necesitar. Rey llevaba como mínimo dos pistolas encima, y otras dos en una cartera; todas legales, ya que Flak le había devuelto sus derechos civiles, y ahora podía incluso votar. Si de algo andaba escaso Robbie Flak en Slone no era precisamente de enemigos, aunque todos ellos conocían a Aaron Rey.

La madre de Drumm trabajaba en el hospital. Su padre era camionero para una serrería del sur de la localidad. El matrimonio y sus cuatro hijos vivían en una casita de madera blanca con luces navideñas en torno a las ventanas y una guirnalda en la puerta. El pastor de la familia llegó poco después de Robbie. Estuvieron varias horas hablando. Los padres estaban desorientados, destrozados, furiosos y con un miedo cerval; también agradecidos por la visita del señor Flak. No sabían qué hacer.

– Puedo intentar que pongan el caso en mis manos -dijo Robbie.

Accedieron.

Nueve años más tarde seguía en las mismas manos.

El lunes 5 de noviembre, Robbie llegó temprano a la estación. Había trabajado el sábado y el domingo, y no se sentía nada descansado a causa del fin de semana. Estaba de un humor taciturno, por no decir de perros. Le esperaban cuatro días de puro caos, una vorágine de acontecimientos, algunos previstos, otros en absoluto. El jueves a las seis de la tarde, pasado el temporal, vio que probablemente tendría que ir a la cárcel de Huntsville y, en una sala de testigos llena a rebosar, cogerle a Roberta Drumm la mano mientras el estado de Texas le inyectaba a su hijo sustancias químicas en cantidad suficiente como para matar a un caballo.

Sería su segunda visita a Huntsville.

Apagó el motor de su BMW, pero no conseguía desabrocharse el cinturón. Con el volante en las dos manos, miraba sin ver por el retrovisor.

Llevaba nueve años peleándose por Donté Drumm. Jamás había librado una guerra tan feroz. Durante el absurdo juicio en el que habían declarado culpable del asesinato a Donté, Robbie había luchado como un loco. Había insultado a los tribunales de apelación, eludido la ética y esquivado la ley; había afirmado la inocencia de su cliente en artículos enervantes, y pagado a expertos para que pergeñasen novedosas teorías que no convencían a nadie. Había importunado al gobernador hasta el punto de que ya no le devolvía nadie sus llamadas, ni siquiera los últimos del escalafón. Había presionado a políticos, grupos pro inocencia, <strong><strong>[3]</strong></strong>asociaciones religiosas, colegios de abogados, defensores de los derechos civiles, la ACLU, <strong><sup><strong><sup>[4]</sup></strong></sup></strong> Amnistía Internacional, abolicionistas de la pena de muerte y todo aquel que pudiese hacer algo para salvar a su cliente, por remota que fuera la posibilidad; y ni por esas se paraba el reloj, sino que cada día era más fuerte su tictac.

Durante ese tiempo, Robbie Flak se había gastado todo su dinero, quemado todos los puentes e indispuesto con casi todos sus amigos, y estaba al borde del agotamiento y a punto de zozobrar. Llevaba tanto tiempo desgañitándose que ya no lo escuchaba nadie. Para la mayoría de los observadores solo era otro abogado gritón que pregonaba a los cuatro vientos la inocencia de su cliente, lo cual no era precisamente nada raro.

El caso lo había puesto al límite, y cuando se acabase, cuando el estado de Texas lograse al fin ejecutar a Donté, Robbie tenía serias dudas de poder seguir. Sus planes eran irse a vivir a otro lugar, vender sus fincas, jubilarse, mandar a la mierda a Slone y a Texas e instalarse en las montañas, por ejemplo en Vermont, donde en verano hacía fresco y donde estaba abolida la pena de muerte.

Se encendieron las luces de la sala de reuniones. Ya había alguien dentro, haciendo los preparativos para aquella semana infernal. Finalmente, Robbie bajó del coche y entró. Habló con Carlos, uno de sus técnicos legales de toda la vida, y estuvieron unos minutos tomando café. El tema de conversación pasó rápidamente al fútbol americano.

– ¿Viste a los Cowboys? -preguntó Carlos.

– No, no pude. He oído que Preston tuvo el día.

– Más de doscientos metros. Tres touchdown.

– Yo ya no soy de los Cowboys.

– Yo tampoco.

Un mes antes, Rahmad Preston había estado en la sala de reuniones, firmando autógrafos y posando para las fotos. Primo lejano de un preso ejecutado en Georgia diez años atrás, había adoptado la causa de Donté Drumm y tenía grandes planes de enrolar a otros pesos pesados de los Cowboys y de la Liga Nacional de Fútbol (la NFL) que apoyasen la causa. Pensaba hablar con el gobernador, con la comisión de libertad condicional, con peces gordos del mundo empresarial, con políticos, con un par de raperos a quienes decía conocer bien y tal vez con gente de Hollywood. Encabezaría tal desfile que el estado no tendría más remedio que cambiar de postura. Al final, sin embargo, lo de Rahmad había resultado ser mera palabrería. Enmudeció de golpe; estaba «recluido», al decir de su agente, que lo atribuyó a que la causa distraería demasiado al gran jugador. Robbie, que veía conspiraciones por todas partes, sospechaba que la dirección de los Cowboys y su red de empresas patrocinadoras habían ejercido algún tipo de presión sobre Rahmad.

A las ocho y media toda la plantilla ya estaba en la sala, y Robbie dio por empezada la reunión. En aquel momento no tenía socios -el último se había ido por diferencias que aún estaban dirimiéndose en los tribunales-, pero sí a dos abogados a sueldo, dos técnicos legales, tres secretarias y Aaron Rey, que nunca se apartaba de su lado y que tras quince años con Robbie sabía más de derecho que la mayoría de los técnicos curtidos. También estaba en la reunión un abogado de Aranesty Now, un grupo pro derechos humanos con sede en Londres que había dedicado miles de horas de personal cualificado a las apelaciones del caso Drumm. Desde Austin participaba por teleconferencia un abogado, un letrado experto en apelaciones proporcionado por el Texas Capital Defender Group, el grupo texano de defensa de los condenados a muerte.

Robbie expuso sus planes para la semana. Quedaron definidos los deberes, distribuidas las tareas y aclaradas las responsabilidades. Intentó parecer optimista, esperanzado y confiado en la inminencia de un milagro.

El milagro se fraguaba lentamente a unos seis mil quinientos kilómetros al norte, en Topeka, Kansas.

Capítulo 3

Algunos datos fueron fáciles de confirmar. Llamando por teléfono desde St. Mark, sin desviarse de su cometido -el seguimiento de quienes tenían la bondad de visitar su iglesia-, Dana conversó con el supervisor de Anchor House, la casa de reinserción, que dijo que Boyette llevaba tres semanas con ellos. La duración prevista de su «estancia» era de noventa días. Después, si nada se torcía, sería un hombre libre, sujeto, eso sí, a una serie de requisitos bastante rigurosos que establecía la libertad condicional. En esos momentos el centro alojaba a veintidós inquilinos, exclusivamente varones, y estaba bajo la jurisdicción de la Dirección General de Prisiones. A Boyette se le pedía lo mismo que a todos: que saliera cada mañana a las ocho y volviera cada tarde a las seis, para cenar. Estaba bien visto que buscasen trabajo. El supervisor solía tenerlos ocupados en el mantenimiento de la casa, y en trabajos esporádicos a tiempo parcial. Boyette trabajaba cuatro horas al día (a siete dólares por hora) mirando cámaras de seguridad en el sótano de un edificio del gobierno. Era responsable, pulcro, hablaba poco y de momento no había dado ningún problema. Por lo general todos se portaban muy bien, ya que cualquier infracción de una regla, o cualquier incidente desagradable, podía devolverlos a la cárcel. Veían, palpaban y olían la libertad, y no tenían ganas de fastidiarla.

Sobre el bastón, el supervisor sabía poco. Boyette ya lo llevaba el primer día, al llegar. Sin embargo, dentro de un grupo de delincuentes aburridos hay poca intimidad, pero cotilleos a raudales; concretamente, circulaba el de que Boyette había recibido una tremenda paliza en la cárcel. En cuanto a su repulsiva trayectoria, la conocían todos, y no se acercaban demasiado a él. Era un hombre raro, reservado, que dormía solo en un cuartito, detrás de la cocina, mientras el resto lo hacía en las literas de la sala principal.

– Aunque aquí tenemos de todo -dijo el supervisor-, desde asesinos hasta carteristas, y no hacemos muchas preguntas.

Dando algún que otro rodeo, o tal vez muchos, Dana aludió de pasada a un problema médico anotado por Boyette en la tarjeta de visita que había tenido la amabilidad de rellenar (una solicitud de oración). En realidad, no había tal tarjeta. Dana pidió rápidamente perdón al Todopoderoso, justificando su mentira (pequeña e inofensiva) por lo que estaba en juego. El supervisor dijo que sí, que al ver que no paraba de hablar de sus migrañas se lo habían llevado al hospital. A aquellos tipos les encantaba la atención médica. En St. Francis le habían hecho un montón de pruebas, pero el supervisor no sabía nada más. El que Boyette tuviera unas cuantas recetas ya era algo personal, un tema médico que no les competía a ellos.

Dana le dio las gracias y le recordó que St. Mark estaba abierto a todo el mundo, incluidos los hombres de Anchor House.

A continuación llamó al doctor Herzlich, cirujano del tórax en St. Francis y feligrés de St. Mark desde hacía mucho tiempo. Dana no tenía la menor intención de indagar en el estado de salud de Travis Boyette; habría sido pasarse de la raya, y un entremetimiento que seguro que no llevaría a buen puerto. Dejaría que su marido charlase con el doctor a puerta cerrada; tal vez así, con sus voces discretas y profesionales, consiguieran hallar un terreno común. Saltó directamente el contestador, y dejó el recado de que Herzlich telefonease a su marido.

Mientras Dana llamaba por teléfono, Keith estaba pegado al ordenador, enfrascado en el caso de Donté Drumm. La página web era muy completa. Hacer clic aquí para un resumen de diez páginas con los principales datos. Hacer clic allá para una transcripción completa del juicio (mil ochocientas treinta páginas). Hacer clic más allá para los expedientes de apelación, con pruebas y testimonios (otras mil seiscientas páginas, más o menos). Había un historial judicial de trescientas cuarenta páginas, con los veredictos de los tribunales de apelación. También había un anexo sobre la pena de muerte en Texas, y otros para la galería fotográfica de Donté, Donté en el corredor de la muerte, el Fondo de Defensa de Donté Drumm, cómo ayudar, artículos de prensa y editoriales, y condenas y confesiones erróneas. El último correspondía a Robbie Flak, abogado.

Keith empezó por el resumen de los datos. Rezaba así:

En otros tiempos, la localidad texana de Slone, de cuarenta mil habitantes, estallaba en aplausos cada vez que Donté Drumm corría por el campo como intrépido linebacker, pero ahora aguarda nerviosa su ejecución.

Nacido en Marshall, Texas, en 1980, Donté Drumm fue el tercer hijo de Roberta y Riley Drumm. El cuarto nació cuatro años más tarde, poco después de que la familia se instalase en Slone, donde Riley encontró trabajo para una constructora de desagües. Los Drumm se incorporaron a la Iglesia Metodista Africana Bethel, en la que siguen participando activamente. Aquí en esta iglesia Donté fue bautizado a los ocho años. Estudió en los colegios públicos de Slone, y a los doce años destacó como deportista. De buena talla física y una velocidad excepcional, se convirtió en todo un fenómeno en el campo. A los catorce años entró como linebacker del primer equipo del instituto de Slone, donde cursaba el primer año. Fue titular tanto en segundo como en tercer curso, y ya tenía apalabrado jugar para la Universidad Estatal del Norte de Texas cuando, durante el primer cuarto del primer partido de su último año de instituto, una lesión grave de tobillo puso fin a su trayectoria deportiva. La operación salió bien, pero ya era demasiado tarde. Le retiraron la oferta de beca. La cárcel le impidió acabar los estudios. Su padre, Riley, murió de una enfermedad cardíaca en 2002, mientras Donté esperaba la ejecución.

A los quince años fue detenido y acusado de agresión. Supuestamente, él y otros dos amigos negros le habían pegado una paliza a otro chico negro detrás del gimnasio del instituto. Un tribunal de menores dirimió el caso. Al final Donté se confesó culpable, y fue puesto en libertad condicional. A los dieciséis años lo detuvieron por simple posesión de marihuana. Para entonces ya era linebacker titular, y lo conocía todo Slone. Más tarde se desestimó la acusación.

En 1999, a los diecinueve años, Donté fue hallado culpable de secuestrar, violar y asesinar a una animadora del instituto, Nicole Yarber. Ambos eran alumnos de último curso en el instituto de Slone. Los ligaba la amistad, y el haber crecido juntos en Slone, aunque Nicole (o «Nikki», como la llamaba mucha gente) lo hubiera hecho en las afueras, mientras que Donté vivía en Hazel Park, un barrio más antiguo donde predomina la clase media negra. Un tercio de la población de Slone es negra, y aunque no haya segregación en los colegios, sí existe en las iglesias y las asociaciones.

Nacida en Slone en 1981, Nicole Yarber era hija única de Reeva y Cliff Yarber, que se divorciaron cuando ella tenía dos años. Reeva volvió a casarse, y a Nicole la criaron su madre y su padrastro, Wallis Pike. El matrimonio Pike tuvo dos hijos más. Al margen del divorcio, la infancia de Nicole fue de lo más normal. Cursó la educación elemental y primaria en colegios públicos, y en 1995 entró en el instituto de Slone. (La ciudad tiene uno solo y, aparte de los típicos parvularios vinculados a la Iglesia, carece de escuelas privadas.) Al parecer Nicole, una alumna que tenía una media de notable, frustraba a sus profesores, que la veían desmotivada. Según varios boletines, debería haber sacado sobresalientes. Era una chica que caía bien, con muchos amigos, extravertida y sin antecedentes de mal comportamiento o problemas con la ley. Participaba activamente en la Primera Iglesia Baptista de Slone. Aficionada al yoga, al esquí acuático y a la música country, solicitó plaza en dos universidades: Baylor, en Waco, y Trinity, en San Antonio (Texas).

Tras el divorcio, su padre, Cliff Yarber, se fue de Slone para instalarse en Dallas, donde hizo fortuna con pequeños centros comerciales. Al parecer, trató de compensar su ausencia como padre con regalos caros. Al cumplir dieciséis años, Nicole recibió un BMW Roadster descapotable de color rojo intenso, sin duda alguna el coche más bonito del aparcamiento del instituto de Slone. Los regalos eran fuente de fricciones entre los padres divorciados. El padrastro, Wallis Pike, tenía una tienda de piensos y material agrícola, y le iba bien, pero no podía competir con Cliff Yarber.

Desde un año antes de su desaparición, aproximadamente, Nicole salió con un compañero de clase, Joey Gamble, uno de los chicos más conocidos del instituto. De hecho, en los últimos dos cursos Nicole y Joey fueron votados como los dos alumnos más populares, y posaron juntos para el anuario del centro. Joey era uno de los tres capitanes del equipo de fútbol americano. Más tarde pasó fugazmente por un equipo universitario, y acabó siendo uno de los testigos clave del juicio contra Donté Drumm.

Desde la desaparición, y el juicio subsiguiente, se han hecho muchas conjeturas sobre la relación entre Nicole Yarber y Donté Drumm, sin que se haya averiguado ni confirmado nada con claridad. Donté siempre ha dicho que eran simples conocidos, dos jóvenes que crecieron en la misma ciudad, miembros de una promoción de más de quinientos alumnos. Durante el juicio negó bajo juramento haber mantenido relaciones sexuales con Nicole, y lo ha seguido negando desde entonces; algo de lo que, por otro lado, sus amistades no han dudado nunca. Sin embargo, hay escépticos que han señalado que sería absurdo admitir una relación íntima con la mujer a quien supuestamente había asesinado. Al parecer, más de un amigo de Donté dijo que en el momento de la desaparición los dos llevaban poco tiempo saliendo juntos. Gran parte de las conjeturas se centran en los actos de Joey Gamble. Durante el juicio, este último declaró haber visto que una camioneta Ford verde se movía lenta y «sospechosamente» por el aparcamiento donde estaba el BMW de Nicole en el momento de su desaparición; una camioneta como la de los padres de Donté Drumm, que la conducía a menudo. Durante el juicio, el testimonio de Gamble fue puesto en duda, y debería haber sido recusado. La teoría es que Gamble estaba al corriente de la relación entre Nicole y Donté, y que se enfadó tanto al ser dejado al margen que ayudó a la policía a inventar sus acusaciones contra Donté Drumm.

Tres años después del juicio, un experto en análisis de voces contratado por la defensa determinó que la voz anónima que llamó al detective Kerber para darle el chivatazo de que el asesino era Donté correspondía efectivamente a la de Joey Gamble, aunque este lo niega vehementemente. En caso de ser cierto, Gamble tendría un papel considerable en la detención, acusación y condena de Donté Drumm.

Le sobresaltó una voz de otro mundo.

– Keith, es el doctor Herzlich -dijo Dana por el interfono.

– Gracias -contestó Keith.

Tras una pausa para despejarse, cogió el teléfono. Empezó por las fórmulas de cortesía habituales, pero, sabiendo que el doctor era un hombre ocupado, fue rápidamente al grano.

– Mire, doctor Herzlich, necesitaría que me hiciera un pequeño favor. Si es demasiado difícil, me lo dice y punto. Durante el oficio de ayer tuvimos un invitado, un preso que ha salido en libertad condicional y está pasando algunos meses en una casa de reinserción. Su alma está realmente atormentada.

Ha venido por aquí esta mañana; de hecho se acaba de ir, y dice sufrir problemas médicos bastante graves. Lo han atendido en St. Francis.

– ¿De qué favor se trata, Keith? -preguntó el doctor Herzlich, como si no tuviera mucho tiempo.

– Si tiene prisa, hablamos más tarde.

– No, siga.

– Bueno, pues resulta que dice que le han diagnosticado un tumor cerebral maligno, un glioblastoma. Dice que es mortal, y que no le queda mucho tiempo de vida. Quería saber hasta qué punto podría usted comprobarlo. No le estoy pidiendo un informe confidencial, entiéndame; ya sé que no es paciente suyo, y no quiero infringir ninguna norma. No es lo que le pido. Ya me conoce.

– ¿Por qué duda de él? ¿Qué sentido tiene decir que se sufre un tumor cerebral y que eso no sea cierto?

– Es un criminal profesional, doctor; se ha pasado toda la vida entre barrotes, y probablemente no diferencie muy bien entre la verdad y la mentira. Además, yo no he dicho que dude de él. En mi despacho ha tenido dos episodios de dolor de cabeza intenso, y la verdad es que dolía solo de verlo. Lo único que quiero es confirmar lo que me ha dicho. Nada más.

Se produjo una pausa, como si el doctor estuviera comprobando que no hubiera oídos indiscretos.

– No puedo meterme muy a fondo, Keith. ¿Sabe quién es el médico?

– No.

– Bueno, pues dígame un nombre.

– Travis Boyette.

– Me lo apunto. Deme un par de horas.

– Gracias, doctor.

Keith colgó rápidamente y volvió a la historia de Texas. Siguió leyendo el resumen de los hechos:

Nicole desapareció el viernes 4 de diciembre de 1998 por la noche. Pasó la tarde con unas amigas, en el cine del único centro comercial de Slone. Después de la película, las cuatro cenaron una pizza en un restaurante del propio centro. Al entrar en el restaurante conversaron un rato con dos chicos, uno de los cuales era Joey Gamble. Mientras se comían la pizza, decidieron ir a casa de Ashley Verica para ver la tele hasta tarde. En el momento en que salían las cuatro chicas del local, Nicole dijo que se iba al servicio. Sus tres amigas no la vieron nunca más. Nicole llamó a su madre y le prometió que estaría en casa a las doce, que era su toque de queda. Luego se esfumó. Una hora más tarde llamaron sus amigas, preocupadas. Al cabo de dos horas se halló su BMW rojo en el aparcamiento del centro comercial, donde lo había dejado. Seguía cerrado con llave, sin indicios de forcejeo ni de nada extraño; tampoco de Nicole. En su familia, y entre sus amigos, cundió el pánico, y empezó la búsqueda.

Sospechando de buenas a primeras algo raro, la policía puso en marcha un gran dispositivo para encontrar a Nicole. Hubo miles de voluntarios, y durante varios días y semanas la ciudad y el condado fueron registrados más a fondo que en toda su historia, pero no se encontró nada. Las cámaras de vigilancia del centro comercial no fueron de ninguna ayuda, porque estaban demasiado lejos y les faltaba definición. Nadie comunicó haber visto salir a Nicole del centro comercial y acercarse a su coche. Cliff Yarber ofreció cien mil dólares de recompensa a cambio de cualquier información. En vista de que esa suma resultó ineficaz, la elevó a doscientos cincuenta mil.

El primer avance en la investigación se produjo el 16 de diciembre, a los doce días de la desaparición de Nicole. Dos hermanos estaban pescando en un banco de arena de Red River, cerca de un embarcadero que recibía el nombre de Rush Point, cuando uno de los dos pisó un trozo de plástico. Era el carnet del gimnasio de Nicole. Al remover el barro y la arena, encontraron otro: el del instituto de Slone, que la acreditaba como alumna. Uno de los hermanos reconoció el nombre. Fueron directamente en coche a la comisaría de Slone.

Rush Point queda a algo más de sesenta kilómetros al norte del límite municipal.

Los investigadores de la policía, con el detective Drew Kerber al mando, tomaron la decisión de reservarse la noticia de los carnets del gimnasio y del instituto, con el argumento de que la mejor estrategia era encontrar el cadáver en primer lugar. Su búsqueda del río hasta varios kilómetros al este y al oeste de Rush Point fue tan exhaustiva como inútil. La policía del estado aportó varios equipos de buzos, pero no apareció nada más. Se puso sobre aviso a las autoridades, hasta casi doscientos kilómetros río abajo, con la petición de que estuvieran alertas.

– Keith, el auditor. Línea dos -anunció Dana por el interfono.

Keith echó un vistazo a su reloj: las once menos diez de la mañana. Sacudió la cabeza. En un momento así, a quien menos ganas tenía de oír era al auditor de la iglesia.

– ¿Hay papel en la impresora? -preguntó.

– No lo sé -replicó Dana-. Voy a mirarlo.

– Cárgala, por favor.

– A sus órdenes.

Keith pulsó a regañadientes la línea dos e inició una conversación anodina pero no muy extensa sobre las finanzas de la iglesia a fecha de 31 de octubre. Escuchaba las cifras a la vez que tecleaba, imprimiendo las diez páginas de resumen de los hechos, las treinta de artículos y editoriales de prensa, un resumen de la práctica de la pena de muerte en Texas y el testimonio de Donté sobre la vida en el corredor de la muerte. Ante el aviso de que faltaba papel en la impresora, pulsó sobre la galería fotográfica de Donté y miró las imágenes. Donté de niño, con sus padres, dos hermanos mayores y una hermana pequeña; varias instantáneas de Donté como linebacker, una foto policial en primera plana del Slone Daily News; Donté esposado, al entrar en el juzgado; más fotos del juicio; y, por último, las fotos anuales de la cárcel, desde la mirada chulesca de la de 1999 hasta el rostro enjuto y ya envejecido a los veintisiete años de la de 2007.

Al acabar de hablar con el auditor, Keith salió del despacho y se sentó delante de su esposa, que ordenaba los papeles de la impresora, mirándolos por encima.

– ¿Has leído esto? -preguntó Dana, enseñándole un fajo de papel.

– ¿El qué? Hay cientos de páginas.

– Escucha. -Empezó a leer-: «El hecho de que no se haya encontrado el cadáver de Nicole Yarber podría haber entorpecido el proceso en algunas jurisdicciones, pero no en Texas. De hecho, Texas es uno de los estados donde rige una jurisprudencia bien definida según la cual la acusación de un homicidio puede seguir adelante aunque no existan pruebas claras de que se haya producido el delito en cuestión. No siempre es necesario un cadáver».

– No, no he llegado tan lejos -dijo Keith.

– ¿A que parece increíble?

– No sé qué decir.

Sonó el teléfono. Lo cogió Dana, que informó bruscamente a su interlocutor de que el pastor no se podía poner.

– Bueno, pastor -dijo al colgar-, ¿cuál es el plan?

– Ninguno. El paso siguiente, el único que se me ocurre ahora mismo, es volver a hablar con Travis Boyette. Si admite que sabe dónde está o estaba el cadáver, lo presionaré para que reconozca que es el asesino.

– ¿Y si lo reconoce?

– No tengo ni idea.

Capítulo 4

El investigador siguió a Joey Gamble durante tres días antes de establecer contacto con él. Gamble ni se escondía ni fue difícil de localizar. Trabajaba como subdirector en un enorme almacén de repuestos de coche a buen precio en Mission Bend, un barrio de las afueras de Houston. Era su tercer trabajo en cuatro años. Tenía a sus espaldas un divorcio, y tal vez otro en el horizonte. Ya no vivía con su segunda mujer; se habían retirado a terreno neutral, donde los abogados permanecían a la espera. No había mucho que disputarse, al menos en términos de bienes. Tenían un solo hijo, un niño pequeño con autismo cuya custodia, en el fondo, no deseaban ni el padre ni la madre, así que de todos modos se peleaban.

La ficha de Gamble era tan antigua como el caso mismo. El investigador se la sabía de memoria. Al salir del instituto jugó durante un año en un equipo universitario de fútbol americano, y luego dejó los estudios. Estuvo unos años en Slone, trabajando en varias cosas y pasando casi todo el tiempo libre en el gimnasio, donde tomaba esteroides y se iba convirtiendo en un coloso. Presumía de querer dedicarse profesionalmente al culturismo, pero al final, cansado del esfuerzo, se casó con una chica de la zona, se divorció, se fue a vivir a Dallas y la vida lo llevó hasta Houston. Según el anuario del instituto de la promoción de 1999, si no le salía bien lo de la NFL pensaba dedicarse a explotar un rancho ganadero.

Ninguna de las dos posibilidades le había salido bien. Cuando el investigador se dio a conocer, Joey tenía un sujetapapeles en la mano, y miraba ceñudo un muestrario de limpiaparabrisas. En el largo pasillo no había nadie. Era lunes, casi mediodía, y la tienda estaba prácticamente vacía.

– ¿Tú eres Joey? -preguntó el investigador, con una sonrisa forzada bajo el poblado bigote.

Joey miró la tarjeta de plástico que tenía sobre el bolsillo de la camisa.

– Servidor.

Trató de corresponder a la sonrisa. A fin de cuentas era una tienda, y había que adorar al cliente; claro que aquel tipo no parecía un cliente.

– Me llamo Fred Pryor. -La mano derecha salió disparada como la de un boxeador buscando la barriga del adversario-. Soy investigador privado. -Joey la cogió casi por instinto de autodefensa. Se las estrecharon durante unos segundos incómodos-. Encantado.

– Mucho gusto -dijo Joey, con el radar a pleno funcionamiento.

Pryor era un individuo de unos cincuenta años, pecho fornido y una cara redonda de hombre duro, cuyo pelo gris requería cuidados matinales. Llevaba una americana azul corriente, pantalones marrones de poliéster de cintura demasiado estrecha y, cómo no, botas en punta, bien abrillantadas.

– ¿Investigador de qué tipo? -preguntó Joey.

– No soy poli, Joey; soy investigador privado, debidamente acreditado por el estado de Texas.

– ¿Lleva pistola?

– Sí. -Pryor se abrió la americana, dejando a la vista una Glock de nueve milímetros sujeta con arnés bajo la axila izquierda-. ¿Quieres ver el permiso? -preguntó.

– No. ¿Para quién trabaja?

– Para la defensa de Donté Drumm.

Los hombros se le encorvaron un poco, los ojos se le pusieron en blanco, y expulsó aire en un rápido suspiro de contrariedad, como diciendo: «Otra vez no». Pryor, sin embargo, que se lo esperaba, intervino rápidamente.

– Te invito a comer, Joey. Así hablamos. Hay un mexicano a la vuelta de la esquina. Quedamos dentro de media hora, ¿de acuerdo? Es lo único que pido. Comes gratis, y a cambio me dedicas algo de tiempo. Es probable que después nunca vuelvas a verme.

La oferta del día era bufet libre de quesadillas por seis dólares cincuenta. El médico le había aconsejado adelgazar, pero a Joey le podía la comida mexicana, sobre todo en su versión americana, con doble de grasa y frito exprés.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

Pryor miró a su alrededor, como si le escuchase alguien.

– Media hora. Mira, Joey, no soy poli; no tengo autoridad, orden judicial ni derecho a pedirte nada, pero tú conoces mejor que yo la historia.

Más tarde, Pryor informó a Robbie Flak que en ese instante el chico se desinfló, dejó de sonreír y se le cerraron los ojos a medias, adoptando un aire de sumisión y tristeza. Era como si fuera consciente de que tarde o temprano llegaría aquel día. Entonces Pryor tuvo la certeza de que se les presentaría una oportunidad.

Joey miró su reloj.

– Llegaré en veinte minutos -dijo-. Pídeme un cóctel margarita de la casa.

– Hecho.

Pryor pensó que quizá fuera problemático beber alcohol con la comida (al menos para Joey), aunque también podía ayudar.

Servían la margarita de la casa en una especie de jarra transparente redondeada, con capacidad para dar de beber a varios hombres sedientos. Al ir pasando los minutos se formó condensación en el cristal, y el hielo empezó a derretirse. Entre sorbitos de té helado con limón, Pryor mandó un mensaje a Flak: «He quedado a comer con JG. Hasta luego».

Joey, puntual, logró embutir sus nada desdeñables proporciones entre la mesa y el banco. Se acercó el vaso, cogió la caña y aspiró una cantidad impresionante de bebida alcohólica. Pryor habló de cualquier cosa, hasta que la camarera tomó nota y se fue. Entonces se le acercó y fue al grano.

– El jueves ejecutan a Donté. ¿Lo sabías?

Joey asintió lentamente. Afirmativo.

– Lo vi en el periódico. Además, ayer por la noche hablé con mi madre y me dijo que el pueblo está que arde.

La madre de Joey seguía en Slone. Su padre vivía en Oklahoma. Quizá estuvieran separados. También había un hermano mayor, en Slone, y una hermana pequeña que se había ido a vivir a California.

– Estamos tratando de impedir la ejecución, Joey, y necesitamos que nos ayudes.

– ¿Quiénes?

– Trabajo para Robbie Flak.

Joey estuvo a punto de escupir.

– ¿Todavía anda por ahí aquel loco?

– Pues claro que sí. En eso no cambiará. Ha representado a Donté desde el primer día, y estoy seguro de que el jueves por la noche estará en Huntsville, a las duras y a las maduras. Eso si no conseguimos impedir la ejecución.

– En el periódico ponía que se han acabado los recursos. Ya no hay nada que hacer.

– Es posible, pero no hay que dar nada por perdido. ¿Cómo vamos a darlo por perdido, habiendo una vida humana en juego?

Dio otra chupada a la caña. Pryor tuvo la esperanza de que fuera un borracho pasivo, de los que beben y es como si se fundieran con el mobiliario, en contraste con los conflictivos, los que se echan dos copas entre pecho y espalda y espantan a la clientela.

Joey hizo ruido con los labios.

– Supongo que tú estás convencido de que es inocente, ¿no? -dijo.

– Pues sí, siempre lo he estado.

– ¿Basándote en qué?

– Basándome en la falta total de pruebas físicas, y en que Donté tuviera una coartada y estuviera en otro sitio; basándome en que su confesión es más falsa que un billete de tres dólares; basándome en que ha superado al menos cuatro pruebas del polígrafo; y basándome en que siempre ha negado cualquier implicación. Y ya que ha salido el tema, Joey, basándome en que tu declaración en el juicio no había quien se la creyese. Tú no viste ninguna camioneta verde en el aparcamiento, cerca del coche de Nicole. Era imposible. Saliste del centro comercial por la entrada del cine. Ella había aparcado en el lado oeste, en la otra punta del centro. Te inventaste el testimonio para ayudar a la poli a pillar al sospechoso.

No hubo explosión, ni rabia. Joey lo encajó bien, como un niño a quien pillan in fraganti con una moneda robada y es incapaz de decir nada.

– Sigue -dijo.

– ¿Quieres oírlo?

– Seguro que ya lo he oído.

– ¡Ya lo creo que sí! Lo oíste hace ocho años en el juicio. Se lo explicó el señor Flak al jurado. Tú estabas colado por Nicole, pero ella por ti no. El típico drama de instituto. Salíais muy de tarde en tarde, pero nada de sexo; una relación bastante tormentosa. En un momento dado, sospechaste que salía con otro. Resultó ser Donté Drumm, lo cual, en Slone y en muchos otros pueblos, podía crear problemas de los gordos.

Nadie estaba seguro, pero los rumores corrían como la pólvora. Es posible que ella buscara algo con él, aunque él lo niega; de hecho, lo niega todo. Luego ella desapareció, y tú viste la oportunidad de cargarte al tío. Y vaya si te lo cargaste: lo mandaste al corredor de la muerte, y ahora estás a punto de ser culpable de que lo maten.

– ¿O sea que toda la culpa la tengo yo?

– Pues sí. Tu testimonio lo situaba en el lugar del crimen; al menos el jurado lo interpretó así. Casi era cómico, de tan incoherente, pero el jurado se moría de ganas de creerlo. Tú no viste ninguna camioneta verde. Era mentira. Te lo inventaste. También fuiste tú quien llamó al detective Kerber por teléfono y le dio el falso chivatazo. El resto ya es historia.

– Yo no llamé a Kerber.

– Claro que sí. Lo han demostrado los expertos. Ni siquiera intentaste cambiar la voz. Según nuestros análisis, habías bebido, pero no estabas borracho. Se te atropellaron algunas palabras. ¿Quieres ver el informe?

– No. El tribunal no lo admitió a juicio.

– Eso fue porque no nos enteramos de tu llamada hasta después del juicio, y porque lo escondieron la poli y la acusación, lo cual debería haber bastado para que anulasen el juicio; pero claro, eso aquí en Texas no suele pasar.

Llegó la camarera con una bandeja de quesadillas muy calientes, todas para Joey. Pryor cogió su ensalada de tacos y pidió más té.

– Entonces, ¿quién la mató? -dijo Joey tras algunos mordiscos generosos.

– ¡Quién sabe! Ni siquiera hay pruebas de que esté muerta.

– Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto.

– Ya, pero el cadáver no. Que sepamos, podría estar viva.

– Eso tú no lo crees.

Un trago de margarita, para deshacer el nudo.

– No, la verdad es que no. Yo estoy seguro de que está muerta, aunque ahora mismo da igual. Se nos echa el tiempo encima, Joey, y necesitamos que nos ayudes.

– ¿Qué se supone que tengo que hacer?

– Retractarte, retractarte y retractarte. Firmar una declaración con la verdad. Decirnos qué viste realmente aquella noche, o sea: nada.

– Vi una camioneta verde.

– Tu amigo no vio ninguna camioneta verde, a pesar de que salisteis juntos del centro comercial. A él no le comentaste nada. De hecho, no le comentaste nada a nadie durante más de dos semanas, hasta que oíste el rumor de que habían encontrado los carnets del gimnasio y del instituto en el río. Fue cuando inventaste tu historia, Joey; cuando tomaste la decisión de cargarte a Donté. Te indignaba que Nicole prefiriera a un negro. Le diste a Kerber el chivatazo anónimo por teléfono, y se armó la gorda. La poli estaba desesperada, y fue tan estúpida que no vio el momento de seguir con tu ficción. Funcionó perfectamente. Le arrancaron a golpes una confesión. Solo tardaron quince horas. Y luego, ¡bingo! En primera plana: «Donté Drumm confiesa». A partir de ese momento, tu memoria hizo milagros. De repente te acordabas de haber visto una camioneta verde, idéntica a la de los Drumm, que aquella noche se movía sospechosamente por el centro comercial. ¿Cuándo le dijiste a la poli lo de la camioneta, Joey? ¿Al cabo de tres semanas?

– Sí que vi una camioneta verde.

– ¿Era una Ford, Joey, o solo decidiste que lo era porque los Drumm tenían una Ford? ¿Viste de verdad que la conducía un negro, o solo fueron imaginaciones tuyas?

Para no contestar, Joey se embutió en la boca media quesadilla y la masticó despacio. Al mismo tiempo observó a los demás clientes, que no podían o no querían mirarlo a los ojos. Pryor comió un poco y siguió. Pronto se le acabaría la media hora.

– Mira, Joey -dijo, suavizando mucho el tono-, podríamos pasarnos varias horas discutiendo sobre el caso, pero no he venido a eso. He venido a hablar de Donté. Erais amigos. Crecisteis juntos, y estuvisteis… ¿cuánto, cinco años en el mismo equipo? Pasasteis muchas horas juntos en el campo. Ganasteis juntos y perdisteis juntos. ¡Si el último año fuisteis capitanes, caray! Piensa en su familia, en su madre, en sus hermanos; piensa en el pueblo, Joey; piensa en lo mal que acabará todo si lo ejecutan. Tienes que ayudarnos, Joey. Donté no ha matado a nadie. Ha sido una condena injusta desde el primer día.

– No era yo consciente de ser tan poderoso.

– Ya. La cosa está difícil. A los tribunales de apelación no les gustan mucho los testigos que cambian de postura de la noche a la mañana varios años después del juicio y horas antes de la ejecución. Tú nos das la declaración jurada y nosotros corremos a los tribunales y gritamos todo lo que podamos, pero tenemos las de perder. De todos modos, hay que intentarlo. A estas alturas lo intentaremos todo.

Joey removió la margarita con la caña y bebió un poco. Después se limpió la boca con una servilleta de papel.

– ¿Sabes que no es la primera vez que tengo esta conversación? -dijo-. Hace unos años me llamó el señor Flak y me pidió que pasara por su despacho. Fue mucho después del juicio. Creo que estaba preparando los recursos. Me suplicó que cambiara mi versión y que contase su versión de lo ocurrido. Yo le dije que se fuera a freír espárragos.

– Ya lo sé. Llevo mucho tiempo trabajando en el caso.

Tras haberse zampado la mitad de las quesadillas, Joey perdió bruscamente su interés por la comida, apartó la bandeja y se puso la margarita delante. La removió despacio, viendo cómo el líquido daba vueltas en el vaso.

– Ahora es muy diferente, Joey -dijo Pryor con suavidad, pero ejerciendo una cierta presión-. Falta poco para que termine el primer cuarto, y a Donté casi se le ha acabado el partido.

La gruesa pluma de color marrón prendida al bolsillo de la camisa de Pryor era en realidad un micrófono. Junto a la pluma, completamente visible, había un bolígrafo de verdad, con su tinta y su bola, por si acaso tenía que escribir algo. Entre el bolsillo de la camisa y el bolsillo izquierdo de delante de los pantalones, donde llevaba el móvil, se ocultaba un fino cable.

A trescientos kilómetros, Robbie era todo oídos. Estaba solo en un despacho, encerrado con llave, escuchando a través de un «manos libres» que al mismo tiempo lo estaba grabando todo.

– ¿Tú lo has visto jugar? -preguntó Joey.

– No -contestó Pryor.

Sus voces eran nítidas.

– Era un fenómeno. Corría por el campo como Lawrence Taylor, deprisa y sin miedo, y podía cargarse él solo toda una ofensiva. En segundo y tercer año ganamos diez partidos, pero con los Marshall nunca pudimos.

– ¿Por qué no lo reclutaron los colegios importantes? -preguntó Pryor.

«Tú déjalo hablar», se dijo Robbie.

– Por la altura. A partir de primero de instituto ya no creció más, y no conseguía pasar de los cien kilos de peso, que es demasiado poco para los Longhorns.

– Pues tendrías que verlo ahora -dijo Pryor, sin perder comba-. Pesa menos de setenta kilos, está flaco y demacrado, se rapa la cabeza y se pasa veintitrés horas al día encerrado en una celda diminuta. Yo creo que se le ha ido la chaveta.

– Me escribió algunas cartas. ¿Lo sabías?

– No.

Robbie se acercó al manos libres. Era la primera vez que lo oía.

– Poco después de que se lo llevasen, cuando yo aún vivía en Slone, me escribió; dos o tres cartas, largas. Hablaba del corredor de la muerte, y de lo horrible que es: la comida, el ruido, el calor, el aislamiento y todo eso. Juraba que nunca había tocado a Nikki, y que entre ellos dos nunca había habido nada. Juraba que en el momento de su desaparición él estaba lejos del centro comercial. Me rogaba que dijera la verdad, para ayudarlo a ganar el recurso y salir de la cárcel. Yo no le contesté.

– ¿Aún tienes las cartas? -preguntó Pryor.

Joey sacudió la cabeza.

– No, es que he vivido en muchos sitios.

Apareció la camarera, que se llevó la bandeja.

– ¿Otra margarita? -preguntó.

Joey le hizo señas de que se fuera. Pryor se apoyó en los codos, hasta que su cara estuvo a unos cincuenta centímetros de la de Joey.

– Mira, Joey -empezó a decir-, llevo años trabajando en este caso; le he dedicado miles de horas, no solo de trabajo, sino pensando, intentando entender qué había pasado, y te voy a explicar mi teoría. Tú estabas colado por Nikki. ¿Por qué no? Era monísima, popular y sexy, el tipo de chica que dan ganas de llevarse para siempre a casa. Sin embargo, te rompió el corazón, y para un chico de diecisiete años no hay nada más doloroso. Estabas hecho polvo, destrozado. Luego desapareció. Fue una conmoción para toda la ciudad, pero a ti, y a los que la queríais, os horrorizó especialmente. Todos querían encontrarla. Todos querían ayudar. ¿Cómo podía haberse esfumado así, sin más? ¿Quién la había raptado? ¿Quién podía hacerle daño a Nikki? Quizá creyeras que Donté tenía algo que ver, o quizá no; en todo caso, estabas emocionalmente por los suelos, y fue entonces cuando decidiste intervenir. Llamaste al detective Kerber para darle el chivatazo anónimo, y a partir de ahí todo se convirtió en una bola de nieve. Fue el momento en que la investigación tomó un derrotero equivocado, y no hubo manera de pararla. Al enterarte de que había confesado, supusiste que habías hecho lo correcto, y que era el verdadero culpable; luego tuviste ganas de meter cuchara, inventaste lo de la camioneta verde y de repente eras el testigo estrella. Te convertiste en el héroe de toda esa gente estupenda que quería y adoraba a Nicole Yarber. Saliste a declarar durante el juicio, levantaste la mano derecha, y lo que dijiste no era toda la verdad, pero qué más daba; ahí estabas, ayudando a tu amada Nikki. A Donté se lo llevaron esposado, directamente al corredor de la muerte. Tal vez entendieses que algún día lo ejecutarían, o tal vez no. Yo sospecho que en aquella época, siendo aún adolescente, no podías darte cuenta de la gravedad de lo que está pasando ahora.

– Confesó.

– Sí, y su confesión sería tan de fiar como tu testimonio. Hay muchos motivos por los que se dicen cosas que no son ciertas, ¿verdad, Joey?

Hubo un largo paréntesis en la conversación, mientras los dos pensaban qué decir.

En Slone, Robbie esperó pacientemente, aunque no era un hombre que destacase por su paciencia, ni por tomarse momentos de reflexión silenciosa.

A continuación habló Joey.

– ¿Qué pone en la declaración?

– La verdad. Declaras bajo juramento que tu testimonio en el juicio fue inexacto, y tal y cual. Lo preparará nuestro bufete. Podemos tenerla lista en menos de una hora.

– No corras tanto. ¿O sea que estaría diciendo que mentí en el juicio?

– Podríamos adornarlo, pero lo esencial es eso. También nos gustaría dejar zanjado lo del chivatazo anónimo.

– ¿Y se presentaría la declaración en los tribunales? ¿Acabaría saliendo en el periódico?

– Claro. La prensa sigue el caso. Cualquier moción de último minuto, cualquier recurso, será noticia.

– Vaya, que mi madre leerá en el periódico que ahora digo que mentí en el juicio. Estaré reconociendo que soy un mentiroso, ¿no?

– Sí, Joey, pero ¿qué es más importante, tu reputación o la vida de Donté?

– Pero has dicho que la cosa está difícil, ¿no? Así que lo más probable es que yo reconozca ser un mentiroso y que a él le pongan la inyección de todos modos. Entonces, ¿quién sale ganando?

– Hombre, él no, seguro.

– Me parece que paso. Bueno, tengo que volver a trabajar.

– Venga, Joey…

– Gracias por invitarme. Ha sido un placer.

Salió del reservado y se fue del restaurante a toda prisa.

Pryor respiró hondo, fijando en la mesa una mirada de incredulidad. Justo cuando estaban hablando de la declaración, la charla se cortaba de golpe. Sacó lentamente el móvil y llamó a su jefe.

– ¿Lo has grabado todo?

– Sí, palabra por palabra -dijo Robbie.

– ¿Se puede usar algo?

– No, nada. Ni de lejos.

– Ya me lo parecía. Lo siento, Robbie. He creído que estaba a punto de ceder.

– Más no podías hacer, Fred. Te felicito. Tiene tu tarjeta, ¿verdad?

– Sí.

– Pues llámalo después de trabajar, salúdalo y recuérdale que puede hablar contigo cuando quiera.

– Intentaré quedar para tomar una copa. Me huelo que tiende a pasarse de la raya. A ver si consigo emborracharlo para que diga algo.

– Asegúrate de grabarlo.

– De acuerdo.

Capítulo 5

En la segunda planta del hospital St. Francis, Aurelia Lindmar se estaba recuperando muy bien de una operación de vesícula. Keith estuvo veinte minutos a su lado, comió dos trozos de chocolate barato y en mal estado que había enviado una sobrina por correo, y consiguió aprovechar la aparición de una enfermera con una jeringuilla para despedirse sin ser maleducado. En el pasillo de la tercera planta consoló a la inminente viuda de Charles Cooper, uno de los pilares de St. Mark, cuyo corazón enfermo ya no daba más de sí. Keith tenía que ver a otros tres pacientes, pero se encontraban en situación estable, y sobrevivirían hasta el día siguiente, cuando él tendría más tiempo. Encontró al doctor Herzlich sentado a solas en una pequeña cafetería de la primera planta, comiendo un bocadillo frío de una máquina a la vez que leía un apretado texto.

– ¿Ya ha comido? -preguntó educadamente Kyle Herzlich mientras ofrecía asiento al pastor.

Keith se sentó y miró el raquítico bocadillo (pan blanco a ambos lados de una fina rebanada de carne que parecía muy artificial).

– He desayunado tarde, gracias -dijo.

– Muy bien. Mire, Keith, he conseguido meter un poco la nariz, y la verdad es que he llegado lo más lejos que he podido. ¿Me entiende?

– Claro que sí. Tampoco tenía ninguna pretensión de que se entrometiera en nada íntimo.

– Eso nunca. No puedo hacerlo. Ahora bien, he preguntado un poco y… vaya, que hay maneras de enterarse de alguna que otra cosa. El hombre del que me habló ha venido como mínimo dos veces en el último mes; se ha hecho un montón de pruebas, y lo del tumor es verdad. No tiene buen pronóstico.

– Gracias, doctor.

A Keith no le sorprendió enterarse de que Travis Boyette decía la verdad, al menos sobre el tumor cerebral.

– Más no puedo decirle.

El doctor lograba comer, leer y hablar al mismo tiempo.

– No, claro, tranquilo.

– ¿Qué delito cometió?

«Mejor que no lo sepas», pensó Keith.

– Uno muy feo. Es un veterano con un largo historial.

– ¿Qué hace en St. Mark?

– Estamos abiertos a cualquiera, doctor. Se nos pide que estemos al servicio de todos los hijos de Dios, aunque tengan antecedentes penales.

– Supongo que sí. ¿Hay algo que temer?

– No, es inofensivo.

«Mientras escondas a las mujeres y las niñas, y puede que a los niños…» Keith le dio otra vez las gracias y se despidió.

– Hasta el domingo -dijo el doctor, sin apartar la vista del informe médico.

Anchor House era un edificio cuadrado de ladrillo rojo, con las ventanas pintadas; el tipo de estructura que sirve un poco para todo y que probablemente haya tenido usos muy diversos en los cuarenta años transcurridos desde su acelerada construcción. El responsable de levantarlo tenía prisa, y no le había parecido necesaria la participación de ningún arquitecto. El lunes, a las siete de la tarde, Keith entró por la acera de la calle Diecisiete y se paró en un mostrador improvisado, desde donde lo vigilaba todo un ex presidiario.

– ¿Sí? -dijo este último, sin calidez alguna.

– Tengo que ver a Travis Boyette -anunció Keith.

El vigilante miró a su izquierda, hacia una gran sala abierta donde una docena aproximada de hombres, sentados en diversos grados de relajación, seguían embobados el concurso La rueda de la fortuna en un gran televisor con el volumen a tope. Después miró a su derecha, hacia otra sala abierta de grandes dimensiones donde unos diez o doce hombres leían libros de bolsillo muy gastados o jugaban a las damas y al ajedrez. Boyette estaba en un rincón, en una mecedora de mimbre, parcialmente oculto detrás de un periódico.

– Allá -dijo el hombre, señalando con la cabeza-. Firme aquí.

Keith firmó y fue al rincón. Al verlo, Boyette cogió su bastón y se levantó con dificultad.

– No lo esperaba -comentó, claramente sorprendido.

– Estaba por esta zona. ¿Tiene unos minutos para hablar?

Los demás hombres fueron reparando en Keith como si tal cosa. No hubo interrupción en los juegos de damas ni de ajedrez.

– Sí, claro -respondió Boyette, mirando a su alrededor-. Vamos al comedor.

Al seguirlo, Keith vio que su pierna izquierda sufría en cada paso una leve interrupción que era la causa de su cojera. El bastón se clavaba en el suelo, haciendo clic, clic, clic… Keith pensó en lo horrible que debía de ser vivir cada minuto con un tumor de grado cuatro entre las orejas, un tumor que crecía sin parar hasta que parecía reventar el cráneo, y no pudo evitar compadecerse de aquel hombre, aunque fuera un canalla. Un hombre muerto.

El comedor era una sala pequeña, con cuatro mesas largas plegables, y al fondo un gran hueco que daba a la cocina. El equipo de limpieza armaba un gran escándalo con las ollas y las sartenes, y también con las carcajadas. Una radio emitía rap. Era el escenario perfecto para que no se oyera una conversación en voz baja.

– Aquí podemos hablar -dijo Boyette, señalando una mesa con la cabeza.

La mesa estaba llena de migas, y el aire, muy cargado de olor a aceite de freír. Se sentaron el uno frente al otro. Como no tenían nada en común de que hablar, salvo del clima, Keith decidió ir al grano.

– ¿Le apetece un café? -preguntó cortésmente Boyette.

– No, gracias.

– Buena idea. Es el peor café de todo Kansas, peor que el de la cárcel.

– Travis, esta mañana, después de que se fuera, he entrado en internet, he encontrado la web sobre Donté Drumm y me he pasado el resto del día metido en ese mundo. Es fascinante y desolador. Existen serías dudas acerca de su culpabilidad.

– ¿Serias? -dijo Boyette, riéndose-. Debería haberlas, sí. Ese chico no tuvo nada que ver con lo que le pasó a Nikki.

– ¿Qué le pasó a Nikki?

Una mirada de sorpresa, como un ciervo deslumbrado por unos faros. Silencio. Boyette se cogió la cabeza con las manos y se hizo un masaje en el cuero cabelludo. Sus hombros empezaron a temblar. El tic dio comienzo, paró y volvió a empezar. Al observarlo, Keith casi sintió su sufrimiento. De la cocina salía el ritmo maquinal de la música rap.

Keith introdujo lentamente la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una hoja doblada, que desplegó y puso sobre la mesa.

– ¿Reconoce a esta chica? -preguntó.

Era una impresión de una foto en blanco y negro bajada de la web, una imagen en la que Nicole Yarber, vestida de animadora, posaba con un pompón y sonreía con toda la inocencia de sus dulces diecisiete años.

Al principio Travis Boyette no reaccionó. Era como si nunca hubiera visto a Nikki. Se quedó mirándola un buen rato, y de pronto, sin previo aviso, empezó a llorar. Nada de jadeos, sollozos o disculpas; solo un reguero líquido que corrió por sus mejillas hasta llegar a la barbilla y gotear. No hizo el menor esfuerzo por limpiarse la cara. Miró a Keith. La foto se estaba mojando. Luego gruñó, carraspeó y por fin dijo:

– Quiero morirme, de verdad.

Keith volvió de la cocina con dos cafés solos en vasos de cartón, y papel de cocina. Boyette cogió un trozo y se secó la cara y la barbilla.

– Gracias -dijo.

Keith volvió a sentarse.

– ¿Qué le pasó a Nikki? -preguntó.

Pareció que Boyette contara hasta diez antes de contestar.

– Todavía la tengo.

Keith se creía preparado para todas las respuestas posibles, pero no lo estaba. ¿Era posible que Nikki siguiera con vida? No. Boyette se había pasado los últimos seis años en la cárcel. ¿Cómo iba a tenerla encerrada en otro sitio? «Está loco.»

– ¿Dónde está? -preguntó con firmeza.

– Enterrada.

– ¿Dónde?

– En Missouri.

– Mire, Travis, si sigue contestando con palabras sueltas nos pasaremos toda la vida aquí. Esta mañana ha venido a mi despacho por una razón: confesar. Como le ha faltado valor, aquí me tiene. Adelante.

– ¿A usted por qué le importa?

– Es bastante obvio, ¿no? Están a punto de ejecutar a un inocente por algo que hizo usted. Quizá aún haya tiempo de salvarlo.

– Lo dudo.

– ¿A Nicole Yarber la mató usted?

– ¿Es confidencial, pastor?

– ¿Quiere que lo sea?

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Por qué no confiesa, lo reconoce todo e intenta ayudar a Donté Drumm? Es lo que debería hacer, Travis. Según lo que me ha dicho esta mañana, tiene los días contados.

– ¿Confidencial o no?

Keith se tomó un respiro, y acto seguido cometió el error de beber un poco de café. Travis tenía razón.

– Si quiere que sea confidencial, Travis, lo será.

Una sonrisa y un tic. Boyette miró a su alrededor, aunque de momento nadie se había fijado en ellos, y empezó a asentir.

– Lo hice yo, pastor. No sé por qué. Nunca sé por qué.

– ¿La raptó en el aparcamiento?

El tumor, al expandirse, le producía dolores de cabeza insoportables. Boyette volvió a sujetarse la cabeza, y logró capear el temporal. Apretó las mandíbulas, resuelto a seguir adelante.

– La rapté y me la llevé. Iba armado. No se resistió mucho. Salimos de la ciudad, y la retuve unos cuantos días. Tuvimos relaciones. Nos…

– No tuvieron relaciones." Usted la violó.

– Sí, varias veces. Luego hice lo que tenía que hacer y la enterré.

– ¿La mató?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Estrangulándola con su cinturón. Aún lo lleva alrededor del cuello.

– ¿Y la enterró?

– Sí.

Boyette miró la foto, y Keith casi le vio sonreír.

– ¿Dónde?

– Al sur de Joplin, donde crecí. Muchas colinas, valles, hondonadas, caminos de leñadores, carreteras sin salida… Nunca la encontrarán. Ni siquiera llegaron a acercarse.

Hubo una pausa, durante la cual percibió aquella nauseabunda realidad. Naturalmente, existía la posibilidad de que mintiese, pero Keith fue incapaz de convencerse de ello. ¿Qué ganaba mintiendo, sobre todo en aquella etapa de su triste vida?

En la cocina se apagó la luz, y también la radio. Salieron tres fornidos hombres negros, que al cruzar el comedor saludaron con la cabeza y hablaron educadamente con Keith, mientras que a Travis solo lo miraron de pasada. Al salir cerraron la puerta.

Keith cogió la copia de la foto, la giró, destapó su bolígrafo y escribió algo en ella.

– ¿Y si me pusiera en antecedentes, Travis? -dijo.

– Por mí, perfecto. No tengo nada más que hacer.

– ¿Qué hacía en Slone, Texas?

– Trabajar para una empresa de Fort Smith, R. S. McGuire and Sons. De construcción. Los habían contratado para hacer una nave en Monsanto, justo al oeste de Slone. Yo estaba contratado de peón, de machaca; un asco de trabajo, pero no encontraba nada más. Me pagaban menos que el salario mínimo, en efectivo y en negro, igual que a los mexicanos. Semana de sesenta horas sin incentivos, ni seguro, ni capacitación, ni nada. No pierda el tiempo en consultarlo con la empresa, porque nunca estuve empleado oficialmente. Vivía de alquiler en una habitación de un motel viejo al oeste de la ciudad, que se llamaba Rebel Motor Inn. Probablemente aún exista. Búsquelo. Cuarenta por semana. El trabajo duró cinco o seis meses. Un sábado por la noche vi las luces, encontré el campo de detrás del instituto, compré una entrada y me senté entre el público. No conocía a nadie. Estaban mirando un partido de fútbol americano. Bueno, yo miraba a las animadoras. Siempre me han encantado las animadoras. Culitos monos, faldas cortas y mallas negras. Dan brincos, volteretas, saltan de aquí para allí, y se les ven tantas cosas… De hecho, quieren que las veas. Entonces fue cuando me enamoré de Nicole. Me lo enseñaba todo, especialmente a mí. Supe desde el primer momento que era ella.

– Continúe.

– De acuerdo, continuemos. Yo iba al partido cada dos viernes. Nunca me sentaba en el mismo sitio, ni me vestía de la misma manera. Cambiaba de gorra. Son cosas que aprendes cuando sigues a alguien. Nicole se convirtió en todo mi mundo. Yo notaba que mis impulsos se iban haciendo cada vez más fuertes. Sabía lo que iba a pasar, pero no podía parar. Nunca puedo parar. Nunca, nunca.

Tomó un sorbo de café e hizo una mueca.

– ¿Vio jugar a Donté Drumm?

– Puede ser. No me acuerdo. Nunca miraba el partido. Solo me fijaba en Nicole. Y de repente ya no la vi. Se había terminado la temporada. Me desesperé. Como ella iba en un BMW muy chulo, pequeño y rojo, el único de toda la ciudad, si sabías dónde buscar no costaba mucho encontrarla. Frecuentaba los mismos sitios que la mayoría. Aquella noche, al ver su coche aparcado en el centro comercial, supuse que estaría en el cine. Esperé y esperé. En caso de necesidad, puedo ser muy paciente. Cuando se liberó la plaza de al lado de su coche, entré en marcha atrás.

– ¿Usted en qué coche iba?

– En una furgoneta Chevrolet vieja que había robado en Arkansas. Las matrículas las robé en Texas. Aparqué en marcha atrás para quedar puerta con puerta. Cuando Nicole se metió en la trampa, la asalté. Tenía una pistola y un rollo de cinta americana, que era lo único que necesitaba. No se oyó ni mu.

Desgranaba los detalles con un distanciamiento espontáneo, como si describiera una escena de película. Pasó esto. Lo hice así. No esperes que le vea algún sentido.

Ya hacía rato que no lloraba.

– Fue un mal fin de semana para Nikki. Yo casi la compadecía.

– Esos detalles ya no me interesan, la verdad -dijo Keith, interrumpiéndolo-. ¿Cuánto tiempo se quedó en Slone después de matarla?

– Creo que un par de semanas, hasta después de Navidad. Leía la prensa local y miraba las últimas noticias de la noche. Toda la ciudad estaba histérica. Vi llorar a su madre por la tele. Muy triste. Cada día salía a buscarla otra brigada, con un equipo de televisión detrás. Qué tontos. Nikki estaba a trescientos kilómetros, durmiendo con los ángeles.

Increíblemente, el recuerdo le hizo reír.

– No creo que le haga gracia.

– Perdone, pastor.

– ¿Cómo se enteró de que habían detenido a Donté Drumm?

– Cerca del motel había un bar de mala muerte al que me gustaba ir a tomar café a primera hora. Oí decir que había confesado un jugador de fútbol americano, un chico negro. Entonces compré el periódico, me senté en la furgoneta, leí el artículo y pensé: «¡Pero qué pandilla de idiotas!». Estaba alucinado. No podía creerlo. Salía una foto policial de Drumm, con cara de buen chico. Recuerdo que me quedé mirándola y pensé que le faltaba algún tornillo. Si no, ¿por qué iba a confesar mi crimen? Me cabreó un poco. El chaval tenía que estar loco. Luego, al día siguiente, su abogado montó un cirio en la prensa, diciendo que la confesión era tongo y que los polis habían engañado al chico y se le habían echado todos encima hasta agotarlo, sin dejarle salir en quince horas de la sala. Entonces sí que me cuadró. Nunca he podido fiarme de ningún poli. La ciudad estuvo a punto de explotar. Los blancos querían ahorcarlo en plena calle Mayor. Los negros estaban francamente convencidos de que le habían endosado algo que no había hecho. Estaba todo muy tenso, y en el instituto había muchas peleas. Entonces me despidieron y me fui.

– ¿Por qué lo despidieron?

– Por una tontería. Una noche me quedé demasiado tiempo en un bar. Me pilló la poli conduciendo borracho, y luego se dieron cuenta de que la camioneta y las matrículas eran falsas. Me pasé una semana en la cárcel.

– ¿En Slone?

– Sí. Compruébelo. Enero de 1999. Acusado de hurto mayor, conducción en estado de ebriedad y todo lo que pudieron encasquetarme.

– ¿Drumm estaba en la misma cárcel?

– Yo no lo vi, pero se hablaba mucho de él. Corría el rumor de que lo habían trasladado a otro condado por motivos de seguridad. A mí se me escapaba la risa. Los polis tenían al verdadero asesino, pero no lo sabían.

Keith tomaba notas, aunque le costaba dar crédito a lo que escribía.

– ¿Cómo salió? -preguntó.

– Me asignaron un abogado, que consiguió rebajar mi fianza. La pagué, me largué de la ciudad y no volví nunca más. Después de una temporada yendo de aquí para allí, me detuvieron en Wichita.

– ¿Se acuerda del nombre del abogado?

– ¿Todavía está comprobando datos, pastor?

– Sí.

– ¿Cree que miento?

– En absoluto, pero nunca está de más comprobar datos.

– No, del nombre no me acuerdo. En mi vida he tenido muchos abogados, pero no he pagado ni un céntimo.

– La detención de Wichita fue por intento de violación, ¿verdad?

– Más o menos. Tentativa de agresión sexual con secuestro. No hubo sexo. No llegué tan lejos. La chica sabía kárate. La cosa no salió como tenía pensado. Me dio una patada en los huevos, y me pasé dos días vomitando.

– Tengo entendido que lo condenaron a diez años. Cumplió seis, y ahora está aquí.

– Felicidades, pastor. Ha hecho los deberes.

– ¿Se ha mantenido al corriente del caso Drumm?

– Bueno, durante unos años me acordaba de vez en cuando. Suponía que al final los abogados y los tribunales se darían cuenta de que se habían equivocado de culpable. Vaya, que hasta en Texas tienen tribunales superiores que revisan los casos, y todo eso… Estaba claro que en algún momento habría alguien que descubriría la evidencia. Supongo que con el paso del tiempo se me olvidó. Tenía mis propios problemas. Cuando estás en una cárcel de máxima seguridad, no te preocupas demasiado por los demás.

– ¿Y Nikki? ¿Piensa en ella de vez en cuando?

Boyette no contestó, y el lento transcurso de los segundos dejó de manifiesto que no respondería a la pregunta. Keith seguía escribiendo, apuntes personales sobre el siguiente paso a dar. No había nada seguro.

– ¿Siente alguna compasión por su familia?

– A mí me violaron a los ocho años, y no recuerdo ni una palabra compasiva de nadie; de hecho, nadie levantó una mano para impedirlo. Y aquello continuó. Ya ha visto mi historial, pastor: he tenido varias víctimas. No podía parar, ni estoy seguro de poder hacerlo ahora. Obviamente, la compasión no es algo en lo que pierda el tiempo.

Keith sacudió la cabeza, con una mirada de repulsa.

– Entiéndame, pastor: me arrepiento de muchas cosas. Me gustaría no haber hecho tantas barbaridades. He deseado un millón de veces poder ser normal. Me he pasado toda la vida queriendo no hacer daño a los demás, y ponerme en el buen camino, no sé cómo; alejarme de la cárcel, conseguir trabajo y todo eso. Yo no he elegido ser así.

Keith dobló parsimoniosamente la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Después enroscó el tapón del bolígrafo, cruzó los brazos y miró fijamente a Boyette.

– Supongo que su intención será quedarse mano sobre mano, dejando que en Texas todo siga su curso.

– No, me inquieta. Lo que pasa es que no tengo claro qué hacer.

– ¿Y si encontrasen el cadáver? Usted me dice dónde está enterrado, y yo intento ponerme en contacto con las personas indicadas.

– ¿Seguro que quiere implicarse en el asunto?

– No, pero tampoco puedo ignorarlo.

Boyette se inclinó y empezó a darse golpes otra vez en la cabeza.

– Es imposible que la encuentre nadie -dijo, con un quiebro en la voz. Instantes después el dolor se atenuó-. Yo, ahora, no sé si podría. Ha pasado tanto tiempo…

– Han pasado nueve años.

– No tanto. Fui a verla un par de veces cuando ya estaba muerta.

Keith mostró las palmas de las manos.

– No quiero oírlo -dijo-. ¿Y si llamo al abogado de Drumm y le explico lo del cadáver? No le diría su nombre, pero al menos allá habría alguien que supiera la verdad.

– ¿Y luego?

– No lo sé. No soy abogado. Tal vez pueda convencer a alguien. Estoy dispuesto a intentarlo.

– El único que puede encontrarla soy yo, pero no puedo salir del estado de Kansas. ¡Ni siquiera puedo salir de este condado, joder! Me trincarían por incumplir la condicional, y volverían a meterme en la cárcel. Y yo a la cárcel no vuelvo, pastor.

– ¿Qué más da, Travis? Según usted mismo, se morirá dentro de pocos meses.

Boyette se quedó muy quieto, sin decir nada. Empezó a entrechocar las puntas de los dedos, mientras miraba fijamente a Keith con ojos duros y secos, sin pestañear.

– Pastor -dijo suavemente pero con firmeza-, yo no puedo reconocer un asesinato.

– ¿Por qué no? Lo han condenado al menos cuatro veces por delitos graves, todos relacionados con la agresión sexual. Se ha pasado la mayor parte de su vida adulta en la cárcel. Tiene un tumor cerebral que no se puede operar. Resulta que el asesinato lo cometió usted. ¿Por qué no tiene el valor de admitirlo y salvar así la vida de un inocente?

– Mi madre aún está viva.

– ¿Dónde?

– En Joplin, Missouri.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Va a llamarla por teléfono, pastor?

– No, no quiero molestarla. ¿Cómo se llama?

– Susan Boyette.

– Y vivía en la calle Trotter, ¿verdad?

– ¿Cómo lo…?

– Su madre murió hace tres años, Travis.

– ¿Cómo lo…?

– Google. He tardado unos diez minutos.

– ¿Qué es Google?

– Un servicio de búsqueda por internet. ¿Sobre qué otras cosas miente? ¿Cuántas mentiras me ha contado hoy, Travis?

– Si miento, ¿por qué está usted aquí?

– No lo sé. Una buena pregunta. Cuenta usted una bonita historia, y tiene un mal expediente, pero no puede demostrar nada.

Boyette se encogió de hombros, como si no le importase, pero se ruborizó y entornó los ojos.

– Yo no tengo que demostrar nada. No soy el acusado, para variar.

– Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto en un banco de arena del Red River. ¿Cómo encaja eso en su historia?

– Llevaba su teléfono dentro del bolso. En cuanto la tuve a ella, empezó a sonar como un loco y no había manera de pararlo. Al final me enfadé, cogí el bolso y lo tiré por el puente. En cambio, a la chica me la quedé. La necesitaba. Me recuerda a su mujer, muy mona.

– Cállese, Travis -dijo Keith impulsivamente, sin poder evitarlo. Respiró hondo y añadió con paciencia-: Dejemos a mi mujer al margen.

– Perdone, pastor. -Boyette se quitó una cadenita del cuello-. Si quiere pruebas, échele un vistazo a esto.

La cadena tenía un anillo de graduación, de oro, con una piedra azul. Boyette abrió la cadena y tendió el anillo a Keith. Era fino y pequeño; estaba claro que lo había llevado una mujer.

– En un lado pone ANY -dijo Boyette, sonriendo-. Alicia Nicole Yarber. En el otro pone SHS 1999: el Slone High School de nuestros amores.

Keith lo contempló con incredulidad, apretándolo entre el pulgar y el índice.

– Enséñeselo a la madre de ella, y verá cómo llora -dijo Boyette-. La única otra prueba que tengo, pastor, es la propia Nicole, y cuanto más pienso en ella, más convencido estoy de que sería mejor dejarla en paz.

Keith puso el anillo encima de la mesa. Boyette lo cogió. De pronto echó hacia atrás la silla, cogió el bastón y se levantó.

– No me gusta que me llamen mentiroso, pastor. Váyase a su casa y diviértase con su mujer.

– Mentiroso, violador, asesino, y encima cobarde, Travis. ¿Por qué no hace algo bueno en la vida por una vez? Y deprisa, antes de que sea demasiado tarde.

– Déjeme en paz.

Boyette abrió la puerta y dio un portazo al salir.

Capítulo 6

La tesis mantenida por la acusación se había basado parcialmente en la esperanza, contra viento y marea, de que alguien, algún día, encontrase el cadáver de Nicole. No podía quedarse sumergido para siempre, ¿verdad? Tarde o temprano el Red River lo devolvería; lo descubriría un pescador, o un capitán de barco, o un niño que chapotease por los bajos, y pediría ayuda. Una vez identificados los restos, la última pieza del rompecabezas encajaría a la perfección. Quedarían atados todos los cabos sueltos. Adiós a las preguntas y las dudas. Policía y acusación podrían dar un carpetazo discreto y satisfactorio.

A pesar de no haber encontrado el cadáver, no fue muy difícil conseguir la condena. La acusación atacó a Donté Drumm en todos los frentes, y a la vez que presionaba sin descanso por que se le juzgase, confiaba mucho en la aparición del cadáver. Nueve años más tarde, sin embargo, el río seguía sin cooperar. Ya hacía tiempo que se habían esfumado las esperanzas, los rezos y, en algunos casos, los sueños. Tal vez ello alimentase dudas en ciertos observadores, pero no tuvo ningún efecto atenuante en las convicciones de quienes eran responsables de la pena de muerte para Donté. Tras años de ver las cosas con anteojeras, y habiendo tanto en juego, albergaban la absoluta seguridad de que habían pillado al asesino. Habían echado demasiada carne en el asador para poner en duda sus propios actos y teorías. El fiscal del distrito era un tal Paul Koffee, duro fiscal de carrera que llevaba más de veinte años siendo elegido y reelegido sin ninguna oposición seria. Se trataba de un ex marine a quien le gustaba luchar, y que solía vencer. Su alto índice de condenas estaba expuesto en su página web, y en época de elecciones lo pregonaban a los cuatro vientos anuncios chillones por correo directo. Pocas veces manifestaba la menor compasión por el acusado. Como suele ocurrir con la rutina de los fiscales de distrito de localidades pequeñas, el único alivio en la monótona persecución de adictos a la metanfetamina y de ladrones de coches era un asesinato o una violación impactante, o ambas cosas a la vez. Para gran -aunque bien disimulada- contrariedad del propio Koffee, en toda su carrera solo había sido fiscal en dos asesinatos acreedores a la pena de muerte, tibio historial para Texas. El primero, y más famoso, era el de Nicole Yarber. Tres años después, en 2002, conseguía más fácilmente otra condena a muerte en el caso de un negocio de drogas malogrado que había dejado sembrada de cadáveres una carretera rural.

Y de ahí no pasaría. Abandonaba el cargo por culpa de un escándalo. Había prometido a los votantes que dentro de dos años no aspiraría a la reelección. Su mujer, con quien llevaba veintidós años casado, lo había dejado de la noche a la mañana, armando un gran revuelo. La ejecución de Drumm sería su último momento de gloria.

Su secuaz era Drew Kerber, quien, tras su ejemplar labor en el caso Drumm, había sido ascendido a detective jefe de la policía de Slone, cargo que seguía orgulloso de ostentar. Rondaba los cuarenta y seis años, diez menos que el fiscal, y aunque a menudo trabajaban codo con codo, se movían en círculos sociales diferentes. Kerber era poli, y Koffee, letrado. Slone, como la mayoría de las ciudades pequeñas del Sur, tenía las fronteras bien delimitadas.

Ambos, cada uno por su lado, le habían prometido a Donté Drumm que asistirían al momento del «pinchazo». El primero en hacerlo fue Kerber, durante el brutal interrogatorio del que salió la confesión. Cuando no clavaba el dedo en el pecho del joven, y no le lanzaba todos los insultos imaginables, le prometía una y otra vez que le esperaba la inyección, y que él, el detective Kerber, lo presenciaría.

En el caso de Koffee, la conversación fue mucho más breve. Durante una pausa en el juicio, en ausencia de Robbie Flak, Koffee organizó un encuentro rápido y secreto con Donté Drumm justo a la salida del juzgado, bajo una escalera. Le propuso un trato: declárate culpable y vivirás, sin libertad condicional; de lo contrario, morirás. Donté lo rechazó. Al oírle reiterar su inocencia, Koffee lo insultó y le aseguró que lo vería morir. Al cabo de un momento, ante el ataque verbal de Flak, negó el encuentro.

Hacía nueve años que ambos convivían con el caso Yarber, y se habían visto a menudo en la necesidad, por diversos motivos, de «ir a ver a Reeva». No siempre era una visita agradable, que les apeteciera hacer, pero Reeva era una pieza de tal importancia en el caso que no se podía descuidar de ningún modo.

Reeva Pike era la madre de Nicole, una mujer recia y sin pelos en la lengua cuyo entusiasmo al aceptar el papel de víctima rayaba con frecuencia en lo ridículo. Su implicación en el caso era larga, pintoresca y a menudo polémica. Ahora que la historia entraba en su último acto, en Slone muchos se preguntaban qué sería de ella cuando terminase.

Reeva se había pasado dos semanas dando la lata a Kerber y a la policía, mientras ellos buscaban frenéticamente a Nicole. Había llorado ante las cámaras, y amonestado en público a todos los cargos electos -desde el concejal de su barrio hasta el gobernador- por no haber encontrado a su hija. Tras la detención y supuesta confesión de Donté Drumm, se sometió gustosamente a largas entrevistas en las que no mostraba comprensión alguna con la presunción de inocencia, y en las que exigía cuanto antes la pena de muerte. Sus años de experiencia como profesora de la Biblia para mujeres en la Primera Iglesia Baptista le permitían blandir las escrituras y predicar como si tal cosa sobre la aquiescencia divina al castigo amparado por el estado. Su insistencia en referirse a Donté como «el chico ese» encrespaba a los negros de Slone. También le tenía reservados otros nombres, entre los que sentía predilección por «monstruo» y «asesino a sangre fría». Durante el juicio estuvo sentada junto a su marido, Wallis, y a sus dos hijos, en primera fila, justo detrás de la acusación, estrechamente rodeada por otros parientes y amigos. Nunca andaban lejos dos agentes armados, que separaban a Reeva y su clan de la familia y los partidarios de Donté Drumm. Durante los descansos circulaban palabras tensas. En cualquier momento podría haber brotado la violencia. Cuando el jurado anunció la condena a muerte, Reeva se levantó de un salto.

– ¡Alabado sea Dios! -dijo.

El juez la reconvino de inmediato, amenazándola con la expulsión. Cuando se llevaron esposado a Donté, Reeva ya no pudo contenerse.

– ¡Tú has matado a mi nenita! -gritó-. ¡Te veré exhalar el último aliento!

Al cumplirse el primer año de la desaparición de Nicole (y cabía suponer que de su muerte), Reeva organizó una rebuscada vigilia en Rush Point, a orillas del Red River, cerca del banco de arena donde habían encontrado el carnet del gimnasio y el de estudiante. Alguien hizo una cruz blanca y la clavó en el suelo. En torno a ella se dispusieron flores y grandes fotos de Nikki. El predicador ofició una ceremonia en su recuerdo, y dio gracias a Dios por «el veredicto justo y veraz» del jurado. Se encendieron velas, se entonaron himnos y se rezaron oraciones. La vigilia se convirtió en un acto anual, siempre en la misma fecha; un acto al que Reeva siempre asistía, frecuentemente con un equipo de reporteros a su zaga.

Ingresó en un grupo de víctimas, y en poco tiempo ya iba a conferencias e impartía charlas. Compiló una larga lista de quejas contra el sistema judicial, empezando por sus «retrasos interminables y dolorosos», y se volvió toda una experta en contentar a multitudes con sus nuevas teorías. Escribió a Robbie Flak cartas feroces, y hasta intentó escribir a Donté Drumm.

Reeva creó una web, WeMissYouNikki.com, y la llenó con mil fotos de la joven. Llevaba infatigable un blog sobre su hija y el proceso, que a menudo la tenía toda la noche ante el teclado. Robbie Flak la amenazó por dos veces con denunciarla por los textos difamatorios que publicaba, aunque era consciente de que lo mejor era dejarla en paz. Reeva acosaba a los amigos de Nikki para que colgasen sus anécdotas y recuerdos favoritos, y guardaba rencor a los que perdían interés por el asunto.

Su conducta podía ser estrambótica. Cada cierto tiempo protagonizaba viajes en coche río abajo, en busca de su hija. Se la veía con frecuencia mirando el agua desde un puente, perdida en otro mundo. El Red River atraviesa Shreveport, Luisiana, a doscientos kilómetros al sudeste de Slone. Lo de Reeva con Shreveport fue una fijación. Encontró un hotel céntrico con vistas al río, que se convirtió en su refugio. Pasó en él muchos días y muchas noches, paseándose por la ciudad y merodeando por centros comerciales, cines y cualquier otro sitio donde les gustase reunirse a los adolescentes. Sabía que aquello era irracional. Sabía que era inconcebible que Nikki pudiera haber sobrevivido y se escondiese de ella, pero a pesar de los pesares seguía yendo en coche a Shreveport y fijándose en las caras de las chicas. No podía renunciar a ello. Algo tenía que hacer.

Acudió varias veces a otros estados donde hubieran desaparecido adolescentes. Era la experta, la que tenía una experiencia que comunicar. Su lema, con el que se esforzaba por consolar y serenar a las familias, era «Puedes sobrevivir», aunque en su ciudad muchos se preguntaban hasta qué punto estaba sobreviviendo ella.

Ahora que había empezado la cuenta atrás, andaba loca con los detalles de la ejecución. Los reporteros habían vuelto, y ella tenía mucho que decir. Tras nueve largos años de amargura, por fin tenía la justicia a su alcance.

El lunes al caer la tarde, Paul Koffee y Drew Kerber decidieron que era el momento de ir a ver a Reeva.

Los recibió en la puerta con una sonrisa, e incluso con rápidos abrazos. Koffee y Kerber nunca sabían con qué Reeva se iban a encontrar. Podía ser encantadora o terrorífica. Sin embargo, con la muerte de Donté tan cerca, estuvo educada y vehemente. Atravesando la acogedora casa suburbana de dos plantas, llegaron a una sala grande, un anexo detrás del garaje que con el paso de los años se había convertido en el centro de operaciones de Reeva. Una mitad era un despacho, con archivadores, y la otra, un santuario en honor de su hija. Había grandes ampliaciones enmarcadas en color, retratos hechos póstumamente por admiradores, trofeos, cintas, placas y un premio del concurso científico de octavo curso. Las vitrinas permitían seguir casi toda la vida de Nikki.

Wallis, el segundo marido de Reeva y padrastro de Nicole, no estaba en casa. Con los años se le veía cada vez menos, y corría el rumor de que le estaba resultando muy difícil soportar el duelo y los lamentos constantes de su esposa. Se sentaron en torno a una mesa de centro, donde Reeva les sirvió té helado. Tras un intercambio de cumplidos, salió el tema de la ejecución.

– En la sala de testigos hay cinco plazas -dijo Koffee-. ¿Para quién serán?

– Para Wallis y para mí, claro. Chad y Marie aún no se han decidido, pero es probable que vengan. -Reeva nombró al hermanastro y la hermanastra de Nicole como si no se decidieran a ir a un partido-. La última plaza probablemente sea para el hermano Ronnie. No tiene ganas de ver una ejecución, pero siente la necesidad de acompañarnos.

El hermano Ronnie era el pastor de la Primera Iglesia Baptista. Llevaba unos tres años en Slone, y obviamente no había conocido a Nicole, pero estaba convencido de la culpabilidad de Drumm, y temía disgustar a Reeva.

Hablaron durante unos minutos sobre el protocolo del corredor de la muerte y las normas sobre testigos, horarios y demás.

– Reeva, ¿podríamos hablar sobre mañana? -preguntó Koffee.

– Pues claro.

– ¿Aún vas a hacer lo de Fordyce?

– Sí. Ya está en la ciudad. Rodaremos aquí mismo, a las diez de la mañana. ¿Por qué lo preguntas?

– No tengo claro que sea buena idea -dijo Koffee.

Kerber asintió, mostrándose de acuerdo.

– Ah, ya. ¿Y por qué no?

– Es que es un personaje tan incendiario, Reeva… Nos preocupan mucho las reacciones del jueves por la noche. Ya sabes lo disgustados que están los negros.

– Puede haber problemas, Reeva -añadió Kerber.

– Si los negros dan problemas, detenedlos -dijo ella.

– Es justo el tipo de situación al que le gusta lanzarse Fordyce. Es un agitador, Reeva. Lo que quiere es armar follón, para poder estar en el centro. Así suben los índices de audiencia.

– Es lo único que le importa -añadió Kerber.

– Vaya, vaya… Qué nerviosos os veo -los regañó ella.

Sean Fordyce era el presentador de un programa de Nueva York que se había hecho un hueco en la televisión por cable dando una visión sensacionalista de los asesinatos. No tenía complejos en teñirlo todo con un sesgo de derechas, siempre a favor de la última ejecución, o del derecho a llevar armas, o de la detención de inmigrantes ilegales (grupo al que le encantaba atacar por ser objetivos mucho más fáciles que otros de piel oscura). No era un formato muy original, pero Fordyce había encontrado una mina de oro al empezar a filmar el momento en que las familias de las víctimas se preparaban para presenciar las ejecuciones. Se había hecho famoso por una proeza de su equipo: esconder una cámara minúscula en la montura de las gafas del padre de un niño asesinado en Alabama. Era la primera vez que el mundo veía una ejecución, y el dueño de la filmación era Sean Fordyce, que la reprodujo sin descanso, comentando a cada proyección lo sencilla, plácida e indolora que era, demasiado fácil para un asesino tan violento.

Fue encausado en Alabama, previa denuncia por parte de la familia del muerto, y amenazado de muerte y con la censura, pero sobrevivió, y la denuncia quedó en agua de borrajas: no pudieron concretar cuál era su delito. Finalmente, la demanda fue desestimada. Tres años después de aquella maniobra, no solo seguía en pie, sino que estaba en lo más alto del basurero de la televisión por cable. En esos momentos se encontraba en Slone, preparándose para un nuevo episodio. Se rumoreaba que había pagado cincuenta mil dólares a Reeva por la exclusiva.

– Piénsalo, Reeva, por favor -dijo Koffee.

– No, Paul, la respuesta es que no. Lo hago por Nicole, por mi familia y por el resto de las víctimas. Es necesario que el mundo vea lo que nos ha hecho ese monstruo.

– ¿Qué se gana con ello? -preguntó Koffee.

Tanto él como Kerber habían ignorado las llamadas telefónicas del equipo de producción de Fordyce.

– Tal vez se puedan cambiar las leyes.

– Pero si en este caso ya funcionan, Reeva. De acuerdo, ha tardado más de lo que queríamos, pero desde un punto de vista general nueve años no está mal.

– Paul, por Dios, parece mentira que digas estas cosas. Tú no has vivido la misma pesadilla que nosotros durante los últimos nueve años.

– No, es verdad, ni pretendo entender lo que has pasado, pero la pesadilla no se acabará el jueves por la noche.

Eso seguro, al menos en lo que de Reeva dependía.

– No sabes de qué hablas, Paul. Estoy alucinada. La respuesta es que no. No, no y no. Iré a la entrevista, y emitirán el programa. Todo el mundo se va a enterar de lo que pasa.

Como no esperaban tener éxito, no se llevaron ninguna sorpresa. Cuando Reeva Pike tomaba una decisión, era irrevocable. Cambiaron de postura.

– Como quieras -dijo Koffee-. ¿Os sentís seguros, tú y Wallis?

Reeva sonrió, y casi se le escapó la risa.

– Pues claro, Paul. Tenemos la casa llena de armas, y los vecinos están pendientes de todo. Cada vez que entra un coche en esta calle, lo vigilan con miras de escopetas. No esperamos tener problemas.

– Hoy han llamado varias veces a la comisaría -comentó Kerber-. Los anónimos de siempre: amenazas vagas sobre tal y cual cosa si ejecutan al chico.

– Seguro que sabréis resolverlo -replicó Reeva, sin la menor inquietud.

Tras librar su propia guerra sin cuartel, ya no se acordaba de lo que era tener miedo.

– Creo que deberíamos tener un coche patrulla aparcado en la calle durante el resto de la semana -dijo Kerber.

– Tú haz lo que quieras; a mí me da igual. Aunque los negros se alboroten, hasta aquí no llegarán. ¿No suelen quemar primero sus propias casas?

Los dos hombres se encogieron de hombros. No tenían experiencia en disturbios. En cuanto a relaciones raciales, el pasado de Slone era de lo más anodino. Lo poco que sabían lo habían aprendido viendo las noticias por la tele. En efecto, parecía que los disturbios se limitaban a los guetos.

Tras unos minutos conversando sobre el tema, llegó el momento de irse. Se dieron otro abrazo en la puerta de la casa, y prometieron verse tras la ejecución. ¡Qué gran momento! El final del suplicio. Por fin se haría justicia.

Robbie Flak aparcó en la acera de la casa de los Drumm y se preparó para otra entrevista.

– ¿Cuántas veces has venido? -le preguntó su acompañante.

– No lo sé. Muchísimas.

Robbie abrió la puerta y bajó. Ella hizo lo mismo.

Se llamaba Martha Handler, y era periodista de investigación por cuenta propia; no trabajaba para nadie, aunque de vez en cuando cobraba de revistas importantes. Su primera visita a Slone se remontaba a dos años atrás, al estallido del escándalo Paul Koffee, momento en el que había empezado su fascinación por el caso Drumm. Ella y Robbie habían pasado muchas horas juntos, profesionalmente, y solo el compromiso de Robbie con su actual compañera, una mujer veinte años menor que él, había impedido que la situación derivase a mayores. Martha, que ya no creía en el compromiso, daba señales contradictorias respecto a si tenía abierta la puerta o no. Había tensión sexual entre los dos, como si ambos resistieran el impulso de decir que sí. De momento lo lograban.

Al principio Martha decía escribir un libro sobre el caso Drumm. Más tarde era un artículo largo jara Vanity Fair, y luego para el New Yorker. Acto seguido fue el guión de una película que produciría en Los Ángeles uno de sus ex maridos. A juicio de Robbie era una escritora pasable, con muy buena memoria para los datos, pero un desastre en cuanto a organización y planificación. Independientemente del producto final,

Robbie tenía poder absoluto de veto, y si el proyecto de Martha llegaba a traducirse en dinero, una parte sería para Robbie y la familia Drumm. Ahora, tras dos años con ella, ya no esperaba ningún tipo de compensación. De todos modos, le caía bien. De humor malévolo, irreverente, Martha estaba totalmente entregada a la causa, y sentía un odio feroz hacia casi todas las personas que conocía en Texas. Por si fuera poco, le daba al bourbon como una cosaca, y jugaba al póquer hasta mucho después de medianoche.

El pequeño salón estaba lleno de gente, con Roberta Drumm en el sitio de siempre, el taburete del piano. Junto a la puerta de la cocina estaban dos de sus hermanos. Su hijo Cedric, el hermano mayor de Donté, acunaba a un bebé dormido en el sofá. Andrea, la hermana pequeña, ocupaba una silla, y el reverendo Canty, el pastor de Roberta, la otra. Robbie y Martha se sentaron muy juntos, en sillas precarias y frágiles traídas de la cocina. Martha había estado varias veces en la casa, y hasta le había hecho la comida a Roberta cuando tenía gripe.

Tras los saludos, abrazos y café instantáneo de siempre, Robbie empezó a hablar.

– Hoy no ha pasado nada, lo cual es una buena noticia. Mañana a primera hora se hará pública la decisión de la comisión de libertad condicional. No se reúnen; solo se van pasando el caso, y todos votan. No esperamos que aconsejen clemencia. Casi nunca lo hacen. Lo que esperamos es una negativa, que recurriremos ante el gobernador, pidiendo la suspensión. El gobernador tiene potestad para suspender la pena durante treinta días. No es muy probable que nos lo concedan, pero hay que rezar por un milagro.

Robbie Flak no rezaba mucho, pero dominaba la jerga de una zona tan acérrima defensora de su fe como era el este de Texas. Además, estaba en una sala llena de gente que se pasaba las veinticuatro horas del día rezando, con la única excepción de Martha Handler.

– La parte positiva es que hoy nos hemos puesto en contacto con Joey Gamble. Lo hemos encontrado en las afueras de Houston, en un sitio que se llama Mission Bend. Nuestro investigador ha comido con él, le ha planteado la verdad, le ha recalcado la urgencia de la situación, y todo lo demás. Gamble sigue el caso, y es consciente de lo que está en juego. Lo hemos invitado a firmar una declaración en la que se retracte de las mentiras que dijo en el juicio, pero se ha negado. De todos modos, no nos rendimos. No ha sido terminante. Parecía vacilar, y sentirse preocupado por la situación de Donté.

– ¿Y si firma la declaración y dice la verdad? -preguntó Cedric.

– Pues de repente tendríamos algo de munición, una o dos balas, algo que presentar ante los tribunales para hacer un poco de ruido. El problema es que cuando los mentirosos empiezan a retractarse de sus testimonios a todo el mundo le da por sospechar, sobre todo a los jueces que dirimen los recursos. ¿Dónde está el límite de las mentiras? ¿Cuándo miente, ahora o antes? La verdad es que está difícil, pero ahora mismo todo está difícil.

Robbie siempre había sido franco, sobre todo en su trato con las familias de los acusados por delitos graves. En aquella fase del caso de Donté, parecía absurdo albergar esperanzas.

Roberta se quedó estoicamente sentada, con las manos debajo de las piernas. Tenía cincuenta y seis años, pero aparentaba muchos más. Desde que su marido, Riley, había muerto, hacía cinco años, ya no se teñía el pelo, y había dejado de comer. Estaba gris, demacrada, y hablaba muy poco; claro que siempre había sido parca. El gran hablador, el bocazas, el lanzado, era Riley; a Roberta le quedaba el papel de suavizar las cosas a espaldas de su marido, poner parches en las desavenencias que creaba. Desde hacía unos días aceptaba lentamente la realidad, que parecía superarla. Ni ella, ni Riley, ni ningún miembro de la familia habían puesto en duda alguna vez la inocencia de Donté. En sus tiempos, el muchacho había intentado lesionar a algún jugador, y en caso de necesidad sabía defenderse muy bien en el patio o en la calle, pero en el fondo era un bonachón, un chico sensible, incapaz de hacer daño a una persona inocente.

– Mañana iremos Martha y yo a Polunsky, para ver a Donté -dijo Robbie-. Si tenéis alguna carta, se la puedo llevar.

– Yo a las diez de la mañana estoy citado con el alcalde -anunció el reverendo Canty-. Habrá varios pastores más. La intención es transmitirle nuestra inquietud por lo que pueda pasar en Slone si ejecutan a Donté.

– La cosa se pondrá fea -dijo un tipo.

– Ni lo dudes -añadió Cedric-. Por aquí la gente está que trina.

– La ejecución sigue programada para el jueves a las seis de la tarde, ¿no? -preguntó Andrea.

– Sí -confirmó Robbie.

– ¿Y cuándo estaremos seguros de que la cumplirán? -preguntó ella.

– Normalmente no se sabe hasta el último momento, más que nada porque los abogados apuran al máximo todas las posibilidades.

Andrea miró a Cedric, nerviosa.

– Pues mira, Robbie -dijo-, que sepas que en esta parte de la ciudad hay mucha gente que piensa salir a la calle en cuanto eso ocurra. Habrá problemas, y yo lo entiendo; pero una vez que empiece, podría descontrolarse.

– Más vale que la ciudad vaya con cuidado -dijo Cedric.

– Es lo que le diremos al alcalde -intervino Canty-. Más le vale hacer algo.

– Lo único que puede hacer es reaccionar -dijo Robbie-. El no tiene nada que ver con la ejecución.

– ¿No puede hablar por teléfono con el gobernador?

– Sí, claro, pero no deis por supuesto que el alcalde esté en contra de la ejecución. Si habla con el gobernador, lo más probable es que le presione para que no suspenda la condena. El alcalde es un texano de la vieja escuela. Le encanta la pena de muerte.

Nadie en la sala tenía gran cariño al alcalde, ni al gobernador, dicho fuera de paso. Robbie cambió de tema, para no seguir hablando de posibles brotes de violencia. Tenían detalles importantes que tratar.

– Según el reglamento de la Dirección General de Prisiones, la última visita de la familia será el jueves a las ocho de la mañana, en la Unidad Polunsky, antes de que trasladen a Donté a Huntsville -siguió explicando-. Ya sé lo impacientes que estáis por verlo, y él también se muere de ganas, pero al llegar no os sorprendáis, porque será una visita normal. Habrá una lámina de plexiglás entre él y vosotros, y hablaréis por teléfono. Es ridículo, pero bueno, estamos en Texas.

– ¿Ni abrazos ni besos? -dijo Andrea.

– No. Son las normas.

Roberta empezó a llorar, con lagrimones y sollozos sofocados.

– No puedo coger a mi niño -se lamentó.

Uno de los hermanos le dio un kleenex, y unas palmadas en el hombro. Roberta tardó aproximadamente un minuto en recuperar la compostura.

– Lo siento.

– No lo sientas, Roberta -dijo Robbie-. Eres madre, y están a punto de ejecutar a tu hijo por algo que no hizo. Tienes derecho a llorar. Yo estaría llorando a grito pelado, y pegando tiros. Aún no lo descarto.

– ¿Y en lo que es la ejecución en sí? -preguntó Andrea-. ¿Quién puede estar?

– La sala de testigos está dividida por una pared, para separar a la familia de la víctima de la del recluso. Todos los testigos están de pie. No hay asientos. A ellos les tocan cinco plazas, y a vosotros otras cinco. El resto es para los abogados, los funcionarios de la cárcel, la prensa y algunas personas más. Yo estaré presente. Roberta, ya sé que piensas ser testigo, pero Donté se niega rotundamente a que vayas. Tu nombre está en la lista, pero él no quiere que lo veas.

– Lo siento, Robbie -dijo ella, sonándose-. Ya lo hemos hablado. Estuve cuando nació, y estaré cuando muera. Aunque no lo sepa, me necesitará. Seré testigo.

Robbie no pensaba discutir. Prometió volver el día siguiente por la tarde.

Capítulo 7

Mucho después de acostar a los niños, Keith y Dana Schroeder estaban en la cocina de la modesta casa parroquial del centro de Topeka, propiedad de la iglesia. Se habían sentado frente a frente, con sendos portátiles, libretas y cafés descafeinados. La mesa estaba llena de materiales de la web, impresos en el despacho del pastor. Habían cenado algo rápido (macarrones con queso), porque los niños tenían deberes y los padres estaban ocupados.

Al consultar fuentes en la red, Dana no había podido corroborar la afirmación de Boyette de que en enero de 1999 lo hubieran detenido y encarcelado en Slone. Los registros judiciales antiguos de la ciudad no estaban disponibles. Según el directorio del Colegio de Abogados, en Slone había ciento treinta y un letrados. Eligió diez al azar y los llamó por teléfono, diciendo que trabajaba en la comisión de libertad condicional de Kansas, y que estaba consultando los antecedentes de un tal Travis Boyette. ¿Ha representado usted alguna vez a alguien que respondiera a ese nombre? No. Pues disculpe la molestia. No tenía tiempo de llamar uno por uno a todos los abogados, ni le veía el sentido. Decidió que el día siguiente, que era martes, llamaría a primera hora al secretario judicial del ayuntamiento.

Después de haber tenido en sus manos el anillo de graduación de Nicole, Keith albergaba pocas dudas de que Boyette dijera la verdad. ¿Y si le habían robado el anillo antes de su desaparición?, preguntó Dana. ¿Y si lo sacaba de una casa de empeños? ¿Y si…? Era poco probable que Boyette se comprase un anillo así en una casa de empeños, ¿no? Se pasaron horas así, poniendo en duda mutuamente sus ideas.

Gran parte del material esparcido por la mesa procedía de dos webs, WeMissYouNikki.com y FreeDonteDrumm.com. La de Donté la administraba el bufete de Robbie Flak, y era mucho más completa, activa y profesional; la web de Nikki la llevaba su madre. Ninguna de las dos hacía el menor esfuerzo por ser neutral.

Entrando en la de Donté, y abriendo la pestaña «Historial judicial», Keith bajó con el ratón hasta el meollo de la tesis de la acusación: «La confesión». El texto empezaba explicando que se basaba en dos versiones muy distintas de lo ocurrido. El interrogatorio, que se produjo en un intervalo de quince horas y doce minutos, sufrió pocas interrupciones. A Donté le dieron permiso para ir tres veces al baño y lo acompañaron dos veces por el pasillo hasta otra sala, para la prueba del polígrafo. Por lo demás, no salió de la habitación, llamada por el personal «sala del coro». A los policías les gustaba decir que tarde o temprano los sospechosos empezaban a cantar.

La primera versión se basaba en el informe oficial de la policía, compuesto por notas tomadas a lo largo del interrogatorio por el detective Jim Morrissey. Por espacio de tres horas, mientras Morrissey dormía en un camastro del vestuario, las notas habían corrido a cargo del detective Nick Needham. Estaban escritas a máquina en un pulcro informe de catorce páginas, que según declaración jurada de los detectives Kerber, Morrissey y Needham respondía estrictamente a la verdad. El informe no contenía una sola palabra que indicara el uso de amenazas, mentiras, promesas, trucos, intimidación, agresión física o violación de los derechos constitucionales. Es más: todo ello fue reiteradamente negado por los detectives ante el tribunal.

La segunda versión ofrecía un contraste muy marcado con la primera. El día después de que lo detuvieran, estando a solas en una celda de la cárcel, acusado de secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato, mientras se recuperaba lentamente del trauma psicológico del interrogatorio, Donté se retractó de su confesión y explicó lo sucedido a su abogado, Robbie Flak. Fue este último quien le pidió que escribiera su propia versión del interrogatorio. Dos días después, una vez terminado el texto, lo pasó a máquina una de las secretarias del señor Flak. La versión de Donté tenía cuarenta y tres páginas.

He aquí un resumen de las dos versiones, con algunos análisis intercalados.

LA CONFESIÓN

El 22 de diciembre de 1998, dieciocho días después de la desaparición de Nicole Yarber, los detectives Drew Kerber y Jim Morrissey, de la policía de Slone, fueron en coche al South Side Health Club en busca de Donté. Es un club que frecuentan los deportistas más profesionales de la zona, y en el que se ejercitaba casi cada tarde Donté, al salir del instituto. Hacía pesas y rehabilitación de tobillo. Se encontraba en una forma física estupenda, y pensaba matricularse el verano siguiente en la Universidad Estatal Sam Houston, como paso previo a pedir plaza de jugador no becado en su equipo de fútbol americano.

Más o menos a las cinco de la tarde, cuando salía del club sin compañía, se acercaron a él Kerber y Morrissey, y después de presentarse de manera amistosa le preguntaron si podía hablar con ellos sobre Nicole Yarber. Donté contestó afirmativamente. Entonces Kerber propuso que se vieran en la comisaría, para poder estar más cómodos y relajados. Donté se puso un poco nervioso, pero tenía ganas de cooperar al máximo. Conocía a Nicole (en cuya búsqueda había colaborado), aunque no supiera nada de su desaparición, y pensó que el encuentro en comisaría solo duraría unos minutos. Fue por su propia cuenta, en la vieja camioneta Ford verde de la familia, y aparcó en una plaza de visitante. Al entrar en la comisaría no tenía la menor sospecha de que serían sus últimos pasos como hombre libre. Tenía dieciocho años y nunca se había metido en ningún lío de importancia, ni lo habían sometido a un interrogatorio largo de la policía.

Se registró en el mostrador. Después le quitaron el móvil, la cartera y las llaves del coche, y las guardaron bajo llave en un cajón «por motivos de seguridad».

Los detectives lo llevaron a una sala de interrogatorios del sótano del edificio. Había otros policías. Uno de ellos, negro, uniformado, reconoció a Donté e hizo un comentario sobre fútbol. Una vez dentro de la sala, Morrissey le preguntó si quería beber algo y Donté dijo que no. En el centro había una mesita rectangular. Donté se sentó a un lado, y los dos detectives al otro. Era una sala bien iluminada, sin ventanas. En un rincón había un trípode con una cámara de vídeo, pero a Donté no le pareció que estuviera enfocada hacia él, ni encendida.

Morrissey sacó un papel y explicó que Donté tenía que entender sus derechos según la ley Miranda. Donté preguntó si era testigo o sospechoso. El detective le explicó que, según la normativa, había que informar de sus derechos a todos los interrogados. Era una simple formalidad sin importancia.

Donté empezó a sentirse violento. Había leído la hoja palabra por palabra, y como no tenía nada que esconder, la firmó, renunciando así a su derecho a guardar silencio y también al de disponer de un abogado. Fue una decisión funesta, trágica.

Quienes más probabilidades tienen de renunciar a sus derechos durante un interrogatorio son los inocentes; al saber que lo son, tienen ganas de cooperar con la policía para demostrar su inocencia. Los sospechosos culpables son más propensos a no cooperar. Los delincuentes curtidos se burlan de la policía, y se cierran en banda.

Morrissey tomó notas, empezando por la hora en la que entró en la sala el «sospechoso»: las 17.25.

Quien habló fue casi siempre Kerber. La conversación empezó con un largo resumen de la temporada de fútbol americano: victorias, derrotas, lo que había fallado en las finales, el cambio de entrenador que tantos rumores alimentaba… Kerber parecía sinceramente interesado por el futuro de Donté, y le deseó que se le curase el tobillo para que pudiera jugar en la universidad. Donté se mostró convencido de que así sería.

Kerber mostró un interés muy especial por el programa de pesas que seguía Donté. Le hizo preguntas concretas sobre cuánto levantaba en las modalidades de fuerza en banco, curl, sentadillas y peso muerto.

Abundaron las preguntas sobre él y su familia, sus notas en el instituto, su experiencia laboral y su fugaz encontronazo con la ley a los dieciséis años, por lo de la marihuana. Finalmente, cuando parecía haber transcurrido una hora, salió el tema de Nicole, y el tono cambió. Ya no sonreían. Las preguntas se volvieron más incisivas. ¿Desde cuándo la conocía? ¿Cuántos cursos llevaban juntos? ¿Amigos en común? ¿Con quién salía él? ¿Quiénes eran sus novias? ¿Con quién salía ella? ¿Donté había salido alguna vez con Nicole? No. ¿Lo había intentado? No. ¿Había querido? Había querido salir con muchas chicas. ¿Chicas blancas? Sí, claro; querido sí, pero salido no. ¿No había salido con ninguna blanca? No. Se rumorea que tú y Nicole os veíais, intentando que no se enterara nadie. Qué va. Nunca habíamos quedado en privado. Nunca la toqué. Pero ¿reconoces que querías salir con ella? Yo he dicho que quería salir con muchas chicas, blancas y negras, y hasta con un par de hispanas. ¿O sea que te gustan todas las chicas? Sí, muchas, pero no todas.

Kerber preguntó a Donté si había participado en alguna de las búsquedas de Nicole. Sí, Donté y toda la clase de último curso se habían pasado horas buscándola.

Hablaron de Joey Gamble, y de algunos de los otros chicos con quienes Nicole había salido en el instituto. Kerber repitió varias veces la pregunta de si Donté había salido con ella, o si quedaban a escondidas. Más que preguntas, parecían acusaciones, y Donté empezó a preocuparse.

Roberta Drumm servía la cena cada noche a las siete, y si por alguna razón Donté no estaba, esperaban que llamase. A las siete en punto, Donté preguntó a los detectives si podía irse. Solo unas cuantas preguntas más, dijo Kerber. Entonces pidió permiso para llamar a su madre. No, dentro de la comisaría estaban prohibidos los teléfonos móviles.

Finalmente, tras dos horas en la sala, Kerber soltó una bomba. Informó a Donté de que tenían un testigo dispuesto a declarar que Nicole había contado a sus amigas íntimas que Donté y ella salían juntos, y tenían relaciones sexuales con frecuencia, pero no podía hablar porque era imposible que a sus padres les pareciera bien. Su padre rico de Dallas le retiraría su ayuda y la desheredaría. En su iglesia la mirarían con desprecio, y todas esas cosas.

El testigo en cuestión no existía, pero a la policía se le permite mentir todo lo que quiera durante los interrogatorios.

Donté negó rotundamente cualquier relación con Nicole.

El mismo testigo -siguió Kerber con su relato- les había explicado que Nicole estaba cada vez más preocupada por la relación. Ella quería cortar, pero él, Donté, se negaba a dejarla en paz. Nicole pensaba que la estaba siguiendo. Creía que Donté se había obsesionado con ella.

Donté lo negó todo con vehemencia, y exigió conocer la identidad del testigo, pero Kerber dijo que era confidencial. Su testigo miente, repitió una y otra vez Donté.

Como en todos los interrogatorios, los detectives sabían en qué dirección iban las preguntas, pero no Donté. Kerber cambió bruscamente de tema y lo acribilló a preguntas sobre la camioneta Ford verde, la frecuencia con que la conducía, dónde, etcétera. Hacía años que era de la familia. Los hijos de los Drumm la compartían.

Kerber preguntó con qué frecuencia la cogía Donté para ir al instituto, al gimnasio, al centro comercial y a una serie de lugares frecuentados por los alumnos de secundaria. ¿Había ido con ella al centro comercial el 4 de diciembre por la noche, el viernes en que desapareció Nicole?

No. La noche de la desaparición de Nicole, Donté estaba en casa con su hermana pequeña. Sus padres se habían ido el fin de semana a Dallas, para una reunión de la iglesia. Donté hacía de canguro. Habían cenado pizza y habían mirado algún programa en el cuarto de la tele, cosa que su madre no solía permitirles. Sí, la camioneta verde estaba aparcada en el camino de entrada. Sus padres se habían ido a Dallas con el Buick de la familia. Los vecinos declararon que la camioneta verde estaba donde decía Donté. Nadie la vio alejarse aquella noche. Su hermana declaró que Donté había estado con ella toda la noche, sin ausentarse en ningún momento.

Kerber informó al sospechoso de que tenían un testigo que decía haber visto una camioneta Ford verde en el aparcamiento del centro comercial sobre la hora en que Nicole había desaparecido. Donté dijo que probablemente en Slone hubiera más de una, y empezó a preguntar a los detectives si era sospechoso. ¿Creen que a Nicole la rapté yo?, preguntaba una y otra vez. Cuando quedó de manifiesto que sí lo creían, se puso extremadamente nervioso. La idea de que sospechasen de él también le daba miedo.

Hacia las nueve de la noche, Roberta Drumm se preocupó. Donté casi nunca faltaba a la cena, y solía llevar su móvil en el bolsillo. Al llamarlo, saltó directamente el contestador. Empezó a telefonear a sus amigos, pero nadie estaba al corriente del paradero de su hijo.

Kerber preguntó a Donté sin rodeos si había matado a Nicole y se había desprendido del cadáver. Donté lo negó, enfadado. Negó cualquier relación con el crimen. Kerber dijo que no lo creía. La conversación entre los dos se hizo tensa, y el lenguaje se deterioró: acusaciones, negativas, acusaciones, negativas… A las diez menos cuarto, Kerber echó la silla hacia atrás y salió echando pestes de la sala. Morrissey dejó el bolígrafo y pidió disculpas por la actitud de Kerber. Dijo que estaba muy estresado, porque era el detective principal, y todos querían saber qué le había pasado a Nicole. Aún existía la posibilidad de que estuviera viva. Además, Kerber era un exaltado con ramalazos autoritarios.

Era el típico número del poli bueno y el poli malo. Donté sabía con exactitud lo que estaba pasando, pero ya que Morrissey era educado, conversó con él. No hablaron sobre el caso. Donté pidió un refresco y algo de comer. Morrissey salió a buscarlo.

Donté tenía un buen amigo que se llamaba Torrey Pickett. Jugaban juntos al fútbol americano desde séptimo curso, pero Torrey había tenido problemas con la justicia el verano antes de empezar el tercer curso de instituto. Pillado en una trampa contra el tráfico de crack, lo habían expulsado del colegio. No había acabado los estudios, y en aquel momento trabajaba en una tienda de alimentación de Slone. La policía sabía que Torrey salía a las diez de la noche todos los días laborables, cuando cerraba la tienda. Lo esperaban dos agentes de uniforme, que le preguntaron si estaba dispuesto a seguirlos voluntariamente a la comisaría para contestar a algunas preguntas sobre el caso de Nicole Yarber. Torrey vaciló, lo cual hizo sospechar a la policía. Le dijeron que su amigo Donté ya estaba allí, y que necesitaba su ayuda. Torrey decidió ir a verlo por sí mismo. Fue en el asiento trasero de un coche patrulla. En la comisaría lo metieron en una habitación, a dos puertas de Donté. Tenía una ventana grande con un espejo unidireccional, para que los agentes pudieran ver al sospechoso, pero él a ellos no. También había micrófonos ocultos, que permitían escuchar el interrogatorio en el pasillo, por un altavoz. Trabajando solo, el detective Needham formuló las preguntas genéricas y no invasivas de costumbre. Torrey renunció rápidamente a los derechos de la ley Miranda. Needham no tardó en sacar el tema de las chicas, y de quién salía con quién, o tonteaba con quien no habría tenido que tontear. Torrey dijo que a Nicole casi no la conocía, y que no la había visto en años. La idea de que su colega Donté saliera con ella le hizo reír. Después de media hora de interrogatorio, Needham salió de la sala y Torrey se quedó a la espera, sentado delante de una mesa.

Mientras tanto, en la «sala del coro», Donté recibió otro sobresalto. Kerber le informó de que tenían un testigo dispuesto a declarar que Donté y Torrey Pickett habían raptado a la joven, la habían violado en la parte trasera de la camioneta verde y habían arrojado el cadáver al Red River desde un puente. Aquello era tan demencial que, aunque parezca mentira, Donté se rió, risa que ofendió al detective Kerber. Donté explicó que no se reía de la chica muerta, sino de la fantasía que se estaba montando Kerber. Si era cierto que tenía un testigo, el tonto era él, Kerber, por creer a un mentiroso y un idiota. Entre otras cosas, se llamaron mentirosos. La situación empeoró todavía más.

De pronto Needham abrió la puerta e informó a Kerber y a Morrissey de que tenían «bajo vigilancia» a Torrey Pickett. Era una noticia tan fabulosa, que Kerber se levantó bruscamente y volvió a salir.

Regresó instantes después y, retomando la misma línea de antes, acusó a Donté del asesinato. En vista de que Donté lo negaba todo, Kerber lo acusó de mentir. Dijo tener la certeza de que Donté y Torrey Pickett habían violado y matado a la chica, y observó que si Donté quería demostrar su inocencia lo mejor era empezar con un polígrafo, un detector de mentiras. Era un método infalible que daba pruebas claras, admisibles a juicio. Donté receló inmediatamente de aquel test, pero al mismo tiempo consideró que podía ser buena idea, una manera rápida de poner fin a semejante insensatez. Él se sabía inocente; sabía que podía superar la prueba, con lo que se quitaría de encima a Kerber antes de que empeorase la situación, así que accedió a ser examinado.

Con la presión de un interrogatorio policial, quienes más posibilidades tienen de someterse al polígrafo son los inocentes; no tienen nada que ocultar, pero sí muchas ganas de demostrarlo. Los sospechosos culpables rara vez acceden a la prueba, por razones obvias.

Donté fue llevado a otra sala y presentado a un detective que se llamaba Ferguson. Una hora antes, al recibir la llamada del detective Needham, Ferguson dormía en su casa. Era el experto del cuerpo en la prueba del polígrafo. Insistió en que Kerber, Morrissey y Needham salieran de la habitación. Ferguson estuvo educadísimo y afable, como si pidiera disculpas por someter a Donté a aquel proceso. Se lo explicó todo, rellenó los papeles, conectó el aparato y empezó a hacer preguntas a Donté sobre su papel en el asunto Nicole Yarber. En total, duró cerca de una hora.

Al acabar, Ferguson explicó que tardaría unos minutos en procesar los resultados. Donté fue llevado otra vez a la «sala del coro».

Los resultados demostraban claramente que Donté decía la verdad. Ahora bien, por decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos es legal que la policía recurra a una serie de prácticas engañosas durante los interrogatorios. Pueden mentir todo lo que quieran.

Cuando Kerber volvió a la «sala del coro», tenía en la mano el gráfico del test. Se lo arrojó a Donté a la cara, y le llamó «mentiroso hijo de puta». ¡Ya tenían la demostración de que mentía! Tenían pruebas claras de que había raptado y violado a su ex novia, y de que, tras matarla en un acceso de rabia, la había tirado por un puente. Kerber cogió el gráfico, lo agitó en las narices de Donté y le prometió que cuando el jurado viera el resultado del test lo declararía culpable y lo condenaría a muerte. «Te espera la inyección», decía una y otra vez.

Otra mentira. La poca habilidad de los polígrafos es tan sabida, que sus resultados nunca se admiten a juicio.

Donté se quedó estupefacto. Estaba mareado, demasiado atónito para articular palabra. Kerber se relajó y se sentó al otro lado de la mesa. Dijo que en muchos casos de crímenes horribles, sobre todo cuando los comete buena gente (no criminales), el asesino borra de manera subconsciente la acción de su memoria. La «bloquea», y santas pascuas. Es bastante habitual; con su exhaustiva formación, y su amplia experiencia, él, Kerber, lo había visto muchas veces. Sospechaba que Donté sentía un gran cariño por Nicole, por no decir amor, y que no había tenido la menor intención de hacerle daño. La situación se le había ido de las manos. De repente estaba muerta, casi sin que él se enterase. Donté se había quedado en estado de shock, y como el sentimiento de culpa era tan abrumador, había intentado bloquearlo.

Pero seguía negándolo todo. Exhausto, apoyó la cabeza en la mesa. Kerber estampó su mano con tal fuerza que sobresaltó al sospechoso. Volvió a acusar del crimen a Donté. Dijo que tenían testigos y pruebas, y que en cinco años estaría muerto. Los fiscales de Texas sabían agilizar el sistema para que no se pospusieran las ejecuciones.

Kerber pidió a Donté que se imaginara a su madre sentada en la sala de testigos, despidiéndose por última vez con la mano, deshecha en llanto mientras a él le ponían las correas y le dosificaban las sustancias químicas. «Eres hombre muerto», dijo más de una vez. Sin embargo, existía una alternativa. Si Donté descargaba su conciencia y explicaba lo ocurrido, con una confesión completa, él, Kerber, le garantizaría que el estado no pediría la pena de muerte. Donté sería condenado a cadena perpetua sin libertad condicional; no era poca cosa, pero al menos podría escribir cartas a su madre y verla dos veces al mes.

Estas amenazas de muerte y promesas de indulgencia son anticonstitucionales, y la policía lo sabe. Tanto Kerber como Morrissey negaron haber usado aquella táctica. No es de extrañar que los apuntes de Morrissey no contengan ninguna referencia a amenazas o promesas. Tampoco recogen con exactitud la hora y la secuencia de los hechos. Donté no tuvo acceso a bolígrafo y papel, y al cabo de cinco horas de interrogatorio perdió la noción del tiempo.

Hacia medianoche, el detective Needham abrió la puerta.

– Pickett está hablando -anunció.

Kerber sonrió a Morrissey, y protagonizó otra salida dramática.

Pickett estaba solo, bajo llave, echando chispas por que se hubieran olvidado de él. Llevaba más de una hora sin ver ni hablar con nadie.

Riley Drumm encontró su camioneta verde aparcada en la cárcel de Slone. Después de un buen rato recorriendo las calles en su coche, le alivió encontrarla. Por otra parte, estaba preocupado por su hijo, y por los líos en los que se pudiera haber metido. La cárcel de Slone está justo al lado de la comisaría, con la cual se comunica. Primero Riley fue a la cárcel, y tras unos momentos de confusión le dijeron que su hijo no estaba entre rejas. No lo habían procesado. Dentro había sesenta y dos presos, ninguno de los cuales respondía a Donté Drumm. El carcelero, un joven policía blanco, reconoció el nombre de Donté y estuvo todo lo servicial que pudo. Aconsejó al señor Drumm que preguntara al lado, en la comisaría. Así lo hizo Riley, pero también esta experiencia le produjo desconcierto y frustración. Era la una menos veinte de la noche, y la puerta principal estaba cerrada con llave. Llamó a su mujer para informarla de la situación. Después pensó en cómo entrar en el edificio. Al cabo de unos minutos aparcó cerca un coche patrulla, del que salieron dos agentes de uniforme. Hablaron con Riley Drumm, y él les explicó la razón de su presencia allí. Los dos agentes salieron en busca de su hijo. Pasó media hora antes de que reapareciesen, con la noticia de que Donté estaba siendo interrogado. ¿Sobre qué? ¿Por qué? Eso no lo sabían. Riley se dispuso a esperar. Al menos no le había pasado nada.

La primera grieta apareció cuando Kerber enseñó una foto en color de Nicole, de veinte por veinticinco. Cansado, solo, asustado, lleno de dudas y superado por la situación, Donté miró una sola vez su cara bonita y se echó a llorar. Kerber y Morrissey sonrieron, confiados.

Tras varios minutos llorando, Donté pidió permiso para ir al baño. Lo acompañaron por el pasillo, y se pararon en la ventana para que viese a Torrey Pickett sentado ante una mesa y escribiendo con bolígrafo en una libreta. Donté no dio crédito a lo que estaba viendo. Sacudió la cabeza, y masculló algo para sus adentros.

Torrey escribía un resumen de una página en el que negaba saber nada de la desaparición de Nicole Yarber. La policía de Slone extravió por alguna razón el resumen, que nunca ha visto nadie.

En la «sala del coro», Kerber informó a Donté de que su amigo Torrey había firmado una declaración en la que afirmaba bajo juramento que Donté salía con Nicole y estaba loco por ella, pero que, temerosa de las consecuencias, Nicole había intentado romper. Donté, desesperado, la seguía, y Torrey temía que le hiciese daño.

Esta última sarta de mentiras la pronunció Kerber leyendo una hoja de papel, como si fuera la declaración de Torrey. Donté cerró los ojos, sacudió la cabeza y trató de entender lo que pasaba, pero ahora pensaba mucho más despacio, y el cansancio y el miedo habían amortiguado sus reflejos mentales.

Preguntó si se podía ir. Entonces Kerber le gritó. El detective lo insultó y le dijo que no, que no se podía ir porque era el principal sospechoso. Ya lo habían pillado. Ya tenían la prueba en sus manos. Donté preguntó si necesitaba un abogado. Claro que no, dijo Kerber. Los abogados no pueden cambiar los hechos. Los abogados no pueden resucitar a Nicole. Los abogados no te pueden salvar la vida, Donté, pero nosotros sí.

Los apuntes de Morrissey no hacen ninguna referencia a que se hablara de abogados.

A las dos y veinte de la madrugada se le permitió a Torrey Pickett marcharse. El detective Needham lo condujo a una puerta lateral, para que no se encontrara con Drumm en el vestíbulo. Los detectives del sótano ya estaban sobre aviso de que el padre del acusado se encontraba en el edificio y quería verlo. Este dato fue negado bajo juramento en varias vistas.

Morrissey empezó a quedarse sin fuerzas, y dejó su puesto a Needham. Durante las tres horas siguientes, mientras Morrissey echaba un sueñecito, fue Needham quien tomó las notas. Kerber no daba muestras de desfallecer. Era como si machacar al sospechoso le diera energías. Estaba a punto de doblegarlo, resolver el caso y convertirse en un héroe. Brindó a Donté otra tentativa con el polígrafo, que en este caso se reduciría a una pregunta sobre su paradero el viernes 4 de diciembre sobre las diez de la noche. La primera reacción de Donté fue negarse y desconfiar del aparato, pero las ganas de salir de la sala fueron más fuertes que esta sabia decisión. Alejarse de Kerber. Cualquier cosa con tal de quitarse de delante a aquel psicópata.

El detective Ferguson volvió a conectarle al aparato, y le hizo unas preguntas. El polígrafo emitió unos ruidos y expulsó lentamente el papel con el gráfico. Donté se quedó mirándolo sin entender nada, aunque algo le dijo que el resultado no sería bueno.

Una vez más, el resultado demostró que decía la verdad. El viernes había hecho de canguro en su casa, sin salir una sola vez.

Sin embargo, la verdad no tenía importancia. En su ausencia, Kerber movió su silla al rincón más alejado de la puerta, y cuando Donté regresó y se sentó, el detective acercó su silla hasta el punto de que sus rodillas prácticamente tocaban las de Donté. Empezó a insultarlo de nuevo, y le dijo que no solo había suspendido la prueba con el segundo polígrafo, sino que había sacado «una nota fatal». Fue la primera vez en que tocó a Donté, clavándole provocativamente el índice derecho en el pecho. Donté lo apartó de un manotazo, y estaba dispuesto a plantar cara cuando llegó Needham con un Taser, un arma de descarga eléctrica. El detective parecía muerto de ganas de probarlo, pero al final no lo hizo. Los dos policías insultaron y amenazaron al acusado.

Hubo más provocaciones, junto con un sinfín de acusaciones y amenazas. Donté comprendió que no lo dejarían irse hasta que diera a los polis lo que querían. Además, quizá tuvieran razón. Parecían tan seguros de lo ocurrido… No tenían ninguna duda acerca de la implicación de Donté. Su propio amigo estaba diciendo que entre él y Nicole existía una relación. ¿Y los polígrafos? ¿Qué pensaría al jurado al enterarse de que había mentido? Donté dudaba de sí mismo y de su propia memoria. ¿Y si había anulado, borrado del recuerdo aquella atrocidad? Él no quería morir; ni entonces, ni a cinco o diez años vista.

A las cuatro de la madrugada, Riley Drumm salió de la comisaría y se fue a su casa. Intentó dormir, pero no pudo. Roberta hizo café. Esperaron preocupados el amanecer, como si todo fuera a despejarse con la luz del sol.

Kerber y Needham se tomaron un descanso a las cuatro y media.

– Está listo -dijo Kerber, cuando estaban a solas en el pasillo.

Al cabo de unos minutos, Needham abrió la puerta sin hacer ruido y se asomó. Donté lloraba, echado en el suelo.

Le trajeron un donut y un refresco, y reanudaron el interrogatorio. Poco a poco, Donté experimentó una revelación. Puesto que no podía irse hasta haberles dado su versión de los hechos, y puesto que en esos momentos habría confesado hasta el asesinato de su propia madre, ¿por qué no les seguía la corriente? Pronto aparecería Nicole, viva o muerta, y se resolvería el misterio. La policía quedaría en ridículo por haberlo obligado a confesar a golpes. Algún granjero o cazador encontraría los restos, y aquellos payasos quedarían en evidencia. Donté, rehabilitado, saldría en libertad, y todos se compadecerían de él.

Doce horas después de que empezara el interrogatorio, miró a Kerber.

– Si me da unos minutos, se lo diré todo.

A partir de aquel gesto, Kerber lo ayudó a llenar las lagunas. Una vez dormida su hermana, Donté salió de casa sin que lo viera nadie. Se moría de ganas de ver a Nicole, que lo rechazaba e intentaba cortar la relación. Donté sabía que Nicole estaba en el cine, con unas amigas. Fue en la camioneta Ford verde, él solo, y la abordó en el aparcamiento, cerca del coche de ella. Nicole accedió a subir. Primero dieron una vuelta por Slone, y luego salieron al campo. Donté quería sexo; ella dijo que no, que lo suyo había acabado. Él trató de forzarla, y ella se resistió. La obligó a mantener relaciones, pero no disfrutó. Ella lo arañó, e incluso le hizo sangre. La agresión se puso fea. Donté montó en cólera, empezó a estrangularla y ya no pudo parar; no paró hasta que era demasiado tarde. Después le entró pánico. Algo tenía que hacer con Nicole. Empezó a gritarle en la parte trasera de la camioneta, pero Nicole no contestaba. Entonces fue hacia el norte, hacia Oklahoma. Había perdido la noción del tiempo. Se dio cuenta de que faltaba poco para el amanecer. Tenía que irse a casa. Tenía que desembarazarse del cadáver. En el puente sobre el Red River de la carretera 244, aproximadamente a las seis de la mañana del 5 de diciembre, paró la camioneta. Todavía era de noche, y Nicole estaba muerta de verdad. La arrojó por el puente, y esperó el nauseabundo chapuzón. Lloró durante todo el camino de vuelta a Slone.

A lo largo de tres horas, Kerber lo adoctrinó, lo azuzó, lo corrigió, lo insultó y le recordó que dijera la verdad. Los detalles tenían que ser perfectos, decía todo el rato. A las 8.21, finalmente, se encendió la cámara. Un Donté Drumm inexpresivo y hecho polvo aparecía sentado ante la mesa con un nuevo refresco y un nuevo donut delante, muy a la vista, para que se notase la hospitalidad.

Fue un vídeo de diecisiete minutos, que lo envió al corredor de la muerte.

Acusaron a Donté de secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato. Se lo llevaron a una celda, donde no tardó en quedarse dormido.

A las nueve de la mañana, el comisario jefe y el fiscal del distrito, Paul Koffee, comparecieron en rueda de prensa para anunciar que el caso de Nicole Yarber estaba resuelto. Tristemente, Donté Drumm, quien fuera uno de los héroes futbolísticos de Slone, se había declarado culpable. Había testigos que confirmaban su implicación. Nuestro más sentido pésame a la familia de Nicole.

La confesión recibió ataques inmediatos. Donté se retractó, y su abogado, Robbie Flak, hizo pública una feroz condena de la policía y sus tácticas. Meses más tarde, la defensa instó a que se anulase la confesión, y la correspondiente vista duró una semana. Kerber, Morrissey y Needham declararon largo y tendido, con testimonios que la defensa puso acaloradamente en duda. Los tres fueron rotundos en su negativa de haber utilizado la pena de muerte para asustar a Donté y hacer que cooperase. Negaron haber agredido verbalmente al sospechoso, y haberlo puesto al borde del agotamiento y el desmayo. Negaron que Donté se hubiera referido alguna vez a un abogado, y que quisiera poner fin al interrogatorio e irse a su casa. Negaron tener constancia alguna de la presencia de su padre en la comisaría, y de su deseo de ver a su hijo. Negaron que sus propios tests con el polígrafo arrojasen pruebas claras de su veracidad; según ellos, al contrario, los resultados «no eran concluyentes». Negaron haber manipulado el supuesto testimonio de Torrey Pickett. Este último declaró en favor de Donté, y negó haber dicho nada a la policía sobre una supuesta relación entre Donté y Nicole.

La jueza expresó serias dudas acerca de la confesión, pero no tan serias como para excluirla del juicio. Se negó a anularla, y más tarde fue mostrada al jurado. Donté la miró como si viera a otra persona. Nadie ha cuestionado nunca seriamente que fuera la base de su condena.

La confesión fue objeto de otro ataque en forma de recurso, pero el Tribunal Penal de Apelación de Texas corroboró unánimemente la condena y la pena de muerte.

Al acabar de leer, Keith se levantó de la mesa y fue al cuarto de baño. Tenía la impresión de que salía de un interrogatorio. Era bastante después de medianoche. Le sería imposible dormir.

Capítulo 8

El martes, a las siete de la mañana, el bufete de abogados Flak bullía con la energía frenética y nerviosa que cabía esperar de un grupo de personas que luchan a la vez contra el reloj y contra probabilidades muy remotas de salvar una vida humana. La tensión era palpable. Nadie sonreía, ni se oían los típicos comentarios sarcásticos de los equipos que trabajan siempre juntos, con total libertad de decirse lo que quieran y cuando quieran. La mayoría ya formaba parte del bufete seis años atrás, cuando Lamar Billups había recibido la inyección letal en Huntsville, y les había impactado lo terminante de su muerte; y eso que Billups era una mala bestia, cuyo pasatiempo favorito consistía en dar palizas en los bares, a poder ser con palos de billar y botellas rotas, hasta que el estado se hartó de él. Sus últimas palabras en el lecho de muerte habían sido: «Nos vemos en el infierno». Y adiós. Era culpable. Jamás mantuvo en serio lo contrario. Su asesinato se produjo en una pequeña localidad, a cien kilómetros de distancia, prácticamente inadvertido para los ciudadanos de Slone. No tenía parientes, ni nadie con quien el bufete pudiera ponerse en contacto. Robbie sentía un enorme desagrado por aquel personaje, pero su certeza de que el estado no tenía derecho a matarlo no flaqueó ni un instante.

Otra cosa muy distinta era el estado de Texas contra Donté Drumm: ahora luchaban por un hombre inocente, cuya familia sentían como suya.

La larga mesa de la sala principal de reuniones era el centro de la tormenta. Fred Pryor, todavía en Houston, resumía a través del altavoz sus últimos esfuerzos por convencer a Joey Gamble. Habían hablado por teléfono el lunes por la noche, y Gamble había estado todavía menos receptivo.

– Me hizo muchas preguntas sobre el perjurio, sobre su gravedad como delito -dijo a todo volumen la voz de Pryor.

– Koffee lo está amenazando -afirmó Robbie, como si le constase-. ¿Le preguntaste si ha hablado con el fiscal del distrito?

– No, aunque se me ocurrió -repuso Pryor-. Al final no se lo dije porque supuse que no lo divulgaría.

– Koffee sabe que el chico mintió en el juicio, y le ha dicho que haríamos una intentona in extremis -dijo Robbie-. Lo ha amenazado con denunciarlo por perjurio si ahora cambia de versión. ¿Te apuestas algo, Fred?

– No, seguramente es así.

– Explícale a Joey que el régimen de prescripción también vale para el perjurio. Koffee no puede hacerle nada.

– Vale.

Apagaron el altavoz. En la mesa aterrizó una bandeja de pastas, que atrajo a una multitud. Los dos abogados que tenía Robbie a sueldo, ambas mujeres, estaban revisando una petición de suspensión de pena para el gobernador. En una punta de la mesa estaba Martha Handler, absorta en el mundo de las transcripciones judiciales. Aaron Rey, sin chaqueta, con ambas pistolas a la vista en el arnés de la camisa, tomaba café en un vaso de cartón, mientras leía el periódico de la mañana. Bonnie, una técnica legal, trabajaba en un portátil.

– Supongamos que Gamble se sincera -le dijo Robbie a su abogada sénior, una señora remilgada, de edad indefinida.

Veinte años antes, Robbie había demandado al cirujano plástico de su colaboradora por no haber obtenido ni remotamente los resultados esperados en un lifting facial, pero en vez de renunciar a las intervenciones correctoras, ella se había limitado a cambiar de cirujano. Se llamaba Samantha Thomas, o Sammie, y cuando no trabajaba en los casos de Robbie demandaba a médicos por negligencia y a empresas por discriminación de edad y raza.

– Ten lista la petición, por si acaso -dijo Robbie.

– Casi la he terminado -repuso Sammie.

La recepcionista, Fanta, alta y esbelta, de raza negra, que había sido una estrella del baloncesto en el instituto de Slone, y que en otras circunstancias se habría graduado a la vez que Nicole Yarber y Donté Drumm, entró en la sala con un puñado de mensajes telefónicos.

– Ha llamado un reportero del Washington Post que quiere hablar contigo -le dijo a Robbie, que se fijó enseguida en sus piernas.

– ¿Lo conocemos?

– Nunca había oído su nombre.

– Pues no le hagas caso.

– Ayer a las diez y media dejó un mensaje un reportero del Houston Chronicle.

– ¡No será Spinney!

– Sí.

– Pues mándale a la mierda.

– Yo no uso esas palabras.

– Pues entonces no le hagas caso.

– Ha llamado Greta tres veces.

– ¿Aún está en Alemania?

– Sí; no se puede pagar el billete de avión. Quiere saber si puede casarse con Donté por internet.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– Que no, que no se puede.

– ¿Le has explicado que Donté se ha convertido en uno de los mejores partidos del mundo? ¿Que en esta última semana le han hecho como mínimo cinco propuestas matrimoniales, todas desde Europa? ¿Todo tipo de mujeres, jóvenes, viejas, gordas y flacas, cuyo único rasgo en común es que son feas? ¿Y tontas? ¿Le has explicado que Donté tiene bastantes manías a la hora de elegir con quién se casa, y que lo está tomando con calma?

– No he hablado con ella. Ha dejado un mensaje en el contestador.

– Mejor. No le hagas caso.

– La última es de un pastor de una iglesia luterana de Topeka, Kansas. Ha llamado hace diez minutos. Dice que podría tener información sobre la persona que mató a Nicole, pero que no sabe muy bien qué hacer con ella.

– Genial, otro chalado. ¿Cuántos llevamos en lo que va de semana?

– He perdido la cuenta.

– No le hagas caso. Parece mentira la cantidad de pirados que aparecen en el último momento.

Fanta dejó los mensajes sobre la montaña de escombros que había delante de Robbie, y se fue. Robbie siguió su salida de principio a fin, pero no tan boquiabierto como de costumbre.

– A mí no me molesta llamar a los pirados -dijo Martha Handler.

– Tú lo único que buscas es material -replicó Robbie-. Es una pérdida de tiempo valioso.

– Las noticias de la mañana -dijo en voz alta Carlos, el técnico, cogiendo el mando a distancia.

Lo apuntó hacia un televisor de pantalla ancha, colgado en un rincón. Todas las voces se callaron. El reportero estaba frente a los juzgados del condado de Chester, como si en cualquier momento pudiera ocurrir algo dramático. Empezó a declamar:

Las autoridades guardan un mutismo total sobre sus planes ante el riesgo de disturbios aquí en Slone, tras la prevista ejecución de Donté Drumm. Como saben, Drumm fue condenado en 1999 por violación con circunstancias agravantes y asesinato de Nicole Yarber, y a menos que se produzca una suspensión o un indulto de última hora será ejecutado en la cárcel de Huntsville el jueves a las seis de la tarde. Drumm sigue manteniendo su inocencia, y aquí en Slone hay muchos que no creen que sea culpable. El caso ha tenido un trasfondo racial desde el principio, y nos quedaríamos cortos si dijéramos que la ciudad está dividida. Me acompaña el comisario jefe, Joe Radford.

La cámara se alejó, mostrando la rotunda figura del comisario, de uniforme.

– Comisario, ¿qué podemos esperar si se lleva a cabo la ejecución?

– Pues que se haya hecho justicia, supongo.

– ¿Usted prevé disturbios?

– En absoluto. La gente tiene que entender que el sistema judicial funciona, y que es necesario cumplir el veredicto del jurado.

– ¿O sea que no prevé problemas para el jueves por la tarde?

– No, pero dispondremos de todos nuestros efectivos. Estaremos preparados.

– Gracias por dedicarnos estos momentos.

La cámara hizo un zoom que dejó fuera al comisario.

Para mañana a mediodía se está organizando una manifestación justo delante del juzgado. Nuestras fuentes nos han confirmado que el ayuntamiento ha autorizado la reunión. Volveremos sobre ello más tarde.

El reportero se despidió. El técnico pulsó un botón para silenciar el volumen. No hubo comentarios por parte de Robbie. Todos siguieron trabajando.

La Comisión de Indultos y Libertad Condicional de Texas constaba de siete miembros, designados por el gobernador. Cualquier recluso que desee clemencia debe dirigir su escrito a dicha comisión. Las peticiones pueden realizarse en una sola página, u ocupar todo un archivador lleno de pruebas, declaraciones juradas y cartas de todo el mundo. La que presentó Robbie Flak en representación de Donté Drumm era una de las más exhaustivas de toda la historia de la comisión. Rara vez se obtiene clemencia. En caso de negativa se puede apelar al gobernador, el cual no puede dispensar clemencia por iniciativa propia, pero sí está facultado para suspender la condena durante treinta días. En las raras ocasiones en que la respuesta de la comisión es positiva, el gobernador tiene derecho a anular su decisión, en cuyo caso el estado sigue adelante con la ejecución.

Cuando se trata de un recluso condenado a muerte, la comisión suele decidirse dos días antes de la ejecución. No hay ninguna reunión para votar, sino que se hace circular por fax una papeleta. Es lo que se llama «muerte por fax».

En el caso de Donté Drumm, la noticia de su muerte por fax se dio el martes a las ocho y cuarto de la mañana. Robbie leyó el fallo en voz alta a su equipo, sin que se produjera la más leve sorpresa. A esas alturas ya habían perdido tantos rounds que la victoria no entraba en sus cálculos.

– Bueno, venga, a pedir la suspensión al gobernador -dijo Robbie, sonriendo-. Seguro que se alegra de volver a tener noticias nuestras.

Entre las toneladas de instancias, peticiones y solicitudes que había elevado el bufete a lo largo del último mes, y que seguiría expidiendo en abundancia hasta que falleciera su cliente, el mayor despilfarro de papel era sin duda pedirle al gobernador de Texas que suspendiera la condena. Durante el último año, el gobernador había hecho por dos veces caso omiso a otros tantos indultos de su comisión de libertad condicional, dando luz verde a las correspondientes ejecuciones. Le encantaba la pena de muerte, sobre todo cuando andaba a la caza de votos. Una de sus campañas tenía como lema «La justicia dura de Texas», e incluía la promesa de «vaciar el corredor de la muerte». Y no se refería a dejar a nadie en libertad condicional.

– Vamos a ver a Donté -anunció Robbie.

El viaje en coche de Slone a la Unidad Polunsky, cerca de Livingston, Texas, suponía tres horas de tedio por carreteras de un solo carril por dirección. Robbie lo había hecho cien veces. Unos años atrás, cuando tenía a tres clientes pendientes de ejecución -Donté, Lamar Billups y un tal Colé Taylor-, se había cansado de las multas por exceso de velocidad, los conductores rurales y los accidentes evitados por los pelos al hablar por teléfono, así que se había comprado una camioneta, larga, voluminosa, sobrada de espacio, y la había llevado a un taller de gama alta de Fort Worth para que le instalasen teléfonos, televisores y todos los aparatitos del mercado, además de tapicería de lujo, butacas de la mejor piel (a la vez giratorias y reclinables), un sofá en la parte trasera (por si tenía que echar una cabezadita) y un minibar (por si le entraba sed). Designó chófer oficial a Aaron Rey. En el asiento de al lado solía ir Bonnie, la otra técnica legal, lista para saltar a la menor orden del señor Flak. Desde entonces los viajes eran mucho más productivos, ya que Robbie podía hacer llamadas, trabajar con el portátil o leer informes de ida o de vuelta a Polunsky, cómodamente instalado en su despacho portátil.

Su asiento estaba justo detrás del asiento del conductor. A su lado iba Martha Handler, y delante, junto a Aaron, Bonnie.

Salieron de Slone a las ocho y media de la mañana, y poco después circulaban entre las colinas del este de Texas.

El quinto miembro del equipo era nuevo: la doctora Kristina Hinze, o Kristi, como se la llamaba en el bufete Flak, donde no había nadie con tantas pretensiones como para llevar título, y donde casi todos los nombres de pila se abreviaban. Era la última de una serie de expertos en los que Robbie había quemado su dinero para salvar a Donté. Era una psiquiatra clínica que había realizado estudios sobre presos y sobre las condiciones carcelarias, y escrito un libro entre cuyas tesis figuraba la de que las celdas incomunicadas eran una de las peores formas de tortura. A cambio de diez mil dólares, se esperaba de ella que hablase con Donté y, tras haberlo evaluado, preparase (deprisa) un informe en el que describiese el deterioro de su estado mental y declarase que 1) ocho años incomunicado lo habían vuelto loco y que 2) tales medidas constituyen un castigo cruel e inhabitual.

En 1986, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que no se ejecutase a ningún loco. La última ofensiva de Robbie sería presentar a Donté como un psicótico esquizoide que no entendía nada.

No era un argumento que tuviera muchas posibilidades. Kristi Hinze solo tenía treinta y dos años, y no hacía mucho que había dejado las aulas. Carecía de experiencia judicial en su currículo, cosa que a Robbie no le preocupaba, ya que su esperanza era que Kristi tuviera la oportunidad de declarar en una vista sobre facultades mentales, dentro de varios meses. A ella le correspondía el sofá de detrás, y trabajaba tan duro como todos, rodeada de papeles.

– ¿Podemos hablar? -dijo Martha Handler a Robbie, que acababa de hacer una llamada.

Se había convertido en la fórmula habitual siempre que tenía algo que preguntarle.

– Claro que sí -repuso él.

Martha encendió una de sus muchas grabadoras y la puso delante de Robbie.

– Es sobre el tema del dinero. La jueza te asignó la defensa de Donté, que fue calificado de acusado indigente, pero…

– Sí, Texas no tiene ningún sistema de defensa pública digno de ese nombre -la interrumpió él.

Después de varios meses juntos, Martha había aprendido a perder la esperanza de acabar alguna frase.

– Total, que los jueces de la zona recurren a sus amigotes -siguió diciendo Robbie-, o, si es un caso tan malo que no lo quiere nadie, se traen a algún desgraciado. En mi caso, fui a ver a la jueza y me presenté voluntario. Me lo dio encantada. Los otros abogados de la ciudad no querían verlo ni en pintura.

– Pero los Drumm no son precisamente pobres; los dos…

– Ya, pero funciona así. Pagarse a un abogado para un delito castigable con la pena de muerte solo está al alcance de los ricos, y en el corredor de la muerte no hay ricos. Yo podría haber sacado cinco mil o diez mil dólares a la familia, y hacer que hipotecaran otra vez la casa, o algo por estilo, pero ¿qué sentido tenía? Total, lo iba a pagar la buena gente del condado de Chester… Es una de las grandes ironías de la pena de muerte. La gente quiere pena de muerte (sobre un setenta por ciento, en este estado), pero no tiene ni idea de por cuánto dinero le sale.

– ¿Cuánto han pagado? -preguntó Martha, deslizando la pregunta con habilidad antes de que Robbie pudiera seguir hablando.

– Uy, no lo sé, mucho. Bonnie, ¿de momento cuánto nos han pagado?

– Casi cuatrocientos mil -dijo Bonnie sin vacilar ni mirar apenas por encima del hombro.

Robbie siguió hablando prácticamente sin interrupción.

– Incluidos los honorarios de los abogados, a razón de ciento veinticinco dólares la hora, más gastos, sobre todo en investigadores, y un buen pellizco para los testigos periciales.

– Es mucho dinero -dijo Martha.

– Sí y no. Cuando un bufete trabaja por ciento veinticinco dólares la hora, pierde dinero a espuertas. Yo nunca lo volveré a hacer. No puedo permitírmelo; los contribuyentes tampoco, pero al menos yo sé que pierdo la camisa, mientras que ellos no. Ve a la calle Mayor de Slone y pregúntale a fulanito cuánto han pagado él y sus conciudadanos para acusar a Donté Drumm. ¿Sabes qué te dirá?

– ¿Cómo voy a saber…?

– Te dirá que no tiene ni idea. ¿Conoces el caso de los hermanos Tooley, en el oeste de Texas? Es muy famoso.

– Lo siento. Debí de perderme…

– Dos hermanos, los Tooley, un par de idiotas de no sé qué parte del oeste de Texas. ¿Qué condado, Bonnie?

– Mingo.

– Del condado de Mingo. Una zona muy rural. Toda una historia. Escucha. Dos chorizos estaban atracando tiendas de veinticuatro horas y gasolineras. De lo más sofisticado, ya ves. Una noche les sale algo mal y le pegan un tiro a una dependienta. La bala estaba serrada; un asco, vaya. Luego los pillan porque se habían olvidado de las cámaras de vigilancia. El pueblo se indigna. La policía se pavonea. El fiscal promete justicia rápida. Todos quieren un juicio rápido y una ejecución igual de rápida. Con la cantidad de delitos que hay en el condado de Mingo, nunca ha habido ningún tribunal que haya mandado a nadie al corredor de la muerte. Mira, en Texas hay muchas maneras de sentirse olvidado, pero vivir en una comunidad que se ha quedado al margen del tema de las ejecuciones ya es bochornoso. ¿Qué se han creído los parientes de Houston? En Mingo ven llegada su ocasión. Quieren sangre. Los hermanos no quieren pactar una sentencia, porque el fiscal insiste en la pena de muerte, y ¿qué sentido tiene autoinculparse para que te maten? Así que los juzgan a los dos juntos. Condena rápida, y por fin pena de muerte. Durante el recurso, el tribunal encuentra todo tipo de errores. El fiscal había hecho una chapuza. Se anulan las condenas, y se empieza otra vez pero con juicios separados. Dos juicios en vez de uno. ¿Estás tomando apuntes?

– No, estoy buscando qué relación tiene con lo nuestro.

– Es una historia buenísima.

– Y eso es lo único que importa.

– Pasa un año, más o menos. Juzgan por separado a los hermanos. Otros dos veredictos de culpabilidad, y otros dos viajes al corredor de la muerte. El tribunal de apelación ve más problemas, pero de los garrafales, ¿eh? El fiscal era tonto perdido. Anulación y dos nuevos juicios. La tercera vez, un jurado condena por asesinato al que había disparado, y le echa cadena perpetua. Vete tú a saber. Es Texas. O sea que un hermano cumple cadena perpetua. Al otro lo mandaron al corredor de la muerte, donde se suicidó a los pocos meses; sin saber cómo, consiguió una cuchilla de afeitar y se hizo un tajo.

– ¿Y por qué lo cuentas?

– Por lo siguiente. El caso, de principio a fin, costó tres millones al condado de Mingo. No tuvieron más remedio que subir varias veces los impuestos sobre la propiedad, lo cual sublevó a la gente. Se recortaron drásticamente los presupuestos para escuelas, mantenimiento de carreteras y sanidad. Cerraron la única biblioteca que había. El condado estuvo varios años al borde de la quiebra. Y todo se podría haber evitado si el fiscal hubiera dejado que los hermanos se declarasen culpables y aceptasen la cadena perpetua sin libertad condicional. He oído que ahora en Mingo la pena de muerte ya no está tan bien vista.

– A mí me interesaba más…

– Entre una cosa y otra, matar legalmente a una persona en Texas cuesta unos dos millones de dólares. Compáralo con los treinta mil que cuesta anualmente tener a alguien en el corredor de la muerte.

– No es la primera vez que oigo eso -dijo Martha.

Y no lo era, en efecto: Robbie tenía una gran facilidad para pontificar, sobre todo si era sobre la pena de muerte, uno de sus muchos temas favoritos.

– De todos modos, ¿qué más da? En Texas nos sobra el dinero.

– ¿Podríamos hablar del caso de Donté Drumm?

– Ah, bueno, por qué no…

– El fondo de defensa. Lo…

– … creé hace unos años, como organización sin ánimo de lucro registrada y regida por toda la normativa pertinente que dicta la Agencia Tributaria. Lo administran conjuntamente mi bufete y Andrea Bolton, la hermana pequeña de Donté Drumm. ¿A cuánto ascienden de momento los ingresos, Bonnie?

– Noventa y cinco mil dólares.

– Noventa y cinco mil dólares. ¿Y cuánto hay disponible?

– Cero.

– Ya me lo suponía. ¿Quieres que te detalle en qué se ha gastado?

– Tal vez. ¿En qué?

– En gastos procesales, gastos del bufete, testigos periciales y algo de pasta para que la familia viajara a ver a Donté. No es exactamente una ONG de primera. Francamente, no hemos tenido tiempo ni personal para buscar donativos.

– ¿Quiénes son los donantes?

– Sobre todo británicos y europeos. El donativo medio ronda los veinte pavos.

– Dieciocho con cincuenta -puntualizó Bonnie.

– Cuesta mucho recaudar dinero para un reo condenado por asesinato, independientemente de lo que explique él.

– ¿Cuánto suman las pérdidas? -preguntó Martha.

La respuesta no fue inmediata. Bonnie, que por una vez no sabía qué decir, se encogió ligeramente de hombros en el asiento delantero.

– No lo sé -dijo Robbie-. Puestos a decir algo, al menos cincuenta mil, o puede que cien mil. Quizá tuviera que haber gastado más.

Dentro de la camioneta sonaban constantemente los teléfonos. Sammie tenía que preguntar algo a su jefe desde el bufete. Kristi Hinze hablaba con otro psiquiatra. Aaron escuchaba a alguien mientras conducía.

La fiesta empezó temprano, con galletas de boniato directamente salidas del horno de Reeva. A ella le encantaba hacerlas y comerlas, y cuando Sean Fordyce reconoció no haberlas probado nunca, Reeva simuló incredulidad. A la hora en que llegó Fordyce -en el centro de una piña compuesta por su peluquera, su maquilladora, su secretaria y su relaciones públicas-, la casa de Reeva y Wallis Pike estaba a reventar de vecinos y amigos. Por la puerta salía un denso vaho de jamón curado frito. En el camino de entrada había dos camiones largos, aparcados de culo, y hasta el equipo de rodaje masticaba galletas.

A Fordyce, un imbécil irlandés de Long Island, le irritó un poco el gentío, pero puso al mal tiempo buena cara y firmó autógrafos. Era la estrella, y ellos, Sus fans. Compraban sus libros, miraban su programa y alimentaban sus índices de audiencia. Fordyce posó para unas cuantas fotos y se comió una galleta con jamón, que pareció gustarle. Era un hombre rechoncho, de rasgos carnosos; poco que ver con el aspecto tradicional de las estrellas, aunque a esas alturas ya daba igual. Llevaba trajes oscuros y gafas modernas que le hacían parecer mucho más inteligente de lo que mostraban sus actos.

El plato estaba en la habitación de Reeva, el gran anexo pegado a la parte trasera de la casa como una excrecencia cancerosa. Reeva y Wallis se situaron en un sofá, con fotos ampliadas en color de Nicole como trasfondo. Wallis, con corbata, parecía recién salido de su dormitorio por obligación, lo cual era cierto. Reeva iba abundantemente maquillada, con el tinte y la permanente recién hechos, y llevaba su mejor vestido negro. Fordyce se sentó cerca de ellos, en una silla, atendido por sus cuidadores, que le echaban espray en el pelo y le empolvaban la frente. El equipo estaba ocupado con las luces. Había pruebas de sonido en marcha, y monitores en proceso de ajuste. Los vecinos se apretujaban detrás de las cámaras, con severas instrucciones de no hacer ningún ruido.

– ¡Silencio! -dijo el productor-. Estamos rodando.

Primer plano de Fordyce dando la bienvenida a sus espectadores a un nuevo episodio. Explicó dónde estaba, a quién iba a entrevistar y lo esencial del delito, la confesión y la condena.

– Si se cumplen las previsiones -dijo con gravedad-, el señor Drumm será ejecutado pasado mañana.

Presentó a la madre y al padrastro, y les dio su pésame por la tragedia, como no podía ser menos. También les dio las gracias por abrirle su casa, a fin de que el mundo, a través de sus cámaras, pudiera presenciar su sufrimiento. Empezó por Nicole.

– Cuéntenos algo de ella -suplicó, o poco menos.

Wallis no hizo el menor esfuerzo por hablar, actitud que mantuvo durante toda la entrevista. Era el espectáculo de Reeva, que, excitada y saturada de estímulos, se echó a llorar a las pocas palabras. Sin embargo, llevaba tanto tiempo llorando en público que ya sabía conversar al mismo tiempo que corrían sus lágrimas. Habló y habló sobre su hija.

– ¿La echa de menos? -preguntó Fordyce.

Era una de sus preguntas tontas, especialidad de la casa, cuyo único objetivo era extraer más emoción. Reeva se la dio. Él le ofreció el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo de la americana. De hilo. El hombre irradiaba compasión por todos sus poros.

Finalmente sacó el tema de la ejecución, motor de su programa.

– ¿Todavía piensa estar presente? -preguntó, seguro de la respuesta.

– ¡Por supuesto! -dijo ella.

Wallis logró asentir con la cabeza.

– ¿Por qué? ¿Qué significará para usted?

– Significa tanto… -dijo ella. La idea de la venganza secó sus lágrimas-. Esa bestia le quitó la vida a mi hija. Se merece morir, y yo quiero verlo; quiero mirarle a los ojos cuando exhale su último aliento.

– ¿Cree que él la mirará?

– Lo dudo. Es un cobarde. Dudo que cualquier ser humano capaz de hacer lo que le hizo a mi niña preciosa sea bastante hombre para mirarme.

– ¿Y sus últimas palabras? ¿Desea usted una disculpa?

– Sí, pero no la espero. Nunca se ha responsabilizado de lo que hizo.

– Confesó.

– Sí, pero después lo pensó, y desde entonces lo ha negado. Supongo que también lo negará cuando le aten las correas y se despida.

– Adelantémonos un poco en el tiempo, Reeva. Díganos qué cree que sentirá cuando lo declaren muerto.

Reeva sonrió solo de pensarlo, pero se refrenó enseguida.

– Alivio, tristeza… No lo sé. Será cerrar otro capítulo de una historia larga y triste. Pero no será el final.

Wallis frunció un poco el ceño al oírlo.

– ¿Cuál es el último capítulo, Reeva?

– Cuando pierdes un hijo, Sean, sobre todo si te lo quitan de manera tan violenta, no hay final.

– No hay final -repitió Fordyce, sombrío. Después se volvió hacia la cámara y repitió, extremando el dramatismo-: No hay final.

Hicieron un descanso rápido, en el que cambiaron algunas cámaras de sitio y añadieron más espray al pelo de Fordyce. Cuando volvieron a rodar, Fordyce consiguió unos cuantos gruñidos de Wallis, un material que no aguantaría ni diez segundos en la fase de montaje.

El rodaje concluyó en menos de una hora. Fordyce se fue rápidamente. También estaba trabajando en una ejecución en Florida. Se aseguró de que todos supieran que le esperaba un avión. Uno de sus equipos de rodaje se quedaría dos días más en Slone, con la esperanza de que hubiera algún acto violento.

El jueves por la noche, Fordyce estaría en Huntsville, buscando el drama y rezando por que no se pospusiera la ejecución. Su parte favorita del programa era la entrevista posterior a la ejecución, en la que hablaba con la familia de la víctima justo después de que salió de la cárcel. Emocionalmente solían estar hechos papilla. Sabía que Reeva iluminaría la pantalla.

Capítulo 9

Dana tuvo que pasarse casi dos horas al teléfono, usando todas sus dotes de persuasión, para encontrar a un subsecretario que estuviera dispuesto a rebuscar en el registro indicado y confirmar que el 6 de enero de 1999 habían detenido a un tal Travis Boyette en Slone, Texas, por conducir borracho. Ya en la cárcel, se habían añadido acusaciones de mayor gravedad. Boyette había pagado la fianza y se había marchado de la ciudad. Más tarde, al ser detenido y condenado a diez años de cárcel en Kansas, se desestimaron los cargos y se archivó la causa. El funcionario explicó que el sistema seguido en Slone era eliminar los casos que no se quisiera o no se pudiera llevar adelante. En el caso de Boyette no había ningún auto pendiente, al menos en Slone y en el condado de Chester.

Keith, que no podía dormir, y que a las tres y media de la madrugada se preparó su primera cafetera, llamó por primera vez al bufete del señor Flak a las siete y media de la mañana. No estaba muy seguro de lo que le diría al abogado si se lo pasaban al teléfono, pero él y Dana habían decidido que no podían quedarse cruzados de brazos. En vista de que la recepcionista de Flak se lo quitaba de encima, llamó a otro abogado.

Matthew Burns era fiscal adjunto, y parroquiano activo de St. Mark. El y Keith tenían la misma edad, y habían entrenado juntos los equipos de béisbol infantil de sus hijos. Por suerte, aquel martes por la mañana Burns no tenía ningún juicio, aunque sí estaba en los juzgados, muy ocupado con comparecencias iniciales y otras cuestiones rutinarias. Keith encontró la sala, una de las muchas del juzgado, y asistió al curso de la justicia desde un asiento de las últimas filas. Después de una hora, empezó a ponerse nervioso y tuvo ganas de salir, pero no sabía muy bien adónde ir. Burns finalizó otra comparecencia ante el juez, se guardó los papeles en el maletín y se dirigió a la puerta. Saludó con la cabeza a Keith, que lo siguió. Encontraron un lugar a salvo del bullicio de los pasillos: un banco de madera muy gastado, junto a una escalera.

– Te veo muy mal -dijo Burns afablemente.

– Gracias. No sé si es una manera muy educada de saludar a tu pastor. Esta noche no he podido dormir, Matthew. Ni un minuto. ¿Has mirado la web?

– Sí, en el bufete, durante unos diez minutos. Drumm no me sonaba de nada, pero bueno, son casos que tienden a confundirse. Por aquí son bastante rutinarios.

– Drumm es inocente, Matthew -dijo Keith, con una convicción que sorprendió a su amigo.

– Bueno, es lo que pone en la web, pero no será el primer asesino que se proclame inocente.

Casi nunca hablaban de cuestiones jurídicas, ni de nada relacionado con la pena de muerte. Keith daba por supuesto que Matthew, como fiscal, era partidario de ella.

– El asesino está aquí, en Topeka, Matthew. El domingo por la mañana estuvo en la iglesia, probablemente a pocos bancos de donde estabais tú y tu familia.

– Soy todo oídos.

– Acaban de concederle la condicional. Está pasando noventa días en la casa de reinserción, y se está muriendo de un tumor cerebral. Ayer pasó por la oficina parroquial para que lo aconsejase. Tiene un largo historial de agresiones sexuales. He hablado dos veces con él, y ha admitido que violó y mató a la chica (confidencialmente, claro). Sabe dónde está enterrado el cadáver. No quiere que ejecuten a Drumm, pero tampoco quiere declarar. Es un desastre, Matthew, un psicópata enfermo de verdad, que en pocos meses también estará muerto.

Matthew espiró y sacudió la cabeza, como si le hubieran dado una bofetada.

– ¿Te puedo preguntar por qué estás tan metido en el asunto?

– No lo sé, pero lo estoy. Sé la verdad. La cuestión es qué hay que hacer para impedir la ejecución.

– Santo Dios, Keith.

– Sí, con él también he hablado, y todavía espero que me oriente; pero mientras espero que lo haga, también necesito que tú me orientes un poco. He llamado al bufete de la defensa, en Texas, pero no ha servido de nada.

– ¿Estos temas no tienes que guardarlos en secreto?

– Sí, y lo haré, pero ¿y si el asesino decide sincerarse y contar la verdad para que no ejecuten al otro? ¿Entonces qué? ¿Qué hacemos?

– ¿«Hacemos»? No tan rápido, colega.

– Ayúdame, Matthew. Yo no entiendo de leyes. He leído la web hasta quedarme bizco, pero cuanto más leo más me desconcierta. ¿Cómo se puede condenar a alguien por un asesinato sin que haya ningún cadáver? ¿Cómo se puede dar crédito a una confesión que está clarísimo que la policía consiguió a la fuerza? ¿Por qué dejan declarar a los chivatos de la cárcel a cambio de rebajarles la condena? ¿Cómo es posible que a un acusado negro le toque un jurado formado solo por blancos? ¿Cómo puede ser tan ciego un tribunal? ¿Dónde están los tribunales de apelación? Tengo una larga lista de preguntas.

– Pues yo no puedo contestar a todas, Keith. De todos modos, parece que la única importante es la primera: ¿cómo impedir la ejecución?

– Es lo que te pregunto, chico; el abogado eres tú.

– Está bien, está bien, déjame pensar un minuto. ¿Verdad que necesitas un café?

– Sí, solo me he tomado cinco litros.

Bajaron por una escalera a un pequeño bar donde encontraron una mesa en un rincón. Keith invitó a café y se sentó.

– Necesitas el cadáver -dijo Matthew-. Si el hombre que dices puede enseñar el cadáver, es probable que los abogados de Drumm consigan un indulto de los tribunales. Si no, la ejecución también podría suspenderla el gobernador. No estoy muy seguro de cómo funciona en Texas; cada estado es diferente, pero sin el cadáver tu amigo parecerá otro loco de los que buscan llamar la atención. Ten en cuenta que habrá peticiones de último minuto, Keith, como siempre. Los abogados expertos en pena de muerte saben utilizar el sistema, y muchas ejecuciones se aplazan. Puede que tengas más tiempo de lo que crees.

– Texas es bastante eficaz.

– En eso tienes razón.

– Hace dos años, a Drumm le faltaba una semana para que lo ejecutasen. Salió bien alguna instancia en un juzgado federal, aunque no me pidas detalles; lo he leído esta noche, y sigo sin tenerlo muy claro. El caso es que, según la web, ahora es poco probable un milagro de última hora. Su milagro, Drumm ya lo ha tenido. Se le ha acabado la suerte.

– Es esencial encontrar el cadáver. Es la única prueba clara de que ese hombre dice la verdad. ¿Tú sabes dónde está? Si lo sabes, no me lo expliques. Dime solo si lo sabes.

– No. Me dijo el estado, la localidad más próxima y la ubicación aproximada, pero también me dijo que lo había escondido tan bien que incluso a él le sería difícil encontrarlo.

– ¿Es en Texas?

– En Missouri.

Matthew sacudió la cabeza y bebió un buen sorbo.

– ¿Y si es un mentiroso como tantos, Keith? -preguntó-. Yo me encuentro cada día con una docena. Mienten sobre cualquier cosa. Mienten por costumbre. Mienten aunque les beneficiase mucho más la verdad. Mienten en el banquillo de los acusados, y a sus propios abogados; y cuanto más tiempo pasan en la cárcel, más mienten.

– Tiene el anillo de graduación de la chica, Matthew. Lo lleva al cuello, colgado de una cadena barata. La estuvo persiguiendo. Lo tenía obsesionado. Me enseñó el anillo. Yo lo cogí y lo examiné.

– ¿Estás seguro de que es auténtico?

– Si lo vieras tú, dirías que es auténtico.

Otro largo sorbo. Matthew miró el reloj.

– ¿Tienes que irte?

– Dentro de cinco minutos. ¿Está dispuesto a ir a Texas y proclamar la verdad?

– No lo sé. Dice que si sale de su jurisdicción infringirá la libertad condicional.

– En eso no miente; pero si se está muriendo, ¿qué más le da?

– Se lo pregunté, y me contestó con vaguedades. Además, no tiene dinero ni medios para el viaje. Su credibilidad es nula. Nadie le dará ni la hora.

– ¿Por qué has llamado al abogado?

– Porque estoy desesperado, Matthew. Yo a este hombre lo creo, y también creo que Drumm es inocente. Puede que el abogado de Drumm sepa qué hacer. Yo no.

Hubo un paréntesis en la conversación. Matthew asintió con la cabeza y habló con dos abogados de la mesa contigua. Volvió a mirar el reloj.

– Una última pregunta -dijo Keith-, puramente hipotética. ¿Y si lo convenzo de que vaya a Texas cuanto antes y empiece a contar su versión?

– Acabas de decir que no puede ir.

– Ya, pero ¿y si lo llevo yo?

– Ni hablar, Keith. Serías cómplice de infringir el pacto de libertad condicional. Rotundamente no.

– ¿Es muy grave?

– No estoy seguro, pero podría ponerte en una situación incómoda, y vete a saber si no te apartarían del sacerdocio. Dudo que fueras a la cárcel, pero doloroso lo sería.

– ¿Pues cómo quieres que vaya él a Texas?

– Creía que habías dicho que no tiene decidido ir.

– Pero ¿y si se decide?

– Cada cosa a su tiempo, Keith. -Tercera mirada al reloj-. Oye, me tengo que ir volando. Si te parece, quedamos para almorzar algo rápido y acabamos de hablarlo.

– Buena idea.

– Aquí, a la vuelta de la esquina, la de la calle Siete, hay un sitio que se llama Eppie's. Podríamos hablar tranquilamente en una de las mesas del fondo.

– Ya lo conozco.

– Nos vemos a las doce.

En el mostrador de Anchor House estaba el mismo ex recluso de ceño permanente, enfrascado en un crucigrama. No le gustó mucho que lo interrumpiesen. Dijo secamente que Boyette no estaba. Keith insistió con suavidad.

– ¿Está trabajando?

– Está en el hospital. Se lo llevaron ayer por la noche.

– ¿Qué tenía?

– Ataques. No sé nada más. El tipo está jodido de verdad, en varios sentidos.

– ¿A qué hospital?

– Yo no conducía la ambulancia.

Retomó su crucigrama sin decir nada más. La conversación se había terminado.

Keith encontró al paciente en la segunda planta del hospital St. Francis, en una habitación para dos, junto a la ventana. Las dos camas estaban separadas por una cortina muy delgada. En calidad de pastor visitante -cuyo rostro, además, no era desconocido-, Keith dijo a la enfermera que el señor Boyette había asistido a su iglesia, y que tenía que verlo. No hizo falta más.

Boyette estaba despierto, con una vía intravenosa en la mano izquierda. Al ver a Keith, sonrió y tendió flácidamente su mano derecha para un rápido apretón.

– Gracias por venir, pastor -dijo con voz débil y ronca.

– ¿Cómo se encuentra, Travis?

Pasaron cinco segundos. Boyette levantó ligeramente la mano izquierda.

– Estos medicamentos son eficaces -dijo-. Me encuentro mejor.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Keith, aunque creyera saberlo.

Boyette desvió la mirada hacia la ventana, aunque solo se viera el cielo gris. Pasaron diez segundos.

– Después de que se fuera usted, pastor, me puse nervioso de verdad. Tuve unos dolores tremendos de cabeza, que no había manera de que se fueran. Luego me quedé inconsciente, y me trajeron aquí, dicen que con temblores y sacudidas.

– Lo siento, Travis.

– La culpa es casi toda suya, pastor. Fue usted quien me estresó.

– Lo siento mucho, pero haga el favor de recordar que vino a verme usted a mí, Travis. Quería que lo ayudase. Fue usted quien me habló de Donté Drumm y de Nicole Yarber, dos personas que no me sonaban de nada. Dijo lo que dijo. Nuestro contacto no lo empecé yo.

– Es verdad.

Boyette cerró los ojos. Respiraba pesadamente, con dificultad.

Hubo una larga pausa. Keith se inclinó.

– ¿Me oye, Travis? -preguntó, casi susurrando.

– Sí.

– Pues escúcheme. Tengo un plan. ¿Quiere oírlo?

– Sí, claro.

– Primero hacemos un vídeo en el que usted cuenta su historia. Reconoce lo que le hizo a Nicole. Explica que Donté no tuvo nada que ver con su rapto y su muerte. Lo cuenta todo, Travis. Y explica dónde está enterrada, con el mayor detalle posible, para que con algo de suerte la puedan encontrar. Hacemos el vídeo ahora mismo, aquí, en el hospital; y una vez que yo lo tenga, lo mandaré a Texas, a los abogados de Donté, al fiscal, al juez, a la policía, a los tribunales de apelación, al gobernador y a todos los periódicos y cadenas de televisión que haya, para que se enteren. Se enterará todo el mundo. Lo haré electrónicamente, para que llegue en cuestión de minutos. Después, para la segunda parte de mi plan, usted me da el anillo. Yo lo fotografío y mando las fotos a toda la gente a la que acabo de nombrar, también por internet. Mandaré el anillo a los abogados de Donté por mensajería exprés; así tendrán la prueba física. ¿Qué le parece, Travis? Así puede contar su historia sin salir de esta cama de hospital.

Los ojos no se abrieron.

– ¿Me oye, Travis?

Un gruñido.

– Mmmm.

– Funcionará, Travis. No podemos demorarlo más.

– Es una pérdida de tiempo.

– ¿Qué se pierde? Solo la vida de un inocente.

– Anoche me llamó mentiroso.

– Eso fue porque mintió.

– ¿Ha encontrado la ficha de mi detención en Slone?

– Sí.

– O sea que no era mentira.

– No, eso no, y lo que dice de Donté Drumm tampoco.

– Gracias. Ahora voy a dormir.

– Vamos, Travis, no tardaremos ni un cuarto de hora en hacer el vídeo. Si quiere, puedo hacerlo ahora mismo, con mi móvil.

– Me está dando otra vez dolor de cabeza, pastor. Noto un ataque. Tiene que irse ahora mismo; y no vuelva, por favor.

Keith se irguió y respiró profundamente. Boyette repitió sus palabras con mucha más fuerza, para asegurarse de que dejaba las cosas claras.

– Tiene que irse, pastor. Y no vuelva, por favor.

Se sentaron al fondo de Eppie's, frente a sendos cuencos grandes de estofado de buey. Matthew sacó unos apuntes del bolsillo y habló con la boca llena.

– No hay ningún punto específico del código penal, pero probablemente te acusasen de obstrucción a la justicia. Que no se te ocurra llevarte a Texas a aquel tipo.

– Acabo de hablar con nuestro hombre. Está…

– ¿Nuestro hombre? No era consciente de haber sido reclutado.

– Está en el hospital. Por la noche ha tenido varios ataques. El tumor le está matando muy deprisa. Ha perdido las ganas de ayudar a la causa. Es un mal bicho, un psicópata; probablemente ya estuviera loco antes de que le saliera un tumor en el cerebro.

– ¿Para qué fue a la iglesia?

– Probablemente para salir un par de horas de la casa de reinserción. No, eso no debería decirlo. Yo le he visto una emoción sincera, un sentimiento de culpa real, y el deseo fugaz de hacer las cosas bien. Dana ha encontrado a uno de los que supervisaban su libertad condicional en Arkansas. Ha hablado un poco con ella, y le ha dicho que en la cárcel nuestro hombre fue miembro de una especie de pandilla de supremacistas blancos. Donté Drumm es negro, claro, y me pregunto hasta qué punto se compadece de él.

– No comes nada -dijo Matthew, tomando otro bocado.

– No tengo hambre. Se me ocurre otra idea.

– Tú a Texas no te vas. Lo más probable es que te pegaran un tiro.

– Está bien, está bien. Tengo una idea. ¿Y si llamas tú al abogado de Donté Drumm? Yo no he conseguido pasar de la recepcionista. Solo soy un humilde servidor de Dios; en cambio, tú eres abogado, fiscal, y hablas su idioma.

– ¿Y qué le digo?

– Podrías decirle que tienes motivos para pensar que el verdadero asesino está aquí, en Topeka.

Matthew masticó un bocado y esperó.

– ¿Ya está? -dijo-. Así, como si nada. El abogado recibe una llamada rara. ¿Le digo lo que le digo, que no es gran cosa, y se supone que con eso tendrá nueva munición que presentar ante los tribunales, e impedirá la ejecución? ¿Lo he entendido bien, Keith?

– Sé que puedes ser más convincente que eso.

– A ver qué te parece esta hipótesis. El mal bicho en cuestión es el típico mentiroso patológico que está a punto de morir, el pobre, y decide despedirse a lo grande e intentar vengarse por última vez de un sistema que lo ha machacado. Se entera de este caso en Texas, investiga, se da cuenta de que no han encontrado el cadáver, y listos: ya tiene su historia. Encuentra la web, se aprende los datos hasta dominarlos y ahora juega contigo. ¿Te imaginas la atención que recibiría? Lo malo es que su salud se niega a colaborar. Déjalo correr, Keith. Probablemente todo sea falso.

– ¿Cómo podía enterarse del caso?

– Ha salido en la prensa.

– ¿ Cómo podía encontrar la web?

– ¿Te suena de algo Google?

– No tiene acceso a ningún ordenador. Los últimos seis años los ha pasado en Lansing. Los presos no tienen acceso a internet. Deberías saberlo. ¿Te imaginas qué pasaría si pudieran navegar? Con tanto tiempo libre… Ningún software del mundo estaría a salvo. En la casa de reinserción no puede acceder a ningún ordenador. Es un hombre de cuarenta y cuatro años, Matthew, y desde que es adulto se ha pasado casi toda la vida en la cárcel. Probablemente le den miedo los ordenadores.

– ¿Y la confesión de Drumm? ¿No te preocupa?

– Pues claro que sí, pero según la web…

– Vamos, Keith; la hacen sus abogados. Luego hablan de parcialidad. Es tan tendenciosa que pierde toda credibilidad.

– ¿Y el anillo?

– Un anillo de graduación como hay miles de millones. No es que sea muy difícil de hacer o de copiar.

Keith se quedó caído de hombros. De repente estaba muy cansado, sin fuerzas para seguir discutiendo.

– Necesitas dormir, amigo mío -dijo Matthew-. Y necesitas olvidarte de este caso.

– Quizá tengas razón.

– Yo creo que sí. Y si el jueves, al final, hay ejecución, no te flageles. Hay muchas probabilidades de que sea el culpable.

– Hablas como un verdadero fiscal.

– Que resulta que es tu amigo.

Capítulo 10

El 29 de octubre de 1999, dos semanas después de ser condenado, Donté Drumm llegó al corredor de la muerte de la Unidad Ellis de la cárcel de Huntsville, una localidad de treinta y cinco mil habitantes situada a unos ciento cincuenta kilómetros al norte del centro de Houston. Lo procesaron y le entregaron el vestuario estándar, compuesto por dos juegos de camisa blanca y pantalón, dos monos blancos, cuatro calzoncillos bóxer, dos camisetas blancas, unas chanclas de goma para la ducha, una manta fina y una almohada pequeña. También le dieron un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un peine de plástico y un rollo de papel higiénico. Se le asignó una celda de reducidas dimensiones, con cama de cemento, y váter y lavabo de acero inoxidable. A partir de ese momento quedó convertido en uno de los cuatrocientos cincuenta y dos reclusos de sexo masculino del corredor de la muerte. Otra cárcel, cerca de Gatesville, Texas, alojaba a veintidós mujeres condenadas a la pena capital.

Como no tenía antecedentes de mala conducta en la cárcel, fue clasificado como de nivel I, y como tal gozó de algunos privilegios adicionales. Podía trabajar hasta cuatro horas al día en el taller textil del corredor de la muerte. Podía pasar el tiempo destinado al ejercicio físico en un patio, con algunos reclusos más. Podía ducharse una vez al día, solo, sin vigilancia. Podía participar en ceremonias religiosas, talleres de artesanía y programas educativos. Podía recibir un máximo de setenta y cinco dólares mensuales del exterior. Podía comprarse un televisor, una radio, material de escritura y algo de comida en el economato. También tenía derecho a dos visitas semanales. A los infractores de la normativa se los degradaba al nivel II, donde se recortaban los privilegios. Los de mala conducta quedaban reducidos al nivel III, donde se les quitaban todas las golosinas.

Aunque Donté llevara casi un año en una cárcel de condado, el impacto del corredor de la muerte fue abrumador. El ruido era incesante: radios y teles a todo volumen, las bromas que se hacían constantemente los demás reclusos, los gritos de los vigilantes, los pitidos y borboteos de las viejas tuberías y el abrir y cerrarse de las puertas de las celdas. En una carta a su madre escribió: «La bulla nunca para, nunca. Yo intento ignorarla, y lo consigo más o menos durante una hora, pero luego empieza a gritar alguien, o a desafinar, se pone a berrear un vigilante, y todo el mundo se ríe. Lo mismo a todas horas. A las diez de la noche se apagan las radios y las teles, y es cuando los bocazas empiezan a decir tonterías. Por si no fuera bastante malo vivir en una jaula como un animal, el ruido me está volviendo loco».

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que podía soportar el cautiverio y sus rituales. De lo que no estaba tan seguro era de poder vivir sin su familia y sus amigos. Echaba de menos a sus hermanos y a su padre, pero la idea de verse permanentemente separado de su madre bastaba para hacerle llorar. Lloraba durante horas, siempre boca abajo, a oscuras, y sin hacer ruido.

El corredor de la muerte es una pesadilla para los asesinos en serie y para los que han matado con un hacha. Para un inocente es una vida de tortura mental que el espíritu humano no está en condiciones de superar.

La pena de muerte de Donté adquirió un nuevo sentido el 16 de noviembre, cuando Desmond Jennings fue ejecutado por haber matado a dos personas durante una venta de droga frustrada. El día 17 fue a John Lamb a quien ejecutaron por el asesinato de un viajante al día siguiente de haber salido de la cárcel en libertad condicional. Un día más tarde, el 18 de noviembre, fue ejecutado José Gutiérrez por un robo a mano armada y un asesinato cometidos junto con su hermano. Al hermano lo habían ejecutado cinco años antes. Jennings llevaba cuatro años en el corredor de la muerte; Lamb, dieciséis y Gutiérrez, diez. Un vigilante explicó a Donté que la estancia media en el corredor de la muerte antes de la ejecución era de diez años, la más corta del país, dijo orgulloso. También en esto Texas era el número uno.

– Pero no te preocupes -añadió-. Serán los diez años más largos de tu vida, y los últimos, claro.

Ja, ja.

Tres semanas más tarde, el 8 de diciembre, David Long fue ejecutado por matar a tres mujeres con un hacha en las afueras de Dallas. Durante el juicio dijo al tribunal que si no lo condenaban a muerte volvería a matar. El jurado le hizo caso. El 9 de diciembre ejecutaron a James Beathard por otro triple homicidio. Cinco días más tarde le llegó el turno a Robert Atworth, después de solo tres años en el corredor de la muerte. Al día siguiente ejecutaron a Sammie Felder, tras veintitrés años de espera.

Después de la muerte de Felder, Donté escribió una carta a Robbie Flak donde ponía: «Oye, tío, aquí la cosa va en serio. Siete muertos en cuatro semanas. Sammie era el número ciento noventa y nueve, desde que hace unos años volvieron a dar luz verde. En lo que va de año ha sido el treinta y cinco, y tienen programados a cincuenta para el año que viene. Tienes que hacer algo, tío».

Las condiciones de vida fueron de mal en peor. Los responsables del Departamento de Justicia Criminal de Texas habían iniciado el traslado del corredor de la muerte desde Huntsville a la Unidad Polunsky, cerca de la localidad de Livingston, a unos sesenta kilómetros. Aunque no se diera ninguna razón oficial, el traslado llegó después de una tentativa malograda de fuga por parte de cinco presos condenados. A cuatro los cogieron dentro de la cárcel. El quinto apareció flotando en el río, sin que se esclareciesen las causas de su muerte. Poco después se tomó la decisión de reforzar la seguridad y de trasladar a los hombres a Polunsky. Tras cuatro meses en Huntsville, Donté fue esposado y subido con veinte presos más a un autobús.

En la nueva cárcel le asignaron una celda que medía menos de dos metros por tres. No había ventanas. La puerta era de metal macizo, con una pequeña abertura cuadrada para que los vigilantes pudiesen controlar el interior. Debajo había una ranura estrecha para una bandeja de comida. Era una celda sin salida al exterior, sin barrotes por los que mirar ni modo alguno de ver a otras personas; un búnker asfixiante de hormigón y acero.

Los gestores de la cárcel decidieron que la mejor manera de controlar a los presos y de evitar fugas y actos violentos eran veintitrés horas diarias de encierro. Se eliminaron prácticamente todas las formas de contacto entre reclusos: nada de programas de trabajo, ni de ceremonias religiosas, ni de recreo en grupo, ni de cualquier otra cosa que permitiera la interrelación humana. Se prohibieron los televisores. Durante una hora diaria Donté era llevado a una «sala de día», un pequeño espacio interior, apenas más grande que su celda, donde en principio debía disfrutar de cualquier pasatiempo que pudiera confeccionar mentalmente, a solas y con la supervisión de un vigilante. Dos veces por semana, si lo permitía el clima, lo sacaban a una zona pequeña y medio cubierta de hierba que recibía el nombre de «la caseta del perro», y podía mirar el cielo durante una hora.

Por curioso que parezca, en poco tiempo empezó a añorar el incesante ruido que tanto despreciaba en Huntsville.

Tras un mes en Polunsky, escribió en una carta a Robbie Flak: «Estoy encerrado veintitrés horas al día en este armario. La única vez que hablo con alguien es cuando los vigilantes traen la comida, o lo que aquí llaman comida; o sea que solo veo a vigilantes, no al tipo de gente que elegiría yo. Estoy rodeado de asesinos, de asesinos de verdad, pero preferiría hablar con ellos que con los vigilantes. Aquí todo está pensado para que se viva lo peor posible. Las comidas, por ejemplo. Nos dan el desayuno a las tres de la madrugada. ¿Por qué? Nadie lo sabe, ni lo pregunta. Nos despiertan para darnos de comer una bazofia que haría salir corriendo a la mayoría de los perros. La comida es a las tres de la tarde, y la cena a las diez de la noche. De desayuno, huevos fríos y pan blanco, y a veces compota de manzana y creps. Para comer, bocadillos de mantequilla de cacahuete, y a veces mortadela de la mala; para cenar, pollo de goma y puré de paquete. Un juez de no sé dónde dijo que tenemos derecho a dos mil doscientas calorías al día (seguro que lo sabes), y si les parece que se han quedado un poco cortos lo único que hacen es añadir pan blanco, que siempre está en mal estado. Ayer me dieron para comer cinco rebanadas de pan blanco, judías con tocino frías y un trozo de queso cheddar mohoso. ¿Podemos poner una demanda por la comida? Seguro que ya lo ha hecho alguien. De todos modos, la comida todavía la soporto, y que me cacheen a todas horas; creo que puedo soportarlo todo, Robbie, pero el aislamiento me resulta insoportable. Haz algo, por favor».

Dormía doce horas al día, aún más deprimido y desanimado que antes. Para luchar contra el aburrimiento, repasaba mentalmente todos los partidos de su época del instituto. Hacía ver que era un locutor de radio que describía las jugadas de manera pintoresca, siempre con el gran Donté Drumm como estrella. Desgranaba los nombres de sus compañeros de equipo, con la única excepción de Joey Gamble, y ponía nombres ficticios a sus adversarios. Doce partidos en segundo curso, y trece en tercero; y aunque en ambas ocasiones Marshall hubiera ganado a Slone en las finales, dentro de la cárcel Donté no aceptaba eso. Aquellos partidos los habían ganado los Slone Warriors, que seguían en su progresión hasta arrasar con el Odessa Permian en la gran final del estadio de los Cowboys, ante setenta y cinco mil hinchas. Donté era nombrado mejor jugador de Texas esos dos años, algo sin precedentes.

Después de los partidos, y tras poner punto final a las retransmisiones, escribía cartas; su objetivo diario era escribir al menos cinco. Leía la Biblia durante horas, y se aprendía de memoria versículos de las Escrituras. Cuando Robbie presentó otro grueso escrito ante otro tribunal, Donté leyó hasta la última coma. Lo demostraba escribiendo a su abogado largas cartas de agradecimiento.

Sin embargo, después de un año de aislamiento, empezó a tener miedo de perder la memoria. Se le escapaban los resultados de sus antiguos partidos. Los nombres de sus compañeros de equipo caían en el olvido. Ya no podía recitar de un tirón los veintisiete libros del Nuevo Testamento. Estaba somnoliento, y no conseguía superar la depresión. Se le desintegraba el cerebro. Dormía dieciséis horas al día, y solo comía la mitad de lo que le traían.

El 14 de marzo de 2001 ocurrieron dos cosas que casi pudieron con él. La primera fue una carta de su madre: tres páginas escritas con la letra que él tanto quería. Después de leer la primera página, no siguió adelante. Era incapaz de leer toda una carta. Quería hacerlo, era consciente de tener que hacerlo, pero la vista se le desenfocaba y su cerebro no asimilaba las palabras de su madre. Al cabo de dos horas recibió la noticia de que el Tribunal Penal de Apelación de Texas había confirmado su condena. Lloró durante mucho rato. Luego se estiró en la cama y se quedó mirando al techo, en una bruma medio catatónica. No se movió en varias horas. Se negó a comer.

Durante el último partido de tercer curso, en las finales contra Marshall, un defensa de ciento cuarenta kilos le había pisado la mano izquierda, aplastándolo y fracturándole tres dedos. El dolor fue inmediato, y tan intenso que casi lo hizo desmayarse. Un entrenador le juntó los dedos con cinta adhesiva, y en la siguiente serie Donté volvió a jugar. Jugó como un salvaje casi toda la segunda mitad. El dolor lo enloquecía. Entre jugada y jugada, miraba estoicamente el pelotón ofensivo sin sacudir la mano ni tocarla una sola vez, negándose a reconocer el dolor que empañaba sus ojos. De algún lugar sacó la voluntad de hierro y la increíble dureza necesarias para acabar el partido.

Aunque de aquella puntuación tampoco se acordara ya, juró buscar de nuevo en lo más hondo de sus entrañas, en los estratos subconscientes de un cerebro que le estaba fallando, y encontrar la voluntad necesaria para no caer en la demencia. Logró levantarse de la cama, y al caer al suelo hizo veinte flexiones. Después hizo abdominales hasta que le dolió la barriga. Corrió sin moverse de su sitio hasta que ya no pudo levantar los pies. Sentadillas, levantamientos de piernas y más flexiones y abdominales. Empapado de sudor, se sentó a preparar un horario. Cada mañana, a las cinco, iniciaría una serie exacta de ejercicios, y la practicaría sesenta minutos sin parar. A las seis y media escribiría dos cartas. A las siete memorizaría un nuevo versículo de las Escrituras. Y así el resto del día. Su objetivo era mil flexiones y mil abdominales diarios. Escribiría diez cartas, sin limitarse a su familia y a sus mejores amigos. Se buscaría nuevas amistades por correspondencia. Leería como mínimo un libro al día. Reduciría las horas de sueño a la mitad. Empezaría un diario.

Estos objetivos, pulcramente anotados, recibieron el título de «La Rutina», y quedaron pegados a la pared, junto al espejo de metal. Donté encontró el entusiasmo necesario para ceñirse a ese régimen que emprendía cada mañana. Al cabo de un mes hacía mil doscientas flexiones y otros tantos abdominales al día, y el endurecimiento de sus músculos le procuraba bienestar. El ejercicio hizo que la sangre volviera a circular por su cerebro. La lectura y la escritura le abrieron nuevos mundos. Una chica de Nueva Zelanda le escribió una carta, a la que él respondió inmediatamente. Se llamaba Millie; tenía quince años y sus padres le daban permiso para escribir a Donté, aunque leían su correspondencia. Cuando Millie mandó una pequeña foto, Donté se enamoró. Pronto llegó a las dos mil flexiones y abdominales, azuzado por el sueño de conocer alguna vez a Millie. Su diario estaba lleno de escenas eróticas muy gráficas de la pareja viajando por todo el mundo. Millie le escribía una vez al mes, y por cada carta que echaba al correo recibía un mínimo de tres.

Roberta Drumm tomó la decisión de no contarle a Donté que su padre se estaba muriendo de una enfermedad cardíaca. Durante una de sus muchas visitas habituales, cuando le dijo que su padre había muerto, el frágil mundo de Donté empezó a resquebrajarse de nuevo. Saber que su padre había fallecido antes de que él pudiera salir de la cárcel, libre de cualquier acusación, resultó demasiado para él. Se permitió infringir su rígida rutina. Primero se la saltó un día, y luego otro. No paraba de llorar y temblar.

Después lo dejó Millie. Sus cartas llegaban hacia el día 15, todos los meses, durante más de dos años, sin contar las postales de cumpleaños y de Navidad, hasta que se interrumpieron por razones que Donté nunca supo. El siguió mandando cartas y más cartas, pero no recibía nada a cambio. Acusó a los celadores de esconderle el correo, y hasta convenció a Robbie de que amenazara a las autoridades de la cárcel; sin embargo, poco a poco aceptó el hecho de que Millie ya no daba señales de vida, y cayó en una oscura y larga depresión en la que perdió todo interés por la Rutina. Empezó una huelga de hambre: estuvo diez días sin comer, pero en vista del desinterés general, renunció. Estuvo semanas sin hacer ejercicio, sin leer ni escribir en su diario; sus únicas cartas eran para su madre y para Robbie. No tardó mucho en volver a olvidar los resultados de viejos partidos, y solo se acordaba de algunos versículos bíblicos, los más famosos. Se quedaba durante horas con la vista clavada en el techo, murmurando sin parar:

– Dios mío, se me va la cabeza.

La sala de visitas de Polunsky es un espacio grande, abierto, lleno de mesas, sillas y máquinas expendedoras en las paredes. En el centro hay una larga hilera de cabinas, separadas por cristales. Los reclusos se sientan a un lado, y las visitas al otro, y todas las conversaciones son por vía telefónica. Detrás de los reclusos siempre hay guardias vigilando. En un lado hay tres cabinas que se usan para las visitas de abogados; también tienen divisorias de cristal, y todas las consultas son asimismo telefónicas.

Durante los primeros años, a Donté le entusiasmaba ver a Robbie Flak sentado ante el pequeño mostrador del otro lado del cristal. Robbie era su abogado, su amigo, su entregado defensor, y el hombre que resolvería aquel inaudito error. Robbie era un luchador encarnizado y sin pelos en la lengua, que amenazaba con el fuego eterno a todo el que maltratase a su cliente. Gran parte de los condenados tenían malos abogados en el exterior, o ninguno. Sus apelaciones habían seguido su curso, y el sistema ya se los había ventilado. Fuera no había nadie que abogase por ellos. En cambio, Donté tenía a Robbie Flak, y sabía que siempre, en algún momento del día, su abogado pensaba en él y buscaba nuevas maneras de sacarlo de allí.

Tras ocho años en el corredor de la muerte, sin embargo, Donté ya había perdido la esperanza. No es que hubiera perdido la fe en Robbie, sino que se había dado cuenta de que los sistemas de Texas eran mucho más poderosos que un solo abogado. Solo un milagro podía evitar que aquella injusticia siguiera su curso. Robbie le había explicado que elevarían una petición tras otra hasta el final, pero también era realista.

Hablaron a través del teléfono, contentos de verse. Robbie le dio recuerdos de toda la familia Drumm. Había estado en su casa la noche anterior, y se lo explicó en detalle. Donté escuchaba sonriendo, pero apenas dijo nada. Sus facultades para la conversación se habían deteriorado, como todo lo demás. Físicamente era un hombre de veintisiete años flaco y encorvado. Mentalmente estaba hecho un desastre. Perdía la noción del tiempo, nunca sabía si era de noche o de día, y se saltaba a menudo las comidas, las duchas y su hora diaria de recreo. No quería decir ni una palabra a los celadores, y a menudo le costaba seguir sus órdenes más básicas. Ellos le tenían cierta compasión, sabedores de que no era peligroso. A veces dormía entre dieciocho y veinte horas al día, y cuando no dormía era incapaz de hacer otra cosa. Llevaba años sin hacer ejercicio. Nunca leía, y aunque consiguiera escribir una o dos cartas por semana, solo eran para su familia y para Robbie. Eran cartas breves, en muchos casos incoherentes, y llenas de palabras mal escritas y errores garrafales de gramática. La letra era tan torpe que daba lástima. No era agradable abrir un sobre con una carta de Donté.

La doctora Kristi Hinze había analizado centenares de cartas escritas por Donté durante sus ocho años en el corredor de la muerte, y estaba convencida de que estar incomunicado lo había alejado mucho de la realidad. Se sentía deprimido, somnoliento, con ideas delirantes, paranoico, esquizofrénico y con impulsos suicidas. Oía voces, concretamente las de su difunto padre y de su entrenador de fútbol americano en el instituto. Por decirlo en lenguaje de la calle: se le había secado el cerebro. Estaba loco.

Tras un par de minutos dedicados a resumir el estado de los recursos de última hora, y a exponer lo que estaba programado para los dos días siguientes, Robbie le presentó a la doctora Hinze. Ella se sentó, cogió el teléfono y saludó. Robbie se quedó muy cerca de ella, a sus espaldas, con una libreta y un bolígrafo. Durante más de una hora, la doctora le hizo preguntas sobre la rutina diaria de Donté, sus hábitos, sueños, pensamientos, deseos e ideas acerca de la muerte, y Donté la sorprendió al decir que mientras él estaba en el corredor de la muerte habían ejecutado a doscientos trece hombres. Robbie confirmó la exactitud del dato. Sin embargo, ya no hubo más sorpresas, ni más concreciones. Ella indagó exhaustivamente en las razones por las que estaba preso, y por las que iban a ejecutarlo. Donté no lo sabía, ni entendía que le estuvieron haciendo todo aquello. Sí, estaba seguro de que estaban a punto de ejecutarlo. Solo había que ver a los otros doscientos trece.

La doctora Hinze tuvo bastante con una hora. Devolvió el teléfono a Robbie, que se sentó y empezó a exponer los detalles para el jueves. Le dijo a Donté que su madre estaba decidida a presenciar la ejecución. Fue un disgusto para el joven, que se echó a llorar, y finalmente dejó el teléfono para limpiarse la cara. Luego ya no quiso cogerlo y, al dejar de llorar, cruzó los brazos en el pecho y fijó la vista en el suelo. Por fin se levantó y fue hacia la puerta que tenía detrás.

El resto del equipo esperaba fuera, dentro de la camioneta, ante la mirada indiferente de un celador. Cuando Robbie y la doctora Hinze regresaron al vehículo, Aaron saludó al celador con la mano y se alejó al volante. Pararon en una pizzería que había en el límite de la ciudad, donde comieron deprisa. Justo cuando se habían instalado en la camioneta y salían de Livingston, sonó el teléfono. Era Fred Pryor. Había llamado Joey Gamble, y quería que fueran a tomar algo al salir del trabajo.

Capítulo 11

En una semana normal, el reverendo Schroeder se pasaba casi toda la tarde del martes encerrado en su despacho, con los teléfonos desconectados, buscando el tema de su siguiente sermón. Analizaba las últimas noticias, pensaba en las necesidades de sus feligreses, rezaba mucho y, si no se le ocurría nada, acudía a su archivo y leía sermones antiguos. Finalmente, cuando saltaba la chispa, redactaba un bosquejo, y a continuación empezaba el texto definitivo. En ese momento ya no estaba bajo presión, y podía practicar y ensayar hasta el domingo. Así y todo, había pocas cosas tan ingratas como despertarse el miércoles por la mañana sin tener la menor idea de lo que diría el domingo.

Sin embargo, teniendo a Travis Boyette en la cabeza, no podía concentrarse en nada más. El martes, después de comer, echó una larga siesta de la que se despertó con la cabeza turbia, casi atontado. Dana se había ido del despacho para ocuparse de los niños. Keith hizo algunas cosillas por la iglesia, sin poder dedicarse a nada productivo. Finalmente se fue. Se le ocurrió ir en coche al hospital, a ver cómo estaba Boyette, con la esperanza de que el tumor hubiera remitido y él se lo hubiera repensado, aunque era improbable.

Mientras Dana preparaba la cena, y los niños estaban ocupados con los deberes, Keith se fue al garaje para estar solo. Su último proyecto era ordenarlo, pintarlo y mantenerlo siempre en perfecto estado. Normalmente disfrutaba con las tareas rutinarias de limpieza, pero incluso eso logró estropearlo Boyette. Al cabo de media hora desistió, se llevó su portátil al dormitorio y cerró con llave. La web de Drumm era como un imán, un suculento novelón del que aún le quedaba mucho por leer.

EL ESCÁNDALO KOFFEE-GRALE

La acusación contra Donté Drumm estaba encabezada por Paul Koffee, fiscal de distrito de Slone y el condado de Chester. La jueza presidenta de la sala en el juicio de Donté era Vivian Grale. Ambos cargos eran electos. En el momento del juicio, Koffee llevaba trece años en el suyo, y Grale, cinco como juez. Koffee y su esposa, Sara, tenían (y siguen teniendo) tres hijos. Grale y su marido, Frank, tenían (y siguen teniendo) dos.

Actualmente los Koffee están divorciados, al igual que los Grale.

La única petición de cierta importancia que concedió la jueza Grale a la defensa fue la de que el juicio se celebrase en otro sitio. Teniendo en cuenta su impacto informativo, en Slone era imposible hacer un juicio justo. Los abogados de Donté querían trasladarlo muy lejos, y propusieron Amarillo o Lubbock, ambos a unos ochocientos kilómetros de Slone. La jueza Grale acordó la petición -según todos los expertos, en el fondo no tuvo más remedio, ya que celebrar el juicio en Slone habría provocado necesariamente errores revocables-, y decidió que Donté fuera juzgado en París, Texas. El juzgado de París dista exactamente setenta y nueve kilómetros del de Slone. Después de la condena, los abogados de Donté alegaron con vehemencia durante la apelación que celebrar el juicio en París era lo mismo que hacerlo en Slone; tanto es así, que durante el proceso de selección del jurado más de la mitad de los candidatos reconocieron haber oído algo sobre el caso.

Aparte del cambio de ubicación, la jueza Grale se mostró muy poco receptiva a la defensa. Su resolución más decisiva fue aceptar la confesión forzosa de Donté. Sin eso, la acusación no habría tenido base ni prueba alguna. Lo fiaba todo en la confesión.

Pero también hubo otras resoluciones casi igual de perjudiciales. La policía y la acusación recurrieron a una de sus tácticas favoritas al presentar a un chivato de la cárcel, un tal Ricky Stone. Estaba preso por tráfico de drogas, y había aceptado cooperar con el detective Kerber y la policía de Slone. Durante cuatro días lo pusieron en la misma celda que a Donté Drumm, y luego lo sacaron de ella. Donté no volvió a verlo hasta el día del juicio. Stone declaró que Donté hablaba abiertamente de la violación y el asesinato de Nicole, y que decía haberse vuelto loco después de su ruptura. Se veían en secreto desde hacía varios meses, y estaban enamorados, pero ella tenía miedo de que su padre rico dejara de darle dinero al enterarse de que salía con un negro. Stone declaró que el fiscal no le había prometido nada a cambio de su testimonio. Dos meses más tarde de que Donté fuera condenado, Stone se declaró culpable de un delito menor y salió de la cárcel.

Stone tenía muchos antecedentes penales, y una credibilidad nula. Era el típico preso chivato que se inventa una declaración a cambio de una sentencia más leve. La jueza Grale le permitió que testificara.

Más tarde, Stone se retractó y dijo que el detective Kerber y Paul Koffee lo habían presionado para que mintiera.

La jueza Grale también aceptó testimonios que en muchas jurisdicciones llevaban muchos años desacreditados. Durante la búsqueda de Nicole, la policía usó sabuesos para que encontraran pistas con su olfato. Primero les dejaron husmear el coche de Nicole y algunos de los objetos que contenía, y después los dejaron sueltos. El rastro no llevaba a ninguna parte, al menos hasta la detención de Donté, momento en que la policía dejó que los sabuesos olfateasen la camioneta Ford verde de la familia Drumm. Según el encargado de los perros, se pusieron nerviosos y agitados, y dieron claras muestras de reconocer el rastro de Nicole dentro de la camioneta. Este testimonio tan poco fiable se reprodujo por primera vez en una vista preliminar. Incrédulos, los abogados de Donté exigieron saber cómo debían interrogar a un sabueso. El letrado Robbie Flak se indignó tanto que a uno de los perros, un sabueso de nombre Yogi, lo trató de «estúpido hijo de perra». La jueza Grale lo acusó de desacato y le impuso una multa de cien dólares. Lo curioso es que, a pesar de todo, en el juicio se permitiera declarar al principal cuidador de los perros, quien sostuvo ante el jurado que después de treinta años de experiencia con sabuesos tenía la «seguridad absoluta» de que Yogi había reconocido el rastro de Nicole en la camioneta verde. Durante el turno de repreguntas, su testimonio fue completamente desmontado por Robbie Flak, que en un momento dado exigió que se trajese el perro a la sala, se le prestara juramento y se le pusiera en el banquillo de los testigos.

La jueza Grale se mostró hostil con los abogados de la defensa, sobre todo con Robbie Flak. Con Paul Koffee estuvo mucho más agradable.

Tenía motivos para ello. Seis años después del juicio se supo que la jueza y el fiscal estaban enzarzados en amoríos extraconyugales desde hacía mucho tiempo. La aventura salió a relucir cuando una antigua secretaria del bufete de Koffee, resentida con él, interpuso una demanda por acoso sexual y presentó correos electrónicos, registros telefónicos y hasta grabaciones de llamadas que revelaban la relación de su jefe con la jueza Grale. Ello dio pie tanto a denuncias como a divorcios.

La jueza Grale, desacreditada, renunció a la magistratura y se marchó de Slone, mientras se resolvía su divorcio. Paul Koffee fue reelegido sin oposición en 2006, pero solo después de prometer que dejaría el cargo cuando finalizara el mandato.

Los abogados de Donté solicitaron una reparación, dado el manifiesto conflicto de intereses entre la jueza y el fiscal. El Tribunal Penal de Apelación de Texas dijo que si bien su relación era «inoportuna» y que «podría dar la imagen de una incorrección», no infringía el derecho del acusado a un juicio justo. Igualmente infructuosas fueron las solicitudes de reparación ante los tribunales federales.

En 2005, Paul Koffee interpuso una demanda por difamación contra Robbie Flak, por las declaraciones de este último en una entrevista acerca de las relaciones íntimas de Koffee con la jueza. Flak contraatacó demandando a Koffee por un sinfín de infracciones. El litigio aún no se ha resuelto.

Horas después, cuando ya estaban apagadas las luces, y la casa en silencio, Keith y Dana miraron fijamente el techo y discutieron sobre si era conveniente tomar somníferos. Los dos estaban exhaustos, pero parecía imposible conciliar el sueño. Estaban cansados de leer cosas sobre el caso, analizarlo y preocuparse por un joven inquilino negro del corredor de la muerte de quien no sabían nada hasta hacía dos días. Les contrariaba especialmente la llegada a sus vidas del tal Travis Boyette. Keith estaba seguro de que Boyette decía la verdad. Dana se inclinaba a pensar lo mismo, aunque todavía era escéptica, dados los repulsivos antecedentes penales de aquel hombre. Estaban cansados de discutir al respecto.

Si Boyette decía la verdad, ¿podían ser ellos dos las únicas personas del mundo que tenían constancia de que Texas estaba a punto de ejecutar a un inocente? Y en tal caso, ¿qué podían hacer? ¿Cómo podían intervenir, si Boyette rehusaba admitir la verdad? Y si Boyette lo pensaba mejor y decidía admitir la verdad, ¿qué se suponía que debían hacer ellos? Slone quedaba a más de seiscientos kilómetros, y ellos no conocían a nadie de allí. ¿Por qué iba a ser de otra manera, si hasta el día anterior ni siquiera habían oído nombrar la ciudad?

Las preguntas no perdieron virulencia en toda la noche, mientras las respuestas no aparecían por ningún lugar. Decidieron mirar el reloj digital hasta la medianoche y, si aún estaban despiertos, tomarían finalmente los somníferos.

A las 23.04 sonó el teléfono, que los sobresaltó. Dana apretó el interruptor de la luz. La identificación de la llamada era «Hospital St. Fran.».

– Es él -dijo Dana.

Keith cogió el teléfono.

– ¿Diga?

– Perdone que llame tan tarde, pastor -dijo Boyette en voz baja, con dificultad.

– No pasa nada, Travis. No dormíamos.

– ¿Cómo está esa mujer tan mona que tiene?

– Muy bien. Bueno, Travis, seguro que llama por alguna razón.

– Sí, pastor, perdone; es que tengo ganas de volver a ver a la chica, ¿me entiende?

Keith orientó el teléfono para que Dana pudiera escuchar con el oído izquierdo. No quería tener que repetírselo todo luego.

– Pues creo que no, Travis -contestó.

– A la chica, Nicole, mi pequeña Nikki. No me queda mucho tiempo en este mundo, pastor. Sigo en el hospital, con el brazo entubado y la sangre llena de medicamentos, y los médicos me han dicho que no me queda mucho. Ya estoy medio muerto, pastor, y no me gusta la idea de irme al otro barrio sin hacer una última visita a Nikki.

– Pero si lleva nueve años muerta…

– ¡No me diga! Le recuerdo que yo estaba allí. Fue horrible, lo que le hice fue horrible, y ya me he disculpado varias veces cara a cara, pero tengo que volver y decirle por última vez cuánto lamento lo que pasó. ¿Entiende lo que quiero decir, pastor?

– No, Travis, no tengo la menor idea de lo que quiere decir.

– Aún está en el mismo sitio, ¿de acuerdo? Sigue donde la dejé.

– Usted me dijo que probablemente ya no pudiera encontrarla.

Travis se tomó un largo respiro, como si hiciera un esfuerzo por recordar.

– Sé dónde está -dijo.

– Perfecto, Travis, pues vaya a buscarla; desentiérrela, mire sus huesos y dígale que lo siente. ¿Y luego qué? ¿Se sentirá mejor consigo mismo? Mientras tanto, van a ponerle la inyección letal a un inocente por algo que hizo usted. Se me ocurre una cosa, Travis. Cuando le haya dicho por última vez a Nicole que lo siente, ¿por qué no va a Slone, pasa por el cementerio, busca la tumba de Donté y también le dice que lo siente?

Dana se giró y lanzó una mirada desaprobadora a su marido. Travis hizo otra pausa.

– Yo no quiero que el chico muera, pastor.

– La verdad es que me cuesta creerlo, Travis. Durante nueve años, mientras a él lo acusaban y lo procesaban, usted no ha dicho nada. Ha desperdiciado el día de ayer y el de hoy, y como siga mareando la perdiz se acabará el tiempo y Drumm ya habrá muerto.

– Yo no puedo impedirlo.

– Pero puede intentarlo. Puede ir a Slone y explicarles a las autoridades dónde está enterrado el cadáver. Puede admitir la verdad, enseñarles el anillo y armar un escándalo. Seguro que las cámaras y los reporteros estarían encantados con usted. Quizá se fije un juez, o el gobernador, vaya usted a saber. Yo en estas cosas no tengo demasiada experiencia, Travis, pero tal vez les costaría ejecutar a Donté Drumm al mismo tiempo que saliera usted por la tele diciendo que mató a Nicole y que lo hizo solo.

– No tengo coche.

– Alquile uno.

– Hace diez años que no tengo carnet.

– Coja el autobús.

– No tengo dinero para un billete de autobús, pastor.

– Ya se lo presto yo. No, le doy lo que cueste el viaje de ida a Slone.

– ¿Y si me da un ataque en el autobús, o me quedo inconsciente? ¡A ver si me dejan tirado en Podunk, Oklahoma!

– Está jugando conmigo, Travis.

– Tiene que llevarme usted, reverendo. Los dos solos. Si me lleva en coche, explicaré la verdad. Los llevaré a donde está el cadáver. Podemos evitar la ejecución, pero tiene que venir usted conmigo.

– ¿Por qué yo?

– Ahora mismo no tengo a nadie más, pastor.

– Se me ocurre algo mejor: mañana por la mañana vamos juntos a la oficina del fiscal. Tengo un amigo. Usted se lo cuenta todo. Quizá podamos convencerlo de que llame al fiscal de Slone, y al comisario jefe, y al abogado defensor, y… no sé, hasta puede que a algún juez. A él lo escucharán mucho antes que a un pastor que no sabe nada del sistema judicial penitenciario. Podemos filmar en vídeo su declaración y mandársela inmediatamente a las autoridades texanas, y también a la prensa. ¿Qué le parece, Travis? Así no infringe la condicional, ni yo me meto en líos ayudándolo.

Dana asentía ahora con la cabeza. Pasaron cinco segundos. Diez…

– Puede que funcione -dijo finalmente Travis-. Puede que podamos evitar la ejecución, pero a ella es imposible que la encuentren. Para eso tengo que estar yo.

– Centrémonos en evitarlo.

– Mañana a las nueve de la mañana me sueltan.

– Allá estaré, Travis. La fiscalía no queda muy lejos.

Cinco segundos, diez.

– De acuerdo, pastor. Hagámoslo.

A la una de la madrugada Dana encontró el frasco de somníferos sin receta, pero al cabo de una hora los dos seguían despiertos, ocupados en el viaje a Texas. Ya lo habían hablado una vez por encima, pero les daba tanto miedo que no habían seguido discutiéndolo. La idea era absurda: Keith en Slone, con un violador en serie de dudosa credibilidad, tratando de que alguien prestase oídos a una historia estrambótica mientras la ciudad contaba las últimas horas de Donté Drumm. Formaban una pareja improbable, que sería objeto de burlas, quizá incluso de un atentado. Por si fuera poco, a su regreso a Kansas el reverendo Keith Schroeder podía verse acusado de un delito para el que no habría defensa posible. Podían peligrar su trabajo y su carrera, y todo por un canalla como Travis Boyette.

Capítulo 12

Miércoles por la mañana. Seis horas después de salir del bufete a medianoche, Robbie volvía a estar en la sala de reuniones, preparándose para otro día frenético. La noche no había dado buenos frutos. La sesión de copas entre Fred Pryor y Joey Gamble había tenido un único resultado: el reconocimiento por parte de Joey de que Koffee lo había llamado para recordarle la pena por perjurio. Robbie había escuchado toda la sesión. Pryor, que con los años se había vuelto un maestro de los aparatos de grabación, había usado la misma pluma-micro para transmitir la conversación por un teléfono móvil. La calidad de sonido era notable. Robbie los había acompañado con un par de copas, desde su despacho, mientras Martha Handler tomaba sorbitos de bourbon y Carlos, el técnico, bebía cerveza v controlaba el «manos libres». En todos los casos, los placeres del alcohol habían durado dos horas: para Joey y Fred, en un falso saloon de las afueras de Houston, y para el bufete Flak (inmerso en el trabajo), en su oficina de la antigua estación de trenes. Sin embargo, al cabo de dos horas, Joey ya no quería más (ni siquiera cerveza), y dijo estar cansado de que lo presionasen. No podía aceptar que una declaración de última hora, firmada de su puño y letra, revocase su testimonio en el juicio. No quería llamarse a sí mismo mentiroso, aunque hubiera estado a punto de reconocer que había mentido.

– Donté no debería haber confesado -dijo varias veces, como si una falsa confesión fuera base suficiente para una condena a muerte.

Pero Pryor estaba decidido a no despegarse de él durante todo el miércoles y el jueves, si hacía falta. Aún veía un resquicio de esperanza, que aumentaba con el paso de las horas.

A las siete de la mañana el bufete se congregó en la sala de reuniones para el informe diario. Estaban todos, exhaustos, con ojos de cansancio, listos para el esfuerzo final. Después de trabajar toda la noche, la doctora Kristi Hinze tenía su informe a punto. Hizo un breve resumen, mientras los demás tomaban café y pastas a espuertas. Era un informe de cuarenta y cinco páginas, más de las que leería el tribunal, pero tal vez suficientes para que alguien se fijara. Las conclusiones no sorprendieron a nadie, al menos entre los componentes del bufete Flak. La doctora describió su examen de Donté Drumm. Había consultado el historial médico y psicológico correspondiente a su estancia en la cárcel, y leído doscientas sesenta cartas escritas por Drumm durante los ocho años que llevaba en el corredor de la muerte. Sufría esquizofrenia, psicosis, ideas delirantes y depresión, y no entendía lo que le pasaba. La doctora procedió a condenar la incomunicación como modalidad de encarcelamiento, que volvió a calificar de forma cruel de tortura.

Robbie pidió a Sammie Thomas que mandase la petición de indulto al bufete de Austin con el que colaboraban, adjuntando el informe completo de la doctora Hinze. Durante los ocho años del proceso de apelación, el bufete de Robbie había recibido el apoyo del Texas Capital Defender Group, más conocido como Defender Group, una organización sin ánimo de lucro que representaba aproximadamente al veinticinco por ciento de los reclusos del corredor de la muerte. El Defender Group se dedicaba en exclusiva a las apelaciones de condenados a muerte, y lo hacía con gran conocimiento del tema y enorme diligencia. Las instrucciones de Sammie eran enviar la petición y el informe por vía electrónica. A las nueve de la mañana, el Defender Group mandaría copias impresas al Tribunal Penal de Apelación.

Al faltar tan poco para la ejecución, el tribunal estaba sobre aviso, listo para zanjar con rapidez las peticiones de última hora. Si eran denegadas -como solía ser el caso-, Robbie y el Defender Group podrían acudir al tribunal federal y seguir cuesta arriba con la esperanza de que en algún momento se produjese un milagro.

Robbie analizó estas estrategias y se cercioró de que todos sabían qué hacer. El día siguiente sería Carlos quien se ocupase de la familia Drumm, aunque sin salir de Slone: se aseguraría de que llegasen a Polunsky a tiempo para su última visita. Ahí estaría Robbie, para acompañar a su cliente en sus últimos pasos y para presenciar la ejecución. Sammie Thomas y la otra abogada se quedarían en el bufete, coordinando las peticiones con el Defender Group. Bonnie, la técnica legal, se mantendría en contacto con las oficinas del gobernador y del fiscal general.

La solicitud de suspensión ya se había presentado en la oficina del gobernador. Ahora esperaban una negativa. La petición de Kristi Hinze estaba lista para ser cursada. Mientras Joey Gamble no cambiara de idea (si es que lo hacía), no habría nuevas pruebas que anunciar a bombo y platillo. A medida que se alargaba la reunión, quedó de manifiesto que quedaba poco sustancial por hacer. La conversación se fue apagando. El frenesí empezaba a decaer. De repente, todos estaban cansados. Empezaba la espera.

En 1994, el año de su elección como jueza, Vivían Grale había centrado su campaña en una serie de puntos: tener criterios morales elevados, anteponer las leyes de Dios a todo lo demás, encarcelar durante más tiempo a los delincuentes y, cómo no, hacer un uso más eficaz de la sala de ejecución de Huntsville. Ganó por treinta votos, derrotando a un tal Elias Henry, juez sabio y veterano; una derrota que obtuvo seleccionando una serie de casos en los que el juez Henry había osado mostrarse compasivo con el acusado, y aireándolos mediante anuncios que lo presentaban como indulgente con los pedófilos.

Después de que salió a la luz pública la relación de Grale y Koffee, después del divorcio de la jueza y de su dimisión y deshonrosa salida de Slone, los votantes se arrepintieron y volvieron a confiar en el juez Henry, que fue elegido sin oposición. Ahora tenía ochenta y un años, y algunos problemas de salud. Corrían rumores de que quizá no pudiera llegar hasta el final de su mandato.

El juez Henry había sido amigo íntimo del padre de Robbie, fallecido en 2001. Esta amistad lo convertía en uno de los pocos jueces del este de Texas cuya presión sanguínea no sufría un brusco aumento cada vez que Robbie Flak entraba en la sala. A su vez, Henry era prácticamente el único juez del que se fiaba Robbie, quien aceptó su invitación de reunirse con él en su despacho el miércoles a las nueve de la mañana. Del objetivo de la reunión no se trató por teléfono.

– Este caso me preocupa mucho -dijo el juez Henry, una vez despachadas las formalidades de rigor.

Estaban solos, en un despacho viejo que apenas había cambiado en los cuarenta años que llevaba Robbie visitándolo. La sala de vistas estaba al lado, vacía.

– No me extraña.

Ambos tenían botellines de agua sin abrir delante de ellos, en una mesa de trabajo. El juez iba vestido como siempre, con traje oscuro y corbata naranja. Tenía un buen día, y sus ojos brillaban con intensidad. Las sonrisas destacaban por su ausencia.

– He leído la transcripción, Robbie -dijo-. Empecé la semana pasada, y lo he leído todo. También he leído la mayoría de los expedientes de apelación, y desde mi perspectiva de juez me parece increíble que la jueza Grale aceptase la confesión como prueba. Era una confesión forzada, y descaradamente anticonstitucional.

– Lo era y lo sigue siendo, juez. No seré yo quien defienda a la jueza, pero no tenía alternativa. No había ninguna otra prueba creíble. Si hubiera rechazado la confesión, Koffee se habría quedado sin nada: ni condena, ni acusado, ni sospechoso, ni cadáver. Donté habría salido de la cárcel y la prensa lo habría puesto en titulares. Ya sabe que la jueza Grale se debía a sus votantes, y en el este de Texas no reeligen a los jueces que ponen la ley por encima de la política.

– A mí me lo vas a decir.

– Cuando supo que la confesión sería presentada ante el tribunal, Koffee pudo fabricar otras pruebas. Con ruido y muchos aspavientos, convenció al jurado de que el asesino era Donté. Lo señaló con el dedo, y lloró nada más oír el nombre de Nicole. Toda una actuación. ¿Cómo es aquel dicho, juez? «Si no tienes datos, grita.» Pues él gritó lo suyo; el jurado lo creyó encantado, y ganó Koffee.

– Tú diste mucha guerra, Robbie.

– Debería haber dado más.

– ¿Y estás convencido de que es inocente? ¿Sin la menor duda?

– ¿A qué viene esta conversación, juez? A estas alturas parece un poco inútil.

– A que voy a llamar por teléfono al gobernador para pedirle que suspenda la ejecución. No sé, tal vez me escuche. El juicio no lo presidí yo; entonces estaba retirado, ya se sabe, pero tengo un primo en Texarkana que dio mucho dinero al gobernador. Lo veo bastante difícil, pero ¿qué se pierde con ello? ¿Qué tiene de malo retrasarla treinta días más?

– Nada. ¿Tiene dudas sobre su culpabilidad, juez?

– Dudas de mucho peso. Yo no habría admitido la confesión; habría metido al chivato en la cárcel, por mentir, y al payaso de los perros no le habría dejado declarar. Y a aquel chico…, ¿cómo se llamaba…?

– Joey Gamble.

– Ese, el novio blanco. Su testimonio probablemente hubiera llegado hasta el tribunal, pero era demasiado incoherente para tener peso. Ya lo dijiste tú mejor que nadie en un escrito, Robbie: la condena se basa en una falsa confesión, en un perro que se llama Yogi, en un chivato mentiroso que luego se retractó y en un novio despechado que quería vengarse. No se puede condenar a nadie con esta basura. La jueza Grale era parcial, y creo saber por qué. A Paul Koffee le cegaba su estrechez de miras y el miedo a poder equivocarse. Es un caso espantoso, Robbie.

– Gracias, juez. Llevo nueve años conviviendo con él.

– Y también peligroso. Ayer estuve reunido con dos abogados negros que conoces, buena gente. Están indignados con el sistema, pero también les asustan las consecuencias. Según ellos, si ejecutan a Drumm habrá problemas.

– Eso dicen.

– ¿Qué se puede hacer, Robbie? ¿Hay alguna manera de impedirlo? Yo no soy experto en la pena de muerte, ni sé en qué fase están tus recursos ahora mismo.

– Casi se ha vaciado el depósito, juez. Estamos alegando enajenación mental.

– ¿Con qué posibilidades?

– Muy escasas. Hasta ahora Donté no tenía ningún historial de enfermedades psíquicas. Estamos alegando que ocho años en el corredor de la muerte lo han vuelto loco. Ya sabe que los tribunales de apelación suelen ver con malos ojos las tesis que surgen a última hora.

– ¿Está loco el chico?

– Tiene problemas graves, pero sospecho que sabe lo que pasa.

– O sea que no eres optimista.

– Yo soy abogado penalista, juez. El optimismo no está en mi ADN.

Finalmente, el juez Henry desenroscó el tapón del botellín de plástico y bebió un poco de agua sin apartar la mirada de Robbie.

– De acuerdo, pues llamaré al gobernador -dijo, como si fuera la llamada salvadora.

No lo sería. En esos momentos, el gobernador recibía muchas llamadas. Robbie y su equipo las estaban generando en grandes cantidades.

– Gracias, juez, pero no espere gran cosa. Este gobernador nunca ha frenado ninguna ejecución. De hecho, quiere acelerarlas. Le tiene puesto el ojo a un escaño en el Senado, y ya cuenta los votos antes de elegir qué desayunará. Es un hipócrita sin escrúpulos ni dos dedos de frente, un mierdecilla cobarde y rastrero con mucho porvenir en la política.

– ¿O sea que tú no lo votaste?

– No, pero llámelo, por favor.

– Lo llamaré. Dentro de media hora me reúno con Paul Koffee para hablar sobre el tema. No quiero que se lleve una sorpresa. También charlaré un poco con el del periódico. Quiero que conste que me opongo a la ejecución.

– Gracias, juez, pero ¿por qué ahora? Esta conversación podríamos haberla tenido hace un año, o cinco. Es muy tarde para posicionarse.

– Hace un año casi nadie pensaba en Donté Drumm. La ejecución no era inminente. Existía la posibilidad de que lo indultase un tribunal federal, o de que anulasen el juicio y volvieran a juzgarlo. No sé, Robbie; puede que haya hecho mal en no implicarme más, pero el caso no es mío. He estado ocupado en mis propios asuntos.

– Lo entiendo, juez.

Se dieron la mano y se despidieron. Robbie bajó por la escalera trasera, para no encontrarse a ningún abogado o secretario con ganas de cháchara. Al caminar deprisa por el pasillo vacío, intentó pensar en algún otro cargo electo de Slone o del condado de Chester que se hubiese pronunciado en defensa de Donté Drumm, y se le ocurrió uno solo: el único concejal negro del ayuntamiento de Slone.

Llevaba nueve años librando una batalla larga y solitaria, que ahora estaba a punto de perder. Era imposible que una llamada del primo que había dado mucho dinero al gobernador detuviera una ejecución en Texas. La maquinaria era eficiente, y estaba bien engrasada. Una vez puesta en marcha, no había manera de frenarla.

Una brigada del ayuntamiento erigía un estrado provisional en el césped de delante del juzgado. Algunos policías conversaban nerviosos, viendo vaciarse el primer autobús de una iglesia. Bajaron diez o doce negros, que tras haber cruzado el césped, y dejando atrás los monumentos a los caídos, encontraron el lugar que buscaban, desplegaron sillas y se dispusieron a esperar. La concentración, o manifestación, o como hubiera que llamarla, estaba convocada para mediodía.

A Robbie le habían pedido que hablara, pero él no había querido. No se le ocurría nada que no exaltase los ánimos, y no deseaba que lo acusaran de incitar a la multitud. Bastantes alborotadores habría.

Según Carlos, el encargado de administrar la web, los comentarios y los blogs, el tráfico se estaba incrementando de manera drástica. Se planeaban manifestaciones para el jueves en Austin, Huntsville y Slone; también en los campus de dos de las universidades negras de Texas como mínimo.

«Dadles caña», pensó Robbie al irse en coche.

Capítulo 13

Keith llegó temprano al hospital e hizo su ronda. En aquel momento eran media docena los feligreses de St. Mark que se encontraban en diversas fases de tratamiento o recuperación. Saludó a los seis, les dirigió unas breves palabras de consuelo, les juntó las manos para rezar y salió en busca del señor Boyette para lo que prometía ser un día movido.

Movido de formas imprevistas. El señor Boyette ya se había ido. Según una enfermera, al pasar a verlo a las seis se habían encontrado su cama vacía y muy bien hecha, su bata de hospital doblada junto a la almohada y el tubo del gotero pulcramente enrollado en torno al soporte que había junto a la cama. Una hora más tarde había llamado alguien de Anchor House con el mensaje de que Travis Boyette había vuelto, y quería decirle a su médico que se encontraba bien. Keith fue en coche a Anchor House, pero Boyette no estaba. Según un supervisor, los miércoles no le tocaba trabajar. Nadie tenía la menor idea de dónde se encontraba, ni de cuándo volvería. Durante el viaje a St. Mark, Keith se aconsejó a sí mismo tener tranquilidad y no caer en el pánico; Boyette ya daría señales de vida. Después se llamó idiota por haber depositado siquiera un ápice de confianza en un asesino confeso, violador en serie y mentiroso compulsivo. Se dio cuenta, mientras sucumbía al pánico, de que su costumbre de intentar ver el lado bueno de todas las personas a quienes conocía y con quienes hablaba le había hecho ser demasiado bondadoso con Boyette. Se había esforzado demasiado en ser comprensivo, y hasta compasivo. ¡Pero si aquel hombre había asesinado a una chica de diecisiete años solo para saciar su lujuria, y ahora no parecía molesto por el hecho de que otro hombre pagase el crimen con su vida! A saber a cuántas otras mujeres habría violado.

Entró enfadado en el despacho parroquial.

– Buenos días, pastor -lo saludó animadamente Charlotte Junger, recién restablecida de la gripe.

Keith a duras penas se mostró cortés.

– Estoy encerrado en mi despacho, ¿de acuerdo? Que no me llame nadie a excepción de un tal Travis Boyette.

– De acuerdo.

Cerró la puerta, se quitó el abrigo y llamó a Dana para darle las últimas noticias.

– ¿Anda suelto por la calle? -preguntó ella.

– Pues… sí, le están tramitando la libertad condicional. Ya ha cumplido su condena, y está a punto de quedar en libertad. Supongo que se podría decir que anda suelto.

– Suerte del tumor.

– Me parece mentira que hables así.

– Perdona, a mí también. ¿Qué planes tienes?

– Solo podemos esperar. Tal vez se presente.

– Mantenme al corriente.

Keith llamó a Matthew Burns a la fiscalía, y lo puso al día del retraso. Al principio, Burns se había mostrado tibio ante la idea de verse con Boyette y filmar en vídeo su declaración, pero al final se había dejado convencer; también había accedido a hacer un par de llamadas a Texas después de haber oído a Boyette, siempre y cuando creyera sus palabras. La noticia de su desaparición le decepcionó.

Keith entró en la web de Donté Drumm para ponerse al día, como llevaba haciendo prácticamente cada hora (salvo las de sueño) desde el lunes por la mañana. Fue a los archivadores y sacó carpetas de sermones viejos. Después volvió a llamar a Dana, pero había salido a tomar café con sus amigas.

A las diez y media en punto llamó al bufete de Robbie Flak. La joven que cogió el teléfono le explicó que el señor Flak no se podía poner. Keith dijo que lo entendía, pero que había llamado el día anterior, martes, y aunque había dejado sus números de teléfono seguía sin saber nada de nadie.

– Tengo información sobre el asesinato de Nicole Yarber -dijo.

– ¿Qué tipo de información? -preguntó ella.

– Necesito hablar con el señor Flak -respondió Keith con firmeza.

– Le pasaré el mensaje -dijo ella con idéntica resolución.

– Por favor, no soy un pirado. Es muy importante.

– Sí, señor, gracias.

Decidió quebrantar el voto de confidencialidad. Preveía que eso tendría dos consecuencias posibles. En primer lugar, Boyette podía demandarlo por daños y perjuicios, aunque eso a Keith ya no le preocupaba. Ya se encargaría el tumor cerebral de cualquier futuro litigio; y si, por alguna razón, Boyette sobrevivía, le pedirían que demostrase que el quebrantamiento del voto le había causado algún perjuicio. Keith sabía poco de derecho, pero le parecía difícil que algún juez o algún miembro del jurado pudiera sentir lástima por semejante desgraciado.

La segunda consecuencia era una posible medida disciplinaria por parte de la Iglesia, pero a la luz de los hechos, sobre todo de las inclinaciones liberales del sínodo, no se imaginaba nada peor que un tirón de orejas.

«A la mierda -se dijo-. Voy a hablar.»

Escribió un e-mail a Robbie Flak. Empezaba presentándose a sí mismo, con todos los números de teléfono y direcciones posibles. A continuación describía su encuentro con un recluso anónimo en libertad condicional que había vivido en Slone en la época de la desaparición de Nicole Yarber. Tenía un largo historial delictivo, de índole violenta, y en cierta ocasión lo habían detenido y encarcelado en Slone. Keith lo había verificado. Aquel hombre había confesado ser autor de la violación y muerte de Nicole Yarber, con profusión de detalles. El cadáver estaba enterrado en lo más recóndito de las colinas del sur de Joplin, Missouri, donde el recluso en cuestión había pasado su infancia. La única persona en situación de hallar el cadáver, le decía, es el propio recluso. Llámame, por favor. Keith Schroeder.

Una hora más tarde salió de su oficina y fue otra vez en coche a Anchor House. A Boyette no lo había visto nadie. Fue al centro, para otro almuerzo rápido con Matthew Burns. Tras una cierta oposición, Matthew se dejó engatusar, sacó su móvil y llamó al bufete de Flak.

– Sí, hola -lo oyó decir Keith-, me llamo Matthew Burns. Soy fiscal en Topeka, Kansas. Quisiera hablar con el señor Robbie Flak.

El señor Flak no se podía poner.

– Tengo información sobre el caso de Donté Drumm, concretamente sobre la identidad del verdadero asesino.

El señor Flak seguía sin poder ponerse. Matthew dio sus números, el del móvil y el del despacho, e invitó a la recepcionista a entrar en la web de la fiscalía del ayuntamiento de Topeka para comprobar su legitimidad. Ella le dijo que lo haría.

– No soy ningún loco, ¿de acuerdo? Que me llame el señor Flak lo antes posible, por favor. Gracias.

Acabaron de comer y quedaron en avisarse mutuamente si recibían alguna llamada de Texas. Durante el camino de vuelta a su oficina, a Keith lo alivió tener un amigo dispuesto a echarle una mano, y además fiscal.

A mediodía, las calles del centro de Slone estaban cerradas con barreras, y el tráfico habitual se desviaba hacia otras zonas. Alrededor del juzgado había decenas de autobuses de iglesias aparcados en doble fila, pero la policía no ponía multas; tenía órdenes de mantener su presencia, preservar el orden y evitar a toda costa cualquier acción que pudiera provocar a alguien. Los ánimos estaban exaltados. La situación era tensa. La mayoría de los comerciantes habían cerrado sus tiendas, y la mayoría de los blancos había desaparecido.

La multitud, negra en su totalidad, seguía creciendo. Cientos de alumnos del instituto de Slone hicieron novillos y llegaron en manada, alborotados y con muchas ganas de hacerse oír. Los obreros de las fábricas traían sus fiambreras y comían en el césped del juzgado. Los reporteros hacían fotos y tomaban notas. Varios equipos de rodaje de Slone y de Tyler se agolparon junto al estrado de la escalinata del juzgado. A las doce y cuarto se acercó a los micrófonos Oscar Betts, presidente del capítulo local de la NAACP, <strong><sup><strong><sup>[5]</sup></strong></sup></strong> y tras agradecer a todos su presencia fue rápidamente al grano. Proclamó la inocencia de Donté Drumm y dijo que su ejecución no era otra cosa que un linchamiento legal; fustigó a la policía en una feroz condena, tildándola de «racista» y acusándola de estar «resuelta a matar a un inocente»; ridiculizó a un sistema judicial capaz de permitir que un jurado íntegramente blanco emitiese un veredicto sobre un inocente negro; y no se pudo resistir a preguntar a la multitud:

– ¿Cómo va a haber un juicio justo si el fiscal se acuesta con la jueza? ¿Y al tribunal de apelación le pareció bien? ¡Eso solo pasa en Texas! -exclamó.

Luego describió la pena de muerte como un oprobio, un instrumento de venganza desfasado que no disuadía a los delincuentes, ni se usaba de manera justa, y del que habían prescindido todos los países civilizados. Prácticamente todas sus frases fueron recibidas con aplausos y gritos por una multitud cada vez más enfervorecida. Exhortó al sistema judicial a que pusiera fin a aquella locura. Se burló de la Comisión de Indultos y Libertad Condicional de Texas. Tachó al gobernador de cobarde por no impedir la ejecución. Avisó de que habría disturbios en Slone y en el este de Texas, y quizá en todo el país, si el estado seguía adelante con la ejecución de un negro inocente.

Betts estuvo magistral a la hora de despertar emociones y elevar la tensión. Finalmente bajó el ritmo y, dando un giro a su discurso, pidió a la gente que se comportase y que no saliera a la calle ni aquella noche ni la siguiente.

– Con la violencia no ganamos nada -les rogó.

Al acabar presentó al reverendo Johnny Canty, pastor de la Iglesia Metodista Africana Bethel, a la que desde hacía más de veinte años pertenecía la familia Drumm. El reverendo Canty empezó con un mensaje de la familia. Agradecían el apoyo. Se mantenían firmes en su fe, y rezaban por un milagro. Roberta Drumm estaba bien, dentro de lo que cabía. Sus planes eran ir el día siguiente al corredor de la muerte y quedarse hasta el final. Acto seguido, el reverendo Canty pidió silencio y se embarcó en una oración larga y elocuente, que se inició con una súplica de compasión por la familia de Nicole Yarber, una familia que había soportado la pesadilla de la muerte de una muchacha inocente. Igual que la familia Drumm. Dio gracias al Todopoderoso por el don de la vida y la promesa de la eternidad para todas las gentes. Dio gracias a Dios por sus leyes, las más básicas e importantes de las cuales eran los Diez Mandamientos, con su prohibición «no matarás». Rezó por los «otros cristianos» que tomaban la misma Biblia, la tergiversaban y la usaban como arma para matar al prójimo.

– Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.

Canty había trabajado mucho tiempo en su oración, que pronunció despacio, con un perfecto sentido del tempo, sin usar apuntes. La multitud canturreaba, se balanceaba y emitía calurosos «amén», mientras él seguía laboriosamente sin que se vislumbrase el final. Aquello tenía mucho más de discurso que de oración. Canty saboreaba el momento. Tras rezar por la justicia, rezó por la paz; no la que elude la violencia, sino la que todavía no se ha hallado en una sociedad en la que el número de jóvenes negros encarcelados alcanza cifras récord, en la que son ejecutados con mucha más frecuencia que los de otras razas, y en la que se consideran más graves los crímenes cometidos por negros que los cometidos por blancos. Imploró misericordia, perdón y fortaleza. Pero, como la mayoría de los pastores, se alargó demasiado y empezó a perder la atención de su público, hasta que de repente la encontró de nuevo. Empezó a rezar por Donté, «nuestro hermano perseguido», un joven arrebatado a su familia hacía nueve años y lanzado a un «infierno» del que nadie escapaba con vida. Nueve años sin su familia y sus amigos, nueve años encerrado como un animal en su jaula. Nueve años cumpliendo condena por un delito que había cometido otra persona.

Desde la ventana de una pequeña biblioteca de la segunda planta, el juez Elias Henry miraba y escuchaba. Mientras el reverendo rezase, la multitud estaría controlada; era la agitación lo que le daba miedo.

En el transcurso de las décadas, Slone había conocido pocos episodios de disturbios raciales, algo cuyo mérito se atribuía el juez principalmente a sí mismo, aunque no se lo dijera a nadie más. Cincuenta años antes, cuando era un abogado joven con dificultades para pagar las facturas, había entrado a trabajar como reportero y editorialista a tiempo parcial en el Slone Daily News, que entonces era un semanario próspero, leído por todos. Ahora era un diario con problemas para subsistir y escasos lectores. A principios de los años sesenta era uno de los pocos diarios del este de Texas que reconocía que una parte considerable de la población era negra. De vez en cuando, Elias Henry escribía artículos sobre equipos deportivos negros e historia negra y, aunque no fueran bien recibidos, tampoco eran objeto de una condena abierta. En cambio, sus editoriales sí lograban irritar a los blancos. Explicaba en términos legos el verdadero sentido del pleito entre Oliver Brown y el Departamento de Educación, [6] y criticaba las escuelas segregadas de Slone y el condado de Chester. Gracias a la influencia cada vez mayor de Elias, y a los problemas de salud del propietario del periódico, este tuvo la audacia de posicionarse a favor del derecho de voto de los negros y de la equidad en sueldos y vivienda. Los argumentos de Henry eran convincentes; su razonamiento, sólido, y la mayoría de quienes leían sus opiniones se daban cuenta de que era mucho más inteligente que ellos. En 1966, Elias compró el periódico, del que fue dueño durante diez años. También adquirió una gran habilidad como abogado y como político, y se erigió en líder de su comunidad. Muchos blancos discrepaban de Elias, pero eran pocos quienes lo cuestionaban de manera pública. Cuando por fin terminó la segregación escolar, por imposición del estado central, la resistencia blanca en Slone ya se había suavizado por varios años de habilidosa manipulación por parte de Elias Henry.

Tras ser elegido juez, vendió el periódico y ocupó un lugar más elevado, desde el que con discreción no exenta de firmeza controlaba un sistema judicial que tenía fama de duro con los violentos, de estricto con quienes precisaban orientación y de compasivo con quienes necesitaban otra oportunidad. Su derrota ante Vivían Grale le produjo una crisis nerviosa.

Durante su judicatura no se habría producido la condena de Donté Drumm. Elias se habría enterado de la detención poco después de que ocurriese, habría analizado la confesión y las circunstancias que la rodeaban, y habría requerido a Paul Koffee para que los dos solos, a puerta cerrada, celebrasen una reunión extraoficial en la que el fiscal del distrito habría sido informado de que su tesis era una porquería. La confesión era claramente anticonstitucional. No llegaría hasta el tribunal. Sigue buscando, Koffee, porque aún no has encontrado al asesino.

El juez Henry miró la multitud que se arremolinaba ante el juzgado. Ni un solo rostro blanco, salvo los de los reporteros. Era una muchedumbre negra airada. Los blancos se escondían, y no simpatizaban con la causa. Era algo que Henry no había pensado ver jamás: su ciudad dividida.

– Que Dios nos coja confesados -masculló para sus adentros.

El siguiente orador fue Palomar Reed, alumno de último año en el instituto y vicepresidente del cuerpo estudiantil. Empezó con la obligada condena de la pena de muerte de Donté y luego se embarcó en una diatriba ampulosa y técnica contra la pena capital en sí, con gran énfasis en su versión texana. La multitud estuvo atenta, aunque el orador carecía del dramatismo de sus predecesores, más experimentados. Sin embargo, pronto dio pruebas de una capacidad increíble para lo teatral. Mientras miraba una hoja de papel, empezó a recitar los nombres de los jugadores negros del equipo de fútbol americano del instituto de Slone. Todos acudieron corriendo al estrado, uno por uno, y se colocaron en fila sobre el escalón más alto. Llevaban la camiseta oficial de los Slone Warriors, de color azul real. Una vez que los veintiocho estuvieron hombro con hombro, Palomar hizo un anuncio impactante:

– Estos jugadores se presentan aquí en unión con su hermano Donté Drumm. Un Slone Warrior. Un guerrero africano. Si la gente de esta ciudad, de este condado, de este estado se sale con la suya en sus esfuerzos ilegales y anticonstitucionales por matar a Donté Drumm mañana por la noche, estos guerreros no jugarán en el partido del viernes contra Longview.

La multitud estalló en una ovación masiva que hizo temblar las ventanas del juzgado. Palomar miró a los jugadores, que justo entonces, como si fuera una señal, se cogieron los faldones y se quitaron las camisetas de un tirón, para arrojarlas al suelo. Debajo llevaban camisetas idénticas de color blanco, con la inconfundible imagen del rostro de Donté sobre una palabra en mayúsculas: INOCENTE. Los jugadores hinchieron el pecho, puño en alto. La multitud los inundó en su adoración.

– ¡Mañana boicotearemos las clases! -vociferó Palomar por el micrófono-. ¡Y el viernes también! ¡Y ese día por la noche no habrá partido!

La concentración era emitida en directo por la televisión local, y la mayoría de los blancos de Slone estaban pegados al televisor. En bancos, colegios, casas y oficinas se oía murmurar lo mismo:

– Eso no pueden hacerlo, ¿verdad que no?

– Pues claro que pueden. ¿Cómo se lo impides?

– Han ido demasiado lejos.

– No, somos nosotros los que hemos ido demasiado lejos.

– ¿O sea que tú crees que es inocente?

– No estoy seguro. No lo está nadie. Ese es el problema: hay demasiadas dudas.

– Confesó.

– No han encontrado el cadáver.

– ¿Por qué no pueden retrasarlo unos días? No sé, una suspensión o algo así…

– ¿Para qué?

– Que esperen a que se haya acabado la temporada de fútbol americano.

– Yo preferiría que no hubiera disturbios.

– Si los hay, intervendrá la justicia.

– No estés tan seguro.

– Esto va a explotar.

– Que los echen del equipo.

– ¿Suspender el partido? Pero ¿qué se han creído?

– Tenemos a cuarenta chicos blancos que podrían jugar.

– ¡Hombre, pues claro!

– Tendría que expulsarlos el entrenador.

– Y al que haga novillos, que lo arresten.

– Genial. Eso es echar gasolina al fuego.

En el instituto, el entrenador del equipo miraba la manifestación en el despacho del director. El entrenador era blanco, y el director, negro. Estaban en silencio, pendientes del televisor.

En la comisaría, a tres manzanas del juzgado por la calle Mayor, el comisario Joe Radford miraba la tele en compañía del comisario adjunto. El cuerpo tenía a cuatro docenas de agentes de uniforme en plantilla, treinta de los cuales vigilaban nerviosos la concentración desde los márgenes.

– ¿Habrá ejecución? -preguntó el comisario adjunto.

– Que yo sepa, sí -contestó Radford-. He hablado hace una hora con Paul Koffee y él lo ve claro.

– Puede que necesitemos ayuda.

– Qué va. Tirarán un par de piedras, pero ya se les pasará.

Paul Koffee miraba el espectáculo a solas, desde su escritorio, con un bocadillo y unas patatas chips. Su despacho estaba detrás del juzgado, a dos manzanas. Se oían los bramidos de la multitud. Él consideraba aquellas manifestaciones como un mal necesario en un país que daba un gran valor a la Declaración de Derechos. La gente tenía derecho a reunirse -con autorización, por supuesto- y a expresar sus sentimientos. Las leyes que velaban por aquel derecho eran las mismas que regían el curso ordenado de la justicia. El trabajo de Koffee era encausar a delincuentes y encerrar a los culpables; y cuando un delito era lo suficientemente grave, las leyes de su estado le pedían obtener venganza y solicitar la pena de muerte. Era lo que había hecho en el caso Drumm. Sus decisiones, su táctica en el juicio o la culpabilidad de Drumm no le merecían el menor arrepentimiento, duda o desazón. Su labor había sido ratificada en más de una ocasión por jueces bregados en apelaciones, por decenas de eminentes juristas que, tras examinar palabra por palabra el juicio a Drumm, habían confirmado la condena. Koffee no tenía el menor remordimiento de conciencia. Claro que se arrepentía de su relación con la jueza Vivian Grale, y del sufrimiento y la vergüenza que eso había originado, pero jamás había puesto en duda el acierto de los veredictos de la magistrada.

La echaba de menos. Su amor había sucumbido a la tensión de toda la publicidad negativa que había generado. Ella había salido huyendo, y rechazaba cualquier tipo de contacto. A Koffee le faltaba poco para terminar su carrera de fiscal y, aunque odiara reconocerlo, dejaría el cargo bajo una nube de sospecha. Sin embargo, la ejecución de Drumm marcaría su cénit, y le reivindicaría; sería un momento de esplendor, que sabrían valorar los habitantes de Slone, por lo menos los blancos.

Mañana sería su mejor día.

Los miembros del bufete Flak vieron la concentración en el televisor de gran formato instalado en la sala principal de reuniones. Al final, Robbie se retiró a su despacho con medio bocadillo y una Coca-Cola light. La recepcionista había dispuesto con esmero una docena de papeles con mensajes telefónicos sobre la mesa. Le llamaron la atención los de Topeka. Había algo que le sonaba. Olvidándose del bocadillo, cogió el teléfono y llamó al móvil del reverendo Keith Schroeder.

– Con Keith Schroeder, por favor -respondió cuando alguien se puso al otro lado de la línea.

– Yo mismo.

– Soy Robbie Flak, abogado de Slone, Texas. He recibido su mensaje, y creo que hace unas horas vi un correo electrónico suyo.

– Sí, gracias, señor Flak.

– Llámeme Robbie.

– De acuerdo, Robbie. Yo soy Keith.

– Estupendo, Keith. ¿Dónde está el cadáver?

– En Missouri.

– No tengo tiempo que perder, Keith, y algo me dice que esta llamada es una absoluta pérdida de tiempo.

– Es posible, pero deme cinco minutos.

– Hable deprisa.

Keith expuso los hechos: sus encuentros con un preso anónimo en libertad condicional, la investigación de sus antecedentes, su trayectoria delictiva, su precario estado de salud y todo lo que fue capaz de embutir en cinco minutos sin interrupciones.

– Evidentemente, no le preocupa saltarse la confidencialidad -dijo Robbie.

– Sí que me preocupa, pero hay demasiado en juego. Además, aún no le he dicho su nombre.

– ¿Dónde está él?

– Ha pasado la noche en un hospital. Ha salido por su propio pie, y desde entonces le he perdido la pista. En principio, tiene que volver a la casa de reinserción a las seis en punto de la tarde. Iré a verlo.

– ¿Y lo han condenado cuatro veces por delitos sexuales?

– Como mínimo.

– Pastor, ese hombre no tiene ninguna credibilidad. Con esto yo no puedo hacer nada. No hay por dónde cogerlo. Dese cuenta de que estas ejecuciones siempre atraen a chalados,

Keith. La semana pasada se presentaron dos pirados: uno dijo que sabía dónde vive Nicole, que por cierto es stripper, y el otro dijo que la había matado él en un ritual satánico. Sobre la situación del cadáver, ni idea. El primero quería dinero, y el segundo, salir de la cárcel en Arizona. Los tribunales desprecian estas fantasías de última hora.

– Él dice que el cadáver está al sur de Joplin, Missouri, en las colinas donde vivió de niño.

– ¿Cuánto tardaría en encontrarlo?

– Eso ya no lo sé.

– Vamos, Keith, cuénteme algo que me sirva.

– Tiene el anillo de graduación de Nicole. Yo lo he visto, lo he tenido en las manos y lo he examinado: SHS 1999, con sus iniciales: ANY. Es de piedra azul, y su talla la doce aproximadamente.

– Eso ya está mejor, Keith. Me gusta. Pero ¿dónde está el anillo?

– Supongo que colgando de su cuello.

– ¿Y a él no lo tiene localizado?

– Pues… efectivamente, ahora mismo no sé dónde está.

– ¿Quién es Matthew Burns?

– Un amigo mío, fiscal.

– Mire, Keith, le agradezco el esfuerzo. Ha llamado dos veces, ha mandado un correo electrónico y ha hecho llamar a un amigo. Muchísimas gracias. Ahora mismo estoy muy ocupado, o sea que haga el favor de dejarme en paz.

Al colgar, Robbie cogió el bocadillo.

Capítulo 14

Gilí Newton llevaba cinco años como gobernador de Texas, y aunque las encuestas arrojasen índices de aceptación muy envidiables entre su electorado, se quedaban cortas ante la opinión del propio Newton sobre su popularidad. Era de Laredo, lo más al sur de Texas. Había crecido en un rancho propiedad de su abuelo, antiguo sheriff, y tras un arduo paso por el instituto y la Facultad de Derecho, en vista de que no había ningún bufete dispuesto a contratarlo se había hecho ayudante de fiscal en El Paso. A los veintinueve años le habían nombrado fiscal de distrito, la primera de muchas campañas coronadas por el éxito; de hecho, nunca había perdido ninguna. A los cuarenta ya había mandado a cinco hombres al corredor de la muerte. A dos de ellos los había visto morir como gobernador, alegando que era su deber, puesto que de la acusación se había ocupado él mismo. Aunque los archivos no fuesen muy fiables, tenía fama de ser el único gobernador de Texas que había asistido a una ejecución durante el ejercicio de su cargo, cosa que, ciñéndose a la época contemporánea, era verdad. En las entrevistas afirmaba que verlos morir le había dado la sensación de que pasaba página. «Recuerdo a las víctimas -decía-. Pensaba todo el rato en las víctimas. Eran crímenes horrendos.»

Casi nunca desaprovechaba la oportunidad de ser entrevistado.

Descarado, gritón, vulgar (en privado), su enorme popularidad se debía a su retórica antigubernamental, al encastillamiento en sus ideas, a los comentarios escandalosos por los que nunca pedía perdón y a su amor a Texas y a su historia de independencia a toda costa. La gran mayoría de los votantes también compartían su cariño por la pena de muerte.

Ahora que Newton tenía asegurada su segunda y última legislatura, su mirada se proyectaba más allá de las fronteras de Texas, hacia una etapa de mayor trascendencia. Se le necesitaba.

El viernes a última hora de la tarde se reunió con sus dos asesores de mayor confianza, dos viejos amigos de la facultad que lo habían ayudado en todas sus decisiones importantes y en la mayoría de las secundarias. Wayne Wallcott era el abogado, o primer letrado, según proclamaba su membrete; Barry Ringfield era el portavoz, o director de comunicaciones. Un día de rutina en Austin, coincidieron los tres en el despacho del gobernador exactamente a las cinco y cuarto: se quitaron los abrigos, despidieron a las secretarias, cerraron la puerta con llave, y a las cinco y media sirvieron el bourbon, tras lo cual fueron al grano.

– Mañana se podría liar lo de Drumm -dijo Barry-. Los negros están cabreados, y tienen previstas manifestaciones en todo el estado para mañana mismo.

– ¿Dónde? -preguntó el gobernador.

– Pues mira, aquí, para empezar, en el césped sur del Capitolio. Corre el rumor de que® vendrá el reverendo Jeremiah Mays en ese pedazo de avión que tiene, para alborotar a los indígenas.

– Me encanta -dijo el gobernador.

– Ya está presentada y tramitada la solicitud de suspensión -anunció Wayne, mirando unos papeles.

Bebió un poco. El bourbon, un Knob Creek, corría por pesados vasos de cristal Waterford que llevaban el sello del estado.

– Se nota que esta vez hay más interés -dijo Barry-. Montones de llamadas, cartas y correos electrónicos.

– ¿Quién llama? -preguntó Newton.

– Los de siempre: el Papa, el presidente de Francia, dos parlamentarios holandeses, el primer ministro de Kenia, Jimmy Cárter, Amnistía Internacional, aquel bocazas de California que encabeza el grupo negro del Congreso en "Washington… Mucha gente.

– ¿Alguien importante?

– A decir verdad, no. Ha llamado dos veces el juez titular del condado de Chester, Elias Henry, y ha enviado un e-mail. Está a favor de suspender la ejecución. Dice que duda seriamente del veredicto del jurado. En Slone, de todos modos, la mayor parte del ruido son proclamas favorables a la ejecución. Allí al chico lo consideran culpable. Ha llamado el alcalde, preocupado por el hecho de que mañana por la noche pueda haber follón en esa localidad. Dice que es posible que llame para pedir ayuda.

– ¿La Guardia Nacional? -preguntó Newton.

– Supongo.

– Me encanta. -Bebieron. El gobernador miró a Barry, que además de su portavoz era también su asesor de mayor confianza, y el más taimado-. ¿Tienes algún plan?

Barry siempre tenía alguno.

– Sí, claro, pero aún no está acabado. Me gusta lo de la manifestación de mañana. Esperemos que venga el reverendo Jeremiah a atizar el fuego. Una gran multitud, con africanos a patadas; una situación tensa de las de verdad. Entonces tú subes al podio, te quedas con ellos y hablas del curso ordenado de la justicia en este estado; el papel de siempre, vaya. Luego, ahí mismo, en los escalones, con las cámaras filmando, mientras la gente te silba y te abuchea, y a lo mejor hasta te tira alguna piedra, rechazas la solicitud de suspensión. La gente se exalta, y tú sales huyendo. Se necesitan huevos, pero la cosa no tiene precio.

– Uau -dijo Newton.

Wayne se rió en voz alta.

Barry siguió hablando.

– A las tres horas se lo cargan, pero en titulares saldrá una multitud de negros furiosos. Que conste que tú tienes el cuatro por ciento del voto negro, gobernador; el cuatro por ciento. -Una pausa y un trago, aunque aún no había terminado-. A mí también me gusta el toque de la Guardia Nacional. Un poco más tarde, pero antes de la ejecución, das una rueda de prensa y anuncias que mandarás a la Guardia para sofocar los disturbios en Slone.

– ¿Estadísticas del condado de Chester?

– Tienes el setenta y uno por ciento, Gilí. Les encantas. Mandando a la Guardia los proteges.

– Pero ¿es necesaria la Guardia? -preguntó Wayne-. Si exageramos, se nos puede ir de las manos.

– Depende. Será cuestión de controlar la situación, y ya decidiremos.

– Sí, eso haremos -dijo el gobernador. La decisión ya estaba tomada-. ¿Hay alguna posibilidad de que el tribunal lo aplace en el último momento?

Wayne echó unos papeles sobre la mesa del gobernador.

– Lo dudo -dijo-. Esta mañana los abogados de Drumm han presentado una apelación, diciendo que está loco y que no advierte la gravedad de lo que va a pasar, pero son tonterías; hace una hora he hablado con Baker en la fiscalía, y él no ve nada en perspectiva. Tenemos luz verde en todas partes.

– Parece divertido -comentó el gobernador.

Por sugerencia, o insistencia, de Reeva se canceló la reunión del miércoles por la noche para rezar en la Primera Iglesia Baptista. Eso solo había pasado tres veces en la historia de la iglesia: la primera por una tormenta de hielo, la segunda por un tornado y la tercera por un apagón. Ante la incapacidad del hermano Ronnie de usar la palabra «cancelado», lo que hubo fue una mera reclasificación del acto como «vigilia de oración», y su «traslado» a otro lugar. También colaboró el tiempo, con cielos despejados y temperaturas superiores a los veinte grados.

Quedaron al anochecer en un pabellón reservado del Parque Nacional de Rush Point, a orillas del Red River, lo más cerca posible de Nicole. El pabellón estaba en un pequeño acantilado, con el río a sus pies, a unos cien metros del banco de arena, que aparecía y desaparecía en función del nivel del agua. Era donde habían encontrado los carnets del gimnasio y de estudiante de Nicole. Ya hacía tiempo que sus seres queridos lo consideraban el lugar de descanso de la chica.

En sus numerosas visitas a Rush Point, Reeva siempre había avisado previamente a todos los medios de comunicación con los que pudiera contactar en Slone, pero el paso de los años había mitigado el interés de los reporteros, y a menudo Reeva iba sola a sus visitas, a veces con Wallis tras de ella; nunca faltaba el día del cumpleaños de su hija, y casi nunca el 4 de diciembre, el de su desaparición. Aquella vigilia, sin embargo, era muy diferente. Había algo que celebrar. En representación de Fordyce – ¡A por todas! había un equipo de dos hombres con una cámara pequeña, el mismo que ya llevaba dos días siguiendo a Reeva y a un Wallis un poco harto. También había dos equipos de noticias de la tele, y media docena de reporteros de la prensa escrita. Tanta atención inspiró a los fieles, y al hermano Ronnie le satisfizo lo nutrido de la concurrencia. ¡A sesenta kilómetros de casa!

Mientras se ponía el sol cantaron unos cuantos himnos. Después encendieron velitas y se las pasaron unos a otros. Sentada en primera fila, Reeva lloraba sin cesar. El hermano Ronnie no pudo resistirse a la oportunidad de hacer un sermón. Su grey, por otra parte, no tenía prisa en irse. Se explayó acerca de la justicia, y recurrió a un alud de citas bíblicas en apoyo del mandato de Dios de que vivamos como ciudadanos respetuosos de la ley.

Rezaron varios diáconos, y no faltaron testimonios de amigos de Nicole; el propio Wallis -previo codazo en las costillas- logró ponerse en pie y pronunciar unas palabras. A modo de remate, el hermano Ronnie se embarcó en una larga súplica de compasión, misericordia y fortaleza. Pidió a Dios que acompañase hasta el final a Reeva, a Wallis y a su familia, y estuviera a su lado en la dura prueba de la ejecución.

Al salir del pabellón, se trasladaron en solemne procesión al sepulcro provisional; y ahí, más cerca de la orilla, depositaron flores al pie de una cruz blanca. Algunos se pusieron de rodillas y volvieron a rezar. Todos se desahogaron llorando.

El miércoles a las seis de la tarde Keith cruzó la puerta de Anchor House resuelto a acorralar a Travis Boyette, y a plantarle cara. Faltaban exactamente veinticuatro horas para la ejecución, y Keith pensaba hacer todo lo posible por impedirla. Parecía totalmente imposible, pero al menos lo intentaría. De la cena del miércoles en St. Mark se ocupaba un pastor subalterno.

Boyette parecía jugar al escondite, a menos que estuviera muerto. A lo largo del día no se había presentado a su supervisor, ni había vuelto a ser visto en Anchor House. No estaba obligado a ninguna de estas dos cosas, pero era preocupante que no diera señales de vida. Sin embargo, sí tenía la obligación de presentarse a las seis para pasar la noche y de no irse sin autorización expresa antes de las ocho de la mañana. A las seis de la tarde seguía sin aparecer. Keith esperó una hora, pero no había ni rastro de Boyette. El mostrador de la entrada estaba a cargo de un tal Rudy, ex presidiario.

– Más vale que salgas a buscarlo, tío -masculló.

– No sé por dónde empezar -dijo Keith.

Le dejó a Rudy su número de móvil y empezó por los hospitales. Conducía despacio, matando el tiempo en espera de una llamada de Rudy, y entre una y otra visita miraba la calle por si veía a algún blanco raro de unos cuarenta años, cojo y con bastón. Ninguno de los hospitales del centro tenía registrado a nadie con el nombre de Travis Boyette. Tampoco merodeaba por la estación de autobuses, ni bebía con los borrachos del río. A las nueve de la noche Keith regresó a Anchor House y se sentó en una silla del mostrador de la entrada.

– Ha desaparecido -dijo Rudy.

– ¿Y ahora qué? -inquirió Keith.

– Si llega durante la noche lo pondrán de vuelta y media pero lo dejarán pasar, menos si está borracho o drogado, y entonces salta la liebre. Te dejan cagarla una vez. En cambio, si está fuera toda la noche lo más seguro es que le revoquen la condicional y lo manden otra vez a la cárcel. Estos tipos no se andan con bromas. ¿Qué le pasa a Boyette?

– A saber. Le cuesta decir la verdad.

– Me suena. Ya tengo su número. Si se presenta, lo llamo.

– Gracias.

Keith se quedó media hora más antes de irse en coche a su casa. Dana calentó lasaña. Comieron en la habitación de la tele, con bandejas. Los niños ya dormían. La tele estaba silenciada. Apenas hablaron. Hacía casi tres días que su vida estaba consumida por Travis Boyette, y estaban un poco cansados de él.

Ya de noche, quedó claro que no había nadie que quisiera salir de la estación de trenes. No había mucho trabajo jurídico que hacer, y a aquellas horas pocas cosas de peso se podían realizar en ayuda de Donté Drumm. El Tribunal Penal de Apelación de Texas no se había pronunciado sobre la alegación de trastorno mental. Fred Pryor seguía rondando por las afueras de Houston con la esperanza de tomarse alguna copa más con Joey Gamble, lo cual parecía dudoso. Podía ser perfectamente la última noche en la vida de Donté Drumm, y los miembros de su equipo jurídico necesitaban consolarse mutuamente.

Mandaron a Carlos por pizza y cerveza, y a su regreso usaron la mesa larga de la sala de reuniones para cenar. Más tarde llegó Ollie, y se montó una partida de póquer. Ollie Tufton, muy amigo de Robbie, era de los pocos abogados negros de Slone. Su cuerpo era redondo como una pelota, y aseguraba pesar ciento ochenta kilos, sin que estuviera clara su razón para querer presumir de ello. Era gritón, muy divertido y con apetitos desmesurados: comida, whisky, póquer y, por desgracia, cocaína. Robbie lo había salvado dos veces cuando estaban a punto de expulsarlo del colegio de abogados. De vez en cuando se ganaba un pellizco con accidentes de coche, pero el dinero casi siempre desaparecía. Cuando Ollie estaba en la sala, casi todo el ruido procedía de él. Se hizo con el control de la partida de póquer, encargó a Carlos dar la mano, fijó las reglas y contó sus últimos chistes verdes, sin dejar ni un momento de beber cerveza y de zamparse la pizza fría. Los jugadores eran Martha Handler (que solía ganar), Bonnie (la otra técnica), Kristi Hinze (que aún tenía miedo de jugar, y todavía más miedo de Ollie) y un investigador que también hacía de recadero a tiempo parcial llamado Ben Shoots.

Dentro de la chaqueta de Shoots, colgada en la pared, había una pistola. Robbie tenía otras dos en su despacho, ambas cargadas. Aaron Rey, siempre armado, se movía sin hacer ruido por la estación de trenes, atento a las ventanas y al aparcamiento. Como se habían recibido varias amenazas telefónicas durante el día, el bufete estaba en alerta máxima.

Robbie se llevó una cerveza a su despacho, dejó la puerta abierta y llamó a DeDe, la mujer con quien vivía; estaba haciendo yoga, y sentía una bendita indiferencia ante la ejecución que se avecinaba. Después de tres años juntos, Robbie casi estaba convencido de que la cosa tenía posibilidades. DeDe apenas manifestaba interés por las actividades de Robbie en el despacho, lo cual era beneficioso. La búsqueda de amor sincero por parte de Robbie estaba plagada de mujeres incapaces de aceptar que la convivencia estuviera muy sesgada en favor de él. La de ahora iba a la suya, y coincidían en la cama. Robbie le llevaba veinte años, y seguía loco por ella.

Llamó a un reportero de Austin, pero no dijo nada que pudiera citarse. Después habló con el juez Elias Henry y le dio las gracias por haber llamado al gobernador. Se desearon suerte, sabiendo que las siguientes veinticuatro horas tardarían mucho tiempo en olvidarse. El reloj de la pared parecía parado a las nueve y diez. Robbie siempre recordaría que fue exactamente a esa hora cuando entró Aaron Rey en su despacho y le dijo:

– Se ha incendiado la Primera Iglesia Baptista.

La batalla de Slone había empezado.

Capítulo 15

Keith no tenía conciencia de haberse quedado dormido. Hacía tres días que dormía tan poco, y a horas tan anómalas, que tenía los hábitos y los ritmos desincronizados. Cuando sonó el teléfono, habría jurado que estaba totalmente despierto. Sin embargo, fue Dana quien lo oyó primero, y tuvo que dar un golpecito a su marido. Finalmente Keith se puso, a la cuarta o la quinta.

– ¿Diga? -contestó, aturdido, mientras Dana encendía una lámpara.

Eran las doce menos veinte de la noche. No hacía ni una hora que se habían acostado.

– Eh, pastor, soy yo, Travis -dijo la voz.

– Hola, Travis -contestó Keith. Dana buscó rápidamente un albornoz-. ¿Dónde está?

– Aquí, en Topeka, en uh bar del centro, cerca de Anchor House.

Hablaba despacio, con voz pastosa. Lo segundo o tercero que pensó Keith fue que Boyette había bebido.

– ¿Por qué no está en Anchor House?

– Eso da igual. Oiga, pastor, tengo mucha hambre; no he comido nada desde esta mañana, y estoy aquí sentado solo con un café porque no tengo dinero. Estoy hambriento, pastor. ¿Se le ocurre algo?

– ¿Ha bebido, Travis?

– Un par de cervezas. Estoy bien.

– ¿Se ha gastado dinero en cerveza, pero no en comida?

– No lo he llamado para que nos peleemos, pastor. ¿Puede ayudarme a conseguir algo de comida?

– Sí, claro, Travis, pero tiene que volver a Anchor House. Lo esperan. He hablado con Rudy y dice que lo sancionarán, pero nada grave. Primero come usted algo, y luego lo llevo a donde tiene que estar.

– Ni hablar, pastor, yo no vuelvo. Quiero ir a Texas, ¿de acuerdo? Ahora mismo, digo. Tengo muchas ganas de ir. Le contaré a todo el mundo la verdad, incluido dónde está el cadáver. Tenemos que salvar al chico.

– ¿Tenemos?

– ¿Quién si no, pastor? Nosotros sabemos la verdad. Si vamos los dos, podremos impedir la ejecución.

– ¿Quiere que lo lleve ahora mismo a Texas? -preguntó Keith, mirando a los ojos a su mujer, que empezó a sacudir la cabeza.

– No hay nadie más, pastor. Tengo un hermano en Illinois, pero no nos hablamos. Supongo que podría llamar a mi supervisor, pero dudo que tuviera algún interés en ir a Texas. También conozco a un par de tipos de la casa de reinserción, pero no tienen coche. Cuando te pasas la vida en la cárcel, pastor, no sueles tener muchas amistades fuera.

– ¿Dónde está, Travis?

– Ya se lo he dicho: en un bar. Con hambre.

– ¿Qué bar?

– El Blue Moon. ¿Lo conoce?

– Sí. Pida algo de comer, que llego en un cuarto de hora.

– Gracias, pastor.

Keith colgó y se quedó sentado al borde de la cama, junto a su mujer. Estuvieron unos minutos sin decirse nada. No tenían ganas de pelearse.

– ¿Está borracho? -preguntó ella finalmente.

– No creo. Se ha tomado unas cervezas, pero parece sobrio. No sé.

– ¿Qué vas a hacer, Keith?

– Pagarle la cena, o el desayuno, o lo que sea. Esperaré a que cambie otra vez de idea. Si lo dice en serio, no tendré más remedio que llevarlo en coche a Texas.

– Sí que tienes remedio, Keith. No estás obligado a llevar a Texas a ese pervertido.

– ¿Y el chico del corredor de la muerte, Dana? Piensa en cómo estará en este momento la madre de Donté Drumm. Será el último día que vea a su hijo.

– Boyette te está tomando el pelo, Keith. Es un mentiroso.

– Puede que sí y puede que no, pero piensa en lo que está en juego.

– ¿En juego? Podría estar en juego tu trabajo. Tu reputación, tu carrera…, todo podría estar en juego. Tenemos tres hijos en los que pensar.

– Yo no voy a poner en peligro mi carrera, Dana, ni mi familia; como máximo me tirarán de las orejas. Sé lo que estoy haciendo.

– ¿Estás seguro?

– No.

Keith se quitó rápidamente el pijama y se puso unos vaqueros, unas zapatillas deportivas, una camisa y una gorra roja de béisbol de los Cardinals. Dana lo vio vestirse sin decir nada más. Él le dio un beso en la frente y salió de casa.

Cuando Keith se sentó delante de él, Boyette estaba inspeccionando una bandeja de comida impresionante. El local estaba medio lleno, con policías de uniforme en varias mesas, todos comiendo pastel, aunque ninguno de ellos pesara menos de ciento treinta kilos. Keith pidió café, sensible a la ironía de que un asesino no convicto, infractor de la libertad condicional, se diera un festín a diez metros de un pequeño escuadrón de policías.

– ¿Dónde ha estado todo el día? -le preguntó.

El tic. Un gran bocado de huevos revueltos.

– La verdad es que no me acuerdo -respondió Boyette, masticando.

– Hemos perdido todo un día, Travis. Nuestro plan era hacer el vídeo, mandárselo a las autoridades y a la prensa de Texas y esperar un milagro. Su desaparición ha desbaratado el plan.

– Ya se ha acabado el día, pastor; no le dé más vueltas. ¿Me lleva a Texas o no?

– ¿O sea que se salta la condicional?

El tic y un sorbo de café, con la mano temblando. Todo parecía afectado por un temblor constante, desde la voz hasta los ojos, pasando por los dedos.

– Ahora mismo, lo que menos me preocupa es la condicional, pastor. La mayor parte de mi tiempo lo ocupa morirme. También me preocupa el chico, en Texas. He intentado olvidarlo, pero no puedo. Y la chica. Necesito verla antes de morirme.

– ¿Por qué?

– Necesito decir que lo siento. Yo he hecho daño a mucha gente, pastor, pero solo he matado a una persona. -Miró a los policías y bajó un poco la voz-. Y no sé por qué. Era mi favorita. Quería quedármela para siempre, y al darme cuenta de que no podía ser…, pues…

– De acuerdo, Travis, ya lo he entendido; vamos a hablar de la logística. Slone queda a seiscientos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro, pero en coche son más bien novecientos, con muchas carreteras de un solo carril. Es medianoche. Si salimos antes de una hora, y corremos como locos, podríamos llegar a mediodía. Faltarían seis horas para la ejecución. ¿Tiene alguna idea de lo que haríamos cuando lleguemos?

Boyette pensó en la pregunta mientras masticaba un trozo de salchicha, totalmente impermeable a cualquier sensación de urgencia. Keith se había fijado en que comía bocados muy pequeños y los masticaba mucho, antes de dejar el tenedor y beber un poco de café o de agua. No parecía excesivamente hambriento. Lo importante no era la comida.

– Se me había ocurrido -dijo Boyette tras otro sorbo de café- que podríamos ir a la televisión local; así cuento mi historia en directo, acepto mi responsabilidad, les digo a aquellos idiotas que se han equivocado de culpable, y ellos no lo matan.

– ¿Así de fácil?

– No sé, pastor. Es la primera vez que lo hago. ¿Y usted? ¿Qué plan tiene?

– Ahora mismo es más importante encontrar el cadáver que su confesión. Francamente, Travis, teniendo en cuenta su largo historial, y lo repugnante de sus delitos, pondrán en duda su credibilidad. Desde que nos vimos, el lunes por la mañana, he estado investigando y me he enterado de varias anécdotas sobre los chiflados que aparecen cuando hay ejecuciones y empiezan a decir de todo.

– ¿Me está llamando chiflado?

– No, pero seguro que en Slone, Texas, pueden llamarlo muchas cosas. No lo creerán.

– ¿Usted me cree, pastor?

– Yo sí.

– ¿Quiere un poco de huevos con beicon? Paga usted.

– No, gracias.

El tic. Otra mirada rápida a la poli. Boyette se puso las puntas de los índices en las sienes y se hizo masajes en pequeños círculos, a la vez que hacía muecas, como si gritara. Al final se le pasó el dolor. Keith miró su reloj.

Boyette empezó a sacudir ligeramente la cabeza.

– Encontrar el cadáver tardará más tiempo, pastor. Hoy no se puede hacer.

A falta de experiencia en tales menesteres, Keith se limitó a encogerse de hombros, sin decir nada.

– O vamos a Texas, o vuelvo a la casa de reinserción a que me griten. Usted decide, pastor.

– No tengo demasiado claro por qué me corresponde decidir a mí.

– Muy sencillo: es quien tiene el coche, la gasolina y el permiso de conducir. Yo lo único que tengo es la verdad.

El coche era un Subaru todoterreno con trescientos mil kilómetros recorridos, y al menos veinte mil desde el último cambio de aceite. Dana lo usaba para llevar a los niños por todo Topeka, y el desgaste del coche con tanto trajín era más que visible. El otro coche de los Schroeder era un Honda Accord con la luz del aceite defectuosa y los neumáticos traseros de mala calidad.

– Disculpe que el coche esté tan sucio -dijo Keith, casi avergonzado, cuando entraron y cerraron las puertas.

Al principio Boyette permaneció en silencio. Se puso el bastón entre las piernas.

– Ahora es obligatorio el cinturón -dijo Keith al abrocharse el suyo.

Boyette no se movió. Durante un momento de silencio, Keith se dio cuenta de que el viaje había empezado. Tenía a Boyette dentro del coche, para un recorrido de horas o días, sin que ninguno de los dos supiera adónde los llevaría aquel pequeño viaje.

Mientras el coche se ponía en movimiento, Boyette se abrochó despacio el cinturón. La distancia entre los codos de ambos era de centímetros. Keith recibió la primera ráfaga de aliento a cerveza.

– Oiga, Travis, ¿y qué me dice de su historial con el alcohol?

Boyette respiraba profundamente, como si le tranquilizase la seguridad del coche, y también el que no se pudieran abrir las puertas desde fuera. Tardó un mínimo de cinco segundos en contestar, como era típico en él.

– Nunca me lo he planteado como un historial. No es que beba mucho. Tengo cuarenta y cuatro años, pastor, y me he pasado veintitrés y pico de ellos encerrado en varios complejos que en ningún caso tenían cantina, taberna, bar musical, club de striptease o autoservicio de veinticuatro horas. En la cárcel no te sirven copas.

– Pero hoy ha bebido.

– Tenía un par de billetes. He ido al bar de un hotel y me he tomado unas cervezas. El bar tenía tele. He visto que hablaban sobre la ejecución de Drumm en las noticias. Salía una foto del chico. Me ha afectado mucho, pastor, se lo aseguro. La verdad es que ya estaba bastante blando, como sentimental, y al ver la cara del chico casi me he atragantado. He bebido un poco más, y cuando he advertido que el reloj se iba acercando a las seis de la tarde he decidido saltarme la condicional, ir a Texas y cumplir con mi deber.

Keith tenía el móvil en la mano.

– Tengo que llamar a mi mujer.

– ¿Cómo está?

– Muy bien. Gracias por preguntar.

– Es que es tan mona…

– Tiene que olvidarse de ella. -Incómodo, Keith masculló unas cuantas frases por teléfono y lo cerró de golpe. Conducía despacio por las calles desiertas del centro de Topeka-. Bueno, Travis, estábamos planeando un largo viaje a Texas, donde usted irá a ver a las autoridades, les contará la verdad e intentará impedir la ejecución. Por mi parte, doy por supuesto que en algún momento, muy pronto, le pedirán que lleve a las autoridades hasta el cadáver de Nicole. Naturalmente, todo ello hará que lo detengan y lo encarcelen en Texas. Lo acusarán de crímenes de todo tipo, y nunca más saldrá de allí. ¿Es este el plan, Travis? ¿Estamos en sintonía?

El tic. La pausa.

– Sí, pastor, estamos en sintonía. Da igual. Para cuando me puedan encausar como Dios manda, ya estaré muerto.

– No he querido decir eso.

– Ni falta que hace. Nosotros lo sabemos, pero prefiero que en Texas nadie sepa lo de mi tumor. Darles la satisfacción de procesarme es lo que me corresponde. Me lo merezco. Yo estoy en paz, pastor.

– ¿En paz con quién?

– Conmigo mismo. Cuando haya vuelto a ver a Nicole, y le haya dicho que lo siento, estaré preparado para todo, incluida la muerte.

Keith conducía en silencio. Le esperaba un viaje maratoniano con aquel individuo, prácticamente hombro con hombro durante las diez o doce horas siguientes, y tenía la esperanza de no llegar a Slone tan loco como Boyette.

Aparcó en el camino de entrada, detrás del Accord.

– Travis -dijo-, supongo que no tiene dinero, ropa ni nada.

Aquello parecía de una obviedad dolorosa. Travis se rió entre dientes y levantó las manos.

– Aquí me tiene, pastor -dijo-, con todos mis bienes materiales.

– Ya me lo imaginaba. Espéreme aquí, vuelvo en cinco minutos.

Keith dejó el motor en marcha y entró corriendo en la casa.

Dana estaba en la cocina, preparando bocadillos, patatas chips, fruta y todo lo que encontraba.

– ¿Dónde está? -inquirió en cuanto Keith cruzó la puerta.

– Dentro del coche. No quiere entrar.

– Keith, esto no puede ir en serio.

– ¿Qué alternativas hay, Dana? -El ya tenía su decisión tomada, por desazonadora que fuese. Estaba dispuesto a pelearse duramente con su esposa, y a correr los riesgos que pudiese entrañar el viaje-. No podemos quedarnos sentados sin hacer nada, sabiendo quién es el verdadero asesino. Está aquí fuera, en el coche.

Dana envolvió un bocadillo y lo metió en una cajita. Keith sacó de la despensa una bolsa doblada de la compra y entró en el dormitorio. Para su nuevo amigo Travis encontró unos chinos viejos, un par de camisetas, calcetines, ropa interior y un jersey Packers que nunca se había puesto nadie. Se cambió de camisa, se puso su alzacuellos y una americana azul marino y metió algunas de sus cosas en una bolsa de deporte. Minutos después estaba en la cocina, donde Dana, apoyada en el fregadero, cruzaba los brazos de manera desafiante.

– Es una equivocación tremenda -declaró ella.

– Tal vez. No lo hago voluntariamente. Es Boyette el que nos eligió.

– ¿A nosotros?

– Bueno, está bien, a mí. No tiene ninguna otra manera de llegar a Texas; al menos es lo que dice, y yo lo creo.

Dana puso los ojos en blanco. Keith echó un vistazo al reloj del microondas. Estaba impaciente por marcharse, pero también se daba cuenta de que su mujer tenía derecho a algunas réplicas finales.

– ¿Cómo puedes creer algo de lo que dice? -exigió saber ella.

– Ya lo hemos hablado, Dana.

– ¿Y si en Texas te detienen?

– ¿Por qué? ¿Por intentar impedir una ejecución? Dudo que sea un delito, ni siquiera en Texas.

– Estás ayudando a un hombre a saltarse la libertad condicional, ¿no?

– Sí, en Kansas. En Texas no me pueden detener por eso.

– Pero no estás seguro.

– Oye, Dana, no me detendrán, te lo prometo. Igual me pegan un tiro, pero detenerme no me detendrán.

– ¿Tengo que tomarlo como un chiste?

– No. En absoluto. Vamos, Dana, míralo desde una perspectiva amplia. Yo creo que Boyette mató a la chica en 1998; creo que escondió el cadáver, y sabe dónde está; y creo que, si conseguimos llegar a Texas, existe la posibilidad de un milagro.

– Yo creo que estás loco.

– Quizá, pero prefiero arriesgarme.

– Piensa en el riesgo, Keith.

Él, que se había acercado poco a poco, le puso las manos en los hombros. Dana estaba rígida, y seguía con los brazos cruzados.

– Mira, Dana, yo no me he arriesgado nunca en toda mi vida.

– Ya lo sé. Es tu gran momento, ¿no?

– No, no se trata de mí. En cuanto lleguemos, me quedaré en la sombra, sin llamar la atención…

– Esquivando balas.

– Lo que sea. Estaré al margen. Es el show de Travis Boyette. Yo me limito a hacerle de chófer.

– ¿Chófer? Eres un sacerdote con familia.

– Y el sábado estaré de vuelta. El domingo diré un sermón, y por la tarde nos iremos de picnic. Te lo prometo.

Los hombros de Dana se encorvaron. Sus brazos cayeron a los lados. Keith la estrechó con fuerza, y a continuación la besó.

– Intenta entenderlo, por favor.

Ella asintió animosamente.

– Está bien -dijo.

– Te quiero.

– Yo también te quiero. Ten cuidado, por favor.

Despertaron a Robbie por teléfono a las doce y media de la noche. Cuando sonó, llevaba menos de una hora en la cama con DeDe. Ella, que se había dormido sin la ayuda del alcohol, fue la primera en dar un respingo.

– ¿Diga?

Tendió el teléfono a su pareja, que intentaba abrir los ojos, embotado.

– ¿Quién es? -gruñó.

– Despierta, Robbie, soy Fred. Tengo algo interesante.

Robbie logró despejarse, al menos hasta la siguiente fase.

– ¿Qué pasa, Fred?

DeDe ya se estaba dando la vuelta. Robbie sonrió al ver su magnífico trasero bajo las sábanas de raso.

– Me he tomado otra copa con Joey -dijo Fred-. Me lo he llevado a un club de strippers. La segunda noche consecutiva, ¿eh? No estoy seguro de que mi hígado aguante mucho más este proyecto; el suyo, seguro que no. Bueno, el caso es que lo he puesto como una cuba, y ha acabado reconociéndolo todo. Ha dicho que era mentira lo de que había visto la camioneta verde de las narices, y que la condujese un negro y todo lo demás. Ha reconocido que fue él quien llamó a Kerber con el falso chivatazo sobre Donté y la chica. Ha sido estupendo. Se desahogaba llorando mientras se tomaba cervezas, un gordo fofo pegando el rollo a las strippers. Ha dicho que él y Donté fueron amigos, en noveno y décimo curso, cuando eran dos estrellas del deporte. Ha añadido que siempre pensó que acabarían resolviéndolo los fiscales y los jueces. Le parece mentira que se haya llegado a esto. Siempre había pensado que no lo ejecutarían, que algún día saldría de la cárcel. Ahora que ya se ha convencido de que van a matarlo, tiene un dilema enorme. Piensa que es culpa de él. Yo le he dicho que sí, que lo es. Tendrá las manos manchadas de sangre. Lo he machacado a conciencia. Ha sido magnífico.

Robbie estaba en la cocina, buscando agua.

– Genial, Fred -dijo.

– Sí y no. Se niega a firmar una declaración.

– ¡Qué dices!

– No quiere. Al salir del club de strippers hemos ido a un café y le he rogado que firmase una declaración, pero es como hablar con una piedra.

– ¿Por qué no quiere?

– Por su madre, Robbie; por su madre y por su familia. No puede digerir la idea de admitir que es un mentiroso. Con la cantidad de amigos que tiene en Slone, y tal y cual… Yo he hecho todo lo que podía, pero el chico no está dispuesto a firmar.

Robbie se bebió todo un vaso de agua del grifo y se secó la boca con la manga.

– ¿Lo has grabado?

– Claro. He escuchado la cinta una vez, y estaba a punto de volver a escucharla. Hay mucho ruido de fondo. ¿Has estado alguna vez en un club de strippers?

– No me lo preguntes.

– Música a tope, mucho rap y porquerías así, pero la voz se oye. Se entiende lo que dice. Tendremos que mejorarlo.

– No hay tiempo.

– De acuerdo. ¿Qué plan tienes?

– ¿Cuánto tardarías en coche?

– Bueno, a esta hora tan bonita del día apenas hay tráfico. Puedo llegar a Slone en cuatro horas.

– Pues venga, mueve el culo y a la carretera.

– Oído, jefe.

Una hora más tarde, Robbie estaba en la cama, boca arriba, y las sombras del techo le sugerían raros pensamientos. DeDe ronroneaba como un gatito, ajena al resto del mundo. Al oírla respirar pesadamente, Robbie se preguntó cómo podían inquietarla tan poco las preocupaciones de él. Le dio envidia. Horas más tarde, cuando se despertase, su prioridad número uno sería una hora de Hot Yoga con algunas de sus horrendas amigas. Él estaría en la oficina, pegando gritos por teléfono.

Así que al final todo paraba en eso: Joey Gamble borracho, confesando sus pecados y abriendo su corazón en un club de strippers a un hombre con un micro oculto que generaba una grabación con ruido a frito, a la que no haría caso ni un solo tribunal del mundo civilizado.

La frágil vida de Donté Drumm dependería de que un testigo sin ninguna credibilidad se retractara in extremis.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Término coloquial para referirse a una persona excéntrica. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref1">[2]</a> Es decir, «Robbie Petaca». (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En Estados Unidos y otros países anglosajones existen diversas asociaciones que pugnan por demostrar la inocencia de determinados condenados a muerte, sobre todo mediante pruebas de ADN. (N. del. T.)

  4. <a l:href="#_ftnref3">[4]</a> American Civil Liberties Union, asociación sin ánimo de lucro cuya actividad se centra en la defensa de los derechos civiles. (N. del T.)

  5. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> La National Association for the Advancement of Colored People (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color), fundada en 1909, cuyo activismo se centra en la lucha contra la discriminación de los ciudadanos de raza negra. (N. del T.)

  6. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Este histórico juicio (1954) fue decisivo para el final de la segregación educativa en Estados Unidos. (N. del T.)