173956.fb2 La conspiraci?n Maquiavelo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 144

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6.30 h

Empezaba apenas a clarear cuando el presidente le devolvió la Sig Sauer a Marten y los cuatro salieron del almacén y empezaron a subir por la montaña, enfangada por la lluvia y bordeada por hileras de cepas que empezaban justo a brotar. Primero Marten, luego el presidente, luego Hap y luego José.

Momentos antes el presidente le había agradecido a José su coraje y valentía y luego le recomendó que volviera a su casa antes de que las cosas empeoraran, pero el muchacho se negó, diciendo que quería quedarse y prestarles toda la ayuda que estuviera en sus manos. De hecho, llevar a José con ellos era lo que Hap prefería. El chico era no sólo un nativo que podía hablar sin problemas con cualquier empleado con el que se cruzaran, sino que había algo más: si volvía a casa, Bill Strait tendría al Servicio Secreto, a la CIA o a la policía española esperándolo, puesto que a estas alturas ya debían de estar al tanto de su presencia en las galerías por Armando o Héctor, o ambos, y debían de tener incluso su nombre completo y su dirección. Si le detenían y él conocía el paradero del presidente, no tardarían mucho en sacarle la información y, en un abrir y cerrar de ojos, los equipos de montaña se presentarían al completo. Y eso no lo podían permitir.

6.35 h

Marten se acercaba a la cima de la colina y de pronto se detuvo y se dejó caer sobre una rodilla. Les hizo un gesto a los demás para que hicieran lo mismo. Los edificios de servicio estaban justo delante de ellos. Cuatro de ellos eran grandes estructuras de madera, tipo establo, construidas alrededor de un patio central. Inmediatamente a su derecha y justo detrás de tres hileras de cepas a punto de brotar estaba el camino de gravilla que dividía el viñedo en dos y en las que se iban a instalar los cordones iniciales de seguridad.

– ¿Qué ocurre? -susurró el presidente.

– Escuchen. -Marten tenía la cabeza levantada y miraba hacia los edificios.

– ¿Qué? -Hap se deslizó hasta su lado.

– Abajo -Marten les hizo un gesto para que se mantuvieran cuerpo a tierra.

A los pocos segundos pasaron dos policías uniformados en moto, vigilando los viñedos a ambos lados, recorriendo lentamente el camino hacia abajo.

Marten miró a Hap:

– ¿Cree que puede haber más?

– No lo sé.

– Lo averiguaré -le dijo José al presidente, en español.

Antes de que pudieran detenerlo ya se había levantado y corría hacia el cuadrilátero de edificios. Luego desapareció de sus vistas.

6.43 h

– No hay nadie más -dijo José, cuando volvió y se arrodilló junto a ellos-. ¡Vamos, rápido!

En un santiamén los estaba guiando más allá de las cepas y hacia el camino de gravilla. Entonces se echaron a correr, avanzando como sombras hacia las edificaciones, bajo la luz tenue del amanecer. Cincuenta metros, treinta. Luego veinte, diez y ya estaban. José abrió una puerta lateral y se metieron dentro.

6.46 h

El aparcamiento central del parque móvil de la estación invernal era enorme. Había cuatro furgones pick-up; cuatro tractores grandes; seis pequeños furgones de carga de tres ruedas; cuatro máquinas grandes de cortar el césped, especiales para campos de golf y cuatro coches eléctricos de servicio, todos aparcados en fila. Aparcado marcha atrás contra una puerta corredera al fondo había un monovolumen Toyota verde claro cubierto de polvo que tenía aspecto de llevar varios meses sin que lo hubieran conducido.

– Vigilen la puerta -dijo Hap mientras se acercaba a la hilera de vehículos, con la esperanza de encontrar alguno con las llaves de contacto puestas.

– ¡Aquí! -exclamó Marten, abriendo un armarito en el que había todas las llaves colgadas de alcayatas, con las etiquetas de cada vehículo. Les llevó tres minutos determinar cuál era la llave del primer coche eléctrico. Hap se subió a él corriendo y la probó: el indicador del motor se puso en verde, mostrando que estaba totalmente cargado.

A los treinta segundos estaban cruzando cautelosamente hacia el edificio que albergaba la lavandería. El cielo había clareado bastante: la cubierta de oscuridad en la que se habían protegido durante tanto tiempo había dado paso a una luz diurna cada vez más intensa.

Dejaron a José en la puerta y se metieron en la sala principal de la lavandería. Tres enormes lavadoras industriales, de acero inoxidable, ocupaban el centro de la sala, mientras que en la pared del fondo había una batería de secadoras. Al otro lado, un enorme ventanal daba a los otros edificios. Justo pasado el mismo estaban las máquinas de planchado y, detrás, varias barras de colgadores que sostenían hileras de varios tipos de uniformes del complejo de vacaciones Port Cerdanya, la mayoría en colgadores y ordenados por tallas: un artículo imprescindible para el exclusivo complejo de cinco estrellas, del que Hap sabía que tenía más de doscientos empleados que debían presentarse en todo momento con sus uniformes limpios y bien planchados.

– Se acerca un hombre -dijo José desde la puerta, antes de esconderse rápidamente.

El presidente les hizo un gesto a Hap y Marten, y los tres se escondieron detrás de las máquinas de planchado. Hap respiró fuerte y sacó la Steyr. Marten levantó la Sig Sauer.

Al cabo de un momento, un hombre alto y de pelo rizado con pantalón y camiseta blancos entró por la puerta. Encendió las luces fluorescentes del techo y luego se acercó a un panel de control y apretó una serie de botones. Casi de inmediato, las lavadoras empezaron a llenarse de agua. El hombre ajustó la rueda de la temperatura, luego se acercó a las lavadoras y miró dentro. Satisfecho, se dio la vuelta y se marchó.

Hap esperó medio segundo y luego cruzó la sala, apoyado en el gran ventanal para mirar afuera. Vio al tipo de la lavandería que caminaba hacia otra edificación y se metía dentro, cerrando la puerta detrás de él. Al instante, Hap se dirigió a los otros:

– Volverá dentro de poco. Tenemos que apresurarnos.