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8.07 h
Miguel Balius apretó el acelerador y el Mercedes tomó más velocidad. Se alejaban de la costa en dirección a las montañas. Un poco antes ya había esquivado un control de vehículos, al salir de Barcelona, dando sencillamente media vuelta. Al cabo de unos cuantos kilómetros tomó una carretera secundaria cerca de Palau de Plegamans y luego se metió en dirección norte por la autopista. Al cabo de poco el primo Harold le pidió si podía utilizar el teléfono de la limusina, diciéndole que tenía que hacer una llamada al extranjero. Miguel le explicó cómo hacerla y Marten marcó un número. Era bastante obvio que había encontrado a su interlocutor porque charló durante unos breves instantes, luego colgó y después se volvió a hablar con el primo Jack. Unos minutos más tarde hicieron su única parada, junto a un polvoriento camino entre huertos, donde el primo Harold orinó detrás de un camión agrícola que estaba aparcado y luego volvieron a marcharse rápidamente.
Fueran quienes fuesen sus pasajeros, estaba claro que eran americanos de clase media y no los terroristas buscados por las fuerzas de seguridad, o al menos no tenían nada que ver con el estereotipo de islámico de tez oscura que él y casi todo el mundo se imaginaba cuando oían la palabra «terrorista». Sus clientes tenían jet lag y estaban cansados y, sencillamente, querían pasar el día lejos de la ciudad y haciendo turismo, ahora mismo con Montserrat por destino. Si no les apetecía pasar por los atascos de tráfico y por los tediosos procedimientos de los cortes de tráfico y los controles, a él tampoco. Su trabajo era hacer lo que le pedían sus clientes, no meterse en colas de tráfico.
Miguel miró a sus pasajeros por el retrovisor y los vio mirando la pequeña pantalla de televisión. Habían venido a ver el paisaje y miraban la tele. Pero qué caramba, se dijo, era su problema. Y desde luego que lo era. Totalmente.
La atención de los dos hombres estaba concentrada en la pequeña pantalla, desde la cual una reportera de la CNN hacía una retransmisión en vivo desde delante de la Casa Blanca, donde era todavía de madrugada. No había habido más noticias sobre el inesperado traslado del presidente a medianoche desde el hotel Ritz de Madrid, dijo. Ni tampoco había información sobre el lugar al que lo habían trasladado, ni nada definitivo sobre la naturaleza de la amenaza terrorista o los propios terroristas. Pero la gente a la que se creía directamente responsable había sido detectada en Barcelona, donde escapó por poco al cerco policial y era ahora objeto de una exhaustiva operación de busca y captura que cubría prácticamente todo el territorio español y llevaba hasta la frontera con Francia.
El reportaje acabó y la CNN fue a publicidad. Al mismo tiempo el presidente cogió el mando de la tele y le quitó el sonido.
– Sobre los asesinatos de Varsovia… -le dijo a Marten con voz serena-. En un día normal habría tenido acceso inmediato a los dirigentes franceses y alemanes y podría advertirles directamente, pero ahora ya no tengo este privilegio. Sin embargo, de alguna manera, el presidente de Francia y la canciller alemana deben ser prevenidos del riesgo que corren en Varsovia, y no sé cómo hacerlo.
– ¿Está seguro de que ocurrirá en Varsovia?
– Sí, estoy seguro. Quieren convertirlo en un espectáculo público para obtener al instante la solidaridad con el pueblo francés y alemán. Eso ayudará a suavizar la rápida convocatoria de elecciones en ambos países y contribuirá a acallar cualquier forma de querella política que pudiera impedir que su candidato saliera elegido.
– Entonces tenemos que encontrar la manera de alertarlos sin que se relacione el aviso con usted.
– Sí.
– ¿Y si lo hiciéramos a través de la prensa? ¿Y si la advertencia procediera del New York Times, el Washington Post, el L.A. Times, la CNN o cualquier otra organización periodística importante?
– ¿Quién los avisará? ¿Yo? Me está prohibido usar cualquier tipo de aparato electrónico, y punto. Y también a usted. Ha cogido la llamada de Peter Fadden y ahora tendrán su voz grabada, estarán totalmente atentos a la suya y a la mía. Hubo un momento en el que estuve a punto de confiárselo a la señorita Picard, pero luego decidí no hacerlo por varias razones; la principal es que nadie la creería, y si trataba de explicarlo y los tabloides se enteraban correría como la pólvora la noticia de que el presidente se ha escapado y se ha vuelto totalmente majara. Y eso es lo último que necesitamos.
– ¿Y el propio Fadden? -dijo Marten.
– También lo consideré. Tiene la credibilidad suficiente como para llamar a los secretarios de prensa de ambos mandatarios y pedir que le pasen la llamada. Podría decirles que dispone de información secreta que proviene de las más altas instancias y entonces alertarlos de lo que está previsto en Varsovia. Si lo hiciera así se tomarían la advertencia muy en serio y se asegurarían de que llegaba a los Servicios Secretos. El problema es que no tenemos manera de localizarle, ni siquiera si encontráramos a un tercero que lo hiciera.
– Porque me ha llamado.
El presidente asintió con un gesto sombrío de la cabeza:
– Cualquier transmisión electrónica que haga o reciba será interceptada, y todos sus movimientos vigilados. Estoy seguro de que ahora mismo el Servicio Secreto ya está encima de él. Sólo espero por su bien que se quede en Madrid y no lleve más allá lo que sabe de Merriman Foxx o lo que sospecha de mí. Si se pone agresivo podrían detenerle, incluso matarle. Así que volvemos a estar en el punto de partida, primo. ¿Qué coño hacemos ahora? Tenemos esta información que hemos de transmitir, pero no tenemos manera de hacerlo.
Marten iba a decir algo cuando una cosa le llamó la atención. Miró hacia la parte delantera del coche. Miguel Balius los observaba con intención por el retrovisor, y a Marten no le hizo ninguna gracia. De inmediato tocó el botón del interfono:
– ¿Qué ocurre, Miguel?
Miguel se sobresaltó un poco:
– Nada, señor.
– Algo debe de haber captado su interés…
– Nada, sólo que su primo, señor, me resulta vagamente familiar. -Miguel estaba un poco avergonzado de haber sido sorprendido, pero de todos modos se mostró sincero. Miró al presidente-: Sé que le he visto en alguna parte.
El presidente sonrió relajado:
– No sé dónde podría haber sido; es la primera vez que vengo a Barcelona.
– Tengo buena memoria, señor; estoy seguro de que ya se me ocurrirá -dijo Miguel, mirándolo todavía un momento, y luego volvió a mirar a la carretera.
Marten miró al presidente:
– Recuerde lo que la prima Demi les dijo de nosotros.
– Que estamos un poco locos.
Marten asintió:
– Ahora es el momento de demostrarlo. Dígaselo antes de que lo deduzca.
El presidente se mostró repentinamente aprensivo:
– ¿Decirle qué?
Marten no respondió; en vez de hacerlo miró a Miguel y volvió a tocar el interfono:
– ¿Sabe de qué le suena, Miguel?
– Estoy pensándolo, señor.
– Pues deje de pensar. Es el presidente de Estados Unidos.
El presidente tuvo la sensación de que el corazón se le subía a la garganta. Luego vio que Marten sonreía relajado. Miguel Balius los miró por el retrovisor y luego hizo también una ancha sonrisa.
– Sí, desde luego que lo es, señor.
– No me cree, ¿no? -insistió Marten-. Bueno, pues mi primo es el presidente de Estados Unidos. Intenta pasar un día o dos tranquilamente, lejos de las presiones de su cargo. Por eso queríamos evitar los controles de carretera. Podría resultar muy peligroso si alguien descubriera que va por ahí en un coche sin la protección del Servicio Secreto.
– ¿Es cierto, señor? -dijo Miguel, mirando al presidente.
El presidente estaba atrapado; lo único que podía hacer era seguirles la corriente:
– Me temo que ha descubierto nuestro secreto. Por eso insistimos en tomar carreteras secundarias, caminos rurales, cualquier cosa alejada de las vías más frecuentadas.
La sonrisa de Miguel se ensanchó. Estaban jugando con él y lo sabía:
– Comprendo totalmente su situación, señor. Luego les podré contar a mis nietos que lo he llevado por todas partes, que le he llevado a la playa, que le he ayudado a limpiarse la arena de los pies y que le he llevado directamente a Montserrat, mientras por el camino tratábamos de evitar miles de controles policiales instalados para cazar a unos terroristas.
De pronto Marten se puso tenso.
– ¿Tiene usted nietos, Miguel?
– Todavía no, señor. Pero mi hija está esperando un bebé.
Marten se relajó:
– Felicidades. Pero comprenda que no debe hablar de esto con nadie, ni con su hija, ni siquiera con su esposa.
Miguel Balius levantó una mano del volante a modo de juramento:
– Le doy mi palabra, señor, a nadie. La discreción es la divisa de nuestra empresa.
Marten sonrió:
– Forma parte del trabajo.
– Sí, señor, forma parte del trabajo.
Marten se recostó en el asiento y miró al presidente. La expresión de Harris lo decía todo. Miguel era una cosa; el problema de Varsovia y cómo advertir a los dirigentes de Francia y Alemania de los peligros que corrían, otra totalmente distinta. Un asunto que, al menos de momento, no había nada en absoluto que pudieran hacer para solucionar.