173958.fb2 La Crueldad De Los Cuervos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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8

Estaba poniendo en la mesa la cristalería y la cubertería que les habían regalado por su matrimonio. El mantel de encaje lo habían comprado en Venecia, donde habían ido en sus primeras vacaciones después de la luna de miel. La vida doméstica le había encantado cuando, nada más enterarse de que estaba embarazada, había dejado la enseñanza. Era la novedad, por supuesto, el hecho de estar en casa todo el día, el jugar a papas y mamas. A partir de entonces se había vuelto indiferente, indiferente a todo. Excepto a la niña, a la que detestaba.

A veces, andando por la casa después de que Mike se hubiera ido a trabajar, pasando el aspirador y poniendo todo en orden, las lágrimas le corrían por las mejillas. Lloraba porque no podía creerse que ella, que había suspirado por un hijo, odiara al que llevaba en su vientre. Todo esto se lo había contado a la psiquiatra en la segunda sesión a la que había acudido. Ella le había escuchado en un silencio casi absoluto. En cierto momento le había dicho: «¿Por qué dice eso?», y en otro: «Continúe», pero por lo demás se había limitado a escucharle con interés y amabilidad.

Había sido Mike quien se lo había sugerido. Como Mike solía mofarse de la psiquiatría, para ella había sido toda una sorpresa, hasta el punto de que había dicho sí sin siquiera poner reparos. Al menos era un lugar adonde ir, algo que hacer que no fuera permanecer sentada en casa dándole vueltas al futuro, a su matrimonio y al hijo que no quería, o llorando, por supuesto, algo que no podía evitar cuando recordaba (que era lo que siempre hacía) la vida que había llevado antes, cuando los días parecían demasiado cortos, cuando daba clases de historia a los estudiantes de sexto curso de secundaria de Haldon Finch, cuando tocaba el violín en una orquesta e iba a un curso avanzado de arte.

Jenny se despreciaba a sí misma, pero esto no cambiaba nada. La autocompasión le ponía enferma.

El ruido que hacía Mike con la llave al llegar a casa, esa señal que desde siempre había hecho que a uno se le detuviera el corazón, esa prueba de la constancia del amor, no servía más que para inspirarle cierto temor ante la noche que se avecinaba. Él entraba en la habitación y la besaba. Todavía lo hacía.

– ¿Cómo te ha ido en la consulta?

A ella le molestaban sus prisas. Quería que se curara, pensaba, para que la vida volviera a la normalidad. ¿Qué esperaba? ¿Que dos sencillas lecciones obraran un milagro?

Se sentó. Sentarse siempre le hacía sentirse algo mejor, ya que de aquel modo el bulto no saltaba tanto a la vista. Además, gracias a Dios, la niña estaba quieta, y no dando vueltas y patadas.

– No permitas que ese psiquiatra te dé drogas.

– Es una mujer.

Sentía ganas de desternillarse. ¡Qué ironía! Ella era profesora, aquella mujer era psiquiatra y Pat, la hija de Mike, estaba a punto de obtener el título de dentista. ¿Y cómo reaccionaba ella? Como si fuera un cero a la izquierda, como una esposa secundaria en un harén. Y todo porque iba a ser niña.

Le sirvió algo para beber, un zumo de naranja con Perrier. Él se había servido un whisky, doble, y luego se serviría otro. Hasta hacía poco no había necesitado una copa al llegar a casa. Lo miró, deseando tener ánimo para tocarle un brazo o cogerle la mano. Pero una apatía más poderosa que todas sus fuerzas la frenaba.

– Mike -dijo, por enésima vez-, no puedo evitarlo, Ojalá pudiera. Lo he intentado.

– Eso dices, pero no lo comprendo. No alcanzo a comprenderlo.

A media voz, bajando la mirada, ella dijo:

– Yo tampoco alcanzo a comprenderlo. -La niña empezó a moverse. Al principio dio sólo unas ligeras sacudidas, pero luego le pegó una fuerte patada que le hizo sentir acidez de estómago. Entonces exclamó-: ¡Ojalá no me lo hubieran hecho, por Dios! Ojalá no les hubiera permitido que me lo hicieran. No deberían habérmelo dicho. ¿Por qué les dejé? Si no me hubiera enterado, ahora seguiría siendo feliz. Habría tenido a mi hijo sin importarme que fuera niño o niña. Me habría sentido satisfecha con que estuviera sano. Ni siquiera deseaba especialmente tener un niño, o por lo menos no sabía que lo deseara. No me importaba lo que fuera, pero ahora que lo sé no puedo soportarlo. No puedo pasar por todo esto y por el trabajo y el dolor y las molestias y el hecho de tenerlo y de pasar mi vida con él, a su lado, si va a ser una niña.

Burden ya había oído aquello antes. Tenía la sensación de que Jenny se lo decía todas las noches. Volvía a casa para encontrarse con aquello. Con ligeras variaciones, modificaciones y cambios de expresión, aquello era lo que Jenny le repetía, cada noche. Luego se quedaba exánime o se echaba a llorar o se recostaba en su butaca, agotada, hasta que se iba a la cama, cada vez más temprano a medida que pasaban las semanas. Él le había preguntado infructuosamente por qué tenía semejante prejuicio contra las niñas; ella, que era feminista, que estaba a favor del movimiento en defensa de la mujer, que expresaba su predilección por las hijas pequeñas de sus amigas, que se llevaba mejor con su hijastra que con su hijastro, que afirmaba preferir dar clases a chicas que a chicos.

Ella ignoraba el motivo. Sólo sabía que así se sentía. Su embarazo, que durante tanto tiempo había deseado y que en principio había aceptado encantada, la había desquiciado. Lo peor era que él también empezaba a detestar a la niña que aún no había nacido y a desear que nunca hubiera sido concebida.

La vinatería era un lugar oscuro y fresco. La restauración de una antigua casa de Queen Street, Kingsmarkham, había permitido descubrir y abrir al público sus cavernosos sótanos. El propietario se había resistido a decorarlo con vigas descubiertas, pastiches medievales, escopetas antiguas y calentadores de cobre. Se había limitado a pintar de blanco los amplios arcos achatados, embaldosar el suelo y amueblar el establecimiento con mesas y sillas de pino de tono oscuro.

Wexford y Burden se habían habituado a almorzar en el Old Cellar un par de veces por semana. El lugar tenía la virtud de que en los días fríos hacía una buena temperatura en su interior y en los calurosos como aquél era fresco. La comida consistía en quiche con ensalada, caballa ahumada, ensalada de col pastel de carne de cerdo, quiche, quiche y más quiche.

– ¿Que servirían en estos sitios antes de que se pusiera de moda el quiche? Quiero decir, no ha pasado tanto tiempo desde que un inglés podía decir que no sabía lo que era el quiche.

– El inglés siempre ha comido quiche -respondió Wexford- Lo que pasa es que lo llamaba tarta de queso con cebolla.

Había llevado los periódicos de la mañana. El Kingsmarkham Courier era semanal y no saldría hasta el viernes. Los diarios nacionales no habían dedicado mas que un párrafo al hallazgo del cadáver de Rodney Williams y habían omitido todos los detalles que a buen seguro les había proporcionado Varney. El Daily Telegraph indicaba simplemente que el cadáver de un hombre que más tarde sería identificado como Rodney Williams, representante comercial de Kingsmarkham, Sussex, había sido hallado en una tumba poco profunda. No se decía nada sobre W sus hijos, su trabajo en Sevensmith Harding o el hecho de que hubiera estado desaparecido durante dos meses. A él, Wexford, le habían sacado por televisión, en efecto, pero sólo en el espacio regional que emitían después de las noticias y sólo durante 45 segundos de la media hora que habían grabado de película.

Los cadáveres de hombres de mediana edad no eran noticia como los de mujeres y niños. Las mujeres eran siempre noticia. Quizá dejaran de serlo el día en que consiguieran que se reconociera su igualdad así como sus derechos. Una teoría interesante que le recordaba…

– Ibas a contarme algo cuando nos interrumpieron.

– No es que Jenny esté normalmente en contra de las niñas… -dijo Burden-. Al fin y al cabo es feminista, por amor de Dios. Y no se trata de una estupidez como «debo tener un heredero» o «todas las mujeres han de tener un hijo para demostrar lo que valen». De hecho creo que en el fondo piensa que las mujeres son mejores que los hombres, es decir, más inteligentes y versátiles, ese tipo de cosas. Dice que no lo comprende, que le daba igual lo que fuera, pero que cuando se lo dijeron se quedó, no sé… consternada. Eso fue al principio, pero ha ido a peor. Ahora no siente consternación, sino odio.

– ¿Por qué no quiere una niña? -Wexford se acordaba de ciertas opiniones expresadas por su hija Sylvia, madre de dos niños-. ¿Porque piensa que la vida es injusta con las mujeres y no quiere tener la responsabilidad de traer otra al mundo? -A modo de disculpa por su falta de delicadeza, añadió-: Hay quien piensa de esa manera.

– No lo sabe. Dice que desde el principio del mundo se ha preferido tener hijos a hijas y que ahora esto forma parte de la memoria genética, de lo que ella llama el inconsciente colectivo.

– Fue Jung quien lo llamó así.

Burden titubeó y luego decidió no insistir en ello.

– Está loca. Se ha vuelto loca con el embarazo. Oh, no me mires de ese modo. Ya no me importa ser desleal. Ya no me importa nada, si vamos a eso. ¿Sabes qué dice ella? Que no puede concebir el futuro con una hija que no desea tener. Que no se imagina dentro de, pongamos, veinte años con una hija a la que odia antes de que haya nacido. ¿Cómo va a ser mi vida si las cosas acaban así?, se pregunta.

– A riesgo de decir un viejo tópico, creo que se sentirá de otra manera cuando la niña nazca.

– ¿Eso crees? ¿Cómo puedes estar seguro? ¿Crees que la querrá en cuanto la tenga en sus brazos? ¿Sabes otra cosa que dice? Que no quiere verla jamás. Que hemos de entregarla en adopción antes de que ella o yo podamos verla. Ya te he dicho que está loca.

Con aquella conversación a Wexford le dieron ganas de beber algo. Pero no podía empezar a beber en el almuerzo con todo lo que tenía que hacer todavía. Burden tampoco iba a beber. A juzgar por el aspecto con que se presentaba a trabajar algunas mañanas, se reservaba para cuando llegaba a casa. Pagaron la cuenta y subieron por los escalones de piedra que conducían a la salida del Old Cellar. El brillante sol de junio les hizo parpadear.

– Está yendo a sesiones con un psiquiatra. He puesto todas mis esperanzas en ello. Quién me ha visto y quién me ve… A veces, cuando digo semejantes cosas, me pregunto cómo he podido terminar así.

El informe de sir Hilary Tremlett sobre la autopsia ya había llegado. Para ayudar a Wexford a descifrar las partes inextricables, el doctor Crocker acudió a su despacho. Llegó cuando Burden se iba, y a punto estuvieron de cruzarse en la puerta. Burden tenía la cara larga y le dirigió un monosílabo; el médico sonrió.

– Mike está pasando un embarazo difícil.

Wexford no quería dar explicaciones. La otra silla estaba encajada bajo el escritorio y él la sacó tirando con el pie.

– Aquí pone que ha encontrado trescientos veinte miligramos de ciclobarbitono en el estómago y otros órganos. ¿Qué es el ciclobarbitono?

– Un barbitúrico de acción intermedia, es decir, su efecto dura unas ocho horas. Es un fármaco hipnótico, una pastilla para dormir, si prefieres llamarlo así. Supongo que la marca comercial será Phanodorm. La dosis es de doscientos miligramos, aunque con trescientos veinte no pudo morir. Debió de tomar por lo menos dos comprimidos.

– Pero ésa no fue la causa de su muerte, ¿no? Murió por las cuchilladas.

Wexford alzó los ojos para ver si el médico le estaba mirando. Los dos estaban pensando lo mismo: en Colin Budd y Brian Wheatley.

– La verdadera causa de su muerte fue una herida que le atravesó la carótida.

– ¿De veras? La sangre debió de manar a borbotones.

– Tenía siete heridas más en el cuello, el pecho y la espalda. Mucho de lo que pone aquí hace referencia a tejidos subcutáneos fijos y móviles. -Wexford fue dejando las hojas sobre el escritorio, pero conservó una-. Me interesa más el cálculo que hace del tamaño del cuchillo. Debió de ser un cuchillo de cocina grande con punta de puñal.

– Según indica aquí, han pasado entre seis y ocho semanas desde que murió. ¿Qué opinas? ¿Que se tomó dos pastillas para dormir y alguien acabó con él mientras estaba en brazos de Morfeo? Si ocurrió, tal como piensas, poco después de que saliera de casa, es decir pasadas las seis de la tarde, ¿no es extraño que se tomara las pastillas para dormir a esa hora?

– Quizá se equivocó y las tomó en lugar de otras -respondió Wexford pensativamente-. En lugar de las pastillas para la hipertensión, por ejemplo. Tenía problemas con la tensión arterial.

Mientras el médico leía el informe, Wexford llamó a la centralita y pidió el número de Wheatley. Éste le había dicho que trabajaba en Londres sólo tres días a la semana, por lo que había posibilidades de que estuviera en casa. Así era.

– Creo que no mostraron mucho interés -le dijo con tono dolido.

Wexford decidió no responderle. Además, lo que decía era cierto. ¿Cómo iban a mostrar mucho interés por un hombre que había sufrido un arañazo a manos de una autostopista? Pero la situación había cambiado desde entonces.

– Usted me dio una descripción pormenorizada de la joven que le atacó, señor Wheatley, pero como es una persona observadora, he pensado que quizá viese algo más. ¿Podría hacer memoria? Quizá logre acordarse de todo lo que sucedió. En concreto, nos gustaría tener más datos sobre el aspecto de la joven, su voz, etcétera. ¿Podríamos pasar a verle?

Con el ánimo más tranquilo, Wheatley respondió que haría memoria y les diría todo lo que recordase. ¿Qué le parecía a última hora de la tarde?

– ¿Sabes una cosa, Reg? No pudo ocurrir en el coche -dijo el médico-. Habría habido mucha sangre.

– ¿Entonces dónde ocurrió? ¿Al aire libre?

– ¿Después de ponerse al cuello un trapo de cocina de Marks & Spencer con dibujos de flores?

– Aquí no dice eso.

– Me fijé en ello por casualidad cuando descubrieron al pobre desgraciado. Tenemos uno igual en casa.

Sonó el teléfono. La telefonista dijo:

– Señor Wexford, ha venido una tal señora Williams. Desea hablar con alguien acerca del señor Rodney Williams.

Joy, pensó. Vaya, vaya.

– ¿La señora Joy Williams?

– La señora Wendy Williams.

– Que alguien la acompañe a mi despacho.

¿La cuñada? ¿La esposa del hermano de Bath? Raymond Chandler aconseja a los escritores del género negro que, cuando no sepan qué hacer a continuación, introduzcan a un hombre con una pistola. En un caso de asesinato en la vida real, pensó Wexford, ¿qué mejor visitante sorpresa podía haber que la misteriosa «esposa de Bath»?

Alzó la vista cuando Burden entró de nuevo en el despacho. Había estado examinando la ropa encontrada en el cuerpo de Williams: unos calzoncillos azul marino (muy diferentes de la ropa interior blanca que él había visto en el armario de Alverbury Road); unos calcetines marrones; un pantalón de tricotina beige; una camisa a rayas azul, marrón y crema; y un jersey St. Laurent azul oscuro. En el bolsillo trasero del pantalón se había encontrado un talonario perteneciente a una de las cuentas del banco Anglian-Victoria de Pomfret (R. W. Williams, cuenta personal) y una cartera que contenía tres billetes de una libra, uno de cinco y dos tarjetas de crédito, Visa y American Express. Ni las llaves del coche ni las de la casa habían aparecido.

– Probablemente tenía las de casa en el llavero del coche -dijo Burden-. Es lo que yo hago.

– Sea como sea, vamos a investigar esa cuenta de banco ahora mismo. El médico dice que llevaba al cuello un trapo de cocina. Para restañar la sangre, cabe suponer.

Llamaron a la puerta. Bennett entró en el despacho con una mujer joven que no se parecía en nada a la idea que pudiera tener cualquiera de una «esposa de Bath».

– La señora Wendy Williams, señor.

A juzgar por su aspecto tendría unos veinticinco años. Era bonita, de rasgos finos, expresión nerviosa y cabello rubio y rizado. Como el médico se había levantado prestamente de su silla, Wexford la invitó a sentarse. Ella lo hizo suavemente, agarrando los brazos de la silla, y dio un respingo cuando Crocker pasó por detrás de ella para irse. Cuando hubo salido, Burden cerró la puerta y permaneció en su sitio.

– ¿Por qué motivo deseaba verme, señora Williams?

Ella no contestó. Tenía los ojos clavados en él con expresión penetrante y se humedeció los labios con la lengua.

– Si no me equivoco, usted es la cuñada de Rodney Williams. ¿Correcto?

Ella se reclinó, sin dejar de sujetar los brazos de la silla.

– ¿Qué quiere decir con «su cuñada»? -No esperó la respuesta-. Mire, no… no sé cómo decirlo. He estado… he estado a punto de perder la cabeza.

– El creciente nerviosismo quebraba su voz-. He leído en el periódico que… No eran más que unas líneas… Esa… esa persona que han encontrado… ¿no será mi marido?