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9

Rara vez podía dar a la gente noticias tranquilizadoras. Tuvo ganas de decir no, por supuesto que no. El cadáver había sido identificado. Ella seguía aferrando los brazos de la silla, frotando los dedos sobre la madera.

– ¿Cómo se llama su marido, señora Williams?

– Rodney John Williams. Tiene cuarenta y ocho años. -Hablaba con frases entrecortadas, sin aguardar a que le hicieran preguntas-. Mide uno ochenta y tiene el pelo rubio con canas. Trabaja de representante comercial.

Burden la miró fijamente y luego bajó la vista. Ella tragó saliva e hizo un esfuerzo por contener el pánico, un esfuerzo que se concentró en la tensión de los músculos.

– ¿Le importaría…? Por favor, tengo aquí una foto.

Las manos, una vez liberadas de la silla, se negaron a obedecerle la primera vez que trató de abrir su bolso. La foto que le tendió a Wexford temblaba. Él la miró con incredulidad.

Era Rodney Williams, sin duda, con su frente, grande y abombada, y esbozando una sonrisa de oreja a oreja. Era una foto más reciente que la que Joy tenía; Williams aparecía en bañador (con el pecho fofo y lampiño, las piernas largas y delgadas y un tanto patizambo) en compañía de una joven con un biquini negro y otra también en biquini que no tendría más de doce años. Wexford volvió a posar la mirada en la inconfundible cara de Williams, en aquella cabeza en la que, por alguna razón, uno deseaba pegar una peluca con flequillo para transformarla.

Ella aguardaba, observándole. Wexford hizo un gesto de asentimiento. Ella se llevó una temblorosa mano al pecho, al corazón tal vez, y se quedó inmóvil. Luego cerró los ojos y se derrumbó sobre la silla.

Más tarde Wexford pensaría que lo había hecho maravillosamente, pero en aquel momento lo interpretó como un auténtico desmayo. Burden la cogió por los hombros, de manera que la cabeza se apoyó sobre las rodillas. Wexford cogió el teléfono y pidió que acudiese una agente, Polly Davies o Marion Bayliss, cualquiera que estuviera por ahí, y que alguien fuera por una jarra de té cargado y no se olvidara del azucarero.

Wendy Williams volvió en sí, se incorporó y se cubrió la cara con las manos.

– ¿Usted es la esposa de Rodney John Williams y vive en Liskeard Avenue, Pomfret?

Bebió un sorbo de té, sin azúcar y muy caliente, con los ojos cerrados. Cuando los abrió y miró a Wexford, éste observó que los tenía de un azul palidísimo. Ella asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo lleva casada, señora Williams?

– Dieciséis años. Celebramos el aniversario en marzo.

Resultaba difícil de creer. Su piel tenía la misma tersura que la de una adolescente, su pelo era tan suave como el de un niño pequeño y los rizos parecían naturales. Ella advirtió su incredulidad y, a pesar de la emoción, se sintió halagada y algo animada. Wexford se dio cuenta de que era la clase de mujer que vivía de los cumplidos. Se alimentaba de ellos. En sus trémulos labios apareció el esbozo de una sonrisa. Él volvió a mirar la fotografía.

– Es mi hija Veronica -dijo-. Me casé muy joven. Sólo tenía dieciséis años. Esa foto fue tomada hace tres o cuatro años.

Entonces había sido bígamo. No el típico marido travieso que tenía una amiguita en el pueblo de al lado ni un hombre casado con una lista de queridas que le costaban un ojo de la cara, sino nada menos que un bígamo de verdad. A Wexford no le cabía duda de que Wendy Williams tenía un certificado de matrimonio tan bonito como el de Joy y de que, si por casualidad el suyo no era válido, ella sería la última en enterarse.

Aquello explicaba, entonces, por qué no se había llevado ropa para el viaje. La tenía en su otra casa. Y también explicaba otras cosas. Muchas otras cosas. Ahora entendía para qué servían las cuentas del banco: una era para que le ingresaran el sueldo y las otras dos para repartir el dinero entre ambas casas, la de R. W. Williams y J. Williams y la de R W Williams y W. Williams. No había sido necesario cambiar de nombre para el segundo matrimonio, ya que Williams era un apellido muy común. Había sido como un musulmán que acata la ley islámica rigurosamente y mantiene a las esposas en viviendas distintas y separadas. La única diferencia era que ninguna de las esposas estaba enterada de la existencia de la otra.

A aquella joven habría que contarle que Williams había tenido otra esposa, una esposa que cabría llamar «la principal». Y a Joy habría que hacerle saber quién era Wendy.

– ¿Puede decirme cuándo vio al señor Williams por última vez? -Al dejar de decir «su marido» Wexford había comenzado a darle la noticia.

– Hará unos dos meses. Justo después de Semana Santa.

Aquél no era el momento de preguntarle por lo sucedido en aquel paréntesis de ocho semanas. Le dijo que iría a verla a su casa aquella tarde. Polly Davies se ocuparía de llevarla a casa.

Por fin había ocurrido algo que distrajera a Burden temporalmente de los problemas de su vida privada. Tenía la misma mirada de curiosidad y atención que un niño.

– ¿Qué haría en Navidad? -preguntó-. ¿Y en Semana Santa? ¿Qué haría en vacaciones?

– Lo averiguaremos, no te quepa duda. No sería el primer bígamo que se las arregla para hacerlo. Probablemente tendría también un Bunbury.

– ¿Un qué?

– Un familiar o un amigo inexistente que le sirviera de coartada. Imagino que el Bunbury de Williams era una madre anciana. [4]

– ¿Tenía una madre anciana?

– A saber. Pero estoy seguro de que era una persona capaz de crear una con la imaginación. Ya sabes el dicho: la madre es la invención de la necesidad.

Burden se estremeció.

– ¿Crees que la noche en que desapareció de Alverbury Road se fue a su otra casa?

– Creo que salió con idea de ir allí. Si llegó o no es otro asunto.

Fascinado por los chanchullos familiares de Williams, Burden dijo:

– Si Joy pensaba que su marido estaba trabajando en Ipswich para Sevensmith Harding cuando él se encontraba con Wendy, ¿dónde pensaba Wendy que se encontraba cuando estaba con Joy?

– No creo que supiera que trabajaba en Sevensmith Harding. Es probable que le mintiera en todo lo referente a su trabajo.

– Lo normal sería pensar que se confundía con los nombres. Es decir, a Wendy la llamaría Joy y a Joy Wendy.

– Habló el monógamo inocente… -dijo Wexford mirando a lo alto-. ¿Cómo piensas que se las arreglan los hombres casados que ven a otras mujeres? Llaman a todas «querida».

Burden meneó la cabeza como si se sintiera incapaz de hacer conjeturas acerca de aquel tema.

– ¿Piensa que fue una de ellas quien lo mató?

– ¿Y quien luego acarreó con el cadáver y lo enterró? Williams pesaba más de doscientas diez libras o noventa y pico kilos o como haya que decirlo hoy en día.

– Quizá fue Wendy quien hizo la llamada.

– ¿Crees que su voz suena como la de Joy?

Burden se vio obligado a reconocer que no. Joy hablaba con una voz monótona, sin acento ni inflexiones; Wendy tenía una voz aniñada y un tanto aflautada y hablaba con un ligero ceceo. Wexford estaba hablando sobre la calidad de voz de Joy, que aun careciendo de atractivo resultaba inconfundible, cuando volvió a sonar el teléfono.

– Otra joven que quiere verme -le dijo a Burden mientras colgaba el auricular.

– ¿La tercera esposa de Barba Azul? -Era la primera vez en dos meses que intentaba hacer una broma.

Wexford lo agradeció.

– Digamos más bien que es una admiradora. Una que me vio en la tele.

– ¿Te parece bien que llame a Martin y vayamos a ver a Wheatley? Así esta noche podré ir a ver a Wendy contigo.

– De acuerdo. Llevaremos a Polly.

La joven entró en el despacho como Pedro por su casa. Tenía unos dieciocho años y se llamaba Eve Freeborn. Los nombres del tipo lady Dedlock o Abdías Slope que los novelistas Victorianos empleaban intencionadamente no son tan comunes en la vida real como se suele suponer. [5] Wexford no tardó en darse cuenta de que a Eve Freeborn le habían puesto un nombre muy acertado. Podrían haberle dado el papel y el disfraz del Espíritu de la Libertad en un desfile. Tenía el pelo corto y teñido de púrpura en algunas partes y llevaba unos vaqueros elásticos, una camisa a cuadros y chanclas.

Sentada con las piernas separadas, las manos entrelazadas y los antebrazos apoyados en los brazos de la silla a modo de puente para poder apoyar el mentón, le contó a Wexford su historia con elocuencia y rapidez. Eve iba todavía al instituto. De hecho acababa de salir de él. Debía de ser la presidenta de la sociedad de debates, pensó el inspector. Cuando volvió las manos hacia afuera, manteniendo los pulgares sobre la mandíbula, advirtió que tenía un dibujo de rotulador en la muñeca: un cuervo con cabeza de mujer. Entonces ella movió el brazo y la manga de la camisa lo tapó.

– He comprendido que mi deber como ciudadana era acudir a usted. Sólo me he retrasado el tiempo que tardé en discutirlo con mi novio. Asiste al mismo instituto que yo: Haldon Finch. En cierto modo él también está metido en esto. Los dos creemos que en una relación como la nuestra la franqueza es lo más importante.

Wexford le dirigió una sonrisa de ánimo.

– Mi novio vive en Arnold Road, Myringham. Es un edificio de un solo piso, el número 43. -Enfrente de donde vivía Graham Gee, quien les había informado de la presencia de la pobre Greta-, pensó Wexford-. Sus padres también viven allí -añadió Eve dando a entender que su novio mostraba una enorme condescendencia y generosidad al permitir que sus padres vivieran en su propia casa-. El asunto es que no les gusta que me quede a pasar la noche con él. Tal vez le parezca mentira, pero es la pura verdad, se lo prometo. No es que no les guste que me quede yo en concreto, sino que se quede cualquier chica. Sería comprensible si yo no les gustara. Lo que hacemos es lo siguiente: espero a que se meta en la cama y me cuelo por la ventana.

Wexford no se quedó boquiabierto. Simplemente sintió ganas de hacerle una pregunta. No pudo evitarlo.

– ¿Por qué no va él a tu casa?

– Porque comparto la habitación con mi hermana. A lo que iba. Aquel jueves fui a su casa a eso de las diez de la noche. No había mucho espacio para aparcar, y cuando di marcha atrás, choqué con el coche que tenía detrás. Sólo le pegué un poco en el guardabarros, no mucho. No era necesario cambiarlo, pero pensé que mi deber era asumir mi responsabilidad en lugar de olvidarme del asunto, de modo que…

– Un momento. ¿Cuándo ocurrió eso? ¿La noche del 15 de abril?

– Exacto. Era el cumpleaños de mi novio.

Pues debió de recibir un regalo maravilloso, pensó Wexford.

– ¿Qué coche era el que golpeaste?

– Un Ford Granada azul oscuro. El coche por el que usted preguntó en la televisión. Escribí una nota y la dejé en el parabrisas, bajo una escobilla. Sólo puse mi nombre y dirección y un número de teléfono. Pero debió de llevársela el viento o perderse, porque el coche aún seguía allí después de varios días y el dueño no me llamó.

Aquella misma noche a las diez. Greta, el Granada, estaba allí a las diez. ¿Cuánto tiempo llevaría en aquel lugar?

– Sólo por curiosidad. ¿Qué coche conducías tú? -preguntó Wexford.

– El mío -respondió ella, sorprendida.

– ¿Tienes tu propio coche?

– En teoría es de mi madre. Pero viene a ser lo mismo.

Sin duda. Estos jóvenes eran asombrosos. Y lo más asombroso era que no tenían ni idea de que las generaciones anteriores se habían comportado como ellos. La gente envejecía, por supuesto, se volvía aburrida y seria, eso ya lo sabían. Pero seguramente en su juventud las chicas habrían dormido con sus novios, se habrían apropiado de los coches de sus padres, habrían pasado fuera toda la noche, se habrían teñido el pelo de todos los colores…

El inspector le agradeció su ayuda y, cuando ella se levantó, volvió a ver el pequeño dibujo o tatuaje. Cayó en la cuenta de que no sabía a cuál instituto de la zona iba Sara Williams. Y todavía tenía que despejar la otra incógnita: Veronica Williams…

– ¿Conoces a una chica de tu edad que se llama Sara Williams? ¿No irá a tu instituto por casualidad?

Wexford tuvo la certeza de que Eve nunca había hecho aquella asociación, de que estaba haciéndola ahora por primera vez.

– ¿Se refiere a Sara, la hija del hombre asesinado?

– Sí. ¿Vais al mismo instituto?

– No -respondió con cautela-, pero la conozco.

Wheatley vivía en una urbanización nueva situada en la parte de Myringham que daba a Pomfret. La había construido, recordaba Burden, una empresa tan ansiosa por vender sus casas que había garantizado hipotecas del cien por cien por ellas y prometido recomprar la casa por el precio de venta si al cabo de dos años el propietario no estaba satisfecho. El lugar tenía un aspecto inhóspito y extrañamente frío a la luz del sol de junio. La mujer de Wheatley, que estaba embarazada, salió a la puerta. Detrás de ella, agarrándose a su falda, apareció una niña de unos tres años. Como estaba especialmente sensible al respecto, Burden, tras fijarse en que la mujer estaba embarazada y en que su hija era precisamente una niña, pensó que el embarazo de su mujer quizá hubiera influido en la actitud de Wheatley hacia la joven que había recogido. Por ejemplo, podía haberse sentido frustrado sexualmente. Burden lo sabía todo sobre aquel asunto. Wheatley también podía haber exagerado la bondad de sus intenciones con respecto a la joven porque no se atrevía a correr el riesgo de que su esposa se enterara de que él era capaz de poner la mano encima de las rodillas de otras mujeres o, en este caso, de ponerla encima de sus senos.

El tercer dormitorio de aquella pequeña casa había sido convertido en un pequeño estudio u oficina para Wheatley. Estaba hablando por teléfono, pero colgó unos segundos después de que llegaran Burden y Martin. Sí, recordaba algo más acerca de la joven. Podría darles una descripción más detallada. Sin embargo, era imposible que se acordara de algo más, puesto que sólo le había dicho «Gracias».

– Ya les dije que era alta para ser mujer. Medía uno setenta y cinco como mínimo. Tenía el cabello castaño oscuro, le llegaba hasta los hombros y llevaba flequillo. Su piel era muy clara y sus manos muy blancas. Creo recordar que llevaba un anillo, no una alianza o uno de compromiso, sino uno de esos grandes de plata. No me pareció guapa, en absoluto. -¿Lo decía para guardar las apariencias ante su esposa, que acababa de entrar en la habitación acarreando a la niña?-. También llevaba gafas de sol y una mochila de cuero negro; un vaquero azul y una chaqueta de punto gris. Era delgada, muy flaca, quiero decir. -Otro comentario para salvar las apariencias conyugales-. Debajo de la chaqueta llevaba una camiseta blanca con un dibujo extraño, una especie de pájaro con cabeza de mujer.

– Esto no lo mencionó usted la otra vez, señor Wheatley.

– Tampoco mencioné el anillo y el color de la ropa. Me han pedido que haga memoria. Lo he hecho y esto es lo que recuerdo. Ustedes sabrán si les sirve de algo. Una camiseta blanca con un pájaro y una cara de mujer.

– ¡No me lo creo!

Miró a Wexford, parpadeando y con gesto de consternación. Empezó a frotarse el cuello.

– ¡No me lo creo! -Su voz sonó desafiante. Entonces, añadiendo un verbo, le demostró que aceptaba que cuanto le había dicho era cierto-: ¡No quiero creerlo!

Polly Davies estaba con él, sentada como una buena carabina, en silencio pero atenta. Miró a Wexford y vio que éste le hacía un gesto de asentimiento.

– Me temo que es cierto, señora Williams.

– No tengo… no tengo derecho a que me llamen así, ¿no?

– Claro que lo tiene. Su nombre no depende del certificado de matrimonio. -Wexford pensó en Eve Freeborn. Había un abismo entre ella y Wendy Williams, pese a que sólo las separaban catorce años, menos de una generación. ¿Sabría Eve lo que era un certificado de matrimonio?

– Señora Williams -dijo la inconmovible Polly-, ¿por qué no vamos usted y yo a preparar café? Estoy segura que nos sentará bien a todos. El señor Wexford quiere hacerle unas preguntas, pero desea que tenga tiempo para serenarse.

Ella asintió y se levantó torpemente, como si tuviera los huesos entumecidos. Su rostro tenía ahora una expresión ausente. Andaba como un sonámbulo y nadie la habría confundido con una joven de veinticinco años.

Cuando la puerta se cerró detrás de ellas, Burden se encogió de hombros y se sumió en uno de sus típicos estados de ensimismamiento y malhumor. Wexford echó un vistazo a la habitación. La casa era más nueva que el domicilio Williams de Kingsmarkham, una pequeña casa adosada con un garaje incorporado, construida probablemente a finales de los sesenta. Wendy era una ama de casa concienzuda, meticulosa, y quizá fanática. Estaban en una habitación doble con comedor, recientemente pintada de un blanco brillante matizado con un pálido tono rosa. ¿Uno de los colores de la gama Helado de Sevensmith Harding? La alfombra era de un intenso rosa, unos muebles eran de caoba y otros de mimbre, y los cojines mostraban diversos tonos de rosa y rojo. Era elegante y tenía poco que ver con el aspecto deslucido y estereotipado de la casa de Joy, aunque también resultaba poco acogedor, como si todo hubiera sido colocado (las cestas colgadas, las mesitas, la cristalería veneciana de color rojo) para causar un efecto y no para ser utilizado.

Wexford recordó que allí también vivía una chica joven. No había rastro de ella. ¿Pero qué rastro esperaba encontrar o reconocer si lo viera? En la foto tenía doce años…

– Mi hija tiene ahora dieciséis años -dijo Wendy al servir el café. Cierto tono de desafío tino su voz cuando agregó-: Los cumplió hace tres semanas.

Bajó la mirada. Wexford hizo cuentas recordando que le había dicho que su aniversario de bodas era en marzo. Williams se había «casado» entonces tres meses antes de que naciera la niña. Había tenido que esperar a que Wendy tuviera la edad legal para casarse.

– ¿Dónde contrajo usted matrimonio, señora Williams?

– En el juzgado de Myringham. Mi madre quería que nos casáramos por la Iglesia, pero… bueno, por razones obvias…

Wexford podía imaginarse una muy obvia si llevaba seis meses embarazada. Qué valor había tenido Williams, un hombre casado, al «casarse» con Wendy, que en aquel entonces no era más que una niña, a sólo veinte kilómetros de donde vivía. La boda con Joy, le había dicho Dora, había tenido lugar en la iglesia de St. Peter, en Kingsmarkham. La novia había ido vestida de blanco satén semibrillante…

Wendy le estaba alargando un papel. Se trataba de su certificado de matrimonio.

En el distrito censal de Myringham, en el juzgado municipal. Rodney John Williams, de treinta y dos años de edad. En ciertos aspectos había sido sincero al menos. Aunque difícilmente habría podido falsear aquellos datos, ya que constaban en su partida de nacimiento. Una dirección de Bath, la de su hermano probablemente, y su profesión, representante comercial. Wendy Ann Rees, dieciséis años de edad, Pelham Street, Myringham, dependienta. Los testigos habían sido Norman Rees y Brenda Rees, los padres presumiblemente, o el hermano y la cuñada.

Se lo devolvió. Ella también lo miró, humedeciéndose los labios. Por un momento, viendo cómo lo sostenía, Wexford pensó que iba a romperlo por la mitad. Sin embargo volvió a meterlo en su sobre y lo dejó en la mesilla de melamina blanca que había junto al brazo de su silla. Luego juntó las rodillas y entrelazó las manos sobre el regazo. Tenía unas buenas piernas, y unos tobillos alargados y esbeltos. Para ir a la comisaría se había puesto un traje de franela gris y una blusa blanca. Wexford pensó que se trataba de una mujer que daba importancia a la corrección en el vestir. Para esta ocasión había cambiado el traje por un vestido de algodón. Era de las que cuidaba la ropa y evitaba sentarse con una falda lisa o correr el riesgo de manchar una prenda de seda blanca. En su triste y pensativa mirada la juventud había vuelto a su rostro.

– Señora Williams -comenzó Wexford-, estoy seguro de que no le importará que le pregunte por qué no sintió alarma al ver que su marido tardaba tanto en volver.

No le importaba, pero no tenía ganas de contestar. Sin embargo, la paciencia y una espera silenciosa lograron aquello que la insistencia habría podido frustrar.

– Rodney y yo… -Se interrumpió. Siempre decía «Rodney», no «Rod»-. Peleamos… Bueno, tuvimos una pelea muy seria. Ocurrió pocos días después de Semana Santa. Rodney pasaba la Semana Santa con su madre, en Bath. Siempre pasaba la Navidad y la Semana Santa con ella. Era hijo único, ¿sabe?, y ella lleva muchos años en una residencia de ancianos.

Wexford evitó mirar a Burden. Wendy añadió:

– ¿Le han…? ¿Se lo ha dicho alguien a ella?

Enigmáticamente, Wexford contestó que ya se habían encargado de ello.

– Prosiga, señora Williams, por favor.

– Peleamos -prosiguió-. Por un asunto íntimo. Preferiría no hablar de ello, si no le importa. Le dije que… bueno, le dije que si… que si no lo dejaba, que si no me prometía solemnemente que nunca iba… Bueno, le dije que me llevaría a Veronica y que jamás volvería a vernos. Le… le pegué. Estaba tan enfadada, tan angustiada, no se lo puede usted imaginar… Bueno, él también estaba enfadado. Lo negó, por supuesto, y luego dijo que no tenía que tomarme la molestia de dejarle, porque iba a dejarme él. Dijo que ya no aguantaba mis quejas. -Alzó la cabeza y miró a Wexford a los ojos-. Es cierto que me quejaba, si vamos a eso. No podía soportar que estuviera siempre fuera, no poder verlo. Nunca habíamos pasado la Navidad juntos. Yo siempre tenía que ir a casa de mis padres. Rara vez íbamos de vacaciones. Yo se lo suplicaba… -Se le quebró la voz, y Wexford supo que estaba dándose cuenta de todo. Empezaba a entender la verdadera causa de aquellas ausencias-. En cualquier caso -dijo, intentando dominarse-, al cabo de un rato se calmó y supongo que yo también. Iba a marcharse de nuevo y tenía previsto volver el jueves, el día 15. Yo estaba todavía muy dolida y disgustada, pero me despedí de él y le dije que le vería el jueves, y él me contestó que tal vez, pero que también era posible que no volviese. Así que… Al ver que no volvía, pensé que me había abandonado.

No era una explicación demasiado convincente. Wexford trató de ponerse en su situación, imaginarse cómo se habría sentido años atrás, cuando él y Dora eran jóvenes, si hubieran tenido una pelea y ella, antes de irse a visitar a su hermana, por ejemplo, le hubiese dicho que igual no volvía. Probablemente habría ocurrido algo semejante. Ocurría en todos los matrimonios, incluso en los mejores. Pero si no hubiera vuelto el día y la hora previsto, él habría empezado a enloquecer de preocupación. Claro que eso habría dependido en gran medida de la gravedad de la pelea y los motivos que la hubieran desencadenado.

– Dígame qué ocurrió aquel jueves.

– ¿Por la tarde quiere decir?

– Cuando vio que no volvía.

– Estaba trabajando. El jueves es cuando salgo tarde. No se lo había dicho, ¿verdad? Soy la encargada de la planta de moda de Jickie.

Wexford se quedó sorprendido. Por alguna razón había dado por supuesto que no trabajaba.

– ¿El de Myringham? -preguntó-. ¿O el de Kingsmarkham?

– Oh, el de Kingsmarkham. El que está en el centro comercial.

Jickie eran los almacenes más grandes de Kingsmarkham y ocupaban la zona más amplia del centro comercial de Kingsbrook. Sin duda Rodney Williams habría tenido la prudencia de no acompañar nunca a Joy cuando ella fuera allí a comprarse un jersey o unas medias los sábados por la tarde. ¿Se habría arriesgado a pasear cogiéndole del brazo por la calle principal de Kingsmarkham durante las horas en que las tiendas estaban abiertas? ¿Se habría arriesgado a dejar el coche en el aparcamiento del centro comercial cuando fuera acompañado por su hijo o su hija? Había caminado por la cuerda floja y, sin duda, ya que tal es el carácter de las personas como él, había disfrutado haciéndolo. Pero al final se había caído. ¿A causa de la cuerda o por una razón muy distinta?

– Los jueves no cerramos hasta las ocho, pero nunca logro salir antes de las nueve y tardo un cuarto de hora en llegar a casa. Aquella noche, cuando llegué. Veronica ya estaba en casa, pero Rodney no había aparecido. Pensé que todavía había alguna posibilidad de que viniera, pero no lo hizo y entonces lo comprendí. O al menos eso creí. Pensé que me había abandonado.

– ¿Y no se sintió inquieta durante las semanas siguientes? -preguntó Burden-. ¿No se preguntó qué podría sucederles a usted y su hija si él no regresaba?

– No iba a tener problemas económicos sin él. Siempre he tenido que trabajar y ahora me va bastante bien. -Cierto amor propio tino su suave vocecilla. Detrás del blanco, el rosa y el rubio de los cabellos, detrás del ceceo y la timidez, Wexford pensó que podría haber un corazón de acero-. Teníamos una hipoteca del noventa por ciento sobre esta casa. Hasta hace cinco años Rodney no pudo hacer nada más para mantenernos, pero entonces le ascendieron y las cosas mejoraron. Sin embargo yo seguí trabajando. Como él pasaba tanto tiempo fuera, yo necesitaba tener asimismo una vida propia.

– De modo que le ascendieron… -aventuró Wexford, tanteando.

– Trabajaba para una empresa pequeña. Últimamente no les ha ido muy bien. Se dedican a mobiliario y accesorios de baño, ese tipo de cosas. Rodney era director de ventas.

Polly Davies cogió la bandeja y la llevó a la cocina. Wexford pensó que era fácil imaginarse a Rodney Williams (o a la idea que él tenía de Rodney Williams) en su otra casa, pero casi imposible imaginárselo en ésta. Sentado a aquella mesa de comedor de superficie de cristal, por ejemplo, con su jarrón de rosas blancas y rosas o en uno de aquellos butacones de cretona rosa. Él había sido un hombretón tosco, y todo lo que había en aquella casa era tan delicado como una concha de color rosa o el interior de una flor.

– He de saber cuál fue el motivo de su pelea, señora Williams.

El tono de Wendy se volvió remilgado y cursi.

– Eso no tiene nada que ver con la muerte de Rodney.

– ¿Cómo lo sabe?

Ella lo miró como si estuviera sometiéndola a una persecución injusta.

– ¿Qué relación puede tener? Murió porque recogió a alguien que hacía autostop y le mataron. O algo así. Pasa todos los días.

– Una hipótesis interesante, pero no deja de ser una hipótesis. No tiene ninguna prueba de ello, y en cambio hay muchas otras que demuestran lo contrario. El hecho de que el coche apareciera en Myringham, por ejemplo. O la llamada telefónica y la carta de dimisión que recibió la empresa de su marido. ¿Piensa que esa llamada la hizo un autostopista homicida?

Ella estaba rígida y evitaba su mirada. Polly regresó.

– ¿Se encuentra bien, señora Williams?

Un gesto de asentimiento. La respiración contenida y un suspiro.

– ¿Por qué pelearon?

– Podría negarme a decírselo.

– En efecto. Pero ¿qué necesidad tiene de ello si lo que nos diga va a ser tratado con la más absoluta reserva? ¿Acaso es algo tan horrible como para que nosotros nos escandalicemos? Si no nos lo cuenta podemos creer que se trata de algo más grave de lo que realmente es.

Ella guardó silencio. Su expresión se parecía a la de alguien que espera ver algo desagradable y escandaloso en la televisión. De ahí que Wexford sintiera decepción cuando, con un hilo de voz, dijo:

– Había otra chica.

– ¿Quiere decir que su marido tenía una amiga a la que estaba viendo?

– Viendo… -repitió ella-. Me gusta esa expresión. Sí, estaba viendo a una amiga. Es una manera de decirlo.

– ¿Cómo lo diría usted?

– Oh, de la misma manera. Como usted lo ha dicho. ¿Qué otra cosa se puede decir? Alguna ordinariez, supongo. -La tapa de la represión había saltado de repente, dejando ver resentimiento y amargura-. Creía que nunca se interesaría por nadie más que por mí. ¿No parezco joven acaso? Soy bastante guapa y no aparento mi edad. La gente me da dieciocho años, así que no entiendo por qué tuvo que… Sí, discutimos sobre eso. Sobre esa chica. Yo quería que me prometiera que no volvería a pasar.

– ¿Se negó?

– No; me lo prometió. Pero no le creí. Pensé que volvería a las andadas a la primera ocasión. No podía soportarlo. No quería estar con él si iba a seguir así. Me alegré cuando no apareció. ¿No lo comprende? Me alegré -recalcó.

– Necesito el nombre de esa chica.

Rápida como un rayo:

– No sé cómo se llama.

– Vamos, señora Williams.

– No lo sé. No quiso decírmelo. Es sólo una chica. ¿Qué importa?

Ya había hablado demasiado, estaba pensando. Wexford podía verlo en su rostro, en la expresión de sus ojos, que reflejaba el espanto que le producía su propia indiscreción. En aquel momento, antes de que él pudiera decir nada más, la puerta se abrió y una joven entró en la habitación. Justo antes de que esto ocurriera se había oído un ruido en la planta baja y pasos en las escaleras (el salón estaba en la primera planta), pero todo había ocurrido con rapidez, en pocos segundos. Ahora, la chica se encontraba entre ellos.

Lo primero que llamó la atención a Wexford fue que, a pesar de que no era tan alta y llevaba el pelo más corto, era prácticamente igual que Sara Williams. Podrían haber sido gemelas.


  1. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Personaje imaginario que aparece en la obra La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde. Se utiliza como excusa para evitar hacer una visita o cumplir un compromiso. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a>Eve Freeborn significa nacida libre. Lady Dedlock, personaje de Casa desolada de Charles Dickens, hace referencia a la palabra deadlock, que significa «callejón sin salida» o «punto muerto». Abdías Slope combina la palabra «cuesta» con el nombre del libro profetice de la Biblia en que se menciona la montaña de Esaú. (N. del T.)