173958.fb2 La Crueldad De Los Cuervos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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Su pelo era del mismo color caramelo, le llegaba casi hasta los hombros y aunque no era rizado tampoco era lacio del todo. Ojos castaños, cejas en elipse, nariz pequeña y recta, tez blanca y delicada moteada de pecas. La frente grande y abombada de Rodney Williams y su boca pequeña y estrecha. Sin embargo, en lugar de vaqueros llevaba un vestido de verano con medias y sandalias blancas. Se quedó en el umbral de la puerta, sorprendida de verlos. Parecía bastante sobresaltada.

Wendy Williams estaba estupefacta.

Con expresión aturdida, dijo:

– Ésta es mi hija Veronica. -Y a la chica-: Llegas pronto.

– No mucho. Son más de las nueve.

Su manera de hablar era igual a la de su madre, suave y un tanto afectada, pero sin el ceceo, y muy diferente a la abrupta voz sin inflexiones de Sara. Recuperando el aplomo, Wendy le dijo:

– Estos señores son policías. Sólo tardaré unos minutos. -Mentía con soltura-: Ha habido un problema en la tienda. ¿Te importa dejarnos solos un momento, querida?

– Iba a bañarme de todos modos.

Cerrando la puerta con la precisión que podría mostrar su madre, salió a la escalera de caracol que constituía el núcleo de la casa.

– No sé por qué está tan brusca conmigo últimamente. Este último año…

– ¿No se lo ha dicho?

– No la he visto. Los martes siempre va directa del instituto a casa de su amiga. O eso dice, como es tan reservada…

– ¿A qué instituto va, señora Williams?

– Al de segunda enseñanza Haldon Finch. Le contaré lo de su padre cuando ustedes se hayan ido. Supongo que tendré que decirle que era… bígamo, que tenía otra esposa en alguna parte. No será fácil, desde luego.

Wexford, cuando interrogaba a alguien, permitía todo tipo de digresiones, pero nunca una distracción total. Las personas interrogadas estaban obligadas a volver al tema tarde o temprano. Les resultaba difícil, ya que a menudo creían que se habían zafado. La correa se había roto y sólo había un paso hasta la libertad; sin embargo, la mano siempre se adelantaba y agarraba el cabo suelto.

– Estábamos hablando de la amiga de su marido. Puede que él fuera a su casa la noche en que murió.

– ¡No sé nada más sobre ella! -En su voz se había introducido el miedo. Muchos lo habrían llamado cautela o recelo, pero en realidad se trataba de miedo.

– Ha dicho que era una chica. Ha insinuado que era una chica joven.

Ella respondió de forma entrecortada, rápida, con pánico:

– Era una chica joven y soltera, muy joven, es todo lo que sé. Ya se lo he dicho, no sé nada más.

Wexford recordó las insinuaciones que Williams le había hecho a Sylvia en el pasado. Cuando Sylvia tenía quince años. ¿Se habría referido Wendy a esta edad cuando le había hecho la lastimosa pregunta de si seguía pareciendo joven? ¿Se habría referido a que ella, a sus treinta y dos años, quizá no fuera lo bastante joven para él, que tenía cuarenta y ocho?

– ¿Quiere decir que es lo bastante joven como para vivir en casa de sus padres?

Un gesto de asentimiento, doloroso, lleno de perplejidad.

– ¿Qué más sabe de ella, señora Williams?

– Nada. No sé nada más. ¿Acaso cree que quería que me hablara de ella?

Aquella respuesta era bastante razonable. En un principio había pensado que mentía respecto a que ignoraba el nombre de la chica. Ahora no estaba tan seguro. ¿Cuántas veces había oído a la gente decir: «Si mi marido (o mi esposa) me fuera infiel, preferiría no enterarme.»? Y cuando se veían obligados a saberlo: «No quiero saber nada de ello.» El cuchillo de los celos lo afilan los detalles.

Wexford había reservado para el final la pregunta que, en su opinión, iba a resultarle más repugnante a Wendy. Sin embargo, era ineludible.

– ¿Cómo se enteró de lo que estaba sucediendo? ¿Cómo se enteró de la existencia de la joven?

Pero Wexford se equivocaba. A ella no le importó. Y no le importaba porque su respuesta era una mentira que había estado preparando mentalmente, con ahínco, mientras hablaban. Había aguardado media hora la llegada de esa pregunta.

– Recibí una carta anónima.

Tarde o temprano averiguaría la verdad. No había prisa.

– Bien, señora Williams, su hija…

– ¿Qué sucede con ella? -Una respuesta muy rápida, a la defensiva.

– Tendré que hablar con Veronica.

– Oh, no. No, por favor.

– Dentro de un par de días, cuando usted se lo haya dicho y ella se haya recuperado de la impresión.

– ¿Pero por qué?

– Su padre ha sido asesinado. Estaba previsto que regresara a casa y ella estaba aquí, sola. Es posible que al final viniera y que ella sea la última persona que lo vio vivo.

– No vino aquí. Veronica me lo habría dicho.

– Ya veremos, señora Williams. También vamos a tener que echar un vistazo a la casa y, a los efectos personales de su marido.

– Todo acaba apuntando a esas jóvenes -comentó Burden.

– Y a los cuervos con cara de mujer.

– También. Budd y Wheatley fueron atacados por una joven. Ninguno de los dos sufrió heridas graves, pero lo cierto es que fueron atacados y que la agresión fue con un cuchillo. A Rodney Williams le gustaban las jovencitas, especialmente las muy jóvenes, y estaba viéndose con una chica muy joven. Murió como consecuencia de una agresión con arma blanca; le mataron a cuchilladas. Wheatley dice ahora que la joven que le atacó llevaba una camiseta blanca con un dibujo de un pájaro con cabeza de mujer…

– Y Sara Williams -dijo Wexford- tiene una camiseta igual y un póster con un motivo parecido en la pared de su dormitorio.

– ¿De veras? No es posible…

– Es cierto. Y Eve Freeborn tiene un cuervo con cabeza de mujer tatuado o dibujado en la muñeca izquierda. Y desde que ha salido el sol, y las mujeres se han quitado la chaqueta, he visto cinco chicas en Kingsmarkham y Pomfret que llevaban una camiseta blanca con un cuervo con cabeza de mujer. ¿Qué te parece?

– Dios mío. Y yo que creía que estábamos haciendo progresos. Es como cuando en Alí Baba y los cuarenta ladrones la mujer dice que él reconocerá la lámpara auténtica porque verá una cruz en ella, y cuando llega donde están las lámparas ve que alguien ha dibujado cruces en todas.

– Has estado leyendo de nuevo. O has ido a una de esas obras de teatro para niños. Yo creo que esos dibujos son el motivo o símbolo de alguna asociación o secta. Unos anarquistas modernos o una especie de luchadores por la libertad.

– ¿O unos defensores de los derechos de los animales? -repuso Burden dubitativamente.

– Podría ser. ¿Cuál sería su significado entonces? ¿Que un animal, en este caso un pájaro, tiene los mismos sentimientos y derechos que un ser humano? En el póster que Sara Williams tiene en su dormitorio hay unas letras aparte. Unas siglas, me parece. A-R-R-I-A. Arria.

– La A puede corresponder a «animales».

– En la historia de los romanos había una mujer llamada Arria, creo recordar. Voy a consultarlo. Si este asunto está relacionado con los derechos de los animales, Mike, lo lógico sería que sus miembros dirigieran sus ataques contra las personas que en su opinión son crueles con los animales. Ganaderos dedicados a la cría intensiva, por ejemplo, o dueños de perros raposeros. No creo que Wheatley tenga terneros encadenados en el jardín de su casa. Se lo preguntaremos a Sara. De todos modos, antes quiero que se recuperen de la impresión que les ha causado enterarse de que Williams tenía otra esposa y otra hija.

– ¿Se lo has dicho?

– Sí. Es el aspecto financiero lo que al parecer tiene más importancia para Joy. Ha pasado apuros porque su marido tenía que mantener a otra familia. Soltó una de esas desagradables carcajadas suyas cuando se lo dije. Si yo hubiera tenido que vivir con alguien que se riera de esa manera, habría acabado histérico.

– ¿Qué tal van las pesquisas de Martin sobre la máquina de escribir?

Wexford arrojó el informe sobre la mesa. La máquina que se había empleado para escribir la carta de dimisión de Williams no pertenecía a Sevensmith Harding. Todas las máquinas de escribir que se utilizaban en las oficinas de Myringham eran de un modelo electrónico moderno. En ninguna de las casas de Williams había máquinas de escribir. Los Harmer tenían una en su casa, el apartamento de dos pisos encima de la tienda. Tanto Hope Harmer como su hija Paulette la utilizaban. Era una Olivetti pequeña, eléctrica.

– Fue la nueva jovencita de Rodney quien escribió la carta -dijo Burden-. Si la encontramos, habremos encontrado la máquina de escribir.

– Si la encontramos, dará igual que hayamos encontrado la máquina o no.

El sargento Martin también había estado en Bath.

Allí era, al parecer, donde había nacido Rodney Williams. Su hermano Howard vivía en una urbanización situada a unos kilómetros de la ciudad, en una casa muy parecida a la que Rodney había comprado para su segunda mujer. Era su dirección la que aparecía en el certificado de matrimonio de Wendy.

Sus padres también habían vivido en Bath, pero su padre había muerto cuando él era pequeño y su madre cuando Rodney tenía veintisiete años. Rodney, tan astutamente como siempre, había utilizado a su difunta madre para su provecho. Seguramente le habría dicho a Wendy que la anciana señora Williams desaprobaba su matrimonio con una muchacha y no deseaba conocerla, pero que él, como un buen hijo, estaba obligado a hacerle de vez en cuando la visita de rigor…

El hermano parecía una persona sincera y franca. Apenas mantenía contacto con Rodney. Años atrás, quince como poco, unas cartas de Rodney habían sido remitidas a su dirección por error y él había vuelto a echarlas al correo. Documentos que le habría enviado el secretario del registro civil tras la boda con Wendy, pensó Wexford. Howard Williams también era representante comercial y el día 15 de abril había estado en Irlanda en viaje de negocios para su empresa.

Joy no le había informado de la muerte de su hermano. Se había enterado por los periódicos y al parecer había reaccionado con calma e indiferencia.

La casa de Wendy Williams se encontraba en las afueras de Pomfret, a kilómetro y medio de la farmacia de los Harmer. ¿Habría supuesto la relativa cercanía de sus cuñados a la casa de su segunda esposa un motivo de preocupación para Williams? ¿Habría accedido a comprar una casa allí sólo para satisfacer algún deseo de Wendy o para apaciguarla? ¿O acaso había considerado esta clase de riesgo como una parte más de su paseo por la cuerda floja?

Entre la urbanización y el centro de la ciudad (el cual constituía lo que no mucho tiempo atrás había sido el pueblo mismo) se encontraba el campo de deportes del instituto de enseñanza secundaria de Haldon Finch: campos de juego, canchas de tenis, frontones y una pista de atletismo. El Haldon Finch, aunque era nuevo y se consideraba, con sus dos mil estudiantes de ambos sexos alojados en nada menos que seis edificios, una muestra de la nueva educación, dedicaba tanta atención a los deportes como cualquier internado privado del pasado. Uno podía aprobar diez asignaturas del bachillerato elemental, pero no se le tenía en cuenta si no era un buen deportista.

A las cinco y media de la tarde doce chicas estaban jugando a tenis en las pistas adyacentes a Procter Road.

– Debe de ser un encuentro con otro instituto -dijo Burden-. Empiezan cuando acaban las clases.

Él y Wexford se encontraban en el coche, camino de la casa de Wendy Williams, donde iban a hablar con su hija. Donaldson había tomado un atajo para evitar el tráfico, y habían ido a parar al complejo deportivo.

– Vamos a salir un par de minutos a ver el partido.

Burden salió, aunque no sin poner reparos.

– Me siento raro si me pongo a mirar chicas. O sea, acabas preguntándote o, mejor dicho, ellas se acaban preguntando qué clase de pervertido puede ser el que se dedica a hacer algo así.

– ¿Qué pensarías tú si vieras a dos mujeres de mediana edad contemplando a dos jóvenes jugar al squash?

Burden lo miró de soslayo.

– Pues nada, ¿no? O sea, pensaría que serían sus madres o simplemente aficionadas al deporte.

– Exacto. ¿Y qué significa eso? Dos cosas. La primera, que, diga lo que diga el movimiento feminista, hay una diferencia fundamental entre los hombres y las mujeres en lo que se refiere a su actitud hacia el sexo. La segunda, que éste es un aspecto en el que las mujeres podrían afirmar, si se les ocurriera, que son superiores a nosotros.

– Pero has de reconocer que eso está cambiando. ¿Qué me dices si no de todas esas discotecas en que los hombres se desnudan ante un público de mujeres?

– La actitud es diferente. Los hombres van a un espectáculo de striptease y se quedan mirando boquiabiertos en medio de un silencio tenso.

– ¿Y las mujeres no?

– Las mujeres se ríen, según parece -dijo Wexford.

Una de las tenistas era Eve Freeborn. La reconoció por el color púrpura de su pelo. Su compañera era una chica morena y delgada y sus contrincantes una rubia grande y corpulenta y una morena y delgada que llevaba gafas. Las cuatro estaban en la cancha situada más cerca de la calle. Wexford pudo ver lo suficiente de las otras dos pistas y las otras cuatro parejas como para cerciorarse de que Sara Williams no se encontraba entre ellas. Sara no iba a Haldon Finch, claro. Esto habría supuesto un riesgo excesivo para Rodney Williams. Pero si se trataba de un encuentro, la mitad de aquellas chicas tenían que ser de otro instituto. En las sillas del arbitro había tres mujeres jóvenes sentadas que tenían pinta de ser profesoras de educación física.

Wexford se dio cuenta enseguida de que ninguna jugaba bien. ¿Habría bajado el nivel desde la época en que él iba a ver a Sylvia y Sheila jugar a tenis? No, no se trataba de eso. Era la televisión. Ahora uno veía tenis en la televisión. Semana tras semana retransmitían campeonatos del más alto nivel celebrados aquí, en Europa o en Estados unidos, y a uno se le echaba a perder el gusto por el verdadero tenis, el que se jugaba en el lugar donde uno vivía. Una lástima. Uno acababa irritándose al ver la frecuencia con que no llegaban a la pelota. Eve Freeborn sacaba bien, con fuerza. Podría haber hecho varios tantos directos de saque si no hubiera mandado la pelota más allá de la línea. Su contrincante, la que llevaba gafas, era la peor jugadora de las doce: lenta de piernas, su servicio dejaba que desear y lanzaba globos, convirtiéndose así en un blanco fácil para los mates de Eve.

– Dos bolas de partido -dijo Burden, que seguía el desarrollo del set con más atención que Wexford.

Eve cometió doble falta. Una bola de partido. Volvió a sacar, sin fuerza, y la rubia devolvió la pelota lanzándola como una flecha cerca de la línea lateral. El arbitro dijo deuce. Eve volvió a cometer doble falta.

– Ruptura de saque -dijo Wexford.

– Dios santo. Cómo se nota la edad que tienes. Eso debe de ser lo que se decía en los partidos de tenis de los años treinta.

El arbitro le corrigió diciendo secamente que la ventaja era para Kingsmarkham. De manera que el equipo visitante era el de Kingsmarkham, un instituto que había dejado de recibir subvención estatal y se había convertido en un centro privado de pago.

El juego lo ganó Kingsmarkham. Cambiaron de lado y las chicas hicieron una pausa junto a la silla del arbitro, se secaron las caras y los brazos y bebieron coca-cola. Eve se encontraba a unos metros de Wexford. Vista de cerca, lo que hasta aquel momento le había parecido sólo una mancha anaranjada situada cerca del cuello de su camiseta blanca resultó una insignia. El inspector pudo distinguir las alas extendidas y las letras ARRIA. Eve no lo miró o no quiso hacerlo. Quizá resultara difícil reconocerle fuera de su despacho, en mangas de camisa. Miró con mayor atención. El arbitro bajó de su silla y se acercó a la valla de alambre. Era una joven baja y musculosa, y tenía cara de malhumor. Con una voz que sonaba a hielo triturado, les dijo:

– ¿Desea alguna cosa?

Wexford contuvo las respuestas posibles que le vinieron a la cabeza, respuestas indecorosas, provocativas e incluso lascivas. Era un policía. De todos modos fue Burden el primero en hablar, dando a la joven la contestación clásica del exhibicionista que ha sido sorprendido en el acto.

– Sólo estábamos mirando.

– ¿Y por qué no vuelven a sus casas?

– Vamos, Mike -dijo Wexford.

Regresaron al coche. La profesora de gimnasia los miró con irritación.

– ¿Todavía se llaman así?

– ¿Llamarse cómo? ¿Profesoras de gimnasia? -Burden guardó silencio por un momento. Luego, con una mueca, dijo-: Te lo diré cuando mi hija tenga once años. Si es que llega a nacer. Si es que llega a los once. Si es que seguimos juntos cuando los cumpla.

– No es para tanto.

– ¿Ah, no? Puede. Puede que seamos ella y yo quienes están juntos y no Jenny y yo.

Las cosas debían de irle realmente mal a Burden para soltar aquello en presencia de Donaldson. Este no iba a decir nada, pero sí pensar algo. Wexford guardó silencio. Vio que los rasgos de Burden se endurecían, sus ojos perdían brillo, sus labios se apretaban y el ceño le marcaba dos profundas arrugas. El coche se alejó. Wexford miró hacia atrás y vio cómo Eve ejecutaba su mejor volea del partido.

– Veronica tenía que jugar un partido de tenis -dijo Wendy Williams-, pero, naturalmente, no tiene ánimo para ello. No ha ido al instituto y yo he tenido que tomarme el día libre. He tenido que decirle que su padre tenía otra esposa y otra familia. Como si no hubiera sido bastante difícil decirle que había muerto…

La segunda señora Williams, quien en principio le había parecido a Wexford una mujer dulce y amable, tenía rasgos de carácter, que antes no había advertido, entre ellos la desagradable costumbre de culpar de sus desgracias a la persona que tuviera delante, fuera quien fuese.

– Se lo he contado todo. Al principio se quedó callada y luego se disgustó mucho. -Su suave vocecilla acariciaba las frases. Tenía los ojos muy abiertos y expresión melancólica, como un niño que finge estar apenado. Wexford tuvo la inquietante idea de que quizá lo hacía porque a Williams le gustaban las niñas-. Será amable con ella, ¿verdad? ¿Se acordará de que sólo tiene dieciséis años? Lo que le ha ocurrido es algo peor que perder a un padre.

En esta ocasión no cabía pensar en subir al dormitorio de la niña. Veronica bajaría y Wendy estaría presente. Wexford imaginó que Veronica sería la tenista ausente a quien la chica morena había sustituido. Mientras hacía conjeturas. Veronica entró con paso vacilante y cara inexpresiva. Había estado llorando. Aunque tenía los ojos secos y los labios pálidos, aún tenía la cara algo hinchada. Así y todo, se había vestido cuidadosamente para aquel encuentro, al igual que su madre. Tales cosas, que a muchos hombres les habrían pasado por alto, nunca escapaban al ojo de Wexford. Wendy se había puesto un vestido de algodón negro de mangas holgadas que le realzaba demasiado como para que pudiera considerársele apropiado para ir de luto y Veronica llevaba una falda plisada de color rosa, una camisa de deporte con una V dorada y unas zapatillas de deporte rosas y blancas. Probablemente Wendy le comprara la ropa en Jickie a precio rebajado.

– Éstos son el inspector jefe Wexford y el inspector Burden, querida. Quieren hacerte un par de preguntas. Nada difícil ni complicado. Ya saben que has sufrido un gran disgusto. Además, yo estaré aquí todo el rato.

Por amor de Dios, que no tiene diez años, pensó Wexford. La impasible mirada de la muchacha le desconcertaba.

– Lamento lo de tu padre. Veronica -comenzó-. Ya sé que no es un buen momento y que probablemente prefieras que te dejen en paz. Pero ya sabes lo que ha sucedido. No se trata sólo de que tu padre ha muerto. Lo han asesinado. Y tenemos que detener al culpable, ¿no te parece?

Una duda que ya conocía le asaltó en ese momento. ¿Tenían que hacerlo? Cui bono? ¿Quién recibiría una satisfacción? ¿Quién sería vengado, desquitado? Él era policía, y no le correspondía plantearse semejantes cosas. Su tono de voz no le delató. Miró a la muchacha y se preguntó qué le habría pasado por la cabeza durante las semanas que su padre había desaparecido. ¿Habría creído, como su madre, que estaba con otra mujer? ¿O habría aceptado su ausencia igual que todas sus otras ausencias cuando supuestamente se encontraba en viaje de negocios o estaba en Bath haciendo una visita filial? Había dejado de mirarle a él para fijar la vista en el suelo, inclinando la cabeza como una flor cansada sobre el tallo.

– ¿Crees que podríamos hablar del día 15 de abril? -preguntó-. Era jueves. Tu madre esperaba que tu padre volviera a casa aquella noche, pero tuvo que quedarse en el trabajo hasta tarde. Tú en cambio estabas en casa, ¿no?

Musitó «sí» en voz muy baja. Wexford podría no haberlo entendido si no hubiera hecho además un gesto de asentimiento.

– ¿Qué hiciste? Volviste a casa del instituto a… ¿las cuatro tal vez? -El también le estaba hablando como si tuviera diez años, pero había algo en su actitud, en la forma en que inclinaba la cabeza, cruzaba los pies y dejaba las manos sobre el regazo que parecía invitar a ello. Volvió a hacer un gesto de asentimiento, para lo cual levantó un poco la cabeza-. ¿Qué ocurrió entonces? ¿A qué hora esperabas que llegara tu padre?

Ella musitó que no lo sabía.

– Nunca sabíamos a qué hora podía llegar -explicó Wendy-. Nunca. Podía aparecer en cualquier momento.

– ¿Y vino al final? -preguntó Wexford.

– ¡Por supuesto que no! Ya se lo he dicho.

– Por favor, señora Williams. Deje que responda Veronica.

La muchacha estaba cohibida, nerviosa y quizá también triste. No había duda de que seguía conmocionada. De pronto hizo un esfuerzo, como si comprendiera que era algo inevitable, que iba a tener que hablar y que lo mejor sería acabar cuanto antes. Los ojos jaspeados de Sara se clavaron en los suyos y sus labios se separaron con un temblor.

– Merendé. Bueno, tomé una coca-cola y unas cosas que mamá había dejado en el frigorífico. -En efecto, Wendy, por muy joven que fuera, era la clase de madre que podía ser abrumadoramente protectora, incluso hasta el extremo de dejarle la comida preparada a una hija de dieciséis años como si se tratara de una inválida. Veronica prosiguió-: Había invitado a venir a casa a mi amiga, la misma con la que estaba cuando usted vino la otra vez, pero me llamó para decirme que no podía venir y que yo podía ir a su casa.

– Pero tú querías esperar a tu padre.

Veronica no era como Sara, ni como Eve Freeborn. Volvió la cabeza y miró a su madre en busca de ayuda. Ésta se la dio, como a buen seguro siempre se la daba.

– Veronica no tenía que esperar a Rodney. Como le dije el otro día, pensábamos que él ya no vendría.

– ¿«Pensábamos», señora Williams?

– Bueno, en realidad no sé qué pensaría Veronica. Yo no le había dicho nada sobre la posibilidad de nuestra separación. Estaba esperando a ver qué sucedía. Pero el caso es que Veronica no tenía que esperarle, y yo no hubiera… Bueno, ella también tiene asuntos de los que ocuparse.

¿Qué habría querido decir antes de interrumpirse y hacer aquella extraordinaria afirmación acerca de la evidente falta de independencia de aquella pobre muchacha?

– ¿Entonces saliste?

– Fui a casa de mi amiga. No me quedé allí mucho tiempo. Pusimos discos. Yo quería que saliera a tomar un café, pero tenía que cuidar de su hermano pequeño. Tiene sólo dos años. Esa es la razón por la que no pudo venir aquí.

– De manera que regresaste a casa. ¿A qué hora?

– No vine directamente a casa. Me tomé un café sola en Castor. Llegué a casa a eso de las nueve y mamá llegó al cabo de diez minutos.

– Te sentirías decepcionada al ver que tu padre no estaba.

– No lo sé -respondió-. No pensé en ello. -Entonces, sorprendentemente, puesto que no venía al caso, añadió-: No me importa estar sola. Me gusta.

– Dios Santo -exclamó Wendy, que no estaba dispuesta a consentir aquello-. No te quedas nunca sola si yo puedo evitarlo. No tienes por qué hablar como si no te hubiéramos brindado afecto.

Wexford preguntó cómo se llamaba su amiga y ella dijo que Nicola Tennyson, y le dio una dirección que respondía a una calle situada entre su casa y el centro. Wendy no puso reparos a que examinaran los efectos personales que su marido tenía en aquel domicilio, lo cual hizo pensar a Wexford que deseaba que se fijaran en lo limpio que tenía todo, vieran los elegantes muebles que poseía y comprobaran lo buena ama de casa que era.

Fuera como fuese, el resto de la ropa de Williams se encontraba allí. Llamaba la atención que hubiera guardado su ropa más elegante e informal en este domicilio. En el armario empotrado blanco con adornos dorados había téjanos, camisas Westerner, un traje de tela vaquera y otro de una mezcla de lino color gris arrugado como dictaba la moda. También tenía dos pares de botas bajas y un par de mocasines de cabritilla beige. La ropa interior estaba pensada para un hombre de menor edad que el inquilino de horario partido del 31 de Alverbury Road.

– Era dos hombres distintos -dijo Wexford.

– Quizá tres.

– Eso habrá que verlo. En cualquiera caso era dos: uno de mediana edad, de costumbres fijas, aburrido tal vez, y que no hacía caso a su familia, y otro joven todavía, animado incluso (¿te has fijado en esos calzoncillos?), que tenía una esposa de la que podía presumir y vivía en una casita de papel.

Wexford escrutó toda la habitación, pensando en Alverbury Road. Aquí había edredones en las camas, persianas en las ventanas, una pequeña silla de mimbre blanco suspendida del techo y cojines de seda azul y blanca. Además la cama medía uno ochenta de ancho.

– Seguro que para él era como el corralito de un niño -comentó Burden con una mueca.

– Al principio -dijo Wexford.

En esta casa Williams no tenía un escritorio, sino un cajón en una cómoda de melamina blanca con tiradores dorados. Había sido la casa de Wendy, no cabía duda: un ámbito personal donde había ejercido su dominio. Por muy aniñada y frágil que fuera, por mucho que hablara con aquella voz suave, había conseguido que la casa fuera suya, que fuera femenina y particular. Y particular, en cierto modo, con respecto a Rod Williams, ya que si éste había vivido allí había sido porque se le había tolerado que lo hiciera, intuía Wexford. Su presencia había dependido de su buen comportamiento. Sin embargo, éste había dejado que desear desde el principio a causa de los viajes, el pretexto de su madre y las largas ausencias. En consecuencia, Wendy se había construido un hogar lleno de flores, colores y cojines de seda en el que había asignado a su marido pequeños rincones, como si (inconscientemente) hubiera sabido que tarde o temprano llegaría el día en que les pertenecería exclusivamente a ella y su hija. Wexford miró dentro del cajón pero no encontró nada relevante. Estaba lleno de la clase de papeles que esperaba encontrar.

Excepto el carnet de conducir de Williams con la dirección de Alverbury Road.

– Dejar el carnet en casa es un riesgo.

– Su vida se basaba en los riesgos. Corría riesgos continuamente. Le gustaba caminar por la cuerda floja. Además, las esposas suspicaces leen cartas, no carnets de conducir.

En el cajón había también facturas, resguardos de cuentas pagadas con tarjeta de crédito y un extracto mensual de una tarjeta American Express. ¿En qué dirección la habría tenido? En ésta, efectivamente. En cierto modo tenía sentido. Visa y Access eran tarjetas de uso diario; American Express era más cosmopolita, más propia de un vividor. Seguramente Wendy pagaría los gastos de la casa con la cuenta común. También había un aviso de pago del impuesto municipal; un libro de cuentas de la cuota de la televisión; un presupuesto de Godwin y Sculp, una empresa de construcción de Pomfret, fechado el 30 de marzo, para pintar el salón; y un recibo de la misma empresa (con el sello de «pagado») por la instalación de una cisterna de inodoro. Debajo de todos estos papeles se encontraban el talonario de la cuenta común de Rod, la libreta de ingresos de la cuenta común y un pequeño frasco medio lleno de pastillas con la etiqueta «Mandaret».

En el último piso de la casa había dos dormitorios más y un cuarto de baño. La habitación de Veronica estaba limpia como una patena. Estaba pintada de blanco y adornada con mucho bordado inglés, y su decoración debía mucho a los artículos de revistas sobre «cómo conseguir el dormitorio ideal para su hija» que tanto se leían cuando Wendy era niña. Seguramente la pobre Wendy nunca había tenido su dormitorio ideal, pensó Wexford; su juventud se habría parecido más a la de Sara. Aquí no había pósters, ni móviles de fabricación casera, ni libros. Aquella habitación estaba pensada para una joven que no fuera a hacer nada en ella excepto sentarse en el alféizar de la ventaba con expresión meditabunda y los pies enfundados en calcetines blancos.

La escalera de caracol, un armatoste de una incomodidad espantosa que resultaba peligroso para quien no fuera excepcionalmente ágil, atravesaba el centro de la casa como un tornillo en una prensa. En la planta baja había una ducha, un lavabo, una puerta que conducía al garaje y al final del pasillo una habitación tan ancha como la casa con una puertaventana que daba a un patio y un jardín del tamaño de una mesa de comedor grande. La habitación, que hubiera podido servir de comedor o de estudio para Rodney Williams si se le hubiera permitido, estaba reservada para las aficiones de Wendy. Allí tenía una máquina de coser y una de tricotar, una tabla con dos planchas, una de vapor, y montones de ropa guardada en bolsas de plástico y pulcramente colgada o doblada.

Madre e hija seguían sentadas arriba en torno a la mesa de la superficie de cristal. Wendy se había puesto a hacer punto, un pañuelo o posiblemente un mantel de bandeja en el que estaba dando unas pequeñas puntadas con el dedo meñique extendido de la manera que antaño se consideraba hortera si se sostenía una taza de té. Veronica estaba comiendo cacahuetes de una bolsa. Tenían que ser de los secos, porque los del otro tipo dejaban manchas de grasa. Las dos estaban tan tensas como muelles estirados, esperando a que la policía les dejase en paz.

– ¿Conoces una sociedad o club llamado ARRIA? -preguntó Wexford a Veronica.

No hubo sorpresa. Veronica hizo simplemente un gesto de asentimiento. No arrugó la bolsa vacía de cacahuetes, sino que la aplanó y empezó a doblarla cuidadosamente.

– ¿Del instituto?

Ella alzó la vista.

– Algunas chicas del sexto y séptimo curso pertenecen a ella.

– ¿Y tú no?

– Hay que tener más de dieciséis años.

– ¿Y por qué dices que son chicas? -pregunto Wexford-. Haldon Finch es mixto. ¿No hay ningún chico en la asociación?

Veronica era en el fondo una adolescente normal, a pesar de su aspecto remilgado, la timidez y el aire de niña de mamá. La mirada que le lanzó revelaba todo el desprecio que los adolescentes sienten ante la estúpida incomprensión que demuestran los adultos.

– Pues porque es una asociación para mujeres. Son… ¿cómo se llaman? Feministas. Feministas militantes.

– Entonces espero que te mantengas alejada de ella. Veronica -le dijo Wendy con brusquedad-. No quiero que tengas nada que ver con esa asociación. Si hay algo que detesto es el movimiento de liberación de la mujer. ¡Liberación! Yo estoy liberada y a la vista está lo que he conseguido. Espero que las cosas te vayan mejor que a mí y que encuentres a un hombre que te mantenga y cuide de ti de verdad, un hombre bueno y agradable que… que realmente se preocupe por ti y te quiera. -Le temblaban los labios de la emoción. Dejó la labor y añadió-: Yo no fui lo bastante mujer para Rodney. No fui lo bastante joven. Me hice demasiado dura, independiente y… y madura. Lo sé. -Hizo un esfuerzo por contener las lágrimas, y lo consiguió-. Acuérdate de esto, Veronica, cuando te llegue el turno.

El sargento Martin estaba ocupándose de la denuncia, aunque, tal como le había dicho a Wexford, no disponía de muchos datos. Además no se había causado ningún perjuicio a nadie… todavía.

– La ha presentado la señora Caroline Peters, profesora de educación física en el instituto Haldon Finch -dijo Martin-. Señora, no señorita. Se irritó bastante cuando le llamé señorita, señor. También le llamé profesora, pero eso tampoco le gustó. Me dijo que vio a dos hombres mirando a las chicas que jugaban un partido de tenis. Estaban comportándose de una manera sospechosa. Llegaron en un coche y se detuvieron expresamente para mirarlas. Los llamó mirones. Luego preguntó a las chicas si los conocían, pero todas dijeron que no.

Gracias, señorita Freeborn, pensó Wexford.

– Déjalo, Martin. Olvídate de ello. Tenemos cosas más importantes que hacer.

– ¿Lo dejo del todo, señor?

– Ya me ocupo de ello. -Habría que mandar una nota a aquella mujer, o llamarle por teléfono para explicárselo todo, pensó. Tenía derecho a ello. Era una buena profesora, concienzuda y responsable. No debía reírse, excepto quizá con Burden cuando lo viera más tarde.

Lo que había averiguado en sus visitas a Liskeard Avenue no le había proporcionado muchos motivos de reflexión. Solamente una cosa le había causado extrañeza, algo que no era ni un dato ni el germen de una idea, sino algo verdaderamente negativo.

¿No era extraordinario que, en las largas conversaciones mantenidas con ella y también en su primera entrevista, Wendy Williams no hubiera mostrado el menor interés por la otra familia de Rodney? No había hecho ni una sola pregunta sobre la esposa que había suplantado pero no sustituido, ni tampoco sobre los hermanos por parte de padre de Veronica. ¿Se habría sentido cohibida por los celos? ¿O por algún motivo más relacionado con la investigación?