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Kevin Williams se parecía más a su madre que a su padre. Habría resultado difícil identificarle como hermano de Veronica. No había heredado el rasgo genético que distinguía a Sara y a Veronica, y su frente era estrecha. Hablaba con laconismo, despreocupación e indiferencia.
Wexford, que iba acompañado por Martin, había interrumpido lo que parecía un cónclave familiar. Por una vez el televisor estaba apagado, y no tenía imagen ni sonido. Joy Williams no presentó a nadie excepto a su hijo y lo hizo con orgullo y entusiasmo. Wexford tuvo que deducir que la mujer y la joven que estaban sentadas la una junto a la otra en el sofá amarillo eran Hope Harmer y su hija Paulette.
La señora Harmer, aunque era más guapa, estaba mejor alimentada y tenía mejor aspecto que su hermana, se parecía demasiado a ésta como para que cupiera dudar sobre su identidad. Era una mujer bella e incluso en aquellas trágicas circunstancias tenía aspecto de estar satisfecha de su vida. La joven, en cambio, era, usando una de las expresiones favoritas de uno de los nietos de Wexford, «punto y aparte». Su belleza era tal que, a su lado, Sara y Veronica eran simplemente unas chicas monas. A Wexford le recordó un cuadro: el retrato de la esposa de Williams Morris pintado por Rossetti. La joven era morena y tenía en la cara la misma viveza e intensidad que la retratada, la misma simetría en las facciones y la misma mirada misteriosa en sus expresivos ojazos oscuros. Cuando le preguntó si era quien pensaba que era, ella alzó aquellos ojos grises y, lanzándole una mirada ensoñadora, hizo un gesto de asentimiento para volver a continuación a lo que estaba mirando, una revista que parecía versar exclusivamente sobre peinados.
Kevin había terminado las clases el día anterior y había vuelto a casa. Pero no para quedarse, le aseguró a Wexford cuando permanecieron a solas en el austero comedor. Debía quedarse unos días por su madre, pero a la semana siguiente tenía intención de llevar adelante el plan que se había trazado unos meses atrás, que consistía en ir a Cornualles a pasar unos días en casa de un amigo y a continuación a Francia a hacer camping. Cuando Wexford le pidió la dirección de su amigo de Cornualles, se quedó perplejo.
– Sería mejor que no abandonaras el país por el momento.
– No puede obligarme a que me quede. No tengo nada que ver con la muerte de mi padre.
– Dime qué hiciste la noche del jueves 15 de abril.
– ¿Ese día murió? -El aire de despreocupación dio paso a la irritación. De mal humor, era el vivo retrato de su madre.
– Soy yo quien hace las preguntas, Kevin.
Aunque no lo había dicho con brusquedad, el joven reaccionó como si nadie le hubiera hablado nunca de aquella manera. Arrugó la frente e hizo con los labios una mueca de disgusto.
– Sólo era una pregunta. Era mi padre.
Al oír su tono de pesadumbre artificial y fingida, Wexford comprendió de repente que a ningún miembro de aquella familia le había importado lo más mínimo Rodney Williams. Como tampoco a los miembros de la otra familia. No había sido una persona querida. En este sentido, al menos, se había llevado su merecido.
– ¿Qué ocurrió aquella noche? ¿Qué hiciste?
– Llamé a casa, supongo -dijo con la misma despreocupación de antes-. Llamo a casa todos los jueves; de lo contrario mi madre se pone nerviosa.
– ¿Llamas desde la universidad?
– No, los teléfonos están siempre estropeados y es un agobio encontrar uno que funcione y esté libre. Salgo a la calle a llamar. Bueno, dos o tres lo hacemos. Vamos a un pub. Llamo a casa a cobro revertido.
– Seguramente te acordarás de ese jueves si te digo que fue el primero después de las vacaciones de Semana Santa.
El joven puso cara de concentración tratando de hacer memoria. Wexford estaba convencido de que lo sabía perfectamente bien.
– Sí, me acuerdo. Llamé a casa a eso de las ocho y media. Supongo que no le importará que no lo recuerde con exactitud. Mi madre había salido. Hablé con Sara.
– Debió de sorprenderte que tu madre no estuviera en casa esperando tu llamada.
– Sí, claro. Como ya se habrá fijado, se le cae la baba conmigo. -Encogió los hombros exageradamente y añadió-: Raro, aunque no era la primera vez que pasaba.
Kevin volvió a indignarse cuando Wexford le preguntó cómo se llamaban los chicos que le habían acompañado al pub. Pero su reacción no fue más que una fanfarronada, un inútil intento de poner dificultades. Tras decir unas palabras de protesta, Kevin le dijo los nombres.
– ¿Cómo te llevabas con tu padre?
– No había comunicación. No hablábamos. Una situación típica, ¿no?
– ¿Y tu padre y Sara?
Reaccionó con brusquedad. Su respuesta fue exactamente la que podría haber dado un joven de la edad de Kevin cien años atrás. Al menos según la literatura.
– ¡No meta a mi hermana en este asunto!
Wexford hizo un esfuerzo por no reírse.
– Por ahora eso voy a hacer.
Encontró a Joy y a su hermana interrogando a Martin a fondo acerca de Wendy Williams. Las jóvenes, las dos primas, se habían ido. Martin estaba respondiendo con monosílabos y puso cara de alivio cuando vio entrar a Wexford. Joy dejó el interrogatorio y, al ver que el inspector estaba solo, preguntó «¿Dónde está mi hijo?», como si pensara que Wexford lo había arrestado y encerrado en el coche de policía.
Iba a ser la primera vez que se reunía con Miles Gardner desde el descubrimiento del cadáver de Rodney Williams. El y Burden estaban esperándole en su despacho. La habitación, con sus paredes recubiertas de madera, estaba oscura a pesar de que hacía un día luminoso. En el alféizar de la ventana había un tiesto de cobre con altramuces de Russell. Wexford cogió la fotografía de la familia de Gardner que éste tenía sobre la mesa y la miró con expresión dubitativa.
– Creo que me he vuelto sensible a las adolescentes -comentó-. Las veo por todas partes.
– No se olvide de lo que nos dijo la profesora de gimnasia.
– No creo que corra peligro, aunque las relacionadas con este caso son todas muy bonitas. La actitud de Williams resulta casi comprensible.
– No era más que un viejo verde -dijo Burden, olvidándose al parecer de que sólo era tres años más joven que Williams.
– Una forma de vida tentadora pero que conduce a la maldición eterna.
Gardner entró en ese momento, disculpándose por la tardanza. A continuación expresó de forma poco convincente su tristeza por la muerte de Williams. Wexford le escuchó con paciencia y luego dijo:
– Si está libre para comer, podríamos ir al Old Flag.
Pero Gardner, muy a su pesar, no podía.
– Le he prometido a mi hija Jane, la menor, que comería con ella. Hoy no asiste al instituto porque tiene una entrevista en la universidad de aquí. Es una chica nerviosa y lo va a pasar mal, de modo que la he sobornado ofreciéndole una comilona.
La Universidad del Sur se encontraba en Myringham. Otra chica de dieciocho años…
– Es muy posible que le den una plaza -dijo Gardner. Luego añadió con una mezcla de orgullo y pesar-: Se acabaron nuestras vacaciones en el extranjero durante los próximos tres años.
Wexford le dijo que le gustaría hablar con Christine Lomond y, a ser posible, en el antiguo despacho de Williams. Gardner le llevó a él personalmente en el pequeño y lento ascensor que tenían en el edificio. En el despacho había dos escritorios y dos máquinas de escribir, una Sierra 3400 y una Olimpia 100. Pero aquel lugar estaba «libre de sospechas» en lo que se refería a las máquinas de escribir. Martin ya se había ocupado de comprobarlo. La joven secretaria llegó poco después, reluciente con un traje rojo geranio, una blusa color verde oscuro, un romboide de cristal verde colgado de una cadena y en la muñeca izquierda un reloj con una correa roja y verde. En el pelo tenía unas mechas que, según le había dicho su hija Sylvia, se llamaban reflejos oscuros, aunque él no se lo acababa de creer y pensaba que seguramente le había gastado una broma. Las uñas de Christine Lomond eran del mismo tono carmín brillante que el nuevo color para puertas exteriores Buzón Sevenshine («Un rojo intenso y puro, sin una pizca de azul; un esmalte brillante y fuerte que aguanta perfectamente el viento y la intemperie»). Se movían sobre el archivador como si fueran escarabajos rojos.
Wexford le había pedido que buscara muestras de textos mecanografiados por Williams, cualquier informe, tasación o borrador incluso que hubiese podido dejar en el despacho. Ella le dijo que cualquier cosa de ese tipo estaría escrita a mano. Lo que encontró fueron dos o tres hojas manuscritas, y luego varias más que, según le dijo, probablemente habrían sido mecanografiadas en la Olympia, aunque utilizando una margarita diferente, de manera que los tipos serían distintos. Wexford se sintió muy interesado, pues le pareció que el vértice de la A mayúscula mostraba un defecto.
El experimento, sin embargo, sólo le demostró que no sabía nada sobre máquinas de escribir o, en cualquier caso, sobre los recientes adelantos tecnológicos en ese campo. Los dedos blancos de uñas rojas metieron una hoja de papel en la máquina, la encendieron, la apagaron, extrajeron la margarita, colocaron otra y rápidamente produjeron un facsímil de las cuatro primeras líneas de la previsión de ventas hecho por Williams para los tres primeros meses del año.
– Está empezando a fallar -comentó Christine Lomond-. Será mejor que pongamos una nueva margarita. -Sacó la estropeada y la arrojó a la papelera.
– ¿Dónde vive usted, señorita Lomond?
– Aquí, en Myringham. ¿Por qué? -Hablaba con cierta aspereza.
– ¿Le parecía el señor Williams una persona agradable?
Ella guardó silencio con aire de incomodidad. Quizá lo único que esperaba fuera una investigación sobre documentos y máquinas de escribir. ¿Cuántos años tenía? ¿Veintisiete? Podía tener bastantes menos. El abundante maquillaje y el complicado peinado la hacían mayor.
– ¿Y bien, señorita Lomond?
– Sí, me parecía simpático. Aunque nunca me detuve a pensar en eso.
– ¿Podría hacer memoria, por favor, y decirme qué hizo la noche del 15 de abril?
– ¿Cómo quiere que me acuerde de lo que hice hace tanto tiempo?
Batió los párpados. Eran de un brillante azul marino («Un delicado color turquesa con una gota de plata, ideal para ese armario de la vajilla, ese hueco en la pared o ese techo tan especial»).
– Le será más fácil acordarse si piensa en lo que hizo al día siguiente -dijo Burden-, la mañana en que llamaron para decir que el señor Williams estaba enfermo y no vendría a trabajar. ¿Le refresca eso la memoria?
– Supongo que me quedé en casa.
No parecía estar a la defensiva o sentirse culpable o atemorizada. Sólo malhumorada, como si la ropa y el maquillaje no le hubieran servido de nada.
– ¿Vive sola o con otra persona?
A Wexford no podía habérsele ocurrido una pregunta más inocente y, sin embargo, ella respondió con cajas destempladas.
– ¡Pues claro que vivo sola! Me quedé en casa sola viendo la televisión.
Otra más. ¿Qué harían antiguamente, antes de la conquista catódica? Debería recordar alguna coartada pretelevisiva, pensó Wexford, pero no lo conseguía. ¿Estaba leyendo, cosiendo, poniendo una estantería, pescando, escuchando la radio, paseando por ahí, en el pub, en el cine? Quizá.
Reticentemente, casi de mala gana, les dio su dirección. Reconoció que tenía una máquina de escribir, una vieja Smith Corona de oficina e insistió en que estaba en la casa de sus padres, en Tonbridge, y que nunca la había tenido en su estudio de Myringham.
Abajo, en la sala de recepción, se encontraron con una joven que estaba desnudándose. O al menos así se lo pareció al asombrado Wexford. La joven hablaba con la telefonista (hoy le tocaba a Anna) y se quitaba por la cabeza un vestido de algodón. Llevaba medias blancas en sus largas y esbeltas piernas, zapatos azul pálido de tacón y, en efecto, una falda que cayó hasta el punto al que solía llegar, justo encima de la rodilla, cuando la joven se hubo quitado una blusa con cuello de marinero. Debajo llevaba una camiseta blanca. Estaba de espaldas a Wexford. A continuación se quitó bruscamente los zapatos, arrojando uno al otro lado de la habitación para que no hubiera dudas de que se estaba despojando a modo de catarsis de un uniforme odioso tras haber sufrido una experiencia penosa.
– Jane -le dijo Anna en tono de advertencia-, ahí hay unos…
La joven se dio media vuelta. La camiseta mostraba en la pechera las letras ARRIA en letras de molde.
Lo primero que le llamó a Wexford la atención de la casa de Down Road, Kingsmarkham, fue que ninguno de sus habitantes estaría obligado a compartir habitación. Se trataba de una enorme edificación estilo eduardiano, con balcones, almenas y torres. La mayoría de las casas de aquel tipo había sido reformada para construir pisos. Pero no aquélla. Era sólo una familia la que ocupaba el edificio y sus ocho dormitorios. Sin embargo, la excusa que le había dado Eve Freeborn por haber ido a casa de su novio había sido que compartía el dormitorio con su hermana. Quizá tampoco tenía una hermana. Pronto se enteraría.
En principio pensó que la joven que le había abierto la puerta era la propia Eve. Al fin y al cabo, el hecho de que tuviera el pelo verde no significaba nada. Ahora se cambiaban el color del pelo con la misma rapidez con que cambiaban de pintalabios. Una segunda mirada le permitió saber que ni siquiera eran gemelas idénticas. Gemelas sí, gemelas heterocigóticas con la misma constitución y los mismos ojos. Ahí se acababan las semejanzas.
En la casa olía ligeramente a marihuana, ese inconfundible olor que es como humo de madera mezclado con colonia.
– ¿A Eve? -dijo su hermana con incredulidad-. ¿Quiere ver a Eve?
– ¿Tan difícil es?
– Pues no lo sé…
Le había enseñado su placa. Al fin y al cabo, era una joven y ya era casi de noche. No podía dejar pasar a ningún hombre sin identificar. Sin embargo, miraba el distintivo como si fuera una orden de arresto. Wexford empezó a impacientarse.
– Quizá debería cumplimentar un formulario o venir acompañado por una persona de confianza.
– Oh, no, pase. Lo siento. Es que…
Tenía la irritante manía de dejar las frases sin acabar. La siguió por el vestíbulo, una habitación sombría de paredes de madera como las oficinas de Sevensmith Harding, y por una escalera de caracol que desembocaba en una galería. El olor a marihuana era allí más débil, pero seguía notándose. Lo que le sorprendía de la casa era el ambiente años sesenta que tenía. En una pared había un póster (eso sí, con cristal y enmarcado) de John Lennon sentado ante un piano de cola blanco. Sobre un trinchero descansaba un jarrón de flores secas y plumas de pavo real. Y colgado de adorno, y no porque lo hubieran dejado allí por casualidad, había un antiguo vestido de seda roja con bordados de oro. Tanto la seda como los bordados estaban hechos jirones por obra del tiempo y las polillas. Wexford preguntó:
– ¿Están tus padres en casa?
– Tienen un piso en Londres. Pasan allí la mitad del tiempo.
Imposible adivinar si aquello la molestaba o alegraba. Sus padres podían tener menos de cuarenta años, y mamá menos incluso. La hermana gemela de Eve dijo entonces:
– Quizá lo mejor sea que espere aquí. Voy a ver si…
Todas las puertas de los dormitorios estaban abiertas. Aunque no se podía decir que fueran dormitorios propiamente. Por lo que Wexford pudo ver, parecían más bien estudios, con sus sillas y mesas, sus cojines en el suelo, su sofá o diván con un cubrecama de tela india, sus pósters en las paredes y sus postales clavadas con chinchetas. Se sentó a esperar en una mecedora con los arcos pintados de rojo, negro y blanco y un sucio velo de encaje sujeto al respaldo, e intentó aclarar el misterio de aquella casa.
Entonces lo comprendió. No eran las chicas las que vivían en el pasado, quienes estaban veinte años pasadas de moda o habitaban intencionadamente un mundo anacrónico. Sus padres habían sido jóvenes en los sesenta y probablemente habían disfrutado del nuevo y estimulante ambiente libertario que se respiraba entonces, y ahora no podían prescindir del espíritu y las costumbres de aquella época. Los fumadores de marihuana no eran las jóvenes. Tendría que hacer algo al respecto…
¿Cuánto tiempo iba a tenerle esperando?
Se levantó y salió al pasillo. No había nadie. Sin embargo en alguna parte oía voces de mujer, un ruido que no se parecía en absoluto al gorjeo de unos pájaros, ni a unos murmullos, sino al que se produce cuando se está manteniendo una conversación acalorada y seria. Una escalera conducía al ático, pero las voces no procedían de allí.
Se oyó una carcajada y alguna palmada esporádica. Avanzó por el pasillo guiado por el ruido y salió a un rellano más pequeño y cuadrado en cuyo techo habían pintado un mapa astral. Algún astrólogo aficionado que habría estudiado bellas artes, se dijo Wexford. Aquello le hizo pensar nuevamente en los años sesenta. Allí de pie, mientras dudaba si sería prudente irrumpir en una habitación llena de mujeres, la puerta se abrió y aparecieron dos jóvenes. Se detuvieron en el umbral y le miraron asombradas. Una le era desconocida; la otra era Caroline Peters, la profesora de educación física.
Antes de que nadie dijera nada, Eve Freeborn salió de la habitación, abriéndose paso con los hombros entre las dos mujeres que le cerraban el camino. Llevaba los mismos vaqueros prietos a la pelvis que le había visto la primera vez, aunque esta vez con una blusa de satén púrpura que le iba con el color del pelo. Caroline Peters, por su parte, iba vestida igual que un chico, o como iban lo chicos antes de que se implantara definitivamente el atuendo punk: vaqueros azules, chaqueta de cuero marrón y botas bajas; además no llevaba nada de maquillaje y tenía el pelo rapado.
– Perdone -dijo Eve-. ¿Lleva mucho tiempo esperando?
– A nosotros nos han tenido esperando cuatro mil años -dijo Caroline Peters con sorna.
Lo había reconocido y no se alegraba. ¿O acaso le había reconocido por lo que era aparte de policía: un hombre? Wexford aún no había conocido personalmente a una feminista militante de las que abogan por la separación total. Entonces lo comprendió todo.
– No habré interrumpido una reunión de ARRIA, ¿verdad?
– Ya ha terminado -respondió Eve-. Acaba de terminar.
– No habríamos tolerado una interrupción.
Wexford miró a Caroline Peters.
– No se vaya todavía, por favor. Me gustaría hablar con usted también.
Ella se encogió de hombros. Eve hizo un gesto a la otra joven, una bonita pelirroja de facciones angulosas.
– Ésta es Nicky.
En la habitación, la cual, aunque era más grande que las demás, era también un estudio, con sus cubrecamas de tela india colgados del techo y las paredes como si fuera una tienda beduina, había media docena de jóvenes, levantadas o preparándose para marcharse. Sara Williams estaba allí con su prima Paulette, ambas hablando con Jane Gardner. Todas llevaban camisetas de ARRIA. En un cojín del suelo había una chica negra, delgada y elegante como una modelo, sentada con las piernas cruzadas.
– No recuerdo cómo se llama -les dijo Eve a todas como si no tuviera importancia-, pero es policía. -Entonces las señaló una a una-: Jane, Sara, Paulette, Donella, Helen, Elaine y mi hermana Amy, a quien ya conoce.
Caroline Peters metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero.
– ¿Qué quiere?
– En primer lugar me gustaría saber algo más sobre ARRIA.
– En primer lugar la fundamos yo y una mujer que comparte mis ideas, una especialista en lenguas clásicas que ahora está en Oxford. -Se interrumpió-. Arria Peto -dijo luego- fue una matrona romana, la esposa de Cecina Peto. Por supuesto estuvo obligada a tomar su apellido -Wexford se dio cuenta de que Caroline Peters era una de esas fanáticas que no pierden detalle-. La Roma clásica se caracterizaba por una brutal opresión y explotación de las mujeres.
Como si fuera una profesora, aguardó a que Wexford hiciera algún comentario. Y el inspector lo hizo.
– El emperador Claudio -dijo Wexford, que se sabía bien la lección- ordenó a Cecina que se suicidara, pero éste fue demasiado cobarde para hacerlo, por lo que su esposa cogió la espada y atravesándose su propio corazón, le dijo: «Mira, Peto, no duele…»
– Usted ha leído a Graves.
– No; he leído el Diccionario del mundo clásico de Smith. -La joven que se llamaba Nicky rió-. Pero no sé qué significan las letras.
– Acción para la Reforma Radical de las Actitudes Intersexuales. [6]
– Un ejemplo de adaptación del «nimo» al «acrónimo». Aunque en este caso se trataría de unas siglas. ¿No será una ocultación intencionada?
– Tal vez.
– ¿En cuántos centros se ha introducido?
Fue Eve quien contestó esta vez:
– Kingsmarkham High, Haldon Finch, St. Catherine…
Pero Caroline Peters la interrumpió:
– Yo doy clases en Haldon Finch. ARRIA fue fundada hace poco más de un año en St. Catherine. Admitíamos como socias a mujeres que tuvieran más de dieciséis años, es decir, a las que estuvieran en sexto y séptimo de secundaria. Me alegro de poder decir que despertó interés de forma inmediata. Pero ¿cabía esperar algo diferente de una organización concebida expresamente para mujeres y cuyo fin es no dar cuartel a los hombres? -Le lanzó una mirada glacial de repugnancia y Wexford tuvo una sensación desagradable. Él no pertenecía a una minoría; no había manera de que pudieran clasificarlo en una minoría. Sin embargo, la impresión que tenía era ésa: Caroline Peters le estaba clasificando en una minoría, y además en una minoría oprimida-. Nuestro aparato de propaganda está muy bien organizado -prosiguió- y difunde la buena nueva por los demás centros de la zona. Pronto tendremos células importantes en la Escuela de Educación Superior de Pomfret y en Kingsmarkham High. -La buena nueva, pensó Wexford, el «evangelio» nada menos. Lo que Caroline Peters dijo a continuación lo dejó asombrado-: En este momento somos más de quinientas socias.
Wexford tuvo ganas de soltar un silbido pero se contuvo. ¿Cuántas jóvenes de diecisiete y dieciocho años habría en la zona? Todas juntas, contando las que habían dejado el instituto, no podían sumar más de dos mil, lo cual suponía que un veinticinco por ciento estaban afiliadas a ARRIA. Pero bueno, si casi podían comenzar una revolución.
– Muy bien. Tenéis insignias y camisetas estampadas y organizáis reuniones, pero ¿qué hacéis?
Caroline Peters respondió de buena gana.
– En resumidas cuentas, relacionarnos con los hombres lo menos posible. Desafiar a los hombres tanto por medios intelectuales como físicos.
Aquello interesó a Wexford. Caroline Peters no llevaba bolso, pero tenía bolsillos. La mayoría de las chicas llevaban bolso. No tenía una orden de registro y tampoco le acompañaba una mujer que pudiera llevarlo a cabo.
– Tenemos un estatuto y manifiesto -dijo-. Supongo que debe de haber un ejemplar por aquí y no veo ningún inconveniente en que usted tenga uno. ¿Estáis de acuerdo, mujeres? -Hubo murmullos de asentimiento, algunos de ellos divertidos-. Pero debo advertirle que nuestro objetivo no es tratarnos con los hombres en igualdad de condiciones, ni alcanzar una tregua o un compromiso con ellos, ni una precaria distensión como la que a veces se ha dado entre el proletariado y la burguesía en revoluciones pasadas. Como Marx dijo en otro contexto: los filósofos han intentado explicar el mundo, pero se trata de cambiarlo. Buenas noches a todos. -Salió de la habitación y cerró la puerta dejando tras de sí una calma un tanto siniestra.
Silencio. Donella, la joven negra, alzó la mirada y sus pupilas castaño oscuro resaltaron sobre el blanco de sus ojos. Eve dijo:
– Al decir medios físicos sólo se refería a la defensa propia. Cuando te afilias es obligatorio seguir un curso de defensa propia, kárate, judo, tai-chi o lo que sea.
– En mi opinión -dijo Donella-, ésa es una de las cosas que atrae a las chicas: el deporte, ¿sabe?
– No sé si se habrá dado cuenta, pero los cursos de artes marciales de la tarde se han triplicado por tres desde que se fundó ARRIA. Es una respuesta al aumento de la demanda, y eso es gracias a ARRIA.
Nicky lo dijo con orgullo, no con agresividad. Hizo un cortante movimiento hacia abajo con un brazo. Wexford, pese a ser un hombre grande que medía más de metro ochenta, se alegró de no ser el destinatario de aquel golpe. Era cierto lo de los cursos de judo y kárate. Se lo había comentado a Burden, contento de saber que las mujeres estaban finalmente tomando medidas para defenderse contra los robos y las violaciones, que en los últimos años habían aumentado desproporcionadamente.
– De acuerdo -dijo-. Eso es para la defensa personal. Pero ¿qué me decís de la agresión? Supongo que ninguna de vosotras admitirá que lleva un arma ofensiva.
Ninguna lo hizo. No parecían asustadas o sentirse culpables. Sin embargo, Wexford creyó ver una expresión de cautela en un par de ellas.
– Voy a darle un ejemplo de nuestro estatuto -dijo Eve-. No tiene nada de confidencial. A nadie se le impide saber qué hacemos, ni a hombres ni a mujeres. ¿Tiene hijas?
– Son bastante mayores que vosotras.
Ella le miró fijamente para formarse un juicio.
– Bueno, es lógico, ¿no? De todos modos, la edad no tiene importancia en ARRIA.
El estatuto estaba mecanografiado y fotocopiado. Wexford se fijó en que el vértice de la A y la parte superior de la t no mostraban defecto alguno. Se lo metió en el bolsillo con intención de leerlo más tarde, con tranquilidad. Sara Williams, advirtió, observaba todos y cada uno de sus movimientos. Entonces se dio cuenta de que la joven rubia y grande que se llamaba Helen era la pareja con la que Eve había jugado el partido de tenis.
– Si es cierto que la reunión ha terminado -le dijo a ésta-, me gustaría hablar contigo un minuto.
La viveza con que el policía había sustituido el tono tranquilo y jocoso mantenido hasta ese momento pareció sorprender a la joven. Se mesó su melena de pelo púrpura y dijo:
– Vale, si eso es lo que quiere. A solas, ¿no? -Soltó una risilla y añadió-: ¡A casa, mujeres!
Amy dijo:
– Bueno, creo que voy a… -Y se alejó parsimoniosamente en dirección a la puerta.
Todas comenzaron a despedirse como suelen hacerlo las jóvenes, sean feministas o conservadoras. Helen y Donella se dieron un fuerte abrazo de oso y acabaron riendo entre dientes y apoyando la cabeza la una en el hombro de la otra. Sara cruzó los brazos y atravesó la habitación con algo parecido a pasitos de baile. Jane se echó al hombro el bolso, que llevaba lleno de copias del estatuto de ARRIA, y puso cara de agonía como si pesara una tonelada. Nicky se había quedado ensimismada y se comportaba como una sonámbula, de modo que en lugar de decir algo o detenerse un momento antes de salir, levantó una mano lánguida y ondulante a modo de despedida cuando traspuso la puerta.
Cuando se quedó solo con Eve, Wexford dijo:
– Me has mentido.
– No es cierto.
– ¿Por qué me dijiste que tu novio no podía venir aquí debido a que compartías el dormitorio con tu hermana? Esta casa es enorme y, además, tus padres no suelen parar mucho en ella. Lo que tú me contaste en cambio fue que lo que a tu novio le impedía venir aquí era la falta de espacio, y con ello querías decir falta de intimidad.
– Bueno -dijo ella con una mirada taimada-. Eso puedo explicarlo. La respuesta puede encontrarla en nuestro estatuto. Artículo 4.
Wexford se sacó el ejemplar del bolsillo. Ahí estaba: artículo 4: «Las mujeres (no las socias a ARRIA, observó, sino “mujeres”, como si la asociación incluyera a toda la población femenina del mundo) evitarán la compañía de los hombres siempre que sea posible, pero caso que la presencia de éstos sea necesaria por motivos sexuales, biológicos, comerciales o profesionales, es conveniente y deseable que las mujeres acudan a donde estén ellos en lugar de permitir que sean ellos los que acudan a donde estemos nosotras.»
– Pero ¿por qué?
– Caroline y Edwina, la especialista en lenguas clásicas que está en Oxford, dicen que es algo parecido a cuando un sultán va de visita a su harén. Es un asunto que hay que pensar con detenimiento, ¿sabe? Cuando una lo hace, se da cuenta de lo que quieren decir.
– ¿De modo que por eso fuiste a Arnold Road, a casa de tu novio? ¿Su presencia era necesaria para ti por motivos sexuales o biológicos?
– ¿No es ésa la razón por la que los hombres suelen ser necesarios para las mujeres?
– Hay otras maneras de expresarlo. Maneras más estéticas, diría yo. Más civilizadas.
– Oh, civilizadas -ironizó ella-. Fueron los hombres los que hicieron la civilización y no se puede decir que sea gran cosa, ¿no?
Wexford decidió dejarlo.
– ¿Sabías que Sara Williams es la hija del hombre asesinado al que pertenecía el coche que viste en Arnold Road?
– Antes no lo sabía, pero ahora sí. Mire, sólo la conozco por ARRIA y no conocía a su padre. Ni siquiera sabía si tenía padre o no.
Wexford aceptó la respuesta.
– La señorita Peters no me ha dicho gran cosa sobre esta asociación que tenéis, ¿no te parece? Sólo que es un movimiento que se ha extendido como la pólvora y que tiene miembros en los institutos de la zona. ¿Qué me puedes decir sobre…? ¿Cómo podría llamarlo…? ¿La parte esotérica? ¿Cómo os afiliáis? ¿Hay que pagar una cuota? ¿Hay algún tipo de ritual como en la masonería?
– No necesitamos dinero -respondió Eve-, por lo que no hay suscripción. ¿De dónde íbamos a sacarlo además? La mayoría de las afiliadas van todavía al instituto. Tendríamos que pedírselo a nuestros padres y eso no está permitido. Lea el artículo 6: dependencia. Lo único que cuesta dinero son las fotocopias, pero nos salen gratis porque las hace Nicky con la Xerox de su padre por la noche, cuando él duerme.
Lo dijo con ironía, pero Wexford no hizo ningún comentario al respecto.
– ¿Puede afiliarse cualquiera?
– Cualquier mujer soltera mayor de dieciséis años. Evidentemente una mujer casada ya ha capitulado y además le sería imposible cumplir nuestras normas.
– Eso excluye a mis hijas.
Ella no le hizo caso.
– Yo soy un miembro fundador. Cuando comenzamos hacíamos cosas raras. Edwina quería celebrar ceremonias dé iniciación, algo así como bautismos de fuego, ¿sabe a lo que me refiero?
– ¿De qué tipo?
Tenía verdadera curiosidad, pero al mismo tiempo temía que ella no tardara en darse cuenta de que estaba pasando demasiado tiempo innecesariamente en compañía de un hombre. Ella meditó la respuesta en silencio, con expresión pensativa. No era una joven bonita, aunque quizá eso no tuviera importancia ahora, en una época en que a la belleza no se le daba valor. Eve tenía una de esas caras sin mentón, de nariz larga, los labios abultados y piel tersa. Tenía la frente arrugada o, mejor dicho, fruncida. Era la gente mayor la que tenía arrugas. El fruncido de Eve era como un pliegue en un pedazo de terciopelo color crema.
– Hubo algunas que compartían sus ideas -dijo-. Era una feminista radical. Solía decir que no podíamos hacer una revolución según los principios marxistas debido a que Marx era un hombre. Decía que el sexo es política y que la única manera de alcanzar la libertad era que todas las mujeres fueran lesbianas. Cualquier comportamiento heterosexual era un modo de colaborar con el enemigo. Ni siquiera Caroline Peters llegaba tan lejos.
– Ibas a contarme lo de las ceremonias de iniciación.
Eve parecía reacia a abordar aquel tema.
– Como consecuencia de todo ello formaron un grupo disidente. Sara, la del padre asesinado, era una de ellas, y Nicky Anerley también. Una de las cosas a las que se oponían era a ser educadas con el otro sexo. Querían que hubiera institutos y universidades dirigidas por mujeres y que sólo tuviesen profesoras. Eso sería lo mejor, desde luego, lo ideal, ¿entiende?, pero resulta un tanto utópico.
– Sobre todo si se tiene en cuenta que fue hace pocos años que las mujeres consiguieron ser admitidas en ciertas universidades de hombres y en Oxford en concreto.
– Eso no viene al caso. Se trataría de echar a los hombres por completo. Edwina y el resto de las que iban a institutos mixtos querían hacer huelga hasta que éstos accedieran a no admitir hombres. Pero Caroline no lo aceptó. Supongo que tenía miedo de perder su trabajo.
– ¿Y eso causó la ruptura del grupo?
– Bueno, en parte. Ocurrió durante el verano y el otoño del año pasado, pero el asunto quedó zanjado cuando Edwina fue a Oxford en octubre y las demás empezaron a volver poco a poco. Da igual que se lo cuente; al fin y al cabo era una especie de fantasía. Edwina decía que una mujer tiene que matar a un hombre para demostrar que es una verdadera feminista. -Eve lo miró con cautela-. Con esto no quiero decir que toda mujer que quisiera afiliarse a ARRIA tuviera que matar un hombre. La idea era que se formaran grupos de tres o cuatro mujeres para…
– Pero eso no es realmente una ceremonia de iniciación, ¿no? Si quieres puedo hablarte de algunas de ellas.
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> En el original Action for the Radical Reform of Intersexual Attitudes. (N. del T.)