173958.fb2 La Crueldad De Los Cuervos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Con expresión inescrutable, Jenny Burden estaba sentada leyendo el manifiesto de ARRIA. Ya había pasado la etapa en que se acicalaba para disimular su embarazo. Era imposible disimularlo y su estado no le favorecía. Aunque siempre había aparentado tener menos años de los que tenía, ahora parecía demasiado mayor para tener un niño. Y no era ya que tuviera arrugas en la cara, sino que había perdido la firmeza de antaño y tenía los ojos hundidos y el mentón flácido. Como ya no tenía regazo, había apoyado las delgadas hojas sobre un libro colocado sobre la mesa.

No obstante, viendo la cara de satisfacción de Burden, Wexford sabía que estaba contento de que su esposa estuviera cuando menos haciendo ese pequeño esfuerzo para huir de la apatía que se había ido apoderando de ella a medida que progresaba la psicoterapia a la que estaba sometiéndose. Ya no se rebelaba ni reaccionaba con violencia a causa de su odio por la niña: se había resignado. Ahora aguardaba con pasividad, sin esperanza. Cuando Wexford llegó a casa, la había cogido de la mano, había acercado la mejilla para que le besara y preguntado con voz ausente por Dora y las hijas. Él había pensado: es posible que cuando nazca la niña se vuelva completamente loca, y pase el resto de la vida en un hospital. No sería la primera a la que le suceda algo semejante.

Sin embargo ahora estaba leyendo el estatuto de ARRIA y, al parecer, prestando atención a todas y cada una de sus palabras. Wexford no quería hablar sobre el caso Williams en su presencia y Burden lo sabía. De pronto Jenny empezó a leer en voz alta.

– «Artículo 6: Con ciertas excepciones, ninguna mujer dependerá financieramente de un hombre.» A continuación enumeran las excepciones. «Artículo 7: Todas las mujeres harán un curso de artes marciales o técnicas de defensa propia. Artículo 8: Todas las mujeres llevarán un arma autorizada para defenderse a sí mismas, por ejemplo: un pulverizador de amoníaco, un alfiler, una navaja, un pimentero, etc. Artículo 9: Ninguna socia contraerá matrimonio, formará parte de la institución burguesa del noviazgo ni compartirá el mismo alojamiento con un hombre en situación de cohabitación. Artículo 10…» ¿Queréis que os lea la décima norma?

– Oh, ya la he leído -dijo Wexford-. ¡Es una herejía!

Jenny no debía de conocer la cita.

– Es lógico que pienses de esa manera, ¿no? Quizá debería haber leído todo esto antes de conocerte, Mike.

Éste encajó el golpe con una mueca de dolor.

– ARRIA no existía entonces, aunque a principios de año, antes de que dejara de trabajar, ya estaba funcionando. Siempre he querido tener su manifiesto, pero ni siquiera querían hablar conmigo al respecto. Como soy una mujer casada…

– Supongo que he tenido suerte al conseguirlo -dijo Wexford.

Burden intentaba recuperarse del dolor que le había causado su esposa.

– Quiero saber qué dice ese artículo.

– De acuerdo. «Artículo 10: Las mujeres que deseen procrear deben seleccionar al futuro padre por su físico, salud, altura, etcétera, y asegurarse de que la fecundación se produzca en un constructo de violación o de intento de violación.»

– ¿Que se produzca en qué? ¿Qué demonios significa eso? Wexford dijo:

– Margaret Mead dice que los hombres de Arapesh temen ser violados por las mujeres de igual manera que las mujeres de otras culturas temen ser violadas por los hombres.

– Estoy alucinado. -Wexford sabía que, al decir esto, Burden se refería a que habría deseado de buena gana indagar los entresijos de aquel asunto, pero que la inhibición se lo impedía-. El problema es que la mayor parte de esto seguramente sea obra de lesbianas como Edwina Klein y Caroline Peters. No parece que esté dirigido a mujeres que quieren realmente a los hombres, que seguramente son la gran mayoría…

Jenny miró fríamente a su marido.

– Después de los artículos hay una especie de parte explicativa en la que pone que las autoras se hacen cargo de que una mujer pueda sentir cariño por los hombres e incluso… Cito: «lo que se denomina amor sexual», pero añaden que se debe renunciar a algo por la causa. En el pasado ha habido mujeres que se han privado de esta satisfacción y han sido ampliamente resarcidas. Luego dice: «Al fin y al cabo, en qué consiste el denominado “amor” cuando una mujer lo contrasta con sus concomitantes: en una explotación brutal, en la pornografía, en la degradación, en la prohibición o restricción de las actividades profesionales, en la violación, en el incesto paternofilial y en la persistencia del doble rasero.»

– No parece que esto tenga mucho que ver con nuestras vidas domésticas, ¿verdad?

Jenny tenía lágrimas en los ojos, observó Wexford. Allí estaban, brillantes, sin brotar.

– Los revolucionarios son siempre extremistas -dijo ella-. El Terror de 1793 y el estalinismo son un buen ejemplo. Si no lo son, si se comprometen con el liberalismo, todos sus principios quedan en nada y se vuelve a la situación anterior. ¿No es esto lo que le ha ocurrido a la parte más moderada del movimiento para la liberación de la mujer?

Los dos hombres la miraron con expresión de duda y desconcierto. Burden había palidecido.

– Si estas chicas logran alcanzar una mínima parte de lo que se proponen -prosiguió Jenny-, si consiguen que la gente vea en qué consiste en realidad el «arbitraje injusto», quizá… quizá no me importe tanto que nazca mi hija. -Esta vez no rompió a llorar-. Sé que queréis hablar. Os dejo. -Se volvió hacia su marido, le besó en la frente y se dirigió torpemente hacia la puerta. No deseaba tener al niño que cargaba, y sus movimientos carecían de dignidad y belleza… Burden extendió un dedo para tocar el manifiesto de ARRIA como alguien que tiene que armarse de valor para aproximarse a algo que le produce fobia.

– Tengo la sensación de que todo esto supone una amenaza para mí. Le temo.

– Es bueno que seas lo bastante franco para reconocerlo.

– ¿Realmente piensas que tiene importancia esta idea de matar hombres?

En un primer momento sí lo había pensado. Le había parecido la respuesta obvia y, por un momento, la única posible. En aquel momento su actitud hacia Eve había cambiado por completo. Hasta entonces había estado bailando tranquilamente con ella, pero de pronto la música se había interrumpido y él la había agarrado. Así era como había ocurrido. Naturalmente la había asustado con sus bruscas preguntas…

– ¡Pero no lo hizo nadie! Era una fantasía, como el sexo en grupo y ese tipo de cosas. Como las orgías. Piensas en cómo sería, fantaseas, pero no lo haces.

– Hay mucha gente que sí lo hace.

– Bueno, vale, no ha sido una buena comparación. Lo que quiero decir es que la fantasía no se convierte en realidad. No se mezclan las dos cosas.

– ¿De veras? ¿Acaso no es eso un psicópata? Alguien que confunde la fantasía con la realidad.

Ella había insistido, con el pánico que siente alguien al darse cuenta de que ha hablado demasiado, en que había sido sólo una idea de Edwina Klein y en que incluso el grupo escindido se había opuesto a ella. Wexford le había preguntado qué quería decir «armas autorizadas». ¿Estaban los cuchillos incluidos en la categoría? Los cuchillos de verdad no, le había dicho ella, mirándole como pudiera hacerlo un niño, con los ojos redondos, sintiendo temor de algo que no comprende.

– Es una tentación -le dijo a Burden- imaginarse a un grupo de esas chicas de ARRIA agarrando al pobre Williams como las ménades a Orfeo y acabando con él en las playas de Lesbos.

Burden le miró con perplejidad.

– ¿Una cerveza? -preguntó.

– Buena idea. «Ni siquiera Milton con toda su erudición le resulta al hombre tan útil como la malta para explicarse los designios del señor.»

– Tiene usted razón -dijo Burden con tono emocionado.

Volvió con dos latas de cerveza y dos jarras. Pobre, pensó Wexford, ya no puede más. Resultaba curioso que todas estas desgracias le estuvieran sucediendo precisamente a Burden, que era una persona tan normal, tan poco imaginativa, tan noble. Era el prototipo del personaje kafkiano al que, por mucho que se encerrara en casa, se ocultase o disimulara, la vida acababa echándosele encima con todas sus consecuencias. A él, en cambio, apenas le ocurría nada que alterara su tranquilidad personal. ¡Gracias a Dios!

– Sea como sea -dijo-, vamos a tener que trabajar duro para investigar a todas las afiliadas de ARRIA. Recuerda que, según dicen, son quinientas.

– Puede que la joven que acuchilló a Budd no sea la que acuchilló a Wheatley, ni ésta la que mató a Williams, aunque también puede que se trate de la misma.

– Exacto -dijo Wexford-. Pero será mejor que no hablemos de «la que mató a Williams». Una joven no habría sido capaz de meter su cadáver en el coche y luego sacarlo y enterrarlo.

– A mi modo de ver, hay que plantearlo de la siguiente manera. Por una parte tenemos a las feministas radicales de las cuales sabemos, en primer lugar, que han llegado por lo menos a considerar la idea de matar a un hombre y, en segundo lugar, que las normas por las que se rigen les exigen llevar armas. Por otra parte sabemos que Wheatley, con toda certeza, y probablemente Budd, fueron heridos por miembros de ARRIA. Además nos han dicho que Williams, satisfaciendo sus conocidos gustos, se veía con una mujer muy joven. ¿Pertenece esta mujer a ARRIA?

– Digan lo que digan las normas de ARRIA -dijo Wexford-, sabemos que hay afiliadas que se relacionan con el otro sexo. Un ejemplo de ello es que Eve se dedica a entrar en el dormitorio de su novio por la ventana. No ha hecho el supremo sacrificio de renunciar a los hombres. Y si se quiere matar a un hombre, ¿qué mejor manera de hacerlo que en lo que ARRIA probablemente llamaría un constructo libido-emocional, es decir, en una relación amorosa?

Burden apuró su cerveza. En la habitación de al lado Jenny había puesto un disco: Pavana para una infanta difunta de Ravel.

– ¿Quién dijo eso de la malta y Milton?

– Housman. Su vida fue un fracaso por culpa de un amor despechado.

– Caray… ¿Qué significan los cuervos?

– ¿Te refieres a los que aparecen en el logotipo de ARRIA? Son aves rapaces, ¿no? No, no creo que se trate de eso. ¿Porque resultan desagradables al oído…? No tengo ni idea, Mike. En cualquier caso no son animales dóciles y sumisos. El nombre colectivo que se les da es crueldad. [7] La crueldad de los cuervos. Apropiado, ¿no te parece? Al menos en su actitud hacia el otro sexo. En vez de atacarnos con sus picos lo hacen con cuchillos.

– Pero sólo si se les provoca.

– Es cierto. Budd reconoció que intentó propasarse con la chica que le atacó. Quizá se propasara más de lo que dice. Wheatley dice que no se propasó en absoluto, pero no sé si creerle. Les hicieron insinuaciones a las chicas y éstas les acuchillaron. Uno no puede evitar preguntarse qué haría Williams.

Mientras caminaba en dirección a su casa, Wexford pensó en lo que había tenido que hacer como consecuencia de su visita al domicilio de los Freeborn. El sargento Martin y el agente Bennett habían hecho una visita a la casa y aquella mañana Charles Freeborn, el padre de las chicas, había comparecido ante el tribunal de primera instancia de Kingsmarkham acusado de posesión de cannabis y de permitir que se fumara en su domicilio. Bennett, que buscaba la sustancia tal como el gato busca al ratón (o tal como el gato busca la hierba gatera, cabría decir), había comenzado un metódico registro en el enorme y descuidado jardín, empezando por el invernadero y continuando por un camino de losas irregulares que atravesaba un bosquecillo de setos sin podar. Este camino describía una curva que marcaba el contorno del jardín y se extendía entre arriates fantasmales en los que unas alargadas plantas cultivadas erguían sus cabezas por encima de alfombras de correhuelas, saúcos y cardos. La valla situada al pie del jardín tenía una verja que permitía tomar un atajo para llegar a High Street. Bennett se preguntaba si no estaría obsesionándose al imaginarse que el Cannabis sativa, que requiere sol y espacio, podría llegar a crecer también allí, cuando de pronto fue a dar con el único arriate cuidado en los doscientos metros cuadrados de terreno. Estaba a punto de llegar a la casa y tenía los sofocantes y umbrosos árboles tras de sí. En aquel lugar, en medio de la larga hierba, habían abierto un claro de forma rectangular, regado la tierra, quitado los hierbajos y rodeado con ladrillos. Martin había afirmado que las plantas eran tomateras jóvenes, pero Bennett sabía de lo que hablaba. Los rayos infrarrojos son esenciales para el cáñamo indio si se desea que al ser ingerido tenga un efecto alucinógeno, y aquellas plantas los estaban recibiendo a raudales, ya que su arriate era la única parte del jardín que disfrutaba de sol durante todo el día de forma ininterrumpida.

Wexford reflexionó, y no por primera vez, sobre si era ético entrar en la casa de alguien con el fin de hacer una comprobación y mantener una charla, descubrir durante la visita una droga prohibida e inmediatamente tomar medidas para procesar al infractor. Y más aún en ausencia del dueño de casa, por así decirlo. Por supuesto que había hecho lo correcto. ¿Cómo no iba a ser lo correcto? Lo primordial era que él era policía. Aquello debía ser siempre lo primordial, porque de lo contrario sería el caos…

Cuando acabaron las clases a finales de julio, los hombres de Wexford habían investigado y dejado libre de sospecha a la mitad de las afiliadas a ARRIA. Identificarlas era una dificultad, ya que Caroline Peters negaba la existencia de una lista. ¿Por qué iba a ser necesaria una lista si no había suscripción y eran las afiliadas de base quienes informaban de las fechas y los lugares de reunión?

Paulette Harmer, la sobrina de Williams, estudiante de sexto año de secundaria, quedó libre de sospecha. En las noches en que Budd y Wheatley habían sido atacados había salido con su novio, con el que iba a prometerse en Navidad (¿rescindiendo así su afiliación a ARRIA?), y el 15 de abril había estado en casa con sus padres y su tía Joy. Antes de ir a Arnold Road, a casa de su novio, Eve Freeborn había pasado la tarde en casa con sus padres y su hermana. Esta coartada también valía para Amy. Sin embargo, ninguna de las dos había podido demostrar que no tuviera nada que ver con los ataques sufridos por Wheatley y Budd. Tampoco había podido demostrarlo Caroline Peters, quien, sin embargo, había ido a Londres la noche del 15 de abril para asistir a una reunión. Nicky la pelirroja resultó ser Nicola Anerley, no la amiga de Veronica Williams Nicola Tennyson. El 15 de abril había estado en la fiesta de cumpleaños de Helen Blake, que cumplía dieciocho años, a la cual también habían ido doce afiliadas de ARRIA. Wexford pudo descartarlas a todas en lo tocante al asesinato de Williams.

A Jane Gardner la interrogó formalmente. Su edad se ajustaba a la de la descripción, era bonita y animada y además era un miembro activo de ARRIA. Debido a la relación de cordialidad que mantenía con su padre, Wexford pensó que debía ser él, no Bennett o Archbold, quien hablara con ella.

Miles se encontraba en casa, evidentemente a propósito. Estaba indignado y predispuesto a sentirse profundamente ofendido. Él y su esposa se encontraban en la sala (paredes pintadas de amarillo chino Sevenstar, una alfombra negra y porcelana famille jaune), que fue donde la mujer de la limpieza, que se había disfrazado de criada, condujo a Wexford. Le hablaron, pensó el inspector, en el mismo tono de horror que emplean los padres cuando le preguntan al director del instituto por qué se propone expulsar a su hija. Pamela Gardner le llamó «señor Wexford» cuando en el pasado le había llamado «Reg». Como la única manera que tenía de avisar a la señora de la limpieza era gritar, fue ella misma a buscar a Jane.

– Esto es innecesario -dijo Gardner con severidad.

Wexford le respondió que era una cuestión rutinaria y se sintió como un poli de las antiguas novelas policiacas de Cyril Hare.

La joven entró en la habitación sonriendo y tranquila. Wexford tuvo que pedir a los padres que les dejaran a solas. Así lo hicieron, pero a regañadientes. En un principio Pamela Gardner fingió no darse cuenta de qué quería decir. Cuando lo comprendió, mostró incredulidad y al final accedió de mal humor, cogiendo a su marido por el brazo como si los mismísimos cimientos de su hogar se vieran amenazados.

– ¿Has conseguido una plaza en la universidad? -preguntó Wexford a Jane.

– Oh, sí, gracias. Ya nos conocemos, ¿verdad? Nos vimos en la oficina de papá, ¿no? En realidad no pensaba que fuera a conseguirla. Ya me había matriculado en una escuela de secretariado de Londres por si acaso. Mi instituto no tiene un curso de secretariado.

A Wexford le vino a la cabeza el recuerdo de aquella joven cambiándose de ropa a la vista de toda la calle. En «la oficina de papá». Cuando se había girado y había visto que él la estaba mirando, no se había inmutado.

– ¿Conocías a Rodney Williams, Jane?

– Sí. De la oficina. Nos presentó papá. Era un hombre muy simpático, ¿sabe? -Sonrió con expresión evocadora y cierta tristeza-. Podía hacerte sentir como si fueras la única persona con la que merecía la pena hablar.

A Wexford le llamó la atención que por fin una persona dijera algo bueno de Rodney Williams. En cierto modo era una decepción.

– Imagino que sería igual con todas las chicas de mi edad.

¿Era una afiliada entusiasta de ARRIA? ¿Había formado parte del grupo disidente? ¿Solía llevar un arma? ¿Dónde se encontraba cuando Budd y Wheatley habían sido atacados y Williams asesinado? A las dos primeras preguntas respondió sin problemas; a la tercera, en cambio, se mostró indignada, con los ojos abiertos y la mirada de una persona temerosa de la ley. Para el 15 de abril tenía coartada: estaba trabajando de niñera. Para el ataque sufrido por Budd también: estaba visitando a su hermana recién casada. De lo que había hecho la noche en que habían atacado a Wheatley no se acordaba. Apartándose del tema, Wexford la sorprendió con una pregunta al parecer intrascendente:

– ¿Qué institutos tienen cursos de secretariado?

– Haldon Finch y Sewingbury Sixth Form. -Lo miró con seriedad-. A papá le ha disgustado mucho que sospeche de mí.

– No tiene por qué. Esto es algo rutinario.

– Bueno… -De pronto adoptó la actitud de la hija buena, sumisa, dócil y obediente-. Papá y mamá se oponen a que usted me tome las huellas dactilares.

Era de suponer que al decir «usted» se refería a la policía de Mid-Sussex. ¿O acaso pensaba que había venido pertrechado con tampones y chismes variopintos?

La señora de la limpieza, que se había cambiado el delantal por un peto bastante elegante, le acompañó a la puerta. Ni rastro de Miles o Pamela. Donaldson lo llevó a Kingsmarkham y lo dejó delante de su propia casa. Dora, que ya se había arreglado, estaba hablando con Sylvia por teléfono.

Pasó cerca de ella y la besó en la mejilla. Ella le devolvió el beso, movió los labios para hacerle ver que tenía que darse prisa y siguió hablando con Sylvia. Wexford subió al piso de arriba y se puso el que consideraba su mejor traje. Aunque era gris como los demás, era el último que se había comprado y el que mejor aspecto tenía. Cuando se jubilara, no volvería a ponerse un traje, ni siquiera para ir al teatro.

En el tren le habló a Dora de los Gardner y le dijo que tenía la sensación de que no iban a invitarles a más fiestas en su jardín. Ella le preguntó si acaso tenía importancia. Le daba igual. Y a él también debería darle igual. Debería relajarse, sobre todo aquella noche.

– Me gustaría haber leído la obra.

– No has tenido tiempo.

– Siempre puede encontrarse tiempo para lo que uno desea hacer -respondió Wexford.

De hecho ni siquiera conocía el argumento de Los Cenci y de su historia sólo sabía que había estado prohibida en los teatros ingleses largo tiempo. Durante unas vacaciones en Italia él y Dora habían visto el retrato de Beatriz Cenci pintado por Guido Reni que había en la Galleria Nazionale de Roma, aunque él no lo habría asociado con la obra si Sheila no le hubiera dicho que iban a reproducirlo en el programa. Habría sido una buena idea leer la obra. O Beatriz Cenci de Moravia, una novela quizá más entretenida.

En un principio la obra amenazó con no ser entretenida en absoluto. Shelley no era Shakespeare, pensó Wexford aun siendo consciente de que él no era un especialista. Además, al escribir una tragedia de cinco actos en pentámetros yámbicos no rimados, ¿no había demostrado llevar doscientos años pasado de moda? Pero entonces apareció Sheila, que no se parecía nada al retrato pero llevaba un gorrito sobre sus dorados cabellos y un vestido gris y blanco, y Wexford se olvidó de todo, incluso de la obra, a causa del apasionado orgullo que sentía por ella. Su forma de actuar tenía la peculiar virtud, que tanto los críticos como él habían advertido, de dar claridad a los versos oscuros o perifrásticos, de tal suerte que sus entradas en escena siempre parecían arrojar luz sobre lo arcano. Así era como estaba actuando ahora y así fue como continuó. A Wexford le bastaba con atender para entenderlo todo. El argumento y el fin de la obra fueron aclarándose y el estilo de Shelley dejó de ser un anacronismo.

El efecto en Dora no fue tan satisfactorio.

En el entreacto, mientras bebían una copa de vino, le susurró a Wexford:

– Ya veo que no estoy enterándome mucho de lo que sucede. No se trata sólo de que ya no pueden soportar la severidad del anciano, ¿verdad? De lo contrario Sheila no habría irrumpido en escena gritando que tiene los ojos llenos de sangre.

– Su padre la ha violado. -Wexford reparó en lo que acababa de decir y rectificó-: El conde Cenci ha violado a su hija Beatriz.

– Ah, claro. Ya entiendo. Pero no resulta muy claro, ¿no?

– Imagino que Shelley no podía permitirse decirlo de forma expresa. De hecho, debió de ser el tema del incesto lo que provocó la prohibición de la obra.

Mientras esperaban a que levantaran el telón y diera comienzo el cuarto acto, Wexford leyó la nota acerca de los datos históricos en que se basaba la obra, escrita por un eminente historiador para el programa. Beatriz, su madrastra y su hermano habían sido ejecutados por el asesinato del conde Cenci. Lo habían asesinado de verdad. Todo aquello había ocurrido. Guido Reni había pintado el retrato cuando Beatriz estaba en la cárcel. Luego la habían torturado para obligarle a confesar.

Wexford llegó a la conclusión de que aquélla no era la clase de obra que uno desearía volver a ver o leer o de la que querría recordar algún verso. Cuando terminó fueron a los camerinos. Siempre lo hacían. Aunque ahora llevaba vaquero y jersey, Sheila tenía todavía la cara cubierta de una brillante máscara de maquillaje blanco y el pelo recogido en un moño para la ejecución tal como cuando había declamado:

Toma, madre, átame

el cinto… Señor,

estamos preparados.

Bien, está muy bien.

De regreso a casa, Dora se quedó dormida en el tren y Wexford se dedicó a pensar en algo tan prosaico como las máquinas de escribir.

Fue el conserje del instituto Haldon Finch quien, tras ser avisado por teléfono por el Departamento de Educación del Condado, les enseñó el lugar. Wexford ya había estado en el centro años atrás, cuando el núcleo de aquellos edificios aún constituía el viejo instituto del condado. A éste se habían añadido ahora los edificios contiguos (el antiguo dispensario y centro de salud), así como el amplio salón de actos nuevo, el complejo de cristal y baldosa azul donde estaban las aulas, el conservatorio y sala de conciertos, y el polideportivo, con su rotonda de techo dorado sobre el que relucía el sol.

– Me recuerda -dijo Wexford a Burden- a una fotografía que vi una vez del Templo de Oro de Amristar.

Sin embargo el departamento de secretariado no tenía un edificio nuevo que lo alojara, sino que estaba arrinconado en tres aulas situadas en la parte de atrás del último piso del viejo instituto, como si las autoridades educativas hubieran aceptado con escaso entusiasmo las recientes declaraciones de un ministro del gobierno en el sentido de que la taquigrafía y la mecanografía no formaban parte de la educación y no deberían ser enseñadas en los institutos. Wexford subió detrás de Burden y el conserje por una notable (y notablemente estropeada) escalera de mármol estilo art déco y les siguió por un amplio pasillo abovedado. El conserje abrió la doble puerta del departamento de secretariado, también de estilo art déco: el cristal esmerilado estaba adornado por unas hojas y parábolas de hierro forjado color verde. El antiguo instituto había sido construido en 1930 y daba la impresión de que sus aulas interiores sólo habían recibido una mano de pintura desde entonces. Tenían aspecto de abandono, pintadas en los típicos tonos verde y crema, y desde ellas podían verse los tejados y un pozo de ladrillo lleno de cubos de basura.

Las máquinas de escribir se encontraban en el aula del fondo. Wexford se preguntó qué esperaba. ¿Lo último en procesadores de texto? Evidentemente allí los recursos del país se invertían en ciencia y deportes. Además cabía suponer que ARRIA no animaría a sus miembros a prepararse para un trabajo de oficina. Entre las máquinas de escribir no había ni una eléctrica, y algunas de ellas tenían aspecto de ser más viejas que el propio edificio. Burden anduvo entre las mesas con un papel en la mano en el que probablemente llevaba escritos los defectos de la máquina de escribir que estaban buscando. Como si pudieran olvidársele… Sendas muescas en el vértice de la A mayúscula y en la parte superior de la t y un borrón en la cabeza de la coma.

Cuando vio la primera de las Remington 315 sintió una chispa de ilusión.

– ¿Sabes escribir a máquina?

– Lo bastante como para probarlas -contestó Burden.

Wexford se quedó impresionado al ver que ponía manos a la obra y utilizaba todos los dedos.

La A, la t y la coma de la primera estaban perfectamente. Burden metió la hoja de papel en el carro de la segunda. La A dejaba que desear, aunque lo mismo cabía decir de la B, la D y muchas otras. Las minúsculas y la coma no parecían tener ninguna imperfección. Burden probó la tercera máquina mientras el conserje le miraba con el respeto y la fascinación de alguien que espera que el papel de tornasol no se vuelva rojo sino de todos los colores del espectro. Esta máquina, sin embargo, no parecía defectuosa. De hecho su copia era la mejor hasta el momento. Sólo quedaba una más. Burden metió la hoja y esta vez escribió «Ante ti tres mil Años son como una noche transcurrida» en lugar de «Ayuda es lo que tienen que dar Ahora todos los hombres buenos al grupo». Si hubiera sido freudiano, pensó Wexford, le habría gustado saber por qué. Quizá lo había hecho con el propósito de impresionar al conserje. De todos modos, aquélla no era la máquina con que se había escrito la carta de dimisión de Rodney Williams.

– Ya está.

– Muéstrales mis cuatro muestras a los expertos. Quizá estemos equivocados.

– No estamos equivocados. ¿Son éstas todas las máquinas de escribir que hay en el instituto?

– Faltan las que se han llevado a mantenimiento.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Wexford.

– Siempre se llevan alguna antes del verano. Nunca están todas. Las traen y se las llevan, de forma rotativa, por así decirlo.

– ¿Sabes cuántas se han llevado y adónde?

El conserje no lo sabía, pero pensaba que no serían más de cinco. Nunca había oído hablar de ninguna empresa que se encargara del mantenimiento de máquinas de escribir ni había visto a ninguna que fuera a recogerlas.

– Menos mal que la que buscamos es una máquina portátil de las antiguas, no una de esas modernas que vienen con una esfera o margarita.

– ¿Con una qué?

– Con unos tipos desmontables que nuestro hombre habría podido simplemente sacar y tirar a la basura.

Tal vez las clases hubieran acabado, pero los estudiantes no habían dejado de hacer deporte. Media docena de jóvenes ataviados con pantalones cortos y camisetas estaban dando vueltas al campo más grande y en las pistas de tenis se estaba disputando un partido de dobles y uno de individuales. Aunque las sillas de los árbitros estaban vacías, Caroline Peters se encontraba allí haciendo de entrenadora. Cuando echaron a andar hacia la valla de alambre, Wexford se dio cuenta de que lo que había considerado un partido de individuales en realidad era un encuentro entre profesora y alumna. Ésta era Veronica Williams.

Las cuatro jugadoras de dobles eran Eve y Amy Freeborn, Helen Blake y otra joven a la que no conocía. Así que en aquella parte de Sussex había jóvenes de diecisiete y dieciocho años que no conocía… Empezaba a pensar que las conocía a todas de vista y por lo general también por su nombre. Él y Burden se aproximaron a la valla y se quedaron mirando tal como en la anterior ocasión. Caroline Peters les lanzó una mirada de irritación pero no se acercó a ellos. Ahora sabía quiénes eran.

Desde el primer momento se hizo evidente que Veronica era muy superior a las demás jugadoras pese a ser dos años menor que ellas. Era la mejor jugadora de tenis que Wexford había visto en una pista de la zona. Esta vez la discrepancia entre lo que veía en la televisión y lo que veía en su barrio no parecía tan grande. Veronica era una jugadora enérgica, ágil y rápida, que poseía un revés fuerte y certero y un mate poderoso. Cuando Caroline Peters le hacía sacar, su servicio era tan potente como el de Eve, pero las pelotas caían dentro del campo contrario.

Las jugadoras de dobles cambiaron de lado. Eve miró a Wexford y luego apartó la vista aparatosamente. Por lealtad al padre que él había acusado de posesión de cannabis, supuso. Había tenido que soportar muchas reacciones de aquel tipo últimamente. Eran los gajes del oficio, sin duda. Veronica devolvió un globo de Caroline Peters con un drive cruzado. La profesora corrió por la pelota pero no pudo alcanzarla. Era un misterio, pensó Wexford, de dónde podía sacar una persona aquella clase de talento. Resultaba difícil imaginarse a la melindrosa Wendy haciendo deporte o incluso andando una distancia superior a un kilómetro. Rodney Williams, por su parte, había dejado de estar en forma hacía años. ¿Harían algún deporte los demás miembros de la familia Williams? Sara tenía una raqueta de tenis en la pared de su dormitorio, recordó. Claro, la respuesta más probable era que cualquier joven sana aficionada al tenis podía llegar al nivel de Veronica Williams si recibía el entrenamiento adecuado. Ya tenía dieciséis años: demasiado tarde para que comenzara a competir en torneos más importantes que los interescolares.

La joven cuya cara no le sonaba hizo doble falta. Si cometía una más, perderían el set. La cometió y arrojó la raqueta al suelo con una reacción de mal humor que no habría tenido de no haber visto Wimbledon en la televisión. Wexford y Burden regresaron al coche.

– ¿Sabemos algo de las huellas dactilares encontradas en el coche de Williams? -preguntó Burden.

– Tomaron unas sesenta huellas pertenecientes a nueve personas -respondió Wexford-. La mayor parte las dejó un hombre, y en el laboratorio han llegado prácticamente a la conclusión de que ese hombre es Williams.

– No creo que sus dedos estuvieran en buenas condiciones después de estar nueve días bajo tierra.

– Exacto. Lo que han hecho ha sido comparar las del coche con las de su dormitorio, mejor dicho, dormitorios. Las otras huellas pertenecen a dos hombres desconocidos que podrían ser los que desmontaron a Greta, a Joy, a Wendy, a Sara, a Veronica y a dos mujeres o jóvenes que tanto podrían ser amigas de sus esposas e hijas como no serlo. El volante estaba limpio.

– Es lo que cabía esperar -comentó Burden.

A Nicola Tennyson, la amiga de Veronica, le encantó que le tomaran las huellas dactilares. No fue gran cosa lo que logró recordar del 15 de abril. Estaba segura de que a última hora de la tarde había estado cuidando de su hermano y también de que Veronica había ido a visitarla, pero no se acordaba de la hora. Veronica y ella iban a menudo la una a la casa de la otra, dijo.

Uno de los dos grupos de huellas dactilares no identificadas aparecidos en Greta resultó ser de ella.


  1. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Tal como se explica en la narración, unkindness designa a un conjunto de cuervos, es decir, a una bandada. La palabra significa además descortesía, falta de amabilidad e incluso crueldad. (N. del T.)