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13

Wheatley decía que la mujer que le había apuñalado era más alta de lo normal. Budd decía que como sólo la había visto sentada no podía precisar su estatura. Esto no era del todo cierto. La había visto salir huyendo con la bolsa al hombro. La bolsa era lo único que recordaba bien, aparte del detalle de que tenía el pelo rubio. La joven que había atacado a Wheatley tenía el pelo «castaño o tirando a rubio» y unos dieciocho o diecinueve años. Budd pensaba que su atacante tenía veinte, o veinticinco, o cualquier edad entre dieciocho y treinta.

En ambos casos las heridas habían sido causadas con una navaja grande. Aunque no tenía que tratarse necesariamente de la misma navaja, ni de la misma mujer. Wexford se preguntaba qué había en aquella bolsa. No creía que Budd se lo hubiera inventado. Budd no estaba dotado de la imaginación suficiente para hacer algo así. La bolsa existía sin dudas; una bolsa de basura de plástico negro. ¿Qué llevaría aquella mujer en ella? ¿Y por qué?

Aquella noche había llovido a raudales. Y aquellas bolsas eran muy útiles para evitar que se mojen las cosas. ¿Qué cosas habría evitado que se mojaran? Aquella parada de autobús era la más cercana que había al lugar donde había aparecido el cadáver de Rodney Williams. Pero éste ya llevaba seis semanas muerto cuando Budd había sufrido el ataque. Wendy Williams no era especialmente alta, pero era rubia y aparentaba menos edad de la que tenía. A Budd podía haberle parecido de veintipocos años.

Había empezado a disfrutar de una quincena de sus vacaciones anuales. Wexford se dijo que podría pasar la mayor parte de ellas en la comisaría de Kingsmarkham. Fue con el coche a recogerla.

Veronica se encontraba en el salón de color de frambuesa, sentada a la mesa de la superficie de cristal, hojeando un Vogue. Wexford pensó que parecía una adolescente en una película francesa de los años sesenta. No había visto muchas películas francesas de los sesenta, pero no podía evitar que se lo pareciera viendo su aspecto de muñequita, su pelo estilo paje, impecablemente cortado y recién lavado; su ropa (el vestido de tirantes amarillo pálido, la blusa blanca almidonada, la cinta azul con nudo de lazada, los calcetines blancos a la altura del tobillo, las sandalias azul cielo) que le hacía parecer más joven, la expresión de su cara, que era inocencia en un noventa y nueve por ciento y astucia en un uno por ciento.

– El otro día te vi jugando a tenis.

– Sí, yo también le vi a usted.

¿Por qué le había mirado de repente con cautela? ¿Por qué la expresión de ingenuidad había quedado ensombrecida por la inquietud?

– Juegas muy bien.

Eso ya lo sabía, no hacía falta que se lo dijeran. Le dirigió una sonrisa de cortesía y volvió al Vogue. Wendy Williams bajó por la escalera de caracol con paso lento, ofreciéndole la posibilidad de lanzar una mirada de voyeur a aquellas piernas bien torneadas enfundadas en unas finísimas medias que se perdían bajo el borde apenas visible de un encaje color crema. Wexford no estaba mirando, pero con el rabillo del ojo vio que se bajaba la falda como si hubiera estado haciéndolo.

Se había arreglado. Ahora las mujeres no se molestaban en arreglarse salvo para las ocasiones especiales o cuando iban a pasárselo bien. Era algo general, no sólo la manera que se tenía de ver las cosas en ARRIA. Él, por ejemplo, no se cambiaba el vaquero y la camisa que llevaba en casa para ir a la comisaría. Pero se trataba de algo a lo que Wendy Williams todavía no había llegado y quizá nunca llegaría. Probablemente ni siquiera tenía un vaquero. Y Veronica acabaría llevando ropa de diseño y comprando marcas como Vidal Sassoon o Gloria Vanderbilt. Wendy se había puesto un bonito vestido de algodón, uno de esos que hay que planchar mucho, un ancho cinturón de charol para demostrar que aún tenía la cintura de una adolescente y unos zapatos rojos de tacón que debían de apretarle.

El coche se llenó con su perfume. White Linen de Estée Lauder, pensó Wexford, a quien se le daba bien reconocer olores. Había decidido llevarla a su despacho, no a una sala de interrogatorio.

– No me ha contado mucho sobre la amiga que tenía su marido, señora Williams -dijo cuando llegaron.

– Le he contado todo lo que sé. Le he dicho que era una chica muy joven. Es todo lo que sé.

– Me parece que no. Seguro que recuerda algo más si hace memoria.

Una expresión de sigilo ensombrecía su rostro. ¿Por qué? ¿Por qué no quería revelarle la identidad de aquella joven?

– ¡Ojalá no le hubiera hablado de ella! -Estaba exasperada. Su tono era el que utiliza una madre al dirigirse a un hijo que le pide insistentemente un regalo que ella le ha prometido.

– Usted me dijo que había recibido una carta anónima.

Titubeó. Abrió la boca para darle una explicación, pero él le interrumpió.

– Pero no se la quedó. La quemó.

– ¿Cómo lo sabe?

– Señora Williams, voy a decirle lo que sé. En primer lugar, la gente sólo quema cartas anónimas en las novelas. En la vida real es posible que sientan cierto desagrado al leerlas o las aparten en señal de asco, pero no las queman. Entre otras razones porque la mayoría de la gente no tiene chimenea en casa. ¿Dónde quemaría usted algo?

No respondió. Su gesto de mal humor y fastidio la hacía parecer casi fea.

– Las personas que reciben cartas anónimas a veces prefieren no leerlas. Suelen guardarlas en un cajón por si acaso nosotros queremos verlas. O las tiran a la basura. Usted ha leído en alguna parte que lo que se suele hacer con una carta anónima es quemarla, ¿no es así? En una novela policiaca probablemente. Pero la verdad es que usted no ha recibido ninguna carta anónima.

– De acuerdo, no he recibido ninguna.

– ¿No le ha dicho nadie nunca que no hay que mentir a la policía?

No lo dijo con severidad. Su tono era casi de chanza. Pero eran las burlas, aun las suaves como aquélla, lo que ella no podía soportar. Enrojeció y apretó los labios testarudamente.

– No he dicho ninguna mentira. Había una chica. -Wendy quizá comprendió que él no iba a volver a hablar por un rato-. Era un perverso con las jóvenes. Para él no había nada más, y eso es lo que estropeó mi vida. -Levantó la voz, con un tono nervioso y lastimero-. Yo pensaba que estaba enamorado de mí cuando nos conocimos. Pensaba que me quería pero ahora sé que sólo le gustaba porque era joven. Y cuando me quedé embarazada de Veronica tuvo que casarse conmigo. Casarse… Es fácil casarse, ¿no? Uno puede hacerlo cuantas veces quiera. Jamás he disfrutado de la vida, ni de mi juventud. ¿Quiere saber una cosa? Tengo treinta y dos años y nunca me ha invitado un hombre a cenar en un restaurante decente. Nunca he viajado al extranjero. Nunca he tenido ropa aparte de la que me compro en Jickie a precio rebajado. ¡Ni siquiera tuve anillo de compromiso!

Wexford le preguntó cómo se había enterado de la existencia de la chica, pero en ese instante Marion entró con una bandeja con café, tres sándwiches de queso de aspecto poco apetitoso y tres pastas de crema. Wendy miró los sándwiches e hizo un gesto de negación con aire tembloroso y delicado.

Wexford volvió a hacerle la pregunta.

– Me lo confesó Rodney.

– ¿Así, por las buenas? ¿Usted no sospechaba nada y aun así él le confesó que estaba viéndose con una joven?

– Ya se lo he dicho.

– ¿Por qué se lo confesó? ¿Porque tenía intención de dejarla por ella tal como usted pensó luego?

Ella rió de la misma manera que ríe alguien que sabe un secreto que uno nunca podrá adivinar. Él insistió y ella puso cara de exasperación y repitió que ya se lo había dicho. No comió nada. Wexford tomó un sándwich y dejó el resto a Marion, que tenía buen apetito. Probablemente luego, pensó, Wendy Williams diría que le habían retenido varias horas en la comisaría y no le habían dado nada de comer.

Una vez más le preguntó acerca del 15 de abril a última hora de la tarde. ¿A qué hora había salido de Jickie para regresar a Pomfret? Martin, Bennett y Archbold habían interrogado a todo el personal de Jickie. No se acordaban. ¿Por qué habrían de acordarse dé aquella tarde en concreto? Una de las jóvenes que trabajaba en la caja de la sección de moda había dicho que si la señora Williams no había salido del edificio antes de las nueve, entonces se había retrasado mucho. Los jueves solía irse a las ocho y alguna vez incluso se había ido a las siete y media.

Wendy insistía en que había salido a las nueve. Como seguía en sus trece, Wexford decidió dejarlo. A continuación le dijo que tenía algo que preguntarle. Dado que su marido la dejaba sola constantemente y que durante dos meses ella había creído que la había abandonado, ¿no había trabado amistad con algún otro hombre?

– Para usted sería algo normal y natural. Es todavía una mujer muy joven. Y antes ha dicho que tenía la impresión de que le habían impedido disfrutar de la vida y de la juventud.

– ¿Está sugiriendo que yo mantenía una relación con otro hombre?

– Sería comprensible.

– Pues me parece algo repugnante, verdaderamente inmoral. Tengo que pensar en mi hija, ¿no? Tengo que darle ejemplo. El que Rodney se comportara de una manera tan despreciable no es motivo para que yo le imitase. Permita que le diga una cosa: siempre he sido fiel. Jamás he mirado a otro hombre, ni se me ha pasado por la cabeza.

Empezaba a conocerla y sus protestas ya no le sorprendían. No dijo nada más al respecto, pero se quedó pensando en ello. Ya había caído la tarde y Burden estaría poniendo en marcha el plan que habían concebido. Podía fracasar, por supuesto, y en caso de que funcionara, ¿qué revelaría o probaría? Ni siquiera sabía si esperaba que funcionase.

Entretanto le preguntó acerca de su vida, sus sentimientos, sus reacciones. Todavía no había dicho nada sobre la otra familia Williams. Estaba dispuesta a admitir que Rodney Williams había sido bígamo, pero cerraba los ojos a la existencia de su primera o verdadera esposa. Habría cabido esperar que la curiosidad pudiera con ella. ¿Se sentiría por encima de semejantes flaquezas humanas? Era una explicación posible.

– La señora Joy Williams -dijo Wexford adrede- tiene un hijo y una hija. Su hija y Veronica son muy parecidas. ¿Siente algo hacia estas personas? -Era consciente de que parecía un psicoterapeuta, aunque cualquier policía que practicara interrogatorios lo era en cierto modo. Aun así hizo una pequeña rectificación-: ¿No tiene interés en saber algo sobre ellas?

– No. -Se sonrojó una vez más. Tenía expresión de terquedad-. ¿Por qué habría de tenerlo? No significan nada para mí. Y Rodney no pudo quererles mucho.

– ¿Por qué dice eso?

Ella hizo un pequeño gesto con las manos para indicar que la respuesta era obvia. Wexford dijo que ya era suficiente por aquel día y que iba a llamar a un coche para que la llevaran a casa. Bajaron en el ascensor en el momento preciso, ya que cuando se abrieron las puertas Burden estaba avanzando por el suelo de baldosas blancas y negras con Joy Williams a su lado. Cuando las dos mujeres se cruzaron, Joy miró fijamente a Wendy y ésta contempló la pared que tenía delante como si fuera la muestra más fascinante de decoración de interiores desde las pinturas rupestres de Trois Frères.

Ofrecían un contraste grotesco y lastimoso, un contraste demasiado acusado como para ser real. Eran como los dibujos de un anuncio antiguo: la esposa que no utiliza crema facial, ni cera para el suelo, ni desodorante, ni pastillas de caldo concentrado, y la que sí lo hace. Joy llevaba una chaqueta de punto encima de un vestido de algodón con la mitad del dobladillo descosido. Todos sus zapatos tenían la peculiaridad de parecer zapatillas aunque no lo fueran. Wendy se tambaleó un poco sobre sus tacones, estiró el cuello y puso una expresión encantadora. Wexford olió una vaharada de White Linen procedente de ella; quizá estaba sudando. La ironía era que las dos mujeres habían sido rechazadas.

Burden y Joy entraron en el ascensor. Las puertas se cerraron.

– ¿Sabe quién es esa mujer?

– ¿Qué mujer? -preguntó Wendy.

– No estoy hablando de la agente Bayliss, sino de la mujer que acaba de entrar en el ascensor con el inspector Burden.

Ella enarcó las cejas y se encogió de hombros.

– Era la señora Joy Williams.

– ¿La esposa de Rodney?

– Sí -dijo Wexford.

– Aparentaba tener unos sesenta años.

Arriba Burden estaba preguntándole a Joy sobre la llamada de teléfono y la carta de dimisión. ¿Por qué había salido el 15 de abril a última hora de la tarde en lugar de quedarse en casa esperando a que llamara su hijo?

– No puedo estar siempre pendiente de él -respondió con amargura-. A él le da exactamente igual que yo esté esperando o no. Es idéntico a su padre: indiferente. Yo lo he hecho todo por él, he venerado el suelo que pisaba. Más me valdría no haberme molestado. ¿Sabe dónde está ahora? En Cornualles, de vacaciones. Así demuestra lo que le importa que su madre haya enviudado.

Tal vez fuera verdad. Tal vez se había dado cuenta por fin de lo que se consigue malcriando a un hijo. Habrían tenido una pelea, pensó Burden, un día antes de que Kevin volviera a la universidad. Podía imaginarse las cosas que se habrían dicho: «De acuerdo, ya verás la próxima vez que necesites algo», «Llama, llama, jovencito, pero no esperes encontrarme en casa». Sin embargo, nada hacía pensar que la adoración de la madre hubiera disminuido desde entonces.

– ¿Sabe usted quién era la mujer que iba con el inspector jefe Wexford?

– Puedo imaginármelo. -Soltó de nuevo una de sus estridentes risotadas-. Una fulana de medio pelo. No le alabo el gusto a Rodney.

Burden le preguntó si Sara tenía novio. Sorprendentemente, respondió que no lo sabía. Saltaba a la vista que le daba igual. Cuando se mencionaba el nombre de su hija, el odio ensombrecía su mirada.

– Después de todo lo que he hecho por ella -dijo Joy como si la conversación girara en torno a los sacrificios hechos por Sara y a la ingratitud de la joven.

Burden pidió que la llevaran a casa. Se sentía como delante de un muro.

Carol Milvey no estaba afiliada a ARRIA pero tenía dieciocho años y vivía a dos puertas de Joy Williams. Había sido su padre, el jefe de Mid-Sussex Waterways, quien había encontrado el bolso de viaje de Rodney Williams en Green Pond, una coincidencia que todavía no había sido explicada. El sargento Martin fue a verla. La entrevista fue corta, ya que el 15 de abril Carol Milvey había estado en cama aquejada de amigdalitis y había faltado dos días al instituto.

Diez afiliadas más de ARRIA habían quedado libres de sospecha, tanto en relación al 15 de abril como en relación a la noche en que Brian Wheatley había sido acuchillado en la mano. Había llegado agosto y la gente empezaba a irse de vacaciones, las afiliadas de ARRIA incluidas. La familia Anerley y su hija pelirroja, Nicola, se habían ido a Francia al acabar el curso académico y no se esperaba que volvieran hasta el 12 de agosto, fecha en que estaba previsto que Materiales de Oficina Pomfret S. A. volviera a abrir después de dos semanas de vacaciones, una versión meridional de las wakes weeks [8] del norte del país, indicó Wexford. Si las máquinas de escribir que faltaban en Haldon Finch las reparaban en el vecindario, Materiales de Oficina Pomfret tenía que ser el establecimiento que se ocupaba de ello.

El departamento de secretariado del Sewingbury Sixth Form ya había sido investigado. Tenían varios microordenadores ACT Apricot y cuatro procesadores de textos especializados, además de cuatro modernísimas máquinas de escribir Brother. La única máquina de escribir que había en el edificio de la Kingsmarkham High School estaba en el despacho de la secretaria.

Kevin Williams regresó de Cornualles y volvió a irse junto con seis compañeros de acampada a las islas del Canal. Los Harmer y el novio de Paulette fueron a pasar una semana al norte de Gales, dejando a cargo de la tienda y el laboratorio a un farmacéutico indio y su esposa, que tenían un buen currículo pero se encontraban en paro. Sara no fue a ninguna parte. Se quedó en casa, esperando los resultados de los exámenes del bachillerato superior, que se harían públicos la segunda o tercera semana del mes, después de las notas de la universidad y antes de las del bachillerato elemental.

– No puedo evitar preguntarme si todavía existirá el bachillerato superior cuando nuestra hija crezca -comentó Burden. Últimamente hablaba con cautela y torpeza acerca de la niña que esperaba, pero como si su nacimiento fuera una certeza y su futuro estuviera más o menos asegurado-. Para cuando quiera ir a la universidad ya seré un anciano. Bueno, habré cumplido los sesenta. Estaré jubilado. ¿Te acuerdas de cuando tenías que cumplimentar todos esos papeles para solicitar una beca y pedirle a tu jefe que avalara tus ingresos? Aunque supongo que para entonces ya lo harán todo por ordenador. Utilizarán un Apricot del siglo xxi o algo así.

– O un Apple -dijo Wexford-. ¿Por qué los fabricantes de ordenadores pondrán a sus productos nombres de frutas? Seguro que esto tiene alguna explicación de tipo freudiano. -Burden puso expresión ausente-. A propósito de explicaciones sorprendentes -se apresuró a añadir Wexford-, ¿te has dado cuenta de que hay un aspecto de este caso al que no hemos prestado atención? El móvil. Apenas se ha hecho mención de él.

Burden le miró como si fuera a decir que la policía no tenía por qué preocuparse de los móviles y que los autores de los crímenes con frecuencia declaraban tener móviles increíbles o poco convincentes. Sin embargo, preguntó con tono vacilante:

– ¿No habíamos concluido que a Williams lo mató alguien en lo que ARRIA denominaría defensa propia?

– Pero hay una dificultad: si asumimos, tal como estamos haciendo, que la mujer o joven que hizo la llamada y escribió la carta de dimisión es la misma con la que Williams estaba viéndose, ¿qué necesidad tenía de defenderse contra él? Budd y Wheatley fueron atacados porque se insinuaron sexualmente. Sin embargo, si esta chica salía con él, es de suponer que aceptaba sus insinuaciones.

Con el tono remilgado que le caracterizaba, Burden respondió:

– Eso depende de la naturaleza de las insinuaciones.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que eran de tipo sádico o que él quería ponerse su camisón? No hay indicios de que Williams tuviera ese tipo de caprichos. ¿Además no estás olvidando algo? Da la impresión de que el asesinato fue premeditado. A Williams se le administró un somnífero antes de que le acuchillaran. Me resulta difícil admitir la hipótesis de que un día Williams sugiriera a su chica que tuviesen relaciones sexuales de una manera nueva y atrevida y ella sustituyera sus pastillas para la tensión por un sedante y le apuñalara ocho veces con un cuchillo de cocina mientras dormía.

– ¿Entonces qué móvil sugieres?

– Ninguno. No creo que su amiga le matara para deshacerse de él, ya que todo lo que tenía que hacer era decirle que se largara, que volviera con su esposa o, mejor dicho, con sus esposas. Además, aunque habría podido matarlo sola, habría sido incapaz de deshacerse del cuerpo sin ayuda de alguien. ¿Una joven con un marido o un novio celoso? Las afiliadas de ARRIA no tienen maridos. Y en teoría no pueden comprometerse con los hombres al extremo de que pueda darse un triángulo de celos. De todos modos, ¿pertenece esta joven a ARRIA? ¿Existe realmente?

– Si uno pudiera leer el libro del destino… -dijo Burden sin darse cuenta de que aquella frase era una cita y de que había dejado de pensar en el caso Williams.

– Si se pudiera ver -dijo Wexford-, el joven más feliz, al contemplar su desarrollo, cerraría el libro, se sentaría y moriría…

Fue a casa a recoger a Dora y juntos fueron al teatro Olivier a ver a Sheila en El pequeño Eyolf.


  1. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Fiestas patronales que se celebran en el norte de Inglaterra, actualmente de escaso o nulo significado religioso. (N. del T.)