173958.fb2 La Crueldad De Los Cuervos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Materiales de Oficina Pomfret S. A. abrió las puertas al público a las nueve y media de la mañana del 12 de agosto. El local consistía en una habitación en la que se atendía a los clientes y un gran almacén en la parte trasera. Al frente del negocio estaban dos hombres apellidados Ovington, Ovington padre y Ovington hijo. Edgar Ovington, el padre, admitió que su empresa se encargaba del mantenimiento de las máquinas de escribir del instituto Haldon Finch. Solían ocuparse de ellas durante las vacaciones de verano. Su hijo las había recogido un día antes de que acabaran las clases, el 26 de julio.

Wexford y Burden le siguieron hasta el almacén. Estaba lleno de máquinas de escribir, manuales, eléctricas y electrónicas. Estaban colocadas en largas filas sobre estantes de listones, todas marcadas con etiquetas de equipaje de las que se atan. Ovington señaló las de Haldon Finch: tres de ellas estaban en el estante de arriba y las otras dos en el de abajo. En las etiquetas ponía: «H. Finch.» Eran tres Remington 315 portátiles y dos Adler Gabrielle 5000. Burden le explicó a Ovington el motivo por el que estaban buscando una máquina en particular y qué distinguía a la máquina. Luego le pidió una hoja de papel. Ovington abrió un paquete de folios para cartas y sacó dos.

Sendas muescas en el vértice de la A y en la parte superior de la í y un borrón en la cabeza de la coma. Burden metió el folio en el carro de la primera máquina y escribió unos versos de «Oh, Dios, nuestra ayuda en épocas pasadas», el único himno que se sabía de memoria. No había ningún defecto. Y tampoco en la segunda máquina.

– ¿No les habrá puesto tipos nuevos? -preguntó Wexford.

– Ni siquiera las he tocado todavía -respondió Ovington.

Burden probó la tercera máquina. Estaba en perfecto estado. Las letras salían mejor que con las otras y a simple vista lo único a reparar eran dos teclas que tendían a atascarse.

– ¿Éstas son todas las máquinas del instituto Haldon Finch?

– Exacto. Lo etiqueto todo en cuanto me llega, por precaución.

– Comprendo. ¿Entonces no hay ninguna posibilidad de que una de estas máquinas haya ido a parar accidentalmente a manos de un cliente particular?

– Si en la etiqueta pone Haldon Finch, una máquina no puede ir a parar a manos de un cliente particular, ¿no le parece? -replicó Ovington.

Era un hombre adusto, irritable y suspicaz, siempre alerta por si alguien pudiera hacer alguna crítica injustificada a su habilidad o eficiencia. Cuando Burden le preguntó si podía probar las Remington 315 que pudiera haber entre las aproximadamente doscientas máquinas de escribir que tenía en el almacén, Ovington empezó a protestar. Su hijo James Ovington llegó al almacén en ese momento sonriente y con ganas de agradar. Era alto y corpulento, tan calvo como un huevo, y enseñaba toda la dentadura al sonreír.

– Ustedes dirán. Estoy a su disposición. -Sus grandes dientes blancos resplandecían cada vez que estiraba los labios-. ¿Quieren que les haga una muestra de la letra de todas las máquinas de escribir que tenemos? -Lo decía en serio. No estaba siendo sarcástico.

– Podemos hacerlo nosotros -respondió Burden-. Además, sólo nos interesan las 315.

En los estantes había dos más aparte de las tres que ya habían probado. «Basta sólo con tu brazo -escribió-. Asegurada está nuestra protección.» Ésta no tenía ningún desperfecto. «Las Atareadas tribus de la carne y la sangre, con todo su temor y su preocupación. Abajo las lleva la inundación, y se pierden en los Años que quedan por delante.» Ni un defecto.

– Gracias por su ayuda -dijo Wexford.

James Ovington dijo que había sido un placer y les dedicó tal sonrisa que sus dientes amenazaron con caérsele. Su padre frunció el entrecejo.

– Seguro que está en alguna acequia o en una laguna -dijo Burden.

– En cualquier sitio menos en Green Pond. Si no Milvey la habría encontrado. -Wexford volvió a recordar aquella inexplicada coincidencia. El vínculo que había entre Milvey y Rodney Williams no era Carol Milvey, ya que ésta había estado enferma de amigdalitis la noche en que Williams había muerto. ¿Entonces cuál era? Alguno tenía que haber. Wexford se negaba a creer que fuera una mera casualidad que Milvey hubiese descubierto el bolso de viaje de su vecino en Green Pond.

La coincidencia ya resultó algo extraordinario que escapaba a cualquier explicación racional cuando al día siguiente Milvey le llamó y le dijo que había encontrado, no una máquina de escribir, sino un gran cuchillo de cocina en una pequeña laguna decorativa de la finca Green Pond Hall.

Las tres lagunas del antiguo jardín acuático, que ahora se encontraba en estado silvestre, habían quedado obstruidas por la tierra y la fina arena que arrastraban las corrientes. Los hombres de Wexford habían limpiado las lagunas durante las batidas llevadas a cabo en la finca, pero en el tiempo transcurrido desde entonces los sedimentos habían vuelto a obstruirlas. El futuro criador de truchas había vuelto a llamar a Mid-Sussex Waterways para tratar de hallar una solución al problema del estancamiento del agua.

¿Habían dejado el cuchillo allí después de la batida de la policía? ¿O lo había arrastrado el agua desde algún lugar situado corriente arriba? Era un cuchillo con una hoja de quince centímetros y un mango de plástico color marfil. La punta estaba afilada y tenía un aspecto intimidador. Aunque en los agujeros de los remaches había restos de barro gris, no había rastros de óxido en ninguna parte. Wexford mandó que lo enviaran al laboratorio forense de Stowerton. El vínculo Milvey seguía siendo un misterio para él. Lo tenía delante, al otro lado del escritorio, y no tenía ni idea de qué podía preguntarle. Le pasó por la cabeza la descabellada idea de que Joy Williams y Milvey hubieran sido amantes. Pero se trataba, en efecto, de una idea descabellada: el gordo y aburrido Milvey y Joy la desaliñada. No, imposible. Además, si Milvey estaba involucrado en la muerte de Williams, ¿qué motivo tenía para entregar el arma?

Al final tuvo que decir:

– ¿Se hace cargo, señor Milvey, de que tanto esta situación como su posición en ella resultan muy desconcertantes? El hombre que vive a dos puertas de la suya es asesinado y usted encuentra el bolso que llevaba cuando desapareció y luego el cuchillo que con toda probabilidad se utilizó para asesinarlo.

– Alguien tenía que encontrarlos -dijo Milvey, que no pareció comprender la insinuación del inspector.

– La población de Kingsmarkham ronda las ochenta mil almas.

Milvey le miró con expresión de tozuda estupidez y al final escupió:

– La próxima vez que encuentre algo que me parezca útil para la policía mantendré la boca cerrada.

Mientras el laboratorio forense comparaba las medidas del cuchillo con las de las heridas de Williams, Bennett Archbold y el sargento Martin hicieron pesquisas para averiguar su procedencia y confeccionaron una lista de 39 tiendas y almacenes de la zona en los que se vendían cuchillos de aquel tipo. Sin embargo, el único comercio en el que tenían aquella marca de cuchillos de carnicero en concreto era Jickie.

– Wendy Williams trabaja en esos almacenes -dijo Wexford-, pero también es verdad que todo el mundo va de compras allí. Martin va a preguntar en la ferretería si recuerdan que alguien haya comprado un cuchillo de carnicero recientemente. Imagínate lo que podemos sacar en limpio con eso. Además, llevan cinco años vendiendo esa marca. No hay razón para creer que el cuchillo fuera comprado expresamente para matar a Williams. De hecho, lo más probable es que no lo fuera.

– Sí, todavía no hemos pasado de la primera base -comentó Burden.

– No seas pesimista. Vente a pasar la tarde entre máquinas de escribir. Tengo una corazonada y quiero saber si es fundada.

Ovington padre estaba solo. Al principio trató de zafarse con el pretexto de que tenía mucho trabajo. Wexford le hizo saber amablemente que aquello podría interpretarse como obstrucción a la autoridad en el curso de sus investigaciones. Refunfuñando entre dientes, Ovington les llevó una vez más al almacén detrás de la tienda.

Andando entre los estantes, Wexford examinó las etiquetas que tenían las máquinas.

– ¿Emplea usted siempre este método de etiquetado?

– ¿Qué tiene de malo?

– No he dicho que tenga nada de malo. Me parece poco claro, eso es todo. Por ejemplo, ¿qué significa «P y L»? -Señaló las etiquetas de dos Smith Corona SX 440.

– Porter y Lamb, los del complejo -respondió Ovington. Se refería al complejo industrial de Sowington.

– ¿Y TML?

– Tube Manipulators Limited.

– ¿Y sabe siempre lo que estas iniciales o, mejor dicho, códigos, significan cuando devuelve las máquinas? ¿Sabe que P y L significa Porter y Lamb y no, por ejemplo, Payne y Lowell, la ferretería de High Street?

– No trabajamos para Payne y Lowell. -Ovington tenía expresión de asombro.

– Venga, usted me entiende. Con este sistema de etiquetado se pueden cometer errores. Me explico. «H. Finch» es una manera demasiado sencilla de indicar «Instituto de segunda enseñanza Haldon Finch».

– Cumple su función.

– Supongamos que tuviera un cliente que se llamara Henry Finch. ¿De qué manera evitaría confundir su máquina con las de Haldon Finch?

– No tenemos ningún cliente Henry Finch. Ésa es la manera.

Burden preguntó bruscamente:

– ¿Tienen algún cliente que se llame Finch?

– Tal vez.

Aquélla era la curiosa respuesta, o una versión de ella, que tantas veces Wexford había oído de testigos que comparecían ante un tribunal cuando no querían comprometerse con un «sí» concluyente. «Es posible», «cabría la posibilidad»… Con aquel traje viejo y mugriento, la camisa con el cuello abierto, la barbilla hundida en el pecho y con gesto de recelo, Ovington parecía alguien de poca confianza, alguien culpable, sospechoso y suspicaz que estaba de mal humor por el mero hecho de estarlo.

– Me gustaría comprobarlo.

– No tenemos ningún cliente que se llame Henry -dijo Ovington-. Se lo aseguro. Es una señora. Pero su nombre no empieza por «H».

– No me haga perder el tiempo, señor Ovington. -Estaba disfrutando.

– Le reparamos una Remington no hace mucho. Pero no era una 315. -Por fin, se rascó la cabeza y dijo-. Puedo comprobarlo en el libro.

– Podría ser ésta -dijo Wexford cuando él y Burden se quedaron solos-. Quizá se hayan equivocado y le hayan entregado la máquina equivocada.

– ¿No se habría dado cuenta ella?

– Puede que no escriba a máquina regularmente. Puede que no haya usado la máquina desde que se la arreglaron.

Empezó a mirar las etiquetas de todas las máquinas del estante inferior. «P y L»; «E. Ten» (¿Qué significaría esto?); «TML»: «HBSS»; «H. Finch»; «J. St. G»; «M. Br»… Ovington regresó con un libro mayor.

– «Señora J. Finch, 22 Bodmin Road, Pomfret.» Vino a recoger la máquina ella misma el 26 de julio. -Dicho aquello cerró el libro de un manotazo como si acabara de probar o refutar algo inapelablemente.

El 26 de julio. El día en que habían ido a recoger las máquinas de Haldon Finch, pensó Wexford. ¿Significaba algo o no significaba nada?¿Y si después de todo la joven con la que se veía Williams estuviera muy tranquila en alguna parte de Londres o Brighton con su máquina de escribir?

Ni él ni Burden sabían dónde caía Bodmin Road.

– Por cierto -dijo Burden-, Wendy Williams vive en Liskeard Avenue y Liskeard es una población de Cornualles. Bodmin es la capital del condado de Cornualles. Quizá esté a la vuelta de la esquina.

– Lo consultaremos en cuanto lleguemos.

La calle estaba, en efecto, a la vuelta de la esquina. Liskeard Avenue, Falmouth Road y Truto Road. Bodmin Road las cruzaba todas, comunicándolas.

– Eran prácticamente vecinos -dijo Burden casi ilusionado-. Te apuesto cualquier cosa a que es una afiliada de ARRIA. Aquí está, en el censo electoral. Finch, Joan B.

– Un momento, Mike. ¿Estamos diciendo o, mejor dicho, suponiendo que esta mujer se llevó por error una máquina de escribir de Haldon Finch o que se llevó la suya y resulta que es la que estamos buscando y hemos dado con ella no por deducción sino por azar?

– ¿Qué importa eso? -se limitó a responder Burden.

El 22 de Bodmin Road era un pequeño edificio de viviendas de cuatro pisos. Según los timbres, J. B. Finch vivía en el primero. Pero ni en aquel momento ni en las otras dos ocasiones en que llamaron, a las siete y a las ocho de la tarde, la encontraron en casa. Wexford llevaba una hora en la suya cuando le telefonearon para decirle que habían acuchillado a un cuarto hombre, esta vez en el antebrazo. No se trataba de una herida grave, aunque se había producido una considerable hemorragia.

Sin embargo había una diferencia: esta vez los gritos del hombre los habían oído dos policías de un coche patrulla aparcado en un apartadero de la carretera de circunvalación de Kingsmarkham. Había ocurrido al ponerse el sol, cuando ya empezaba a oscurecer. Habían encontrado a la víctima del ataque en un camino público, sangrando de una herida que tenía cerca del hombro. Cuando estaban inclinados junto a él, una joven había salido de entre los árboles que había al norte del camino, había dicho llamarse Edwina Klein y les había entregado una navaja de la que acababa de limpiar la mayor parte de la sangre.