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ARRIA esperaba un espectáculo. Sus miembros habían acudido masivamente al tribunal de primera instancia de Kingsmarkham. Wexford nunca había visto tan llena la pequeña zona que pasaba por galería del público. Allí estaban Caroline Peters y Sara Williams, la pelirroja Nicola Anerley, Jane Gardner y las gemelas Freeborn, Helen Blake, Donella, la chica negra, la tenista que llevaba gafas y la que no las llevaba.
Iba a ser una causa instrumental, por supuesto. Wexford lo había adivinado prácticamente todo antes de hablar con Edwina Klein. No se había comportado exactamente como un agente provocador. Si a una mujer que tomaba la decisión de caminar sola por un camino del campo al anochecer se le podía denominar de aquella manera, el mundo se había convertido en un lugar terrible. Sin embargo, lo cierto era que, desde que había venido de Oxford a finales de junio, Edwina había empezado a caminar por allí noche tras noche con la esperanza de ser atacada. Había sido abierta y franca con él, no le había ocultado nada. Había admitido, por ejemplo, haber sido ella quien había atacado a Wheatley aprovechando que iba a casa a pasar el fin de semana. Por este motivo Wexford no se había opuesto a que la dejaran en libertad bajo fianza. Ella le había prometido que volvería a hablar con él sin ocultarle nada y, con una fe que habría puesto los pelos de punta al superintendente, él le había creído.
Era, al igual que Caroline Peters, una de las fundadoras de ARRIA, una joven delgada de estatura media, y muy inteligente, una pionera y una mártir. Iba vestida totalmente de negro: pantalón negro, jersey de cuello vuelto negro y un pañuelo negro que le cubría el pelo por completo. Un cuervo de mujer. El único color que había en su atuendo era la diminuta insignia de ARRIA color naranja que llevaba prendida junto al hombro izquierdo.
¿Qué esperaban las jóvenes de la galería? Algo parecido al juicio de Juana de Arco, pensó Wexford. Todas ignoraban el procedimiento de un tribunal de primera instancia y todas pusieron cara de incredulidad cuando al cabo de cinco minutos todo acabó y Edwina fue puesta a disposición del Tribunal Superior de lo Penal acusada de agresión injustificada. Fue puesta en libertad bajo una fianza de mil libras a su nombre y de una cantidad similar a nombre de una anciana, su tía abuela, que no era lo bastante vieja como para haber sido una sufragista pero parecía la clase de mujer que lamentaba haber perdido esa oportunidad.
La tropa de ARRIA salió en fila, hablando entre sí en voz baja con aire indignado. Helen Blake y Amy Freeborn cogieron el estandarte naranja de la mujer cuervo que les habían hecho dejar fuera y las demás se pusieron detrás de ellas. Así, lo que había sido un grupo se convirtió en una marcha. «Venceremos -entonaban-. Algún día venceremos.» Marcharon detrás del estandarte hasta el patio de la comisaría. Lo cruzaron y salieron a High Street.
Joan Finch tenía sesenta y cinco años, quizá más. A Wexford no le sorprendió. Debía de haber pocas mujeres que se llamaran Joan y tuvieran menos de cincuenta años. Medio siglo atrás Joan ya empezaba a ser un nombre anticuado. Era Burden quien se había hecho la ilusión de que pudiera ser la joven que estaban buscando.
Les hizo pasar al lugar donde trabajaba, un cuartucho diminuto que seguramente habría sido construido para servir de trastero, y les enseñó la máquina de escribir, una gran Remington portátil tan vieja como ella. Hoy en día los dedos se encogerían ante semejante bosque de teclas de hierro. Había que tener unos músculos muy fuertes para moverlas.
Tal como había dicho Ovington, la había recogido el 26 de julio. No había duda de que era suya. Antes había pertenecido a su madre y se parecía tanto a una reliquia de familia como un reloj o una pieza de porcelana.
Lo único que les importaba a Wexford y Burden era que no se trataba de una Remington 315 portátil. La señora Finch no parecía capaz de entenderlo e insistió en llenarles media página de frases. Los Ovington habían hecho un buen trabajo. No se apreciaba ni un defecto o irregularidad.
Comieron en una pequeña vinatería que había a dos números de distancia. Pamela Gardner estaba sentada en una esquina comiendo con una amiga. Miró a Wexford con desdén. Su hija había participado en la marcha de aquella mañana, había cantado con tanto entusiasmo como cualquiera y bastante más alto que las demás, y le había saludado como si fueran viejos amigos. Edwina Klein iba a ir a la comisaría a las dos y media para hablar con él. Esto no era una de las condiciones con que había sido puesta en libertad bajo fianza, pero él sabía no le fallaría. Burden dijo:
– Sólo faltan tres semanas. -Se refería a la hija que esperaba-. Me han dicho que nacerá en el momento previsto, aunque no pueden asegurarlo con absoluta certeza.
– Saben menos cosas de lo que dan a entender.
Burden picó un trozo de su quiche.
– Antes era ella quien tenía acidez de estómago y ahora soy yo. -Estaba pálido, con cara de estar descompuesto.
– Podemos ir a la farmacia de los Harmer.
La cabeza prerrafaelista de Paulette podía verse por la ventana del laboratorio, donde evidentemente estaba ayudando a su padre. Fue Hope Harmer quien atendió a Burden. Parecía desconcertada por su visita, como si no pudiera comprender que los policías también tienen vida propia y son tan susceptibles de contraer enfermedades como cualquiera.
– ¿Ha pasado unas vacaciones agradables? -le preguntó Wexford.
– Oh, sí, gracias; muy agradables y tranquilas -añadió como lo hace la gente al hablar de las celebraciones navideñas, como si reconocer que han sido alegres y animadas equivaliera a restarles importancia-. Pero todo lo bueno acaba. Podríamos habernos quedado una semana más, pero mi hija está esperando las notas de los exámenes del bachillerato superior. Está previsto que se den a conocer un día de éstos.
Entonces Sara Williams también debía de estar con el alma en vilo…
– ¿Otra aspirante a médico en la familia?
– No, no. Paulette espera seguir los pasos de su padre.
Hope Harmer se deshacía en sonrisas e incluso les acompañó hasta la puerta como una dependienta de las de antes.
Wexford entró en la comisaría justo cuando iban a dar las dos y media. Edwina Klein había sido conducida a su despacho y estaba esperándole. Pese a la confianza depositada en su palabra, se sintió aliviado al verla. Junto a ella, sentada en la otra silla para las visitas como una carabina, estaba su tía.
Wexford se sorprendió. Pensaba que Edwina era el epítome de la independencia y la seguridad en uno mismo.
– Da la casualidad de que soy abogada además de tía.
– Muy bien -dijo Wexford-, pero esto no es un interrogatorio, sino una simple conversación acerca de diversos aspectos del caso.
– Eso dicen todos -repuso la tía, que se llamaba Pearl Kaufmann. Se parecía a Virginia Woolf en la última etapa de su vida: alta, delgada, de cara alargada, nariz afilada y labios gruesos. Llevaba un vestido de seda azul que le llegaba hasta la mitad de la pantorrilla y unas pesadas sandalias blancas que le hacían los pies grandes.
Edwina seguía con la misma ropa que había llevado al tribunal, aunque se había cambiado el jersey de cuello vuelto por una camiseta sin mangas, más apropiada para un día caluroso como aquél. Ahora llevaba la insignia de ARRIA en la camiseta. También tenía puestas unas gafas de sol que convertían su cara en una máscara inexpresiva.
– Me trató como a una prostituta -le había dicho en la conversación anterior en referencia a Wheatley. En aquella ocasión sus ojos no habían estado cubiertos por gafas, sino que le habían mirado con un brillo de impaciencia, seriedad y entusiasmo juvenil-. Y eso que ser prostituta no tiene nada de malo. Está bien si eso es lo que una quiere. El problema es que los hombres dan por supuesto que…
– Sólo ciertos hombres.
– Muchos. Ni siquiera me dirigió la palabra. Yo traté de hablar con él. Le pregunté dónde trabajaba y dónde vivía. Cuando pregunté dónde vivía se echó a reír de una forma extraña, como si hubiera dicho algo inoportuno.
– ¿Por qué le pidió que le llevara en coche, señorita Klein? ¿Para provocar precisamente la situación que se produjo?
– No. Esa vez no lo hice. Reconozco que lo hice anoche, pero fue algo distinto a lo ocurrido con el hombre del coche. Había hecho el camino de Londres a Kingsmarkham en autostop, y ese tío no quería seguir llevándome. -Pareció meditarlo-. Decidí ir andando por el bosque a causa de lo que ocurrió en el coche.
– Debería contármelo, ¿no le parece?
– Aparcó en un apartadero. Fue entonces cuando por fin habló. Dijo: «Venga, vamos al bosque.» Yo no sabía de qué estaba hablando, de veras. ¿Sabe usted qué pensó él? Que yo quería que me pagara antes. Me dijo: «¿Diez libras bastan?» Y entonces me tocó. -Edwina Klein se llevó la mano derecha al seno izquierdo-. Me tocó como lo estoy haciendo ahora. Como si fuera un grifo o un interruptor. No intentó abrazarme, besarme ni nada por el estilo. Sólo quería pagarme y tocar el interruptor. Entonces le clavé el cuchillo en la mano.
Aquella vez, cuando había hablado con él, no había estado su tía presente ni había llevado unas gafas oscuras para ocultar su expresión. Su actitud ahora era más atemperada y acusaba una indignación menor. Quizá la experiencia que había tenido en el tribunal le había servido de escarmiento. Esperaba casi con docilidad a que Wexford comenzara a interrogarla. La señora Kaufmann contemplaba con fingido interés el mapa que colgaba de la pared.
– ¿Ha atacado a algún otro hombre con un cuchillo? -dijo él bruscamente, consciente de que la pregunta daría lugar a protestas.
Edwina negó con la cabeza.
– No tomaremos eso como una ofensa, señor Wexford. -Dado su aspecto y sus maneras, parecía apropiado que la tía empleara una frase victoriana en desuso como aquélla. Luego lo aclaró empleando una frase más moderna-: Olvidaremos que lo ha dicho.
– Como quieran -dijo él-. Cuando la policía utiliza agentes provocadores como, por ejemplo, en el caso de una agente que va a un cine en el que hay un espectador sospechoso de agredir mujeres, el público, y sobre todo el público que opina lo mismo que ustedes, reacciona con indignación. También se pone el grito en el cielo cuando un joven agente entra premeditadamente en unos aseos públicos frecuentados por homosexuales. Es decir, no está bien que se hagan tales cosas en interés de la justicia, pero está bien que lo haga usted simplemente en interés de un principio. Hay una palabra bastante grosera para definir su comportamiento.
– Calientapollas -dijo ella lacónicamente. Su tía ni pestañeó-. Pero no es esto lo que hice. Lo único que hice fue echar a andar por el bosque. No iba vestida de una forma provocativa. -Su voz denotaba desdén. Alzó la cabeza y añadió-: Sería incapaz de vestir de esa manera. Llevaba un vaquero y una chaqueta. Nunca me maquillo, jamás. Lo único que hice para provocarle fue estar allí y ser mujer.
– Creo que lo que mi sobrina está diciendo -dijo la señora Kaufmann secamente- es que a una mujer le es imposible ir a ciertos lugares sin correr ciertos riesgos. Su intención era demostrarlo y lo ha demostrado.
Wexford no quería insistir en ello. Era consciente de que ambas mujeres tenían razones de peso para decir todo aquello. Sabía que era cierto y también que estaba ante un caso en el que un policía sabe que el argumento contrario es más sólido que el suyo y no obstante tiene que defender lo que dice. A su modo de ver, la mejor respuesta era que todas las mujeres que quisieran salir por la noche aprendieran métodos de defensa personal. La alternativa consistía en que cambiara la naturaleza de los hombres, pero esto era algo que sólo podía darse lentamente con el paso de los siglos, no en años o décadas. Wexford se puso a garabatear frases sin sentido en la hoja que tenía delante para estar ocupado durante medio minuto y mantenerlas calladas. Finalmente alzó la cabeza y miró a Edwina Klein. Por algún motivo, quizá porque los ojos del inspector no ocultaban nada, Edwina se quitó las gafas. Volvió a ponerse seria y a parecer muy joven.
– Conoce a la familia Williams, ¿verdad?
Estaba preparada para aquella pregunta. Por alguna razón sabía que por aquel motivo se encontraba allí. Su respuesta sorprendió a Wexford.
– ¿Cuál de ellas? Hay dos familias Williams, ¿no?
– No lo sé. Puede que haya doscientas en el vecindario -repuso él bruscamente-. Es un apellido común. Me refiero a la familia Williams que vive en Alverbury Road, Kingsmarkham. La hija se llama Sara. Estaba en la sala esta mañana. Creo que usted la conoce.
Ella asintió.
– Íbamos juntas al instituto. Es un año menor que yo.
– ¿Conocía usted a Rodney Williams, el hombre que ha muerto?
Ella respondió con rapidez. La señora Kaufmann alzó la mirada con un gesto de advertencia.
– Sí, los conocía a los dos, a él y a la señora Williams. Sara y yo íbamos a clases de ballet juntas. -Sonrió-. Por extraño que parezca. -La Kaufmann puso los ojos en blanco-. Uno de ellos, o los dos, iba a buscar a Sara. Me acuerdo de él porque era el único padre que iba. A veces se quedaba toda la clase.
Para ver muchachas púberes vestidas con tutús, pensó Wexford, aunque ahora lo más probable era que llevaran leotardos.
– Me ha preguntado a qué familia me refería -dijo.
– Conozco un poco a la otra. -Se encogió de hombros-. Veronica Williams es prácticamente igual a Sara.
Wexford se puso tenso de repente. Edwina podía ser un vínculo entre las dos familias. Era la única persona de las que había hablado que conocía a las dos familias de Rodney Williams o que al menos había admitido conocerlas.
– ¿Sabía que eran hermanas? ¿Sabía que Williams era su padre?
– No. Oh, no. Supongo que pensaría… bueno, no sé si pensaba nada. Sinceramente no lo sé. De veras. Quizá pensaba que eran primas…
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Williams?
– Hace años. -Estaba poniéndose nerviosa y empezaba a tener miedo. No significaba nada, salvo que se había dado cuenta de que le habían llevado allí para pasar un mal trago y, una vez acabado éste, le estaban haciendo pasar otro que no se esperaba-. Hace años que no lo veo.
– ¿Cómo es que conoce a Veronica entonces?
Ni titubeos ni nada.
– Jugaba a tenis con ella cuando iba al instituto.
– Es tres años menor que usted.
– Sí, claro. Era una especie de niña prodigio. Antes de cumplir los catorce ya estaba entre las seis mejores de Haldon Finch.
Todo parecía razonable. De hecho, demasiado verosímil. La noche en que Rodney Williams había muerto Edwina había estado en Oxford. Había ido una semana antes de que comenzaran las clases. Se lo había contado la noche pasada, y luego le había dicho, con seriedad y lujo de detalles, con quién podía hablar para asegurarse de que decía la verdad. Bennett se encontraba ahora en Oxford comprobándolo, aunque Wexford apenas dudaba de que le había dicho la verdad.
– ¿Conocía a las dos familias -preguntó a continuación-, pero no sabía que eran, por decirlo de alguna manera, la misma? ¿No sabía que Rodney Williams era al mismo tiempo el padre de Veronica y de Sara y Kevin?
– ¿Kevin? Es la primera vez que oigo hablar de él.
– Es el hermano mayor de Sara. -Wexford decidió sincerarse con ella. La señora Kaufmann le miraba con una mueca de acritud-. Ninguna de las dos familias sabía que la otra existía -añadió-. Hasta pasado cierto tiempo desde la muerte de Rodney Williams, ni la familia de Pomfret sabía que existía la de Kingsmarkham ni la de Kingsmarkham que existía la de Pomfret. De modo que si usted lo sabía, también debía saber que Rodney Williams era bígamo o cuando menos que era un hombre casado que mantenía a dos familias. ¿Cómo es que lo sabía?
– No lo sabía.
Wexford sintió decepción al oír aquella fría negativa. Había tenido la sensación de estar a punto de asistir a una revelación decisiva. Sin embargo, Edwina matizó su respuesta.
– No lo sabía. He dicho que se parecían, que me fijé en ello. Recuerdo que en una ocasión le dije a mi tía que debían de ser primas. -Miró a la señora Kaufmann, que, con aire de impaciencia, hizo un rápido gesto de asentimiento-. No conocía a ninguna de las dos muy bien -prosiguió Edwina-. No se olvide de ello. Sólo he cruzado unas palabras con Veronica. A la señora Williams, a la esposa legítima, la he visto alguna que otra vez, pero ella debe de haberse olvidado de mí o algo así. Y por lo que respecta a la otra esposa, sólo he sido cliente suya.
Wexford no tenía nada más que preguntarle. Era ella quien había herido con un cuchillo a Brian Wheatley y a Peter John Hyde, el hombre que la había atacado en el bosque, pero estaba seguro de que no había matado a Williams, Para hacerlo habría necesitado la ayuda de otra mujer.
– Eso es todo. Gracias, señorita Klein.
Ella se levantó y se dirigió lenta y garbosamente hacia la puerta, erguida aunque con la cabeza un poco inclinada. Aunque se llevaban cincuenta años, tía y sobrina tenían la misma figura y los mismos andares. ¿Qué sería de Edwina Klein ahora? Estaba claro que iban a declararla culpable. ¿La readmitirían en la universidad? ¿Lo había tirado todo por la borda por una causa perdida? Al llegar a la puerta, justo antes de que él se la abriera, le dijo:
– Hay algo más. Usted ha dicho que ni los Williams de Pomfret ni los de Kingsmarkham sabían que la otra familia existía. Pues bien, que conste que eso no es cierto.
La emoción había vuelto, secándole la garganta.
– ¿A qué se refiere?
– A que sí se conocían.
Él se apoyó contra la puerta, interponiéndose en su camino. Pero Edwina Klein se mantuvo en su sitio por voluntad propia. Parecía un tanto desconcertada. Su tía, en cambio, tenía cara de aburrimiento, pero no perdía la paciencia.
– ¿Cómo lo sabe?
– Las he visto juntas -respondió.
Una sensación de alivio le recorrió el cuerpo. Se sentía tranquilo y también un poco aturdido. Ella se dio cuenta de que le había dicho algo revelador, algo que él no había supuesto, y su cara tenía una expresión interrogativa y alerta.
– ¿A quiénes ha visto juntos? -preguntó Wexford.
– A las dos mujeres, en la cafetería del centro comercial de Kingsmarkham tomando un café juntas.
– ¿Cuándo?
Si las había visto hacía una semana o un mes incluso, no significaba nada.
– Las Navidades pasadas, creo. Debía de ser Navidad o Semana Santa, porque yo estaba en casa. El único fin de semana que he estado aquí fue cuando Wheatley me llevó en su coche. -Edwina pronunció su nombre con un desdén infinito-. No fue entonces y tampoco en Semana Santa, porque estaba todo cubierto de nieve.
– Nevó durante la primera semana de enero -dijo la señora Kaufmann, más atenta ahora que su sobrina no estaba directamente amenazada.
– Debió de ser entonces -dijo Edwina.
Sonrió, como si se alegrara de haber servido de ayuda finalmente. Wexford sabía que no mentía.