173958.fb2 La Crueldad De Los Cuervos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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16

Cuando Wexford abrió la verja del 31 de Alverbury Road, el cartero caminaba por la acera sujetando un fajo de cartas. Al parecer ninguna de ellas era para el número 29 y su siguiente parada era la casa de Milvey, dos puertas más allá. Observándole, Wexford comprendió de pronto cómo encajaba Milvey en el caso. No se había producido ninguna coincidencia. Todo era sencillo y lógico. El único problema era que había puesto el carro delante de las muías…

Llamó al timbre, y en el momento en que lo hacía el reloj de St. Peter dio las nueve. Fue Sara quien salió a abrirle, y con tal rapidez que Wexford comprendió que se encontraba detrás de la puerta. Tenía un papel en la mano.

– Dos sobresalientes y un notable -dijo con una amplia sonrisa.

Se lo había dicho como si el único propósito de la visita del inspector fuera enterarse de las notas obtenidas en los exámenes del bachillerato superior. Antes de cerrar la puerta, sin embargo, debió de ver el coche de policía que había estacionado fuera. Donaldson estaba al volante y Marion Bayliss en el asiento trasero.

– Enhorabuena -dijo Wexford-. ¿Dónde está tu madre?

No respondió. A juzgar por la atención que estaba prestándole, seguramente no le había oído.

– En St. Biddulph me dijeron que me aceptaban con tres notables o con dos notables y un sobresaliente, y estas notas son bastante mejores.

Sus ojos acusaban una agitación frenética que resultaba aún más desconcertante por hallarse sometida a un férreo control. Él había visto en ella a una joven de Botticelli, de expresión sosegada y tranquila y una inocencia primaveral. Pero Primavera no debería estremecerse con el triunfo ni a Venus deberían brillarle los ojos.

– Voy a llamar a mi prima Paulette para preguntarle cómo le ha ido.

¿Para presumir o para decir unas palabras elogiosas? Joy Williams salió de la cocina vestida como nunca la había visto. Él no se lo había dicho, pero quizá había adivinado que iba a encontrarse de nuevo con Wendy. ¿O acaso se lo había dicho la propia Wendy la noche anterior? A Wexford no le habría extrañado. De hecho esperaba que se dieran cuenta de que sabía que se conocían de antes. Joy llevaba un conjunto de falda y blusa limpio y arreglado. Se había lavado el pelo y embadurnado los labios de carmín con la misma torpeza y falta de seguridad que muestran las mujeres que rara vez se los pintan y en cierto modo se avergüenzan de hacerlo. Es probable que se arregle siempre que vaya a reunirse con Wendy, pensó Wexford. Por mucho que el odio común hacia Rodney las uniera, habría rivalidad entre ellas. Además, que estuvieran unidas no significaba que se cayeran bien…

Wexford oyó a Sara hablando por teléfono.

– ¿Te han llegado? ¿Y bien?

No hablaba precisamente con el tacto que se requiere con los enfermos. Se la imaginó dirigiéndose a un paciente en aquel tono de severidad. Empezaba a tenerla por una niña prodigio inflexible y neurótica: la policía consideraba a su madre sospechosa de haber asesinado a su padre y ella no mostraba ni una pizca de preocupación por ella.

– Eso no está mal, ¿no? -estaba diciendo-. Además no necesitas sobresalientes, ni siquiera notables.

Paternalista. Y un tanto altanera. Claro que el farmacéutico era el médico del pobre o el médico de los pusilánimes. «Voy a ir a la farmacia a que me den algo para la garganta.» O para la cabeza, para la espalda, para la cistitis, para una hemorragia, para un bulto en el pecho… Acompañó a Joy fuera y cerró la puerta de la casa al salir.

El sargento Martin y Polly Davies hicieron pasar a Wendy. La noche anterior había derramado lágrimas de irritación por haber perdido un día de trabajo. Sin embargo, ni a ella ni a Joy parecía habérseles ocurrido el hecho de que podían haberse negado, que la posición de la policía era todavía la de pedir y persuadir. No tenían la suerte de que sus tías fueran abogadas. La esposa de más edad ya estaba sentada en la sala de interrogatorios cuando Wendy entró y, apartando su inexpresiva cara para evitar mirarla, posó en la ventana sus ojos castaños.

Wendy llevaba un vestido amplio y estampado estilo Kate Greenaway, con dibujos de Laura Ashley y volantes con lazos en el cuello y los puños, medias blancas y zapatos del mismo color. Mientras el sargento y Polly esperaban (según le contó más tarde Polly a Wexford), Wendy había abrazado a su hija Veronica de una manera sumamente emotiva que le había llevado nuevamente a deshacerse en lágrimas. Veronica había mostrado un gran desconcierto, pese a lo cual Wendy la había estrechado entre sus brazos y le había acariciado el pelo casi como si no esperase volver a verla. Polly, que era aficionada a leer novelas de la época romántica, dijo que parecía María Antonieta en la carreta: «¡Adiós, hijos míos, hasta siempre! ¡Voy a reunirme con vuestro padre!»

Ahora la única muestra que quedaba de esta escena era la rosácea hinchazón que tenía Wendy en la cara. Lanzó una mirada lastimera a Wexford. Habría preferido que la interrogara Burden; le parecía una persona más comprensiva que aquel anciano duro y sarcástico. Pero Burden no estaba allí, sino en Alverbury conversando con la señora Milvey.

Wexford, dirigiéndose al parecer a cualquiera de las dos o a ambas al mismo tiempo, dijo:

– ¿Quién fue la primera que se enteró de la existencia de la otra?

Contestó Wendy. Su voz denotaba más inquietud que de costumbre.

– No sé de qué está hablando.

– Se lo preguntaré de otra manera. ¿Cuándo supo usted que Rodney tenía otra esposa? Y usted, señora Williams, ¿cuándo se enteró de que su marido se había «casado» de nuevo? ¿Y bien? -añadió-. Ya sé que no han sido sinceras conmigo. Sé que se conocían. La pregunta es desde cuándo.

– No sabía que ella existía hasta que usted me lo dijo -respondió Joy con su característico aire cansino y desanimado-. Cuando usted me dijo que mi marido era, encima, bígamo.

– ¿Encima de qué, señora Williams?

– Encima de que me engañaba sobre su trabajo, para empezar.

Wendy murmuró algo.

– Lo siento, señora Williams, no he entendido lo que ha dicho.

– He dicho «tener otras mujeres». Es decir, encima de tener otras mujeres.

– Nunca tuvo otras mujeres -dijo Joy. Era su respuesta al comentario de Wendy, pero ésta no se había dirigido a ella sino a Wexford-. La tuvo a ella, pero también a otras.

– Que se engañe si quiere -dijo Wendy a nadie en concreto, encogiéndose de hombros y esbozando una leve sonrisa casi imperceptible.

– ¿Cuándo la conoció, señora Williams?

Al tener las dos mujeres el mismo apellido, a Wexford le resultaba un poco difícil formular las preguntas. Se levantó y rodeó la mesa para dirigirse concretamente a Wendy.

– ¡No es justo que utilice ese nombre con ella! -gritó Joy-. ¡Ella no tiene derecho a llamarse así! ¡Sigue teniendo el mismo nombre que tenía antes, así que llámela así!

– Tiene maneras de verdulera -comentó Wendy-. No es de extrañar que él se fuera conmigo.

– ¡Fulana asquerosa! ¡Fíjese cómo va, vestida como una niña!

Es todo teatro, pensó Wexford. Lo están haciendo todo por mí. Probablemente lo han ensayado. Con voz tranquila el inspector llamó a las dos mujeres al orden.

William Milvey no había salido aquel día. Tenía las oficinas de Mid-Sussex Waterways en casa y estaba esperando al inspector del IVA, que fue por quien tomó a Burden en un primer momento. Durante unos segundos hablaron sin comprenderse, manteniendo una de esas conversaciones que resultan tan divertidas para los oyentes y tan frustrantes para los participantes.

El oyente en este caso era la señora Milvey, una mujer corpulenta y de risa fácil. Al ver el desconcierto que mostraban los dos hombres, rió con ganas. Pero los apuros de Burden acabaron rápidamente. A continuación todo fue sobre ruedas y salió tal como esperaba Wexford.

– Mi esposa manda tanto en nuestra empresa como yo -dijo Milvey con aires de importancia-. Y naturalmente conoce todos los pormenores del negocio.

– Tengo que saber dónde va todos los días por si acaso hay llamadas de teléfono -añadió la señora Milvey, que era menos pretenciosa que su marido-. ¿El 15 de abril? Voy a mirar en el libro, ¿de acuerdo, Bill?

En ese momento llegó el inspector del IVA, un hombre que a juzgar por su aspecto tendría veintipocos años y que llevaba un maletín. Milvey parecía reacio a ausentarse de la entrevista más importante (y quizá menos alarmante) de las dos, pero tuvo que hacerlo. Llevó al hombre de Hacienda a su despacho y cerró la puerta. La señora Milvey sonrió a Burden.

– Desde Semana Santa hasta finales de abril estuvieron trabajando en Myringham -dijo indicando el libro-. No empezaron a trabajar en Green Pond hasta un mes más tarde.

– ¿Está segura?

– Del todo. No hay duda. Aquí lo pone: Green Pond, 31 de mayo… Ahora me acuerdo de todo. Bill tenía un trabajo previsto para finales de mayo, un drenaje enorme en Sewingbury, y el hombre que había llamado lo canceló en el último momento. Pero, lo que es la suerte, le había dado su nombre al dueño del criadero de truchas de Green Pond y éste le llamó para preguntarle si podía dragar la laguna. Pues bien, daba la casualidad de que gracias a la cancelación Bill estaba libre. Debió de darle una sorpresa al hombre de las truchas cuando le dijo que sí, que empezaría el lunes sin falta.

La puerta del despacho se abrió y Milvey sacó la mano para que le dieran el libro. Su esposa se lo entregó.

– ¿Se lo dijo usted a alguien?

– Supongo que sí. No había nada que esconder. Además, a una siempre le gusta contar cosas a la gente, ¿no? Quiere que le diga si se lo conté a mi vecina la señora Williams, ¿verdad?

– ¿Lo hizo?

– Entonces yo no sabía nada sobre su marido, que conste. Me la encontré cuando bajaba a hacer la compra. Bill estaba sacando la furgoneta. Le comenté que el lunes iba a empezar un trabajo en Green Pond Hall porque iban a abrir un criadero de truchas. Algo así.

– ¿Está completamente segura de que le contó que su marido iba a dragar la laguna el lunes 31 de mayo?

– No pensé que pudiera hacer daño a nadie.

¿Lo había hecho? Wexford no había acertado del todo al suponer que la señora Milvey le había dicho a Joy que la laguna ya había sido dragada o que no sería dragada hasta una fecha más tardía. De todos modos, este dato obligaba a verlo todo de una manera diferente. E incomprensible. Si Joy sabía que la laguna a la que había arrojado el bolso de viaje de su marido iba a ser dragada el lunes siguiente, ¿lo lógico no habría sido que hubiera ido a buscarlo durante el fin de semana? La otra posibilidad era que lo hubiera escondido en otra parte y lo hubiese dejado en Green Pond al enterarse de que la iban a dragar de inmediato. ¿Qué sentido tenía hacer una cosa así? ¿Por qué habría de comportarse de manera tan absurda?

Wexford había tenido dos corazonadas y se había equivocado con la primera. Burden fue a comprobar si la segunda era acertada. A su modo de ver, y a pesar de la revelación de Edwina Klein, no parecía que se estuvieran acercando a la resolución del caso. Y era probable que comenzara su permiso por paternidad la semana siguiente…

James Ovington, el hijo calvo de Edgar Ovington, estaba solo en Materiales de Oficina Pomfret. Su congraciante sonrisa seguía tan amplia como siempre. Burden se fijó en una nueva peculiaridad: la manera nerviosa con que se frotaba las manos. En cualquier caso, a su adusto padre no se le veía por ninguna parte.

– ¿En qué puedo ayudarle? Dígame qué puedo hacer por usted.

– Ustedes utilizan determinado método para etiquetar las máquinas -dijo Burden-. No se trata exactamente de un código, sino de una forma abreviada de escribir. La última vez que estuvimos aquí nos fijamos en una que ponía «E. Ten». Me preguntaba qué significaba eso. No era una Remington 315, por supuesto, ya que si lo hubiera sido nos habríamos lanzado sobre ella. En realidad he venido un poco a ciegas… Bueno, me temo que no estoy explicándome con claridad.

– Lo que está claro es que quiere saber qué significa «E. Ten», y es fácil de contestar.

Sin embargo titubeó, y Burden se preguntó por qué su cara había reflejado un atisbo de desasosiego.

– Eric Tennyson -dijo Ovington-. Eso es lo que significa. Es el dueño de la máquina.

A ver si había suerte esta vez…

– ¿Sabe si esta persona tiene una hija llamada Nicola?

– Pues, a decir verdad, sí lo sé. Afirmativo.

Era la amiga de Veronica Williams, la amiga a cuya casa solía ir Veronica los martes. Sin embargo, la máquina con la etiqueta «E. Ten» no era una Remington 315. A menos que…

– Es una Olivetti -dijo Ovington-. Tienen otra máquina. Ahora no recuerdo qué modelo es. Ella escribe cosas a máquina; es decir, se gana así la vida. -La mirada de inquietud volvió a su rostro-. Será mejor que se lo diga -añadió como si estuviese a punto de revelar algo que llevara tiempo preocupándole-. Son amigos míos. Sé que debería habérselo dicho la otra vez que estuvieron ustedes aquí.

– ¿Qué tiene de malo que sean amigos suyos, señor Ovington?

– Bueno… es que también son amigos de la señora Williams. Me refiero a la señora Williams cuyo marido fue asesinado, el mismo sobre el que están haciendo indagaciones. Es allí donde la conocí, en casa de los Tennyson.

– ¿Está tratando de decirme algo, señor Ovington?

La nueva sonrisa, la forzada tirantez de los músculos, convirtió su cara en una gárgola. Se frotó las manos enérgicamente y luego las enlazó a la espalda para evitar repetir el gesto. La luz de las lámparas que colgaban del techo del almacén daban a su pelada cabeza un brillo amarillo. ¿Por qué se comparaban las cabezas de los calvos con los huevos? La de Ovington se parecía a un guijarro pulido más que a cualquier otra cosa.

– ¿Hay algo que quiere decirme, señor Ovington?

– He trabado amistad con ella. Con la señora Williams, quiero decir. No ha ocurrido nada malo, que conste. La conocí en casa de Eric y salimos en un par de ocasiones a tomar una copa, y dar un paseo. Cuando parecía que su marido por fin había… Bueno, cuando parecía que se había ido definitivamente, tuve la… la esperanza de que el asunto empezara a ir más en serio. -Hablaba de forma entrecortada, con titubeos, incapaz de dominar la situación en que se había metido-. Insisto en que no ha ocurrido nada malo.

Burden restó importancia al hecho de que Wendy Williams pudiera sentirse atraída por hombres calvos, en primer lugar por Rodney, con aquella exagerada frente, pelada como una manzana, y luego por este cabeza de guijarro.

– Pero he pensado -continuó Ovington- que sería una equivocación por mi parte, una deslealtad, ¿sabe?, negar en este momento que mantenemos una relación. Sería algo así como abandonar un barco que se está hundiendo cuando canta el gallo. ¿Comprende lo que quiero decir?

Burden no comprendió nada, pero pensó en cuánto le habría gustado a Wexford aquella inextricable combinación de metáforas. Ahora tenía que hablar con los Tennyson.

Media hora más tarde se encontraba en su casa, que estaba en la parte de Pomfret donde se hallaba Haldon Finch, hablando con la señora Tennyson, quien tras decirle que su hija iba a estar de acampada en Escocia hasta fin de mes, le preguntó si podía servirle de algo.

Su marido había ido a Materiales de Oficina Pomfret a recoger la Olivetti, que ya estaba reparada y revisada, tres días antes. En efecto, utilizaba la pequeña máquina portátil cuando se llevaban la otra para la revisión anual. Se la enseñó: era una Remington 315.

Burden metió un folio en el carro: «Ante ti tres mil Años son como una noche transcurrida…» Sendas muescas en el vértice de la A y en la parte superior de la t y un borrón en la cabeza de la coma…

– No la había visto en mi vida hasta que usted nos reunió aquí.

Joy guardó silencio.

– Pues en mi opinión hace tiempo que se conocen. Yo diría que fue así: la señora Joy Williams entró un día en Jickie como una cliente más y hablando descubrieron el vínculo que las unía. Esto ocurrió hace un año. Desde entonces han estado en contacto.

Joy soltó una de sus frías y chirriantes carcajadas que recordaban al graznido de un halcón.

– Si la hubiera conocido antes, ¿qué motivo tendría para fingir lo contrario? -preguntó Wendy.

Fue Joy quien respondió. No se dirigió exactamente a Wendy; hasta el momento no se había dirigido a ella más que para insultarla. Esta vez, sin embargo, su comentario no fue contrario a la otra señora Williams.

– Si ella o yo nos hubiéramos conocido antes, es posible que hubiéramos asesinado a Rod.

– Es más probable que yo la hubiera asesinado a ella -repuso Wendy con altanería. Bajó la mirada y advirtió que tenía una carrera en sus medias blancas. Subía por la parte exterior de su pierna derecha como un ciempiés. Joy también se fijó en ella y su boca se movió. Era casi una sonrisa.

Wexford miró a Joy y dijo:

– Una persona llamó a Sevensmith Harding el viernes 16 de abril para decir que Rodney Williams estaba enfermo y no iría a trabajar. La joven que contestó no tiene prácticamente ninguna duda de que se trataba de su voz, señora Williams.

– Esa joven no conoce mi voz. No sé quién será, pero no veo cómo puede conocerla. ¿O es que se ha olvidado usted de que yo no sabía que Rod trabajaba allí?

Burden asomó la cabeza por la puerta. Wendy estaba chupándose un dedo y pasando la yema mojada por la carrera; infructuosamente, todo sea dicho, ya que de pronto la carrera avanzó un centímetro más. Joy Williams soltó otra estridente carcajada. Wexford se levantó y salió de la habitación, dejando a ambas mujeres en compañía de las dos agentes.

Burden le dijo que había enviado la muestra mecanográfica al laboratorio forense y luego le contó lo más importante de su entrevista con la señora Tennyson. No había escrito a máquina ninguna carta de dimisión y nadie le había pedido que hiciera nada semejante. Aunque a Wendy Williams la conocía desde hacía años, a Rodney apenas lo había tratado. Sus hijas eran de la misma edad, iban al mismo instituto y eran «amigas íntimas».

– ¿Y no podría haberla escrito Wendy? -sugirió Wexford-. Quizá tuvo acceso a la máquina. Si este asesinato fue premeditado, como así parece, es posible que escribiera la carta días o incluso semanas antes.

– La señora Tennyson se encierra en una habitación que utiliza como estudio y escribe durante tres o cuatro horas al día. Habitualmente utiliza la Olivetti; la Remington ni siquiera la guarda en esa habitación. Suele estar en el armario del vestíbulo, a menos que su marido Eric la necesite o que su hija Nicola la utilice para algún trabajo del instituto. Por lo visto se lo dejan hacer en el Haldon Finch. ¿Le parece verosímil?

– Parece una costumbre sensata e inofensiva -respondió Wexford-. ¿Ha estado Wendy alguna vez sola en esa casa?

– A principios de abril fue a buscar a Veronica, para llevarla a casa o algo así. Era de noche o tarde o estaba de paso. En cualquier caso, las dos chicas no habían regresado todavía y la señora Tennyson estaba escribiendo algo. Dejó a Wendy sola unos diez minutos, según dice, hasta que terminó lo que estaba haciendo.

– En tal caso Wendy habría tenido que saber que la máquina estaba allí. Y además habría tenido que llevar papel. De todos modos, coincido en que es una respuesta un tanto descabellada a la pregunta de cómo y dónde se escribió la carta. En cuanto a la máquina, ¿qué mejor idea que utilizar una que normalmente está guardada en un armario? Ha sido una verdadera suerte que hayamos dado con ella. -A continuación Burden le contó lo que le había dicho Ovington-. ¿Es esto un móvil, Mike? Siempre acabamos en lo mismo: en la falta de móvil. Pero si Wendy quería casarse con Ovington…

– ¿Con quién quería casarse Joy?

– Vale, de acuerdo. Ya veo a dónde quieres llegar. Si lo hicieron, lo hicieron juntas, y no es probable que Joy ayudara a asesinar a Rodney para que Wendy pudiera casarse con otro hombre. -Wexford se dio golpecitos en la frente-. ¡Soy un estúpido! No hay ningún móvil. Si Wendy sabía quién era Joy, también sabía que no estaba casada con Rodney, por lo que no tenía ningún impedimento legal para casarse con otra persona… ¿Y qué decir del cuchillo? Nunca podremos demostrar de manera fehaciente que fue el arma homicida. Puede ser de cualquiera de las dos.

– Wendy trabaja en Jickie y allí venden esos cuchillos.

– Sí, pero todo el vecindario hace las compras allí. -Wexford reflexionó un momento-. Entre las cosas que encontramos en el dormitorio de Rodney Williams de Liskeard Avenue -dijo- había un presupuesto de una empresa de construcción para pintar el salón de Wendy. Cuando vimos esa habitación, era evidente que había sido pintada recientemente. ¿Por esa empresa? ¿Por otra? ¿Por la propia Wendy? Deberíamos averiguarlo, ¿no te parece?

Burden lo miró. Los dos estaban pensando que a Rodney Williams lo habían matado con un cuchillo. Una de las cuchilladas había cercenado la carótida.

– Sí, me lo parece -respondió.

Hacía un día caluroso y sofocante, bochornoso, casi sin sol, de los que sólo se dan a finales de agosto. Durante el rato que él y Burden habían estado en su despacho, había permanecido en mangas de camisa, con la ventana abierta y dejando que una brisa casi imperceptible moviera suavemente la persiana, que estaba medio cerrada. Volvió a ponerse la chaqueta y bajó por las escaleras a la sala de interrogatorios donde se encontraban las dos mujeres.