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En la mayoría de las portadas de la prensa nacional del día siguiente apareció la fotografía de Joy y Wendy saliendo de la comisaría de Kingsmarkham. Los periódicos más sensacionalistas se las arreglaron para crear la impresión de que no estaban saliendo sino entrando, de manera que los lectores podrían llegar a la conclusión de que no habían vuelto a salir. Joy se tapaba la cara con una mano y Wendy miraba lastimosamente a las cámaras, como una huérfana desconsolada ataviada con un vestidito de niña. La carrera que tenía en la media saltaba cruelmente a la vista. Burden también aparecía en la foto, vestido con un traje bastante nuevo, imperturbable y como queriendo guardar las distancias.

– Sales joven y guapo -dijo Jenny durante el desayuno-. Y delgadísimo. -Movió su enorme vientre y echó hacia atrás su silla.

– Es por la preocupación.

– Supongo que sí. Pobre Mike… -Alzó las manos y lo abrazó. Ahora sólo le era posible hacer esto cuando estaba sentada. Él también la abrazó y pensó: Aún puede salir todo bien; aún puede que sobrevivamos.

Salió de casa antes de las nueve. La mañana era cualquier cosa menos fresca. El día había salido gris, sofocante y pegajoso y el cielo era de un color gris apagado, clarísimo, por el que se filtraba el brillo del sol como una mancha blanca. Era la clase de día, pensó, que sólo hace en Inglaterra. Cincuenta días como éste podían constituir un verano.

¿Cuántos constructores y pintores había en Pomfret? ¿Cuántos en Kingsmarkham? ¿Cuántos, contando no sólo las empresas establecidas sino también a los hombres que se dedicaban a hacer chapuzas, los que trabajaban en su tiempo libre para ganarse un dinero extra? Con suerte, los Williams de Pomfret habrían empleado los servicios de la empresa que había enviado el presupuesto a Rodney. Burden no fue directamente a la comisaría, de modo que no estaba presente cuando Hope Harmer llamó para decir que su hija había desaparecido, que había estado ausente toda la noche y no había vuelto por la mañana.

John Harmer estaba en el laboratorio y la farmacia seguía abierta al público como de costumbre. Es decir, cuando los clientes entraban para comprar jabón o maquinillas de afeitar en lugar de medicinas, él salía y les atendía. Se negaba a creer que hubiera podido pasarle algo a su hija. Era una mujer adulta, capaz de cuidar de sí misma como demostraba su habilidad en ese deporte que llamaba judo. Su ausencia probablemente estaría relacionada con esa tontería del movimiento feminista.

La madre de Paulette había ido a trabajar, aunque tal vez sólo debido a la presión que le había hecho su marido. Había telefoneado desde la farmacia. La llamada habría sido el punto culminante de una escena entre los dos, pensó Wexford. Se encontraba en un estado lamentable. Hope Harmer era una mujer que sólo podía estar de buen humor. Se sentía satisfecha con poca cosa, y la satisfacción daba lozanía a su robusta hermosura. La inquietud le afectaba de la misma manera que a un animal, quitándole color al semblante, dando rigidez a sus facciones, dejando misteriosamente lacio su brillante cabello y ensombreciendo de miedo la plácida expresión de sus ojos.

Wexford iba acompañado por Martin: dos jetazos de la policía ocupándose del caso de una joven desaparecida. Pero la importancia de los casos dependen de las circunstancias…

– Mi marido dice que qué espero si le dejo que salga con su novio a todas horas y que se quede a dormir en su casa. Pero todos los jóvenes lo hacen hoy día y no se puede actuar de otra manera. Además están prometidos y yo siempre he dicho que si dos personas se quieren de verdad…

Estaba hablando por hablar, pero le fallaba la voz. Empezó a retorcerse las manos.

– ¿Salió Paulette anoche con su novio?

– No. Richard está en Birmingham. Tenía que ir a Birmingham por un asunto de trabajo.

No era la primera vez que Wexford se sentía maravillado ante lo ilógicos que pueden ser los razonamientos humanos.

– Pero ella salió, ¿no es así? ¿Adónde fue?

– No lo sé. No me lo dijo. Se marchó a eso de las siete.

– ¿Y usted no preguntó adónde iba? -repuso Martin-. ¿No quería saberlo?

– ¿Que si quería saberlo? ¡Pues claro que quería saberlo! Si de mí dependiera, sabría dónde está cada minuto del día y la noche. Pero no se lo pregunté; me mordí la lengua y no se lo pregunté. Cuando era más joven su padre solía decir: «Quiero saber a dónde vas y con quién andas; cuando cumplas dieciocho años serás adulta legalmente y podrás hacer lo que quieras.» Pues bien, ahora tiene dieciocho años y se acuerda de eso, y mi marido también, de modo que él no me deja que le pregunte, aunque si lo hiciera Paulette no me respondería.

La pobre mujer se encontraba en una situación lamentable, cogida entre marido e hija. Seguramente la tendrían intimidada. ¿O acaso se había alegrado de que le quitaran la responsabilidad de tomar decisiones?

– Díganos qué ocurrió luego. Usted no esperaría levantada a que volviera, claro…

– Lo habría hecho. Sabía que Richard estaba en Birmingham, ¿comprende? John dijo que no iba a permitir que me pusiera histérica. Se tomó una pastilla para dormir y me hizo tomar otra a mí.

Al parecer en la casa de los Harmer el uso de sedantes estaba a la orden del día…

– Esta mañana he… Bueno, anoche dejé la puerta de su dormitorio abierta antes de acostarme. De ese modo, si estaba cerrada me enteraría de que había vuelto, ¿sabe? He tenido que hacer un esfuerzo para abrir la puerta de mi dormitorio e ir a mirar. Su puerta seguía abierta. No se pueden ustedes imaginar el disgusto que me llevé… Pues bien, fui… fui a mirar, no fuera a ser que hubiera entrado y dejado la puerta abierta, pero, por supuesto, no había sido así. John seguía sin alarmarse. No sé por qué, pero no he conseguido hacerle comprender que si Richard está en Birmingham, Paulette no puede estar con él…

La señora Harmer se deshizo en un mar de lágrimas. En lugar de apoyar la cabeza en los brazos para llorar, se echó hacia atrás, dejó la cabeza colgando y gimió. Martin fue al laboratorio a buscar a John Harmer. Éste apareció con cara de malhumor y aire agitado. El ruido que estaba haciendo su esposa le hizo llevarse las manos a los oídos, para indicar que le resultaba desagradable o irritante.

– Lo mejor será que se tome un Valium. Eso la ayudará a serenarse.

– Lo mejor, señor Harmer -dijo Wexford-, es que se vaya a casa. Y convendría que la llevase usted. Olvídese de la farmacia.

Godwin y Sculp no eran quienes se habían ocupado de pintar el salón de Wendy Williams, pero sabían quién lo había hecho: un hombre que había trabajado para ellos antes de montar su propio negocio. Según le contaron a Burden, trabajaba siempre que podía a precios más baratos que los suyos. Localizar a Leslie Kitman no fue sencillo. No tenía esposa y su madre no era como la señora Milvey, que sabía con exactitud dónde se encontraba su marido en cada momento. Dio a Burden cinco direcciones diferentes en las que podría encontrar a su hijo: una granja entre Pomfret y Myfleet; un edificio de viviendas de Queen Street, Kingsmarkham; una casa de campo de Pomfret; y dos casas pertenecientes a dos urbanizaciones nuevas en las afueras de Stowerton. Kitman no se hallaba en ninguna de ellas. Sin embargo, en la segunda casa de Stowerton le dijeron que con suerte podría encontrarlo en… Liskeard Avenue.

Allí fue, a tres puertas de donde vivía Wendy Williams, donde Burden vio a Kitman en lo alto de una escalera. La casa era como la de Wendy: ladrillo gris, tablas de chilla blancas y ventanales. Kitman estaba pintando el marco de la ventana del último piso. Cuando Burden se detuvo al pie de la escalera y le dijo quién era, Kitman le soltó una retahíla de razones para justificar por qué no había pagado el impuesto del coche. Burden ni siquiera se había fijado en su coche, y aún menos en que la pegatina del impuesto indicaba que la fecha límite de pago era el último día de junio. Al final, sin embargo, consiguió que Kitman le entendiera y éste bajó rápidamente de la escalera, manchando el césped con gotas de pintura que caían de su brocha.

Luego de su paso por comisaría, Wendy Williams había pasado la tarde del día anterior en la cama. Veronica le había llevado su taza de té y su pan con mantequilla. Esto era, al parecer, lo único que le apetecía cuando estaba disgustada. Joy Williams también se había quedado en casa con su hija. O, en todo caso, habían estado en la misma casa, Joy viendo la televisión y a ratos haciendo un esfuerzo por cumplimentar la solicitud de la beca que le permitiría a Sara estudiar medicina. Aunque era jueves, no había habido ninguna llamada de Kevin, quien únicamente tenía esta gentileza con su madre cuando estaba en la universidad, no cuando estaba de juerga en algún centro turístico.

Éstas fueron las coartadas que dieron a Wexford las dos sospechosas principales. Richard Cobb regresó de Birmingham por la tarde y facilitó a Wexford una relación muy detallada y al parecer satisfactoria de lo que había hecho la noche anterior. La policía de Birmingham le ayudaría a comprobarlo. A las seis de la tarde Paulette aún no había regresado a casa y Wexford tuvo la certeza de que ya nunca lo haría. Lo presentía.

El día era sofocante y el cielo estaba encapotado. Los truenos llevaban horas rugiendo y retumbando y poco a poco se había levantado un viento seco y racheado que no contribuía a bajar la temperatura. El calor persistía y el ambiente seguía cargado. Burden y Wexford se encontraban en el despacho de éste. La búsqueda de Paulette no había comenzado todavía. ¿Dónde la buscarían?

– Por lógica yo diría que fue Paulette Harmer quien consiguió el Phanodorm con el que Rodney Williams fue sedado -dijo Wexford-. Estaba en el lugar ideal para hacerlo; no le supondría ningún problema. Lo que me pregunto es si empezó a tener miedo y le dijo a alguien, es decir a Joy, que prefería confesarlo antes de que nosotros lo averiguáramos.

– Claro que existe otra posibilidad… -Burden dejó la sugerencia en suspenso.

Wexford miró por la ventana. Era hora de ir a casa, pero no tenía ganas de hacerlo. El tiempo, el ambiente y lo avanzado de la hora le hacían sentir una gran expectación. Los truenos, por supuesto, eran una amenaza en sí mismos, una señal de la tormenta que se avecinaba, pero también tenían un aire de conminación emocional, como si anunciaran una tragedia inminente.

– Cuéntame lo que te dijo Ritman -dijo-. Con detalle. -Burden ya le había hecho un resumen de la conversación mantenida con el pintor.

– Empezó a hacer el trabajo que le había encargado Wendy el 14 de abril. Había papel en las paredes, según dice, y le costó arrancarlo. Dedicó a ello todo el día 14, y aún no había terminado cuando volvió a casa el día 15.

– Debería haber utilizado Sevenstarker de Sevensmith Harding -dijo Wexford. Y añadió-: «La manera más rápida, eficaz y limpia de quitar el papel de sus paredes.»

– Puede que lo utilizara. Ritman también me dijo que, como no habían retirado los muebles de la habitación, los cubrió con unas sábanas de protección. Cuando regresó por la mañana, es decir, el viernes día 16, algunos muebles estaban descubiertos y las sábanas dobladas. De todos modos supongo que también se los encontraría así otras mañanas, incluida la del 15. Wendy y Veronica seguían hasta cierto punto haciendo vida en esa habitación.

– ¿Se fijó en algo más aquella mañana?

– Una mancha en la pared es lo que estamos buscando, ¿verdad? Una enorme mancha de sangre en la pared y las sábanas, ¿no? Pues bien, no vio nada parecido, y si lo había no se fijó o no se acuerda de ello. Además las paredes tenían manchas, marcas y desconchones, como cabe imaginar, y el 16 Kitman tapó cualquier cosa que pudiera haber con la primera capa de pintura. Emulsión Sevenstar, seguro. Hay algo en lo que sí se fijó, sin embargo, y no me lo dijo porque yo se lo preguntara. Lo hizo por iniciativa propia. Al parecer es algo a lo que no ha dejado de dar vueltas desde entonces. Una de las sábanas de protección no era suya.

– ¿Qué?

– Sí. Sabía que te llamaría la atención. Kitman tiene unas cuantas sábanas de protección que suele llevar consigo. Son sábanas viejas de cama, aunque también tiene un par de cortinas y un cobertor de algodón afelpado. Pues bien, según me dijo, cuando se fue a casa el día 15, dejó los muebles y parte de la alfombra tapados con siete sábanas. Cuando llegó a la mañana siguiente, se encontró con que habían quitado tres sábanas y las habían dejado dobladas en el suelo. No le dio importancia, pero luego observó que una de las sábanas no era suya. Estaba más nueva y en mejor estado que las suyas.

– ¿Se lo comentó a Wendy?

– Dice que sí. El sábado. Pero ella le dijo que no sabía nada al respecto. ¿A él qué más le daba, al fin y al cabo? Tenía el mismo número de sábanas. Uno no va a la policía porque alguien se haya llevado una de sus sábanas de protección y la haya sustituido por otra. De todos modos le extrañó. No podía quitárselo de la cabeza, es la frase que utiliza él. ¿Vamos a llamar de nuevo a esas dos mujeres?

– Por supuesto.

Era viernes, el último viernes del mes. ARRIA se reunía el último viernes de cada mes, pensó Wexford. No, el último jueves. Habían pasado dos meses y un día desde que había ido a casa de los Freeborn y había interrumpido su reunión.

Cogió el teléfono y habló con John Harmer. El padre de Paulette estaba preocupado. La calma y la mordacidad de antes habían desaparecido. Le dijo que su esposa estaba dormida. Profundamente sedada, pensó Wexford.

– Esto está atestado de policía -le dijo el farmacéutico.

– Lo sé -respondió Wexford lacónicamente.

Lo consideraba una desafortunada manera de describir la búsqueda preliminar que había organizado por los alrededores de la casa de los Harmer. Al farmacéutico se le oía respirar claramente al otro extremo de la línea. Le había hablado con voz trémula y bronca. Si insultar a la policía le servía de algo, adelante…

– No puedo decirle que no considero lo ocurrido un serio motivo de preocupación, señor Harmer. Lo lamento. Creo que debería estar preparado para lo peor. Quizá sea conveniente no decirle nada a su esposa todavía.

– ¿Piensa acaso que voy a despertarla para decirle que su única hija está muerta o qué?

Wexford se despidió cortésmente y colgó. La grosería de Harmer le causaba cierta satisfacción. Era más que excusable dadas las circunstancias y al menos demostraba que Harmer no era el marido insensible que aparentaba. Por la mañana ampliarían la búsqueda de Paulette. Para entonces ya tendría cierta idea de dónde y cómo hacerlo.

Gotas de lluvia golpearon la ventana como agujas sobre el cristal. Los truenos retumbaron sobre Myringham. Martin y Marion Bayliss llevaron a las dos señoras Williams a la comisaría y Wexford bajó a la sala de interrogatorios. Wendy, que llevaba su vestido de Jickie y el pelo recién peinado (¿en la peluquería de Jickie?), estaba llorando y secándose los ojos con un kleenex rosa. A Joy nunca la había visto con un aspecto tan desaseado: sandalias viejas en sus pies desnudos, pañuelo en la cabeza y un raído vestido de algodón de los que se abrochan por delante al que le faltaba un botón. Parecía una refugiada, como las multitudes que con frecuencia han atravesado Europa en la historia moderna. Tenía la cara consumida y grisácea.

Burden entró y se sentó al lado de Wexford. La sala se había quedado tan oscura que tuvieron que encender la luz. Todavía no había empezado a llover realmente. Al ver que nadie la consolaba ni le ofrecía una taza de té, Wendy dejó de llorar. Con cierta actitud retadora, sacó la caja de pañuelos rosa y la puso encima de la mesa.

– ¿Era Paulette Harmer la joven a la que estaba viendo su marido?

Wexford dirigió la pregunta a ambas mujeres. Resultaba embarazosa. Parecía estar dando estatuto legal a la poligamia. Joy soltó una carcajada desabrida y más desdeñosa que de costumbre. Wendy dijo que no sabía quién era Paulette Harmer, que nunca había oído hablar de ella.

– ¿Entonces quién era?

– No salía con ninguna joven -dijo Joy-. No salía con nadie. -Señaló a Wendy con la cabeza y añadió-: A menos que la cuente a ella. En tal caso no sería ésa la palabra que yo utilizaría.

Wendy sorbió por la nariz y sacó un pañuelo.

– ¿Y bien, señora Williams? -preguntó Wexford.

– Ya se lo he dicho. No lo sé.

– Todo lo contrario, usted me dijo que sabía que salía con una. ¿Dice que no conoce, que nunca ha oído hablar de esta muchacha, que vive cerca de aquí con sus padres…?

Wendy miró a Joy. Sus miradas se cruzaron. Por primera vez Wexford tuvo la impresión de que se entendían. Luego Wendy apartó bruscamente la mirada y sacudió la cabeza.

– A Rodney Williams le atraían las chicas jóvenes -dijo Wexford-. Usted misma es un ejemplo de ello, señora Williams. ¿Cuántos años tenía cuando se conocieron? ¿Quince? ¿Por este motivo se ha inventado usted a esa joven chica? ¿Porque sabía que era una tendencia natural en él?

– No me la he inventado.

Wexford advirtió de pronto que a Joy le sucedía algo. Estaba temblando de emoción. Aferraba el borde de la mesa con ambas manos. La lluvia había empezado a tamborilear sobre el cristal. Burden se levantó y cerró el montante de la ventana. Joy se inclinó.

– ¿Ha estado Sara hablando con usted? -preguntó.

Estuvo a punto de replicar que era él quien hacía las preguntas. Pero no lo hizo. Tanteó el camino.

– Es posible.

– ¡La muy jodida!

Wexford tuvo la sensación de que las dos mujeres estaban por fin unidas por una especie de vínculo. Y ese vínculo no era el hombre que había muerto… El ruido de la lluvia se intensificó, el estruendo de un aguacero. Se conocían, pensó. Edwina Klein había dicho la verdad. Habían estado unidas en una conspiración y ahora volvían a estarlo. La actuación había terminado… Se volvió hacia Joy y fue como si el hecho de que finalmente clavara la mirada en ella le hiciese ceder.

Habló con voz ronca y profunda.

– Será mejor que lo sepa. Lo que le atraía no eran las jóvenes, o al menos no cualquier joven, sino su propia hija.