173958.fb2
Aquello sucedía, ni siquiera era algo excepcional. Recientemente había sido un tema de moda en los libros de bolsillo dedicados a la sociología popular. Sin embargo, el hecho de que el incesto entre padre e hija pudiera ser un móvil en aquel caso no se le había pasado por la cabeza. Más tarde se preguntaría por qué no se le había ocurrido, conociendo como conocía su cabeza y la forma en que funcionaba, pero ahora, estando en la sala de interrogatorios con las dos mujeres delante de sí, lo único que podía hacer era acordarse de Los Cena y de Beatriz (de su propia hija interpretando a Beatriz) entrando en el escenario a todo correr y gritando: «¡Oh, mundo! ¡Oh, vida! ¡Oh, día! ¡Oh, desgracia!»
La obra debería haberle hecho pensar en ello. Wendy se había cubierto la cara con las manos. Joy lo estaba mirando fijamente con los labios contraídos. En la comisura izquierda le había aparecido una gota de saliva. Estiró una mano para coger uno de los pañuelos de Wendy, titubeante, observando a Wendy, como un perro viejo que se acerca al tazón de comida sin saber cómo va a reaccionar el perro joven. Wendy bajó las manos y dio un empujoncito a la caja de pañuelos en dirección a Joy. Burden les miraba desde su silla con aquella expresión tan suya severa y desdeñosa.
Wexford se disponía a formular una pregunta, pero antes Joy dijo:
– Vino y me lo contó. ¡A su propia madre! ¡A la esposa de su padre! Me contó que había entrado en su dormitorio a altas horas de la noche y que le dijo que tenía frío, que desde que dormíamos en camas separadas nunca conseguía entrar en calor. Eso le dijo. Eso y que ella podía hacerle entrar en calor. ¿Por qué no gritó? ¿Por qué no salió huyendo? Se metió en su cama con ella y lo hizo con ella. No voy a repetir la palabra que ella empleó. Todos la usan para referirse a eso. Ocurrió mientras yo estaba dormida. Estaba dormida y él lo estaba haciendo con mi propia hija.
Se rió. La carcajada sonó más desabrida que nunca, más ronca, pero fue una carcajada. Miró a Wendy y le dirigió la carcajada. Tal vez estaba confabulada con ella, pensó Wexford; tal vez le contó todo esto antes en confianza, de mujer a mujer, conspirando como si en el fondo fueran hermanas, y ahora esté disfrutando diciéndoselo, en nuestra presencia, humillándola públicamente, como si fuera una victoria.
Como el terapeuta con el que se había comparado a sí mismo, decidió dejarle hablar sin interrupciones, sin cortarla con preguntas. Si es que quería hablar. El silencio se prolongaba. Wendy apartó la vista y miró la cortina de agua, curiosamente claustrofóbica, que la lluvia estaba formando sobre los cristales. Había apretado los dedos con tal fuerza sobre su cara que ahora tenía unas marcas sonrosadas. Sin necesidad de que la invitaran a ello, Joy siguió hablando.
– Esperó a que él se fuera al trabajo para decírmelo. Estaba planchándole la blusa para el instituto. -Al dolor se había añadido el insulto, quería decir. La violación que había cometido el padre habría resultado menos ofensiva para la madre si se hubiera comunicado la noticia mientras planchaba una camisa para Kevin-. Lo soltó así, por las buenas. Ni se planteó hacerlo con tacto o… no sé, decírmelo suavemente. Sólo era mi marido. Sólo era mi marido quien, por lo que estaba diciendo, me había sido infiel. -Volvió a soltar su carcajada, pero esta vez con menos convicción-. No quería escucharle. Le dije: no me lo digas, no quiero oírlo. Me tapé los oídos.
Un gesto de rechazo que no era desconocido en las familias Harmer y Williams, pensó Wexford. Tenía la sensación de que era necesario hacer algo, de modo que le dirigió a Joy un gesto de asentimiento.
– Me tapé los oídos -repitió- y ella empezó a gritarme. ¿Acaso no me importaba? ¿No estaba disgustada? Entonces le respondí. ¿Cómo no iba a estar disgustada?, le dije. A ninguna madre le gusta enterarse de que su hija es así, ¿no? Luego le dije que si lo contaba por ahí lo que conseguiría sería destruirnos y que su padre fuera a la cárcel. Además, ¿qué iba a pensar la gente de mí? ¿Qué iba a decir Kevin a sus compañeros de la universidad?
– ¿A qué se refería cuando ha dicho que su hija «era así», señora Williams? -preguntó Burden con voz queda.
– Es evidente, ¿no? No estoy diciendo que él no fuera débil. -Lanzó una mirada a Wendy, que apartó rápidamente la vista-. Bueno, sabemos que lo era. Pero nunca hubiera hecho eso si no…
Miró a Wexford. El inspector se acordó de la primera vez que había hablado con Sara. Su madre le había invitado a que subiera a su dormitorio diciendo que a ella no le molestaría. «Más bien al contrario, conociéndola.»
– ¿Le hubiera animado ella? -dijo él lacónicamente.
Ella asintió con la cabeza.
– O si no le hubiera abrazado o hubiese intentado que se fijara en ella. No tenía diez años precisamente. Yo se lo dije: «Ya no tienes diez años.» ¿Qué cabía esperar si se sentaba sobre sus rodillas? Lo menos que podía hacer era guardar silencio al respecto, le dije, y pensar en mis sentimientos por una vez.
– ¿Cuándo ocurrió todo esto?
– Antes de Navidad. Le dije que había elegido un buen momento, justo cuando íbamos a reunimos para Navidad.
Wendy, que se había mantenido impasible, se estremeció levemente. ¿Se había enterado por fin de dónde y cómo pasaba la Navidad Rodney Williams? Había sido poco después, probablemente en la primera semana de enero, recordó Wexford, cuando Edwina Klein había visto juntas a las dos mujeres.
– ¿Se lo dijo usted a alguien?
– Por supuesto que no. No iba a pregonarlo a los cuatro vientos.
Wexford se volvió hacia Wendy.
– ¿Cuándo se lo dijo? ¿O debería decir advirtió?
Wendy no se escandalizó ante ninguna de las dos preguntas. Ni siquiera se sorprendió.
– No me lo dijo.
– Vamos, Wendy… -Wexford había resuelto por fin el problema de los nombres-. Joy se enteró de quién era usted y la buscó expresamente para decirle cómo era Rodney en el fondo, para decirle en definitiva que cuidara de su hija.
– ¿Decírselo yo? -exclamó Joy-. ¿Qué podía importarme a mí?
– Wendy -dijo Wexford con suavidad-, ¿va a decirnos que no sabía lo ocurrido entre Rodney y Sara? ¿Pretende hacernos creer que lo que acabamos de oír ha sido toda una noticia para usted? Si yo le hubiera dicho que estaba lloviendo no podría haberse sorprendido menos. Joy fue a Jickie, ¿no es así? Y le dijo quién era. Pongamos que fue una semana antes de Navidad. ¿Cómo sabía quién era usted? ¿Había visto a Veronica por la calle y había advertido su parecido con Sara, un parecido inconfundible…?
Ahora se sorprendieron las dos. Se había equivocado en esto entonces. Daba igual. Podía haberse enterado de otras maneras: siguiendo a Rodney, viéndolos juntos a él y a Wendy… De muchas maneras.
– Se conocieron en Jickie y quedaron en verse otra vez después de Navidad. Pero seguro que se vieron más veces…
Wendy se puso en pie impetuosamente con los ojos llenos de lágrimas y cogió un puñado de pañuelos.
– ¡Quiero hablar con usted a solas! ¡A solas! ¡Solos usted y yo!
– Por supuesto -dijo Wexford.
Se levantó. Burden no esperó a que salieran para empezar a hacerle a Joy su tanda de preguntas. ¿Cuándo empezó a sospechar que Rodney tenía una segunda familia? ¿Se lo preguntó alguna vez? Joy estaba riéndose de esta segunda pregunta cuando Wexford cerró la puerta. Llevó a Wendy arriba, a su propio despacho. La lluvia había amainado; ahora eran sólo cuatro gotas que se deslizaban y resbalaban por el brillante cristal. No había empezado a anochecer todavía, y el cielo tenía un color gris claro iluminado por el resplandor del sol que se filtraba entre las nubes. Wendy se tambaleó al entrar en el despacho. Wexford pensó que quizá fuera desaconsejable tocarla, incluso con el propósito de ayudarle a recuperar el equilibrio. Ella se sujetó al marco de la puerta y le lanzó una mirada pidiendo ayuda.
Wexford le aproximó una silla y ella se sentó con cuidado moviéndose como si fuera una persona frágil. Se había convertido en una convaleciente que se comportaba ante el mundo cautelosamente, como tanteándolo. Mantenía los hombros encogidos.
– ¿Qué quería decirme, Wendy? -Wexford dejó de llamarla «señora Williams».
Lo musitó, manteniendo la imagen de inválida, la imagen de una mujer destrozada, pálida y triste como la que podría habitar el castillo de Petrella y llamarse Lucrecia.
– Lo mismo que dijo ella.
– Perdone, Wendy, pero tiene que hablar con más claridad.
– A nosotras nos ocurrió lo mismo. Lo mismo que dijo ella. O… bueno, nos habría ocurrido. Quiero decir, él lo habría hecho, pero se fue y le mataron.
Se hizo la luz.
– ¿Está diciendo que Rodney también se insinuó a Veronica pero que, si entiendo bien, no pasó de eso, de insinuarse?
Ella hizo un gesto de asentimiento. Ahora lloraba a lágrima viva, llevándose a los ojos un puñado de pañuelos de papel como si fueran un trapo.
– ¿Antes de que Joy le avisara o después?
Encogió todo el cuerpo y se estremeció. El maquillaje se le había quitado con el producto limpiador más barato y fácil de conseguir: las lágrimas. Wendy ofreció a Wexford un rostro desnudo, joven y desesperado.
– Le dedicaba más atenciones que las normales entre un padre y su hija adolescente, ¿verdad? ¿Se lo dijo ella o lo vio usted? ¿La besaba y le decía que le gustaba estar con ella a solas cuando usted no estaba presente?
Ella se puso de pie.
– ¡Sí, sí, sí…! -gritó.
– De modo que el 15 de abril, aunque usted no creía que hubiera muchas probabilidades de que Rodney volviese, animó a su hija a que saliera para que no se quedara a solas con Rodney, ¿no es así? Le dijo que no corriera el riesgo de quedarse a solas con él y que esperara a que usted volviese para regresar a casa.
El sentimiento de culpa había hecho desaparecer la indignación y estaba ahora claramente marcado en su rostro. Wexford intuyó que estaba a punto de confesar.
– ¿O acaso le dijo que se fuera para que usted… para que usted y Joy pudieran estar a solas con Rodney?
El aire estaba límpido y transparente, la lluvia había cesado y el cielo tenía dos tonos de azul: un azul celeste oscuro y nítido y un azul brumoso de nubarrón. Eran las nueve. El agua formaba charcos espejeantes que reflejaban el cielo. Hacía un fresco poco habitual, y la temperatura resultaba casi fría. Wexford podía notarlo en la claridad y el olor del ambiente. Salió de la comisaría con el único fin de alejarse de las agobiantes cuatro paredes, del ahogo, de las miles de palabras pronunciadas, de la fatiga de las mentiras.
Antes de que empezaran a recurrir a la televisión, muchas personas, cuando necesitaban una coartada, solían decirle que habían salido a pasear. No sabían a dónde, simplemente habían salido a pasear. Él no les creía. Todo el mundo sabe a dónde ha ido a pasear. Ahora Wexford pensaba que quizá él tampoco sabría decir dónde había estado aquella noche. Marchaba sin rumbo, a buen paso para poder tomar el fresco y pensar en lo sucedido…
Con tan pocos resultados, con tan poco éxito… Había exprimido a aquellas dos mujeres, había girado la manivela y les había hecho pasar por los rodillos. Joy había reído y Wendy había llorado. Él no había dejado de repetirse: Edwina Klein las vio juntas. ¿Por qué habría de mentir? ¿Por qué habría de inventarse nada? Al final había tenido que dejarles que se fueran. Wendy había estado a punto de desmayarse. O de aparentarlo de una manera maravillosa.
El caso estaba perfectamente claro, le había dicho Burden. Por fin se había descubierto un móvil. Joy había matado por amargura y celos y Wendy por miedo a que Rodney mantuviera con Veronica el mismo trato que había mantenido con Sara. Era una expresión desafortunada dadas las circunstancias, aunque quizá no imprecisa… Urdieron la conspiración antes de Navidad, la meditaron durante el principio de la primavera y la llevaron a efecto en abril. Cometieron el asesinato en la habitación que iban a pintar al día siguiente. Limpiaron la sangre con la sábana de Ritman y luego se dieron cuenta de lo que habían utilizado.
Debía de haber ocurrido de aquella manera. No había otra posibilidad. Quizá su plan no había sido matarle, sino simplemente hacerle frente juntas, amenazarle y darle un susto. Pero el cuchillo de carnicero habría estado cerca, quizá sobre la mesa… Sin embargo esto no explicaba por qué le habían sedado con Phanodorm. ¿Y el cuchillo encontrado por Milvey? Las medidas de la hoja coincidían con el ancho y la profundidad de las heridas. Pero también coincidían las de miles de cuchillos.
Se encontraba en Down Road, bajo los goteantes tilos. Quizá había sabido en todo momento que iba en aquella dirección. Aquellas grandes y antiguas casas, casas a las que uno podía llamar con justicia «mansiones», parecían sepultadas bajo el sombrío, silencioso y empapado follaje. La hierba, las hojas y las flores despedían una profunda fragancia. En algún lugar cercano, un perro consentido al que habían dejado solo expresaba su pesar mediante quejumbrosos gañidos. Wexford abrió la verja de la casa de los Freeborn. Había luces encendidas, una arriba y otra abajo. Los basureros habían pasado por allí aquella mañana, antes de que comenzara la lluvia, pero no se habían llevado los desperdicios de aquellas casas cuyos habitantes no llenaban los contenedores. Una hoja de papel mojada, que la lluvia había pegado a la gravilla, mostraba el logotipo de ARRIA y un largo texto que resultaba difícil de leer por la oscuridad.
Salieron a la puerta las dos gemelas. Wexford aprobó su cautela. Estaban de nuevo solas en casa, a sus anchas. A saber dónde estarían sus padres. Se habrían ido a algún antro para hippies desfasados. Las dos llevaban el pelo azul pálido y unos polvos rosa sobre los párpados, pero por lo demás sus caras casi idénticas estaban limpias, tan idénticas como las expresiones de consternación que se dibujaron en sus rostros. Fue Eve quien habló.
– ¿Quiere pasar?
– Sí, por favor. -La casa ya no olía a marihuana. Algo había conseguido. Un dudoso éxito. Las jóvenes no parecían saber a dónde llevarle. Se habían quedado paradas en el vestíbulo-. Anoche se celebró una reunión de ARRIA -dijo él-. ¿Dónde fue? ¿Aquí?
– La mayoría de las veces se celebran aquí -respondió Amy.
– ¿Anoche también?
– Sí.
Abrió una puerta y encendió la luz. Era un salón enorme con un suelo de parquet que no había sido encerado en los últimos veinte años y sobre el que había unos cojines que parecían islas y un diván con una manta al parecer hecha en Perú. La única silla que había en la habitación era un hemisferio de mimbre colgado del techo. Unas puertas de cristal desprovistas de cortinas conducían a lo que parecía ser un bosque impenetrable.
Wexford se sentó en la silla colgante negándose a sentir alarma ante su inmediato movimiento de vaivén.
– ¿Quién asistió?
Sus miradas se cruzaron.
– Las de siempre -dijo Amy sin dejar de mirarle. Y añadió-: Siempre viene el mismo grupo.
Wexford enumeró una serie de nombres y recibió un gesto de asentimiento a cada pausa.
– ¿Caroline Peters? ¿Nicola Anerley? ¿Jane Gardner? ¿Paulette Harmer? -Eve asintió con la cabeza, y tal como había hecho al oír los otros nombres-. ¿Edwina Klein?
– Sí, Edwina también vino. ¿Por qué no habría de venir?
– En efecto, ¿por qué no habría de venir? ¿Y por qué no habría de venir también Sara Williams, si vamos a eso?
– Sara no vino -dijo Amy-. Tenía que quedarse en casa con su madre.
De manera que John Harmer no había andado tan descaminado al sugerir que la desaparición de su hija había tenido que ver con «esa tontería del movimiento feminista».
– ¿A qué hora terminó la reunión?
– A las diez -dijo Amy-. Aproximadamente a esa hora. -Había abandonado la actitud distante. Le había perdonado. Su hermana, sin embargo, nunca lo haría-. Hoy me dijo alguien que Paulette no volvió a casa en toda la noche…
– No me lo habías dicho -dijo Eve con brusquedad.
– Se me olvidó. -Amy volvió a mirar a Wexford-. Llegó un poco tarde. No dijo por qué. Edwina vino con su tía, no para afiliarse sino para ver cómo son las reuniones, aunque cumple los requisitos, ya que nunca ha estado casada. Estuvo bien ver a una persona mayor que se ha mantenido fiel a sus principios.
– «He luchado por la causa justa -citó Wexford-. No me he apartado del buen camino. He mantenido la fe.»
– Exacto. Eso es precisamente. ¿Cómo lo ha adivinado?
No le respondió. La versión autorizada les era desconocida; tanto a su generación como a la anterior les había pasado inadvertida. Era de un polvoriento tomo de teología, un libro cerrado en todos los sentidos.
– ¿Se fue Paulette sola?
– La reunión se celebró en el piso de arriba. -Eve se mantenía fría e inflexible, pero era ella la que hablaba-. No acompañamos a nadie a la puerta. Bajaron y se fueron. Paulette bajó con Edwina y su tía.
– Bajaron juntas -dijo Amy-, pero no salieron de la casa juntas. Miré por la ventana y vi que Edwina y su tía subían al coche de ésta. Paulette no las acompañaba.
– ¿Qué hay ahí fuera? -preguntó Wexford de repente. Señaló las puertas de cristal tras las cuales sólo se veía una masa de follaje.
– El invernadero.
Amy las abrió de par en par y apretó un interruptor. Quizá la familia Freeborn fuera poco convencional, pero desde luego no era despreocupada. El viejo invernadero abovedado, cuyas vidrieras superiores, de color burdeos y verde, tenían un diseño de tulipanes estilo art déco, estaba lleno de frondosas plantas verde oscuro, algunas de las cuales tenían aspecto subtropical. Todas ellas requerían abundante agua, y la recibían. Debía costar una fortuna calentar aquello en invierno, pensó Wexford al tiempo que se acercaba al invernadero, entraba y reconocía un par de orquídeas y la trompeta malva y aterciopelada de una brunfelsia.
Sin que nadie se lo pidiera, Eve inundó de luz el jardín que había detrás. Apretando otro interruptor encendió un arco voltaico en el tejado del invernadero y otro en las ramas de una enorme encina. El jardín, si así podía llamarse, no merecía ser iluminado de aquella manera. Era un terreno silvestre de hierba sin cortar, flores, zarzas y algún que otro árbol centenario. Además era enorme, la clase de jardín que permitía a sus dueños decir con todo derecho que nadie podía espiarles. Los setos, que a aquella hora parecían ser de un intenso color negro, formaban un cerco irregular.
– No tenemos costumbre de entrar mucho en él -dijo Amy-. A menos que sea para tomar el atajo de High Street. Y cuando hay barro… -Otra frase sin acabar. Prosiguió vagamente-. A papá le gusta. Es él quien cultiva las plantas.
La Cannabis sativa, pensó Wexford, aunque no aquí. Hacían falta rayos infrarrojos para cultivarla, y en abundancia. Abrió la puerta del jardín. El aire estaba frío y húmedo. Vio un camino que atravesaba la hierba, pedazos de losa colocados irregularmente en lo que antaño fuera césped y ahora era hierba mojada. Las chicas no le siguieron. Eve se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío. Amy exhaló sobre el cristal de la puerta y empezó a dibujar con un dedo un cuervo con cara de mujer. Wexford avanzó por el sendero. Los arcos voltaicos no iluminaban más allá de diez metros. Sacó su linterna del bolsillo y la encendió.
El sendero conduce a la verja que hay en la valla del fondo, pensó. Éste era el atajo de High Street al que se había referido Amy. Primero avanzaba por un oscuro soto de arbustos, laureles y rododendros, todos brillantes por la lluvia. Wexford tuvo la curiosa sensación de estar paseando por un cementerio. Los cementerios eran como aquel lugar: descuidados, con arbustos decorativos y árboles funerarios. Para que fuera exactamente igual habría que quitarle las flores y ponerle lápidas.
Llegó a la valla y casi chocó contra la verja, que se encontraba en una abertura del seto sin podar que seguía la línea del entablado. Desde aquel punto se adivinaban las traseras de otras casas de gran tamaño, dos de ellas con las ventanas iluminadas. La luz no llegaba hasta allí y la luna no había salido. El sendero describía una curva en torno al jardín. Wexford siguió su elipse. Allí había una masa de cañas de bambú, resecas en su mayor parte. La gabardina de Wexford se enganchó en algo espinoso. Al tirar de ella, oyó un desgarro y volvió la linterna para ver qué había sucedido…
Iluminó el centro de un círculo de rosas silvestres, zarzas de malévolas espinas y… un brazo extendido, una cara tapada, un logotipo y unas siglas, rojo sobre algodón blanco: ARRIA y la mujer cuervo.
Aquello se parecía más a un cementerio de lo que había supuesto…