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19

Allí estaba el agente encargado de recoger las pruebas. Y el doctor Crocker. Sir Hilary Tremlett había tenido que levantarse de la cama y llevaba puesto un pantalón gris y un abrigo de pelo de camello sobre la camisa del pijama. Burden estaba tan arreglado y lozano como a media mañana. Y la lluvia caía en ráfagas veraniegas. Tuvieron que improvisar una especie de tienda sobre el cadáver.

La habían estrangulado. Con un trozo de cuerda o una soga. Wexford podía verlo sin necesidad de preguntárselo al doctor Crocker o a sir Hilary. El flash del fotógrafo le hizo parpadear. No quería volver a mirarla. Le repugnaba, pero no debido a la náusea física. Esto lo tenía más que superado. Ya no se licenciaría en farmacia, ya no se casaría con Richard Cobb, ya no florecería aquella extraña belleza suya, tan acuciante y remota al mismo tiempo.

Le preocupaban las chicas, Eve y Amy, solas en aquella casa con una joven, una muchacha de su edad, muerta en el jardín. Marion Bayliss había intentado localizar a sus padres, pero no los había encontrado en ninguno de los números de teléfono que las gemelas le habían facilitado. Los vecinos evitaban a los Freeborn. Con las familias de las casas colindantes ni siquiera se hablaban. Eve pensó en Caroline Peters, y fue ella quien acudió a la casa de Down Road y les hizo compañía el resto de la noche. Wexford se metió en la cama a las tres de la madrugada. Había una nota de Dora que leyó sin prestarle demasiada atención: «Un hombre llamado Ovington ha telefoneado varias veces preguntando por ti.» Estaba profundamente dormida y parecía joven. Se acostó a su lado y lo último de lo que tuvo conciencia antes de dormirse fue que había puesto su mano sobre la cadera todavía delgada de ella.

– Llevaba veinticuatro horas muerta -dijo Crocker-, aproximadamente lo que tú habías calculado.

Cuando no duermes lo suficiente, pensó Wexford, te sientes más débil que cansado. Aunque quizá fuera lo mismo.

– ¿Estrangulada con qué? -preguntó-. ¿Alambre? ¿Soga? ¿Cuerda? ¿Cable eléctrico?

– Como es fácil de conseguir y prácticamente imposible de romper, yo diría que con un pedazo de cuerda de nailon como la que se utiliza para colgar cuadros. ¿Dónde estaban tus sospechosas… -Crocker consultó su reloj- hace treinta y seis horas?

– En casa con sus hijas, según dicen.

Wexford empezó a repasar la declaración que Burden había tomado a Leslie Ritman. El pintor había descrito con cierto detalle la sábana desaparecida. Ahora eso no servía de nada, por supuesto. Habían pasado cuatro meses desde que los basureros del ayuntamiento se habían llevado aquella sábana metida en una bolsa negra. Y probablemente junto con el cuchillo. Por algún motivo no podía creer la historia de Milvey sobre el cuchillo. No podía aceptar dos coincidencias que tuvieran que ver con aquel hombre…

Las paredes estaban manchadas y tenían irregularidades, había declarado Kitman. No lograba recordar si el 16 de abril por la mañana las manchas tenían un aspecto diferente que el 15 por la tarde. Otra persona había arreglado algunos agujeros y las grietas con masilla, la cual, cuando secaba, dejaba manchas blancas. El 16 de abril y la mañana del 17 había recubierto las paredes con papel de fibra gruesa y había empezado a pintar.

¿Iba a tener que llamar de nuevo a aquellas mujeres? Una de ellas había matado a la joven hacía dos noches para impedir que confirmara su culpabilidad en el asunto del Phanodorm. ¿Una o las dos? Era probable que Joy hubiera averiguado que iba a estar allí y que iba a salir por el atajo a High Street para coger el autobús de Pomfret.

Burden estaba retrasándose. Él también había estado de aquí para allá desde primera hora del día anterior, y al final se había acostado más tarde que Wexford. Estar levantado pasada la medianoche, pensó Wexford, es como levantarse de amanecida. Siempre le había gustado aquella frase; el problema era que ya nadie utilizaba «de amanecida», lo cual le quitaba gracia. Pensar en la hora de acostarse le trajo a la memoria la nota de Dora, pero cuando se disponía a telefonear a Ovington, Burden entró en el despacho.

No parecía cansado, pero sí haber envejecido diez años y adelgazado cinco kilos. Llevaba su traje gris con una camisa a tono y una corbata rojiza con finas rayas color chocolate. Ni que fuera a ir a una boda, pensó Wexford. Lo único que le faltaba era un clavel en la solapa.

– Jenny está a punto de dar a luz -dijo-. La he llevado al hospital esta mañana a las ocho. Aún es pronto para que ocurra, pero decidieron ingresarla.

– Será mejor que cojas la baja ya mismo.

– Gracias. Suponía que lo dirías. Menudos momentos eligen los bebés… ¿No podía haber esperado una semana más? Por cierto, se llamará Mary.

– Como tus dos abuelas, claro.

Pero Burden había olvidado la coincidencia que le había mencionado a Wexford.

– ¿Sabes que no había reparado en eso? Quizá deberíamos ponerle Mary Brown Burden.

– Ni lo pienses -dijo Wexford-. Suena a predicador evangelista americano. Llámame, ¿vale, Mike?

Más tarde, si había suerte, le enviarían el informe del forense sobre Paulette Harmer y quizá también algún dato del laboratorio sobre el arma homicida. Había pedido a Martin que fuera a un juez y obtuviera bajo juramento una orden de registro para el domicilio de los Williams en Liskeard Avenue y no esperaba que tuviera dificultades. Mientras tanto pediría que le llevasen al otro domicilio Williams. No tenía ganas de andar, por mucho que se lo aconsejara Crocker.

Sara estaba segando la hierba del jardín de la calle con uno de esos pequeños cortacésped eléctricos que funcionan con una cuerda enrollada en un carrete y que son muy útiles para recortar bordes. Cuando él bajó del coche, el cortacésped soltó un petardeo y dejó de segar, y la joven, roja de ira, se puso a tirar furiosamente de la cuerda del ligero aparato. Wexford le oyó mascullar una palabra que seguramente a Joy no le gustaría nada oír.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

– Si haces eso sin desenchufar el cable -le dijo Wexford-, algún día vas a cortarte la mano.

Sara se calmó tan rápidamente como se había encolerizado.

– Lo sé. -Quitó el enchufe de la toma para complacerle y sonrió. Llevaba una camiseta de ARRIA idéntica a la de la difunta Paulette-. Éste es el cuarto carrete que compramos este verano. Estos cacharros nunca funcionan bien. ¿Quiere ver a mi madre?

Aún no podía haberse enterado de lo de Paulette. Recordó la jactancia apenas disimulada con que se había dirigido a su prima por teléfono y pensó que no le importaría mucho. Tanto como le importaría que arrestaran a su madre por el asesinato. Pero quizá fuera natural que a las víctimas de incesto no les importara mucho ninguna cosa. Sintió compasión por ella.

– Antes quiero hablar contigo.

El garaje, ahora que no lo ocupaba ningún coche, se había convertido en un cobertizo para herramientas y un almacén para muebles de jardín deteriorados. Sara le invitó a tomar asiento en una tumbona. Ella se sentó en un cajón y se puso a forcejear con el carrete de la cuerda. Parecía que iba a acabar igual que sus tres predecesores, los cuales se encontraban en un estante al lado de unas latas de pintura Sevenstar medio llenas. Wexford supuso que lo hacía para no tener que mirarle mientras él le hablaba sobre su padre.

La primera vez que le mencionó el tema del incesto, aludiendo discretamente a lo que su madre le había contado, Sara no enrojeció sino que palideció poco a poco. El fino vello dorado de sus brazos se erizó.

Le preguntó con delicadeza cuándo había ocurrido por primera vez. Ella mantenía la cabeza gacha tratando de dar vueltas al carrete con la mano derecha y cogiendo con el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda la escurridiza cuerda roja.

– En noviembre -dijo, confirmando las suposiciones del inspector-. El día 5 de noviembre. -Alzó la mirada fugazmente-. Ocurrió sólo dos veces. Me cuidé de que no fueran más.

– ¿Le amenazaste?

Titubeó.

– Sólo con llamar a la policía.

– ¿Por qué no se lo dijiste a tu hermano? ¿O sí se lo dijiste? Tengo la impresión de que tú y tu hermano estáis muy unidos.

– Sí, es verdad. A pesar de todo. -No dijo a «pesar de que», pero el inspector creyó adivinarlo-. Fui incapaz de decírselo. -Como si fuera otra la joven que hablaba, apartó la mirada y añadió-: Estaba avergonzada.

Pero como odia a su madre, fue un placer contárselo. Dio un último tirón y la cuerda cedió en exceso, dejando salir metros de hilo color escarlata enrollado flojamente.

Kevin estaba en la casa. Había llegado inesperadamente aquella mañana en un transporte incómodo e ineficiente. Se encontraba tendido en el sofá agotado, sucio y desaseado, con las botas apoyadas en uno de los brazos. Cuando Wexford llamó a la puerta, Joy salió a abrir sosteniendo un refrigerio para Kevin; una bandeja con sándwiches, café y algo que podía ser helado o yogur. Llevaba la misma ropa que el día anterior, pañuelo incluido (¿se lo habría puesto para ir corriendo a la tienda y comprar el condumio de Kevin?), y tenía aspecto de no quitársela nunca, de dormir con ella. Wexford le relató escuetamente lo que le había sucedido a Paulette, pero ella ya lo sabía. John Harmer le había llamado cuando Sara estaba en el jardín. O así fue como le explicó al inspector que lo sabía. Él dijo que quería que fuera más tarde a la comisaría con Wendy. Mandaría un coche a buscarla.

– ¿Y cómo va a cenar mi hijo?

– Déme un abrelatas -dijo Wexford- y le enseñaré a utilizarlo.

La señora Williams no advirtió la ironía y respondió que suponía que por una vez su hijo podía cenar comida enlatada. Por lo menos no había sugerido que su hermana podía preparársela, lo cual era una mejoría (si así veía uno las cosas) con respecto a veinte años antes.

La siguiente visita era Liskeard Avenue, Pomfret. Martin había obtenido la orden y se encontraba allí con Archbold y dos agentes uniformados. Palmer y Allison, los dos únicos policías negros de Kingsmarkham. Wendy, llorosa, estaba intentando persuadirlos de que no era necesario arrancar el papel de las paredes del salón.

Veronica, sentada a la mesa de cristal, estaba cosiendo el dobladillo de una prenda blanca, pero dejó la aguja cuando llegó la policía. Wexford pensó en la niña de la canción infantil, que se sentaba en un cojín para hacer costura y se alimentaba de fresas, nata y azúcar. Habría sido su vestido lo que se lo había sugerido, con sus dibujos de pequeñas fresas silvestres y hojas verdes sobre fondo blanco. Llevaba de nuevo medias, de color azul oscuro esta vez, y zapatillas blancas. Otra cosa que hacía que aquellas jóvenes se parecieran era que sus rostros no reflejaban sus sentimientos. Tenían las caras vagamente melancólicas, ligeramente ufanas y casi siempre impasibles de las vírgenes de las pinturas florentinas.

Sylvia, la hija de Wexford, tenía un gato que emitía maullidos silenciosos, ya que se limitaba a abrir la boca, que es el gesto que hacen cuando maúllan. El «hola» de Veronica le recordó a aquel gato: un saludo para alguien que sabe leer los labios. Wendy insistió en sus ruegos cuando entró, pero esta vez dirigiéndolos al inspector únicamente.

– Lo lamento, Wendy. Sé cómo se siente. Nos encargaremos de que vuelvan a pintarle la habitación. -O de que se la pinten a otra persona, pensó-. Intentaremos ensuciar lo menos posible.

Y, en efecto, tenían intención de utilizar Sevenstarker de Sevensmith Harding. Cuatro latas grandes, todas con un rótulo rojo que rezaba: «La manera más rápida, eficaz y limpia de quitar el papel de sus paredes.» Sin pararse a pensar en ello, Wexford hizo votos por que aquella frase no fuera una exageración demasiado grande.

– ¿Pero para qué? -repetía Wendy al tiempo que, curiosamente, recogía adornos, los ponía en una bandeja y los metía en un armario empotrado.

– No estoy autorizado para responder a esa pregunta -contestó Wexford, recurriendo a una muletilla policial-. Pero tenemos tiempo de sobra. Por favor, despeje la habitación usted misma si quiere.

Veronica cogió su costura. Enhebró la aguja y se puso en el dedo índice un dedal rosa.

– Está cosiendo el dobladillo de su uniforme de tenis. Esta tarde juega la final de individuales femeninos en el club. -Wendy lo dijo con tono trágico, que sólo varió levemente con un ligero acento de orgullo en la palabra «club».

Probablemente se refería al Club de Tenis de Kingsmarkham, aunque también podía referirse al de Mid-Sussex.

– No se lo impediremos -dijo Wexford.

– Pero le causarán un disgusto. -Wendy condujo al inspector a la cocina-. No irán a decirle nada sobre lo que usted ya sabe, ¿verdad? No irán a sacar el tema.

– No soy asistente social.

– No llegó a ocurrir nada. Yo misma me cuidé de que no ocurriera nada.

Resultaba imposible, sin embargo, no considerar a Rodney Williams, que hasta entonces no había pasado de ser un mentiroso y un estafador, como una especie de monstruo. Si cometer una agresión sexual contra una hija ya era bastante espantoso, ¿qué decir del hecho de que se hubiera acercado a su hermana menor casi de inmediato con intenciones deshonestas?

– Pero, evidentemente, usted no habría sospechado que podía ocurrir algo si Joy no se lo hubiese advertido.

– ¿Cuántas veces he de decirle que no conocía a esa mujer hasta que usted nos presentó?

– Algo que no me ha contado es cómo se enteró de que Rodney estaba haciéndole insinuaciones a Veronica. Él no se lo dijo, pero usted lo sabía. Veronica, la joven que vive en casa con su familia, es el motivo por el que usted nos ha hecho emprender una búsqueda inútil, ¿no es así? -Cerró la puerta que comunicaba ambas habitaciones y se apoyó contra ella.

Wendy hizo un gesto de asentimiento, pero sin mirarle.

– ¿Cómo se enteró, Wendy? ¿Vio algo? ¿Observó algo en su conducta? ¿Ocurrió antes o después de que Joy se lo advirtiera?

– No vi nada -balbuceó-. Me lo dijo Veronica.

– ¿Veronica? ¿Esa niña inocente, que parece tener doce años en lugar de dieciséis? ¿La niña a la que evidentemente usted ha protegido de todo roce con la vida? ¿Esa niña interpretó los besos de cariño que le daba su padre, los abrazos y cumplidos, como insinuaciones sexuales?

Un gesto de asentimiento, seguido de vehementes cabeceos.

– Y aun así usted dice que «no llegó a ocurrir nada». Supongo que se refiere a que no hubo más que un beso, una caricia y un cumplido. Sin embargo, ella, lo consideró como una proposición incestuosa.

Wendy reaccionó de la manera típica: rompió a llorar. Wexford le acercó un taburete y buscó una caja de pañuelos de papel, lo cual no era tarea difícil en aquella casa. Regresó al salón. La alfombra ya estaba cubierta de sábanas y Veronica había desaparecido. Allison estaba embadurnando las paredes de Sevenstarker y Palmer ya se había puesto manos a la obra con una espátula para arrancar el papel. La corazonada que sentía sobre lo que podía haber debajo del papel era probablemente descabellada, pero existía la posibilidad de que un análisis del yeso mostrara rastros de la sangre de Rodney. Y también de que no los mostrara. Fuera como fuese, Leslie Kitman iba a tener trabajo. Podía volver la semana siguiente y pintarlo todo otra vez a expensas de la comisaría de Mid-Sussex.

Llovía de nuevo, lo cual obligaría a suspender el partido que iba a disputar Veronica por la tarde, ya que ni el club de tenis de Kingsmarkham ni el del condado de Mid-Sussex de Myringham tenían pistas cubiertas. Wexford, que se encontraba en su despacho a pesar de que era sábado, se fijó en la hora. Las doce y media. Pronto habrían transcurrido tres horas desde que Mike había pasado para anunciar el inminente nacimiento de su hija. Bueno, todavía era demasiado pronto. Tiempo al tiempo.

Había algo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza, algo que le había dicho Wendy. Estaba relacionado con el partido de tenis, pensaba. Pero lo único que le había dicho era que iba a jugar aquella tarde. ¿Por qué tenía la extraña sensación de que la clave del caso residía en esas palabras? A menudo, cuando un caso estaba a punto de resolverse, tenía sensaciones parecidas en relación a alguna menudencia, y resultaba que las menudencias siempre eran cruciales y sus corazonadas rara vez desacertadas. La dificultad estribaba en que no sabía de qué era la corazonada.

Todos los hombres disponibles estaban en su mayoría recorriendo Down Road de casa en casa, interrogando a todas las jóvenes que habían acudido a la reunión de ARRIA o bien poniendo el salón de Wendy patas arriba. Una sensación de soledad y aislamiento le embargaba. Dora había ido a Londres para pasar la noche con Sheila en Hampstead. Su nieto mayor cumplía nueve años y estaba previsto que su fiesta de cumpleaños comenzara dentro de tres horas. Los sábados Crocker se pasaba el día entero jugando a golf. A Wexford le habría gustado dormir pero le costaba conciliar el sueño durante el día. ¿Qué demonios era lo que Wendy le había dicho? Probablemente Tremlett estaba todavía ocupado con el cadáver de aquella pobre chica… Le había conseguido Phanodorm a Joy y luego le había amenazado con contarlo. Bueno, quizá no le había amenazado sino advertido que tenía que hacerlo. Joy había administrado a Rod el Phanodorm en lugar de sus pastillas para la tensión. Sólo le había costado el tiempo que se tarda en llegar a Pomfret. Le había seguido en autobús hasta casa de Wendy…

Está dormido cuando llegas; lo miras y recuerdas la ofensa que supone para ti que le haya hecho eso a tu hija. Además está casado con otra mujer, como si fuera un jodido jeque. Su otra esposa colabora contigo a pesar de que la odias. Su hija corre peligro desde que le has hablado de las inclinaciones de Rod. ¿Y si no le dejaras despertarse? Ella dice que van a pintar la habitación mañana, así que no importa si se produce un estropicio. Si escondes el cadáver durante el tiempo necesario… Por la mañana llamas a la oficina y dices que está enfermo cambiando un poco la voz. Ella mecanografiará la carta de dimisión. Puede utilizar la máquina que tiene una amiga suya en casa; nadie va a averiguar su paradero. Estáis las dos comprometidas por igual, tú y ella, las dos esposas de Rodney Williams, para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte os separe. También lo apuñaló ella, aunque fuiste tú quien le dio el narcótico. Las dos bajasteis el cadáver por aquella excéntrica escalera de caracol y lo llevasteis hasta el garaje de la casa. Lo metisteis en el coche junto con su bolso de viaje. Condujo ella porque tú no sabes, aunque fuiste tú quien cavó la mayor parte de la fosa. Mancharte las manos nunca te ha molestado como le molesta a ella. Dos viudas, comprometidas por igual, y lo que el asesinato ha unido que no lo separe el hombre.

Wexford se había puesto en el pellejo de Joy y a punto estuvo de acabar su monólogo interior con una risotada. Lo más probable era que Burden no llamara hasta la noche. Y con toda seguridad le llamaría a casa. Fue en coche al Old Cellar y pidió una tajada de quiche con brécol y champiñones (una grata novedad) y un vaso de Frascati. Era sábado, al fin y al cabo, aunque no tenía nada que celebrar. A continuación regresó a la urbanización cuyas calles tenían nombres de poblaciones de Cornualles: Bodmin, Truro, Falmotuh, Liskeard. Caía una lluvia fría y gris. Era el tiempo que había hecho entre la desaparición de Rodney y el hallazgo de su cadáver.

En el salón de Wendy se había progresado considerablemente. Tres paredes estaban prácticamente desnudas. No había sido un trabajo rápido, eficaz y limpio, pero tampoco estaba mal. Martin había llamado a alguien del laboratorio forense, una joven desgreñada vestida con un mono azul que sin embargo tenía aire de experta mientras raspaba con esmero la pared para obtener muestras del yeso pardusco.

Wendy estaba abajo, en el cuarto de la costura, de la plancha, de la lavadora o de lo que fuera, cortando patrones de revistas. Como terapia, sin duda. Veronica estaba con ella. Se había quedado sin partido, tal como él había previsto. Wexford se acordó de repente de que había amenazado a Joy con mandar un coche a buscarla «más tarde» y de la crisis que esto había desencadenado en relación con la cena de Kevin. Bueno, tendría que ser mucho más tarde… O mañana. O todos y cada uno de los días a partir de aquel momento… No, no debía pensar de aquella manera.

Wendy había cambiado su vestido por un traje de lino. Quizá hubiera planeado ir a ver jugar a su hija, ya que Veronica, como negándose a aceptar la suspensión hasta el último momento, estaba vestida con su uniforme blanco: una minifalda plisada (era difícil imaginársela en pantalón corto) y una camiseta casi demasiado bien acabada como para ser calificada de tal.

– Supongo que lo aplazarán hasta el lunes por la noche -dijo Wendy con voz aguda y cierto malhumor-, lo cual significa que la mitad del público no irá.

La experta bajó por la escalera de caracol con su estuche de muestras y el raspador en la mano.

– Creo que voy a vomitar -musitó Veronica.

Su madre se puso en pie de un brinco, solícita y preocupada, y se apresuró a acompañar a su hija al cuarto de baño de la planta baja.

Wexford volvió al piso de arriba. Archbold se había ido, y la experta también. Martin estaba bebiendo té de un termo y los otros dos agentes latas de coca-cola mientras esperaban a que el Sevenstarker con que habían humedecido la cuarta pared hiciera efecto. Wexford sintió algo parecido a un remordimiento de conciencia. La habitación, otrora un santuario de color rosa, era ahora un verdadero desastre. Martin lo había llamado escombrera, pero Wexford pensaba que era más apropiado matadero, ya que éste era el uso que le habían dado y el motivo por el que ellos habían causado aquel estropicio. ¿Pero y si estaba equivocado? ¿Y si el asesinato de Rodney Williams había sido cometido en otra parte?

Ahora era demasiado tarde.

Lo que perdiera la policía lo ganaría Ritman. El cometido del hombre que piensa, parafraseó, es dar empleo al artesano.

– ¿Me alcanzas uno de ésos? -le dijo a Martin señalando un raspador. Las manchas blancas que había en el yeso marrón correspondían a las zonas que Wendy había tapado antes de que Ritman empezara a empapelar.

El yeso blanco no se movió.

– ¿Quiere que pruebe yo, señor? -Allison le enseñó algo que a Wexford le pareció un cincel.

– Vamos a probar todos.

Allison no olvidaría fácilmente aquel día. Desde que había ingresado en el cuerpo, dos años atrás, no se había distinguido por nada en especial. A veces pensaba (y con él su esposa) que le habían aceptado porque era negro y no porque reuniera las condiciones para el puesto o porque fuese una persona válida. Con su esnobismo racial, habían pasado de un extremo al otro. Durante varias semanas todo el mundo había hecho un verdadero esfuerzo por tratarle con más amabilidad, cortesía y consideración que la que mostrarían hacia un abuelo multimillonario en su lecho de muerte. Pero con el tiempo la situación fue volviendo poco a poco a la normalidad. Allison se sentía un poco solo en Kingsmarkham, donde únicamente su esposa, sus hijos y dos familias más eran antillanos como él. Sin embargo, aquel día le compensó por todo lo anterior. A su modo de ver, fue aquello lo que le convirtió en un agente de la ley.

– Señor, me parece que he encontrado… -empezó.

Wexford se puso a su lado en un abrir y cerrar de ojos. Allison fue abriendo el agujero cuidadosamente en su presencia, dando gracias a su buena estrella por haberse acordado de ponerse los guantes. El objeto estaba encajado en la grieta, envuelto en papel de periódico y cubierto de yeso. Siguió picando y abriendo el agujero, luego apoyó la mano sobre el objeto y miró al inspector. Wexford hizo un gesto de asentimiento.

En lugar de caer al suelo ruidosamente, el cuchillo fue descubierto con la misma reverencia que si fuera vidrio tallado. Todos lo miraron, colocado sobre su envoltorio, limpio como un espejo y brillante como el largo prisma de una araña de cristal.