173958.fb2
Estuvieron con Wexford todo el domingo, y el lunes los periódicos de la mañana anunciaron que el arresto era inminente. Pero Wexford quería a las dos mujeres, no sólo a una. Quería a Wendy y también a Joy. Acusar a Wendy del asesinato de Rodney Williams no le supondría ningún problema. El cuchillo escondido en la pared del salón tenía una hoja que coincidía exactamente con las heridas del cadáver y había aparecido envuelto en el Daily Mail del 15 de abril. Así y todo, el inspector quería detener también a Joy, pese a que no parecía relacionada con el crimen. Las únicas pruebas que tenía eran el testimonio de un testigo que afirmaba haber visto a las dos mujeres juntas y el de una telefonista que decía haber oído por teléfono una voz que probablemente era la suya. Además, Joy tenía una coartada. Wendy no. Cada hora que pasaba era un paso más hacia su destrucción o, cuando menos, hacia su ingreso en prisión. Hasta que llegó Ovington. Mejor dicho, hasta que Ovington hizo su segunda visita.
Solo en casa, mientras cenaba un plato de comida rápida el sábado por la noche, Wexford recibió una llamada de Burden. Los dolores de parto de Jenny no habían sido exactamente una falsa alarma, pero habían ido disminuyendo a lo largo del día. No obstante, iban a mantenerla internada y estaban considerando la posibilidad de emplear algún método de inducción…
– ¿No querías que tardara una semana más? -respondió Wexford con sarcasmo-. Será mejor que vuelvas al trabajo.
Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue llamar a Ovington. ¿Qué importaba que fuera domingo? Para cuando Ovington llegó a la comisaría, él, el inspector Martin y Polly Davies tenían a Joy y Wendy en una sala de interrogatorios, la refugiada desquiciada y la muñeca rota. Lo curioso era que ya no eran tan diferentes. En lo que se refiere al aspecto, se entiende. Se había producido una especie de mezcla. Wexford pensó en la tortuga y el erizo de Kipling, que se combinaban para formar un armadillo. Aunque Joy y Wendy no habían llegado a tal extremo, la inquietud y el hostigamiento habían tenido su efecto en la más joven. En cambio, la mayor se había arreglado. Quizá se debiera al regreso de su hijo, pero en cualquier caso el pañuelo de la cabeza había desaparecido y ahora calzaba unos zapatos más apropiados. Wendy, en cambio, llevaba un maquillaje que la avejentaba, tenía pelos sobre los hombros de su vestido de algodón negro y ya no estaba nerviosa por tener una carrera en la media.
Las dejó para ir a hablar con Ovington. Sonriente como de costumbre y mostrando unas ridículas ganas de agradar, difícilmente habría podido conseguir que le creyera la persona más crédula y menos aún un policía práctico y decidido.
– ¿Estuvo con usted el 15 de abril? -preguntó Wexford-. ¿Fue a su casa después del trabajo a tomar una copa? ¿Y por qué ella no me lo ha mencionado?
– No quiere que nadie sepa que estaba viéndose conmigo cuando su marido aún vivía.
Era una respuesta verosímil. A Wendy le gustaba que la virtud conyugal se considerara uno de los aspectos de su imagen. Pero esto no significaba que la historia de Ovington fuera cierta. Estaba intentando engañarle. Era un hombre bueno y estúpido con una idea equivocada del deber. Wexford le dio las gracias por haber venido. Luego, mientras se dirigía a reunirse con las viudas de Williams, se le ocurrió que quizá Ovington estaba compinchado con Wendy, y no ésta con Joy. En tal caso, ¿quién había hecho la llamada?
Wendy estaba llorando y decía tener frío. Era cierto que habían bajado mucho las temperaturas para la época del año, pero ella debería haber venido preparada, debería haber sacrificado su vanidad y cogido un abrigo. Pensó en todos los lugares del mundo (y en todos los policías que habría en ellos) donde Wendy habría tenido que seguir temblando, donde de ser posible la temperatura habría sido bajada, donde se habría estimulado un poco la hipotermia… No podía llamarse tortura a hacerle pasar frío a alguien para que confesara.
– Traiga algún abrigo -le dijo a Polly.
Volvió a sacar el tema del incesto y volvió a oír historias llenas de puntos suspensivos. Joy consideraba a Rodney capaz de hacerlo, pero insistía en que Sara le había incitado y también en que él habría ido a la cárcel si ella hubiera abierto la boca. Wendy aseguraba ahora que Veronica le había dicho que Rodney había empezado a ir a su dormitorio para darle el beso de buenas noches y que era «desagradable». Así, dijo Joy olvidándose de lo que había declarado con anterioridad, era exactamente como había comenzado todo en el caso de Sara. Polly volvió con una prenda de punto gris perteneciente a la gama de Marks & Spencer para la tercera edad (Dios sabría dónde la había encontrado) y Wendy se la puso con una mueca.
A la hora de comer trajeron sándwiches, unos de carne de vaca enlatada y otros de huevo con berros. Nada parecido al plato de carne con verdura y budín de Yorkshire del domingo. Para entonces Wexford ya les había preguntado sobre el 15 de abril y se disponía a pasar a la noche del último jueves. Wendy se había olvidado de su abrigo pero no de su caja de kleenex, que esta vez eran de un tono melocotón. Lloriqueaba llevándose puñados de ellos a la cara.
Cuando estaban a punto de dar las tres Joy se derrumbó finalmente. Empezó a gemir como un perro y a mecerse sobre la silla chillando y golpeando la mesa con los puños. Wexford suspendió el interrogatorio y pidió una taza de té. Llevó a Wendy a la sala de al lado y le preguntó por Ovington. La respuesta que obtuvo le sorprendió. Sin reticencia, Wendy reconoció que había estado en su piso el 15 de abril desde las ocho menos cuarto hasta las nueve y cuarto. ¿Por qué no se lo había dicho antes? Wendy le dio la misma razón dada por Ovington. Lo tramaron juntos, pensó Wexford.
– ¿Qué más da que se lo cuente? -dijo con un aplomo que asombró al inspector-. No se lo he dicho antes porque con la mentalidad que tienen ustedes son capaces de pensar cualquier cosa. Pero después de toda la basura que se ha sacado a relucir no creo que mi inocente amistad signifique mucho.
¿Qué relación tenía todo aquello con el cuchillo encontrado en la pared?
A última hora de la tarde llegó Burden con cara de haber envejecido cien años.
– Por amor de Dios, no lo decía en serio.
La verdad era que Burden no conocía otra manera de pasar el tiempo. Comenzó interrogando a Joy con idea de invalidar su coartada. Pero el té había tenido un efecto portentoso en ella: se aferró a la historia de que había estado viendo la televisión en casa de los Harmer y al cabo de media hora tuvo una idea brillante que podía habérsele ocurrido días atrás… no tenía por qué hablar si no quería, todavía no la habían acusado de nada.
Por desgracia, Wendy ya había vuelto a la sala y la oyó.
– Buena idea. Yo tampoco voy a hablar. Es una lástima que no lo haya pensado antes.
Joy pronunció una última frase:
– Soy yo quien la ha pensado, no usted.
Unidas por el silencio, se quedaron mirando fijamente a Wexford. ¿Por qué no las acusaba a las dos? Del asesinato de Rod Williams, y si conseguía que esta acusación tuviera efecto, también del de Paulette Harmer. Comparecerían en una audiencia preliminar por la mañana y se dictaría un auto de prisión preventiva… Archbold entró en la sala y dijo que tres personas querían hablar con él. Dejó a las silenciosas mujeres con Burden y Martin y bajó en el ascensor.
James Ovington estaba sentado junto con su taciturno padre y una mujer de edad avanzada que se presentó como su madre. Por algún motivo Wexford no había pensado que Ovington padre tuviera una esposa, pero, claro, tenía que tenerla. De alguna parte debía de haber salido James Ovington. Parecía una figura de cera. Y aquella tarde más que nunca, ya que tenía la tez más tersa, las mejillas más sonrosadas y la sonrisa más amplia.
– Mis padres quieren contarle algo.
Era una manera de decirlo, ya que no parecían tener ganas de hacer nada excepto de irse a casa. Wexford les pidió que le acompañaran al primer piso, a su despacho, pero la señora Ovington le dijo que prefería no hacerlo, gracias, como si cualquier insinuación en el sentido de subir a cualquier parte en compañía de un hombre fuera una indecencia. Sin embargo, consintieron en ir a una sala de interrogatorios. La señora Ovington miró con desprecio alrededor, obviamente pensando que no era muy acogedora. James Ovington dijo:
– ¿Qué ibas a decirle al inspector, papá?
Nada, al parecer.
– ¿Pero no querías venir y contárselo?
– No he dicho que quisiera -respondió Ovington padre-. Si hay que hacerlo, se hace. Eso es lo que dije.
– ¿Tiene relación con la señora Wendy Williams, señor Ovington? -preguntó Wexford para animarle.
Con lentitud y de mala gana, Ovington respondió:
– La vi.
– Los dos la vimos -dijo su mujer, envalentonándose de repente-. Los dos.
Wexford decidió que la paciencia era la única solución.
– La vieron. Bien. ¿Cuándo ocurrió?
James abrió la boca para hablar, pero prudentemente volvió a cerrarla. Su padre meditó y finalmente dijo:
– Tiene un coche. Lo había aparcado delante de la tienda sobre la línea amarilla, aunque eso no está prohibido a partir de las seis y medía. No la vimos entrar.
Se produjo un silencio. Wexford tuvo que animarle a que continuara.
– ¿Entrar dónde?
– En casa de mi hijo, ¿dónde si no? ¿De qué estamos hablando? Él vive en el piso de abajo y nosotros en el de arriba, ¿no es así?
– Hay que subir cuatro pisos -dijo su esposa-. Los viejos se agotan antes, eso es lo que pasa.
– La vimos salir -dijo Ovington-, por la ventana que da a la calle. Serían las nueve y cuarto. Tropezó y estuvo a punto de caerse con esos tacones que llevaba. Por eso la vio mi mujer. Yo le dije: «Ven, mira eso, va a acabar cayéndose con esos tacones.»
– ¡Fue el 15 de abril! -exclamó James, incapaz de seguir conteniéndose.
– Eso no lo sé. -Su padre meneó la cabeza-. Lo que sí sé es que fue el primer jueves después de Semana Santa.
Aquella noche se acostó temprano y durmió nueve horas. Evitó pensar en las dos mujeres: no había ninguna prueba contra Joy y Wendy había quedado libre de culpa gracias a los Ovington. Les había dicho que podían regresar a casa tras advertirles que con toda probabilidad querría volver a hablar con ellas el lunes. Ovington padre no había mentido pero aun así su historia no eliminaba la posibilidad de que Joy hubiera cometido el crimen en casa de Wendy y luego ésta se hubiera reunido con ella para ayudarle a deshacerse del cadáver, la ropa y el coche.
Por la mañana despertó tranquilo y con la mente despejada. Inmediatamente se acordó de lo que Wendy le había dicho. Había aludido a ello al contarle que Veronica iba a jugar una final de individuales y su importancia estribaba en lo que le traía a la memoria. Cuando también se acordó de ello, todo comenzó a encajar suave y pausadamente, y tuvo la misma sensación que tiene alguien que recuerda una combinación y la utiliza en una caja de seguridad hasta que se abre lentamente.
– Pero qué tonto he sido -dijo.
– ¿De veras, querido?
– Si lo hubiera averiguado antes quizá esa pobre joven no habría muerto.
– Vamos -dijo Dora-. No eres Dios.
El teléfono sonó cuando él salía de la casa. Era Burden, pero Wexford ya se había ido, por lo que fue Dora quien habló con él.
Un informe de la autopsia, elaborado urgentemente por sir Hilary Tremlett, le aguardaba a Wexford en su despacho. El inspector lo leyó con Crocker a su lado. El estrangulamiento se había producido con una cuerda fina y fuerte. Fuera del tipo que fuera, el hecho era que había dejado una mancha roja en la profunda hendidura producida en el cuello de la víctima.
– La cuerda de nailon que llevan los carretes de las recortadoras de césped.
Crocker lo miró.
– Eso es un tanto esotérico.
– Creo que no. Joy Williams tiene tres carretes de ésos en su garaje y uno, si no me equivoco, está vacío.
– ¿Vas a ir a su casa a comprobarlo?
– Por el momento no. Quizá más tarde. ¿Crees que está mal animar a un niño a delatar a sus familiares más cercanos?
– ¿Como sucede en las sociedades totalitarias, quieres decir? O como creo que sucede. Los extremistas siempre creen que el fin justifica los medios. Aunque también depende de a qué te refieras con «familiares más cercanos». Quiero decir: delatar a uno de tus padres es un tanto desgarrador. Se me hace un nudo en la garganta sólo de pensarlo.
– También se me hace a mí un nudo en la garganta si pienso en alguien que narcotiza a un hombre, lo apuñala y esconde el cuchillo en la pared. -Wexford cogió el auricular del teléfono pero volvió a colgarlo-. Tengo dos mujeres que arrestar -dijo-, pero tal como están las cosas no conseguiré que las acusaciones se sostengan. ¿Cuándo comienzan las clases?
Crocker se quedó desconcertado ante la aparente incongruencia de esta pregunta.
– Las de las escuelas públicas un día de esta semana… Estoy hablando de las de los chavales de más edad.
– Será mejor que lo haga hoy si quiero pillarla sin que esté su madre por medio. -Volvió a coger el auricular, y pidió que le pusieran con un número. Tardó tanto que Wexford empezó a pensar que habría salido. Por fin la voz, suave y un tanto aguda, de Veronica Williams respondió, dando las diez cifras del número. Wexford dijo su nombre-: ¿Veronica? -Y luego añadió-: Soy el inspector jefe Wexford, de la comisaría de Kingsmarkham.
– ¡Ah, hola!, ¿qué desea?
¿Estaba asustada o siempre respondía al teléfono con aquella cautela y premura?
– Sólo preguntarte un par de cosas. Veronica. En primer lugar, ¿a qué hora y dónde juegas tu partido esta noche?
– En el club de tenis de Kingsmarkham. A las seis. -Se armó de valor y preguntó-: ¿Por qué?
Wexford tenía demasiada experiencia para contestar a aquello.
– Cuando termines me gustaría hablar contigo. No contigo y con tu madre, sino contigo a solas. ¿De acuerdo? Creo que hay algunas cosas que te gustaría contarme, ¿no es así?
El silencio fue tan profundo que el inspector creyó que había ido demasiado lejos. Pero no. La respuesta fue más satisfactoria de lo esperado.
– Sí, tengo cosas que contarle. Cosas que debo contarle. -Wexford creyó oír un sollozo, pero también era posible que sólo se hubiera aclarado la garganta.
– De acuerdo, pues. Cuando hayas terminado el partido ven directamente aquí. ¿Sabes dónde estamos? -Le indicó cómo llegar-. Se tarda unos diez minutos desde el club. Luego te llevarán en coche a casa.
Ella dijo:
– Voy a tener que decírselo a mi madre.
– Naturalmente. Díselo. Díselo a quien quieras. -¿Parecía demasiado ansioso?-. Pero cerciórate de que tu madre sabe que quiero verte a solas.
Wexford cobró plena conciencia de la enormidad de lo que estaba haciendo cuando colgó. ¿Había manera de justificarlo? Era una muchacha de dieciséis años que tenía una información trascendental. La otra adolescente que tenía información trascendental había muerto estrangulada antes de poder comunicarla. ¿Estaba condenándola a la misma muerte que había sufrido Paulette Harmer? Si Burden hubiera estado allí, se lo habría contado todo, pero con el médico tenía reservas.
– ¿Entonces no va a ir allí? -preguntó Crocker, un tanto desconcertado tanto por la expresión de Wexford como por la críptica conversación telefónica que acababa de mantener.
– Eso es lo último que debo hacer.
Más tarde, cuando el médico se hubo ido, Wexford pensó: Espero tener el valor de aguantar hasta el final. Es una lástima que falten tantas horas. Pero la ventaja de que el partido sea a última hora de la tarde es que luego no tardará en anochecer… ¡La ventaja! Ahora estará llamando a Jickie para contárselo a su madre y persuadirla de que no la acompañe. Wendy va a vigilar todos y cada uno de los pasos de su hija.
Sonó el teléfono. Cogió el auricular y la telefonista le informó que la señorita Veronica Williams deseaba hablar con él. ¡Vaya con la niña repipi! ¡Se llamaba a sí misma «señorita»!
– Puedo ir a verle ahora -dijo con su voz infantil-. Sería lo mejor. De ese modo no disgustaría a mamá. Quiero decir: no tendría que decirle que no quiero que venga conmigo.
Él se armó de valor y trató de mostrarse inflexible.
– Voy a estar ocupado hasta esta noche, Veronica. Y me gustaría que se lo dijeras a tu madre, por favor. Díselo ahora.
Si volvía a llamar, pensó, cedería y le permitiría venir. No sería capaz de resistirse. ¿Reconocería a Martin? ¿A Archbold? ¿A Palmer? A Allison sin duda. ¿Pero importaba si los reconocía? Él iba a estar allí de todos modos. De ninguna manera iba a permitir que fuera del club a la comisaría en la semioscuridad por aquel camino que había cerca de Pomfret Road, sobre todo si seguía sus instrucciones y tomaba el sendero que atravesaba los descampados.
El teléfono volvió a sonar. Se acabó, pensó. No puedo continuar con esto. Será mejor que vaya yo mismo y que me lo diga. Eso será prueba suficiente… Cogió el auricular.
– El inspector Burden desea hablar con usted, señor Wexford.
Burden habló con una voz que no parecía en absoluto la suya.
– Se acabó. La madre y la criatura se encuentran bien. A Jenny le han hecho una cesárea a las nueve de la mañana.
– Enhorabuena, Mike. No sabes cómo me alegro. Felicita a Jenny de mi parte. Será mejor que me digas cuánto ha pesado Mary para que pueda contárselo a Dora.
– Tres kilos y ochocientos cincuenta gramos, pero no se va a llamar Mary. Vamos a cambiar una letra del nombre.
Wexford no estaba de humor para adivinanzas. Seguro que Burden se había dejado convencer por Jenny para poner a la niña un nombre estrafalario, pensó.
– Le vamos a llamar Mark -dijo Burden-. Bueno, ya hablaremos. Hasta luego.