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En una ocasión una mujer había aparecido muerta en aquel mismo sendero. [9] Todos lo tendrían presente, incluso Palmer y Archbold, que en aquel entonces no estaban en el cuerpo sino probablemente en el instituto todavía. Como aún lo estaba Veronica Williams. ¿Habría oído hablar de aquel asesinato? ¿Seguiría hablando la gente de él?

Aquella mujer vivía en Forest Road, en la última calle de la zona cuya dirección postal era Kingsmarkham. El límite de Pomfret comienza en aquel punto, pese a que todo el camino hasta la población es campo abierto, como lo es casi todo el camino en la dirección contraria, la que lleva hasta la comisaría de Kingsmarkham. El club de tenis, sin embargo, no se encuentra en Forest Road sino en Cheriton Lane, la cual se extiende en una línea más o menos paralela por la parte de Kingsmarkham. Unos prados relativamente pequeños delimitados por setos ocupan los pocos acres que hay entre el club y la población. El sendero avanza a lo largo de uno de estos setos, rodea un bosquecillo y finalmente desemboca en High Street, cincuenta metros al norte de la comisaría por el lado contrario.

Wexford había ordenado a Martin y Palmer que se apostaran en un coche en Cheriton Lane. Él y Archbold estarían en el bosquecillo, Loring entre los espectadores del partido, Bennett comenzaría a caminar desde High Street y Allison la seguiría a una distancia prudencial.

– No creo que diferencie a un negro de otro, señor -le había dicho Allison-. Puede que esto no se dé en una ciudad, pero aquí sí.

– No me irás a decir que el inspector Burden y yo te parecemos iguales.

– No señor, pero eso es un problema de edad, ¿no?

Me lo tengo merecido por hablar, pensó Wexford. Burden estaba en su despacho, sentado a su lado, impaciente por participar en el plan para proteger a Veronica. Eres incapaz de estar lejos de aquí durante más de cinco minutos, le había dicho Wexford en tono rezongón. Al menos Burden había supuesto una distracción en la monotonía de aquella larga tarde.

– No entiendo cómo han podido cometer semejante error con el sexo. Dios sabe que yo no entiendo mucho de este tema, pero si un hombre tiene un cromosoma XY y una mujer uno XX, no hay duda de que han de tenerlo siempre, desde el embrión hasta la vejez.

– No es así, sino de la siguiente manera -explicó Burden-: en una amniocentesis extraen células del líquido amniótico en el que se encuentra el feto. Sin embargo, en ocasiones, una de cada diez mil veces aproximadamente, cometen un error, ya que toman células de la madre y no del bebé. Pero incluso en tales situaciones no pueden saber con certeza si han cometido un error, ya que si el bebé resulta una niña… Bueno, supongo que cuando se da un caso así a alguien se le tiene que caer el pelo.

– Ha causado mucho sufrimiento innecesario.

– Sufrimiento sí -dijo Burden-, pero quizá no innecesario. Jenny dice que le ha enseñado mucho sobre sí misma. Le ha enseñado que no es lo que podría llamarse una feminista por naturaleza y que ahora tiene que plantearse el feminismo desde el punto de vista de…, bueno de lo que es correcto y justo y no desde el de las emociones. Ni ella ni yo sabíamos que estábamos tan chapados a la antigua y que temamos unos prejuicios tan arraigados. Y es que en el fondo yo también quería un hijo, aunque no lo dijera. Nos ha enseñado todo lo que estábamos ocultándonos mutuamente cuando creíamos estar siendo francos y abiertos. Todo este asunto ha sido o se ha parecido… ¿Cómo lo llama Jenny? Una terapia de confrontación dirigida.

Wexford tuvo que esforzarse para mantener la expresión de seriedad.

– Con tal que no pienses que habrías preferido tener una niña en lugar del niño… -Había dicho «pienses», pero en realidad se había referido a Jenny, a quien consideraba la clase de mujer para quien aquello que no se tiene, y que es además inalcanzable, es siempre mejor que lo que se tiene.

– ¡Claro que no! -exclamó Burden con amargura-. Al fin y al cabo, como dice Jenny, ¿qué importa mientras esté sano y no le falte nada?

Aquél era un tópico que Wexford no pudo rebatir. A todo esto, ya que estaba en la comisaría, ¿no le apetecía participar en el plan para vigilar a Veronica? No mucho, respondió Burden. Tenía que regresar al hospital. Wexford pensó entonces que podía empezar a llover. Si llovía el partido sería suspendido y con toda probabilidad Veronica cogería en Pomfret el autobús que llevaba a la comisaría.

Pero a las cinco y media despejó. Wexford se preguntó qué estarían pensando aquellas dos mujeres. ¿Cuál habría sido su reacción al ver que les habían dejado el día entero para hacer lo que quisieran? A menos que el partido acabara en dos sets, era poco probable que Veronica saliera del club antes de las siete. ¿Qué podía hacer mientras tanto? ¿Ver qué podía sonsacarle a Kevin Williams? ¿Pero quería sonsacarle algo realmente? Ya lo sabía todo. ¿Por qué no iba simplemente a ver el partido?

No sólo no se le había ocurrido preguntarse (ni a sí mismo ni, puestos a ello, a ninguna otra persona) si los torneos del club de tenis de Kingsmarkham tenían entrada libre o no, sino que hasta que entró por las puertas del club ni siquiera se lo planteó. Sin embargo, un anciano campechano con aspecto de oficial de la fuerza aérea jubilado que decía ser el secretario le recibió con los brazos abiertos. Ojalá tuvieran más espectadores. Eso animaba mucho a las jugadoras.

Ya había visto a Martin y Archbold sentados en el coche a una discreta distancia de la verja. Si Veronica le veía, lo mejor que podía hacer era irse. Luego ella le seguiría. Lo importante era no darle la oportunidad de dirigirse a él. Así pues, lo mejor sería ir al bar, que aparte de refugio era el último lugar al que iría a concentrarse una joven de dieciséis años antes de un partido. El secretario, al ver que se dirigía en aquella dirección, se apresuró a alcanzarle y le dijo que si no era miembro del club no le atenderían en el bar, pero que si le permitía a él invitarle a beber algo… Wexford aceptó.

La barra era semicircular y tenía una larga ventana curvada desde la que se podían ver tres de las nueve pistas de cemento del club. Wexford pidió media pinta de cerveza. El club, como la mayoría de esa clase de lugares, servía cualquier tipo de cerveza de barril o «auténtica». Con cierta monotonía, el secretario le habló en primer lugar de la mala conducta que tenían determinadas figuras internacionales del tenis en público y luego de la decepción que habían sufrido el sábado a causa de la lluvia y de la obligada suspensión de la final de individuales. El sábado habría habido más espectadores, dijo tristemente. Habían asistido nueve personas (las había contado), pero habían tenido que regresar a sus casas. Naturalmente, era muy poco probable que esas personas acudiesen esta noche. Wexford tuvo la impresión de que si alguna de ellas hubiera aparecido, el secretario también les habría invitado a beber algo.

Dieron las seis, y luego las seis y diez. No va a venir, pensó Wexford. Entonces llegó un arbitro y se encaramó a su silla. Había cinco sillas de lona y un banco de madera para el público. Parecía que iban a quedarse vacíos, pero al cabo de un rato aparecieron dos ancianas con chaquetas blancas de punto sobre la indumentaria para jugar a tenis y se sentaron. Al mismo tiempo, por el camino que conducía a las seis pistas más lejanas, se acercó tranquilamente Loring. Al más puro estilo inglés, las mujeres se sentaron en las sillas de lona situadas en el extremo izquierdo de la fila y Loring en el extremo derecho del banco. Colin Budd debería haber sido igual de prudente.

Veronica y una chica más alta, de mayor edad y, en definitiva, más grande que ella aparecieron fuera de la pista y entraron por la verja.

– Bueno, será mejor que vayamos y les demos un poco de apoyo moral -dijo el secretario frotándose las manos.

Hacía frío, sin duda. Una ráfaga de viento cruzó la pista, dando una sacudida a la minifalda plisada de Veronica. Comenzaron con el peloteo de rigor.

– Creo que no iré -dijo Wexford-. ¿Le importa si lo veo desde aquí dentro?

Decepcionado, el secretario puso cara de ofendido y le lanzó una mirada de reproche.

– No debe pedir nada, ya lo sabe, ¿no? Y tú no puedes servirle, no lo olvides, ¿eh, Priscilla?

Loring se había levantado el cuello de la camisa y estaba fumando un cigarrillo. El secretario salió a la pista, corrió hacia donde estaban las dos mujeres y se sentó a su lado. El peloteo, en el cual se había impuesto Veronica, había terminado. El partido dio comienzo.

El día había sido tan gris que no tardaría en oscurecer. Wexford se preguntó si habría luz el tiempo suficiente como para jugar el partido hasta el final. Veronica, que era quien servía, ganó el primer juego cuarenta a nada, pero lo tuvo más difícil cuando el servicio le tocó a su contrincante.

– Puede beber algo si quiere -dijo Priscilla-. No me supone ningún problema: le sirvo a usted una bebida gratis y la próxima vez que un miembro me invite a una copa, le cobraré la de usted. Soy abstemia, pero a esta gente no se lo digo.

Wexford sonrió.

– Será mejor que no, pero gracias de todos modos.

– Como quiera. -Salió de la barra y se puso a su lado para ver el partido.

Iban tres iguales. Parecía que el set iba a durar una eternidad y sin embargo acabó rápidamente. Veronica ganó sus dos juegos de servicio y rompió el de su contrincante.

– Esa chiquita es un fenómeno -comentó Priscilla-. Es fuerte como un toro y tiene unos brazos que parecen látigos.

Eran las siete menos veinte y empezaba a anochecer. Veronica había ganado los dos primeros juegos, pero la otra joven estaba peleando con todas sus fuerzas. Quizá fuera la primera vez que jugaba con Veronica, ya que aún no había logrado encontrarle el punto débil. En cualquier caso, acabó encontrándolo. A Veronica se le daba mal responder con la derecha a los naturales en diagonal largos y rápidos, aunque no tenía problemas con el revés. Gracias a media docena de naturales a la derecha, su contrincante consiguió ganar el siguiente juego, el siguiente y también los dos siguientes hasta poner el marcador 4-2 a su favor. La luz se había vuelto azulada, pero las líneas blancas de la pista aún eran visibles y parecían brillar con la luminosidad del atardecer.

Fue entonces cuando Veronica empezó a jugar como si dominara el arte de responder a aquellos duros raquetazos en diagonal. O, curiosamente, como si hubiera experimentado una especie de inspiración. Desde luego su reacción no se debía a que hubiera advertido su presencia o reconocido a Loring, a quien nunca había visto hasta aquella tarde. Era como si hubiera recibido una descarga de energía o adquirido virtuosismo, un don hasta entonces desconocido para ella. Wexford estaba seguro de que nunca había jugado de aquella manera. Durante apenas un cuarto de hora jugó como si estuviera en la pista central de Wimbledon, no por chiripa sino por habérselo ganado a pulso.

Su contrincante no pudo impedirlo. En ese cuarto de hora consiguió sólo cuatro tantos. Veronica se hizo con el set por 6-4 y ganó el partido. Arrojó la raqueta al aire, la recogió limpiamente, corrió a la red y estrechó la mano de su contrincante. Wexford dio las buenas noches a Priscilla y se fue por donde había venido tras ver entrar a las jugadoras en los vestuarios. Loring seguía sentado en el banco.

Advirtió la presencia de Allison cuando llegó al punto en que el sendero se adentraba en el campo. Estaba tumbado e inmóvil en la alta hierba que había al lado del seto, el cual lo cubría casi por completo. Wexford no le dio a entender que lo había visto. Estaba prácticamente seguro de que Veronica no se fijaría en él. El sendero avanzaba en línea paralela al seto y luego rodeaba el bosquecillo.

El falso atardecer se había quedado inmóvil, suspendido entre la luz y la oscuridad. Si hubiera estado más oscuro ninguna joven prudente se habría atrevido a caminar por aquel sendero. Veronica Williams no era una joven prudente, por supuesto, pese a lo que pudiera parecer.

El aire estaba sereno y húmedo y la hierba mojada. Wexford avanzó bajo el alto seto, seguro como lo había estado en todo momento de que el agresor de Veronica estaría esperándola en el bosquecillo. Archbold llevaba allí desde las cinco y media por precaución. Ahora era demasiado tarde para que Wexford se reuniera con él sin arriesgarse a ser visto. De hecho ya había corrido el riesgo de echar por tierra todo el plan al ir a ver el partido de tenis. Delante de él, en el seto, un arce extendía sus ramas en forma de cono y rozaba el suelo con las más bajas. Las levantó, se apoyó contra el tronco y aguardó.

Ya eran las siete y media y empezaba a preguntarse si Veronica vendría. Aunque habían acudido pocos miembros a la pista, quizá hubiera algún plan para celebrar su victoria en el edificio del club. Sin bebidas alcohólicas, por supuesto. Aun así, se habría escapado de la celebración, ya que necesitaba verlo a él tanto como él a ella. Wexford recordó entonces cómo era su madre y pensó que tardaría más que la mayoría de las jóvenes en cambiarse de ropa y arreglarse el pelo. Quizá se duchara incluso. Wendy era una de esas mujeres capaces de levantar a un moribundo de la cama para cambiarle las sábanas antes de que venga el médico.

Permaneció debajo del árbol en medio del silencio del atardecer. La niebla empezaba a bajar. De vez en cuando se oía a lo lejos el tráfico de la carretera de Kingsmarkham a Pomfret. Nada más. Los pájaros no cantaban en aquella época y a aquella hora. Podía ver sólo diez metros de sendero por detrás y unos cincuenta por delante; le pareció el camino más desierto que hubiera visto jamás. Allison iba a contraer reumatismo: tumbado en el húmedo suelo, el frío iría calándole los huesos poco a poco. Archbold, abrigado con su chaqueta acolchada, probablemente se habría quedado dormido…

La chica apareció de repente. ¿De qué otra manera habría podido aparecer sino silenciosamente y a buen paso? Sin embargo no parecía asustada. Por un momento Wexford vio su cara claramente. Su expresión era… sí, de inocencia. De inocencia y confianza. No se imaginaba que hubiera algo que temer. Si Sara, su hermana, era una virgen florentina, ella era una doncella de los Mediéis, con su carita grave y melancólica rodeada por su flequillo y su pelo dorado oscuro cortado a lo garçon. Llevaba un vaquero de color rosa, pulcramente planchado por mamá, zapatillas de deporte blancas y rosas, y un anorak azul claro y blanco a rayas que, abierto como estaba, dejaba ver un grueso jersey blanco. También llevaba su raqueta de tenis en una funda azul. Wexford se fijó en todo esto cuando la vio pasar, andando rápidamente, por delante de él.

No se atrevió a salir. Podía mirar hacia atrás. Wexford decidió bajar al campo y avanzar por el otro lado del seto. Habían cultivado algún tipo de cereal, trigo o cebada, pero el grano ya había sido cortado y todo lo que quedaba era rastrojo, que a aquella hora tenía un color gris. Corrió a lo largo del seto, que se elevaba un metro por encima del sendero. Ya a considerable distancia aún podía ver la parte superior de la cabeza de Veronica, que subía y bajaba. Había llegado al extremo del bosquecillo.

Una cerca de alambre de espino amenazaba con cerrarle el camino en aquel punto; el espacio entre los alambres era demasiado estrecho para pasar por él y el alambre de arriba estaba excesivamente alto para pasar la pierna por encima sin perjuicio para el pantalón. No le quedaba otro remedio que volver atrás, atravesar el seto y trepar por el ribazo hasta el sendero. Ella estaba demasiado lejos para verlo incluso si miraba hacia atrás. Se plantó en el sendero y siguió la curva que éste describía. Ahora, aunque tenía el bosquecillo a plena vista, no pudo ver a la chica por ninguna parte.

Tenía el corazón en un puño. Si se había encontrado con el agresor y había entrado en el bosque, y si Archbold se había quedado realmente dormido… Salió del sendero y se introdujo en el bosquecillo. Estaba oscuro y seco; en el suelo había un millón de agujas de alerce y abeto. Corrió por entre los árboles y se encontró con Archbold de frente.

– Aquí no hay nadie, señor. No he visto un alma en tres horas.

– Excepto a ella -dijo Wexford sin resuello.

– Acaba de pasar. Va sola, en dirección a High Street.

Salió del bosque por el lado de Kingsmarkham seguido por Archbold. No se la veía por ninguna parte: los setos eran demasiado altos y el follaje de los árboles era tan espeso que resultaba impenetrable. Wexford se olvidó de la discreción y de la idea de capturar al asesino y corrió por el sendero en pos de Veronica, temiendo por ella y por sí mismo. Hacía apenas un momento había estado haciendo votos por que Bennett no apareciera por la parte de Kingsmarkham y lo estropeara todo. Ahora esperaba que sí lo hiciera.

En una depresión del terreno había otro campo. El sendero lo atravesaba en diagonal y a continuación avanzaba a lo largo de un seto en ángulo recto con respecto a la carretera. Ni rastro de Bennett. ¿La habría visto? ¿O habría visto a su atacante? ¿Sería capaz de ver algo ahora que la luz estaba extinguiéndose rápidamente? El prado estaba gris y los setos negros, y el aire tenía la densidad de una nube caída. En la niebla podían distinguirse las luces de los coches que pasaban por la carretera de Pomfret, y detrás una pina irregular de luces tenues, probablemente de la comisaría.

No la vio por ninguna parte. El prado estaba desierto. Al fondo, allí donde el sendero alcanzaba al seto, había un movimiento apenas discernible. Había cruzado la diagonal y llegado a los últimos cien metros; su ropa clara reflejaba la escasa luz que había y la hacía brillar como una mariposa nocturna. Y como una mariposa nocturna avanzaba, aleteando sobre el oscuro follaje del fondo.

Wexford y Palmer no tomaron la diagonal. No se atrevían a correr el riesgo de ser vistos, por lo que se mantuvieron cerca del seto que marcaba la linde, pese a que allí no había sendero. Palmer, que tenía treinta años, dejó atrás a Wexford, quien tenía la sensación de que no había corrido tanto en su vida. En ningún momento perdió de vista el claro aleteo de la mariposa, que seguía avanzando en dirección a la escalera que le permitiría pasar al amplio arcén de hierba de la carretera de Pomfret.

No llegó a él. El aleteo cesó y junto a ella apareció algo, al fondo del campo, donde se erguían los olmos secos y sus raíces aparecían cubiertas de una masa de maleza, zarzas, ortigas y aterciopeladas clemátides silvestres. Ese algo o alguien había surgido de ahí y le había cerrado el paso. Wexford creyó oír un grito, pero no habría podido asegurarlo. En cualquier caso no había sido un chillido, sino un gritito de… ¿sorpresa? Dobló la esquina, corriendo como alma que lleva el diablo, corriendo como no debería correr un hombre próximo a los sesenta. El corazón parecía estar a punto de estallarle.

Archbold llegó primero por una escasa diferencia. Extraño que el cuchillo lanzara un reflejo cuando ya casi estaba oscuro. Wexford lo vio y luego vio que caía al suelo. Archbold estaba sujetando a Veronica, quien había ocultado la cara en su pecho y le cogía de la chaqueta. Él se acercó a la otra. No intentó escapar. Se retorció las manos e inclinó la cabeza para que no pudiera verle la cara.

En ese momento Bennett se materializó, por así decirlo. Surgió de la oscuridad, corriendo. Sara Williams alzó la vista con una expresión ausente, de vaga sorpresa.

– Lleváoslas a las dos -dijo Wexford-. Serán acusadas de haber asesinado con premeditación a Rodney Williams.


  1. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Véase Una vida durmiente, en esta misma colección.