Era una vecina, una conocida de Dora, y hablaban si se encontraban en la calle. Sólo que esta vez había sido algo más que una conversación casual.
– Le dije que te lo contaría -explicó Dora-, que te lo mencionaría. Tenía esa expresión tan rara que pone a veces, y si quieres que te diga la verdad, me sentí muy incómoda.
– ¿Qué dijo ella? -preguntó Wexford.
– «Rod ha desaparecido» o «Rod no ha vuelto por casa». Algo así. Luego me pidió que te lo contara. Por el puesto que ocupas, claro.
Un inspector jefe de policía tiene mejores cosas que hacer que perder el tiempo atendiendo a las quejas de las mujeres cuyos maridos las han abandonado por otras. Wexford no llevaba en casa más de cinco minutos cuando decidió que era aquello lo que había sucedido. Pero era una vecina. Vivía en la calle de al lado. En realidad debería alegrarse, pensó, de que el asunto no tuviera trazas de convertirse en un caso digno de ser investigado.
Tanto su casa como la de la vecina habían sido construidas en la misma época, a mediados de los años treinta, cuando a Kingsmarkham empezaba a quedársele pequeña la denominación de pueblo. Desde el punto de vista estructural eran prácticamente la misma casa: tres dormitorios, dos salas, una cocina, un cuarto de baño y un servicio en la planta baja. Pero la de él era una casa de verdad, cómoda y llena de objetos que había reunido amorosamente, mientras que ésta… ¿qué era? Un refugio en el que cobijarse de la lluvia, un lugar en el que la gente podía comer, dormir y ver la televisión. Joy Williams lo llevó a la habitación que daba a la calle, la que llamaba el cuarto de estar. No había libros en ella. La alfombra era un cuadrado rodeado de baldosines de vinilo amarillo mostaza y el mobiliario consistía en un tresillo tapizado de un áspero cuero sintético color mostaza. La chimenea de 1935, que en su casa había sido sustituida por una de piedra de York, albergaba una estufa eléctrica de complicado diseño, en parte estilo Regencia, en parte estilo medieval, con una especie de rastrillo en la parte delantera. Encima de ésta colgaba un espejo con un marco de segmentos de cristal esmerilado de color verde y amarillo, una buena muestra de art déco para quien le gustasen esa clase de cosas. El único cuadro que había en la habitación era una imagen de dos gatos jugando con un ovillo de lana.
– Es una persona bastante insípida -había dicho Dora-. No parece que tenga interés en nada y da la impresión de estar siempre deprimida. No creo que vivir veinte años con Rodney Williams le haya ayudado mucho.
Joy. Dora le había dicho con cierto tono de disculpa que se habían equivocado al ponerle aquel nombre. [1] A aquella mujer no sólo se le había vuelto gris el pelo, sino todo su ser. Sus facciones habían sido agradables en su día, y probablemente todavía lo fueran, pero las ocultaba su espantoso cutis, que tenía un color gris sonrosado y estaba áspero, ajado y lleno de arrugas y hoyuelos. Tenía cuarenta y cinco años, pero aparentaba diez más. Había estado viendo la televisión hasta que el inspector había llegado a la casa. El aparato continuaba encendido, aunque sin sonido. Era el mayor televisor que Wexford había visto jamás, al menos en una casa particular. Supuso que pasaba buena parte de su tiempo ante la pantalla y que quizá se sentía incómoda cuando se interrumpía la programación.
No había ningún asiento que no estuviera orientado hacia el aparato. Wexford se sentó en un extremo del sofá, en ángulo, volviendo la espalda. Los ojos de Joy Williams parpadeaban ante las raudas figuras de unos patinadores que estarían participando en alguna competición. Estaba sentada en el mismo borde de su butaca.
– ¿Le ha dicho su esposa lo que…?
– Me ha dicho algo. -Le interrumpió para ahorrarle el azoramiento que, como bien podía ver, ya delataban los puntos de apagado rubor que estaban apareciéndole en la nariz y las mejillas-. Algo en el sentido de que su marido ha desaparecido.
Joy Williams se echó a reír. Era una risa que iba a oír a menudo y a reconocer, una risotada estridente. No había sentido del humor en ella, ni alegría, ni regocijo. Reía para ocultar sus sentimientos o porque no conocía otro modo de mostrarlos. Estiraba y crispaba las manos sobre el regazo. Llevaba una enorme alianza de oro blanco o platino profusamente adornada y un anillo de compromiso de oro blanco o platino todavía más decorado con un minúsculo diamante engarzado.
– Se fue de viaje a Ipswich y no lo he visto desde entonces.
– Si no recuerdo mal, Dora me dijo que su marido es representante comercial.
– De Sevensmith Harding -respondió ella-. Los de la pintura.
Era una explicación innecesaria. Sevensmith Harding era probablemente el proveedor más importante del mercado de la construcción y de los minoristas de la pintura del sur de Inglaterra. Entre Dover y Land’s End habría miles y miles de paredes pintadas con la emulsión en seda y mate Sevenstar, pensó Wexford. Él y Dora acababan de pintar su segundo dormitorio con ella, y si no andaba muy descaminado, el vestíbulo de la señora Williams estaba pintado con el nuevo color Sevenshine, que era muy brillante y no goteaba.
– Se ocupa de la zona de Suffolk. -Había empezado a mover los anillos de arriba abajo-. Se fue el pasado jueves; bueno, el de la semana pasada. Hoy es 23, así que debió de ser el día 15. Dijo que iba a pasar la noche en Ipswich y que regresaría a primera hora de la mañana.
– ¿A qué hora se fue?
– Ya estaba atardeciendo. A eso de las seis. Había estado en casa toda la tarde.
Fue en ese momento cuando Wexford pensó en la otra mujer. Se tardaría tres horas y media largas en ir de Kingsmarkham a Ipswich pasando por el túnel de Dartford. Un representante que fuera a ir realmente en coche hasta Suffolk habría salido a las cuatro en lugar de a las seis de haber podido.
– ¿Dónde se alojó en Ipswich? ¿En un hotel?
– En un motel que hay en las afueras de la ciudad, creo.
Hablaba con apatía, como si no supiera mucho sobre el trabajo de su marido y no tuviese interés en él. La puerta se abrió y entró una muchacha. Se detuvo en el umbral y dijo:
– Oh, lo siento.
– Sara, ¿qué hora era cuando se fue papá?
– Las seis aproximadamente.
La señora Williams asintió con la cabeza.
– Ésta es mi hija Sara -dijo alargando la primera sílaba del nombre.
– Tiene un hijo también, si no me equivoco.
– Kevin, de veinte años. Está en la universidad.
La muchacha había apoyado los brazos sobre el respaldo de la butaca de plástico amarillo que quedaba libre y tenía los ojos clavados en su madre con una mirada más o menos neutra que, no obstante, tendía más hacia la hostilidad que hacia la cordialidad. Era rubia y muy delgada, y tenía la cara de una modelo de pintor renacentista, de facciones suaves, frente amplia y expresión sigilosa. Su pelo era excepcionalmente largo, pues le llegaba casi hasta la cadera, y tenía el aspecto ondulado de las melenas que se trenzan. Llevaba vaqueros y una camiseta con las letras ARRIA, bajo las cuales se veía el dibujo de un cuervo.
Cogió una fotografía con un marco de cromo de la única mesa que había en la habitación, una pieza de bambú con la superficie de cristal que estaba medio escondida detrás del sofá. Al pasársela a Wexford, mantuvo el pulgar al lado de la cabeza de un hombre sentado en una playa junto con un adolescente y una muchacha, que era ella misma cinco años antes. El hombre era robusto y alto, pero no parecía estar en buena forma física y empezaba a engordar por la cintura. Tenía una frente enorme, abombada. Sus facciones, quizá por estar dominadas por aquella gran frente, parecían insignificantes y como apretadas. La boca era una hendedura sin labios que se alargaba como si fuera a sonreír para una cámara.
Wexford se la devolvió. Ella volvió a ponerla sobre la mesa y, tras posar los ojos sobre su madre por un momento con una mirada curiosa y levemente desdeñosa, salió de la habitación. El inspector oyó sus pasos mientras subía al piso de arriba.
– ¿Cuándo esperaba usted que volviera su marido?
– El domingo por la noche, que fue cuando dijo que iba a regresar. No le di mucha importancia cuando no apareció. Pensé que se habría quedado otra noche más y que regresaría el lunes. Pero no fue así y tampoco llamó por teléfono.
– ¿No llamó usted al motel?
Ella le miró como si le hubiera propuesto llevar a cabo una tarea complicadísima que desbordara su capacidad: escribir una tesis de cincuenta mil palabras o hacer un programa informático.
– No; es una conferencia. Además no tengo el número de teléfono.
– ¿Hizo usted algo?
Ella soltó una de sus desabridas risotadas.
– ¿Qué podía hacer? Kevin vino a casa a pasar el fin de semana, pero regresó a Keele el domingo. -Hablaba como si en un asunto como aquél sólo pudiera tomar medidas un miembro del sexo masculino-. Sabía que si había sufrido un accidente me lo habrían hecho saber. Es fácil identificarle. Siempre lleva encima su tarjeta del banco, su chequera y muchas cosas más que tienen su nombre.
– ¿No llamó a Sevensmith Harding?
– ¿De qué habría servido? Se pasaba semanas sin pasar por allí.
– ¿Y no ha tenido noticias suyas desde entonces? ¿Hace…, vamos a ver, ocho días que no tiene idea de su paradero?
– Exacto. Bueno, cinco días. Esperaba que estuviera fuera los tres primeros.
Iba a tener que preguntarlo. Al fin y al cabo, ella le había pedido que fuera a visitarla. Como un vecino en quien podía confiar, por supuesto, pero principalmente como policía. Nada de lo que había oído hasta el momento le hacía pensar que fuera necesario abrir una investigación preliminar para averiguar el paradero de Rodney Williams. Viendo a la señora Williams, su casa, su hija y la situación, no podía por menos de preguntarse, con una insensibilidad que ni siquiera hubiera mostrado abiertamente ante Dora, por qué aquel hombre había aguantado tanto tiempo. Se había ido con otra mujer o había ido en busca de otra mujer, y sólo la cobardía le impedía escribir la carta de rigor o hacer la obligatoria llamada.
– Perdone, pero ¿es posible que su marido tenga…? -Buscó una palabra y dio con un eufemismo que detestaba-. ¿Amistad con alguna mujer? ¿Podría estar viendo a otra mujer?
Ella le miró largamente, sin inmutarse, con frialdad. Dijera lo que dijese, Wexford sabía que la posibilidad que acababa de sugerir ya le había pasado a ella por la cabeza, por no decir algo peor. Había algo en aquella mirada que le decía que aquélla era la clase de mujer que, casi por principio, intentaba evitar reconocer cualquier cosa desagradable. Apártala, disimúlala, quítate la costumbre de pensar, no te hagas preguntas, ni pienses, ni especules, porque eso te hará infeliz. No, no pienses, no te hagas preguntas, pon la tele y, sumida en la inconsciencia y la apatía, fija la mirada en la pantalla hasta que llegue la hora de ir a la cama y de tomar la pastillita de nitrazepam.
Aunque, claro, podría estar cometiendo una injusticia con ella. Todo esto sólo existía en su imaginación.
– Es sólo una posibilidad -dijo-. Siento haberla sugerido.
– No sé qué hace cuando pasa fuera tanto tiempo. ¿Cómo voy a saberlo? Durante toda nuestra vida de casados ha estado fuera vendiendo tanto tiempo como el que ha pasado en casa. No sé con qué busconas habrá estado ni se me ocurriría preguntarlo.
La anticuada palabra iba a tono con la habitación, la ropa gris de tela sintética y la casposa respetabilidad de la señora Williams. Por primera vez reparó en las escamillas blancas que, como motas de harina, manchaban los hombros de su blusa. Le había dado una solución que para la mayoría de las mujeres sería la menos aceptable, y sin embargo ella, pensó Wexford, se sentía tranquila. ¿Sospecharía que su marido había estado metido en algo ilegal, de manera que la alternativa de algo inmoral le parecía más deseable?
Sospechas de todo y de todos, se dijo Wexford. Menudo policía estás hecho…
– ¿Cree usted que deberíamos hacer algo?
– Si se refiere a si debería denunciar su desaparición a fin de que la policía lo busque, no, claro que no. Lo más probable es que tenga noticias de él en los próximos días. Si no es así, lo mejor será que vea a un abogado o que acuda a la Oficina de Ayuda al Ciudadano. Pero no lo haga si no ha pasado antes por Sevensmith Harding. Es de suponer que lo encuentre por mediación de la empresa.
No le agradeció que hubiera ido a verla. Ni siquiera había ido a su casa todavía; había ido a visitarla al salir del trabajo y, aun así, ella ni le había dado las gracias ni se había disculpado por entretenerle. Volvió la cabeza y vio que estaba todavía en la entrada de su casa, sosteniendo la puerta, una mujer delgada, angulosa, vestida con una blusa beige y un pantalón verde oscuro pasado de moda con bajos de campana y cintura alta. Su jardín era el único de Alverbury Road en el que no habían brotado flores aquella primavera, ni siquiera un narciso para alegrar el pedazo de césped y el oscuro seto de tejos.
La tarde estaba nublada, aunque todavía había tanta luz como a mediodía, y hacía el fresco propio de abril. Aquella pequeña concentración de calles era como un huerto en primavera: los jardines estaban cubiertos de flores rosas y blancas y bancos de pétalos inundaban ya las aceras. Un magnífico cerezo llorón, rosa como un helado, había invadido el césped delantero de su casa.
Su esposa estaba sentada en una butaca colocada prácticamente en el mismo ángulo con respecto a la chimenea que la butaca en que había estado sentada Joy Williams, y en una habitación de aproximadamente las mismas dimensiones que la sala de donde acababa de salir. Allí acababan las semejanzas. El fuego estaba encendido. Había sido un invierno frío y las bajas temperaturas de la primavera estaban prolongándose, amenazando a las primeras flores con heladas nocturnas. Dora estaba cosiendo retales para un cubrecama rojo y azul. Estaba combinando todos los tonos de azul y rojo en una multiplicidad de formas, y la parte terminada cubría la larga falda de terciopelo rojo del vestido que había empezado a llevar por la noche a causa del frío. Tenía el pelo moreno y abundante. Wexford le había dicho que debía de ser gitana si estaba a punto de cumplir los sesenta y todavía no tenía canas.
– ¿Has visto a Mike hoy?
Se refería al inspector Burden. Wexford respondió que no, que había estado en la audiencia de Myringham.
– Ha venido Jenny a decirme que ya tiene los resultados de la amniocentesis. Es una niña y está bien.
– ¿Qué es una amniocentesis?
– Meten algo en el útero por la pared abdominal y sacan una muestra de líquido amniótico. El líquido tiene células del feto y las hacen crecer como una especie de cultivo, creo. Bueno, el caso es que las células se dividen y pueden averiguar si el niño tiene síndrome de Down o espina bífida. También pueden averiguar el sexo, por supuesto, mirando si los cromosomas son XY o XX.
– Cuántas cosas sabes. ¿Cómo te has enterado de todo eso?
– Me lo ha dicho Jenny. -Se levantó y puso los retales en el asiento de la butaca-. No pueden hacer una amniocentesis hasta la decimosexta semana de embarazo y siempre existe el riesgo de perder al niño.
Dora salió de la habitación y él la siguió. Aquella tarde Wexford era más consciente de la calidez y la luz que había en su casa. Entonces cayó en la cuenta de que Joy Williams no le había ofrecido nada, ni siquiera una taza de té. Dora había abierto el horno y estaba mirando con expresión crítica el filete y el pastel de riñón que estaban haciéndose en la bandeja de arriba.
– ¿Quieres beber algo?
– ¿Por qué no? -dijo ella-. Podemos celebrar que Jenny y Mike van a tener una niña sana.
– Me sorprende que haya decidido correr riesgos -dijo cuando ella ya tenía su jerez y él su Bell con tres partes de agua-. Está decidida a tener este niño. Llevan años intentándolo.
– Tiene cuarenta y un años, Reg. A esa edad existe un alto riesgo de tener un niño mongólico. Además, todo ha salido bien.
– ¿Quieres que te cuente lo de la señora Williams?
– Pobre Joy -dijo Dora-. Era bastante atractiva cuando la conocí, aunque, claro, de eso hace dieciocho años. Supongo que él se habrá ido con alguna chica, ¿no?
– Si ya lo sabías, no sé por qué me has metido en este asunto.
Dora rió. Tenía una risa profunda y sonora. De inmediato dijo que sabía que no debía reírse.
– Es un hombre espantoso. Tú no has llegado a conocerlo, ¿verdad? Da la impresión de ser una persona reservada y poco honesta. Antes pensaba que no es posible que una persona sea así y se le note tanto si tiene algo que ocultar.
– Pero ahora no estás tan segura.
– Voy a contarte algo que no me atreví a contarte cuando ocurrió. Pensaba que podrías reaccionar de forma violenta.
– Claro -dijo él-, como nunca he sabido dominarme con los puños… ¿De qué estás hablando?
– Se le insinuó a Sylvia.
Lo dijo con actitud retadora. De pie como estaba, con su largo vestido rojo, sosteniendo el vaso de jerez y mirándole con los ojos muy abiertos y expresión cautelosa, Dora parecía asombrosamente joven.
– ¿Y qué? -Su hija mayor tenía treinta años, llevaba doce casada y era madre de dos hijos altos-. Es una mujer atractiva. Supongo que los hombres se le insinuarán y que sin duda ella podrá cuidarse de sí misma.
Dora lo miró de soslayo.
– He dicho que no me atreví a decírtelo. Tenía quince años cuando ocurrió.
Los violentos sentimientos que ella había previsto se hicieron patentes. Después de todos los años pasados. ¡A su hija de quince años! Wexford contuvo el impulso de dar un alarido y un golpe en el suelo. Bebió un trago de su vaso y dijo con calma:
– Y, como una buena chica, acudió a su madre y se lo contó.
Dora respondió frívolamente.
– Un detalle encantador por su parte, ¿verdad? Me sentí conmovida. A decir verdad, Reg, creo que estaba muerta de miedo.
– ¿Hiciste algo?
– Oh, sí. Fui a hablar con él y le dije quién era el padre de la chica. No lo sabía. No creo que haya habido mucha comunicación entre él y Joy. Bueno, el caso es que tuvo efecto. Él se alejó de ella y Sylvia dejó de ir a su casa a cuidar de sus hijos. No se lo dije a Joy, aunque creo que ella lo sabía y se sentía desencantada. El caso es que dejó de adorarlo como hasta entonces.
– «A mí me adoraban antes…» -citó Wexford.
– Y todavía te adoran, querido. Ya sabes que todos te adoramos. No has perdido nuestro respeto persiguiendo jovencitas. ¿Me sirves un poco más de jerez?
– Tendrás que servírtelo tú misma -dijo él al tiempo que abría el horno y sacaba el pastel-. Ya basta de cotillear y de beber. Quiero mi cena.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a>Joy significa alegría o gozo en inglés. (N. del T.)