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La firma Sevensmith Harding la había fundado en 1875 Septimus Sevensmith, quien se llamaba a sí mismo un «colorista». Septimus Sevensmith vendía material artístico en una tienda de High Street, Myringham. Las pinturas para exteriores e interiores vendrían después, tras la Primera Guerra Mundial, para ser exactos, cuando la nieta de Septimus se casó con el comandante John Harding, quien había perdido una pierna en Passchendaele.
La primera época de prosperidad que vivió la construcción de viviendas en los años ochenta y noventa pertenecía al pasado, pero ya se preveía el comienzo de la siguiente. El comandante se benefició de ella. Empezó fabricando grandes cantidades de los marrones y verdes que más gustaban a los constructores de adosados y semiadosados que estaban creciendo como ramas y tentáculos por todo el sur de Londres. Hacia el final de la década lanzó una atrevida tonalidad de crema.
La empresa se había cambiado de nombre y ahora se llamaba Sevensmith Garding. Sus oficinas estaban situadas en High Street, Myringham, aunque la fábrica que tenía detrás no tardaría en ser trasladada a un solar de un lejano complejo industrial. Con la desaparición del mercado minorista, la tienda como tal también desapareció.
La industria de la pintura gozó de un crecimiento ininterrumpido durante los sesenta y comienzos de los setenta. Se estima que son cerca de quinientas las compañías que fabrican pintura en el Reino Unido; sin embargo el grueso del volumen de ventas está en manos de unos pocos grandes fabricantes. Cuatro de éstos dominan las islas Británicas y uno de ellos es Sevensmith Harding. Hoy sus pinturas, seda de vinilo Sevenstar y emulsión mate de vinilo Sevenstar, así como acabado satinado brillante Sevenshine, son fabricadas en Harlow, Essex, y sus papeles pintados, cenefas y azulejos a juego en Crawley, Sussex. Las oficinas centrales, que se encuentran en Myringham, en medio de High Street, delante del hotel Old Flag, se parecen más a un bufete de abogados o al establecimiento de un anticuario muy refinado que a la dirección de unos fabricantes de pintura. De hecho, apenas hay nada que indique que son fabricantes de pintura. Detrás de los miradores que flanquean con sus curvadas lunas de cristal la puerta principal no hay latas de pintura ni carteles de publicidad en los que aparezcan amas de casa encantadas con brochas en sus manos, sino un jarrón famille noire lleno de flores secas a un lado y una silla Hepplewhite al otro. Pero sobre la puerta, que es de caoba pulimentada estilo georgiano, se pueden ver el escudo de armas real y la leyenda: «Proveedores de Su Majestad la reina Isabel, Reina Madre, coloristas y fabricantes de pigmentos finos.»
El presidente de la empresa, Jeremy Harding-Grey, dividía su tiempo entre su casa de Montecarlo y su casa de Nassau, y el director general, George Delahaye, aunque vivía en Sussex, rara vez se acercaba a Myringham. Sin embargo, el director general en funciones era una persona más humilde y se encontraba mucho más próximo a la gente normal. Wexford lo conocía. Habían sido presentados en casa del suegro de Sylvia, que era arquitecto, y a partir de entonces los Gardner habían sido invitados a una fiesta en casa de los Wexford y habían invitado a éstos a otra fiesta en la suya. No obstante, cuando Wexford pasó por Myringham a la hora de la comida, no creyó tener suficiente confianza con Miles Gardner como para ir a Sevensmith Harding y preguntarle si quería beber algo y comer un sándwich con él.
Habían transcurrido dos semanas desde que mantuviera la conversación con Joy Williams y prácticamente ya se había olvidado de ella. La había apartado de su mente aquella misma noche antes de irse a la cama, y si con posterioridad había pensado en ella en alguna ocasión, sólo había sido para decirse a sí mismo que la señora Williams y su abogado ya lo habrían resuelto todo a su satisfacción o que Williams habría vuelto a casa tras descubrir, como tantos antes que él, que la mejor parte de la economía es la vida doméstica.
Pero incluso si Williams seguía en paradero desconocido, nada justificaba que Wexford hiciera pesquisas acerca de su persona en Sevensmith Harding. Aquello le correspondía a Joy Williams. Para su empresa no podía estar en paradero desconocido. Por muy compleja que sea la vida amorosa de un hombre, tiene que seguir yendo a trabajar para ganarse el pan. De todos modos, Williams se lo ganaba de una manera demasiado humilde para que Miles Gardner pudiera conocerlo, pensó Wexford.
Él y Burden habían estado en la audiencia provincial de Myringham para prestar declaración en dos juicios diferentes, y la sesión del tribunal se había suspendido para almorzar. Burden tenía que regresar a la audiencia para asistir a su juicio (un asunto espinoso relacionado con la receptación de bienes robados) hasta el mismísimo final. Wexford, en cambio, ya había terminado la jornada, al menos en lo que se refería a los tribunales. Mientras caminaban hacia el hotel, Burden estuvo silencioso y taciturno. Si se hubiera tratado de otra persona, Wexford habría pensado que su humor se debía al rapapolvo o, más bien, a la mordaz reconvención que le había soltado el supuesto abogado del receptador. Pero Burden no se inmutaba ante tales cosas. Había sido objeto de un trato semejante demasiadas veces para que ahora le preocupara. Era algo diferente, algo más personal, se dijo Wexford. Pensándolo bien, fuera lo que fuese se trataba de algo que iba en aumento desde hacía días o semanas incluso. Una tristeza, una melancolía, una pesadumbre que no parecía afectar a su trabajo pero que perjudicaba a sus relaciones con los demás.
Burden tenía el mismo aspecto de siempre, sin indicios de ansiedad o preocupación. Estaba delgado, pero él siempre había estado delgado. Wexford no sabía si el traje que llevaba era uno nuevo o era el del año pasado limpio y él se había planchado el pantalón por la noche con la nueva plancha eléctrica que su esposa le había regalado por Navidad. («Es como uno de esos aparatos que se ven en los hoteles suizos», había comentado Burden lleno de orgullo.) Burden era feliz en su matrimonio, tan feliz como en el primero, si bien es verdad que Burden habría sido feliz en prácticamente cualquier matrimonio, ya que tenía un don para ello. Demostraba estar enamorado de su mujer sin caer en el ridículo. No podía haber nada en su relación matrimonial que le molestase. Su esposa estaba embarazada de un niño que ansiaban tener desde hacía tiempo. O, en todo caso, que ella ansiaba tener. Burden tenía un hijo y una hija adultos de su primer matrimonio. Wexford meditó una idea que se le ocurrió, pero la desechó. Con los cuarenta y pico años que tenía, Burden sería el último hombre en tener celos del niño que iba a nacer y sabría estar a la altura de las circunstancias.
– ¿Qué sucede, Mike? -preguntó cuando el silencio se hizo insoportable.
– Nada.
La típica respuesta. Uno de esos casos en que la afirmación significa justo lo contrario de lo que se dice, como cuando un hombre que tiene dudas dice que está completamente seguro.
Wexford no insistió y siguió andando, contemplando el antiguo pueblo, el lugar donde antaño había mercado y que tanto había cambiado desde la primera vez que lo había visto. Habían construido un enorme complejo comercial, y luego un centro cultural que contaba con un teatro, un cine y una sala de conciertos. Las clases de la universidad habían comenzado hacía tres semanas, y el centro estaba atestado de estudiantes ataviados con vaqueros. Pero en esta parte de la ciudad, donde proliferaban los decretos de conservación y los edificios habían sido declarados de interés público, las cosas no habían cambiado mucho. Incluso habían mejorado desde que la autoridad del lugar se había dado cuenta de que Myringham era un lugar bonito que merecía la pena preservar y en consecuencia había empezado a limpiar, adecentar, pintar y plantar.
Se asomó a los miradores de Sevensmith Harding y vio en primer lugar la silla Hepplewhite y luego el jarrón. Detrás de las flores secas vio a una joven recepcionista que estaba hablando por teléfono. Wexford y Burden cruzaron la calle y entraron en el Old Flag.
El inspector ya había estado allí en un par de ocasiones. Era un lugar no muy concurrido a mediodía: del movido negocio de las comidas se ocupaban los pubs, más animados y baratos, y las vinaterías. En el más pequeño de los salones en que se servía comida quedaban varias mesas vacías. Wexford se dirigía a una cuando vio a Miles Gardner, que estaba solo.
– ¿Quieren sentarse conmigo?
– Parece que está esperando a alguien -dijo Wexford.
– A cualquier compañía agradable que se presente. -Tenía una manera de hablar cálida y cortés, en absoluto afectada. Wexford se acordó de que esto era lo que siempre le había gustado de él-. Tienen una ensalada de gambas muy sabrosa -dijo Miles Gardner-. Y si uno llega antes de la una, van por un filete a la carnicería.
– ¿Qué sucede a la una?
– Que el carnicero cierra. Abre de nuevo a las dos, que es cuando cierran el pub. Así es Myringham.
Wexford rió. Burden, en cambio, no lo hizo, y siguió sentado con la misma actitud distante y cortés que incluso a la persona más indiferente le da a entender que uno estaría más contento (o menos amargado) si estuviera solo. Wexford decidió no hacerle caso. Gardner parecía encantado con su compañía y, tras pedir una ronda, empezó a hablar con la elegancia y naturalidad que le caracterizaba de la nueva casa a la que acababa de trasladarse, la cual había sido proyectada por el suegro de Sylvia. Era una verdadera virtud, pensó Wexford, poder hablar con una persona a la que se acababa de conocer y con otra que no era más que un conocido como si fueran viejos amigos con los que uno conversaba regularmente.
Gardner era un hombre pequeño con un aspecto que llamaba poco la atención. El estilo se lo daban su voz y su manera de ser. Wexford se acordó de que tenía una esposa que era mucho más alta que él y dos o tres hijas bastante alborotadoras. Cuando hubo acabado de hablar de la nueva casa y del tiempo que había costado construirla, Gardner pasó a hablar del trabajo y el desempleo, con lo cual consiguió inspirar en Burden una chispa de interés, al menos hasta el punto de arrancarle algún monosílabo. Sevensmith Harding había luchado duramente por no prescindir de trabajadores en la fábrica de Harlow y había ganado la batalla, si se tenía en cuenta que los pocos despidos ocurridos habían sido aceptables, según insistió Gardner, para los hombres y mujeres afectados.
– Sí -dijo Burden-. Supongo.
Siempre había sido un reaccionario, y hasta hacía unos años había amenazado con volverse insoportablemente conservador y de derechas. Sin embargo Jenny había invertido aquella tendencia y Burden era ahora más moderado. A diferencia de otras épocas, no prorrumpía en diatribas contra los subsidios de desempleo, los pagos a la Seguridad Social y la gandulería generalizada. O quizá fuera la depresión que estaba pasando lo que le hacía contenerse.
– A mi modo de ver, toda la actitud con respecto al trabajo, el empleo y el mantenimiento del puesto está cambiando -dijo Gardner. A continuación se puso a hablar sobre lo que, en su opinión, estaba dando pie a estas nuevas pautas de comportamiento, y lo hizo de manera que resultara bastante interesante.
O al menos eso pensó Wexford. Burden, que estaba comiéndose la ensalada de gambas con quizá excesiva rapidez, no dejaba de consultar su reloj. Tenía que regresar a la audiencia a las dos. Wexford pensó que se alegraría de librarse de él por un rato.
– Entonces lo que usted está diciendo en realidad -le dijo a Gardner- es que a pesar, de la amenaza del paro y de la insuficiencia de los subsidios de desempleo, la gente parece haber superado ese miedo cobarde a perder el puesto de trabajo que tenía en los años treinta, ¿no?
– Sí, y, al menos entre la clase media, la gente ha dejado en buena medida de tener esa sensación que abrigaba antes de que debía permanecer durante el resto de su vida en una profesión o trabajo que odiaba sólo porque era el que había conseguido a los veinte años.
– ¿Y qué ha producido este cambio?
– No lo sé. He estado pensando en ello, pero las respuestas que he encontrado no me satisfacen. De todos modos, lo que sí puedo decirle es que al igual que ha desaparecido el miedo, y el respeto al empresario por el mero hecho de ser empresario, también ha desaparecido el orgullo por el trabajo y la antigua lealtad a la empresa. Mi director comercial es un ejemplo ilustrativo. Ya han pasado los tiempos en que se podía afirmar que un hombre que ocupaba semejante posición también era una persona responsable, alguien con quien se tenía la confianza de que no se iba a sufrir una decepción. Ese hombre se habría sentido orgulloso y, ¿por qué no decirlo?, agradecido de estar donde estaba, y se habría preocupado realmente por el bien de la empresa.
– ¿Qué ha hecho su director comercial? -preguntó Burden-. ¿Ha decidido súbitamente cambiar de profesión?
Lo dijo cáusticamente, pero Gardner no pareció darse cuenta de la mordacidad del tono y contestó con afabilidad:
– No que yo sepa. Simplemente me ha dejado. Tiene que dar aviso con tres meses de antelación, al menos en teoría. En primer lugar nos llamó su esposa por teléfono para decirnos que estaba enfermo; después no supimos nada de él hasta que recibimos una carta de dimisión, muy escueta y brusca, con una nota al final… -Gardner parecía casi querer disculparse- una nota verdaderamente insolente, en la que nos decía que se pondría en contacto con el departamento de contabilidad para tratar el tema de su jubilación.
– ¿Llevaba tiempo en la empresa?
– Toda su vida laboral, creo, y cinco años de director comercial.
– Por lo menos no les será difícil encontrar un sustituto en los tiempos que corren.
– Lo que vamos a hacer es ascender a uno de nuestros mejores representantes comerciales. Ésta ha sido siempre la política de Sevensmith Harding. Ascender a un empleado en lugar de recurrir a alguien de fuera.
Burden se levantó y dijo que debía regresar a la audiencia. Estrechó la mano a Gardner y tuvo la gentileza de farfullar algo sobre que había sido un placer conocerle.
– Permítame que le invite a otra cerveza -dijo Wexford cuando Burden se hubo ido y Gardner comentara, para sorpresa del inspector, que era un tipo simpático.
– Muchas gracias. No creo que nos echen antes de las dos y media, ¿no?
Les sirvieron la cerveza, una de las ciento treinta variedades «auténticas» que el Old Flag afirmaba tener.
– ¿No será por casualidad mi vecino Rodney Williams el representante al que van a ascender?
Gardner le miró con expresión de sorpresa.
– ¿Rod Williams?
– Sí. Vive en la calle siguiente a la mía.
Gardner dijo pacientemente:
– Rod Williams es nuestro antiguo director comercial, el que les he dicho que dimitió.
– ¿Williams?
– Sí, creía habérselo explicado. Quizá no haya mencionado su nombre.
– Alguien se ha equivocado en este asunto -dijo Wexford.
– Usted -repuso Gardner con una sonrisa.
– Sí, supongo que sí. Alguien ha hecho que me equivoque. ¿He de suponer entonces que Williams no era uno de sus representantes y que no se ocupaba de la zona de Suffolk?
– Lo era antiguamente. Hasta hace cinco años. Seguimos nuestra política habitual y cuando nuestro anterior director comercial se jubiló anticipadamente debido a un problema del corazón, ascendimos a Rod Williams.
– Según su esposa, sigue trabajando de representante. Es decir, sigue pasando la mitad de su tiempo vendiendo en Suffolk.
Gardner enarcó las cejas y le dirigió una sonrisa torcida.
– Su vida privada no es asunto mío.
– Ni mío.
Fue Gardner quien cambió de tema. Se puso a hablar de su hija mayor, que iba a contraer matrimonio a finales de verano. Wexford se despidió finalmente prometiéndole que seguirían en contacto y que le diría a Dora que llamase a Pam «para organizar algo». Mientras pasaba por Kingsmarkham camino de su casa, estuvo pensando en Rodney Williams durante un rato. En su matrimonio no había habido lugar para las coartadas. Se preguntó cómo sería la vida de un matrimonio si durante cinco años, y de forma permanente y continuada, hubiera una coartada que formara parte integral de ella. Dejó de intentar ponerse en el lugar de Williams y pensó en ello con imparcialidad.
Lo que había ocurrido quizá era que cinco años atrás Williams habría conocido a una joven con la que querría pasar el tiempo sin necesidad de acabar con su matrimonio. La manera de conseguir esto habría sido guardar el secreto del ascenso a su esposa. Probablemente la joven viviría en Myringham. Cuando Joy Williams creía que su marido se encontraba en un motel de las afueras de Ipswich, éste estaba en realidad viendo a la joven. Habría vivido en su casa, sin duda, y hecho la jornada de nueve a cinco en las oficinas de Sevensmith Harding de Myringham.
Era el tipo de situación ante la cual algunos hombres soltarían una risilla. Wexford no era de esa clase de hombres. Además había otro detalle, un detalle que pocos hombres considerarían gracioso. Si Williams no le había dicho nada a su esposa sobre el ascenso, cabía suponer que tampoco le habría dicho nada sobre el considerable aumento de sueldo que éste suponía. Sin embargo no había más misterio que ése. Williams había escrito a la empresa y Joy había llamado para pedir disculpas. De vuelta en Alverbury Road, Williams estaba quizá intentando colar todavía alguna mentira para evitar que se descubriera todo.
Eran las nueve de la noche y todavía estaba en su despacho, repasando por enésima vez los testimonios que había tomado para acusar de fraude a un tal Francis Wingrave Adams. Todavía dudaba que las declaraciones constituyeran una prueba irrefutable para acusarle, y lo mismo pensaba el abogado que representaba a la policía, aunque ambos sabían que era culpable. Cuando acabaron de dar las nueve (el reloj de la iglesia St. Peter también tenía un sonido apagado, como el de la iglesia de St. Mary Woolnoth), guardó los papeles y echó a andar en dirección a casa.
Últimamente le gustaba ir y volver del trabajo andando. El doctor Crocker se lo había recomendado, indicándole de paso que era poco más de medio kilómetro de distancia. «Entonces prácticamente no merece la pena», había dicho Wexford. «Andar un par de kilómetros al día podría suponer en tu caso una diferencia de diez años de vida.» «¿Significa esto que si anduviese cinco kilómetros podría prolongar mi vida treinta años?» El médico se había negado a responder a aquella pregunta. Wexford, aunque fingió burlarse, había hecho un esfuerzo por obedecerle. A veces sus paseos le llevaban a Tavard Road, más allá del chalet de Burden, y a veces hasta Alverbury Road, donde vivía la familia Williams. Había además una ruta más larga que pasaba por uno de los caminos del prado y que él tomaba de vez en cuando. Aquella noche tenía intención de ir a ver un momento a Burden para hacer una última valoración del caso Adams.
Sin embargo, empezaba a tener la sensación de que había muy poco más que decir acerca de aquel hombre, que había estafado veinte mil libras a una anciana. No hablaría de ello. Lo que haría, en cambio, sería intentar sonsacarle a Burden qué estaba sucediendo en su vida que explicara la depresión que tenía.
Jenny y Burden vivían todavía en el chalet al que éste se había trasladado poco después del final de su primer matrimonio. Después de los más de veinte años pasados, el jardín seguía teniendo aspecto de recién plantado y la hiedra que trataba de trepar por la casa había sido podada despiadadamente. Sólo la puerta de entrada había cambiado. Había sido de todos los colores (Burden era un pintor implacable), aunque el que más le había gustado a Wexford era el rosa. Ahora era de un tono azul verdoso oscuro. El «pavo real oriental Sevenshine», probablemente. Estaba atardeciendo, por lo que encima de la puerta brillaba la luz del porche, un farol de cristales emplomados con forma de estrella.
Jenny salió a abrirle. Estaba en la mitad de su embarazo y se le «notaba», como decían las viejas viudas. En lugar de llevar una camisa amplia, tenía un vestido de manga ancha, cuello cuadrado y cintura alta, como el que lleva la mujer que aparece en La carta de Vermeer. Se había dejado crecer su pelo castaño claro y ahora le llegaba a los hombros. Así y todo, Wexford se quedó consternado al ver su aspecto. Parecía cansada y desanimada.
Burden, que había accedido hacía años a dejar de llamar a Wexford «señor», no le llamaba ahora de ninguna manera. Jenny, en cambio, le llamaba Reg.
– Está en el salón, Reg -dijo. Y añadió con un tono realmente extraño en ella-: Yo ya me iba a la cama.
Wexford se sintió obligado a decir que lamentaba pasar tan tarde, pese a que sólo eran las nueve y veinte. Ella se encogió de hombros y respondió que no tenía importancia, aunque lo dijo como dando a entender que nada tenía mucha importancia. El inspector la siguió a la habitación en que se encontraba Burden.
Éste estaba sentado en el cojín del medio de un sofá de tres plazas leyendo la Police Review. Wexford esperaba que Jenny estuviera sentada a su lado, pero no era así. Al fondo de la habitación, junto a una silla, estaba su libro del revés y una labor de punto blanco que, por su aspecto, parecía obra de una persona poco ilusionada por su tarea. En un jarrón de cristal situado en el alféizar de la ventana había unos alhelíes moribundos metidos en cinco centímetros de agua.
– ¿Quieres beber algo? -dijo Burden al tiempo que dejaba su revista-. Hay cerveza. Hay cerveza, ¿no es así, Jenny?
– No lo sé. Yo no toco la cerveza.
Burden no dijo nada. Salió de la habitación, fue a la cocina y volvió con dos latas en una bandeja. Normalmente Jenny habría hecho el mismo comentario que la primera esposa de Burden: que sería mejor que cogieran unos vasos para beberías. Sin embargo se sentó lánguidamente, cogió el libro y la labor pero sin mirar ni una cosa ni otra, y dijo:
– Puedes bebería de la lata, ¿verdad?
Wexford empezaba a sentirse incómodo. Entre Jenny y Burden había una especie de tensión, un profundo malhumor que parecía flotar en el ambiente como si fuera humo. Abrió su lata de cerveza. Jenny sostenía sus agujas de hacer punto con una mano crispada y tenía la mirada fija en la pared. Wexford no tenía intención de hablar sobre Francis Wingrave Adams en su presencia. En ocasiones como ésa, él y Burden iban a otra habitación. Burden estaba sentado en el sofá, con el entrecejo levemente fruncido como ya era habitual en él. Abrió su lata con un movimiento brusco y un chorro de espuma cayó sobre la alfombra.
Tres meses antes Wexford había visto a Jenny reaccionar de una manera conciliadora y práctica cuando a su marido se le había caído no un poco de cerveza, sino un tazón entero de mousse de fresa en la alfombra nueva del comedor, que era de color claro. Se había reído y le había dicho que le dejara limpiarlo a ella. Ahora, en cambio, dio un grito de exasperación y brincó de la silla.
– Vale, vale -dijo Burden-. Ya me ocupo yo. No ha sido nada. Voy por un trapo.
Jenny rompió a llorar. Se llevó una mano a la cara y salió presurosa de la habitación. Burden la siguió. Mejor dicho, Wexford pensó que la seguía, ya que casi de inmediato el policía regresó con un trapo en la mano.
– Siento que haya ocurrido esto -dijo cuando se hubo agachado-. No ha sido por la cerveza, por supuesto. Cualquier nimiedad le saca de quicio. No le hagas caso. -Alzó la vista y le miró con expresión de enfado-. He decidido no seguir haciéndole caso.
– Pero si no se encuentra bien, Mike…
– Está perfectamente. -Burden se levantó y dejó caer el trapo sobre el bordillo de baldosas de la chimenea-. Está teniendo un embarazo ideal, sin ningún problema. Ni siquiera sufre vómitos. Cuando me acuerdo de cómo lo pasó Jean… -Wexford no daba crédito a sus oídos. Que un marido, y especialmente un marido como Burden, hiciera semejante comparación. Burden pareció darse cuenta de lo que había dicho, ya que se sonrojó levemente-. No, de veras, se encuentra perfectamente. Lo dice ella misma. No es más que un comportamiento neurótico.
Wexford había pensado en alguna ocasión que si cada caso de neurosis que Burden diagnosticaba fuera acertado, casi toda la población habría de ser encerrada en un hospital o, en el mejor de los casos, tomar tranquilizantes.
– La amniocentesis ha ido bien, ¿no? ¿No estará preocupada por algo que le han dicho?
Burden titubeó.
– Pues, a decir verdad, sí. -Soltó una risa seca y desagradable-. Eso es precisamente lo que ha ocurrido. Está preocupada por algo que le dijeron. Has dado en el clavo. A mí no me preocupa y soy el padre de la criatura. Ella en cambio está loca de preocupación y soy yo quien ha de apechugar con ello. -Se sentó y dijo en voz alta, casi a gritos-: De todos modos no quiero hablar de ello. Ya he dicho demasiadas cosas y no tengo intención de decir más. Tal vez prepare una explicación sobre la conducta de mi esposa y se la repita a todas las personas que vengan antes de que entren en casa.
– Puedes improvisarla, porque no haces más que gritar. -Aquel comentario le valió una mirada de cólera-. He venido a hablar sobre Adams. Pero tal vez estés demasiado ocupado con tus riñas domésticas para prestar atención.
– Ya te he dicho que no pienso hacerle caso -dijo Burden.
Durante la siguiente media hora hablaron sobre Adams, aunque no les sirvió de mucho.
Dora estaba en la cama leyendo cuando Wexford llegó a casa. Mientras se desnudaba le contó lo de los Burden.
– Son demasiado mayores para tener niños -fue todo lo que ella dijo.
– ¿Cómo llamarías entonces a lo que están haciendo?
– Te llevarías una sorpresa si te lo dijera, muchacho… A todo esto, Rod Williams no ha regresado a casa. He visto a Joy y no ha tenido ninguna noticia de él.
– Pues habría asegurado que había llamado a Sevensmith Harding.
– Le dijiste que lo hiciera, querrás decir. Le sugeriste que les llamara para averiguar si le podían decir algo, y eso es lo que va a hacer.
No era eso lo que había querido decir. Se acostó, seguro de que aún volvería a oír hablar del asunto de los Williams.