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Llevaba más de dos semanas fijándose en el Ford Granada azul oscuro que había estacionado delante de su casa, en Arnold Road, Myringham. La primera vez que había aparecido allí fue poco después de Semana Santa. Graham Gee no podía verlo desde las ventanas que daban a la calle, ni tampoco desde el jardín a causa del alto seto de madreselva. Lo veía cada mañana cuando salía en coche por la entrada de su garaje y cuando llegaba cada tarde a las cinco y media.
Al principio, le había dicho a la policía, pensó que podría tratarse de algo relacionado con el muchacho de enfrente, el hijo adolescente del matrimonio que vivía en el chalet. Pero era un coche demasiado respetable para que fuera así. Bueno, lo era en aquel entonces. Tras descartar aquella hipótesis, se preguntó si pertenecería a alguien que viajara de las afueras al centro para ir a trabajar y aparcara el coche en Arnold Road para luego coger el tren. Arnold Road estaba a casi medio kilómetro de la estación regional de Myringham, así que quedaba relativamente lejos; sin embargo, era la calle más cercana a la estación cuyos aparcamientos no estaban llenos de coches de gente que tenía que viajar para ir al trabajo.
Graham Gee empezó a tomarse la presencia del Ford Granada delante de su casa como el anuncio de algo desagradable. En Arnold Road no tardarían en aparcar sus coches cientos de usuarios de tren. Él no tenía que coger el tren para ir al trabajo, ya que era socio de una firma de asesores fiscales de Pomfret.
Arnold Road tenía fama de «buen barrio». Las casas eran independientes y estaban rodeadas por un gran jardín. No había personas peligrosas, ni se había producido ningún problema, excepto el robo de unas dalias el pasado otoño en un jardín que daba a la calle. De ahí que Graham Gee se sorprendiera una mañana al observar que los tapacubos del Granada habían desaparecido. Eso sí, cabía la posibilidad de que nunca hubieran estado allí. No se acordaba bien. Lo que sí sabía con certeza era que las ruedas siempre habían estado allí. El coche no había estado apoyado sobre ladrillos hasta aquella mañana. Sucio como estaba, con aquellos rastros de lluvia que tenía y aquellos ladrillos sobre los que descansaba, cualquiera diría que era propiedad del joven que vivía en la casa de enfrente.
Graham Gee no hizo nada al respecto, pese a que para entonces ya sabía que el vehículo estaba estacionado en aquel lugar de forma permanente. No lo aparcaban por la mañana y se lo llevaban por la tarde. Fue necesario que rompieran la ventanilla de atrás para que hiciera algo.
Habían roto la ventanilla de atrás, abierto las puertas delanteras y desvalijado el interior. Se habían llevado la radio, los reposacabezas de los asientos delanteros y algo encajado en el tablero de mandos, un reloj quizá. Aunque el maletero estaba abierto, los ladrones habían pensado que no les merecía la pena coger la pala para nieve que había dentro. Gee llamó a la policía.
La policía no tuvo necesidad de hacer la gestión que suponía llamar a la oficina de tráfico de Swansea para identificar el coche, ya que los documentos de matriculación del Granada se encontraban en la guantera junto con un mapa de carreteras del sur de Inglaterra, un bolígrafo y unas gafas de sol.
Los documentos indicaban el nombre del conductor, no el del dueño, hecho que también fue de utilidad para la policía. Los datos del conductor eran: Rodney John Williams, Alverbury Road 31, Kingsmarkham.
¿Por qué Williams había abandonado el coche en Arnold Road si el aparcamiento de Sevensmith Harding estaba a menos de medio kilómetro de las oficinas de High Street? Ese aparcamiento nunca estaba cerrado. No tenía puerta, sino una abertura en la valla, y sobre ésta un cartel en que se prohibía aparcar allí al personal no autorizado.
– No lo comprendo -dijo Miles Gardner-. A decir verdad, ya habíamos empezado a preguntarnos qué podíamos hacer para recuperar el coche, pero no sabemos dónde está Williams. En su carta de dimisión no mencionaba el coche. Parece que cuando nos dejó ya no estaba con su esposa; de lo contrario habríamos hablado con ella. Williams se ha evaporado. Esto está pasando de castaño a oscuro, ¿no cree? Supongo que el coche estará hecho una pena; lo habrán vaciado.
– Todavía queda el motor -dijo Wexford.
Gardner hizo una mueca. Se encontraban en su despacho, una habitación lujosa aunque algo sombría cuyas paredes parecían más bien forradas de roble que revestidas con paneles. La decoración databa de aquella época de entreguerras en que abundaba la madera noble. Ni rastro de las emulsiones Sevenstar, pensó Wexford.
Había más fotos enmarcadas que en el típico salón de una pareja de ancianos. Sobre el escritorio de Gardner, colocada de manera que pudiera verla cada vez que alzara la vista, había una grande de la señora Gardner y sus tres hijas, apretadas contra ella y abrazadas cariñosamente. Las paredes estaban reservadas para varios grupos y reuniones de hombres en fiestas de la empresa o acontecimientos deportivos. Una era de un partido de críquet en el que aparecía un hombre alto y desgarbado que se disponía a batear. Rodney Williams. La frente despejada, las pequeñas concavidades de sus facciones -que sin duda de perfil serían más marcadas- y los finos labios, estirados para formar una sonrisa, eran inconfundibles.
Gardner la miró con tristeza.
– Esa foto es de cuando era mucho más joven -dijo-. La empresa tenía un equipo fantástico en aquella época. -Hizo un gesto como queriendo quitar la foto de la pared, enfadado sin duda por la imagen de un Williams permanentemente sonriente, pero pareció cambiar de idea-. Todo este asunto resulta muy extraño. Era muy aficionado a los coches, ¿sabe usted? Uno de esos locos del volante. No pensará que le ha ocurrido algo, ¿verdad?
Aquél era el eufemismo que siempre significaba muerte…
– Si se refiere a que haya podido sufrir algún accidente, no lo sé, aunque no lo creo. Lo que me pregunto más bien es en qué habrá andado metido.
Gardner puso cara de desconcierto.
– Tengo la impresión de que podría haber estado metido en algo de lo que debería haberse mantenido alejado. Algún desfalco. Una de dos: o ha decidido que ya ha ganado bastante y ha puesto fin al asunto o bien ha ocurrido algo que le ha hecho pensar que están a punto de descubrirle. Si ha estado falsificando cuentas, lo más probable es que lo haya hecho aquí. ¿Usted qué opina?
– No ha podido hacerlo. Jamás se acercaba a los libros, por así decirlo. ¿Quiere que llame al jefe de contabilidad? A mi modo de ver, si ha cometido algún desfalco habrá sido con el dinero de los gastos, y Ken Risby es la persona que puede informarle al respecto.
Gardner hizo una llamada por la línea interna. Mientras esperaban a Risby, Wexford preguntó:
– ¿No hay nada de poco tamaño, algo portátil pero de un valor considerable que pueda haber robado? ¿Ningún cheque que haya podido falsificar? ¿Ningún fraude que haya podido perpetrar?
Gardner puso cara de perplejidad.
– No creo… No, seguro que no. De lo contrario ya me habría enterado: hace tres semanas que ha desaparecido, por Dios. -Se puso en pie-. Aquí está Ken. Él podrá decírnoslo.
Pero Risby no pudo decirles gran cosa. Era un hombre de treinta y tantos años, delgado, de pelo rubio y carácter nervioso. Se mostró tan consternado como Gardner ante la hipótesis de Wexford. Cualquiera hubiera dicho que aquellos dos hombres vivían en un mundo donde el fraude era algo desconocido y todos los hombres de negocios eran de una honradez y rectitud intachables, pensó el inspector con impaciencia.
– A veces se pasaba un poquito con los gastos, pero eso es todo, se lo aseguro. Jamás se ocupó del dinero de la empresa. ¿Qué le hace pensar que haya podido hacer algo así?
– Piense un momento en ello. Analícelo. Este hombre ha estado cinco años engañando a su esposa acerca del puesto que ocupaba en esta empresa. ¿Qué sueldo anual recibía?
– Veinticinco mil -respondió Gardner.
Más de lo que Wexford se esperaba: cinco mil libras más.
– También la engañaba sobre su sueldo. Puedo asegurarles que ella piensa que ganaba menos de la mitad de eso. Un día le dice que se va a Ipswich, un lugar que seguramente no ha pisado en los últimos cinco años, y se marcha. Luego abandona el coche de la empresa en la calle y desaparece. Nunca se vuelve a saber de él, si exceptuamos la carta de dimisión y la llamada a la empresa que le pide que haga a la mujer con la que está confabulado. ¿Les extraña entonces que piense que ha estado metido en algún asunto turbio? Háblenme de él. Si no es la clase de hombre que cometería un robo o una falsificación, ¿hay alguna otra cosa deshonrosa que haya podido hacer?
Le miraron. No tenían imaginación, de modo que no podían saberlo ni aventurar hipótesis. Wexford tenía mucha imaginación y muy pocos conocimientos de mercadotecnia.
– Por ejemplo, ¿no es posible que haya estado vendiendo la pintura de la empresa a un precio superior al marcado y embolsándose la diferencia? ¿Alguna cosa de ese tipo?
Gardner, que hasta ese momento había estado mirándole como si nunca fuera a sonreír de nuevo, se echó a reír.
– Williams nunca vendió nada. El negocio no funciona de esa manera. Jamás manejaba dinero. No manejaba dinero de ningún tipo.
– Ni que perteneciera a la casa real -comentó Wexford-. En cualquier caso, ¿le importaría, señor Risby, examinar atentamente sus libros, por favor? Haga una segunda revisión o lo que sea.
– Realmente no es necesario, se lo aseguro. No es en absoluto necesario. Si en este momento tuviera que ir a juicio, juraría que no hay la menor discrepancia en mis libros de cuentas.
– Espero que nunca tenga que ir a juicio por este asunto, pero no descarte la posibilidad. -Risby le miró con los ojos muy abiertos-. Haga lo que le pido y compruebe sus libros, ¿de acuerdo? Y ahora -dijo volviéndose hacia Gardner- me gustaría ver la carta de dimisión de Williams.
Gardner llamó a su secretaria para que la buscara. Wexford se fijó en que la llamaba Susan y en algo más que no se esperaba: que ella le llamaba a él Miles. La carta había sido mecanografiada por una persona no habituada al uso frecuente de la máquina de escribir:
Querido señor Gardner:
Por la presente le comunico mi dimisión del cargo que desempeño en Sevensmith Harding a partir de la fecha de hoy. Lamento que sea tan repentina, pero las circunstancias a que obedece están fuera de mi control. No voy a regresar a la oficina y preferiría que no intentara ponerse en contacto conmigo.
Atentamente,
Rodney J. Williams.
P. D.: En su debido momento me pondré en contacto con el departamento de contabilidad para tratar el tema de mi jubilación.
Wexford dijo:
– Todos los empleados de estas oficinas se llaman los unos a los otros por el nombre de pila excepto Rodney Williams, que le llamaba a usted señor Gardner, ¿no es así?
– No, por supuesto que no. Me llamaba Miles.
– No en la carta.
– Supongo que lo hizo porque pensó que la ocasión requería un tratamiento más formal.
– Es una posibilidad. De todos modos, ¿no le parece extraño que un hombre que debe dar aviso de su dimisión treinta días antes lo haga sólo con un día de antelación? ¿No habría cabido esperar, por una cuestión de cortesía, una explicación más detallada que la de «circunstancias fuera de mi control»?
– ¿Está insinuando que otra persona escribió esta carta?
Wexford no respondió directamente.
– Voy a llevármela, si no le importa. Quizá le pida a algún experto que analice esta firma. ¿Podría proporcionarme una muestra de la firma de Williams? ¿Una que sepamos que es suya?
Se habían encontrado nueve tipos de huellas dactilares dentro y encima del coche. Cabía esperar que entre ellas se hallaran las de la persona que lo había destrozado. Las otras serían las de Williams, Joy, Sara y Kevin. Todavía era pronto para pedir a estas personas que le dejaran comparar sus huellas con las del coche. En el tapizado habían aparecido muchos pelos, tanto rubios como canosos, pero nada de sangre, por supuesto, ni nada espectacular. Sin embargo, se encontró algo curioso. En el fondo del maletero, junto a la pala, se recogieron unos restos de yeso que en el laboratorio habían identificado como Tetrion o Tapagrietas Sevensmith Harding.
Se tardó varios días en obtener los datos sobre la carta.
Había sido escrita con una máquina portátil, la Remington 315. La A mayúscula de esta máquina tenía una muesca en el vértice; la í minúscula presentaba un defecto parecido en la parte superior y la coma tenía un borrón en la cabeza. En cuanto a la firma, no era la de Williams. El grafólogo se mostró más categórico de lo habitual en estas personas. Su actitud fue incluso cáustica cuando expresó su incredulidad ante el hecho de que alguien hubiese podido creer por un momento que fuera Williams el autor de la firma.
Tras decirle a Dora que tenía intención de llamar a Sevensmith Harding, Joy le preguntó si podía mandar a Wexford a su casa una vez más. Esta vez Dora había dicho, no sin cierta brusquedad, que su marido no era un detective privado y Wexford, por supuesto, no había ido. Pero la desaparición de Williams había dejado de ser un asunto privado. Wexford pensó que, en cualquier caso, su visita no sería mal recibida en Alverbury Road. De hecho, sería la respuesta a una plegaria. Fue andando hasta allí a las ocho de la tarde.
Esta vez fue la hija, Sara, quien le abrió. Sin decir palabra, cerró la puerta cuando hubo pasado y abrió la del salón, tras lo cual lo dejó y subió al piso de arriba.
Joy Williams estaba viendo la televisión. El programa era uno de esos concursos en que dos equipos tienen que pasar pruebas ridículas o humillantes. Unos hombres ataviados con traje de etiqueta y chistera intentaban andar por un alambre sobre algo que parecía una piscina de puré de patatas. Justo antes de que Sara le abriera la puerta del salón, le oyó reírse. Quitó el volumen, pero no apagó el aparato. Wexford pensó que no le hacía ninguna gracia verle. La expresión de su cara pasó de repente al mal humor.
Sí, reconoció, tenían una cuenta bancaria común. Había sido necesario debido a todo el tiempo que Rod pasaba fuera. Wexford preguntó si podía ver algún extracto reciente.
Ella se encorvó y abrazó su delgado cuerpo, poniendo la mano derecha sobre el hombro izquierdo y la izquierda, con sus espantosos y llamativos anillos, sobre el derecho. Era una reacción habitual en ella, una reacción que, según un psiquiatra, constituiría probablemente una forma de protegerse ante un ataque. Llevaba su pantalón verde y un jersey de punto, cuyos hombros estaban sembrados de pelos y caspa.
– ¿Con qué frecuencia le envía su banco extractos de cuenta?
– Últimamente una vez al mes. -Sus ojos se desviaron hacia la silenciosa pero tumultuosa pantalla. Un participante se había caído en el puré-. Hace tiempo cometieron un error con algo y Rod protestó, y a partir de ese momento empezaron a mandar extractos mensuales.
El doctor Crocker le había descrito a Wexford una visita que había hecho recientemente a una de sus pacientes, una mujer enferma de bronquitis. El televisor que había en su habitación estaba encendida, y los seis hijos de la mujer estaban viéndola. A fin de hacerle un reconocimiento, él había pedido que apagaran el aparato, y la mujer había reaccionado protestando airadamente. «Ahora desenchufo el aparato sin siquiera pedir permiso -le había dicho el médico-. Aunque esté encendido el televisor o el vídeo, ya no pregunto. Lo desenchufo.»
A Wexford le habría gustado hacer eso. Y lo habría hecho de haber tenido sólo un motivo más, por pequeño que fuera, para sentir inquietud acerca de Rodney Williams. Resultaba curioso que Joy, que en su afán por que él volviera a visitarla había estado a punto de importunar a Dora, estuviera ahora demostrando a las claras que no deseaba su presencia en su casa.
– ¿Podría mostrarme los extractos?
Ella apartó la cabeza en un gesto de renuencia.
– Si usted lo desea…
Le había hecho el ruego con corrección, como si estuviera pidiendo un favor, y ella le había respondido como si estuviera haciéndoselo.
No le costó mucho encontrarlos. No estaba dispuesta a perderse del programa más de lo estrictamente necesario. Cuando él se puso a examinar los extractos, ella subió un poco el volumen del televisor de manera que resultaran audibles los gritos, exclamaciones y comentarios. Wexford se preguntó si algo, algún suceso o sobresalto real, podía distraerla. Entonces lo supo. El timbre del teléfono. En alguna parte de la casa, el teléfono había comenzado a sonar.
Ella se levantó de un brinco.
– Ha de ser mi hijo. Me llama todos los jueves por la noche.
Wexford volvió a la lectura de los extractos. Cada uno mostraba que aproximadamente a principios de mes se ingresaban en la cuenta quinientas libras. El cheque del sueldo, al parecer. Esta hipótesis presentaba varios problemas. El salario de Williams había sido de veinticinco mil libras al año y la cantidad de quinientas libras al mes no sumaba esa cantidad de ninguna manera, ni siquiera descontando todas las retenciones posibles. En segundo lugar, la suma variaría, no sería una cantidad fija de números redondos. En tercer lugar, sería ingresada el mismo día del mes, día arriba día abajo, pero no a veces el día 1 y otras el 8.
Así pues, Williams tenía en alguna parte otra cuenta en la que le ingresaban el sueldo. De esa cuenta transfería quinientas libras al mes a la que tenía en común con su esposa. Si así era, no valdría de nada preguntarle a Joy, como era su intención, si desde su desaparición su marido había sacado dinero de la cuenta común.
Sevensmith Harding no vacilaría en decirle en qué banco estaba esa otra cuenta. El problema estaría en el director del banco, que se negaría a revelar cualquier dato sobre la cuenta de su cliente. Volvió a leer el extracto de abril. Las quinientas libras habían sido ingresadas el día 2. La señora Williams no había recibido todavía el extracto de mayo porque sólo estaban a mediados de mes.
Ella regresó a la habitación, rejuvenecida y de mejor humor. Wexford nunca la había visto con una expresión tan animada. Había estado hablando con su hijo, el favorito..
– Desearía que llamara a su banco -le dijo- y preguntara si a principios de mes fueron ingresadas las quinientas libras de costumbre. ¿Lo hará?
Ella asintió. Wexford le pidió a continuación que le hablara de la última tarde que Williams había pasado en casa. Rod había segado el césped a primera hora, respondió ella, y luego la había llevado de compras a las rebajas de Tesco. Ella no sabía conducir.
– Regresamos y tomamos una taza de té. Rod se comió un sándwich. No quería más. Dijo que comería algo durante el viaje a Ipswich. Luego subió arriba, hizo el bolso y se fue. Dijo que volvería el domingo. -Soltó una de sus desganadas risas-. Y ésa fue la última vez que lo vi. Tras veintidós años.
– ¿Qué hizo usted durante el resto de la tarde?
– ¿Yo?
– Sí, usted. ¿Se quedó en casa? ¿Salió? ¿Recibió alguna visita?
– Fui a ver a mi hermana. Vive en Pomfret. Fui en autobús. Comí algo aquí y luego fui a verla.
– ¿Y Sara?
– Se quedó aquí. Arriba. -Joy Williams señaló el techo-. Estudiando para los exámenes del bachillerato superior, supongo. -Lo dijo como si aquello fuera algo indigno o incluso un tanto deshonroso para su hija.
Había algo que no encajaba en la descripción de lo que había hecho aquella tarde, algo incongruente, pero Wexford no acertó a saber qué era.
– Me gustaría hablar con Sara -dijo.
– Como quiera.
Se giró en la butaca y le miró fijamente, olvidándose por un momento de la televisión.
– Estará en su habitación. Puede subir, no la molestará. -Volvió a soltar su espantosa carcajada-. Más bien al contrario, conociéndola…