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De modo que la joven Sara, que parecía una de las muchachas de Botticelli, una virgen del Quattrocento, había sido sorprendida en la cama con un novio. O en otra parte, con toda probabilidad. En el sofá de plástico amarillo o en el asiento trasero del coche. Las hijas eran un problema. Uno creía en que había que ser comprensivo, pero las cosas eran diferentes cuando se trataba de la hija de uno. Sin embargo, esto no justificaba la insinuación de desprecio hecho por Joy. Mientras subía al piso de arriba, Wexford llegó a la conclusión de que la señora Williams le gustaba tan poco como lo que sabía de su marido. Tampoco importaba mucho si le gustaban o no. Quizá la mujer tuviera alguna justificación. Estaba pasando una mala época. Sabiendo que seguramente estaba perdiendo a su marido, sentiría despecho al ver que su hija estaba ganando uno. Y era posible que hubiera pasado muy poco tiempo desde que había sorprendido juntos a Sara y al joven.
Supo cuál era su habitación porque salía música a través de la puerta. Era rock suave, con un monótono ritmo de batería. Debía de haber oído sus pasos en las escaleras, ya que él se había preocupado de hacer un poco de ruido, algo que no le había resultado difícil sobre el suelo de linóleo y fina moqueta. Llamó a la puerta.
No dijo «Pase», sino que la abrió ella misma. Wexford solía fijarse en las reacciones a una llamada a la puerta. Ofrecían indicaciones sobre el carácter y las motivaciones de las personas. Por ejemplo, la mujer, que dice «Pase» es más abierta, tranquila y apacible que la que sale a abrir la puerta, la cual seguramente sea cautelosa y reservada. ¿Qué ha guardado en un cajón o escondido bajo una revista en los treinta segundos que ha tardado en abrir la puerta?
Era evidente que la habitación había sido decorada por Sara. El atractivo que pudiera encontrársele no tenía nada que ver con los muebles, la alfombra y las cortinas que habían puesto en ella sus padres. Era el dormitorio más pequeño. Wexford había hecho ampliar su casa cuando sus hijas eran todavía pequeñas. Esta casa, en cambio, había permanecido igual que el primer día. Tendría un dormitorio de gran tamaño que daría a la calle para el matrimonio, un dormitorio más pequeño en la parte trasera (en este caso para el hijo) y un diminuto cuarto trastero que no mediría más de seis metros cuadrados para la hija. Sara había cubierto las paredes con pósters. Uno era de un caballo rojo galopando por la nieve y pertenecía a la escuela naïf yugoslava. En otro aparecía un hombre negro delgado y desnudo tocando la guitarra. Entre los dos pósters colgaba una raqueta de tenis, un muñeco de paja y un montaje de cartas de Tarot. Quizá el póster más chocante era el que había enfrente de la puerta: una criatura con aspecto de arpía, con la cabeza y los senos de una mujer y el cuerpo, las alas y las zarpas de un cuervo, agarrada a una cinta desenrollada en la que se leía el nombre (¿o la sigla?) ARRIA. Wexford se acordó de la camiseta que llevaba Sara la primera vez que la había visto. La mujer cuervo tenía una cara como la de Britannia o la de Boadicea, una de esas caras de facciones hermosas y expresión noble, valerosa y fanática, que le hacía a uno sentir ganas de guardar los cuchillos bajo llave y echar mano del Valium.
En unos estantes que parecían puestos por la joven había una edición de bolsillo de La vida de Freud, el Havelock Ellis de Phyllis Grosskurth, unos libros de Fromm y Laing, los estudios de Freud sobre el hombre lobo y Leonardo y los libros de Erin Pizzey y Jeff Shapiro sobre el incesto y el abuso sexual de niños, pero ni una sola novela. Con su pequeña radio encendida para tener música de fondo, Sara había estado sentada ante una mesa que se plegaba para convertirse en tocador, empollando para un examen. Uno de química, evidentemente. El libro de texto estaba abierto por una página de fórmulas.
– Estamos intentando encontrar a tu padre, Sara. Yo no diría que ha desaparecido exactamente, pero lo cierto es que nos está poniendo las cosas muy difíciles para encontrarle.
Ella le miró fijamente con aquella expresión de seriedad y calma. Reparó en su piel, pálida y suave como el terciopelo, y salpicada de pecas doradas en su naricilla. Cuando le había abierto la puerta, sostenía un rotulador verde en la mano. En el dorso de la otra mano se había dibujado una serpiente verde. Los adolescentes siempre se hacían dibujos en las manos; lo habían hecho cuando él era adolescente y también cuando lo eran sus hijas. Ahora había surgido además una especie de moda. Lo que se estilaba ahora era tener dibujos negros, rojos y verdes en las manos, los brazos y el cuerpo. Sara había dibujado con su rotulador verde una serpiente moteada, pero no enroscada sobre sí misma, sino estirada y un tanto ondulante, con su lengua bífida extendida.
– ¿Tienes idea de dónde puede estar?
Ella negó con la cabeza. Puso la capucha al rotulador y lo dejó en la mesa.
– ¿Te importaría decirme cuándo fue la última vez que estuviste con tu padre? ¿Estabas aquí cuando se fue?
Ella titubeó y luego hizo un gesto de asentimiento.
– Fue el segundo día de clase tras las vacaciones de Semana Santa. Llegué tarde a casa porque había estado en la biblioteca. Me habían traído un libro, un libro nuevo que había pedido. Me mandaron un aviso para decirme que ya había llegado. -Levantó dos libros de la pila y le entregó uno que había debajo. Quería impresionarle, ya que era una obra erudita: Principios de genética humana, de Stern. No le dio mayor importancia, pero se fijó en la fecha del sello-. He llamado a la biblioteca para renovar el préstamo -dijo ella a la defensiva-. No pude leerlo en tres semanas. Es muy difícil. -Sonrió por fin y se convirtió en una belleza-. No me refiero a que sea demasiado difícil para mí, sino a que la genética es una materia abstrusa. Ahora empiezan los exámenes del bachillerato superior y hay que darles prioridad sobre todo lo demás.
– ¿Tienes interés en este tipo de cosas?
– Me han ofrecido una plaza en la facultad de medicina. En St. Biddulph. Voy a conseguirla, por supuesto, aunque en teoría eso depende de mis resultados en los exámenes. -Por su tono, parecía que no tenía duda de que éstos fueran a llegar a la nota mínima-. Tengo que sacar al menos tres notables, aunque un sobresaliente y dos notables estarían mejor.
Parecía una chica inteligente. Un par de años atrás se habían publicado unas estadísticas acerca del exceso de estudiantes de medicina. De seguirse al mismo ritmo sobrarían cuarenta mil médicos antes de fin de siglo. Las facultades de medicina habían recibido instrucciones de subir la nota de entrada y reducir el número de alumnos. De modo que si a Sara Williams le habían ofrecido una plaza en St. Biddulph, que era un centro muy prestigioso…
– Tus padres han de estar muy orgullosos de ti.
La ceñuda mirada que le lanzó la joven le hizo comprender que había dicho algo estúpido o al menos alejado de la verdad.
– Ya veo que no conoce a mis padres.
– ¿Preferirían que hicieras algo diferente?
– Podría ser taquígrafa, ¿no? O enfermera. Además me pagarían mientras trabajara, ¿no? -Su voz denotaba desdén y cólera-. Pero nada va a detenerme. Voy a conseguir una beca. No sé qué habría hecho en el pasado.
Wexford supuso que, al decir «el pasado», Sara se refería a la época en que él había sido joven, cuando los padres pagaban la carrera o el estudiante pedía dinero prestado o trabajaba para sufragarlos. Las cosas habían cambiado. Ahora, un padre no podía adoptar una actitud firme y obtener el mismo resultado. Sólo podía persuadir o disuadir.
– ¿Cuándo viste a tu padre por última vez? -le recordó.
Se le había pasado la cólera y adoptaba de nuevo una actitud práctica, relatando los hechos con concisión. Sin embargo, había algo desdeñoso en la forma en que hablaba de su padre. Parecía como si lo considerase algo cómico o un organismo para observar al microscopio.
– Él ya se iba cuando llegué a casa. Le oí hablar con mamá sobre el camino que iba a tomar. Iba a ir por la A26 en dirección a Tonbridge, luego iba a pasar por el túnel de Dartford, de ahí tomaría la M25 y saldría a la A12, que le llevaría a Ipswich.
– ¿Por qué le dijo el camino que iba tomar? ¿Tenía ella interés en ello? ¿No era acaso el camino habitual?
– Ya le he dicho que no conoce a mi padre. En primer lugar yo diría que no le importa mucho lo que pueda interesarle a otra persona. Papá habla mucho sobre coches, carreteras y cosas por el estilo. A mí no me interesa, pero igual me habla de ello. El coche es para él una persona, una mujer. Y tiene nombre de pila. Lo llama Greta. Al Granada lo llama Greta.
– De manera que tu padre salió de viaje, tu madre se fue a Pomfret y tú te quedaste en casa a estudiar.
¿Imaginó aquel titubeo, aquel fugaz brillo de cautela en sus ojos?
– Eso es. Ahora no salgo por la noche. No tengo tiempo. -Volvió a sonreír, aunque esta vez de manera muy artificial-. He oído decir que ya han encontrado su coche.
– Después de que alguien lo hiciera pedazos para llevarse la radio y las ruedas.
– Caníbales… -dijo. Y se rió de la misma manera que su madre-. Pobre Greta.
¿Podía echar un vistazo al resto de la casa? En concreto, ¿podía echar un vistazo a los papeles y la ropa de Williams? Joy no puso reparos. El runrún de la televisión le llegaba a través del suelo y el espasmódico zumbido de la música pop a través de la pared. Según el libro de normas sobre el comportamiento humano que tenía Wexford en la cabeza, una de las leyes más importantes era la del reparto de los dormitorios. La clase media británica vivía en su mayor parte en casas de tres habitaciones: un dormitorio grande, otro de tamaño más reducido y otro pequeño. En una familia tipo, la hija se quedaba invariablemente con la segunda habitación y el hijo con la más pequeña, con independencia de la edad. Era un aspecto de la vida en el que la mujer salía ganando con respecto al hombre, debido, cabía suponer, a que desde un primer momento las circunstancias obligaban a la mujer a quedarse más tiempo en casa, estar más centrada en los asuntos domésticos y permanecer encerrada entre cuatro paredes. En tal caso al movimiento feminista no le gustaría mucho. Sin embargo, en aquella casa era la hija quien ocupaba el dormitorio más pequeño, pese a que su hermano estaba fuera la mayor parte del tiempo. Cabía la posibilidad, por supuesto, de que hubiera optado ella misma por aquel reparto, pero, por alguna razón, Wexford no pensaba que fuera así.
Abrió la puerta del segundo dormitorio y se asomó. Tenía muebles de pino bastante nuevos, dos vistosas alfombras afganas y un cubrecama con flecos de Marks & Spencer. Daba la impresión de que alguien con poco gusto o dinero había hecho todo lo posible por convertirla en una habitación acogedora y de que el único toque personal aportado por su ocupante era el gran mapamundi que colgaba de la pared frente a la cama.
El dormitorio principal tenía el mismo tamaño y las mismas proporciones que el de su casa. Incluso las paredes estaban pintadas del mismo color que el suyo: emulsión «azahar Sevenstar». Pero ahí acababan las similitudes. Los Williams dormían en camas gemelas, ambas más estrechas que el modelo estándar de un metro, pensó Wexford. Supo que la de Joy era la que estaba más cerca de la ventana por la toquilla de camisón que había sobre ella, de satén acolchado color melocotón y con forma de venera. El resto de los muebles consistía en un armario ropero, un tocador, un taburete de tocador, una cómoda y dos mesillas de noche, todo de una madera rojiza oscura con acabado mate y tiradores de cromo dorado. También había un armario empotrado.
Wexford registró en primer lugar el cajón de la mesilla que había entre la cama de Williams y la puerta. Encontró un estuche que contenía unos gemelos, un peine, un tubo de crema antiséptica para la piel, un cepillo de dientes sin usar, un paquete de Kleenex, un tubo de tabletas para la garganta, dos imperdibles, varios cuellos postizos de plástico, un frasco medio lleno de gotas para la nariz y uno de pastillas vacío con una etiqueta en la que ponía: «Mandaret. Tomar una pastilla dos veces al día. Rodney Williams.»
En el armario de la mesilla había dos novelas de espionaje en edición de bolsillo, un bloc de notas sin utilizar, un pasaporte británico a nombre de R. L. Williams, un pañuelo limpio con la inicial R y dos maquinillas de afeitar eléctricas.
El armario ropero contenía la ropa de Joy, una colección de prendas con un olor que hacía pensar que no estaban lavadas, mezclado con algo de alcanfor y algún desinfectante. La ropa de Rodney Williams se encontraba en el armario empotrado. Un abrigo, una zamarra, un impermeable, dos cazadoras impermeables, una chaqueta gastada y otra nueva, cuatro trajes y dos pantalones. Todas las prendas eran buenas, de mucha mejor calidad que las de Joy. No eran muchas, pensó Wexford al tiempo que miraba los forros de las chaquetas y palpaba los bolsillos. En los compartimientos laterales había pijamas y ropa interior, y en el suelo tres pares de zapatos y un par de sandalias. Si en algo se había gastado Rodney Williams el dinero sobrante no había sido en ropa. A menos que se hubiera llevado más de lo que Joy o Sara sabían. Quizá en algún momento del día había escondido un par de abultadas maletas en el maletero de Greta.
Saltaba a la vista que apenas utilizaban el comedor. En el mismo centro había una mesa encerada de color claro rodeada de cuatro sillas de madera clara con asientos de moqueta. Un aparador sobre el que había una fuente Capo da Monte ocupada casi por completo una pared, enfrente de la cual había un escritorio de persiana de caoba que tal vez les habría regalado un padre. Se trataba sin duda del mejor mueble de la casa. Detrás de unas cortinas de reps color mostaza (una de las tonalidades favoritas de Joy Williams) una puerta daba al jardín trasero, cien metros cuadrados de hierba rodeados por una tapia de madera donde destacaban dos pequeños manzanos cuyas flores reflejaban tenuemente la luz del atardecer. Daba la impresión de que la hierba, de varios centímetros, no había sido segada desde hacía al menos un mes, que sería la última vez que lo habría hecho Williams.
El escritorio no estaba cerrado con llave. Wexford levantó la persiana. No había gran cosa en su interior. Papel de carta sin membrete, sobres, un frasco de tinta dentro de una caja de cartón de la que nunca había sido sacado y nunca lo sería, una cajita de chinchetas, un bote de cristal de pegamento y un rollo de cinta adhesiva. En uno de los cajones no había más que felicitaciones de Navidad, y en otro una factura de electricidad pagada, una calculadora de bolsillo y un bolígrafo roto.
Si Williams había planeado irse para siempre, ¿por qué no había cogido su pasaporte?
Registró los casilleros, pero no encontró ningún talonario. Probablemente Joy guardaría el suyo en el bolso. Wexford regresó al salón. Ella seguía viendo la televisión; el programa era ahora la interminable serie Aeropuerto, en la que su hija Sheila interpretaba el papel de heroica azafata. En realidad ya lo había interpretado la semana pasada, pero éste era un secreto que no conocía nadie excepto su familia. Hasta el momento ningún periódico se había enterado de que un accidente aéreo acabaría en otoño definitivamente con la carrera de la azafata Charlotte Riley.
Joy Williams no lo sabía. Y si estaba enterada de que Sheila era su hija (y seguro que lo estaba), no dijo nada al respecto. Wexford tuvo la curiosa experiencia de ver en su compañía cómo su hija trataba de tranquilizar a un pasajero malhumorado. Entonces hizo lo que Crocker recomendaba. O casi. No llegó al extremo de desenchufar el aparato, pero sí lo apagó. Ella lo miró parpadeando.
– ¿Tiene su marido una máquina de escribir, señora Williams?
– ¿Una máquina de escribir? No.
– ¿Sigue tomando Mandaret?
Ella asintió con la cabeza, mirando a la apagada pantalla como si esperara que fuese a recuperar su animación cinemática de forma espontánea y sin la ayuda de la electricidad.
– Es una clase de metildopa, ¿no? Un fármaco para la hipertensión.
– Tiene presión alta desde hace dos o tres años.
– He encontrado un frasco vacío de Mandaret en su mesilla de noche. Supongo que se llevaría uno lleno.
– Nunca se olvidaba de las pastillas. No le gustaba pasar ni un día sin tomarlas. Siempre tomaba una cuando se levantaba y otra con el té.
– Supongo que se llevaría un bolso. Una maleta o algo donde poner la ropa.
Una vez más Joy respondió únicamente con un gesto de asentimiento.
– ¿Qué llevaba puesto?
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué ropa llevaba puesta cuando se fue a Ipswich?
Estaba claro que no se acordaba. Tenía cara de no entender nada, de aburrimiento. Wexford comprendió que Joy no quería a Rodney Williams, que quizá no le quería desde hacía años. El hecho de que su compañero para toda la vida hubiera desaparecido le era indiferente, pero no así su ayuda económica ni la posición social que le permitía tener. ¿O acaso sus sentimientos eran más sutiles y difusos de lo que él pensaba? Por supuesto que sí. Los sentimientos siempre lo son. Nunca se puede hacer un análisis claro y sencillo de la actitud de una mujer hacia su marido ni de la de éste hacia ella.
Wexford insistió en su pregunta.
– Un pantalón beige -respondió ella, haciendo una mueca-. De tricotina lo llaman. Y un Jersey azul marino. ¿Está su impermeable arriba?
– ¿Una gabardina de plástico?
– No; tiene un impermeable bueno. Casi nuevo. Debe de habérselo llevado. Supongo que también se habrá llevado una cazadora. Tiene una de ante marrón.
– ¿Cómo se afeitaba?
– ¿Cómo dice usted?
– ¿Se afeitaba con brocha y crema de afeitar?
– Ah, sí. No le gustaban las maquinillas eléctricas. Probó de afeitarse con una, pero no le gustó.
Aquello explicaba que arriba tuviera una Remington y una Phillips. Joy estaba mirando la brillante, gris y apagada pantalla con expresión cariacontecida. Wexford pensó que era una crueldad privarle de su único consuelo, algo así como quitarle a un perro hambriento y tonto su plato de carne. Le preguntó el nombre y la dirección de su hermana y luego volvió a encender el televisor. Ella lo miró como si pensara que estaba loco de remate, pero no dijo nada, y sus ojos fueron atraídos por la pantalla y Sheila, que ahora estaba vistiéndose en una habitación de hotel para pasar la velada en Hong Kong con el capitán del Boeing 747.
Wexford volvió a casa a pie, pensando en Williams y en el dinero. ¿Qué había hecho con todo ese dinero? Incluso descontando los impuestos y otras retenciones, incluso descontando la tacaña asignación de quinientas libras para la casa, le quedarían todavía doce mil libras al año como poco. Conducía un vehículo de la empresa, de modo que no se lo gastaba en coches. El pasaporte, que tenía siete años, sólo indicaba un viaje a Mallorca, por lo que tampoco se lo gastaba en vacaciones en el extranjero. Tenía que costear, naturalmente, la estancia de su hijo Kevin en Keele y pagar su mantenimiento. No obtendría una beca muy cuantiosa con su sueldo…
Entonces, de repente, Wexford supo qué había estado rondándole por la cabeza durante la última hora. Williams se había ido un jueves por la noche. Kevin Williams llamaba siempre a casa los jueves por la noche. Y aquel jueves había sido el primero desde su regreso a la universidad después de las vacaciones de Semana Santa. Sin embargo, su madre, que evidentemente lo adoraba, que esperaba su llamada llena de ilusión y hablaba orgullosamente de la fidelidad con que su hijo cumplía el deber de telefonear con regularidad a aquella hora, había salido a última hora de la tarde de aquel jueves sin un compromiso más urgente ni digno de interés que la visita a su hermana.
Si era cierto que había visitado a su hermana.
¿Y qué decir de la ropa de Williams? ¿Le había mentido Joy al decirle que sólo se había llevado una cazadora y un impermeable? ¿O acaso no lo sabía? Por alguna razón no conseguía imaginarse a Williams dejando su coche en Arnold Road y luego recorriendo con unos abultados maletones a cuestas el medio kilómetro que había hasta la estación de Myringham. Además, ¿qué necesidad tenía de ir a Myringham? Si quería coger el tren de Londres, la estación de Kingsmarkham quedaba doce kilómetros más cerca.
A la semana siguiente apareció la ropa o parte de ella.