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Kingsmarkham y Pomfret están unidas por un solitario camino vecinal. En cuanto se deja atrás Forest Road, Kingsmarkham, las únicas casas que se ven son las pocas que hay en las laderas de las colinas que coronan el bosque de Cheriton. El bosque tiene siempre el aspecto sombrío y amenazador de los bosques de coníferas. En el horizonte se alza un obelisco, una aguja de piedra erigida hace ciento cincuenta años por un magnate del lugar.
Casi el último edificio de Kingsmarkham es la comisaría de policía. En la acera de enfrente de High Street comienzan Cheriton Lane, que conduce hasta los edificios y las pistas del club de tenis de Kingsmarkham, y media docena de estrechas calles que componen la red de una pequeña zona residencial. Los jardines de las casas de Forest Road dan al campo abierto, y entre los terrenos del club y el pueblo hay unos campos por los que cruza un sendero. Por el lado de Pomfret de la comisaría las farolas iluminan unos doscientos metros, tras los cuales sólo hay una farola más que sirve para iluminar la parada de autobús.
Aproximadamente a medio camino entre ambas poblaciones, en un punto a partir del cual ya no se puede volver, se encuentra la parada de autobús con su marquesina. La marquesina fue instalada porque en ese lugar no hay árboles que protejan del viento o la lluvia. Aquella noche estaba lloviendo tal como lo había hecho durante muchas noches. La fina lluvia caía en grises cortinas por los prados.
El último autobús de Promfet a Kingsmarkham estaba previsto que pasara a las once menos veinte, pero llegó con un retraso de diez minutos, avanzando lentamente bajo la lluvia y arrojando surtidores de espuma en dirección a los arcenes de hierba. La parada bajo la marquesina era obligatoria, por lo que el autobús hizo una parada testimonial y se dispuso a continuar el camino, ya que no había nadie esperando. El grito de una mujer que iba sentada en un asiento de delante alertó al conductor, y el autobús se detuvo bruscamente.
– ¡Hay una persona arrastrándose por el pavimento!
El conductor se apeó y dos o tres viajeros, bajaron. Los autobuses como aquél, de un solo piso, no llevaban revisor. La lluvia caía a raudales, y las agujas de agua acribillaban el pavimento de la parada, la acera y el empapado bulto que se arrastraba y gemía mientras la sangre brotaba de su pecho.
En un principio el conductor pensó que se trataba de un perro herido. Pero la viajera tenía razón: era un hombre, y se arrastró hasta el conductor.
Al día siguiente, al otro lado de Kingsmarkham, el de Forby, una empresa llamada Mid-Sussex Waterways comenzó a dragar una laguna. Green Pond Hall había permanecido vacía durante años, pero a finales del pasado mes de enero se había encontrado un interesado en ella y la compraventa se había efectuado antes de abril. El terreno comprendía la laguna y un arroyo, y el nuevo propietario tenía intención de convertir la finca en un criadero de truchas.
Si la definición correcta de lago es «acumulación de agua que ocupa una extensión mínima de media hectárea», Green Pond no lo era por muy poco. Pero era demasiado grande para ser una laguna. El agua no estaba estancada, ya que el veloz arroyo que lo atravesaba por el medio desaparecía por una cañería que pasaba por debajo del camino y brotaba a chorros por un canalón al otro lado para caer finalmente en el Kingsbrook. A pesar de esto la laguna era poco profunda y estaba cubierta por una gruesa capa de lodo verde formada por las cladóforas. El fin que se buscaba dragándola era limpiarla, aumentar su profundidad y eliminar del agua las algas que según Mid-Sussex Waterways habrían podido aparecer debido a la afluencia de los nitratos empleados en los prados cercanos como fertilizantes.
Acabado el dragado, en la red se encontraron una cesta de supermercado de alambre; varios tarros, bombillas y botellas de cristal; el silenciador del escape de un coche; ramas y pedazos sueltos de madera; piedras entre las que había guijarros de creta y sílex; una bota de goma; una cazuela Pyrex, desportillada y agrietada; la cerradura y el picaporte de una puerta; unas tijeras y un bolso de viaje color morado oscuro.
El bolso estaba cubierto de lodo y de un barro negro fino y granuloso. Sin embargo, cuando se abrieron las hebillas y la cremallera, se observó que sólo había entrado agua por las costuras del bolso, la cual había empapado la ropa pero apenas la había desteñido. La prenda que había encima de todo era una cazadora de ante marrón.
Había sido una suerte, pensó Wexford, que William Milvey, el jefe de Mid-Sussex Waterways, hubiera encontrado el dinero dentro del bolso: cincuenta libras en billetes de cinco enrollados y sujetos con una goma elástica. Si la bolsa sólo hubiera contenido ropa, y ropa estropeada además, era probable que la hubiese arrojado al foso que habían cavado con una excavadora mecánica para los desperdicios que había recogido la red. El dinero, como sabía Wexford, produce en la gente una especie de efecto eléctrico. Muchos hombres que se consideran honrados, al encontrar un objeto comprado con dinero se quedan con el objeto pero no con el dinero encontrado. Es como si la frase «Si lo vi, para mí» valiera para todo excepto para el dinero, el cual tiene la aureola de ser algo sagrado, algo que pertenece exclusivamente a quien lo ha ganado.
Aun así, Wexford podría no haberse enterado nunca de la existencia del bolso si no hubiera sido por el carnet de donante de riñón aparecido en un bolsillo de la cazadora y que estaba firmado por R. J. Williams.
William Milvey sabía quién era R. J. Williams. Vivía a dos puertas de él en Alverbury Road.
A Wexford le costó media hora averiguar este dato. Interrogó a Milvey a fondo acerca del bolso. ¿Lo había visto en la laguna antes de verlo en la red? Bueno, sí, creía que sí, ahora que lo mencionaba. Se figuraba que lo había visto. En cualquier caso, creía recordar haber visto un bulto marrón rojizo junto a la orilla de la laguna más cercana al camino y a Kingsbrook. No, no lo había tocado ni había intentado sacarlo. Había sido la red la que lo había sacado.
Milvey era un hombre grueso tirando a bajo, de constitución fornida y que tenía las manos grandes de alguien que ha realizado trabajos manuales toda su vida. Por su aspecto tendría unos cincuenta años. El descubrimiento del bolso parecía haberle alterado de una manera desproporcionada. O así se lo pareció a Wexford en un principio.
– Cincuenta pavos y una cazadora de calidad -decía una y otra vez.
– ¿Vio usted a alguien en los alrededores de Green Pond Hall?
– ¿Se refiere a alguien con pinta sospechosa?
– Me refiero a cualquier persona.
– No vimos ni oímos a nadie.
Podría haber habido huellas de ruedas en el camino de Forby Road o en el sendero que rodeaba la orilla más baja de la laguna, pero la incesante lluvia había convertido estas superficies en barro. Además, de haber habido alguna rodada, habría sido eliminada por las pesadas ruedas de la excavadora mecánica.
Milvey no recordaba haber visto huellas en el sendero. Llamaron al otro trabajador y le preguntaron, pero él tampoco se acordaba.
– Cincuenta pavos y una cazadora de calidad -repitió Milvey-. ¿Cómo se puede tirar algo así?
– ¿Puede darme su dirección, señor Milvey? Es muy posible que tenga que hablar de nuevo con usted. La de su casa o la del trabajo.
– Lo hago todo desde casa, así que tiene que ser la misma dirección, ¿no? -Lo dijo como si se tratara de algo que esperaba que Wexford supiera. Al darle su dirección empleó el mismo tono paciente y de moderada sorpresa-. Alverbury Road 27, Kingsmarkham.
– ¿Está diciéndome que vive a dos números del señor Williams?
La expresión de calma e inocencia de Milvey reflejó cierta incomodidad.
– Pensaba que ya lo sabía.
– No, no lo sabía. -En aquel momento Wexford se acordó vagamente de un permiso de obras que habían solicitado a la autoridad local para erigir en el jardín del número 27 de Alverbury Road un garaje (un hangar más bien) lo bastante grande para albergar un camión. Como el área era exclusivamente residencial, el permiso había sido naturalmente denegado-. Entonces usted debe de conocer al señor Williams.
– Le saludo cuando nos encontramos en la calle -dijo Milvey-. Mi esposa charla a veces con la señora Williams. Mi hija va a la misma clase que Sara.
– El señor Williams ha desaparecido -dijo Wexford lacónicamente-. Hace más de un mes que no pasa por su casa.
– ¿De veras? -Milvey no pareció sorprendido pero tampoco dijo que estuviera enterado.
Wexford le dijo que ya podía irse.
– Tiene que ser una coincidencia -dijo Burden.
– ¿Tú crees, Mike? Sería una coincidencia de narices, ¿no te parece? Williams desaparece porque ha hecho algo o porque alguien le ha hecho algo a él. Su bolso de viaje es arrojado a una laguna y va y lo encuentra el tipo que vive a dos puertas de su casa. No he leído nada de John Buchan desde hace… no sé, cuarenta y cinco años. Pero recuerdo que en uno de sus libros el coche en el que viaja tiene una avería y la casa a la que va a pedir ayuda es casualmente la del jefe de los anarquistas. Más tarde el asesino a sueldo que mandan para acabar con él resulta ser el ladrón al que ha defendido recientemente con éxito en un juicio. Pues bien, eso es una novela de ficción, y, en mi opinión, exclusivamente para menores de quince años. Eso que tú llamas coincidencia es comparable a lo que acabo de contarte. ¿Se ha dado en tu vida alguna coincidencia así?
– Mis dos abuelas se llamaban Mary Brown.
– ¿De veras? -Wexford se distrajo por un momento-. No me lo habías dicho. ¿Y eran las dos de la misma región del país?
– Una era de Sussex y la otra de Herefordshire. Apuesto a que hay menos probabilidades de que ocurra algo así que de que se repita un hallazgo como el de Milvey con el bolso de Williams. Si lo piensas bien, la coincidencia no es para tanto. Sería otra cosa si lo hubieran metido bajo tierra o escondido en un árbol hueco y Milvey lo hubiese encontrado. Pero lo han echado a una laguna y Milvey se dedica a dragar lagunas. Desde el momento en que el bolso estaba en la laguna y estaba previsto que ésta fuese dragada, lo más probable era que Milvey lo encontrara. Ésta es la manera de plantear el asunto.
Wexford sabía que había algo más. No podía descartar la posibilidad con la misma facilidad que Burden. El comportamiento de Milvey había sido un poco extraño y Wexford estaba seguro de que no le había contado todo lo que sabía.
– ¿Cuánto tiempo piensas que llevaba el bolso en la laguna?
Estaba en el suelo entre los dos, sobre unas hojas de periódico, con su contenido, que Wexford ya había examinado, nuevamente en su interior.
– Desde la noche en que se fue, supongo, o desde el día siguiente.
Wexford tampoco se creía aquello, pero de momento lo dejó pasar. Aparte de la cazadora de ante marrón, en el bolso había un impermeable; una variante moderna de Burberry; las cincuenta libras, un cepillo de dientes, un tubo de pasta dentífrica y una maquinilla de afeitar desechable metidos en un par de calzoncillos; un frasco de colonia de Rochas y un par de calcetines nuevos. Los calzoncillos eran Homs para joven de color azul pálido y blanco, y los calcetines eran de seda marrón oscuro y de una marca cara.
Se trataba del tipo de equipaje que un hombre llevaría para pasar una noche en alguna parte, no para pasar tres noches, y los calzoncillos, los calcetines y la colonia hacían pensar en una noche en compañía. ¿O quizá había más objetos en el bolso y alguien los había sacado? El único motivo para hacer esto habría sido evitar que se identificara al propietario del bolso, pero de ser así, ¿por qué habían dejado el carnet de donante en el bolsillo de la cazadora? «Desearía ayudar a alguien a vivir después de mi muerte», rezaba con cierta ingenuidad en escarlata y blanco. En el dorso Rodney Williams solicitaba que en caso de muerte pudiese utilizarse cualquier parte de su cuerpo que se requiriera para tratar a otras personas. Debajo estaba su firma y una fecha del año pasado. El nombre del pariente más próximo al que había que avisar era, como cabía esperar, el de Joy Williams, y el número de teléfono el de Alverbury Road.
La naturaleza de los hombres rebosa de contradicciones y, sin embargo, Wexford no podía evitar maravillarse ante el hecho de que un marido y padre de familia pudiera, de manera premeditada y despiadada, engañar a su mujer acerca de sus ingresos y tener un comportamiento cicatero y mezquino con ella y sus hijos, y al mismo tiempo quisiera donar su cuerpo para trasplantes. Eso sí, esto último no le costaría nada, ya que estaría muerto. Pero ¿estaba realmente muerto?
– Tendremos que empezar a buscarlo. A buscarlo en serio, quiero decir. Habrá que batir Green Pond Hall.
Burden estaba paseándose por la oficina presa de los nervios. Había adquirido la costumbre de hacerlo hacía poco tiempo y su impaciente ir y venir tenía el efecto de poner nervioso a todos. Él, sin embargo, apenas se daba cuenta de lo que sucedía. Dos veces se había acercado a la ventana y dos veces había vuelto a la puerta, deteniéndose en una ocasión para sentarse un momento sobre el borde del escritorio. Ahora, tras llegarse nuevamente a la ventana, detenerse y dar la vuelta, estaba mirando a Wexford con cara de incredulidad y malhumor.
– ¿Buscarlo? Pero si es evidente que ha puesto tierra por medio para evitar las consecuencias de lo que haya hecho.
– De acuerdo, Mike. Es posible. Pero, si así es, ¿qué ha hecho? En Sevensmith Harding nada. Tiene las manos limpias. ¿Qué otra cosa ha podido hacer? Cabe la posibilidad de que haya estado metido en algún fraude del que aún no se tiene noticia, pero todo hace pensar lo contrario. Si se largó fue porque pensaba que el descubrimiento del fraude era inminente, pero, si así es, ¿por qué no se ha descubierto nada?
Burden se encogió de hombros.
– ¿Quién sabe? Tal vez Williams haya tenido la buena suerte de que el fraude no haya salido a la luz.
– ¿Entonces por qué no ha regresado? Si el fraude no ha tenido consecuencias, ¿por qué no ha vuelto a casa? Del país no ha podido salir a menos que tenga un pasaporte falso. Pero ¿por qué habría de molestarse en conseguir un pasaporte falso cuando tiene uno propio y nadie ha empezado a echarle en falta hasta tres días después de su desaparición?
– ¿No se te ha ocurrido que el dejar el equipaje en la orilla de un río es la argucia más antigua para desaparecer?
– En la playa, querrás decir, no en la orilla de una laguna cuyas aguas son tan poco profundas que para suicidarte tendrías que tumbarte boca abajo y contener la respiración. Además ese bolso lleva en la laguna dos días como mucho. Si hubiera estado allí desde que Williams se fue de su casa, ahora estaría podrido y olería mal. Vamos a mandarlo al laboratorio, a ver qué pueden decirnos, aunque eso podemos verlo con nuestros propios ojos y olerlo con nuestras propias narices.
– Williams está muerto. Ese bolso suyo me dice que lo está. Si lo hubiera dejado en la laguna con el propósito de hacernos creer que está muerto, lo habría hecho inmediatamente después de irse y el contenido habría sido diferente. Habría habido más documentos de identidad, por ejemplo, pero no un frasco de colonia y un calzoncillo azul pálido. Tampoco creo que el dinero hubiese estado dentro. Le habría hecho falta, le habría hecho falta todo el dinero que le fuese posible conseguir. No hay motivos para pensar que pudiera prescindir fácilmente de cincuenta libras: no sé qué habrá hecho, pero no ha robado un banco. Está muerto, a pesar de la carta y de la llamada. Murió al cabo de un par de horas de despedirse de su familia.
Al día siguiente dio comienzo la batida de la finca de Green Pond Hall.
La finca tenía una extensión de tres hectáreas divididas en bosques, zonas ajardinadas abandonadas, establos y un prado. El sargento Martin dirigió la batida acompañado por tres hombres; Wexford también se desplazó allí para echar un vistazo a la laguna dragada e inspeccionar el terreno. Seguía lloviendo. Llovía de forma continuada desde hacía ya dos días e intermitentemente desde hacía tres semanas. Los meteorólogos decían que desde que se había comenzado a tomar datos no había constancia de que hubiera habido un mes de mayo tan húmedo como iba a ser aquél. El sendero era un barrizal y tenía el color y la textura de una taza de chocolate fundido surcada por los dientes de un tenedor gigante. Había otros caminos para llegar hasta la laguna, pero sólo eran practicables a pie.
A las tres Wexford tenía una cita en el Hospital Real de Stowerton. Colin Budd había sido ingresado en cuidados intensivos, aunque sólo para la noche. Por la mañana ya se encontraba lo bastante recuperado como para que lo trasladaran a una habitación situada al lado de la sala de cirugía. Las cuchilladas que había recibido eran más que superficiales, y una de ellas tenía una profundidad de más de siete centímetros. Milagrosamente, sin embargo, ninguna de las cinco había puesto en peligro al corazón o los pulmones. Tenía la parte superior del pecho cubierta por un grueso vendaje blanco y por encima llevaba una camisa de pijama a rayas floja. La camisa del pijama era de una talla muy grande y Wexford calculó que el pecho de Budd mediría unos ochenta y cinco centímetros. Era un joven de aspecto casi cadavérico, ya que era muy delgado y huesudo y tenía la cara blanca y el pelo negro y tirando a largo. Parecía tener una idea exacta de lo que Wexford quería saber de él: con rapidez y nerviosismo repitió su nombre y su edad, le dijo que trabajaba de mecánico de automóviles y le dio su dirección, que era la de sus padres en Kingsmarkham.
– Dígame qué sucedió.
– Una joven me clavó un cuchillo en el pecho.
– Señor Budd, quiero una descripción detallada de lo ocurrido, todo lo que recuerde, comenzando por el motivo por el que estaba esperando al autobús en un descampado.
Budd hablaba con una voz quejumbrosa que siempre tenía cierto tono de indignación. Era una de esas personas que se creen con derecho a todo y que piensan que el mundo debe tratarles con una consideración exquisita.
– Eso no tiene nada que ver -respondió.
– Seré yo quien decida eso. Supongo que no estaría haciendo nada de lo que deba avergonzarse. Y si lo estaba haciendo, lo que me diga no saldrá de aquí.
– No sé de qué me está hablando.
– Dígame simplemente dónde estuvo anoche.
– Fui a jugar a billar -contestó con malhumor.
¡Qué idiota! Por la forma en que había respondido, daba la impresión de que había estado divirtiéndose con la esposa de un amigo en uno de los chalets que había en la colina.
– ¿En un club de billar?
– Los martes por la noche abren en la parte trasera del White Horse de Pomfret una sala para jugar a billar. Cierran a las diez. Anoche se me ocurrió volver a casa andando. -Budd movió el cuerpo, estremeciéndose un poco, para incorporarse en la cama-. Pero empezó a llover más fuerte y estaba calándome. Miré qué hora era y vi que faltaban diez minutos para que pasara el autobús de las once menos veinte. Me encontraba muy cerca de la parada.
– Siempre he pensado que los mecánicos de automóviles tienen su propio vehículo.
– Tuve un accidente con él. Le están poniendo un guardabarros nuevo en el taller. Iba a poco más de cuarenta por hora cuando una mujer salió de una bocacalle…
Wexford le cortó.
– De modo que llegó a la parada de autobús, a la marquesina… ¿Qué ocurrió entonces?
Budd lo miró y luego desvió los ojos.
– Había una chica allí, sentada en el banco, y yo me senté a su lado.
Wexford conocía bien aquella parada de autobús. Tenía tres metros de largo, y el banco o asiento era medio metro más corto.
– ¿A su lado? -preguntó-. ¿O en la otra punta del banco?
– A su lado. ¿Importa acaso?
Wexford pensó que quizá sí. En Inglaterra, al menos, para bien o para mal, para mejorar la vida social o para empeorarla, un hombre de rectas intenciones que va a sentarse en un banco público en el que hay una mujer sentada se pone lo más lejos posible de ésta. Una mujer hace probablemente lo mismo si hay una mujer o un hombre en el banco, y también un hombre si quien está sentado es otro hombre.
– ¿La conocía? ¿La había visto alguna vez?
Budd negó con la cabeza.
– ¿Habló con ella?
– Sólo para decir que estaba lloviendo.
Eso ya lo sabía, pensó Wexford. Clavó la mirada en Budd, que añadió:
– Le dije algo como que era una pena que estuviéramos pasando un mes de mayo tan malo, porque hacía que el invierno se alargara. Entonces sacó un cuchillo del bolso y me lo clavó.
– ¿Así, sin más? ¿Usted no le dijo nada más?
– Ya le he dicho lo que le dije.
– ¿Entonces estaba loca o qué? ¿Cómo es posible que una joven apuñale a un hombre sólo porque éste le dice que está lloviendo?
– Lo único que le dije fue que en circunstancias normales ya me habrían devuelto el coche y habría podido llevarla a casa.
– Es decir, intentó ligar con ella.
– Pues sí. ¿Qué tiene de malo? No la toqué. No hice nada que pudiera asustarla. Eso fue todo lo que le dije: que habría podido llevarla a casa. Entonces sacó su cuchillo y me apuñaló cuatro o cinco veces. Yo me puse a gritar o algo así, y ella salió huyendo.
– ¿Podría reconocerla si la viera ahora?
– No le quepa duda.
– Descríbamela.
Budd le dio una descripción tan confusa como Wexford se esperaba. No sabía si era alta o baja, gorda o delgada, ya que sólo la había visto sentada y creía que llevaba un chubasquero. Un chubasquero delgado de un color claro. Era rubia, eso sí lo sabía. Llevaba un sombrero o un pañuelo, pero por debajo le asomaban unos mechones rubios. Tenía una cara corriente; él no diría que era bonita. Wexford empezó a preguntarse por qué se habría sentido atraído por ella. ¿Por el mero hecho de que fuera una mujer joven? Tendría unos veinte años, dijo Budd. Bueno, quizá veinticinco o veintiséis. Cuando Wexford le instó a que fuera más preciso, añadió que podía tener entre dieciocho y treinta años. No se le daba bien calcular edades. De todos modos era bastante joven.
– ¿Recuerda algún detalle más sobre ella?
Una enfermera había entrado en la habitación y estaba aguardando impacientemente. Wexford sabía lo que estaba a punto de decir; podría haberle escrito el guión: «Bien, creo que ya es suficiente. Ya es hora de que el señor Budd descanse…» La enfermera se acercó a la cama, descolgó la gráfica de Budd y empezó a leerla con el entusiasmo y la concentración de un investigador que acabara de encontrar la clave para descifrar un jeroglífico.
– Llevaba una bolsa. La cogió antes de salir huyendo.
– ¿Qué clase de bolsa?
– Una de plástico como las que se utilizan para la basura. Negra. La cogió, se la echó al hombro y salió corriendo.
– Creo que es suficiente por ahora -dijo la enfermera, desviándose un poco del texto de Wexford.
Se levantó. Lo que le había contado Budd le sugería una imagen extraordinaria que le estimulaba la imaginación. La noche, lluviosa y oscura; el resplandeciente cuchillo, clavado con resolución, casi con furia; la joven, huyendo a toda prisa bajo la lluvia con una bolsa al hombro. Era como una ilustración sacada de un libro de Andrew Lang, esquiva, siniestra, como de otro mundo.