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¿A qué se habría referido Burden cuando dijo que Jerry estaba preocupada por algo que había permitido descubrir la amniocentesis? Wexford no dejaba de darle vueltas. Se había despertado dos veces por la noche y la pregunta le había venido a la cabeza. Sentado en el coche, mientras le llevaban a Myringham, vio a una mujer en la acera con un niño que padecía el síndrome de Down y la pregunta volvió a su mente.
No había querido hacérsela a Burden. Uno no hacía esa clase de preguntas a un futuro padre. ¿Habría algún pequeño defecto que podría no importarle al padre pero a la madre sí? Era algo grotesco, ridículo. No había nada. Cualquier defecto sería una tragedia. A Wexford le cruzó por la cabeza desde una sordera parcial a un soplo al corazón, pasando por deformidades en el paladar o los labios. Sin embargo el examen no habría permitido saber tales cosas. ¿Un cromosoma de más? En este terreno su ignorancia era supina. Pensó en sus propias hijas, que eran perfectas, estaban siempre sanas y no le daban ningún quebradero de cabeza, y sintió una oleada de cariño hacia ellas.
Aquello le recordó que tenía en el bolsillo un programa de la temporada de verano del Teatro Nacional. Sheila era miembro de la compañía y ésta era la primera temporada que iba a desempeñar papeles de protagonista. De ahí que hubiera renunciado a seguir trabajando en Aeropuerto. Sacó el programa y le echó un vistazo. Dora le había pedido que decidiera qué días iba a ir a Londres para ver las tres obras en las que intervenía Sheila. Por razones obvias siempre tenía que ser él quien tomara aquella clase de decisiones.
La última de Stoppard; El pequeño Eyolf, de Ibsen; y Los Cenci, de Shelley. Wexford había oído hablar de El pequeño Eyolf, pero no la había visto ni leído. En cuanto a Los Cenci, hubo de reconocer que no sabía que Shelley hubiera escrito obras de teatro. Pero ahí estaba: «Percy Bysshe Shelley.» Y la descripción de la obra era una tragedia en cinco actos. Cuando estaba apuntando provisionalmente en el programa un viernes de julio y dos sábados de agosto, Donaldson, su chófer, aparcó en la acera delante de Sevensmith Harding.
Miles Gardner estaba esperándolo y salió rápidamente a su encuentro con un paraguas. Aquello hizo sentir a Wexford como si perteneciera a la realeza. Atravesaron los charcos de la acera y llegaron a las puertas de caoba.
Kenneth Risby, jefe del departamento de contabilidad, informó al inspector que el sueldo de Rodney Williams había sido ingresado en la cuenta que tenía en la sucursal del Anglian-Victoria Bank en Pomfret. Al parecer, Williams transfería todos los meses quinientas libras de aquella cuenta a la cuenta que tenía en común con Joy. Risby dijo que llevaba quince años en la empresa y que no recordaba que se hubiera hecho ninguna otra gestión para Williams, ni recientemente ni en la época en que había trabajado de viajante. Siempre habían ingresado su sueldo en el banco de Pomfret, nunca en Kingsmarkham.
– No hemos tenido noticias suyas -dijo Miles Gardner-. No sé con qué propósito escribiría la posdata de la carta, pero el caso es que no se ha puesto en contacto con nosotros.
– Williams no escribió la carta -le recordó Wexford.
Gardner asintió con un gesto de pesar.
– La primera vez que hablamos sobre este asunto -dijo Wexford-, usted me contó que una mujer había llamado aquí y les había dicho que era la señora Williams y que su marido estaba enfermo y no podía venir a trabajar. ¿No recibirían la llamada el viernes, 16 de abril?
– Pues sí, supongo que sí.
– ¿Quién respondió al teléfono?
– Una de nuestras telefonistas seguramente. Trabajan media jornada, y no recuerdo si fue Anna o Michelle. Hicieron la llamada antes de que yo llegara, ¿sabe? Es decir, antes de las nueve y media.
– Supongo que Williams tenía secretaria.
– Christine Lomond, que es también la secretaria del subdirector de ventas. ¿Desea hablar con ella?
– Todavía no. Otro día quizá. Con quien sí quiero hablar es con Anna o Michelle. ¿Con quién debería hacerlo?
– Con Michelle, supongo -respondió Gardner-. A veces cambian de turno, pero por la mañana suele estar Michelle.
Michelle era quien estaba aquella mañana y también quien había estado la de aquel viernes. Era una mujer muy joven y guapa, y llevaba la cara maquillada de forma llamativa. La habitación donde estaba la centralita tenía el sello de su carácter (o quizá del de Anna): había una cineraria en un tiesto, una pila de revistas, un montón de piezas de labor que ya empezaba a ser abultado y, sobre la mesa ante la que se sentaba, el último libro sobre dietas en edición de bolsillo, que se apresuró a poner boca abajo.
Era evidente que Michelle ya había hablado todo lo que había que hablar sobre aquella llamada. Quizá con Anna o con Christine Lomond. La desaparición de Williams habría sido la comidilla de la oficina.
– Entro a las nueve -dijo-. Es a esa hora cuando realmente comienzan las llamadas. Lo curioso es que aquella mañana no hubo ninguna hasta las nueve y veinte, que fue cuando llamó la señora Williams.
– Hasta que llamó alguien que se identificó como la señora Williams, querrá decir.
La joven lo miró y negó con la cabeza.
– Era la señora Williams. Dijo: «Soy la señora Joy Williams.»
Wexford decidió no insistir por el momento.
– ¿Qué le dijo exactamente?
– «Mi marido, el señor Williams, no podrá ir hoy al trabajo.» Luego tuvo una indecisión y dijo: «Me refiero al señor Rodney Williams, el director comercial.» Le dije que no había llegado nadie todavía, y ella me contestó que no importaba y que le diera a Christine el recado de que tenía gripe y no iba a venir.
Fuera quien fuese quien había llamado, no había sido Joy. En aquel entonces Joy no sabía que su marido era el director comercial de Sevensmith Harding. Cuando Wexford ya le había dado las gracias a Michelle y se disponía a marcharse con los pensamientos puestos en el asunto del tipo de máquinas de escribir que tenía la empresa, se detuvo.
– ¿Por qué está tan segura de que la mujer con la que habló era la señora Joy Williams?
– Porque lo era. Sé que era ella.
– No, permítame que le corrija. Usted sabe que una mujer le dijo que era la señora Williams. Era la primera vez que llamaba, ¿no es así? De modo que usted no pudo reconocer su voz.
– No, pero volvió a llamar.
– ¿Qué quiere decir?
– Que llamó al cabo de tres semanas. -La joven hablaba ahora con un tono de exagerada paciencia, como si estuviera tratando con una persona desconcertada o ingenua-. La señora Williams volvió a llamar tres semanas después de que su marido desapareciera.
Claro. Wexford se acordaba de aquella llamada. Había sido él quien había aconsejado a Joy que la hiciera.
– Le puse con el señor Gardner -agregó Michelle-. Me sentí un tanto incómoda, si quiere que le diga la verdad. Pero sé que era la misma voz, de veras. Era la misma voz que tenía la mujer que llamó aquel viernes por la mañana. Era la señora Williams.
Recogió a la joven en la rotonda cuya segunda salida da comienzo a la carretera de circunvalación de Kingsmarkham. Ella estaba a un lado de la rotonda, junto al arcén de hierba, sosteniendo un pedazo de cartón en el que se leía «Myringham». Brian Wheatley se detuvo en la primera salida, la de la carretera que conduce al centro de Kingsmarkham, y la joven se sentó en el asiento delantero. Luego, por un motivo poco claro, quizá porque ya había salido de la rotonda y no habría sido fácil volver a ella a causa del tráfico, Wheatley decidió continuar por la carretera del pueblo en lugar de por la de circunvalación. No era tan mala idea, al fin y al cabo, dado que la de circunvalación, que había sido construida para aliviar el tráfico que pasaba por el pueblo, presentaba con frecuencia el inconveniente de estar más transitada que la vieja carretera.
Wheatley regresaba a casa procedente de Londres, donde trabajaba tres días a la semana. Eran más o menos las seis de la tarde y naturalmente aún brillaba de pleno la luz del día. Se había trasladado a Myringham hacía sólo dos semanas y todavía no se había familiarizado con la carretera de circunvalación y las calles secundarias de la zona. La joven no decía palabra. No llevaba equipaje, sólo un bolso. Wheatley atravesó Kingsmarkham por High Street y se confundió con las señales. Pensaba que en lugar de seguir todo recto debería haber doblado a la izquierda aproximadamente un kilómetro antes. En consecuencia se detuvo en un apartadero (situado, según reconoció, en un tramo de carretera apartado y solitario) para consultar su mapa de carreteras.
Según dijo, anunció claramente a la joven que tenía la intención de detenerse. Cuando hubo parado el coche y apagado el motor, se vio obligado a estirar el brazo para abrir la guantera, donde llevaba el mapa. Notó que la joven contenía la respiración en señal de miedo o enfado y a continuación un dolor agudo, más parecido a una quemadura que a un corte, en su mano derecha.
Ni siquiera vio el cuchillo. La joven se apeó del coche ágilmente, cerró la puerta de golpe y echó a correr no por la carretera sino por un camino que separaba un trigal de un bosque. Wheatley tenía una profunda herida en la base del pulgar. Se vendó la mano como buenamente pudo con su pañuelo, pero la conmoción y la sensación de debilidad que tenía le impidieron durante unos minutos reanudar la marcha. Finalmente consultó el mapa, descubrió que se encontraba más cerca de casa de lo que había pensado y se las arregló para llegar a ella en aproximadamente un cuarto de hora. El practicante que le habían asignado una semana antes tenía todavía la consulta abierta. Su esposa lo llevó y el médico le puso puntos en la mano mientras él le contaba que mientras cortaba un pedazo de carne había apretado la mano sin darse cuenta sobre la punta del cuchillo. Si el médico le creyó o no es otra cuestión, pero en cualquier caso no hizo ningún comentario. Wheatley deseaba contarle la verdad, pero esto habría supuesto la intervención de la policía. Había sido su mujer quien le había disuadido, arguyendo que, si se llamaba a la policía, la conclusión a la que llegaría sería que Wheatley había intentado hacerle algún tipo de insinuación a la joven.
Ésta fue la versión que le contó Wheatley a Wexford al cabo de tres días. Su esposa no sabía que había cambiado de parecer. Había acudido a la policía, decía, porque se sentía cada vez más indignado por el hecho de que la joven, a quien él no había tocado ni apenas dirigido la palabra excepto para decirle que tenía que detenerse y consultar el mapa de carreteras, le hubiera atacado sin que él le hubiese dado motivos y fuera a quedar impune.
– ¿Podría describirla?
Wexford esperaba resignadamente oír la clase de inútil descripción que le había dado Colin Budd. Sin embargo se llevó una sorpresa. Wheatley no parecía tener un gran sentido de la orientación, pero era observador y perspicaz.
– Era alta para ser una mujer: mediría uno setenta. Y joven, de unos diecinueve años. Tenía el pelo castaño o tirando a rubio y le llegaba hasta los hombros; gafas de sol, pese a que no brillaba el sol; y la piel clara. Me fijé en que tenía las manos muy blancas. Llevaba vaqueros, una blusa, creo, y chaqueta de punto. El bolso era oscuro, negro o azul marino.
– ¿Le dio la impresión de que vivía en Myringham? ¿De que iba a su casa?
– No me dio ninguna impresión. Cuando subió al coche dijo gracias. Sólo esa palabra: «gracias». Aparte de eso no abrió la boca. Yo le dije que iba a atravesar la ciudad en lugar de ir por la de circunvalación, pero ella no respondió. Luego le dije que iba a detener el coche para consultar el mapa, pero tampoco respondió. Sin embargo, cuando estiré el brazo…, y juraría que sin tocarla, contuvo la respiración o algo así. Ésos fueron los únicos sonidos que emitió: «gracias» y el que hizo al contener la respiración.
Era la misma joven que había atacado a Budd, cabía suponer. Pero si lo que decía Wheatley era digno de crédito, su apuñalamiento no tenía justificación, incluso aunque el ataque que había sufrido Budd la hubiera tenido. ¿Habría pensado la joven que al extender el brazo Wheatley no se proponía abrir la guantera sino agarrarle el hombro izquierdo? ¿O tocarle la rodilla? Estos ataques tenían algo de ridículo, y sin embargo el hecho de que se hubieran cometido dos significaba que no eran ridículos en absoluto, sino muy serios. La próxima vez podía haber una víctima mortal.
¿O la había habido ya?
El director de la sucursal del banco Anglian-Victoria de Pomfret, Skinner, guardaba un extraordinario parecido con Adolf Hitler que no se reducía sólo al bigotito cuadrado y al flequillo de pelo oscuro que le cubría la mitad de la frente. La cara era la misma, de rasgos regulares, mentón grande, nariz voluminosa y ojos pequeños con los párpados abultados. Pero todo esto habría pasado inadvertido sin el bigote y el flequillo, por lo que resultaba imposible no llegar a la incómoda conclusión de que el señor Skinner lo hacía a propósito. Sabía a quién se parecía y él acentuaba la semejanza. Wexford sólo podía encontrar un motivo para el hecho de que un director de banco quisiera parecerse a Hitler: el deseo de intimidar a sus clientes.
Su forma de ser, sin embargo, era la de una persona cordial, amable y simpática. E implacable también. Le era imposible tanto permitirle a Wexford investigar las cuentas bancarias de Williams como revelar cualquier información al respecto.
– ¿Ha dicho cuentas? ¿En plural? -preguntó Wexford.
– Sí. El señor Williams tiene dos cuentas corrientes en este banco. Y es probable que ya haya dicho más de lo que debiera.
– ¿Dos cuentas corrientes a nombre de Rodney Williams?
Skinner estaba de pie, con la cabeza levemente inclinada hacia un lado, como Hitler mientras esperaba el tren de Franco en Hendaya.
– He dicho dos cuentas corrientes, inspector. Dejémoslo así, ¿de acuerdo?
Una para que le ingresaran el sueldo, pensó Wexford en el coche. ¿Y la otra? Los gastos de su casa de Kingsmarkham se cobraban de la cuenta de Kingsmarkham en la que él metía cada mes quinientas libras procedentes de la cuenta A de Pomfret. ¿Para qué servía la cuenta B entonces? Al fin y al cabo su esposa no conocía la existencia de la primera cuenta. A Williams le bastaba con ésta para ocultar a su esposa la cuantía de sus recursos. ¿Qué falta le hacía una tercera cuenta corriente?
Ahora estaban buscándole en el terreno medio arbolado que había entre Kingsmarkham y Forby. Sin embargo, desde el descubrimiento del bolso en la laguna no había salido nada más a la luz. Está muerto, pensaba Wexford. Tiene que estarlo.
Burden había estado en Pomfret hablando con la familia Harmer: la hermana, el cuñado y la sobrina de Joy Williams. John Harmer era farmacéutico y tenía una farmacia en High Street.
– Dicen que Joy estuvo con ellos aquella noche -le informó Burden-, pero yo no daría mucho crédito a sus palabras. Y no porque estén mintiendo intencionadamente, sino porque no se acuerdan. Ocurrió hace siete semanas. Además Joy va a verles a menudo por la tarde. Para ver la televisión con ellos en lugar de a solas, me imagino. Aunque supongo que se sentirá sola y querrá tener compañía. La señora Harmer está completamente segura de que fue a verles aquella tarde; el señor Harmer dice que así debe de ser si su esposa lo dice; y la hija no sabe. Sería extraño que una adolescente recordara cuándo viene su tía de visita.
Wexford le contó lo que le había dicho la telefonista de Sevensmith Harding.
– Claro que la joven ha podido equivocarse con las voces o convencerse a sí misma de que son la misma a fin de dar más dramatismo a la situación. Pero es más que posible que la mujer que llamó a Sevensmith Harding al día siguiente de que Williams se fuera para decir que estaba enfermo y la mujer que llamó tres semanas más tarde para preguntar por su paradero sean la misma. Y sabemos que la segunda vez fue Joy quien llamó. Cuando Williams desapareció, su esposa tenía mucho interés en que yo lo buscara. La siguiente vez, sin embargo, mostró mucho menos interés. De hecho, sólo puso impedimentos. La primera vez que hablé con ella no hizo ninguna referencia al hecho de que hubiera salido aquella tarde a última hora. Esto sólo lo mencionó la segunda vez. Joy siente devoción por su hijo Kevin. Su hija no es nada para ella; su hijo lo es todo… ¿Qué demonios ocurre?
Burden se había puesto bastante pálido y había endurecido el gesto. Tenía los brazos del sillón fuertemente cogidos con las manos.
– Nada. Continúa.
– Pues bien, su hijo llama a casa todos los jueves por la noche y aquel jueves en concreto era el primero de universidad después de las vacaciones. ¿No sería lo lógico que una madre que siente devoción por su hijo desee saber todo lo que preocupa a las madres en tales circunstancias? Si había tenido un buen viaje, si todo estaba en orden en su habitación, si se había readaptado a la vida universitaria… Sin embargo esta madre, que siente devoción por su hijo, no espera a que llame, sino que sale de casa, y no para acudir a una cita importante, a alguna fiesta a la que se hubiera comprometido a asistir meses atrás, sino para ir a ver la televisión en casa de su hermana. ¿Qué te sugiere todo esto?
Tras haber conseguido sobreponerse a lo que le había disgustado, Burden soltó una risa forzada.
– Pareces Sherlock Holmes hablando con Watson.
Desde su segundo matrimonio, Burden leía libros de vez en cuando, un cambio al que Wexford no acababa de acostumbrarse.
– No -dijo-, parezco más bien «un hombre de la respetable estirpe de Sussex, una estirpe que oculta un gran sentido común tras una gruesa y silenciosa fachada».
– Yo no diría «silenciosa». ¿Es una cita de Sherlock Holmes?
Wexford asintió.
– ¿Qué opinas? -dijo con tono más familiar.
– Que Joy está confabulada de alguna manera con su marido. Tienen montada una conspiración. No me atrevería a decir ni por qué ni para qué, pero el intento de que todo el mundo tenga la impresión de que Williams está muerto tiene mucho que ver con ello. Él salió de casa aquella tarde y ella lo hizo más tarde para reunirse con él lejos de la casa. No sé qué tendrían planeado hacer, pero lo cierto es que lo hicieron lejos de casa para que ni su hija Sara ni nadie más se enteraran. A la mañana siguiente Joy llamó a Sevensmith Harding para decir que su marido estaba enfermo. Naturalmente eso de que no sabía cuánto cobraba ni que era director comercial es una tontería. Luego él o ella escribió la carta en una máquina alquilada. Probablemente fue ella quien lo hizo. Al no saber cómo se dirigía su marido a Gardner, cometió el error de darle el tratamiento de «señor Gardner». Tanto el coche abandonado como el bolso de ropa de la laguna eran parte de un plan concebido para hacernos pensar que está muerto. Pero Joy se asustó al ver que la policía ponía más atención en el caso; ella quería que las cosas se desarrollaran a su ritmo. De ahí los impedimentos que ha puesto. He dicho que no sabía por qué, pero podría tratarse de un timo para cobrar el seguro, ¿no?
– ¿Sin un cadáver por medio, Mike? ¿Sin más prueba de su muerte que un bolso de viaje abandonado? Además, si quisieras que la gente pensara que estás muerto, ¿no habría media docena de maneras más sencillas y convincentes de hacerlo?
– ¿Entonces piensas lo mismo que yo? ¿Crees que está muerto?
– Sé que lo está -respondió Wexford.
Al día siguiente se demostraría que tenía razón.
Parecía una tumba. Esa era la forma que tenía, ya que estaba tan claramente demarcada como si tuviera una losa encima. Sin embargo Edwin Fitzgerald no se dio cuenta de ello en un principio. Si hubiera sido sólo por su forma, habría pensado que era un capricho de la naturaleza y no le habría dado mayor importancia. Fue el perro Shep quien le hizo fijarse en ello.
Edwin Fitzgerald era un policía jubilado que había trabajado de entrenador de perros. Vivía en Pomfret y tenía un trabajo de guarda de seguridad a media jornada en un complejo de fábricas de la zona industrial de Stowerton. El perro, Shep, no estaba entrenado tal como lo están los perros policías (un perro rastreador, por ejemplo). Fitzgerald lo había comprado tras la muerte de su último perro, uno fabuloso, más inteligente que cualquier ser humano, un perro que comprendía cada palabra que él le decía. Shep sólo podía seguir humildemente los pasos de aquel perro y era a menudo objeto de comparaciones desfavorables. No comprendía todas las palabras que le decía Fitzgerald o, en todo caso, se comportaba como si no las entendiese. Aquella mañana de junio en concreto, una mañana seca que era la primera realmente buena de verano, Shep no atendió a ninguna de las palabras de Fitzgerald, hizo caso omiso de los repetidos «Déjalo» y «Haz lo que se te dice» y continuó su frenética excavación en la esquina de lo que a ojos de su amo no era más que un montón de hierbajos. Excavaba como un poseso, tanto es así que Fitzgerald le hizo saber que era un diablo y que no sabía qué mosca le había picado. Le gritó, algo que un buen entrenador de perros no debe hacer nunca, y le amenazó con un puño hasta que vio lo que Shep había desenterrado y se paró.
El perro había desenterrado un pie.
Fitzgerald había sido policía, lo cual tenía una doble ventaja: había aprendido a no sentir náuseas ante semejantes descubrimientos y a no tocar nada que hubiera cerca. Ató la correa al collar de Shep y apartó al perro de allí. Esto le costó un cierto esfuerzo, ya que Shep era un joven pastor alemán de gran tamaño y estaba decidido a pasarse horas mordiendo y sacudiendo aquella protuberancia si era posible.
Según pudo ver una vez hubo apartado al perro, el pie seguía unido a un miembro, y éste a un tronco probablemente. Estaba dentro de un zapato empapado, ennegrecido y pringoso cubierto por una costra de barro; a la altura del tobillo había un mazacote de tela húmeda y embarrada que antes había sido la pernera de un pantalón. Shep lo había desenterrado de una de las esquinas de aquella curiosa parcelita de terreno. Alrededor, en aquel extremo del prado, la hierba crecía muy alta y estaba lista para que la cortasen e hicieran heno con ella. Crecía tan alta que un perro podía quedar oculto si saltaba dentro de ella; sin embargo, el rectángulo (¿cuánto mediría? ¿Dos metros cuadrados?) que Shep había encontrado y en el que había estado excavando estaba cubierto por un apretado conjunto de plantas jóvenes ordenadas con esmero como en un jardín. Había hierbajos, pero eran lo suficientemente bonitos como para ser llamados plantas (jaboneras rojas, tréboles, verónicas) y cubrían la pequeña parcela oblonga con la misma precisión que si hubieran sido plantadas en un semillero.
La hierba que la rodeaba, que ya había empezado a granar y tenía unas ligeras y aterciopeladas cápsulas de semillas de color marrón, crema grisáceo y oro plateado, la ocultaba de la vista de aquellas personas que no se desviaran del camino. Sólo se podía encontrar la tumba si un perro se lanzaba sobre ellas. Dos días más de sol, pensó Fitzgerald, y el granjero habría cortado el heno, y de paso aquellos hierbajos. Shep era un buen perro después de todo, incluso si no comprendía todo lo que él le decía.
Volvió sobre sus pasos y, cuando llegó al camino que llevaba a Myfleet, echó a correr colina abajo en dirección a su chalet para llamar a la policía.