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De la carretera de Pomfret parte un estrecho sendero que serpentea por las colinas y llega hasta la linde del bosque. A lo largo de los setos crece el viburno, con sus brácteas planas y blanquecinas, y debajo, bordeando los prados como una orla de encaje, una planta más blanca, fina y delicada: el oreoselino. Hay casas, entre ellas la de Edwin Fitzgerald, a las que se llega por veredas, caminos para carros o trochas todavía más estrechas. Este sendero, sin embargo, parece conducir directamente al obelisco que se eleva sobre la colina.
El terreno cambia allí arriba: deja de haber árboles hasta el comienzo del bosque de coníferas que hay al este, la creta surge en afloramientos cubiertos de brezo y, a medida que se avanza, el obelisco, esa aguja de granito coronada por un tetrágono, va ganando en altura. La carretera no llega hasta él. Siguiendo por este lado, a medio kilómetro, se desvía bruscamente, tuerce hacia el este y se bifurca. Una derivación conduce a Myfleet y la otra a Pomfret. Poco después vuelven a extenderse los prados y desaparecen los brezales. Había sido en uno de aquellos prados, uno próximo a la sombra del bosque y que atraviesa una vereda que conduce de la carretera a Myfleet, donde se había realizado el descubrimiento. A lo lejos, en el oeste, el obelisco horadaba el cielo azul y capturaba con su punta un jirón de nube.
La tumba se encontraba dentro de un triángulo formado por el bosque, el sendero y la vereda, en una esquina del campo que formaba un ángulo obtuso. Estaba lo bastante cerca del bosque como para que el aire oliera a resina. La tierra era ligera y arenosa y contenía agujas de pino.
– Es bastante fácil de cavar -le dijo Wexford a Burden-. Prácticamente cualquier persona que no esté decrépita podría cavar una tumba como ésta en media hora. Cavarla lo bastante honda habría costado algo más.
Estaban examinando el terreno que se extendía desde la tumba a la carretera y la vereda, mientras sir Hilary Tremlett, el forense, permanecía junto al agente encargado de recoger pruebas y datos para supervisar el delicado desenterramiento. Sir Hilary se encontraba casualmente en Stowerton cuando se había recibido la llamada de Fitzgerald. Por un golpe de suerte acababa de llegar al hospital para practicar una autopsia. Todavía no eran las diez, y hacía una mañana de sol espléndida: el cielo azul estaba moteado de innumerables nubecillas nacaradas. Pese a ello todos los presentes, incluido el bajo, corpulento y augusto forense, llevaba puesto un impermeable. Hacía tantas semanas que llovía a diario que nadie estaba dispuesto a correr el riesgo de salir de casa sin uno. Tampoco había nadie que diera todavía crédito a sus ojos.
– Ha sido la lluvia lo que ha hecho que los hierbajos crezcan de esa manera -dijo Wexford-. Está claro lo que ha ocurrido. Resulta interesante: toda esta tierra tenía hierba, pero alguien cavó un agujero para enterrar eso. Luego lo cubrieron con tierra revuelta, salieron las semillas y empezó a llover. Y a mares, por lo que se ve. Lo que ha crecido en esta fértil parcela de terreno y nada más que en esta parcela han sido plantas de hoja ancha. Si hubiera sido una primavera seca, habría habido más hierba y todo habría sido mucho menos verde.
– Y la tierra habría estado más dura. Si la tierra no hubiera estado tan blanda y húmeda, quizá el perro no hubiera seguido excavando de una manera tan persistente.
– El error ha sido no cavar la tumba lo suficientemente profunda. Me pregunto por qué no lo habrá hecho él, ella o quien sea. ¿Por pereza? ¿Por falta de tiempo? ¿Por falta de luz? La norma de los dos metros tiene sentido, ya que este tipo de cosas tienden a salir a la superficie.
– Si así es -dijo el doctor Crocker acercándose a ellos-, ¿por qué tienen siempre que excavar tan hondo para encontrar ciudades antiguas, templos y demás?
– Ni idea -respondió Wexford-. Pregúntele al perro: él es el arqueólogo. De todos modos en Sussex no tenemos lava.
Se aproximaron más a los agentes Archbold y Bennett, que estaban realizando el delicado trabajo preliminar. Era evidente que al cadáver no lo habían envuelto ni tapado antes de enterrarlo. La tierra no lo había cubierto de barro como podría haberlo hecho un suelo más arcilloso y denso. Estaba saliendo bastante limpio, empapado, con manchas oscuras y la espantosa pestilencia que todos los presentes conocían, aquel hedor como a pescado, dulzón, gaseoso y nauseabundo, que despide la carne descompuesta. Aquello era lo que el perro había olido, lo que le había gustado y sabido a poco.
– A menudo pienso que no tenemos mucho en común con los perros -dijo Wexford al médico.
– Pues sí, es en ocasiones como ésta cuando uno se entera de lo que siempre ha sospechado: que eso de que los perros son casi humanos no es cierto en absoluto.
La cara estaba pálida, sucia y abotagada, y las partes pálidas tenían el color del vientre de un pescado. Wexford, que, curtido por los años, no era nada aprensivo, decidió no volver a mirar a la cara hasta que tuviera que hacerlo. La frente, grande y abombada (más grande y abombada porque se le había caído todo el pelo) parecía una gran piedra manchada o un hongo. Fue aquella frente lo que le hizo tener la casi plena seguridad de que se trataba de Rodney Williams. Naturalmente no podía afirmarlo tajantemente tan pronto, pero le habría extrañado que no fuera él.
Sir Hilary, que se había puesto en cuclillas, se inclinó. Murdoch, el agente encargado de recoger pruebas y datos, estaba empezando a tomar medidas y a hacer cálculos. Llamó al fotógrafo, pero sir Hilary levantó la mano para que esperase.
Wexford se preguntó cómo podía soportar aquel hedor de tan cerca. De hecho parecía estar disfrutando; por todo, por el cadáver, el ambiente, el horror, la sordidez… Era algo propio de los forenses, y mejor que fuera así. ¿Qué pasaría si tuvieran remilgos?
El cadáver fue objeto de un largo y meticuloso estudio. Sir Hilary lo examinó desde todos los ángulos. Estuvo a punto de tocarlo, pero no llegó a hacerlo. Tenía los dedos regordetes y limpios, del color de cerdo asado. Se levantó, hizo un gesto de asentimiento a Murdoch y al fotógrafo y miró a Wexford con una sonrisa en los labios.
– Tal vez pueda echarle un vistazo después de comer -dijo. Siempre que hablaba de sus autopsias decía «un vistazo»-. Hoy no hay mucho que hacer. ¿Alguna idea de quién puede ser?
– Creo que sí, sir Hilary.
– Me alegro. Ahorra muchas molestias. Le adecentaremos un poco antes de que sus allegados y seres queridos vayan a verle en privado.
Joy Williams, pensó Wexford. No, no debían hacerle pasar por aquella experiencia. Sintió en la cara la calidez del sol de levante, suave y agradable. Se giró y contempló los prados que se extendían hasta la carretera de Pomfret, el heno verde salpicado de oro, los setos de color verde oscuro que lo atravesaban como las puntadas de un tapiz, las ovejas que pastaban en la ladera de la colina… Todo lo que podía ver era aquella cara y una esposa mirándola. Esta espantosa imagen me pone los pelos de punta y hace que mi reposado corazón me golpee las costillas…
Pensó que el punto de la carretera principal más cercano a aquel lugar era la parada de autobuses donde Colin Budd había sido atacado. ¿Tendría aquello algún significado? El sendero que pasaba a unos metros de la tumba se cruzaba con la carretera en un punto que quedaba casi enfrente de la parada. Sin embargo Colin Budd había sido apuñalado cuando Williams llevaba semanas muerto. El cuñado podría tratar de identificar en lugar de la esposa. John no sé qué, farmacéutico. John Harmer.
Parecía un hombre sensato. Tendría cinco o seis años menos que Williams, y era una de esas personas con buena planta, un hombre pulcro, fuerte, tirando a bajo, de facciones regulares y pelo corto y muy ondulado. Había cerrado el laboratorio y dejado la farmacia a cargo de su esposa.
Cuando hubo respirado hondo, miró el cadáver. Le miró la cara, conteniendo la expresión de sus simétricas facciones. No iba a expresar ningún sentimiento, ni de consternación, ni de asco, ni de lástima. Él no podía hacerlo. Casi podía oírse la voz de su madre diciéndole a un niño de pelo rizado: «Sé un hombre, John. No llores. Sé un hombre.»
Harmer se acordaba y fue un hombre. Aunque podría haber dicho, como Macduff, que también debía sentirlo como un hombre, [2] ya que poco a poco su cara palideció tanto como la del cadáver. El estómago, no su voluntad, le había traicionado. O amenazado con hacerlo. Salió de la sala a tomar el aire, a que le diera el sol, huyendo de la putrefacción del depósito de cadáveres, y aspiró el olor de aquel mediodía de verano. La bilis retrocedió y él hizo un gesto de asentimiento a Wexford, un gesto más marcado y prolongado de lo necesario.
– ¿Es su cuñado, Rodney Williams?
– Sí.
– ¿Está seguro?
– Completamente.
Wexford había pensado en pedirle que fuera a darle la noticia a Joy, pero enseguida se había dado cuenta de que Harmer no era la persona adecuada para hacer de mensajero y aún menos para dar consuelo. Fue él mismo a Alverbury Road, pensando mientras caminaba. No había mucho que pudiera hacer hasta que llegase el informe del forense y el laboratorio hubiera examinado la ropa de Williams. Recordó con repugnancia la masa sanguinolenta de tela con que habían cubierto las heridas. Se alegraba ahora de haber pedido al laboratorio que examinara el coche meticulosamente y en un momento en que parecía que Williams era culpable de algún delito y había abandonado su hogar a hurtadillas.
Los restos de yeso aparecidos en el maletero podían ser una prueba de suma importancia. En un principio había pensado que se le habrían caído a Williams durante algún trabajo rutinario. Pero Gardner le había dicho que Williams no tocaba nunca el material que vendía. Lo más probable era que aquellos restos de yeso se hubieran caído de los pliegues de la tela ensangrentada y que el cadáver hubiese estado en el maletero del coche…
En el jardín del 31 de Alverbury Road que daba a la calle alguien había segado un poco la hierba y podado el seto de ligustros. Ambas tareas parecían haber sido realizadas con unas tijeras de jardín desafiladas. Desde el punto de vista doméstico, Rodney Williams había sido útil al menos en un aspecto: había mantenido el jardín arreglado.
Sara salió a abrirle la puerta. Wexford no esperaba que fuera ella y se quedó algo desconcertado. Habría preferido darle la noticia a su madre a solas. Aunque el curso académico no había concluido todavía, los exámenes para el bachillerato superior ya habían terminado y, si ella ya los había hecho, quizá no tuviera motivos para ir a la escuela.
Llevaba una camiseta blanca de manga corta, de modo que en los brazos y manos se le veían los dibujos de rotulador. Tenía de nuevo una serpiente verde, y también una mariposa con cara de niño pequeño, una mujer cuervo con pechos agresivos y alas erectas que resultaban un tanto obscenos en aquellos suaves, dorados y redondeados brazos de niña.
– ¿Está tu madre en casa?
Ella asintió. ¿Le habría delatado el tono de voz? Mientras avanzaban por el corto pasillo hasta la puerta de la cocina, le miró de soslayo, con expresión de temor.
Joy Williams no se esperaba nada. Sobre la mesa a la que estaba sentada se veían los restos de una comida para dos. Alzó la vista con un gesto interrogativo un tamo desagradable. Habían comido pescado congelado con Judías de lata: una combinación poco acertada, pensó Wexford. Si sabía en qué había consistido su comida era por la cantidad que Sara había dejado en su plato. Joy había estado leyendo una de esas revistas para mujeres en las que se pueden encontrar tanto comentarios adulatorios acerca de la realeza como instrucciones para hacer cubreteteras de ganchillo. La tenía apoyada contra la botella de salsa de soja, un lastimoso artículo de importación que seguramente habría introducido Sara. ¿Qué hace una hija por su madre en una situación semejante? ¿Acercarse a ella y abrazarla? ¿Permanecer cuando menos a su lado? Lo que Sara hizo fue ir al fregadero, darles la espalda y mirar por la ventana que había encima de éste la hierba, la cerca y los raquíticos manzanos.
Wexford le dijo a Joy que habían encontrado a su marido. El cadáver de su marido. Más no podía decirle, ya que aquello era todo lo que sabía. La muchacha encogió espasmódicamente los hombros. La señora Williams se inclinó sobre la mesa y se llevó la mano pesadamente a la boca. Se quedó sentada de aquel modo durante unos segundos. La tetera que había al fuego empezó a silbar. Sara dio media vuelta, apagó el gas y miró a su madre con la boca torcida como si le dolieran las muelas.
– ¿Quiere café? -preguntó Joy a Wexford.
El inspector rehusó con la cabeza. Sara preparó dos tazas de café instantáneo; una tenía una gran S a un lado y la otra la cabeza de la princesa de Gales. Joy se puso azúcar en la suya, una cucharada, y luego, después de pensárselo, otra más.
– ¿Tengo que ir a verlo?
– Su cuñado ya lo ha identificado.
– ¿John?
– ¿Tiene otros cuñados, señora Williams?
– Rod tiene un hermano en Bath. O tenía, mejor dicho. Lo que quiero decir es que él está todavía vivo, que yo sepa, y Rod no.
– Mamá -exclamó Sara-, por favor…
– ¡Tú cierra la boca, mocosa!
No volvió a pronunciar una palabra, pero siguió gritando y dando golpes con los puños sobre la mesa, de tal manera que la taza se cayó y rompió, derramando el café por toda la estera de fibra de coco que había en el suelo. Joy siguió gritando hasta que Sara le dio una bofetada. Ya reaccionaba como un medico: sabía mantener la calma en un caso de emergencia. Wexford sabía muy bien que él no podía hacer una cosa así. En una ocasión había dado una bofetada a una mujer histérica y luego había sido amenazado con una demanda por agresión.
– ¿A quién podemos llamar para que venga a hacerle compañía? -preguntó. ¿A la señora Milvey? Pensó en Dora y descartó la idea.
– No tiene amigas. Espero que mi tía Hope pueda venir.
Se refería a la señora Harmer sin duda. Hope y Joy. Dios mío, pensó. [3] Aunque la muchacha estaba ahora sentada al lado de su madre, cogiéndole de la mano, mientras ésta se reclinaba, agotada, contra la silla, dejando caer la cabeza por encima del respaldo de la silla al tiempo que las lágrimas brotaban silenciosamente de sus ojos, Wexford veía que aquello era todo lo que Sara podía hacer para dominar su repugnancia. Estaba casi temblando de asco. La necesidad de separarse la una de la otra era mutua. Sara estaba impaciente por que llegaran los resultados de los exámenes, la confirmación de que la aceptaban en la facultad de St. Biddulph, el mes de octubre y el comienzo de las clases. Tenía verdaderas ganas de irse.
– Ya me quedo yo -dijo con un tono teñido de estoicismo-. Le daré un par de valiums, y le buscaré algo interesante en la televisión.
La panacea a la que siempre se podía recurrir.
Era demasiado tarde para ir a comer. Podía pedir que le trajeran un sándwich del comedor y comérselo en el despacho con Burden. Había dicho que vería a la prensa a las 2.30. Bueno, al joven Varney, que trabajaba en el periódico local y era el corresponsal de la prensa nacional.
En el patio de la comisaría había una camioneta de TV South; un equipo de cámara saliendo de ella.
– Han estado en el bosque haciendo tomas de la tumba y de Fitzgerald y su perro -le dijo Burden-. Ahora quieren unas tomas de usted.
– Bien. Así podré dar un aviso a todas las personas que hayan visto ese coche aparcado. -A Wexford le vino a la cabeza una idea menos halagüeña-.. No querrán maquillarme, ¿verdad? -No había salido nunca por televisión.
Burden le miró hoscamente, encogiendo los hombros en un gesto de indiferencia ante cualquier eventualidad.
– No se va a hundir el mundo si lo hacen, ¿no?
No hay mejor momento que el presente, incluso si el presente duraba los diez minutos que faltaban para su primera aparición en televisión.
– ¿Y qué ha ocurrido para que se hunda el tuyo, Mike?
Burden apartó la mirada y murmuró algo que Wexford no alcanzó a oír y tuvo que pedirle que repitiera.
– He dicho que supongo que debería decirte qué sucede.
– Sí. Me gustaría saberlo.
Wexford miró a Burden y observó por primera vez que tenía canas entre sus rubios cabellos.
– Tenéis algún problema con el niño, ¿no?
– Exacto. -La voz de Burden sonó inexpresiva-. Según Jenny, que conste. Yo opino de forma diferente. -De pronto soltó una risotada-. Es una niña.
– ¡¿Qué?!
En ese momento sonó el teléfono de Wexford. Cogió el auricular. TV South, el Kingsmarkham Courier y dos periodistas más estaban esperándole abajo. Burden ya se había ido, cerrando la puerta silenciosamente al salir.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Referencia a un personaje de Macbeth.(N. del T.)
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a>Hope en inglés significa esperanza. (N. del T.)