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El juzgado de instrucción n.° 51, que llevaba el caso Thomas, se puso en contacto con Daniel por medio de una llamada telefónica de la secretaria de la juez titular, doña Susana Rodríguez Lanchas.
La secretaria informó a Daniel de que Su Señoría quería un encuentro con él, a ser posible al día siguiente, aunque se apresuró a aclararle que, como se le convocaba de manera amistosa, no se le iba a hacer llegar ninguna cédula de citación. Daniel podía incluso declinar la petición de la juez, si ese era su deseo. Tras confirmar que asistiría, Daniel preguntó el motivo de la reunión, a lo que la secretaria, tras dudar unos instantes, respondió:
– Su Señoría prefiere explicárselo personalmente.
La cafetería donde habían quedado citados estaba muy cerca del viejo edificio de oficinas que albergaba los juzgados. La secretaria le había informado a Daniel de que doña Susana llevaría una abultada cartera de piel, como las de los ministros, que dejaría en lugar bien visible sobre la mesa, para que pudiera identificarla.
Se la encontró nada más entrar, leyendo el periódico y saboreando una infusión.
– ¿Te apetece tomar algo? -le dijo la juez después de estrecharle la mano y de agradecerle que hubiera acudido a la entrevista.
– Una Coca-Cola con mucho hielo, gracias.
La magistrada era una mujer de unos cincuenta y cinco años, con una melena rubia planchada, de las que llaman «francesas», extraordinariamente elegante en sus gestos y su manera de expresarse, y hubiera resultado incluso sexi, a pesar de la edad, de no ser por el rígido gesto de la boca, que Daniel atribuyó a una parálisis y que le impedía sonreír de manera natural.
Tras pedir el refresco a un camarero, al que llamó por su nombre, la juez explicó:
– Mi juzgado está a tres manzanas. Esta es mi cafetería, donde desayuno siempre que no he podido hacerlo en casa.
Dio un sorbo a la manzanilla con limón que se estaba tomando y cuando iba a abrir la boca de nuevo, Daniel la interrumpió.
– ¿Se dice juez o jueza?
– ¿Se dice fiscal o fiscala? -contraatacó ella, sonriendo con el lado de la boca que no tenía inmovilizado.
– La llamaré juez, entonces.
– Lo que quieras, pero tutéame por favor. Yo no soy tan mayor.
– Te llamaré juez -corrigió Daniel, que comprendió enseguida lo difícil que le iba a resultar apearle el tratamiento a la magistrada.
– En esto de la equiparación laboral de hombres y mujeres -dijo la juez- hemos rebasado ya el listón del ridículo, tanto en un sentido como en otro. Yo he oído ya decir economista, referido a un varón, claro.
– ¿Economisto?
A Daniel el término le resultó tan ridículo que no sabía si Su Señoría le estaba tomando el pelo.
– Me ha dado tu nombre Jesús Marañón -continuó doña Susana, entrando directamente en materia-. Quiero hablar contigo porque necesito un experto que me aclare unas preguntas sobre música. Es en relación al asesinato de Thomas, como podrás suponer. La policía me ha dicho que estás en la lista de invitados que acudieron a su último concierto.
– Sí, en efecto. ¿Soy sospechoso? ¿Me van a detener?
– Eso depende de cómo te portes -bromeó la juez. Luego cambió la expresión a una mucho más seria y dijo-: Esta noche la policía ha encontrado la cabeza de Thomas.
– ¡Dios santo! No tenía ni idea. No se ha publicado aún en la prensa, ¿no?
– Ni se va a publicar, si podemos evitarlo. Cuando veas la cabeza, comprenderás por qué.
Daniel intentó tragar saliva pero no fue capaz.
– ¿Ver la… cabeza?
– La han llevado al Laboratorio de Criminalística. En este momento la policía científica le está haciendo algunas pruebas, pero esta tarde la tenemos para nosotros solos. Yo voy a ir contigo, a las siete. ¿Puedes?
– Sí, creo que sí.
– No vamos a hacer público que ha aparecido la cabeza entre otras cosas porque eso nos sirve para eliminar falsas confesiones. En los asesinatos mediáticos como el que nos ocupa, siempre aparece algún pirado diciendo que ha sido él, para poder salir en la televisión.
– Pero si no sabe decir dónde está la cabeza -dijo Daniel, completando el razonamiento de la juez- no puede ser el asesino, ya lo entiendo.
Daniel dio un trago a su refresco para aclararse la garganta y luego dijo:
– Yo estoy encantando de colaborar en la investigación pero ¿por qué tengo que ver la cabeza?
– Cuando la tengas delante de ti, comprenderás por qué te lo he pedido. Claro que si es superior a tus fuerzas…
– No, no, si tú lo juzgas necesario, iré. Espero no desmayarme.
– No lo harás. ¿Sabes lo que es un perito judicial?
Daniel asintió, pero ella siguió hablando como si le hubiera dicho que no.
– Es un experto que emite un dictamen cuando son necesarios conocimientos científicos o artísticos, para valorar hechos o circunstancias relevantes en el sumario. Tú eres musicólogo, ¿no? ¿Licenciado?.
– Doctor. Hice la tesis sobre Cherubini, un compositor al que admiraba mucho Beethoven.
– No he querido citarte a través del juzgado por una sencilla razón: tenemos un topo dentro, que lo casca todo a la prensa. Debe de ser algún oficial, aunque todavía no le hemos cogido. Estoy rodeada de funcionarios muy mal pagados, y algunos aceptan sobornos de los programas de televisión más amarillos y de las revistas de cotilleo a cambio de filtraciones sobre los sumarios más morbosos.
– Entiendo -dijo Daniel, que se explicó en ese momento cómo la prensa había tenido un conocimiento tan meticuloso de un reciente caso de malos tratos que salpicaba a una rama de la familia real.
– En razón de lo que te voy a mostrar esta tarde, necesito un perito judicial, pero no quiero que la prensa se entere de que la juez que lleva el caso se está sirviendo de un experto musical.
– ¿Por qué?
A Daniel le pareció que Su Señoría estaba a punto de decir «porque lo digo yo y punto», pero no fue así.
– Prefiero que el asesino piense que estamos trabajando sobre la hipótesis de un crimen ritual.
– ¿Y no es así?
– No. El hecho de que no haya señales de malos tratos en el cuerpo nos permite descartar al clásico psicópata, que tan popular se ha hecho a través del cine.
– Entonces, no es Búfalo Bill.
Daniel vio la cara de desconcierto de la magistrada y se apresuró a sacarla de su despiste.
– Era el asesino de El silencio de los corderos.
– Ah, ya. No la he visto.
La juez acababa de bajar varios enteros en la cotización de Daniel, primero por el hecho de no haber visto la película, que él consideraba una obra maestra, y segundo por haber confesado tan abiertamente que no la había visto, sin muestra de sonrojo alguno. Luego se avergonzó de sí mismo al recordar que, a pesar de lo fascinante que había encontrado el personaje del doctor Lecter, él ni siquiera se había tomado el trabajo de leer la novela de Thomas Harris.
– Los asesinos en serie -continuó doña Susana- tienen una enorme necesidad de infligir dolor y humillación a sus víctimas, para vengarse de las afrentas que ellos sienten que la sociedad les ha hecho. Son personas que han sido testigos, normalmente durante la infancia, de actos similares de violencia y degradación, o los han sufrido directamente en sus carnes. Matan indiscriminadamente, como represalia social y también para subir su autoestima, pues suelen ser muy competentes en su, llamémoslo, «trabajo». El asesino de Thomas no es de ese tipo. Así que estamos buscando otro móvil.
Coincidiendo con el final de esta frase sonó el teléfono de la magistrada. Ambos sonrieron. Ella miró la pantalla para ver quién era; con un gesto rechazó la llamada, algo que a Daniel le hizo sentirse muy importante.
– Ese fragmento de Beethoven que se tocó en casa de Marañón, la noche del asesinato ¿qué es exactamente?
Daniel la puso en antecedentes y luego añadió:
– Es curioso pero, según van pasando los días, voy teniendo la extraña sensación de que lo que Thomas nos hizo escuchar la otra noche no era, a pesar de lo que él decía, una reconstrucción del primer movimiento a partir de una serie de motivos que nos dejó Beethoven. Me inclino más bien a pensar que Thomas tuvo acceso al manuscrito de la Décima, o al menos a su primer tiempo, y que él no había aportado ni una sola idea de su cosecha, ni había inventado la orquestación. Sonaba todo demasiado a Beethoven.
– Pero ¿qué interés podría él tener en…?
– Para empezar, derechos de autor -se anticipó Daniel-. Imagínate que a las orquestas de todo el mundo les convence el trabajo de Thomas y se pone de moda interpretar el primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven-Thomas. Como si fueran los Lennon-McCartney de la música clásica.
– ¿Eso es posible? Quiero decir, que se incorpore al repertorio una obra incompleta.
– Se ha hecho con otros compositores. ¿Conoces la Sinfonía Inacabada de Schubert?
– Me temo que lo mío no es la música. Tengo una oreja enfrente de la otra.
Daniel siempre había sentido lástima de aquellas personas que renuncian al placer de escuchar música tras haberse convencido de que no tienen sensibilidad para este arte. La experiencia le había demostrado que muchos individuos, persuadidos de tener mal oído, no solamente eran capaces, con un poco de preparación, de disfrutar de un buen concierto, sino incluso de tocar a un nivel aceptable algún instrumento musical.
– La Inacabada se interpreta con mucha frecuencia, a pesar de que, como su propio nombre indica, está inconclusa. Solo tenemos el allegro y el andante.
– Ese Schumann murió muy joven, ¿no?
– Schubert. Schumann es un poco posterior. Sí, pero no es el mismo caso de Beethoven. A este, casi con toda seguridad, fue la muerte lo que le impidió acabar la Décima. Schubert en cambio dejó la Octava a la mitad y se puso a componer la Novena, que sí terminó.
– Voy a pedir otra manzanilla -dijo la juez-. ¿Quieres tú otra Coca-Cola?
– No, muchas gracias -respondió Daniel-. Voy a apuntarme también a la manzanilla. Tanta bebida carbonatada no puede ser buena.
Aunque tras su digresión sobre Schubert él había perdido por completo el hilo del discurso, la juez recondujo la conversación por los derroteros que más luz podían aportar a la investigación.
– Si seguimos tu corazonada, ¿qué más razones podría tener Thomas para no revelar que la partitura de anoche era íntegramente de Beethoven?
– La vanidad, por supuesto -respondió Daniel.
– Pero me has dicho antes que las melodías que sonaron en el concierto sí son de Beethoven. ¿No es eso lo más importante de una sinfonía, las melodías?
– En el caso de Beethoven, no. Lo genial de Beethoven es que a partir de bloques de música muy pequeños, como esas piezas de los juegos de Lego, es capaz de levantar armazones musicales impresionantes. Piensa en la Quinta Sinfonía, por ejemplo: el primer movimiento es la catedral sonora más famosa de la historia, ¡y está construida a partir de un motivo de cuatro notas! Thomas tenía los motivos, pero esos motivos, si no está detrás el genio de Beethoven para desarrollarlos, no son nada. Si me apuras, son hasta banales, cualquiera podría inventarlos. Y luego hay un tercer móvil, claro. Tal vez Thomas no dijo que tenía el manuscrito porque no podía decirlo.
– ¿Porque fuera robado?
– Claro. Si yo descubro que en tu casa hay un tesoro e intento llevármelo, tú dirás, con razón: «Perdona, pero el tesoro es mío».
– Imaginemos que existe el tesoro, ese manuscrito íntegro de la Décima, al que Thomas ha tenido acceso en todo o en parte. ¿Cuál sería su valor en el mercado?
– Ningún perito podría contestar con rotundidad. Pero seguro que muchos millones de euros.
– ¿Más de diez?
– Es muy posible que sí. Una canción de los Beatles, «All you need is love…».
– La conozco. La única que sé tararear, porque empieza con La Marsellesa.
– Esa misma. El año pasado, un fan de los Beatles se adjudicó el manuscrito de John Lennon por un millón de dólares. Y no deja de ser una simple cancioncilla pop, que todos conocemos ya. La Décima, si existe, sería un manuscrito inédito de Beethoven, probablemente el hallazgo artístico más importante de los últimos siglos. Además de que su aparición pondría fin a la «maldición de la Novena» -concluyó Daniel, con un tono de voz que logró que la juez tuviera la impresión de que no le estaba hablando él, sino el siniestro posadero de un remoto albergue de Transilvania.
– ¿Qué maldición es esa?
La magistrada intentaba aparentar indiferencia, pero Daniel notó cierta inquietud en su tono de voz. Igual no se trataba de congoja sino de simple y legítima curiosidad, aunque era evidente que la palabra «maldición», que a Daniel le parecía ridícula, había causado un rotundo impacto en su interlocutora. Le dio vergüenza que la juez pudiera pensar que él creía en paparruchas y se arrepintió de haber sacado el tema, por lo que decidió despacharlo con una evasiva.
– Son majaderías. Leyendas urbanas. El valor artístico de la Décima…
– Después me hablarás de eso. Antes cuéntame, ¿qué es la maldición de la Novena?
– Es una superstición que existe entre los músicos, a partir de Beethoven, de que todos los compositores de sinfonías mueren después de completar su Novena Sinfonía. Mahler, por ejemplo, que evidentemente creía en la maldición, intentó burlarla. Por eso, tras acabar la Octava no se puso a componer la Novena, sino que escribió La canción de la Tierra. En realidad era una sinfonía para tenor, contralto y orquesta, pero como no la llamó «Novena Sinfonía», el músico pensó que se había librado de la maldición. No fue así, ya que fallecióantes de poder terminar su décima sinfonía, igual que Beethoven.
– ¿Hay más casos?
– Muchos más: Bruckner, Schnittke, Vaughan Williams, Egon Wellesz. Y un compositor ruso, Alexander Glazunov, tras completar el primer movimiento de su Novena Sinfonía, no volvió a ocuparse de ella, con lo que evitó la maldición y consiguió vivir veintiséis años más.
– ¿Tú crees en ella?
– No, y muchos días lamento ser tan escéptico. El mundo sería mucho más fascinante si existieran fenómenos paranormales.
La juez le hizo entonces una confidencia que él preferiría no haber escuchado.
– A mí me pasa al revés: no quiero ser supersticiosa, pero no tengo más remedio que serlo. He visto demasiados horrores en mi profesión como para no creer en fuerzas sobrenaturales y malignas que interfieren regularmente en nuestras vidas. Digamos que le he dado la vuelta a una famosa frase de Joseph Conrad que dice algo así como: «La creencia en un origen sobrenatural del mal no es necesaria: los hombres se bastan y sobran para cometer ellos solitos hasta el acto más perverso». Además, nací un día 13, me casé en 13, mi hija nació el día 13, tuve el accidente de coche un día 13. El 13 me persigue, para bien o para mal.
– Eso es hasta que la próxima cosa gorda que te ocurra caiga en 14.
– A mi edad, ya pocas cosas gordas me pueden pasar, sea en 13 o en 14, como tú dices. Salvo irme para el otro barrio, claro.
– O coger al asesino de Thomas, ¿no?
– No creo que le agarremos. Mi experiencia me demuestra que los homicidios o se resuelven enseguida, o nunca. Y no tenemos ni la más mínima pista de quién puede haber sido.
– Pero sí podemos estar seguros de una cosa: si la Décima existe ha de tener un valor artístico extraordinario. Un compositor de primera fila como fue Arnold Schoenberg dijo en cierta ocasión: «Parece como si la Novena fuera el límite. El que quiere ir más allá está condenado a morir. Parece como si algo fuera a sernos transmitido en la Décima que no deberíamos conocer, porque no estamos preparados todavía para ello».
– Eso que dices suena terrorífico. Un umbral vedado, como la puerta prohibida del castillo de Barbazul.
– A mí también me asusta. Schoenberg lo expresa de tal manera que uno casi agradece que el Señor se llevara consigo a Beethoven antes de que pudiéramos escuchar íntegramente su Décima. Su audición, parece querer decirnos el músico, podría dejarnos tan estremecidos y aterrados como se quedó Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde, tras contemplar su horripilante y grotesco retrato final. Quizá la Décima Sinfonía estuviera destinada a mostrarnos facetas tan salvajes y monstruosas del alma humana que Dios, que siempre nos ha considerado menores de edad, está empeñado en ahorrarnos esos conocimientos.
– ¿Eres creyente? -preguntó la juez, que se había abrasado los labios con la manzanilla que le acababan de traer.
– Me pasa como con lo de las supersticiones. Soy agnóstico a mi pesar.
– Pero acabas de decir que Dios nos trata como a menores de edad. ¿Eso no es reconocer que existe?
– Lo que he querido decir es que según las escrituras, Dios trata a Adán y Eva como si fueran menores de edad. Les dice que no prueben la fruta del árbol del Bien y del Mal, pero no les dice por qué, con lo que excita su curiosidad.
– Les dice que si prueban la fruta del árbol, van a morir.
– Pero es mentira, porque prueban el fruto del árbol y no
mueren. La primera gran mentira de la historia es la que les cuenta Dios a Adán y Eva acerca del Bien y del Mal.
– Hay que ver lo retorcido que eres, ¿no? -dijo la juez, que en el fondo parecía entretenida con la de vueltas que le había dado Daniel a un relato tan simple.
– Pues es este pasaje de la Biblia lo que me ha llevado al agnosticismo, Señoría.
– Oye, que no te estoy juzgando.
– No puedo creer en un dios que nos trata como a niños pequeños. No quiero creer en un Ente que siega la vida de Beethoven porque está a punto de revelar a sus semejantes, a través de su música, conocimientos sobre el alma humana que él cree que no vamos a poder soportar. ¡Déjeme Usted que yo decida lo que puedo o no puedo soportar, Señor Mío!
– ¿Te das cuenta -dijo la juez cada vez más divertida con las disquisiciones teológicas de Daniel- de que estás hablando con Dios al mismo tiempo que lo estás negando?
– Por eso soy un simple profesor de historia de la música y no un compositor de éxito -dijo Daniel, autoflagelándose-. Porque soy un idiota.
– No creo que haya nadie en el mundo que pueda pensar que eres un idiota. A excepción de un idiota.
– En ese caso soy un idiota por pensar que soy un idiota.
Una gitana que se había colado en la cafetería se acercó a venderles lotería y como Daniel y la juez se negaban a comprarle, estuvo insistiendo machaconamente hasta que el camarero advirtió su presencia y la invitó a salir, agarrándola firmemente del brazo.
La gitana se zafó bruscamente de la zarpa del camarero, y encarándose con él, pero también con Daniel y con la magistrada, soltó una de las maldiciones más escalofriantes que ninguno de ellos hubiera escuchado jamás:
– Mal fin tengan vuestros cuerpos, premita Dios que os veáis en las manos del verdugo y arrastraos como culebras, que os muráis de hambre, que los perros se os coman, que los malos cuervos os saquen losoho y Nuestro Señor Jesucristo os mande una sarna perruna por musho tiempo y que los diablos se os lleven en cuerpo y alma al infierno.
Daniel optó por tomárselo con filosofía y respondió:
– Si se va a poner usted así, señora, deme un décimo.
Pero la gitana había dado ya media vuelta a toda prisa y no llegó a escuchar las palabras de Daniel.
– Con mujeres como esta, ¿a quién le hace falta la maldición de la Novena? -dijo la juez, intentando quitarle hierro al incidente.
Pero Daniel se percató de que a doña Susana no le había hecho ni pizca de gracia el juramento. La juez miró el reloj y se dio cuenta de que se había entretenido más de lo previsto.
– Tengo una vista dentro de una hora escasa. Dime, ¿cuál crees tú que sería el valor artístico de la Décima?
– Si me tengo que guiar por lo que escuché la otra noche, y solo fue un movimiento, creo que la Décima sería aún más vanguardista y revolucionaria que su predecesora. Se podría convertir en la más radical de las obras del más formidable compositor de la historia. Como una especie de premonición titánica de la atonalidad, una llamada salvaje y desesperada a romper todas la convenciones artísticas conocidas hasta la fecha.
– Yo me voy ahora pero te llamará luego Pilar, la secretaria del juzgado, para decirte la hora exacta en la que tienes que estar en el laboratorio para examinar la cabeza.
Cuando la juez se marchó y le dejó solo en la mesa, terminándose la manzanilla, Daniel se dio cuenta de que le había desaparecido el teléfono móvil.