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El hotel Petit Carlton era uno de los muchos hoteles que la cadena Petit Palais había inaugurado recientemente en la ciudad. Los empresarios que la explotaban se dedicaban a restaurar viejos y destartalados inmuebles, que los propietarios no querían o no podían -por desacuerdos familiares, por ejemplo- poner a la venta, los alquilaban por muchos años, y los convertían en hoteles de diseño. El Carlton, en concreto, estaba situado en una antigua fonda del siglo XVII, totalmente reformada, y conseguía conjugar el sabor de las posadas de hace cuatrocientos años con las comodidades y adelantos técnicos del siglo XXI.

Desde que se inauguró el primero de estos hoteles, Mateos, cuyas aventuras amorosas eran muy frecuentes, siempre había deseado entrar a ver uno por dentro, para comprobar si el establecimiento era lo suficientemente coqueto para ser escenario de futuras citas, y el encuentro con Bonaparte le proporcionó un excelente pretexto para satisfacer su curiosidad. Tal vez por eso, el inspector no quiso que, en esta ocasión, le acompañara Aguilar, cuyos comentarios sobre el erotismo en general y el sexo débil en particular le parecían ridículos y siempre fuera de lugar.

El príncipe le había pedido que el rendez-vous fuera en algún lugar del centro, pues se había visto obligado a acompañar a su esposa a la maratoniana sesión de compras que esta iba a llevar a cabo aquella tarde y el inspector propuso la cafetería del Petit Carlton por hallarse en pleno corazón del barrio de compras como lugar de encuentro. Encontró al francés, en compañía de su esposa, en la cafetech del hotel, saboreando un Bloody Mary al que ya le quedaban solo un par de tragos. Cuando el inspector se acercó, los príncipes se pusieron en pie y le estrecharon educadamente la mano.

Antes siquiera de que Mateos pudiera entrar en materia se aproximó un camarero con aspecto de zombi haitiano y le preguntó qué deseaba tomar. El policía le pidió un vodka con hielo, aunque se lo tuvo que repetir tres veces, ya que el barman, cuyos ojos tenían una preocupante tendencia a quedarse en blanco, y que llevaba colgando de las muñecas alrededor de media docena de pulseras con abalorios, parecía tener la mente absorta en un ritual de vudú. Mateos estaba seguro de que si le hubiese preguntado el nombre en ese instante, este habría respondido que se llamaba Chantilly.

Siguiendo su táctica habitual en este tipo de interrogatorios informales, Mateos lo primero que hizo fue decir:

– Voy a intentar robarles muy poquito tiempo.

El príncipe hizo un gesto extraño con la cabeza, que lo mismo podía ser afirmativo que negativo.

El interés principal de Mateos era averiguar si los príncipes habían mentido a la policía, o si por el contrario era Delorme el que trataba de construir una coartada de la que no disponía, asegurando que había permanecido con Sophie hasta la hora del crimen. Sin embargo, prefirió no abordar el asunto inmediatamente, para no ponerlos nada más llegar a la defensiva.

– Como ya les he dicho por teléfono -continuó el inspector- investigo el asesinato de Ronald Thomas y necesito aclarar dos o tres puntos con ustedes.

– ¿Somos sospechosos? -preguntó el príncipe.

Mateos sonrió.

– ¿Por qué me pregunta eso?

La princesa, que no había abierto la boca hasta el momento, añadió con cierto nerviosismo:

– Ni mi marido ni yo deseamos vernos envueltos en ningún escándalo, inspector. Louis-Pierre se presenta a las elecciones dentro de tres meses y cualquier noticia que le relacione con un crimen podría perjudicarle.

– ¿Qué elecciones son esas?

– Me presento a alcalde de Ajaccio, la capital de Córcega.

– ¿Tiene posibilidades de ganar?

– Tengo un rival muy difícil, Gauthier Rossi, nieto del legendario cantante y actor corso Tino Rossi.

– Lo siento, no he oído hablar de él.

– La campaña electoral va a ser decisiva, y estoy dispuesto a invertir mucho dinero en ella. Es ahí donde puedo desbancar a mi rival.

Mateos dio un trago a su vodka con hielo y, dado que se lo había servido una especie de muerto viviente, se sorprendió al comprobar que no sabía a sangre de gallo decapitado, sino que estaba delicioso.

– Hablemos de Thomas. La noche en que fue asesinado, ustedes estaban en la ciudad, ¿no es así?

– Sí, mi marido había dado una conferencia sobre Napoleón la tarde anterior.

– ¿Por qué no fueron luego al concierto? -Mi marido no se encontraba bien -se apresuró a decir la princesa.

– ¿Me dejas que responda yo o te has propuesto monopolizar el diálogo con el inspector? -saltó el príncipe, visiblemente irritado.

– Adelante, contesta tú -dijo la princesa, que parecía disfrutar enormemente disputándole el protagonismo a su esposo.

– No me encontraba bien y por eso decidimos quedarnos en la habitación.

– Es lo que había dicho yo. Aunque en realidad lo que te pasaba esa noche no es que te hubiera sentado mal la cena, sino que tenías un berrinche.

– Cállate -le ladró el príncipe-. Ni siquiera estabas presente.

La princesa no estaba dispuesta a amilanarse ante las órdenes tajantes, casi marciales, de su esposo, y continuó hablando como si este no estuviera delante.

– Un espectador que asistió a la conferencia empezó a cuestionar la teoría de mi marido de que Napoleón fue envenenado.

– Era un provocador. Siempre hay alguien así en todas mis charlas.

– Y luego hubo una señora que se sumó a la teoría del envenenamiento, pero cuestionando también a mi esposo, que siempre ha defendido que el asesino fue el gobernador de Santa Elena. La señora decía que había podido ser Beethoven, con ayuda de los Illuminati.

– Querida, estas digresiones no le interesan a la policía.

– En estos momentos, todo lo relacionado con Beethoven me interesa -se apresuró a aclarar Mateos, aunque prefirió no revelar que el móvil del crimen podía ser el robo de la Décima Sinfonía del compositor.

– Háblenme de ese cuadro de Beethoven que había en su palacio de Ajaccio. Fue Thomas quien lo descubrió, ¿no es así?

El príncipe pareció sobresaltarse ante la cantidad de información que manejaba el inspector.

– ¿Cómo lo sabe?

– Eso poco importa ahora. ¿Es posible que hubiera algún documento escondido dentro del cuadro?

– ¿Quiere usted decir entre el lienzo y el marco?

– Sí.

– ¿Qué tipo de documento?

– Por ejemplo, una partitura.

– No puedo saberlo. El cuadro no me interesaba ni por el anverso, imagínese si me preocupé alguna vez de examinarlo por el reverso.

– La noche en que estuvo cenando en su casa, ¿permaneció el señor Thomas a solas delante del cuadro en algún momento?

– No, que yo recuerde. Espere, sí. El señor Thomas se mostró vivamente interesado por las notas que había dibujadas en la pintura y me pidió que fuera a buscar lápiz y papel para anotarlas. Yo me ausenté durante unos momentos para traerle lo que me había pedido, pero no creo que fueran más de dos o tres minutos.

– Tuvo tiempo más que suficiente para examinar la parte posterior del cuadro y sustraer lo que allí estuviera oculto. ¿Qué comentó Thomas acerca de las notas?

– Dijo que podían corresponder a la obra que Beethoven estuviese componiendo en esos momentos y que eso nos permitiría establecer la fecha en que fue pintado el retrato. Recuerdo que comentó que existe un famoso cuadro del genio en el que este aparece con el manuscrito de la Misa Solemnis en la mano.

– ¿Qué más ocurrió aquella noche?

– Desde que Thomas descubrió el cuadro comenzó a mostrarse excitado y nervioso y enseguida dio muestras de querer abandonar el palacio. Cosa que hizo, por cierto, a pesar de las protestas de Sophie, que le llegó a llamar incluso maleducado, por dejarnos tan pronto.

– ¿No se marchó, pues, en compañía de su hija?

– No, Sophie se quedó con nosotros como una hora más. Fue algo extraño, porque durante la cena, el señor Thomas había estado encantador y sumamente locuaz. Era justo en la época en que había comenzado a trabajar en la reconstrucción de la Décima Sinfonía y no dejaba de contar historias sobre Beethoven. Era un excelente raconteur.

– Nos tomó un poco el pelo a todos -añadió la princesa-. Pero en el buen sentido de la palabra. Quiero decir que empleaba muchas veces un tono burlón que no llegaba en ningún momento a ser hiriente o despectivo. La burla, o la ironía, si lo prefiere, era su forma de ser afectuoso. Además de que, como mi marido es un gran melómano, congeniaron desde el principio.

– Espere -interrumpió Mateos, enarcando un poco la ceja derecha, como un famoso presentador de televisión del momento-. Eso no me cuadra. ¿Un Bonaparte que ama la música?

– En eso salí a Jérôme, no a Napoleón. A mí me encanta la música desde pequeñito.

– Y yo doy fe de ello -se apresuró a apostillar la princesa-. Fue mi marido el que me animó a solucionar un pequeño problema de salud que tuve, hace tiempo, con la musicoterapia.

– Mi mujer padecía insomnio -aclaró Bonaparte, que ignoraba que Delorme ya había puesto a Mateos al cabo de la calle-. Y como habíamos probado ya varios tratamientos y todos habían resultado infructuosos, me acordé de Bach y las Variaciones Goldberg. Supongo que conoce la historia.

– Me la contaron hace tiempo -mintió Mateos para aparentar más cultura de la que en realidad tenía-, pero me temo que la he olvidado.

– Cuenta la leyenda que un rico aristócrata berlinés, el conde Kaiserling, padecía insomnio severo y encargó a Bach una pieza para que el clavicordista de su corte, Johann Gottlieb Goldberg, le entretuviese con ella durante las noches. Bach escribió entonces las Variaciones Goldberg. Y aquí en España, creo que el castrato Farinelli le cantaba también a Felipe V cuando este no conseguía pegar ojo.

– Esa anécdota sí la conocía -volvió a mentir el inspector.

– Cuando vi que había una clínica de musicoterapia en Ajaccio se lo comenté a mi mujer, y aunque tuve que llevarla hasta allí literalmente a rastras, creo que fue la decisión más afortunada que hemos tomado en años. ¿No es cierto, chérie?

La princesa permaneció en silencio, pero era evidente, por la humedad de sus ojos, que estaban próximos a la lágrima, que se había emocionado al recordar aquel dificilísimo trance de su vida.

– Príncipe, me decía usted que Thomas estuvo hablando de Beethoven durante la cena. Me imagino que no mencionaría manuscrito alguno.

– No. Solo nos dijo que se estaba teniendo que inventar la mayor parte de la música, porque había conseguido recopilar muy poco material de partida para la reconstrucción.

– ¿Comentó si estaba contento con lo que llevaba hecho hasta entonces?

– En un par de ocasiones dijo algo parecido a «que Beethoven me perdone», como dando a entender que su talento, por mucho que se esforzase, no podría estar nunca a la altura del genio.

– El padre de Sophie era un hombre que parecía saber de muchos temas -reveló la princesa-. Cuando, por enésima vez, mi marido contó su teoría de que Napoleón fue envenenado, Thomas nos dijo que podía aventurar su propia hipótesis, ya que había estudiado los venenos de la época con gran minuciosidad. Afirmó que tanto Beethoven como Napoleón habían muerto por envenenamiento accidental.

Fueron interrumpidos por el estrépito infernal de una bandeja repleta de copas cayendo al suelo. Sonó como si todo el segundo piso de la Torre Eiffel, con restaurante incluido, se hubiera precipitado al Campo de Marte desde los 125 metros de altura a los que está situado. Nadie salió a regañar a Chantilly por aquel desaguisado, puesto que no parecía haber más empleado que él en todo el hotel. Fue en ese instante cuando Mateos decidió descartar el Petit Carlton como escenario de futuros encuentros amorosos.

Una vez repuestos de aquel formidable sobresalto, el inspector pudo seguir inquiriendo sobre lo relatado por Thomas acerca de Beethoven.

– Me contaba usted sobre los envenenamientos.

– El padre de Sophie -dijo la princesa- nos explicó que el arsénico se utilizaba en el siglo XIX, en combinación con otras sustancias, para colorear el papel pintado de las paredes, y que en un clima de extrema humedad como el de Santa Elena, el veneno pudo evaporarse del papel y contaminar el aire de la casa en la que residía el emperador.

– ¿Y Beethoven?

– Según el señor Thomas, a Beethoven lo envenenó Salieri. ¿Ha oído hablar de él?

Esta vez Mateos no tuvo que mentir para encubrir sus lagunas culturales, puesto que Salieri se había hecho famoso en todo el mundo gracias a la película Amadeus.

– ¿Salieri? ¿El que dicen que mató a Mozart?

– Exacto. Thomas dijo que Salieri no asesinó a Mozart sino a Beethoven. Para demostrar su curiosa teoría -continuó el príncipe- el señor Thomas nos puso primero en antecedentes sobre el envenenamiento por plomo de herr Beethoven. Parece ser que un instituto médico americano había tenido la posibilidad de analizar químicamente tanto el cráneo como varios cabellos de Beethoven y había descubierto una concentración de plomo en el organismo del músico que era cien veces superior a la de cualquier persona normal. El estudio afirmaba que Beethoven no pudo haber ingerido dosis masivas de plomo durante la infancia o adolescencia, que transcurrió en Bonn, su ciudad natal, porque eso hubiera interferido en su desarrollo intelectual, así que la ingesta de tan letal sustancia tuvo que empezar en la época vienesa. A partir de entonces, empezó a sufrir digestiones pesadas, dolores abdominales crónicos, irritabilidad y depresiones frecuentes. Ninguno de los médicos a los que se dirigió para aliviar sus síntomas fue capaz de recomendarle un tratamiento efectivo. Los científicos, nos dijo Thomas, habían podido descartar también una vieja sospecha, según la cual Beethoven había muerto de sífilis, pues no se habían hallado en sus restos rastros de mercurio, que era la sustancia más corriente a comienzos del XVIII para tratar la temible enfermedad venérea. A partir de estos descubrimientos, la deducción de los científicos, totalmente incorrecta, según Thomas, había sido pensar que el plomo había llegado hasta el organismo de Beethoven a través del agua, los alimentos, o los utensilios de cocina. Uno de los platos preferidos de Beethoven fue siempre el pescado, y se había comprobado que las aguas del Danubio estaban muy contaminadas de plomo en aquellos días, por los vertidos de las cada vez más numerosas fábricas situadas junto al río. El músico era, además, consumidor habitual de vino tinto, por lo que si no se quería abrazar la teoría de los peces del Danubio como fuente del envenenamiento, bien podía atribuirse el mismo a las copas de plomo que tenía en su casa, o incluso a sustancias utilizadas habitualmente por los bodegueros vieneses para endulzar sus caldos. Thomas descartó incluso una teoría reciente, defendida por el jefe del Departamento de Medicina Forense de la Universidad de Viena, según la cual uno de los médicos que trataba a Beethoven para aliviar sus dolencias abdominales, el doctor Andreas Wawruch, le recetó un medicamento con plomo que estaba contraindicado, por lo que, en cierto modo, lo asesinó sin querer.

– Recuerdo esa noticia. Salió publicada en la prensa de medio mundo. ¿Por qué el señor Thomas no estaba de acuerdo con la tesis del envenenamiento accidental? -Dijo que Beethoven, al igual que él, tenía muchos enemigos. Y que como envenenar en aquella época era tan fácil, porque debido a las limitaciones de la ciencia forense, los envenenamientos no podían probarse, lo más plausible era que Beethoven hubiera muerto a manos de alguna de las muchas personas a las que había vejado.

– Me cuesta creer que Beethoven, cuya música es hoy en día el símbolo de la concordia universal, tuviera tantos enemigos.

– Eso mismo objeté yo durante la cena. Pero Thomas nos dijo que no nos dejáramos engañar por las apariencias. Los odios los despertaba con sus ideas políticas, pues Beethoven siempre fue un republicano acérrimo; con su desagradable carácter, se permitía desairar en público incluso a los aristócratas que financiaban su carrera, o con su desmedido talento, que eclipsaba, por no decir que dejaba en ridículo, a decenas de pianistas y compositores de la época. El mismo compositor reconoció varias veces en cartas de la época que había muchas personas que le querían mal. En una muy famosa, escrita en 1801 a su amigo el doctor Wegeler, donde por vez primera se atreve a mencionar que padece problemas de oído, el genio dice: «Si tuviese otra profesión podría afrontar mi enfermedad, pero en la mía es un inconveniente terrible. Y si mis enemigos, de los cuales tengo un buen número, se enterasen del asunto ¿qué dirían?».

– ¿Llegó a relatar Thomas de qué forma Beethoven se granjeó el odio de Salieri?

– Parece ser que el compositor italiano, presunto asesino de Amadeus, tuvo tratos prolongados con el sordo de Bonn. Y aunque es cierto que Salieri estuvo presente en el multitudinario entierro de Beethoven, también acudió al sepelio minimalista de Mozart, y no por ello han dejado de correr ríos de tinta sobre su animadversión hacia este. Salieri fue profesor de composición dramática y vocal de Beethoven durante varios años, y aparentemente mantenía una relación cálida y afectuosa con su alumno, que llegó a dedicarle algunas sonatas para violín y piano. Sin embargo, a partir del momento en que el italiano se atrevió a criticar la única ópera de Beethoven, Fidelio, la relación entre ambos empezó a enturbiarse y en el año 1809, Beethoven afirmó rotundamente que Salieri era su enemigo: «Herr Salieri, que era mi antagonista más activo, me jugó una mala pasada».

– ¡Salieri, asesino de Beethoven! -exclamó Mateos estupefacto-. ¿No estaría el señor Thomas un poco…? -El policía completó la frase con el gesto de haber perdido un tornillo, pero el príncipe negó con la cabeza.

A Mateos le pareció que había llegado el momento de formular la pregunta más conflictiva:

– Señor Bonaparte ¿por qué mintieron ustedes el otro día a la policía?

– ¿A qué se refiere? -preguntó el príncipe para ganar tiempo.

– Lo sabe perfectamente. Le dijeron a mi compañero, el subinspector Aguilar, que la noche del crimen estuvieron en compañía de Sophie Luciani hasta las tres.

– Nosotros no hemos hecho nada, inspector -dijo el príncipe abatido, sin energía alguna para seguir defendiendo su falsa coartada.

– Lo único que quiere mi marido es que le dejen en paz -terció la princesa-. No puede permitirse verse implicado en un escándalo, ahora que se mete en política.

– Señor Bonaparte. -Mateos adoptó su semblante más severo-. Mentirle a la policía es algo muy grave. Si lo hubieran hecho ante el juez podrían ser procesados por falso testimonio, un delito castigado con prisión.

– Pero no tenemos coartada -adujo el príncipe-. Estamos asustados. El asesino utilizó una guillotina para acabar con Thomas, y la guillotina es un invento francés. Y no se trata de una reliquia del XIX, en mi país las ejecuciones fueron públicas hasta 1939. El último guillotinado, un pobre diablo llamado Hamida Djandoubi, lo fue en 1977. Aunque la policía nos descarte como presuntos asesinos, la prensa puede comenzar a especular, algo que resultaría extraordinariamente dañino para mi carrera.

– El hecho de no tener coartada sea tal vez, por paradójico que resulte, su mejor coartada -dedujo el inspector.

– ¿A qué se refiere?

– La persona que mató a Thomas es extraordinariamente astuta y planeó el asesinato a conciencia. No suele ser frecuente que la Policía Científica, a pesar de los sofisticados medios de que dispone en la actualidad, no haya encontrado ni un solo rastro en el lugar del crimen. Si usted o ustedes fueran los asesinos, no se habría dejado cazar en una mentira tan burda.

Bonaparte respiró aliviado y luego dijo:

– No sé quién asesinó a Thomas, pero estoy casi seguro de que, buscara lo que buscase, solo puede estar ahora mismo en poder de una persona.

– ¿De quién? -dijo el inspector.

El príncipe miró a su esposa y luego le dijo:

– ¿Nos puedes dejar solos un minuto, chérie?

– ¡Louis-Pierre!

La princesa se levantó indignada y salió del hotel como alma que lleva el diablo, dejando solos al príncipe y al policía.

Cuando Bonaparte le contó a Mateos su teoría, a este le pareció que la corazonada del francés tenía bastante fundamento.